Premio Ariadna de Cuento 2019

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PR EM IO AR IADNA DE

CUEN TO 2019

Premios Ariadna


En los forros: Los Recuerdos del Minotauro, ilustración de Marco Antonio Campos Vega

Editorial Ariadna Directora general Catalina Miranda Gasca PREMIO ARIADNA DE cuento 2019

Colección: Premios Ariadna Septiembre de 2019

D.R. © Editorial Ariadna Diseño y formación de interiores: E. A. Olid Tels.: 552614-3190 55 39 56 25 06 Patriotismo 545 Col. Ciudad de los Deportes Ciudad de México CP 03710

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Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualesquier medio o procedimiento sin la previa autorización por escrito de EDITORIAL ARIADNA . Impreso y hecho en México / Printed and made in Mexico


PRESENTACIÓN

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n 2018 lanzamos por primera vez la convocatoria al Premio Ariadna de Cuento, motivados por conocer lo que en materia de cuento se está generando en el país y por el deseo de ampliar el catálogo de publicaciones de Editorial Ariadna. Dicha convocatoria, abierta a escritores mexicanos y extranjeros que radican en México, fue bien recibida, por ello, con el mismo entusiasmo, en la Primavera de este año 2019 publicamos la segunda convocatoria, obteniendo de nuevo buenos resultados ya que recibimos las participaciones de escritores de distintas partes de la República Mexicana: Sonora, Nuevo León, Michoacán, Guanajuato, Jalisco, San Luis Potosí, Puebla, Hidalgo, Estado de México, Ciudad de México, Chiapas, Veracruz, Yucatán entre otros. Evidentemente, nos sentimos contentos y satisfechos por el gran interés de quienes enviaron sus textos: escritores noveles que por primera vez participan en un concurso literario y otros experimentados que cuentan con una sólida trayectoria literaria. Felicitamos al ganador del Premio Ariadna de Cuento 2019: Jehiel Mizraim Téllez Velázquez, egresado de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, quien envió el texto “La carretera a Veracruz. Una postal desde el 68”, en el que aborda la matanza de estudiantes en la Plaza de las 5


Tres Culturas, en Tlatelolco, en 1968. El cuento dosifica en cantidades exactas la información para resolver el misterio al final; presenta a dos personajes: un sargento y un sardo, chofer de una camioneta que transporta un cargamento desconocido. La virtud del cuento radica en que durante un trayecto en carretera, relativamente corto, plantea una situación social, judicial, injusta e inhumana, con las características suficientes para ser abordada en cualquier Comisión de Derechos Humanos, que además devela la insensible personalidad de quienes reciben órdenes del Poder Militar. Jehiel, a través de su cuento, permite que dicha problemática social, tan vigente en nuestro país, no se olvide. Este año, 2019, se entregaron tres Menciones Honoríficas, la Primera fue para el cuento: “Zacarías”, de Rosa María Fajardo, egresada de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, con varias especialidades en Literatura. “Zacarías” es un texto ágil que transcurre en las montañas de Italia, en él destacan las descripciones tanto del entorno como del misterioso personaje que da nombre al cuento. Rosa María es, sin duda, una narradora que sabe desarrollar y llevar a buen término sus historias, lo demostró ya con la obra con la que fue finalista en el Premio Ariadna 2018: “Volterra”. Jorge Antonio Medina Trujillo se hizo acreedor de la Segunda Mención Honorífica, con “El gato de Perenelle”, una pieza con ecos y sustancia de la antigua disciplina alquímica. A juzgar por “El gato de Perenelle” y por el cuento con el que participó en el Premio Ariadna de Cuento 2018: “El final de un cuento”, con el que también fue finalista, podemos afirmar que Jorge Antonio gusta absolutamente del misterio, el cual desarrolla de manera paulatina, cui6


dando cada detalle, dando pistas exactas que se entrelazan armónicamente para culminar con un final inesperado y congruente. Susana Garfel Durazo obtuvo la Tercera Mención Honorífica con “Chuparrosa colibrí”, un cuento absolutamente conmovedor, bien escrito. La autora es psicóloga, actriz y dramaturga con interés por desarrollar el gusto por la lectura y el pensamiento crítico en niños y niñas. “Chuparrosa colibrí” es un ejemplo de profunda sensibilidad y de amor a la vida, en él una joven encuentra a un colibrí en condiciones desastrosas, el cual protagoniza, de manera heroica, una larga recuperación, durante la cual se destacan algunos valores universales, útiles para quien esté enfrentando una difícil prueba del destino. En el libro Premio Ariadna de Cuento 2019 además del ganador y de quienes merecieron las menciones honoríficas se hayan otros autores que nos entregan espléndidas historias, que develan micromundos que para los lectores será muy grato descubrir, y que muestran que en nuestro país contamos con espléndidos creadores; algunos de ellos, si persisten en desarrollar el oficio, podrán ser incluidos en el hábitat de la alta literatura; otros, paulatinamente descubrirán nuevos formatos para sus contenidos y hallarán herramientas que los llevarán a obtener un sólido oficio y a encontrar un estilo literario propio, esos son algunos de los objetivos de Editorial Ariadna al lanzar la convocatoria; además, incentivar a los escritores noveles a que no abandonen la creación literaria. Estamos convencidos de que, en México, por falta de ideas, la Literatura no claudicará. ¡Qué proliferen los cuentos y que los escritores incluidos en este libro logren fortalecerse, abrir caminos y crear espa7


cios para la publicación y trascendencia de la narrativa! Agradecemos profundamente a Tepalcate Producciones; Fundación Amigos de Italia; Literaria. Centro Mexicano de Escritores; Arquitectura…; EGEX. Especialistas en Geología Económica y Servicios de Exploración; y Damiana Editora, su generosa colaboración para que este libro emprendiera el vuelo. Catalina Miranda Directora de Editorial Ariadna Premios Ariadna, los únicos en los que todos ganan el libro Ciudad de México, septiembre del 2019

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GANADOR Jehiel Mizraim Téllez Velázquez

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studió Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM; es colaborador habitual de la revista líber de Guadalajara; ha participado en los Encuentros Intergalácticos de Poesía Independiente, en los estados de Chiapas y Guadalajara; además colabora en la revista tlillan tlapallan de la UACM; ha publicado con la editorial independiente Sophia de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas: Antología desde ningún lugar. 9



La carretera a Veracruz Una postal desde el 68

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a camioneta avanza entre la bruma matutina, con los faros de noche como única luz, abriéndose paso entre la nocturnidad. Y un viejo sargento bebe de su cantimplora. Todavía le tiembla la mano, esa misma que utiliza para sostener su vieja, pero confiable Walter 9 milímetros. A la par, un trasnochado sardo conduce con evidentes marcas de insomnio en el rostro, aún es joven. El sargento lo mira, de alguna forma le exaspera su pasividad, luego piensa que la ignorancia es una virtud, que lo mejor en aquel país de intrigas y milagros donde sobran santos, es navegar con bandera de pendejo. Vuelve a beber de su cantimplora, enciende un cigarro, el sardo le mira de reojo, ajusta sus manos al volante, abre la boca como si tratara de hablar, pero rápidamente rechaza la idea, termina por relamerse los labios emitiendo un bostezo. Las horas pasan y el sargento ha acabado con su cajetilla de cigarros, se esculca en busca de otra, pero al no encontrarla lanza una maldición a esos espectros carreteros, le pregunta al sardo que le acompaña si lleva algún pitillo. Éste busca entre su ropa y encuentra una cajetilla de cigarros Delicados, y se la extiende, Altamirano extrae uno, en11


cendiéndolo a la brevedad. El sardo le pregunta, con el debido respeto marcial, hacia dónde se dirigen —agrega que lleva horas conduciendo por esa carretera— el sargento le mira con severidad, pero aliviado de que aquel ser por fin le muestre señales de inteligencia. —Vamos a Veracruz —responde secamente y a la expectativa de que el sardo Villalobos le haga otra pregunta, pero éste permanece callado, sumido en la reverencia militar. Después de unos minutos sorbe otro trago, la cajetilla de Delicados está a la mitad. Entonces le dice a Villalobos: —¡Estamos jodidos! México es un país de fantasmas, pronto no seremos más que fantasmas en una autopista infinita hacia Veracruz. Nada más que un recuerdo incómodo en la conciencia de nuestros hijos —afirma con vehemencia. El sardo lo mira como quien está acostumbrado a esa clase de soliloquios, desde hace mucho tiempo no hace más que afirmar con tedio. —Estamos jodidos, sardo, y los que no lo estamos, estamos muertos o por lo menos condenados, caminamos con una soga al cuello. ¿Entiendes? El sardo esboza una sonrisa, “otra reacción humana”, piensa el sargento, quien comienza a sentirse más relajado a medida que se alejan de la ciudad. Ya han dejado atrás Puebla y ahora están entrando a las Cumbres de Maltrata. Altamirano bebe de nueva cuenta, esta vez un sorbo lo suficientemente largo como para requerir una gran bocanada de aire, y fuma otro cigarrillo, convidándole a Villalobos, quién lo rechaza, entonces el sargento con seriedad le recuerda que toda invitación de un superior es una orden. Resignado coge el cigarro. 12


—¿Cuánto tiempo llevas en el ejército, hijo? —Dos o tres años, quizá más, la verdad ni recuerdo mi edad, señor. El sargento lo observa mejor, en su cara aún se dibujan destellos de una infancia jodida. —¿Puedo preguntarle algo mi sargento? —Adelante… —¿Qué es lo que transportamos? ¿Qué son todos esos bultos? —En verdad no quieres saberlo, hijo. Piensa en ellos como costales de papa y nada más. —¿Pero qué son? —Son cadáveres. —Ah, ah, ah. El sargento le mira con total seriedad, el conductor compone su postura, entiende que no es una broma, entonces vuelve a preguntar tratando de mostrar desinterés. —¿Aquellos cuerpos —se persigna sin dejar el volante— son los de la balacera de Tlatelolco? —Son los mismos, hijo —no se sorprende de que supiera algo, las noticias vuelan. —Pero son muchas camionetas, señor. —Son muchos cuerpos, hijo, y el camino aún es largo a Veracruz. Vivimos en un país de fantasmas, de aparecidos y desaparecidos. Arroja su cigarrillo. La fila de camionetas continúa sin detenerse como un ejército de hormigas. El sargento, entre sus delirios de aguardiente, ve en el hierbajo de la pista a esos jóvenes de piel pálida y mirada fría que le han estado observando. Todavía desea convencerse, con otro trago de licor, de que los fantasmas no existen. 13



FINALISTAS



PRIMERA MENCIÓN HONORÍFICA Rosa María Fajardo

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ació en la Ciudad de México. Estudió Ciencias de la Comunicación en la FCPyS de la UNAM, con equivalencia de grado por la Università degli Studi di Trieste en Italia; Máster en Escritura Creativa en la Università degli Studi Suor Orsola Benincasa de Nápoles y Maestría en Literatura y Creación Literaria en la Casa Lamm. Ha sido docente en la UNAM y el Tecnológico de Monterrey. Es coautora de la revista I seminatori di storie (2012) y los libros de cuento Anchora spero di meglio (2013) e Impaziente attesa (2013), fueron publicados en Italia con el grupo literario Trattolibero. Fue correctora de estilo del suplemento sábado del periódico unomásuno. Ha colaborado en medios mexicanos como sábado y la revista Generación, y en Italia en la revista literaria Lìnfera y el suplemento cultural INK del periódico universitario Inchiostro. Actualmente escribe para Newsweek en Español Guanajuato y la Revista México Social. Finalista del Premio Ariadna de Cuento 2018. 17



Zacarías

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n el fondo del jardín, detrás de la vieja casona de Pordenone, junto a un inmenso árbol de fulgurantes magnolias, hay un pequeño pozo antiguo, que llamo el Pozo de los Deseos; aunque hasta entonces no había osado lanzar una moneda, para no correr el riesgo de desprestigiarlo si no me concedía el deseo. Ahí, en el borde de mi pozo, cada domingo, si el clima lo permite, me gusta tomar el café de la mañana. Y aquel domingo veintiuno de marzo, a las seis en punto, recibí la fatal noticia de la muerte de un poeta, gran amigo mío, conocido en México y a quien no veía desde hace varios años. Sentí un puñal en el corazón. Salí de la cama y corrí las venecianas para dejar entrar la buena luz del sol. Era ya primavera, pero ese amanecer era frío y con una extraña niebla; igualmente me encontraba ahí, cumpliendo mi ritual. Sentada en el Pozo de los Deseos y envuelta en el perfume de magnolias, bebía lento ese café que me calentaba el alma y me daba sosiego. El cielo amenazaba lluvia, era como si quisiera llorar la muerte del poeta. Soplaba un viento húmedo, percibí el olor a musgo y tierra mojada de la montaña como un bálsamo. 19


Tomé mi paltó y mi impermeable, aferré una botella de Friulano, el Canzoniere della morte del poeta maldito Salvatore Toma y, derrapando en mi Spider Alfa Romeo, salí rumbo a las montañas. Ésa fue mi forma de duelo. Luego de una hora llegué a las imponentes Dolomitas Friulanas. Paré en una cascada que había visto muchas veces, pero ahora las aguas estaban furiosas, realmente encabronadas; corrían impetuosas, lamentándose y estrellándose contra las piedras. Me arrodillé en la orilla del río junto a la cascada y escribí el nombre del poeta en la arena oscura. Abrí el Friulano y, de cara a las Dolomitas, mientras leía con voz cristalizada los poemas más dañados, disolutos y descarnados de Toma, bebía el vino directo de la botella, pensando en todos los brindis del mundo y del tiempo no hechos y, ¡anatema sea! Después de una hora los poemas se acabaron, el espíritu del vino se evaporó y yo me fui, dejando ahí su nombre grabado, custodiado por la impetuosidad de las montañas enardecidas que crujían, doliéndose desde sus entrañas. Entré en el túnel Cellina, que atraviesa las vísceras de la montaña, 3964 metros de oscuridad; y en el auto la voz hombruna de Jim Morrison comenzó a cantar a todo volumen lo que yo misma me había cuestionado en voz baja y en secreto en su tumba del Père-Lachaise, en la que hace pocos días había estado: “Have you Heard? Have you Heard? Have you Heard? Have you Heard the word?... Under waterfall”. En París, sin dudarlo, me di una pronta respuesta: “I’m talkin’ about love! I’m talkin’ about love!”... “Yeah!”, imaginé exclamar a Jim. Pero en ese momento dentro del Cellina no encontré más respuesta a la pregunta, y sólo pude completar: “And one morning, you awoke (our love’s in jeopardy)”. Entonces volví a hablar con Jim, 20


a contarle de la muerte del poeta. “And one morning, you awoke…”, pareció repetir él con voz cavernosa. Se ve que no era lo que Jimbo esperaba saber luego de la “Feast of friends” de París, pues creí oír el eco de su voz decirme: “Girl… I’m really pissed off!”. Luego seguí los caminos hasta el fondo del corazón, mío y de las montañas. Y fue ahí, en la parte más baja y sombría del bosque, por donde apenas se filtran leves rayos de sol entre el ramal, como dagas de luz, que, en un sendero tupido de hojarasca, al lado de un manso riachuelo, encontré al misterioso ermitaño. Estaba recolectando hongos en una canasta. Caminaba solitario, como yo, y cuando nuestras miradas se cruzaron quedó inmóvil. El gesto del hombre fue indescriptible, su rostro reflejaba una mezcla de sorpresa y miedo por haber sido descubierto. Y ante tal reacción de desconcierto también yo me paralicé, creí haber visto un gnomo, elfo, espectro, espíritu o fantasma del bosque. Pronto el miedo se disipó pues, con una dulce y serena sonrisa, me ofreció el consueto saludo de la montaña: “Buongiorno, signorina!”, agregando una inusitada pregunta: “¿De dónde viene y a dónde va?”. Respondí con otra sonrisa. Nos acercamos titubeantes y nos sentamos a conversar bajo la sombra gentil de los abedules. Hablamos de esto y aquello, un poco de todo y, entre tanto, también a él le conté de la muerte del poeta. La paz y confianza que me trasmitió el ermitaño fueron inmediatas. Era como si lo conociera de toda la vida. Nos hicimos amigos y, desde ese día, algunos domingos regresé a las montañas a buscarlo. Su nombre es Zacarías. Es un hombre viejo y sabio. Tiene una barba montaraz, larga cabellera indómita, feroces arrugas en los pómulos y manos aladas. Es muy reser21


vado, no permite que lleve a nadie conmigo cuando lo visito. Sé muy pocas cosas sobre su vida, sólo las que él me ha querido contar. A los veinte años salió a recolectar leña que le encargaron sus padres y le dio curiosidad ver qué había detrás de las montañas. Nunca más regresó a casa. Se convirtió en vagabundo y llegó hasta el mar. Deambuló diez años por la playa de Lignano, dice que seguía los pasos de Ernest Hemingway, quien ahí vivió en los cincuenta. Luego abandonó Italia y se volvió viajero, un trotamundos que vive en otra dimensión. Asegura haber estado con los Dakotas y los Iowa de los Sioux, tiene dos pipas que ellos le regalaron. En su solitaria vida siempre lo ha acompañado un perro, ahora vive con Cherokee, un labrador; en el pasado tuvo un pastor alemán, un dálmata y otras tantas razas; cuando alguno muere, Zacarías va a la perrera y adopta otro. Cuando lo conocí me hospedó en su cabaña algunos días, fuera del mundo y del tiempo, y así sanó mi herida. Por las noches, Zacarías encendía su fogata y me hablaba de “El Gran Espíritu”, me curó el alma con sus palabras y sus hierbas. Bebimos y fumamos tabaco alrededor del fuego que danzaba con la noche. Él cantaba en dialecto ertano. Yo miraba la infinita bóveda celeste tatuada de estrellas. Las cenizas y las palabras se elevaban con el viento. Un Domingo de Pascua fui a las montañas a visitar a Zacarías. Como hombre brujo que es, me sintió llegar; lo encontré cocinando para dos: frico con polenta y hongos, la típica comida del norte de Italia. Le llevé la botella de grappa que a él tanto le gusta. Zacarías a veces habla poco y otras nada, pero dice tanto. Luego de comer, brindamos fuera de su cabaña y sucedió algo muy divertido: tan espontáneo como es, sentado en un tronco, forjando un cigarro, de la nada me pidió oír a todo volumen una canción 22


que tuviera en mi “artilugio del diablo”, dijo refiriéndose al celular; la primera que me viniera a la mente, precisó, y le puse con los audífonos ¡Inertiatic ESP de The Mars Volta! Zacarías no perdió la compostura. Soportó estoico hasta el final, sin alterarse su aire místico. Cuando la canción terminó él, tomando aire, como si hubiera estado más de cuatro minutos en apnea, imprecó: “Boia ladro!”, que significa Verdugo ladrón —frase despreciativa hacia el ejecutor que cobraba por asesinar, empleada para expresar que algo inesperado, que causa estupor, no debió suceder—. Reímos mucho. Luego se fue a tomar su siesta y yo, armada con mi impermeable, me fui a caminar por el bosque, hasta llegar a un área despejada junto a un arroyo, no muy lejos de ahí. Caía una lluvia fina, como de atomizador. Cuarenta minutos después regresé a la cabaña y Zacarías había ya preparado el café en la moka, corretto con la grappa. Sobre la mesa tenía una antigua caja de lata de galletas Mellin, ¡pero adentro no había galletas!, sino muchas fotografías amarillentas que, una a una, me mostró. Por su expresión nostálgica comprendí que eran algo muy importante y las miré con calma, casi sin pronunciar palabra, porque él no decía mucho y yo tampoco quise preguntar más. Pero creo haber visto a la mujer que amó, porque ella aparece en muchas de las fotos y cuando se lo pregunté con la mirada, los ojos ámbar de Zacarías me dieron la respuesta. Luego de un tiempo infinito en que con el silencio nos dijimos todo, él salió a despedirme y me puso una mano en la cabeza —fue un gesto entre caricia y bendición—. Se quedó ahí parado mientras yo me alejaba. En ese instante comenzó a llover muy fuerte y llegué al auto empapada. Puse Riders on the storm de The Doors y, manejando en la tormenta, tomé la carretera. 23


Llegué a casa al anochecer. Me dirigí al fondo del jardín y, cerrando los ojos, lancé la primera moneda en el Pozo de los Deseos. Nunca sabré qué tan ciertas son las extraordinarias anécdotas del hombre de la montaña. A veces incluso me pregunto si existe, si es un fantasma del bosque o un piadoso regalo de la imaginación. Pero siempre que regreso luego de haberlo visto, si acaso me asalta la duda, basta que mire mis botas de trekking llenas de fango para saber que acabo de bajar de las Dolomitas y que en verdad estuve ahí, en la guarida del viejo Zacarías.

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SEGUNDA MENCIÓN HONORÍFICA Jorge Antonio Medina Trujillo

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ació el 21 de septiembre de 1990, en Guadalajara, Jalisco. Egresó de la licenciatura en Letras Hispánicas. En 2013, fue finalista a nivel nacional en el Premio Letras Nuevas de Novela, con su obra Wad-allid-jara. El valle de la piedra. Fue director de la revista cultural La Higuera. Cultura en Movimiento. Algunos de sus cuentos están publicados en revistas y antologías; los más destacados son “El trámite” (finalista en el quinto Premio Endira de Cuento Corto) y “El final de un cuento” (tercera mención honorífica en el Premio Ariadna de Cuento 2018). Algunos de sus escritores favoritos son Amparo Dávila, Eduardo Antonio Parra, Umberto Eco, J.K. Rowling, Guillermo Schmidhuber, Mónica Lavín, Rosa Montero, Alberto Chimal, Javier Cercas y Mario Vargas Llosa. 25



EL GATO DE PERENELLE Apología a Helvetius

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a noche de diciembre en que los mellizos nacieron, después de que mi mujer luchara entre la vida y la muerte, supe que mi profesión de sepulturero no sería suficiente para sostenernos, así que, mientras la matrona me decía no sé qué agravios, tomé mi abrigo remendado y salí al frío de la noche. Mi cuerpo, sin avisar, comenzó a abandonarme para dar lugar a remembranzas de mi juventud, ya tan lejana, que con insistencia retrataban en mi mente la fachada de la casa con el número 51 de la rue du Montmorency; el hogar del Maestro Flamel y su esposa Perenelle, los más místicos y diáfanos personajes que el corazón de París albergó desde tiempos inmemoriales. Modifiqué mi rumbo, no así mis recuerdos, y me dispuse a visitar aquella casa, donde quizás hallaría la solución a mis infortunios. Me asistía una vaga luminaria de esperanza e ilusión. Desde aquella noche no dejé de pasar un solo día por aquella fachada, con la idea de atreverme a tocar la puerta, no sin antes discutir en mi interior y conciliar mis propias ideas, hasta que, no sé si por mi constancia o por un bendito designio, una tarde Maître Flamel en persona, al verme por la ventana, me invitó a pasar a una habitación en la que me indicó que esperara en compañía de los otros aspirantes. Yo era el séptimo y el último, pues después de mi llegada, 27


la puerta sólo se abrió para dejar salir a los candidatos rechazados, quienes salían tan cabizbajos que sus mentones casi tocaban su pecho. Del lado opuesto de la entrada de la casa, había otra puerta que parecía más vieja que la casa misma, y que se abría cada vez que Flamel llamaba al siguiente postulante y despedía al anterior. Cuando el cuarto aspirante fue llamado, los dos restantes comenzaron a hablar entre ellos; yo me acomodé en mi asiento y mientras los escuchaba, dirigí mi mirada a cualquier otro punto para disimular mi atención. Mi vista estuvo dispersa hasta que me quedé viendo una pintura que era una viva réplica de la Tabla Esmeralda, escrita por el mismo Hermes Trismegisto, el padre de la alquimia. —Te equivocas, Richard. —Claro que no, Gustave; mi conclusión es correcta. Retomé el hilo de su conversación que ahora era una pelea conceptual. —No puedes usar ennegrecido para explicar que es más negro el mercurio primitivo que el mercurio segundo. Tampoco estoy de acuerdo con negrísimo porque no está claro hasta qué grado de negrura llega dicha etiqueta y, por último, no puede ser negrillo ya que esa palabra representa más una disminución que un aumento. Toda su plática se basó en cuál era el adjetivo que debían de darle a la materia prima, pero no llegaron a un acuerdo pues, según Gustave Delacour, quien se jactaba de haber estudiado en la Real Academia Parisina, negruzco era para los sólidos, negrilino para los líquidos, negral para las fusiones, negricente para las mezclas y negrinoso para los gases. Por su parte, Richard Chanfray, autonombrado como el más ávido lector autodidacta de los tratados 28


herméticos, aseguraba que la palabra más apropiada era nigérrimo. Yo no sabía si sólo estaban fanfarroneando o si en verdad eran unos eruditos en el tema, de cualquier manera, comencé a ponerme un poco incómodo: ¿por qué Flamel me elegiría a mí entre los demás aspirantes? ¿Acaso había una recóndita posibilidad de que escogiera a alguien que venía para cuestionarlo y no para decirle cuánto lo admiraba? Supe la respuesta de inmediato, así que me puse de pie, y después de sacudir el polvo de mi abrigo, me dirigí a la puerta que ahora me parecía más pequeña que cuando entré. En el momento en que mi mano estaba lo suficientemente cerca como para sentir el escozor que causaba el óxido del picaporte, una puerta detrás de mí se abrió. —¿Se va tan pronto? Usted es el siguiente —dijo Flamel. De inmediato me di la vuelta y comprobé que Richard y Gustave estaban tan sorprendidos como yo; Flamel los había saltado para indicarme a mí que pasara. Sin demorar, los dos comenzaron a decir cuáles eran las razones por las que cada uno de ellos merecía ser escogido. Hablaban tan rápido y al mismo tiempo, que se atropellaban con sus propias palabras. Flamel no dijo nada, simplemente apuntó con su mano izquierda hacia la puerta. Así fue cómo el cuarto aspirante salió acompañado del quinto y del sexto. Yo, por mi parte, bajé las escaleras y me adentré en la habitación mística en la que cada candidato era interrogado, y al tomar asiento cerré los ojos y pedí a los cielos que me dieran la claridad mental —hasta ese momento perdida— para responder a las preguntas del alquimista quien, a pesar de ya haber cerrado la puerta, no bajaba para reunirse conmigo. Quizá estaba poniendo a prueba 29


mi paciencia. Para relajarme e ignorar las imágenes de mi mujer y los mellizos que se volcaban con insistencia en mi cabeza, comencé a observar el laboratorio de Flamel. Mi vista se detuvo en un extraño artefacto del que salían vapores de cuando en cuando. —Eso que ves es una técnica de cocción y purificación inventada por la alquimista María Profetisa, mejor conocida como María la Judía —dijo Flamel con suficiencia—. Es por ello que tal prodigio lleva su nombre: Baño María. Es interesante que los chefs usen esta técnica ancestral para hacer diversos postres, aunque claro, sé que no viniste aquí para hablar de repostería. —¿Es verdad que usted es..? —Nicolas Flamel —se apresuró a decir. —¿Es el mismo escribano que vivió hace..? —Muchos años —volvió a completar mi frase. —Verá, yo soy un… —Un sepulturero, se nota en tu semblante. ¿Cómo lo había sabido sólo con verme? Quizá la leyenda que lo envuelve sea verdad. —Recuerdo tu rostro. Fuiste tú, cuando eras joven, quien abrió mi tumba y la de mi esposa. —Pero estaban vacías. —Por supuesto que estaban vacías, de no estarlo, esta casa estaría deshabitada. Su respuesta me hizo saber de inmediato que la leyenda era más real que ficticia. Arrobado por la emoción me atreví a preguntarle cuál era el secreto de la Piedra Filosofal. Cuán grande fue mi sorpresa cuando me respondió: —El secreto es que no hay ningún secreto, tales proezas están al alcance de cualquiera. Traté de disimular el agrado que tales palabras me 30


causaron, pero mis intentos fueron vanos, pues sin pensarlo, le exigí a Flamel que me revelara sus verdades para obtener el dinero que necesitaba para ayudar a mi familia. Justo cuando el Maestro iba a proferir palabra, la puerta escaleras arriba se abrió de golpe y bajó con prisa su esposa Perenelle, quien llevaba un gato negro y tieso en sus brazos. La señora Flamel me vio con tristeza y me pidió que le diera santa sepultura al animal. Me puse de pie para observar al felino: llevaba un cascabel de plomo en su collar. Instintivamente, volteé con Flamel y le dije: —¿Por qué no lo revive con el Elixir de la Vida? —Su ciclo ha terminado; yo no soy nadie para contradecir lo que natura ha mandado. —¿Pero, acaso no ve la tristeza de su mujer? —Por supuesto, pero esa tristeza es su maestra. Algo le está enseñando, así como algo te está enseñando tu carencia. Yo no puedo ayudarte si lo que te mueve es el deseo de riquezas y la comodidad de una vida fácil y sin penurias. —Pero he escuchado que usted puede revivir a los muertos. —Esa aseveración no tiene fundamentos. —¿Entonces, no puede? —¿Y quién eres tú para venir aquí y cuestionar la habilidad de un viejo Maestro del Arte? —En realidad no puede, ¿cierto? Flamel se limitó a sonreír. —¿Sabe?, dejaré de cuestionarlo cuando vea los alcances de sus poderes y prodigios. Convierta cualquier metal en oro. —Aquí sólo hay madera, piedra y vidrio. —¿Y el cascabel del animal? 31


—No consentiré vanas inquietudes. Uno debe de tener fe en el Arte por sí mismo, no por la materialización de las cosas. Hay que creer para ver. Sin comprender cómo podía decir semejantes palabras, subí las escaleras, crucé la habitación y salí de la casa del ahora para mí confirmado charlatán francés. Lo más probable es que siempre rechazaba a los aspirantes porque ni él mismo sabía el secreto de la transmutación. ¡Vaya fraude, alimentado por la esperanza e ingenuidad! Ya iba a cierta distancia de aquella casa, cuando la sensación de que alguien me miraba me hizo voltear. Miré el jardín, luego la puerta y después la ventana por la que Flamel me había visto minutos atrás, pero no había nadie. Justo cuando iba a continuar mi camino, la vi. Desde la ventana de la planta alta de la casa, se asomaba Perenelle, quien llevaba al gato negro entre sus brazos. Era el animal el que me observaba atentamente con sus ojos amarillos que estaban más vivos que nunca y que resplandecían tanto como el cascabel de oro que llevaba al cuello.

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TERCERA MENCIÓN HONORÍFICA Susana Garfel Durazo

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s originaria de Hermosillo, Sonora, radica en la Ciudad de México desde hace 25 años. Se dedica a la psicoterapia, a la docencia y al teatro. Estudió la carrera de Psicología en la Universidad de Sonora y la carrera de Actuación en la Ciudad de México en “El Foro, Teatro Contemporáneo”. Para el teatro ha escrito y adaptado, además de dirigir diversas obras. Escribe principalmente cuento y relato. Le interesa mucho contagiar a los niños y niñas del gusto por la lectura, el pensamiento crítico y la convivencia amable y empática. 33



CHUPARROSA COLIBRÍ

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n cuanto salí de casa comenzó a llover, no pasó el microbús, me empapé de pies a cabeza y finalmente perdí mis clases, hecha una furia caminé de regreso al departamento. La tormenta había derribado hojas y ramas de los árboles, agarré una vara del piso y me fui repasando las cercas, fustigando las plantas desgajadas y pateando piedras. La lluvia había formado ríos y lagunas en todas las calles por lo que no había manera de caminar sin seguir mojándome los zapatos, así que me olvidé de saltar charcos y anduve libremente. Vi algunas burbujas dejando que la corriente las llevara, ramitas, pequeñas flores que seguían ese mismo camino a cualquier lado. Pensé que también yo era como una ramita arrastrada por esta tormenta, sólo que yo no me dejaba llevar ni disfrutaba el paseo. Reventé algunas de las burbujas y hundí con mi palo varias hojitas de las que se deslizaban tranquilamente, sólo porque sí. Vi un brinquito de agua minúsculo, alisté mi vara para deshacer el pequeño dique, pero me detuve un poco, parecía que estaba formado por una hermosa flor sumergida de la que sólo asomaba el pistilo rojo; puse más atención y descubrí que no era un pistilo, sino un pico largo y delgado con una lengua roja saliendo desfallecida… ¡era el pico de un colibrí! Me agaché para rescatar el cuerpecito sin vida y 35


dejarlo sobre algún arbusto, pero en cuanto lo tomé me di cuenta de que estaba vivo, no se movía, pero abrió un ojo, quizá asombrado. No tenía nada seco con qué envolverlo y darle calor, pero mi departamento estaba muy cerca, así que lo llevé en mi mano tratando de caminar aprisa pero con suavidad, me sentía protegiendo un tesoro, pequeño pero de incalculable valor. Me olvidé de mi vara y mi enojo, de patear piedras y de reventar burbujas de manera insensible, de hundir hojas sólo porque sí; más importante que las clases que había perdido y que las clases de todo el mundo era esta criatura, esta vida minúscula que me cabía completa en la mano. En cuanto llegué al departamento fui a la cocina a tomar una servilleta y extenderla para envolver al pajarito y suavemente tratar de secar las plumas. La chuparrosa no se movía, nada más me miraba con un ojo, el otro permanecía cerrado. Después me di cuenta que sólo le servía ese ojo que mantenía alerta, en el lugar del otro había una cicatriz que al parecer había sanado ya hacía tiempo; me estremecí un poco al mirar de nuevo esa herida. Con mucha suavidad puse al colibrí sobre la mesa envuelto en la servilleta, luego fui a buscar a mi clóset una caja de cartón que acondicioné para resguardarlo ahí y que volviera el calor a su cuerpo. Con la emoción del hermoso huésped y mis ganas enormes de que sobreviviera a aquella tormenta, me había olvidado de que tenía la ropa y los zapatos completamente mojados y que si quería estar bien para ayudar al colibrí no debía enfermar. Alisté mi pijama y pantuflas bien secas, me sequé con una toalla, me vestí y volví al comedor. El animalito no se había movido nada, aun cuando ya no estaba envuelto en la servilleta permanecía inmóvil, en una 36


especie de nido de papel que yo le había hecho dentro de la caja. Sólo me miraba. Se me ocurrió hacerle una mezcla de agua con azúcar para ver si se reanimaba. Hice la mezcla en un vaso y la probé, para mí tenía suficiente azúcar, supuse que para él también. Vertí un poco del agua azucarada en una taparrosca, y puse con mucho cuidado el pico del ave dentro y ¡funcionó! El pajarito bebió toda el agua azucarada. Me llené de gusto y pensé que así era más probable que sobreviviera al día siguiente. Me fui a acostar pero me levanté algunas veces durante la noche, para ver si el pajarito seguía ahí, si seguía vivo. Le di un poco más del agua preparada, también la bebió, así que más tranquila me fui a la cama y lo dejé dormir. Ya acostada, pensaba en las batallas que habría librado esa minúscula existencia, en cuántas veces más estaría dispuesta a enfrentarlas con tal de conservar su lugar en el mundo, en este mundo en el que yo me siento indefensa y a veces tengo miedo, yo, que tengo un tamaño considerable, me pongo a librar batallas que no me aseguro ganar, y me dan ganas de esconderme y dejar de intentar. Pero este colibrí vuela al mundo con un cuerpecito minúsculo y regresa a su hogar sin un ojo y vuelve al mundo a librar los combates que siguen y se enfrenta a la borrasca, al diluvio, a la crecida del río que formó la calle y la tormenta. Y decide tomar la oportunidad que se le ofrece y beber el agua azucarada, porque aún está vivo, porque no sabe cómo se las arreglará mañana pero hoy alguien le ofrece un poco de agua azucarada y él la bebe; y acepta un lecho de papel higiénico, porque esta vivo y quién sabe, quizá pueda volver a volar un día, volver a su hogar o construir otro, y quién sabe, quizá pueda volver a encontrar por sí mismo la flor para libar el néctar que lo alimente. 37


Por la mañana me acerco a la caja con miedo, pienso que quizá haya muerto, pero no, tiene su único ojo abierto y parpadea, mueve un poco el pico, yo le acerco el agua y coloco su pico dentro, él bebe todo el contenido. Le explico como una loca que regresaré temprano, que tengo que salir a trabajar, que en cuanto termine mi turno volveré. Me voy muy contenta de tenerlo en casa, de que beba mi agua azucarada, de que esté vivo. Hoy el día está soleado, no tarda en pasar el microbús y me entero que ayer no hubo clases por la tormenta. Cuando regreso, ya por la tarde, lo primero que hago es mirar la caja, el pajarito se ha incorporado un poco en su lecho de papel, mueve el pico y parpadea, lo toco y ya está bien seco, lo pongo en la palma de mi mano y aún no se sostiene con sus patitas, pero intenta incorporarse. Es muy bello, tiene el plumaje tornasol, verde y negro, brillante aún en la adversidad. Preparo más agua azucarada y se la ofrezco colocando el piquito en el líquido, lo bebe sin problema. Otro día me sorprendió porque ya no fue necesario dirigir su pico al recipiente, pues la chuparrosa lo hizo por sí sola. Después, cuando la colocaba sobre la mesa vi que ya le era posible sostenerse en sus patitas y caminar un poco. Cada avance era una alegría, un aprender de su perseverancia, de su resistencia, de su forma de estar en la vida. Me comencé a acostumbrar a su pequeña compañía, pensaba que con un solo ojo a lo mejor era más difícil que volviera a volar, además no había visto que moviera las alas. Me di cuenta de que ambicionaba que fuera mi tesoro, que íntimamente deseaba que permaneciera así, dependiente de mí, que nunca se fuera. Pero un día que tuve tiempo de estar en casa le vi estirar las alas, primero una y luego la otra. Luego volvió a su nido de papel. 38


Cuando se cumplía la semana de que el colibrí era mi huésped, al abrir la caja para ofrecerle de comer, se levantó, hizo su estiramiento de alas, primero una y luego la otra, caminó decidido hacia mí. Levantó la cabecita y comenzó a hacer ruidos, parecía molesto y que me reclamaba algo en su lenguaje. Se elevó volando desde la caja que había yo colocado como siempre sobre la mesa, volvió a manifestar no sé qué enojo que tenía, se puso frente a mi cara y permaneció un instante zumbando, pensé que me reclamaba su libertad por la manía que tenía yo de cerrar la caja cada vez que me iba. Recordé mis reflexiones sobre sus batallas, mi deseo de que se quedara junto a mí. Por un momento pensé en atraparlo y volver a dejarlo en la caja, me digo que quizá necesita más reposo, otros días de cuidado intensivo… pero no. Él estaba en lo justo, tenía su propia vida y sus propias luchas, no era tan indefenso ni tan frágil a pesar de las apariencias, y yo también necesitaba atender mi propia vida. Abrí el balcón, aún se quedó un rato frente a mí, le dije que me había encantado conocerlo, que en un millón de clases no habría yo encontrado nunca mejor maestro. Y se fue. ¡Buen viaje Chuparrosa!… ¡Colibrí!

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ALONDRA SELENE ÁLVAREZ MADRIGAL

Nació en la Ciudad de México, (2001). Actualmente cursa el bachillerato en el Instituto Tecnológico Roosevelt, en la especialidad técnica de Turismo. A los trece años comenzó su pasión por la literatura al leer la novela Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco. Poco a poco llenó su estantería con libros de diferentes escritores como: Benito Taibo, J.K. Rowling, Edogawa Rampo y Diana Wynne Jones. Actualmente escribe pequeños relatos de forma anónima en una página de internet, por puro placer. 41



ESTA HISTORIA ES DE TIEMPOS RETRÓGRADOS

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ra una gélida noche decembrina en Torreón. La población estaba dinámica, yendo de lado a lado en busca de provisiones, ya que había llegado el rumor de que el reino de Aztlán se encontraba en crisis, pues la princesa Alixzel estaba perdida. Los pobladores bien sabían que el Rey adoraba a su hija y no dudaría ni por un segundo en usar todos los recursos del reino para encontrarla. Mientras tanto, en una pequeña cabaña en la cúspide de Torreón, se encontraba un muchacho que, estaba apagado y con ánimos melancólicos, puesto que su madre había caído gravemente enferma desde hace ya varios días. —Atreyu —escuchó el muchacho la sutil voz de su madre que lo llamaba desde la recámara. —¿Qué sucede madre? —Hijo mío, necesito hablar contigo —la palidez de su rostro era preocupante. La mujer se enderezó sobre su cama provocando que sus vértebras crujieran—. Atreyu, tú bien sabes que es poco tiempo el que me queda y antes de que ocurra lo inevitable debo pedirte un favor —la mujer extendió un pergamino enrollado a su hijo—. Lleva este mensaje al gran evangelista, en él están escritas mis plegarias, entrégaselo y él cuidará de ti. 43


El muchacho, que apenas podía mantenerse en pie, soltó un gruñido de desesperación: —No necesito que alguien cuide de mí, madre, porque eso usted lo hará. La mujer lo miraba con melancolía y pensaba en lo mucho que le gustaría ver al pequeño Atreyu convertirse en un gran hombre. —No lo haré madre, no me rendiré ante su enfermedad —anunció el muchacho firmemente—. Debe existir alguna forma de… —No la hay hijo mío —lo interrumpió—. Puedo sentir cómo poco a poco dejo esta vida —hizo una pausa para mirar a su chiquillo que estaba completamente destrozado—. Perdónamelo Atreyu, pero mis fuerzas se están agotando y no quisiera que tú, lo más preciado que poseo, quede a la deriva cuando ya no esté. No se dijeron más palabras esa noche más que de despedida. Atreyu partiría al amanecer, y cuando ya todo estuviese arreglado con el evangelista volvería a casa y cuidaría de su madre hasta que esta falleciese para después comenzar de cero una nueva vida. Pasadas un par de horas sin poder dormir, Atreyu se encontraba rígido a la salida de su hogar. Ya tenía listo todo para su viaje. Llevaba un morral bien atado y en él había algo de carne, arroz, agua, unas cuantas pepitas de oro, el pergamino otorgado por su madre y un cuchillo. Apenas el Sol dejó ver sus primeros rayos, el muchacho emprendió su camino colina abajo. Debía llegar a donde el evangelista en la madrugada a más tardar. Atreyu caminaba triste y sin vida, como se le puede ver a alguien derrotado. Miraba al cielo que aún tenía los 44


naranjas preciosos de un amanecer, cuando de repente unos sonidos veloces se escucharon a la lejanía. Con una agilidad impresionante un pequeño primate salió disparado de entre los árboles chocando con la cabeza del muchacho, haciéndolo caer. Tras aquel animal apareció una chiquilla igual de ágil persiguiéndolo sin compasión. Entre el ajetreo, la violencia y la adrenalina en la que se encontraba sumergida la muchacha, tomó por error los cabellos pardos de Atreyu como si se tratase de su presa haciéndolo bramar con fuerza. —¡Te tengo, mono revoltoso! —gritó victoriosa. —¡Suéltame loca, me lastimas! —al escuchar hablar a lo que ella creía que se trataba de un simio, se alejó soltando un pequeño chillido. Atreyu se puso de pie mientras frotaba su cabeza para disipar el dolor que la chica le había provocado. La chiquilla observaba curiosa al muchacho de piel trigueña, cabello castaño y ojos chocolatosos que, a su vez, le devolvía la mirada, pero ésta estaba llena de sorpresa, pues Atreyu la había reconocido de forma casi inmediata. La princesa Alixzel era inconfundible. Desde su tez morena, cabello rizado azabache y ojos como esmeraldas, hasta sus vestiduras que a leguas se miraban de la realeza. —Su alteza —Atreyu se inclinó después de varios segundos de conmoción. Para la princesa, él era la primera persona con la que se cruzaba desde que había escapado del reino tres días atrás, y en realidad no sabía muy bien cómo explicarse ese acontecimiento, pues sabía que estaba muy a las afueras de Torreón. —¿Quién eres? —preguntó manteniendo distancia con el muchacho. 45


—Mi nombre es Atreyu, hijo del consorte de Xanat y Yareni. —¿Qué es lo que estás haciendo aquí, Atreyu? —Me encamino con el gran evangelista. Mi madre ha caído enferma y… —¿Y él la curará? —preguntó la princesa con demasiado entusiasmo acercándose más al joven. —No princesa —negó decepcionado—. El gran evangelista será quien cuide de mí cuando mi madre ya no pueda hacerlo más. La dupla quedó en silencio, cada quién con la cabeza metida en sus problemas. —Me disculpo por haberte lastimado —dijo la princesa después de un rato. —No tiene importancia princesa, de hecho, soy yo quién debe disculparse por haberle hablado de ese modo —ella negó con la cabeza mientras sonreía. Atreyu hizo una pausa para valorar la situación. “¿Se le podrán hacer preguntas a las princesas? ¿Pareceré demasiado impertinente? ¿Volverá a golpearme si lo hago?” Esas fueron algunas de las dudas que asaltaron la mente de Atreyu en ese momento. —El simio escapó —dijo de repente la princesa provocando la sorpresa de su compañero. —Lo que perseguía… Era un simio… —asintió— ¿Por qué lo hacía? —Hambre. No he comido nada desde ayer —se encogió de hombros para restarle importancia. —Era más probable que él se la comiera a usted — Atreyu se atrevió a bromear esperando lo peor, pero lo único que recibió como respuesta fue una sonora carcajada. —Sí, posiblemente. Aunque yo no estaría tan seguro 46


si fuera tú, casi te arranco la cabeza hace un momento — Atreyu sonrió aliviado y la princesa, por su parte, se sorprendió un poco de su propio atrevimiento. El muchacho al notarlo habló: —Princesa, tengo un poco de arroz y algo de carne… —no hizo falta que Atreyu dijera nada más para que la princesa Alixzel redujera la distancia que hasta ese momento los separaba, a nada. Después de comer con gran alegría, la princesa se compadeció del joven que la había alimentado sin dudarlo, y dijo: —Mi padre también ha caído enfermo y por eso estoy aquí —el chico prestaba especial atención a cada palabra que la princesa pronunciaba, como si se tratase de algo que no debía olvidar—. Busco una cueva al sur, la llaman “La cueva de los cuatro pétalos” —Atreyu ya había escuchado aquel nombre antes pero no estaba seguro de dónde estaba y mucho menos si realmente existiera tal cueva—. Recuerdo que cuando era más chica, mi abuela solía decirme “Visítala y ella te cumplirá cualquier deseo a cambio de un precio”. Podrías acompañarme y así salvar a tu madre. —Pero princesa, yo no tengo nada que ofrecerle a esa cueva a cambio de una buena salud para mi madre —confesó el chico avergonzado. —Eso es lo de menos, yo pagaré el precio que sea. Tú me has ayudado antes sin pensarlo dos veces, es un trato justo. —Princesa, usted no puede hacer tal cosa… —Impídemelo —la princesa soltó aquello acompañado de una amplia sonrisa llena de triunfo. Atreyu quedó en blanco, realmente no podía hacer nada para impedirlo. Surgió en él un sentimiento de remordimiento que pronto 47


fue remplazado por la luz de la esperanza que volvió a iluminar su corazón. Si lo que la princesa decía era cierto, el afán que tenía porque su madre siguiera con vida, ahora ya no era tan descabellado. La pareja se estaba adentrando más y más al bosque, manteniéndose siempre alertas de que nadie los siguiera o viera, pues si se volvía pública la reaparición de la princesa todo se vendría abajo. Atreyu, inmerso en sus constantes cuestionamientos, decidió arriesgarse y expresar la mayor duda que tenía desde que había emprendido su viaje junto a su nueva guía. —Princesa —la chica lo miró directo a los ojos, expectante—. ¿Podría decirme por qué escapó? Fácilmente usted pudo haber enviado a algún sirviente hasta aquí —a pesar de que la princesa Alixzel le dijo a Atreyu que no era necesaria tanta formalidad, él seguía siendo enfático con el respeto que le guardaba. —Nadie iba a creer lo que dijese, aunque sea yo la princesa. Mi padre, al igual que tu madre, lo esta dando todo por perdido, por eso es que la economía se volvió un completo desastre, no fue por mí como todos piensan. Además, como princesa de Aztlán, sentí la necesidad de hacer algo al respecto — cada palabra pronunciada por los labios de la princesa Alixzel se convertía en un hechizo para Atreyu, que ya comenzaba a mirarla con ojos cursis—. Rompí la rúbrica del reino porque no tuve más opciones. Siguieron caminando durante el resto del día, ambos contando crónicas de sus aventuras. Estando juntos casi podían olvidar el dolor con el que sus corazones latían en aquel momento. La noche estrellada se colocó sobre sus cabezas justo cuando la princesa anunció que estaban cerca. Caminaron 48


algunos metros más y entre penumbras, con un poco de ayuda de la luz de la Luna, vislumbraron a lo lejos la entrada a una cueva. —¡La veo! —Atreyu escuchó la entusiasmada voz de la princesa y, tras ella, el zumbido que una flecha deja al cortar el aire después de ser lanzada. Las mismas preguntas pasaron por sus mentes: “¿Quién nos ataca? ¿Por qué? ¿Desde hace cuánto nos han estado siguiendo?” Y lamentablemente no conocían las respuestas. Los dos quedaron helados y de un momento a otro más flechas comenzaron a surgir de entre la oscuridad. Una de ellas clavándose de lleno en el vientre de la princesa, que soltó un fuerte gemido. Sin pensarlo dos veces, Atreyu la tomó entre sus brazos y comenzó a correr con todo lo que sus piernas daban de sí para poder refugiarse dentro de la cueva. Más flechas caían a su alrededor y Atreyu más interminable veía el camino a la entrada de la cueva. Una flecha pasó frente a sus narices haciéndole un corte en la mejilla y después otra más clavándose en su hombro, sin embargo, ninguna de estas heridas lo hizo desistir. En cuanto estuvo dentro de la cueva, la abertura por la que acababan de entrar se desvaneció a sus espaldas dejándolo a él y a la princesa sumergidos en una total oscuridad. Atreyu recostó a tientas el cuerpo de la princesa sobre el suelo y justo en ese momento una serie de antorchas se encendieron a la vez cegándolo momentáneamente. La princesa Alixzel estaba hecha un ovillo, su cara no reflejaba otra cosa que dolor y su respiración era preocupante. 49


Atreyu se inclinó hacia ella preocupado sin saber muy bien cómo manejar la situación. —Princesa, enséñemela, enséñeme su herida —con dificultad, la princesa se removió para quedar mirando hacia Atreyu. Su vestimenta estaba completamente ensangrentada, al igual que el suelo sobre el que descansaba su cuerpo. —Atreyu —habló, pero su voz apenas era un susurro—. Pídele tu deseo Atreyu, pídeselo —el muchacho no podía contener sus lagrimas pues poco a poco la princesa moría—. Y tú —su mirada cambió en dirección a la extraña formación de rocas y cuarzos que estaban frente a un estanque de agua cristalina llena de pétalos, de los cuales Atreyu no se había percatado hasta ese momento—. Otórgaselo, debes hacerlo —seguía respirando cuando paró de hablar, cada vez con mayor lentitud. —Atreyu —una voz femenina invadió por completo la cueva provocándole un escalofrío al nombrado—. Veo que tienes un deseo. —¿Quién eres? —preguntó de manera desafiante. Esa voz no le inspiraba confianza. —No importa quién sea yo, lo que importa es lo que quieres tú y aún más importante, es lo que me darás a cambio —podía percibirse un tono burlón en su voz, que fue suficiente para irritar al chico. —¿Qué quiero yo? Yo no quiero nada de ti —escupió con rabia aquella respuesta. —¿Ah, no? ¿Y qué me dices de tu madre enferma en casa? —Atreyu quedó petrificado ¿Cómo es que sabía eso? —¿Qué es lo que quieres? —cuestionó con recelo. —Depende. Si lo que tú quieres es que tu madre siga con vida, es simple. Un alma por otra. Y más sencillo aún, 50


tienes a una que se está yendo justo detrás de ti —el muchacho quedó anonadado ante las palabras de aquel ente. Miró a la princesa sin poder razonar con claridad—. Lo único que debes hacer es colocar su cuerpo dentro del estanque y después pedir el deseo, pero date prisa, ella debe perder la vida dentro del estanque, no antes. El silencio gobernó el lugar por unos segundos. —Pero su padre… Él también está grave. —Pues consigue otro cuerpo. La regla es clara “Una vida por otra”. Fin —el tono de su voz era tan insensible como lo que decía. —¿Qué pasará con su padre y… con ella? —Atreyu preguntó con un nudo en la garganta. —¿Realmente importa? Ella morirá, ya te lo dije, y el viejo… no lo sé, supongo que también. Date prisa pequeño, el tiempo se agota. Atreyu contempló a la princesa con los ojos vidriosos y se puso de cuclillas a su lado. —A pesar de todo, aún se sigue viendo hermosa, princesa —le susurró con voz suave y acogedora antes de unir sus labios por primera y única vez. El muchacho se puso de pie y sacó el cuchillo que traía consigo, caminó hacia el estanque sin titubear hasta estar dentro de él, no era profundo, apenas si cubría sus pies. Elevó el cuchillo con firmeza y entonces dijo: —Deseo que la princesa de Aztlán vuelva a la vida. Acto seguido descargó con fuerza el cuchillo sobre su pecho. La sangre comenzó a brotar pigmentando el agua de color escarlata. No podría describir qué fue lo que pasó exactamente en ese momento, de hecho, a la fecha sigue siendo un completo misterio. 51


Lo que sí sé, es que esa misma noche la madre de Atreyu, el rey de Aztlán y la princesa Alixzel abrieron los ojos.

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Uriel Kaede

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ació en Tijuana, Baja California, en 1999. A la edad de 15 años, conoció a una joven escritora, y cautivado por la manera en que ella plasmaba sus pensares, comenzó a escribir con el afán secreto de impresionarla algún día. Sin darse cuenta, fue enamorándose de la escritura hasta convertirla en parte esencial de su vida. Al igual que a su preciada musa. 53


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EL NÉCTAR La Fuente de la Felicidad Perpetua

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ntaño, el mundo feérico estuvo envuelto en crueles guerras sin miramientos. Conflictos que detrás de sus “nobles” propósitos, escondían una desagradable verdad. Fue por eso que nuestra raza disminuyó casi al punto de su extinción, quedando sólo pequeños clanes, quienes, abatidos por las fisuras e inseguridades, huyeron a las lejanías de los bosques para aislarse. Pues aquellas sobrevivientes, compungidas por el actuar de sus allegadas, despreciaban la guerra más que a cualquier otra cosa. Sin embargo, no eran conscientes que tácitamente, como si implícito en sus almas estuviese, serían perseguidas por la sombra causante de tanto sufrimiento. En la búsqueda de sosiego, ante su intranquilidad, y con el menester de hallar un sitio con las condiciones necesarias para vivir en armonía, un pequeño grupo de hadas encontró un lugar colmado por bellas amapolas. En este paraje de extensa geografía, abundaba también gran diversidad de flora que, agradecida, les dio una cálida bienvenida. Más tarde, este lugar sería nombrado como el Jardín de las Amapolas. Y aunque satisfechas, ese estado de ataraxia les fue precario, ya que después de asentarse en su nuevo hogar, se percataron que oculto, como si el bosque lo hu55


biese escondido premeditadamente, entre amapolas; camelias y adelfas, yacía un gran árbol de arce, del cual emanaba un líquido espeso que al ingerirse, causaba un efecto que podría compararse con el de los psicotrópicos que ustedes los humanos suelen consumir. Las hadas, extasiadas por su descubrimiento y sin escrúpulo alguno, llamaron a este arce: la fuente de la felicidad perpetua. Viéndolo como un preciado regalo otorgado por la naturaleza, siendo la recompensa por todos los percances que habían pasado. Y así inició una época de gula, sin disturbios ni conflictos a sangre fría. He de aclarar, amigo mío, que el tiempo para las hadas transcurre diferente al de ustedes. Incluso el día y la noche parecen tener una mayor longevidad. Puesto que al no estar sujetas a un corto lapso de vida, eso termina pasando a segundo plano. Es por eso que no tengo una noción exacta de cuándo fue que sucedió todo esto. Pero en el momento que nací, el clan pasaba por este apogeo. Haciéndome testigo de la dicha y prosperidad de la que mis familiares gozaron. Desde que tuve sentido de consciencia, me sentí atraída por el néctar de ese extraño arce. No sabía cómo explicarlo, pero al ver a todas las hadas beber de aquella sustancia, me hacían desear probarla. Pero lo tenía estrictamente prohibido, ya que hasta que mis alas no terminasen de desarrollarse por completo, esa ambrosía no sería más que un desiderátum. Por lo que a diferencia de mi casta, que su dieta consistía sólo del néctar, yo tenía que resignarme a alimentarme de aburridas frutas y hojas. Un día, al despertar por el bullicio en mi entorno, vi a todas las hadas reunidas frente al árbol de arce. No tardé en inferir que se trataba de otra absurda contienda que, como 56


ya era costumbre, hacían para saber quién era capaz de beber más néctar. Competencia que se tomaban muy en serio, he de mencionar. Sin embargo, no solía haber un ganador en concreto, ya que todas las concursantes caían al suelo presas de sus delirios. Sabiendo ya la conclusión final, decidí no ser una espectadora en esa ocasión, y preferí ir en una de mis pequeñas excursiones por el Jardín de las Amapolas. Conocía cada uno de los rincones de aquel vergel, ya que a pesar de su gran extensión, era mi hogar después de todo. Por lo que era una experta en saber dónde estaban las hojas y frutas más apetitosas. Llené mis brazos con muchas de ellas para darme un merecido festín, hasta que llegué a la última amapola. Vi con intriga los límites de nuestros dominios. Nadie salía del Jardín. No porque lo tuviésemos prohibido, sino porque no lo necesitábamos. Sumidas en los efectos del néctar, muchas de mi estirpe me narraron, con sumo detalle, la travesía que hicieron para lograr llegar hasta donde residíamos. Eso hizo florecer un anhelo en mi corazón. ¿Qué habría más allá del Jardín de las Amapolas?... Quizá no necesitaba de su tonto néctar. ¡Yo misma podría encontrar mi propia fuente de felicidad perpetua! Pensé con ilusión y abrí mis alas emocionada. Una vez fuera del Jardín de las Amapolas, me adentré en la inmensidad del bosque. Quedé absolutamente cautivada por la cantidad de árboles enormes que parecían acariciar el cielo, todas las hojas y flores primaverales que danzaban al son del viento, aquellas aves que recitaban sus alegres cánticos matinales, los cándidos rayos de luz que iluminaban el bosque a través de los arbustos, el petricor que llenaba mis pulmones con su refrescante esencia, y sintiendo la fresca brisa sobre mi piel, exhalé con satisfacción el deseo en mi interior. 57


Mientras más avanzaba en el bosque, mi curiosidad crecía con él. ¿Dónde estaría mi fuente? ¿Cómo sería? ¡¿A qué sabría?! Las dudas hacían que mis alas revoloteasen con euforia. Mis ojos fueron seducidos por la hermosura ignota del bosque. Tal era mi admiración que al ir tan inmersa en mis quimeras, perdí la noción del camino por el que pasaba. Tampoco tenía idea alguna de por cuánto tiempo había volado. Pues mi fascinación me hizo olvidar dejar un rastro. Fui detenida abruptamente por mi resignación, quien molesta y decepcionada, me hizo dar la vuelta. “La felicidad puede esperar”, pensé para no sentirme tan desanimada. Volé hasta que la puesta de sol le dio la bienvenida a la noche taciturna, que sigilosamente tiñó al cielo con sus colores lúgubres y lo llenó con cientos de estrellas que centelleaban al mirarme. Por más que volaba, parecía que no llegaba a ninguna parte. Estaba sola y muy confundida, en un lugar que había perdido todo su encanto, convirtiéndose en un sitio nebuloso y deprimente. Recorrí ese bosque de un lado a otro, sin hallar indicio alguno que me guiase de regreso a casa. Mi esfuerzo por mantenerme apacible, no pudo sobreponerse ante mis imperantes valencias negativas, cuando me percaté que… ¡estaba siendo observada! Entre las penumbras de la noche, podía escuchar algo moviéndose bruscamente, oía su rugir y su respirar agitado. Una amorfa criatura me estaba asechando, y amenazaba con atacarme en cualquier momento. Mi pecho comenzó a contraerse de pavor, sentía mi corazón latir con vehemencia como si fuese a colapsar súbitamente. Volé impetuosa ante el miedo y la exasperación, pero los matices melancólicos del bosque me impedían ver con claridad, lo que hacía parecer que éste se 58


estrechaba deliberadamente mientras avanzaba. La ínfima luminiscencia que mis alas emitían, no era suficiente. Y ante esas tonalidades grises y la oscuridad absoluta, caí al suelo bruscamente. Pues mis alas al no estar desarrolladas en su plenitud, eran incapaces de soportar hornadas de vuelo tan extenuantes. Me levanté desorientada, casi por mera inercia. Mi débil y tembloroso cuerpo colmado de paranoia, corrió entre las espesas hierbas, lastimándose en gran medida. No podía pensar con claridad. No entendía lo que estaba pasando. Sólo me veía a mí, siendo destrozada en desamparo, dónde nadie me encontraría y si lo hiciesen, jamás podrían reconocer mi cuerpo cercenado. El aire me faltaba, mi garganta ardía, y mis gemidos eran tan grotescos como los de la criatura que no desistía en verme destrozada. La pesadez en mi trémulo cuerpo me hacía tropezar. Sólo estaba escapando a ciegas. ¡Había sido una estúpida! ¿Cómo demonios me había pasado por la mente salir de mi hogar? Me reprendí con severidad por la ingenuidad de un tonto deseo infantil, que sólo me había traído una fatídica desesperación. Deseaba fervientemente estar en casa, lo gritaban las lágrimas cayendo de mis ojos que se perdían en el eco del bosque, sólo opacadas por aquel animal y su atroz rugido. Aquella horrenda bestia muraba en la oscuridad; palabras, frases enteras, cacofonías que me era imposible comprender. ¡¿Qué demonios era eso?! No volvería a ver a mi familia, no volvería a sentir la calidez, nunca probaría de aquel néctar que hacía sentir a todas seguras. En ese momento, hubiese dado lo que quedaba de mi vida por unas pequeñas gotas de esa felicidad líquida. 59


Una amapola golpeó mi rostro espabilándome al instante. Miré a mi alrededor, reconocí el lugar. ¡Estaba en casa! Sentí como si mi alma saliese de mi cuerpo y regresase con violencia. Corrí con la endeble fuerza que me quedaba. ¡Aquí estoy! ¡Ayúdenme! Grité desesperada. Miré el gran destello azul que irradiaba desde el gran árbol de arce. Crucé con gran esfuerzo todas las amapolas, manchándome con su particular color, y lo que mis lagrimosos ojos vieron, me fragmentó. Las hadas volaban aglomeradas como fieras, chocando unas con otras. El rojo que me había bañado no era por las amapolas, sino por la sangre que caía como resultado de heridas y laceraciones. Un holocausto ocasionado por el árbol que tanto adoraban pues este, después de haber brindado una dulzura desmedida, por fin se había secado. Desquiciadas se despedazaban entre sí, por los últimos vestigios de esa fuente. Apenas de pie e incrédula por lo que ante mí acontecía, me desplomé frente a esa despiadada escena. Las luces se tornaron borrosas, hasta que todo fue un largo silencio... Para cuando desperté, todo el caos había culminado. Sólo quedaban los restos de aquellas hadas, que alguna vez contrastaron con los colores de las flores del Jardín. Me levanté sintiendo una vorágine atroz en mí. Caminé pisando las alas esparcidas por el suelo como cristales rotos que cortaban mis pies al caminar. Los cadáveres de todas mis familiares ahora se pudrían en la tierra como amapolas pisoteadas y maltrechas. Sus pieles se habían comenzado a secar y penetraban mis pulmones, contaminándolos con su desagradable aroma a madera quemada. Arcadas vacías salieron con dolor desde mi estómago. Abatida, caí sobre una torre de cadáveres, que en sus rostros sólo reflejaban desagradables rictus de amargura. 60


No me moví de ahí, aun cuando incluso todas se convirtieron en estelas de polvo. Cerré mis ojos. Ya ni siquiera me importaba secarme al igual que ellas, de hecho lo esperaba. Pues comprendí al fin, porqué mis alas se romperían también. Vi la respuesta en el reflejo de los ojos de aquella grotesca criatura, que me atormentó en el bosque. Aquella bestia no era más que la representación de mi soledad, estoy segura de que cada una de ellas, la vieron horrorizadas antes de morir… Ellas no perecieron porque el néctar estuviese maldito, sino porque ellas lo estaban. Esa adictiva sustancia no era más que un analgésico para mitigar un problema que había existido desde el inicio de las guerras entre las hadas, siendo la causa que nos impulsó a destruirnos desde un principio. Nosotras carecíamos de una auténtica razón para existir. En medio de la soledad este temor era aún más evidente, y nos aferrábamos a aquello que fungía como anestesia para olvidarlo: la felicidad. Esta emoción placentera existía para contrarrestar la crueldad de vivir en un mundo carente de significado para nosotras. Esa era la realidad y nos seguiría hasta desvanecernos de este infierno. Cuando pensé que no volvería a abrir los ojos, en lo que creía serían mis últimos alientos de vida, sintiéndome como una llamarada apenas flameante entre la oscuridad y la muerte, que se extinguiría ante la más ínfima ráfaga de viento. Sentí la calidez de unas manos que me sostenían como si fuese un valioso tesoro, y pude ver frente a mí, a un humano… Casi nunca hablábamos de ustedes, pues sólo en antiguas leyendas los describían como seres egoístas, torpes y vacuos. Muy parecidos a nosotras a mi parecer. Yo nunca había conocido a ninguno, pero cuando te vi, no dudé ni tuve miedo. Tampoco me resistí, no podía. Pero sentí una ligera seguridad al ver en tus ojos afligidos, los tenues mati61


ces de la felicidad. Y recordé que sólo aquellos humanos de noble corazón, eran capaces de atravesar la barrera entre el mundo humano y el mundo feérico. Con mis trémulas manos sequé el líquido que salía de esa fuente, me devolviste una sonrisa a cambio. Han pasado muchos años humanos desde aquel día en el que me salvaste. Todavía estoy muy agradecida contigo, mi querido amigo. Has cuidado de mí, me brindaste un hogar y me has enseñado infinidad de cosas sorprendentes. Pero aún más importante, me hiciste sentir que mi vida valía y tenía importancia. Eso significa para mí, más que cualquier néctar. Mis grandes alas ahora brillan con intensidad, iluminando de azul todo a su alrededor. Y aunque he intentado comprender los actos que llevaron al declive a mi raza, sigo pensando que no hay nada más estúpido que intentar perpetuar un encanto, que sólo se encuentra en lo efímero. La felicidad va y viene, entre notas graves y agudas, como una melancólica melodía que cautiva a nuestros corazones. El mío he de entregártelo a ti, mi efímera noción de felicidad.

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ELIZETH ÁVILA FUENTES

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ació en la Ciudad de México, en 1998. Cursó el diplomado en la Escuela de Escritores de la SOGEM. En 2018 una de sus obras: “Déjame dormir”, firmada con su nombre artístico Scarlet Oliva, fue seleccionada por el blog Hago Cosas en su convocatoria para jóvenes Número 5. Poco tiempo después, el cuento “Me gusta aprender” fue finalista en el Premio Ariadna de Cuento 2018. Sus libros favoritos son la saga Cazadores de sombras, de Cassandra Clare. Todos los años lee El principito de Antoine de SaintExupéry para nunca olvidar lo que de verdad es un tema serio. Actualmente se concentra en terminar su primera novela juvenil. 63



Cinco copas de vino Los recuerdos, como el cristal, son algo frágil, hermoso, y capaz de hacer mucho daño.

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eo el pasillo que debo recorrer y la persona que espera al otro lado, antes de acomodar en fila las pequeñas cajas de vidrio que sólo yo puedo ver. Cada una de esas pequeñas cajas guarda un recuerdo, un doloroso recuerdo de inocentes decisiones que finalmente me orillaron a este momento. Las personas a cada lado del pasillo parecen orgullosas de acompañarme en el día más feliz de mi vida, o así lo llaman ellos, como si aplastar los recuerdos de mi pasado fuera algo que me hiciera feliz. Cuando la marcha nupcial resuena en las huecas paredes de la iglesia, comienzo a caminar y puedo sentir la primera caja deshacerse bajo mi zapato, también escucho las pequeñas partes quedar clavadas en la gruesa alfombra roja. El primer recuerdo es un suicidio. El dolor que sintió Joaquín cuando supo que la mujer que amaba salía con alguien más, fue suficiente para bloquear cualquier otro. Supongo que de haber sabido lo que haría no lo habría dejado solo. El sonido del disparo es algo que también prefiero dejar en esa caja que nunca saldrá de aquí. Miro la enorme estatua, lo más llamativo del lugar, y noto que tiene sangre muy parecida a la de Joaquín, también 65


los mismos ojos adormilados de mi mejor amigo. Espero que lo que sea que viera después de esta vida lo haya dejado tranquilo. La segunda caja guarda un acepto. María amaba a Joaquín, todos lo sabíamos, por eso no pude creer que comenzara a salir con Rodrigo, menos que aceptara casarse dos años después sabiendo que no lo amaba. Tal vez pensó, como yo lo hago, que el amor del otro podría bastar para los dos. Por poco tropiezo con una irregularidad de la alfombra, pero logro recuperarme y seguir con una sonrisa fingida. Con suerte en poco tiempo esa sonrisa pasará a ser la verdadera, y la verdadera se convertirá en un recuerdo más del que pueda deshacerme. Un accidente es lo que guarda la tercera caja. Rodrigo aceptó su relación con María sabiendo que él, y sólo él, la sacaría adelante. No sé si yo podría aceptar algo así. Rodrigo lo hacía, o al menos estaba dispuesto a hacerlo hasta que una camioneta y un conductor ebrio le cerraron el paso. Ni siquiera llegó vivo al hospital, creo que algo o alguien no quiso que viera a María llorando como lo hizo cuando los paramédicos bajaron su cadáver. Entre los invitados, mi prima me sonríe como si pensara en lo bien que me veo, pero yo sé que piensa en su propio vestido blanco que ahora y siempre recolectará polvo junto a la urna de su prometido. La siguiente caja es del hábito de una monja. Ahora que lo pienso, no debí sorprenderme tanto cuando Lili nos dijo que su hermana mayor se había unido al monasterio después de recibir la invitación a la boda de Rodrigo. Teresa siempre fue muy creyente, y no hubo opinión ajena que hiciera cambiar la suya. También creía que Rodrigo era 66


demasiado bueno para ser real, pero, en mi opinión, si uno de tus defectos fue no fijarte en Teresa, no eres tan bueno. En el funeral de Rodrigo, Lili leyó un versículo a petición de su hermana. Fue hace meses y aún lo recuerdo. “No, amados hermanos, no lo he logrado, pero me concentro únicamente en esto: olvido el pasado y fijo la mirada en lo que tengo por delante. Filipenses 3:13-14.” Supongo que fue la forma de Teresa de decir que no culpaba a Rodrigo por amar a María y no a ella, y que ahora estaba bien o encontraría la manera de estarlo. Pero nunca podré saberlo, porque Teresa decidió nunca salir del monasterio. La última caja, es mía. Guarda un momento particularmente vulnerable que si me libro de recordar tal vez pueda hacer lo mismo que Teresa. Cuando doy el último paso la música se detiene. Retiro el velo que cubre el rostro sonriente de Lili y pienso que es casi igual de hermosa, atenta y comprensiva que ella, pero mi corazón siempre estará en manos de Teresa... o de Dios, a fin de cuentas es lo mismo. Al terminar la ceremonia veo el pasillo que ya no parece tan largo y pienso en lo afortunada que es Lili, ignorante de los agudos recuerdos que son demasiado dolorosos para ser vistos otra vez y de que cada uno fue crucial para que este día llegara. Si Joaquín no se hubiera suicidado, María no habría aceptado casarse con Rodrigo, Teresa no hubiera entrado al convento y yo nunca habría pedido matrimonio a su hermana menor con tal de, de alguna forma, estar con ella. Lo gracioso es que Lili y su novio ni siquiera iban muy en serio cuando Joaquín decidió poner fin a su vida, incluso terminaron semanas después. ¿Y quién lo diría?, la bala que disparó mi amigo no sólo destruyó su cerebro, también cinco vidas, cinco cajas 67


de cristal con momentos que será mejor dejar olvidados en la alfombra de la iglesia. Los invitados lanzan pétalos de rosas y gritan emocionados, nos desean felicidad y pienso que lo hacen por pura tradición. Mi nueva esposa comienza a reír y yo no puedo evitar hacer lo mismo, con la diferencia de que mi risa es consecuencia del alivio. Alivio de haber roto y dejado aquellas cajas en la iglesia, donde espero que Teresa las recoja y haga algo útil con todo el dolor, la pena y melancolía que guardaban. Tal vez pueda convertirlo en copas y llenarlas de vino.

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PATRICIA CARPIO LÓPEZ

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ació en la Ciudad de México en 1964. Convencida de la importancia de la educación, se formó como profesora de Educación Primaria por la Benemérita Escuela Nacional de Maestros (1981-1985). Estudió Administración de Empresas en la UAM (1991-1995). En 2006 concluyó la Maestría en Docencia en el Centro de Estudios Superiores en Educación. En el 2015 terminó sus estudios de Doctorado en Educación. Durante su gestión como Directora de Primaria tuvo la oportunidad de asesorar la labor de los docentes. En febrero de 2017 se jubiló. En noviembre de 2017 cambió de residencia a Playa del Carmen. Actualmente imparte clases en la carrera de Pedagogía en escuelas particulares. Siempre ha querido escribir y tras cursar un diplomado de literatura en el 2018, decidió realizar su primer cuento: “Camila”. 69



Camila

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se día después de rendir honores a la bandera, entramos al salón, tú, como siempre: Bien vestida, con tu uniforme limpio, impecable, como le gusta a la maestra. Al sentir mi mirada, volteaste a verme, arrugaste tu rostro con ese gesto que me confunde, que aborrezco porque me recuerda las arrugas de ese viejo gruñón que me golpeaba con su bastón cuando era pequeño. A la vez, tus labios que sobresalen se antojan para plantarles un beso, y pienso en decirte como le dice papá a mamá “tas trompuda o quieres beso”. No lo hago, porque no debemos besar a las niñas, no es correcto, entonces te jalo las “coletas” cada vez que quiero y junto con mis compañeros te decimos “cara de simio” y tú te molestas, siempre te molestas, pero no me acusas con la maestra; en cambio, gritas con furia “¡déjame en paz!” … Si supieras qué mal me hacen tus palabras y cuánto me gustas, seguro te burlarías de mí y además mis amigos se mofarían. Me miraste un instante e inmediatamente fuiste a sentarte a tu lugar. Mientras los compañeros sacaban su libro de lectura yo continuaba mirándote y pensaba: “Eres tan perfecta y yo tan tonto, que en lugar de protegerte te 71


agredo cada día más”, de pronto sentí un misterioso silencio en el salón y vi a la maestra frente a ti con un cuchillo en la mano, “¿por qué trajiste este cuchillo Camila?”, preguntó la maestra. “Voy a matar a Axel”, dijiste, tu voz sonó tan segura, tan natural y determinante. Así como tú. No dudé que lo lograrías, pues te bastaba desear algo para lograrlo. Como un relámpago vinieron a mi mente todas las ocasiones en que te falté al respeto y me burlé de ti y de tus amigas. No recuerdo qué te dijo la maestra, cuando reaccioné la maestra y tú caminaban hacia la dirección de la escuela, ella llevaba el cuchillo. Era un cuchillo como el que utiliza mamá para cortar la carne… sentí escalofríos. Minutos más tarde regresaste al salón con aires de triunfo; antes de sentarte dijiste a Karla, tu mejor amiga “mi mamá no puede venir, está trabajando”. En el recreo quise hablarte, pedirte disculpas por todas las groserías que te hice, compartirte mis problemas: mis padres se van a divorciar, no me escuchan, no puedo decirles cuánto me gustas. Necesito agradarte, me duele tanto tu odio. “¿Tienes sed?”, me preguntó Karla al tiempo que me dio un vaso con agua de tamarindo, “mira, lo acabo de comprar en la cooperativa”, no pensé nada, era extraño, pues Karla no era mi amiga; no dudé, aunque no estaba sediento le recibí el agua y la bebí rápidamente. Mientras los paramédicos me subían a la ambulancia alcancé a escuchar que le decías a Karla: “Anoche molí unas pastillas que mi mamá toma para dormir”.

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JORGE ESQUIVEL DELGADO

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ació en Maravatío, Michoacán, en 1990. Egresado de la carrera de Ingeniería en Telecomunicaciones por la Universidad Tecnológica de Querétaro. Adicto a la lectura y sediento de historias que lo transporten a otros mundos. Creció en un pequeño pueblo de Michoacán donde inició su pasión por inventar historias fantásticas. Gusta de escribir relatos para compartirlos con amigos y de esta forma incentivarlos a la lectura. Su cuento “Casa en venta”, formó parte de la Antología del Quinto Premio Endira “Cuento Corto” en 2018. Tiene una novela aún sin publicar. Admira a Gabriel García Márquez. 73



UN JARDÍN DE MARGARITAS

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uego de enterarme de lo ocurrido, no supe dónde poner tanta rabia, tanta humillación y tanta impotencia. Esa mañana sentí cómo el mundo se me venía encima sin previo aviso. Regresé a casa hecha un mar de lágrimas mientras sentía el peso de cientos de miradas morbosas y un enjambre de susurros a mi alrededor que pronunciaban mi nombre sin discreción. Me resultó increíble entender cómo se dieron las cosas y cómo fue que llegué a ese terrible momento. Jamás imaginé que algo así podía pasarme a mí. Todo empezó siete meses antes cuando Narciso, quiero decir Mauricio, se incorporó a mi preparatoria poco después del inicio del ciclo escolar. Estaba iniciando mi último año así que tenía toda la intención de subir mi promedio para conseguir una buena universidad. —Margarita, por favor ayuda al chico nuevo a ubicar las aulas, cafetería, centro de copiado y a ponerlo al tanto con las lecciones —dijo aquel día la profesora de inglés. Acepté sin peros. Para ser honesta, la primera impresión que tuve de Mauricio fue la de un chico tímido pero inteligente. Sus gafas lo hacían parecer más intelectual. —Margarita, ¿eh?, como la flor —fue lo primero que me dijo. No sé si me sonrojé pero definitivamente supe 75


que no era tímido para nada. Después de todo hasta me resultó agradable y muy educado. Dos semanas después me invitó a salir para “agradecer lo que había hecho por él”. Pensé que me vendría bien relajarme un poco así que acepté. —Eres más bonita incluso que las margaritas —exclamó viéndome a los ojos, luego intentó tomarme de la mano. Me negué y volví a casa cuanto antes. A partir de ese día empecé a estudiarlo con más detenimiento. No estaba en mis planes enredarme en una relación y sin embargo estaba cayendo ante sus atenciones, sin querer. Me di cuenta que era muy cuidadoso en su forma de vestir, en su peinado y hasta en su calzado. Era en extremo vanidoso. Y caí. Un día antes de las vacaciones de Navidad llegó con una margarita blanca y me pidió ser su novia. Ese momento fue tan especial, tan dulce, me sentí muy afortunada de que me hubiera elegido a mí. Dado que su elegancia y su vanidad iban en aumento, o al menos eso me parecía, lo apodé Narciso. Él lo encontró sumamente divertido, inclusive se veía en su espejo de bolsillo con más frecuencia de lo normal. —¡Somos el uno para el otro! —me decía a menudo—. Cuando nos casemos quiero tener un jardín de margaritas. —Y otro de narcisos —complementaba yo. Era tan centrado en la escuela como yo, por lo que nunca descuidamos nuestros deberes y eso lo hacía aún más perfecto. Todo mi mundo era color de rosa entonces. —Ya me enteré que caíste en las redes de ese tal Mauricio —me dijo poco después mi amigo Luis cuando nos topamos en el pasillo—. Deberías andarte con cuidado, no me da buena espina. 76


Me sorprendió que estuviera enterado de nuestro noviazgo, Narciso y yo éramos sumamente discretos. Interpreté el comentario de Luis como el de un hermano celoso, nada más. —¡Juro que te amo con locura! —comentó Mauricio una tarde, a finales de enero, luego de estar casi una hora al teléfono—. ¿Me podrías regalar un pétalo, Margarita? —¿Qué? ¿Cómo? —Las margaritas tienen pétalos. Quiero uno tuyo. Me explicó que se refería a una foto y se la envié. Y así empezó a desojarme poco a poco. Nuestra relación se volvió un poco diferente. Narciso empezó a preferir los lugares más arrinconados durante el receso y me percaté que me veía de forma distinta. Todas las noches antes de dormir yo le enviaba un “pétalo” a su celular y a cambio él me enviaba uno también. —Los pétalos son los que dan la belleza a las flores. Cada uno contiene más que sólo una forma o color, contienen la esencia misma de la planta, su perfume. Tan suaves, tan delicados y frágiles. Quiero que sepas que conmigo tus pétalos están a salvo. ¿Confías en mí? Y con esas cuantas palabras me convenció de no sólo enviar una simple foto de mi cara. Yo seguía viendo todo como un juego ya que mientras él fuera el primero en enviar una, yo le correspondía con otra igual. Así que le compartí una sin pantalones. Así de fácil se dio todo. Y sin darme cuenta las cosas empezaron a subir de tono paulatinamente. Confiaba tanto en Narciso que no me importó mostrar cada vez más piel porque también me gustaba verlo con menos ropa. Luego de un tiempo me pregunté si una margarita podía dar tantos pétalos en su vida. Pero Narciso no paro 77


ahí, cuando notó que me había quedado sin pétalos quiso ir por mi receptáculo. Me negué tres veces a acostarme con él. Yo no estaba lista, no quería que pasara en esa etapa de mi vida, a pesar de que lo quería mucho. Así que aquella mañana cuando llegué a la escuela reparé en que mis pétalos habían sido esparcidos por toda la escuela, mutilados y pisoteados sin compasión alguna. Llegué a casa llorando. ¿Cómo podía detener algo así? Entendí que Mauricio jamás había querido tener un jardín de margaritas ni mucho menos casarse, si no que yo había sido simplemente una margarita más en su jardín. Y ahí estaba, en la soledad de mi cuarto, desnuda, expuesta y vulnerable ante el mundo. Todo se había acabado y mi reputación estaba por los suelos. Tenía que hacer algo para salir de esa situación. Pensé en pagarle con la misma moneda, pero eso no resolvería nada, al contrario, supondría una guerra entre ambos donde no habría ningún ganador. Además, yo no tenía fotos de él porque las borraba al poco tiempo de que me las enviaba. Fingí estar enferma los siguientes días para no asistir a clases y me deshice de todas mis redes sociales para evitar más burlas e insultos. Odié a Narciso con todas mis fuerzas, no quería volver a verlo en la vida. Entonces se me ocurrió que podía llamarlo, pese a que tampoco quería oír su voz, sólo para hacer que confesara que él era el culpable de todo, guardar la conversación y entregarla al director para que lo expulsara, por lo menos. La expulsión no se comparaba con lo que me había hecho pero era mejor a no recibir ningún castigo. Lo malo fue que Narciso nunca contestó mis llamadas. Dios, ¿cómo había llegado a esa situación? Quería morirme. 78


Cuando empezaba a rendirme y marchitarme por completo me llegó un rayo de sol. —Te juro que no he visto tus fotos —dijo Luis una vez que nos quedamos solos en la sala de mi casa. Después de tanta insistencia por fin acepté recibirlo. Lo abracé con fuerza y me desahogué en su hombro. Realmente agradecía que estuviera allí en ese momento. Luego le conté mi plan para hacer que Mauricio, ya no le llamaré Narciso, confesara su culpa. —Tengo una mejor idea —dijo mi amigo con una sonrisa—. Él te va a llamar a ti, ya verás. Sacó su celular y me mostró una galería completa de una chica muy guapa, en varios ángulos, y con muy poca ropa. —¡Es la hermana de Mauricio! —exclamó. —¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre? Es exactamente por lo que estoy pasando y le haces lo mismo a otra chica. No lo voy a… —¡Tranquila! Ella me envió todo por voluntad propia. Vivimos cerca y desde hace tiempo me ha cortejado creyendo que de esta forma va a lograr algo. El plan es éste, le vas a enviar una de estas fotos al hermanito tarado indicándole que si no retira tus fotos de la red, las imágenes de su hermana saldrán a la luz. —Pero… —Sólo hazlo… Foto enviada. Dos minutos después el tarado me estaba llamando al celular. —¿Cómo conseguiste eso? ¡Con mi hermana no te metas! —gritó a través del auricular. —¡No, tú te metiste conmigo, así que si no quieres que toda la escuela vea a tu hermana encuerada debes borrar 79


todas mis fotos que compartiste! ¿Por qué lo hiciste, eh? ¿Eso te hizo sentir más hombre? —Te lo merecías por haberme rechazado. —¡Estás advertido! —y colgué. En efecto, la mayoría de las fotos desparecieron de internet en cuestión de días. La pequeña conversación que sostuve con él fue entregada a los directivos de la preparatoria y Mauricio se quedó a poco de terminar el ciclo escolar. Yo aprendí la lección y me prometí jamás volver a desojarme de esa forma por nadie más.

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Manuel Gómez Moreno

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ació en Lagos de Moreno, Jalisco, en 1960. Ingeniero Químico de profesión y cuentista por pasión. Cursó sus estudios en la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad de Guadalajara. Actualmente labora como Jefe de Laboratorio en una empresa de lácteos de su ciudad natal. Ha sido galardonado con un Primer Lugar y dos Menciones Honoríficas en el Certamen de los Juegos Florales de Lagos de Moreno, en las ediciones de 2003, 2009 y 2018. También obtuvo un segundo lugar en el Concurso de Cuento “Pasión por mi Ciudad”, convocado por el Culagos, en el 2010, trabajo presentado en la FIL de Guadalajara de ese año. 81



¡CONCEDIDO! La historia aciaga de Juan Jacinto El Nahual, y Martina La Loca

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e rumora por estos rumbos que Juan Jacinto Anaya fue el último nahual que malvivió en las tierras nobles de Jalisco —señaló el abuelo, cuando me contó su versión de los hechos trágicos ocurridos a principios del siglo pasado, y que mucho habían conmovido a los habitantes de la región alteña—. Dicen que su madre verdadera había sido Nakawé, la hija única del Brujo Mayor del pueblo. Que cuando don Manuel Anaya, el más rico hacendado de la comarca, miró por vez primera a Nakawé, tan bonita como la virgen de San Juan, se encaprichó tanto de ella, que ordenó a sus peones la robaran para él y acabar de tajo con la ilusión. Don Manuel violó a la muchacha y la desechó como a vaca seca. El Brujo Mayor no pudo hacer nada para limpiar su honor porque, ya para esos tiempos, el viejo andaba entregando el alma a los dioses y el agravio habría sido la estocada mortal que lo hundiría para siempre en otros mundos. De ese crimen nació Juan Jacinto —reveló el abuelo—. Nakawé murió al parir, pero dicen que le heredó los poderes que ella había recibido de su padre, y éste del tata, y así hasta los principios. Juan Jacinto nació con estrella, según los decires de la gente —me dijo Tata Bato—, y así debió ser porque cuan83


do don Manuel supo del nacimiento del escuincle y del fallecimiento de la desdichada, el hacendado se llevó a Juan Jacinto a su finca y ordenó a doña Carmela, la esposa de él, que lo criara como a hijo propio. Como doña Carmela nunca tuvo descendencia, sólo niños malogrados que murieron antes de tiempo, no opuso resistencia alguna; muy por el contrario, llegó a querer a Juan Jacinto mucho más que si ella lo hubiera parido. También don Manuel se desvivía por el muchacho, y lo presumía como su más grande orgullo. Como siempre le ocultaron sus orígenes, el chamaco creció con apelativos de abolengo, heredero único de don Manuel Anaya y doña Carmela San Ramón. Y así vivió, rodeado de riquezas y de lujos, aunque nunca vino a saber de sus talentos escondidos de hechicero, hasta esa noche de canícula infernal, muchos años después… El zumbido de los zancudos hacía más engorroso el paso de las horas —continuó platicándome Tata Bato—, y Martina, la mujer de Juan Jacinto no se aguantaba ni a ella misma, desesperada por no saber dónde andaba su marido, ni con quién; desde las siete de la noche tenía que haber llegado el muy sinvergüenza, y ya pasaban de las once, pero de Juan Jacinto… ¡ni sus sombras! “¡Ah!, pero en cuanto asome por esa puerta su nariz de zopilote escuálido… lo aplastaré con mis propias manos, como a un zancudo impertinente!” Urdía la mujer, furibunda, deseando de todo corazón lo que su boca vomitaba, mientras tomaba una tras otra las copas de coñac extranjero, y se espantaba los mosquitos que gozaban con la orgía organizada a costa de su sangre alcoholizada. “¡Ya verá lo que es amar a Dios en tierras de doña Martina!” Sentenciaba, con la convicción de los conversos, mientras levantaba la copa en señal de compromiso ineludible. 84


Un ruido logró sacarla de sus pensamientos criminales: era su esposo, quien, después de las horas interminables que la había hecho esperar, al fin se dignaba a llegar a La Casa de los Espantos, como Juan Jacinto llamaba en secreto a la hacienda. De inmediato, las preguntas surgieron como ráfagas mortales: que dónde había estado, que por qué hasta esas horas de la noche, que si había ido de juerga con sus amigotes del club, o con las mujeres de la calle para hacer las cosas indecentes que ella, tan señora temerosa de Dios y respetuosa de las buenas costumbres, jamás accedería a realizar. El hombre, agobiado ante tal despliegue de virtudes inquisitorias, sólo atinaba a mantener la boca cerrada y los ojos abiertos, en espera del golpe letal en pleno rostro. Ningún contraataque salió de su boca de labios delgados. Ningún sonido, por lo menos, para defenderse. Pero, aunque la actitud de Juan Jacinto era un acto de heroísmo y de amor a la tolerancia, también tenía su dejo de malicia: sabía que la indiferencia era lo que hacía enfurecer con mayor prontitud a doña Martina, cuyos ojos se enrojecían de ira y se desorbitaban amenazantes ante el silencio estudiado del marido. Los improperios emergían desde el alma negra de la mujer a la velocidad de veinte madres por segundo, no tanto para demostrar que era ella quien mandaba en esa hacienda, sino para esconder sus temores a la apatía y al abandono. —Su noviazgo había sido presuroso y ardiente — aclaró Tata Bato. Martina logró embrollarlo con sus coqueterías y sus arrumacos, y consiguió que muy pronto sus padres los casaran, sin que opusieran mayores obstáculos. Juan Jacinto había crecido en la burbuja de un cariño sobreprotector, así que, cuando conoció el carácter recio de Martina, la ley 85


de los polos opuestos se hizo evidente con más fuerza que nunca: la atracción fue instantánea; el enamoramiento, fugaz. Sí, el encanto duró poco. Luego que el afrodisíaco de la novedad terminó, la rutina del pan con lo mismo acabó por distanciarlos. Entonces, Martina se transformó en doña Martina, la mujer de gesto agrio y carne de matadero, que había adquirido la legendaria afición por los vinos caros, y que mataba su hastío y su soledad oyendo en la radio los cuentos de Edgar Allan Poe en La Hora Macabra y todas las radionovelas de terror. Juan Jacinto, por su parte, necesitaba sentirse amado, por eso buscaba cariños ajenos, besos de extrañas, amor de imitación. Y las mujeres de los socios, las novias de los amigos, las damas deseosas de aventuras extremas veían en él al don Juan soñado: Todo un hombre experto en las artes del amor carnal. Conquistar mujeres prohibidas lo hacían sentirse un verdadero hombre. Pero cuando entraba en la casa y se encerraba en su despacho, regresaba a su mísera condición humana, con todos sus temores y sus debilidades, sin saber que poseía dones que podían transformarlo en lo que él quisiera. “Si al menos dejara de ser tan cobarde y me atreviera a abandonar a esa mujer odiosa…” Se reprochaba, cuando doña Martina lo amedrentaba, sobajándolo con su lengua viperina, con los escupitajos que brotaban como veneno de serpiente iracunda, cada vez que abría su boca de echar pestes con aliento alcohólico. Porque tan sólo de oír su voz de energúmena manifiesta, Juan Jacinto, dueño y señor de tierras y vidas, al instante se convertía en un corderito que reprimía sus ansias de hacerla enloquecer. “Algún día la dejaré muriéndose de soledad”. Se prometía, sabiendo que eso sería su mejor desquite, porque la soledad era lo único que aterraba a doña Martina. 86


Precisamente esa noche de canícula y de peticiones concedidas, Juan Jacinto tuvo el infortunio de encontrar a su esposa todavía despierta, aunque tambaleante por los influjos del coñac. Después que la señora lo apabulló con sus insultos, en la primera oportunidad que tuvo, Juan Jacinto se escabulló de su presencia insoportable, de sus monólogos iracundos y ofensivos, fastidiosos, y fue a refugiarse en su recámara donde dormía, hacía ya tiempo, tan sólo él y su conciencia. Juan Jacinto se acomodó en el sillón de descanso y se dispuso a revisar todavía la contabilidad de sus negocios, pero un zancudo tenaz, con su zumbido perturbador y su vuelo desquiciante, le impedía entrar en concentración plena. Después de intentos infructuosos de aplastarlo entre sus manos, lo dejó hacer… lo dejó pasar. “¡Qué envidia!”, pensó, luego de unos minutos de contemplarlo. “Este animalito sí que es libre de chupar la sangre de quien se le antoje, a la hora que sea, y luego, libre de volar a dondequiera”. De pronto, Juan Jacinto tuvo una idea extravagante que surgió desde el subconsciente, a la velocidad de la luz: “Tal vez si me convirtiera en un zancudo y le pidiera a este pequeño que me enseñe a volar…”. Se dijo, sin analizar lo absurdo de sus deseos. Inesperadamente, optó por entrar con sus pensamientos en el mundo del mosquito aquel. En silencio, en su mente alucinada le hablaba al mosquito, le pedía ayuda, le rogaba que lo enseñara a volar, que le diera la libertad tantos años anhelada. Con la terquedad de las mulas, cerró los ojos y se visualizó a sí mismo como un zancudo. Con la vehemencia nacida de la desesperación, con la gana brotada desde lo más recóndito de su alma, deseó ser un zancudo. La fuerza con que lo pedía abrió, de pronto, el pozo de los deseos y despertó en 87


él los poderes ocultos. Luego de algunos minutos de total concentración, ocurrió el milagro: Juan Jacinto Nahual logró transformarse en zancudo. Sintió alargarse las patas, adelgazarse el cuerpo, convertirse la boca en pico chupasangre, sintió crecerle las alas en las espaldas, empequeñecerse todo. Se vio, de pronto, deslizarse libremente por los aires. Sintió el vértigo de las alturas, la euforia del vuelo, las ganas largamente reprimidas de escapar por los cielos amplios del Señor. Aún con el deslumbramiento por el prodigio concedido, Juan Jacinto zancudo se deslizó por la rendija de la puerta, rumbo a la libertad, en el preciso instante en que doña Martina se acercaba trastabillando por el pasillo hacia la recámara, con el propósito malévolo de seguir molestándolo. Juan Jacinto zancudo oyó claramente sus pasos de elefante en estampida, escuchó el vozarrón llamándole por su nombre, sintió su aliento alcohólico como huracán desenfrenado y sintió, finalmente, en un último esbozo de conciencia humana, cómo su cuerpecito estallaba en mil pedazos: “¡Muere, bicho inmundo!” Gritó con asco doña Martina, mientras se limpiaba en la blusa las palmas de sus manos regordetas, llenas de los restos mortales del zancudo. De repente, el horror se le salió por los ojos desorbitados —exclamó Tata Bato, abriendo los propios de una manera exagerada—. Doña Martina no daba crédito a lo que miraba: los pedazos del zancudo embarrados en sus manos y regados en el suelo se fueron convirtiendo poco a poco en el cuerpo destazado del marido. Hallaron a doña Martina desvariando —continuó el abuelo—. El espanto que vivió la señora fue de tal modo que no pudo aguantarlo y se encerró para siempre en la 88


demencia. Aunque nunca hallaron el arma con el que truncó al desdichado, a ella la encontraron con la ropa y el rostro manchados de sangre y, embarradas en sus manos, las vísceras de Juan Jacinto. Por eso las autoridades la condenaron a malvivir en el manicomio, donde la abandonaron a su suerte, hasta que la parca se apiadó de ella. De ahí para acá, el pueblo entero la conoció como Martina La Loca, porque, desde esa noche tremebunda, ella siempre machacaba y machacaba la misma cantaleta: Que Juan Jacinto era un nahual que se había transformado en un zancudo despreciable, al que ella había espachurrado con sus propias manos. Según mis piensos —concluyó Tata Bato—, la historia de Juan Jacinto El Nagual y Martina La Loca tiene algo de verdad: Sea que Diosito nos eche la mano, o sea que de veras sí tengamos talentos escondidos, lo cierto es que la mente no hace distinciones entre lo real y lo imaginario, y si crees en lo hondo que puedes transformarte en zancudo o en águila, eso mismo serás… aunque la mente también te puede confundir y hasta podrías echarte a un cristiano creyendo en tus adentros que fuera, realmente, un zancudo o un verdadero gusano.

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MANUEL SANTIAGO HERRERA MARTÍNEZ

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octor en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Profesor de Tiempo completo de la Facultad de Filosofía y Letras, UANL. Ha publicado La automitografía como una autorrepresentación literaria en ‘Las genealogías’ de Margo Glantz” (2016), en la Universidad Federal de Minas Gerais, Brasil, y los artículos (2016): “Curso de redacción para adultos mayores en la UANL”, “Tres estrategias de intervención en lecto-escritura, comprensión auditiva y estructuras de la lengua oral” en el libro Reflexiones y propuestas para mejorar la competencia comunicativa, UANL, “Diferencia de género a través de la atenuación y la intensificación en el debate político electoral en Nuevo León, México”, en la Revista Oxímora (España) y “La imagen social, Lotman y las ‘genealogías’ de Glantz” en la UNAM. Ha sido instructor de cursos de capacitación para maestros de español en secundaria en la SEP. Actualmente desarrolla un proyecto de género y gastronomía en la literatura judeo-mexicana. 91



LA “B” DE BURRO Y LA “V” DE VACA

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a maestra Lichita había recibido de manos del Gobernador su medalla por 40 años en pro de la educación infantil. Así que en el pueblo se hizo un alboroto: la maestra era como una madre sustituta porque había formado a muchas generaciones. Y era un verdadero don que fuera la maestra de nuestros hijos. Cada lunes llegaba la maestra Lichita con su taza de café y de una bolsa de papel sacaba una enorme concha. Siempre decía: “A ver, niños, copien en su cuaderno la lectura de las siguientes páginas en donde nos quedamos”. Acto seguido desayunaba y su grande boca era una lavadora que giraba las piezas del pan con el endulzante aroma del café con azúcar. Frente a ella estaba Fermín. Contemplándola y viendo cómo comía con gusto. Él no desayunaba. De hecho, nunca lo hacía. Cuando pasaba a revisar, la maestra Lichita repetía en un tono irónico: “La ‘b’ de buuurrroooo. Fermín, pintava se escribe con ‘b’ de buuurrroooo”. El niño sólo decía: “Sí, maestra”. La maestra Lichita recibió la noticia de que la inspectora visitaría su salón. Así que adiestró a los niños a que saludaran, se pusieran de pie y no hicieran ninguna clase de ruido. Cuando la supervisora Etelvina arribó, los niños 93


parecían unos soldaditos escolares. Hasta escondían el aliento dentro de sus cuerpecitos con tal de no delatar su nerviosismo. La supervisora indicó que se sentaran y les dijo que deseaba hacer un ejercicio con ellos: que en una hoja de papel escribieran una composición sobre su familia. Eso sí que no lo esperaba la maestra Lichita y más cuando la inspectora le pidió a Fermín que la leyera. ¡Dios mío! Que no se le vaya ocurrir a la inspectora ver el escrito de ese niño. ¡Con las tremendas faltas de ortografía que tiene! En eso Fermín comienza a leer su escrito: “Mi papá se llama como yo: Fermín. Y mi mamá se llama Verónica. Bueno, eso es lo que creo. Cuando mis papás hablan bien fuerte, mamá me dice: ‘Eres igual de burro que tu padre’. Y otras veces mi papá le dice a mi mamá: ‘Estás tan gorda como una vaca’. Así que soy el hijo de un burro y de una vaca. Mi papá cosecha y a los que cosechan les dicen campesinos; pero mi mamá le dice que es un burro de carga. Y cuando papá llega y ve a mi mamá acostada le dice: ‘Estás echadota como una vaca lechera’. Así que mi papá trabaja como burro de carga y mi mamá es una vaca lechera. Pero sí soy un burro. Cuando escribo mal las palabras con la letra ‘b’, la maestra Lichita me dice que soy un burro. Hasta una vez me coronó. Sí. Me puso unas orejas de burro y me paró en una esquina del salón. Así que soy algo así como un rey. ¡Ah!, pero yo soy el rey de los burros de aquí del salón, y Jovita, mi compañera de asiento, es la vaca, la reina vaca de las niñas del salón. Cuando pasamos a que nos revise, la maestra Lichita me dice: ‘La ‘b’ de buuuurrroooo’ y a Jovita: ‘La ‘v’ de vaaaaccaaaa”. La maestra Lichita sólo sudaba y temblaba ante la mirada inquisitoria de la inspectora. 94


NIÑO CON CALZONES ROSAS

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abían pasado tres años desde el nacimiento de los gemelitos Carlos y Carla. Karina recibía a los invitados y acomodaba en una mesa los regalos para los cumpleañeros. Por un momento ella también era feliz. No había sido fácil sobreponerse a la muerte de su esposo días antes del nacimiento de sus hijos. Trabajaba como traductora desde su casa y vivía, además, de la pensión de su marido. La fiesta sólo era una manera de agradecerles a sus familiares y amigos el apoyo brindado tanto a ella como a sus gemelitos. Los regalos consistían en su mayoría en ropa, pero al abrir aquellas cajas despertaron el interés de los gemelitos: un estuche de cocina para Carla y un muñeco de peluche para Carlos. Karina repartía el pastel y de pronto escuchó las risas y el reventar de los globos de diálogos de los invitados: —Parece que se cambiaron los genes. —Es comprensible… no tiene la figura del padre. —Bueno, es que ahora con eso de la equidad de género una ya no sabe en qué paró. Karina veía cómo Carla abrazaba al muñeco de peluche. En cambio, Carlos jugaba con los enseres de cocina. Para desviar el incidente, dio unas palabras de agradecimiento y ofreció que se llevaran más pastel. Por la noche estaba frente a la cama de Carlos. Velaba su sueño. Por primera vez se sentía analfabeta. Tanto estudio y tanta traducción no le servían para traducir lo que 95


sentía. O si su hijo era gay o si más grande le pediría de regalo de cumpleaños una cirugía para cambiarse de sexo. Por la mañana les escondió los juguetes, pero Carla abrazaba a una almohada y Carlos se entretenía retozando con un plato y una cuchara. Por la noche, antes de acostarlos, les empezó a leer cuentos sobre grandes héroes que peleaban contra malignas bestias. Pero al terminar el primer párrafo, los gemelitos quedaban profundamente dormidos. El tiempo estiraba los hilos de su angustia y más cuando le avisaron sus familiares y amigos en visitarla con motivo de su cumpleaños. Cómo evitar de nuevo el incidente y las burlas que la hacían sentir una mala madre y que su hijo era raro. Así que se le ocurrió vestirlos igual y cortarles de la misma forma el cabello. En la reunión creyó confundirlos. Sin embargo, los invitados, para diferenciarlos, le ofrecían al niño una cuchara y tenedor. Cuando este lo tomaba entre sus manos exclamaban: —¿Dónde está Carlitos? ¡Ah, ahí está Carlitos! Nada había servido. Tal vez porque era madre primeriza. O quizá ya no tenía a su madre y sólo ella la podía orientar. Ser madre y padre era difícil, pero de una cosa sí estaba segura: amaba a sus gemelitos y rescataría a Carlitos de ese monstruo que atrapa con sus calzones rosas a los niños y los esconde en sus entrañas. Un día le llegó para traducir un artículo titulado “El juego y el juguete como estrategias cotidianas para la equidad” de Marcela País. Ahí comprendió que Carlitos no tenía ninguna desviación, simplemente reafirmaba sus habilidades e identidad. Se arrepintió de los rituales populares para orientar a 96


su hijo, se entristeció de hacer más caso a los estereotipos. Siempre estará agradecida con sus familiares y amigos, pero una madre es un monstruo con calzones cuando se trata de proteger, apoyar y defender a sus hijos. Pasaron los años y nunca más vivió con el temor del monstruo color rosa. Cuando su hijo Carlos, convertido en un profesionista, le entregó el título enrollado lo alzó con júbilo. Ese título era para Karina un mazo que silenció conciencias y tapó bocas. Su hijo nunca fue un niño con calzones rosas sino un próspero y extraordinario CHEF.

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ISRAEL JIMÉNEZ FUENTES

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riginario de Puebla (1990). Estudió la preparatoria en el CBTIS 184, ubicado en Izúcar de Matamoros. Próximamente iniciará sus estudios universitarios. Actualmente vive con su familia en San Juan Raboso. Sus pasatiempos favoritos son la lectura y la escritura. También tiene amor por la música. Participó en la banda de rock Bulbozoom, tocando la guitarra eléctrica. El cuento incluido en este libro es su primera publicación. Sus escritores favoritos son: Stephen King, Edgar Allan Poe, Mathias Malzieu, J. K. Rowling y J.R.R. Tolkien. Actualmente escribe un libro con cuentos de terror, suspenso y fantasía. 99



UNA FLOR PARA MI AMADA

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a habían transcurrido setenta minutos desde que el autobús comenzó su ruta, proveniente de la terminal en el municipio de Piedra Roja. Era una mañana de domingo envuelta con el frío de noviembre, la neblina apenas comenzaba a disiparse contra lo que más tarde sería un intenso día soleado. Un día perfecto para realizar un viaje en un cómodo asiento. La mayor parte de la carretera estaba situada entre terrenos arados, preparados para la temporada de cultivos, en ese momento las tierras se mostraban húmedas por las bajas temperaturas matutinas, de cualquier forma, la atmosfera era apacible. El conductor siempre mantuvo una velocidad moderada en el Dina gris 1978, la radio sintonizaba la canción “My Girl” de The Temptations. La mayoría de los pasajeros dormitaban tranquilamente, otros simplemente conversaban felizmente sobre las fiestas decembrinas que ya estaban a un mes de llegar. Un joven ocupaba el lugar número doce, observaba a través de la ventanilla del vehículo, comenzó a dibujar en ella, aprovechando lo empañado del cristal. Dibujó con el dedo índice de su mano derecha, unas nubes con rayos emergiendo de ellas, unas punteadas con el dedo meñique para simular las gotas de lluvia que caían sobre un hombrecito con el rostro triste. Aquel muchacho denotaba una gran preocupación, como si un familiar estuviera agonizante ante una enferme101


dad mortal. El tiempo siguió con las ruedas del camión, el motor rompía el silencio deslizándose en el asfalto. Cuatro kilómetros después, realizó una parada en el colorido poblado de Alvarado. Solamente subió un pasajero, un hombre que cargaba una gran mochila de las que usualmente alguien llevaría para acampar durante las noches de estrellas, era un sujeto de buen parecer, tenía cabello corto y cuidadosamente peinado, sus ojos eran color verde y tenía una tez blanca, de pulcritud marcada, vestía una camisa azul marino, sólo el cuello estaba desabotonado. Saludó cortésmente al chofer y este simplemente asintió con la cabeza. Miró el pasillo y prosiguió a buscar un asiento disponible. —Amigo, buen día, ¿puedo sentarme aquí? —pregunto amablemente. —Adelante —contestó el joven volviéndose hacia él, rompiendo el trance de sus pensares, quito el clavel que estaba en el asiento. El nuevo tripulante dejó su pesada mochila en el compartimiento para equipaje, apenas pudo entrar, tuvo que empujarla para que quedara sujeta, de inmediato se sentó para relajar su espalda. —Es una carga pesada, amigo —exclamó. De pronto sus ojos se posaron en las manos de su acompañante. —¡Qué bello clavel, amigo! ¿Es para tu novia? Perdón, me presento, me llamo Carlos Hernández —le tendió la mano y le dio un cordial apretón. —¡Qué tal!, el mío es Emanuel Rodríguez…Y sí, es para mi novia o bueno… no sé si aún deba referirme a ella como mi chica —titubeó y miró su flor roja, la cual tenía el tallo cortado perfectamente para ajustarse en unas delicadas manos, realmente era bonita, sus pétalos eran suaves con un dulce aroma. 102


—¿Discutieron, amigo? Esas peleas suelen ser normales, lo importante es la comunicación, para tratar de solucionar sus diferencias. —Digamos que sí. Es complicado, no entiendo el porqué de mi desconfianza —respondió—, ¿sabes?, los celos son una constante respuesta innecesaria. Sé que no debí gritarle, quizá yo exagero en mis emociones, es sólo que realmente la amo y no quisiera perderla, la quiero sólo para mí —contestó el joven de 18 años, continuó—, llevamos un año siendo novios, es una relación a distancia, ella vive en Ciudad del Carmen. Nos vemos todos los domingos, son dos horas de trayecto, pero vale la pena, espero pueda remediar las cosas. —Espero que sí, amigo, cuando uno está enamorado se hace hasta lo imposible para mantener contenta a la mujer amada, me considero un romántico bien formado —dijo Carlos sonriendo—, alguna vez estuve tan enamorado, hice los más brillantes e inesperados detalles —su entusiasmo ante el tema era evidente. —Entonces somos un par de hombres dispuestos a darlo todo por ellas —dijo Emanuel, que comenzaba a sentirse en confianza ante su extraño consejero—, pero no todo siempre puede estar en la burbuja del amor —agregó con tono frío—. Me dolió mucho terminar con cinco años de matrimonio, pero cuando las cosas se vuelven más frías que la muerte, lo mejor es la separación y tomarlo lo más optimista posible, la vida sigue su curso —este hombre estaba dispuesto a contar su historia amorosa, un desahogo necesario—. Tenía 25 años cuando conocí a Laura, no olvido ese día, estaba tan hermosa, tan radiante, simplemente yo no podía quitarle la vista de encima, experimenté el amor a primera vista. Ella estaba tomando café afuera de 103


un pequeño restaurante, todas las mañanas lo hacia antes de irse a trabajar, hasta que me animé a acercarme a ella. Siempre fui un caballero y eso le fascinaba —Carlos lo contaba con cierta profundidad, como si hubiera sido este amanecer cuando la invitó a salir. Emanuel escuchaba atentamente sus palabras, lo encontraba interesante, tenía una labia hipnótica. —¿Qué paso después? —preguntó. —Fue el comienzo de una bonita relación, compartíamos mucho entre nosotros, los mismos gustos musicales, aunque a veces discutíamos por qué banda de rock era la mejor, pero terminábamos en dulces besos, sus labios siempre me supieron a la brisa más fresca y me perduraba todo el día. ¿Sabes? Teníamos un diario para ambos, lo llenábamos con cartas de amor, pegábamos boletos de una entrada al cine o la envoltura de caramelos, todo con el fin de que cuando llegáramos a ancianos recordáramos tomados de la mano todas nuestras locuras. —Comparto ese deseo, quiero estar para siempre con Regina —expresó Emanuel con un sentimiento de miedo, sentía que podría perderla y todos sus anhelos podrían esfumarse si no encontraba la forma de enmendarlos. —Tal vez puedas lograrlo amigo, si eres audaz y paciente, lo conseguirás —dijo reconfortantemente y prosiguió—. Laura y yo nos casamos en una tarde de abril, el vestido blanco combinaba perfectamente con su sonrisa, sus ojos siempre transmitían alegría. Para nuestra fortuna todo el tiempo contábamos con el apoyo de nuestras familias, trabajos estables y una casa sólo para nosotros. —Suena a algo que todos quisieran… esa suerte — dijo Emanuel. —Nos sentíamos bendecidos, pero no todo es bello, 104


una súbita prueba llegó a nosotros, sentíamos que ya era el momento de un bebé pero nunca lo tuvimos, una irregularidad en su matriz nos impedía ser padres, fue un duro golpe para ambos, salimos adelante, nos amábamos y nos teníamos el uno para el otro —estas últimas palabras fueron apagando su emocionante manera de hablar sobre Laura. Emanuel percibió un sentimiento crudo y preguntó: —¿Por qué terminaron? ¿Buscaste a otra mujer, una fértil? —No… fue como la flama que es expuesta a la intemperie en un fuerte viento, yo estaba dispuesto a demostrarle que mi sentir por ella era inmenso, para mí no había nadie más, pero ella fue cerrándose en un estado de incertidumbre, decía que tarde o temprano la abandonaría. —Tal vez necesitaba más tiempo para digerir lo que estaban pasando —dijo Emanuel. —Quizás… lo cierto es que fui desanimándome, comencé a cansarme de expresar afecto y ya no recibir nada a cambio, sólo inseguridades y falsas acusaciones —después de decir esto, Carlos pasó su mano lentamente por la frente, como si volviera a vivir la frustración de sus intentos fallidos. —Un día, de pronto, nos fuimos adentrando a un estado tóxico, las peleas eran, con mayor frecuencia, agresiones de tipo violento al grado de ofendernos, el respeto se había ido a la mierda —Carlos dejó salir un suspiro hondo—. Ella pensaba que yo la engañaba con otras mujeres, creía que la abandonaría por su condición, pero nunca fui infiel, amigo, y ella no lo creía, me sentía con un enojo angustiante —Emanuel miró fijamente la expresión de ese hombre que le confiaba sus antiguos problemas maritales. El sol ya se había apoderado del cielo, sus rayos se colaban 105


entre las ventanas, algunos pasajeros decidieron abrirlas, un cerro colosal quedaba poco a poco atrás, se encontraban en los terrenos montones de tallos secos de maizales con forma cónica, como si se tratara de un campamento de cientos de tiendas de indios americanos. Pero Emanuel en esta ocasión no les prestó mucha atención como anteriormente lo hacía para tratar de contarlos todos. —Caray, Carlos, tal vez tus penas eran mayores a las que yo padezco — expresó. Extrañamente un pequeño olor denso comenzaba a juguetear en su olfato, como el que se percibe en las heridas en la piel—. Eres joven, amigo, pero de uno depende estar bien o estar estresado en la vida. —Ése es un consejo que escucho a menudo, pero, ¿acaso no la extrañas? ¿Cómo tomó ella la separación? — preguntó. —Ella ya no puede hablarme, digamos que su posición es incomoda y además lo tomó sorpresivamente —sus ojos transmitieron cierta oscuridad. Continuó—. La última vez que conversamos fue ayer, era una noche gélida, llegué a casa después de haber cumplido con mi horario laboral, había sido un día cansado y lleno de cotidianidad, un estrés que enferma la mente. Laura estaba en la habitación, esperándome despierta y con esa forma en su rostro que poco a poco comencé a odiar. Las bienvenidas eran absurdas reprimendas. “¡Qué malditas horas son estas de llegar!” Me reclamaba como si quince minutos de tardanza fueran suficientes para haber seducido a otra mujer, como ella pensaba. “¿Quién fue la zorra de esta noche?” Me recriminaba con un tono de voz tan irritante. Yo traté de ignorarla, pero era como si se tratara de una perra enfurecida que no se calmaría hasta morderme. “¡Mientras tú te diviertes, yo estoy aquí sola!”. Me contuve muchas veces, amigo, continuaba 106


siendo un detallista de primavera, trataba de abrazarla, pero no conseguía convencerla, estaba desesperado. Emanuel estaba a punto de ponerse la manga de la sudadera para tapar sus fosas nasales y notó que los demás tripulantes comenzaban a percibir el nauseabundo olor. Carlos le dio una palmada en la rodilla izquierda. —Mi amigo, esa noche sería la última vez que soportaría sus gritos —se hizo un silencio misterioso—. Al momento de acercarme a ella la miré a los ojos, toda esa felicidad que reinaba en sus pupilas fue cambiando por una chispa desquiciada. Estaba a punto de seguirme gritando y entonces tomé la lámpara del tocador y la rompí contra su frente. Ella cayó al suelo, me monté sobre su cuerpo para que no pudiera levantarse, sujeté su cabeza y con todas mis fuerzas la impacté una y otra vez contra el piso. Intentó defenderse manoteando. Una Rabia se apoderó de mí, éste fue mi detalle de amor más lúgubre que se me pudo ocurrir, era lo mejor para ambos. Del cajón saqué unas tijeras y las clavé una y otra vez en su vientre. “¡Te amaba maldita loca. ¡Te amaba de verdad, maldita loca!”, le grité y le grité, mis manos se movieron con desprecio, la voz de Laura pronto se perdería en la sangre acumulada en su garganta, el camisón que tenía puesto se transformó en un rojo intenso. Esas tijeras fueron preparadas para ser incrustadas en su corazón. Me detuve, ya estaba muerta y me sentí tan libre. Carlos hablaba con tal fluidez como si hubiera compartido una hazaña de victoria. Emanuel estaba horrorizado ante tal experiencia, tenía ganas de gritar, no sabía si su vida corría peligro, mantener la calma ante un maniático sería la opción más prudente, tal vez. Carlos dijo unas últimas palabras, pues se levantó dispuesto a bajar cinco kilómetros antes de Ciudad 107


del Carmen, en el basto bosque que anunciaba siempre lo cerca que estaban de su destino en la siguiente terminal. —Sabes, amigo… Estoy seguro de que a Laura le hubiera encantado estar con un chico como tú, alguien que peleara más por una relación, pensaba dejarla bajo la sombra de estos arboles, siempre le parecían relajantes pero me doy cuenta que estará bien contigo… El problema, mi amigo… Es que ella ya no habla más y me doy cuenta de que, a como avanzan los días, su rostro será irreconocible, te juro que era bella, pero al final no di mi vida para entenderla. Cuídala bien. ¿Quieres? También le gustan los claveles. Carlos extrajo la pesada mochila, la puso sobre el asiento que había ocupado. De un silbido anunció la parada al chofer. —Adiós, amigo… Ojalá soluciones las cosas con tu novia, no la hagas enloquecer… y, por favor, no le hables más de mí a Laura… —desfiló entre el negro pasillo, caminaba como un hombre sin compromiso y bajó despreocupadamente. Emanuel, invadido por la intriga, estaba petrificado ante la confesión de aquel hombre, la curiosidad fue tomando su cuerpo, puso la mano en el cierre de la mochila para abrirla, el rostro se le desfiguró en una mueca de terror, era un contenido macabro. Era Laura, sí, una Laura con el cuerpo descuartizado, un rompecabezas humano, era imposible saber por dónde comenzar para reconstruirla, sobre las manos y pies cercenados descansaba la cabeza de esa pobre mujer, los ojos estaban desorbitados, un rostro con signos del comienzo de la putrefacción, pronto los gusanos abundarían en él, sin duda alguna lo último que dejó salir ella de su boca fue un agonizante grito de dolor… Emanuel estaba asustado al límite que su alma ya no soportaría, el corazón le latía a velocidad desmesurada, vio por 108


última vez a Carlos a través de la ventanilla, quien le sonrió tétricamente, y acto siguiente, le hizo una señal de silencio poniéndose el dedo ensangrentado de su víctima en los labios. Un brillante anillo de bodas aun estaba siendo usado. Carlos se dirigió al interior del bosque, con un aspecto enfermizo, disfrutando de la naturaleza de su cometido. Los pasajeros buscaron con sus narices de dónde provenía la pestilencia. Una asustada señora que estaba en el asiento vecino, gritó horrorizada. Emanuel estaba blanco como la harina con una expresión de temor absoluto.

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ALEXIS LOZANO TAPIA

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ació en el estado de Hidalgo en 1994. Cursa la carrera de Derecho, en el Centro Hidalguense de Estudios Superiores. Ha sido catedrático en la Preparatoria “Luis Enrique Erro”; instructor comunitario en el Consejo Nacional de Fomento Educativo (CONAFE). Actualmente trabaja en el Centro de Estudios Universitarios Moyocoyani. Escribe artículos de opinión y participa en foros de debate organizados por la Revista en línea Quinto Poder. Ha participado en concursos literarios como Premio Endira (Quinta y Sexta edición). Siente amor por el arte, desde la arquitectura hasta el cine y la literatura. Es apasionado de la ciencia, de la historia de México y universal. En la actualidad goza de escribir cuentos para adolescentes y ha concluido su primera novela. 111



RENACER

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o era tan diferente a los jóvenes de su edad, Eliot era más bien el chico tímido que siempre yacía sentado en última butaca de la fila; en la escuela almorzaba solo junto al jardín de petunias mientras el resto de la clase iba y venía por los pasillos y otros más jugaban voleibol en el patio de la escuela. Ese día fue diferente, ya que la pelota saltó por la red y corrió hasta los pies de Eliot quien, para su sorpresa, se quedó inmóvil sin saber qué hacer. —¡Aquí! —gritaron desde el otro lado del patio. —¡Lanza la bola! —insistieron los del equipo rival. Eliot se puso de pie, indeciso. Tomó con ambas manos la pelota, la arrojó al aire y luego lanzó un golpe fuerte hacia la dirección de los chicos pero la pelota rebotó contra un muro y regresó hacia su cabeza. Cayó inconsciente, con los lentes rotos, y la sangre brotando de la nariz. De inmediato llegaron sus compañeros a auxiliarlo y trasladarlo a la enfermería. —Qué tonto —susurraron algunos. Cuando abrió los ojos, Eliot se encontraba recostado en la cama de la enfermería. Intentó mover los pies y brazos sin mucho éxito, el dolor en la cabeza era insoportable. Al otro lado de la cortina transparente, se dibujaba 113


la silueta de la enfermera que sostenía una conversación con alguien más. Enseguida desaparece una de las sombras y aparece en la habitación la madre de Eliot, la señora Doris. —Vamos a casa, cariño —dijo la madre de Eliot. Durante el camino de regreso a casa, el silencio inundaba el auto. A través del espejo retrovisor, la madre de Eliot miraba con atención las reacciones de su hijo mientras éste se daba ligeros masajes en la cabeza. El paisaje de regreso a casa ya no era importante como todos los días cuando Eliot dibujaba trazos en el cristal húmedo. Luego el auto se detuvo justo en el kilómetro 35, pasando la tienda de conveniencia; el vehículo se hizo a la orilla bajo la sombra del imponente fresno. Justo ahí, la señora Doris guardó silencio por unos segundos mientras sujetaba el volante. —¿Mamá? —susurró Eliot detrás del asiento del piloto. La señora Doris miró una vez más por el espejo el reflejo de Eliot, quien alzaba la cabeza para buscar las expresiones de su madre. Luego, sin más, la mujer sé echó a llorar sin control. En las siguientes semanas, Eliot comenzó a recurrir constantemente al médico, análisis de sangre e inyecciones; su cuerpo estaba amoratado y lleno de dolores musculares. En la última semana del mes, Eliot se encontraba sentado en la sala de espera del hospital, sostenía entre sus manos una caja de galletas que devoraba plácidamente mientras veía el ir y venir de médicos y enfermeras. A un costado, estaba un hombre que sostenía el suero con su extremidad derecha, su piel era pálida y estaba casi sin cabello, pero aun así respondió a la mirada de Eliot con una sonrisa. 114


—No es el fin del mundo —dijo aquél hombre, apenas entendible. Su voz parecía pérdida y sin fuerza. Eliot reaccionó a su comentario y le ofreció una galleta. —¿Qué es lo que tienes tú? —continúo diciendo el hombre—. ¿Cuál es tu diagnóstico? Eliot alzó los hombros en respuesta. Ni él mismo sabía qué estaba ocurriendo. De vez en cuando veía a su madre preocupada y en algunas noches la escuchaba llorar hasta quedarse dormida. Entonces Eliot iba hasta su habitación y le cubría los pies con una manta y besaba su frente. ¿Qué ocurría con ella? ¿Por qué lloraba tanto? Los siguientes días fueron duros para ambos. El médico que atendía a Eliot reveló que el chico tenía cáncer en la sangre; la señora Doris se derrumbó en el sillón, devastada. Lloraba sin control como si una parte de sí misma estuviera siendo consumida por el fuego. La única preocupación del joven Eliot era dejar sola a su madre, lo demás no importaba tanto, ni siquiera la enfermedad que yacía en sus venas desde hacía tiempo. En el fondo, el chico sabía que su muerte llegaría en cualquier día, sin importar si las quimioterapias hacían su parte. Eran dolorosas, una más fuerte que la anterior. Y en cada una, su alma se desvanecía en pedazos. Debía estar afuera, en la calle, con amigos, disfrutando del cálido verano. Pero en vez de eso, estaba en su habitación mirando por la ventana, temeroso de mostrar su piel pálida y la ausencia de cabello que poco a poco iba desapareciendo. En el fondo de sí mismo, había aceptado su destino de morir joven, sin apenas haber disfrutado de los 13 años que tenía de vida. Sin embargo, pocas semanas después, supo de alguien, un médico que tenía la misma enfermedad que él y seguía con vida, trabajando en el mismo hospital al que él recurría pero en un horario diferente. 115


Eliot sintió la necesidad de buscarlo, averiguar quién era aquel hombre que venció el cáncer. —Su nombre es Alejandro Aguilar, instrumentista quirúrgico, coreógrafo, tiene su propio estudio de baile — dijo la señora Doris a Eliot. —¿Podré verlo antes de que muera? —preguntó Eliot, animado. Yacía tendido en la cama, conectado a una decena de aparatos con ruidos extraños y uno que otro zumbando sobre su cabeza. La apariencia de Eliot había cambiado mucho en los últimos meses, había perdido peso y ahora la cara parecía que estaba siendo consumida desde dentro. Su rostro desvanecido y pálido tenía los ojos hundidos y entristecidos. Eliot pasó el resto de las semanas esperando en la misma habitación del hospital (de donde ya no salía) aguardando al médico que venció el cáncer, pero este nunca llegaba. Cuando la tarde caía, Eliot tenía la certeza de que ya no vendría. El único miedo que tenía era dejar sola a su madre quien, todos los días, llegaba hasta la habitación y se quedaba por largas horas, haciendo compañía o leyendo cuentos para Eliot. —“Y vivieron felices por siempre” —concluía la señora Doris todas las noches. —El mismo tedioso y repetido final de siempre —respondió Eliot, alzando la cabeza para mirar a su madre que ya se mostraba cansada. En sus pensamientos, Eliot sabía que era hora de parar. De dar el siguiente paso. Estaba convencido de que ya no podría soportar una quimioterapia más, y más que eso, el rostro de su madre cansado. —Es hora de seguir adelante —consiguió decir con esfuerzo. 116


Su madre lo miró. Sujetó con fuerza las manos tibias de su hijo y se aferró a ellas. No lo soltó un segundo. Eliot sonrió, sin más. Entonces las puertas de la habitación se abrieron. Un hombre alto y joven pasó, sonriendo, llevaba en las manos una serie de carpetas coloridas y su bata blanca estaba algo sucia de chocolate. —Espero no haber interrumpido algo importante — dijo, mirando a ambos con mucho entusiasmo—, siento haber llegado dos semanas tarde a nuestra cita. ¡Tú debes ser Eliot! —Y usted debe ser el médico que venció el cáncer — respondió el joven con el entusiasmo atorado en su garganta. —En teoría, eso es lo que dicen todos por aquí. Pero te contaré el secreto de cómo fue que sobreviví —explicó Alejandro, arrastró un banco y se sentó muy cerca de Eliot para apreciar mejor su aspecto. Eliot prestó atención al médico quien no le quitaba la mirada de encima. Se inclinó hacia delante y observó con detenimiento el cuerpo acabado del joven. —De verdad luces bastante mal —dijo Alejandro. —Tengo leucemia —respondió Eliot con fastidio. —También yo la tengo. Y estoy de pie, Eliot —Alejandro sujetó con fuerza las manos del chico que parecían ya de papel—, ¿quieres saber el secreto para curarte? Eliot asintió con la cabeza. —Creo que debemos esperar hasta mañana —respondió el médico. El chico intentó gritar, pero la voz se había extinguido en su boca y sólo se escuchó un gemido ahogado. No era la respuesta que Eliot estaba esperando. Su cuerpo se desvanecía cada día que pasaba en la cama que lo tenía 117


preso. Entonces, tenía que esperar hasta el día siguiente para escuchar la cura para el cáncer; y tal como había dicho Alejandro, llegó justo a la misma hora que el día anterior. Sin embargo, lejos de hablar sobre el cáncer, Alejandro preguntaba cosas personales sobre Eliot. —¿Tú música favorita? —preguntaba mientras hacía bocetos en un cuaderno. Y así durante los siguientes días posteriores, Alejandro prometía llegar a la misma hora y hacía preguntas relacionadas con la vida de Eliot. —¿Tu comida favorita? —Supongo que la pizza. Cada día era una pregunta diferente hasta que de la nada, Eliot explotó cuando vio a Alejandro atravesar la puerta con un tablero de ajedrez. No recibía respuesta alguna sobre cómo curarse, sobre qué hacer para volver a su vida normal, cómo regresar a la escuela y correr por la avenida durante una lluvia. —Hoy jugaremos ajedrez, ¿sabes jugar? —No quiero jugar a tu estúpido juego de siempre. ¡Quiero salir de aquí! ¡Quiero recuperar mi vida! ¡QUIERO

MI VIDA DE VUELTA!

Alejandro ignoró las palabras de Eliot, quien se echó a llorar pero al cabo de un rato las lágrimas ya no brotaban de sus ojos, se habían extinguido así como sus fuerzas. —Y estamos haciendo eso, Eliot. Estamos tratando de traerte de vuelta pero no es sencillo si tú no cooperas conmigo —respondió Alejandro quien colocó el tablero de ajedrez sobre las piernas de Eliot. Hubo un minuto de silencio mientras Alejandro acomodaba las piezas en su lugar. 118


—¿Cómo aprendiste a vivir con esto? —preguntó Eliot, casi sin aire en los pulmones. Alejandro lo miró con incredulidad, sin poder creer todavía que un joven de la edad de Eliot pensara que el cáncer fuera el fin del mundo. —Hay tres reglas que me han servido para enfrentar lo que hay en mi sangre, para mantenerme de pie todos los días. ¿Quieres escuchar? Eliot asintió con la cabeza mientras Alejandro movía un peón en el tablero. —Número uno: vives del pasado y esperas mucho del futuro, pero te olvidas de lo que sucede hoy, de lo que pasa ahora, justo en este momento —explica Alejandro. Eliot bloqueó el camino del peón con un caballo. —Número dos: no conoces a nadie por casualidad. Somos pequeñas partículas que van y vienen en un inmenso universo. Tú y yo estábamos destinados a estar aquí, jugando ajedrez. Después de todo, seguimos siendo el mismo polvo de estrellas. —¿La tercera regla? —preguntó Eliot, mirando atentamente los ojos de Alejandro que se desviaron del tablero. —Vivir cada día como si fuera el último día de tu vida; el mundo está lleno de posibilidades, despierto cada mañana pensando en una. Las tres reglas para enfrentar el fin del mundo no eran sencillas de entender para un joven de 13 años como Eliot. No comprendía cómo eso era la cura para el cáncer, pero la charla de aquella noche lo dejó dormir tranquilo. Hacía tiempo que no conseguía hacerlo con placidez. Esperó el siguiente día para ver a Alejandro pero éste ya no regresó, ni al día siguiente, ni el siguiente. Eliot se forzó a seguir, conseguir la fuerza necesaria 119


para continuar con las quimioterapias hasta que él decidiera en qué momento marcharse de la vida y no como los médicos decían. Recordó una vez que Alejandro mencionó algo así: “Me dijeron que tenía solo tres meses de vida, pero yo decidí que quería vivir más que eso”. Es justo lo que motivó a Eliot para continuar con el tratamiento. Había seguramente más personas en la misma situación que él, y están luchando, y no hacerlo, sería una cobardía. Y Eliot no se sentía cobarde. Poco a poco la fuerza volvía a su cuerpo pese a que en algún momento creyó estar en la línea de la vida y la muerte, pero incluso su mente le repetía todos los días: “cada día es una nueva aventura, enfréntala”. Alejandro no volvió al hospital. Nadie volvió a verlo cerca. Su academia de baile cerró pocas semanas después de que Eliot pudo dejar el hospital. Si había muerto, era algo que no se sabía, pero si estaba vivo, seguramente debía estar en busca de su siguiente aventura en alguna parte del mundo, ayudando a la gente a entender que existen guerras personales que bien podrían ganarse con sólo entender que cada uno es dueño de su propia vida, y luchar por ella es algo que había que hacer todos los días. Estamos llenos de problemas, todos nosotros, pero aun así existen conflictos peores a los nuestros, y personas que siguen luchando por ello. A Eliot le correspondía ahora seguir los pasos de quien una vez le ayudó a enfrentar el cáncer que, si bien tenía que seguir con su tratamiento, ahora ya podía ir a casa e ir a la escuela. Porque la enfermedad estaba en su cuerpo, pero también en su mente, y tenía que curar a ésta primero. Porque nunca es tarde, y el tiempo sólo se acaba cuando la vida termina. Y hasta ese momento, existe una posibilidad para todo. 120


ISRAEL MARTÍNEZ RAMOS

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riginario de Playa Vicente, Veracruz (1991). Vive en una comunidad rural, donde gusta de escuchar historias antiguas en voz de los pobladores. Le apasiona tomar fotografías de los paisajes naturales que conforman su región, así como promover el cuidado del medioambiente y de la fauna silvestre a través de redes sociales. Le gusta escribir poesía y practicar la pintura. Actualmente trabaja en escribe una novela de suspenso psicológico. 121



EL ÁNGEL DE LA NIEVE

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aminé sobre el hielo durante más tiempo del que me gustaría admitir. Había pasado por alto lo heroico de esta odisea, comparable únicamente con la banalidad de mi propósito. Un día sin premeditarlo, me abrumé. Me sentí cansado. Indispuesto a continuar. Ese día es hoy. Surqué caminos imposibles; brutales. Encuentro injusto que mis largos recorridos sobre territorios congelados sean intrascendentes. Siempre imaginé que el hielo no es real, sino un conjunto de ilusiones frías, esperando un poco de energía calorífica para poder escapar una vez en estado líquido y así alcanzar su existencia absoluta camino a la tropósfera. Estando allí, las nubes podrán tomar la forma del anhelo que las contiene; según las leyes naturales. Ahora me cuesta creerlo. La comida, en mis gélidas condiciones climatológicas no se descompone con tanta facilidad y la escasa transpiración de mi cuerpo deriva en una menor necesidad de ingerir líquidos. De tal forma que podría prolongar mi estilo de vida indefinidamente. Sin embargo, por alguna causa que no termino de comprender, me es imposible seguir. La inexistencia de un sitio al cual llegar o una meta que emprender son tal vez las razones que entorpecen y debilitan mis pasos. 123


Parece absurdo decirlo, pero después de tantos, tantos años, recién me descubro sumergido en una inmensurable eternidad helada. Mis botas se resbalan sobre cualquier superficie. El viento tiende a empujarme siempre en dirección contraria. La brisa repite sus inconsolables lamentos huecos y escatológicos. Las ventiscas son despiadadas y mi abrigo pronto será insuficiente. Lo reitero; estoy agotado. El aire frío entra a mis pulmones y eso es realmente doloroso. La piel se adaptó al entorno y me defiende del clima adverso, pero el oxígeno helado que pasa a través de mis fosas nasales… no tengo manera alguna para protegerme de él, exceptuando dejar de respirar. Hace más frío que nunca. Ahora que he renunciado a continuar puedo sentir cada uno de mis poros congelarse. La sensación tibia guardada bajo mi ropa desaparece dando lugar a la cristalización de mi sangre. Tiemblo violentamente. Nunca había temblado así. Es un hecho; necesito avanzar para entrar en calor, pero estoy entumido. Si no tomo medidas, pronto perderé el control de mis extremidades. Hago un esfuerzo por levantarme con ayuda del piolet. Para mi infortunio, sólo consigo ocasionar una avalancha que me sepulta sin compasión. Después de algunas horas, recobro la conciencia y con ella, una aguda lucidez. Lo comprendo; el hielo es real porque me hiere y todo lo que hiere toma parte en la realidad. Es mi culpa, yo le di ese poder. Pienso en los peores momentos que he pasado en este incompasivo amo de los inviernos y me decido, si he de morir en la nieve no será bajo ella. Lo haré en la superficie y de pie, de ser posible. Me exijo las fuerzas sobrehumanas que no tengo y logro escapar de mi sepultura lentamente como una oruga que se abre paso fuera de su capullo, ya sin serlo, pero yo no volaré más lejos. Mi pierna está rota. 124


No sentí dolor al romperse el hueso; síntoma irrefutable de hipotermia. El deslave dejó al descubierto un enorme trozo de hielo arcaico, puro y transparente en demasía. Veo algo atrapado dentro. Un cuerpo humano de fisonomía masculina. Se conserva en perfecto estado. Su posición fetal cubre gran parte de su desnudez. En su espalda se pueden observar alas enormes y blancas como las de un águila albina. ¡Qué milagro tan desalentador! Si un ser celestial ha sido derrotado por los números negativos de un termómetro… ¿Qué ha de acontecerle a un simple mortal? Bueno, supongo que los milagros no se presentan en los peores lugares tanto como en los peores momentos. ¿Y quién tiene mayores problemas que yo justo ahora? Claro. Un ángel congelado. ¿Quién puede salvar a quién? Después de que nada acontecía en esta desolación extrema, hoy hacen entrada triunfal la ironía y su antagónico presentándose como uno mismo. El silbido vertiginoso del viento anuncia una tormenta inclemente. La noche se aproxima devorándolo todo. Juntas son implacables. No veré un nuevo día, eso es seguro. Con el piolet en mano, me dispongo a romper el hielo a golpes. Desisto después de algunos inútiles intentos. Lo que necesito es fuego. He guardado una bengala durante años a causa de la paranoia. Esperaba un momento realmente difícil para usarla. Ocurrieron varios, pero siempre imaginé la llegada de uno peor. Ya no será de mucha ayuda, al menos no para mí. Me despojo de mi abrigo y demás prendas hasta quedar desnudo y expuesto. Tal vez no sea la mejor de las ideas, pero es la única que tengo. El glaciar me mira ahora como a un bocadillo. Una presa fácil. Sus garras me atrapan. Mi piel 125


ya no representa obstáculo que le impida infiltrarse hasta el hueso. Penetra en mi cuerpo con sus agujas de hielo y perfora mi alma. Comprendo en este momento con gran claridad que el cuerpo no es más que una coraza, cuya función es la de contener al alma. No hay dolor físico que pueda llegar hasta ella, pero el frío tiene sus métodos, unos sumamente eficaces. Necesito soportar otro minuto. Fueron años terribles. Ahora sólo tengo que sobrevivir un minuto más. Coloco mi grueso abrigo, guantes, pantalón, botas, gorro y todo lo restante en un solo sitio. Enciendo la bengala e intento mantener mi brazo firme sobre mis ropas. Las hago arder todas. Funciona. El hielo se derrite intimidado por un fuego furioso que reclama un lugar en este mundo. Después de un rato, toco el hombro tibio del ser alado. Me pongo de pie con dificultad, apoyándome del resbaladizo trozo del hielo inmaculado y coloco el oído sobre la pequeña extensión de su piel ya descubierta; escucho latidos. Débiles y esporádicos, mas no carentes del milagro de la vida. Desconozco el tiempo exacto que lleva congelado, tanto, como el que le queda antes del último latido. Sonrío. Es evidente que el propósito de mi vida se ha manifestado en la forma de mi última voluntad y aunque parezca cruel, de ninguna manera podría considerarse una tragedia. Sonrío nuevamente. No lo había hecho desde hace tanto y, no obstante, las circunstancias no me favorecen tampoco me lo impiden. Me recuesto en la nieve como lo había planeado, sólo que esta vez ya no finjo un insípido deseo de omisión. Tengo miedo, lo confieso. Siento terror al imaginar esa voraz y hermosa flama consumiéndose, oscureciéndolo todo. ¿Instinto de supervivencia o hielo en el alma? No lo sé. Me 126


quedo atrapado con gusto en la imagen de las gotas frías reflejando la fogata, escapando presurosas hacia la tropósfera, cediendo el paso a una reconfortante liberación. No me impaciento. Acepto que nunca he tenido el control del tiempo ni del espacio. Soy sólo un peregrino en sus sendas frías, valiéndome de un reloj y una brújula, respectivamente… un piolet, para ser más preciso. Me coloco en estratégica posición fetal para resguardar el calor del fuego en mi cuerpo y cierro los ojos esperanzado. Cuando se ha hecho todo lo posible, la satisfacción no da paso a la incertidumbre. Ya no hay nada más que pueda hacer sino esperar. Al igual que el fuego frente a mí, arde en mi corazón un dulce anhelo. Supongo que ambas flamas se extinguirán al mismo tiempo.

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LUCES Y ABISMOS

M

e fui demasiado lejos. ¿Cómo llegué hasta la inmensidad del cosmos? Pues fue gracias a un payaso decepcionante que hacía torpes malabares con inútil insistencia. Situado de manera instintiva debajo del infalible semáforo, cuyas luces arbitrarias toman las decisiones del mundo desde la avenida. Mi abuelo murió ayer de un infarto y a mis catorce años, la tragedia había sido sólo un inverosímil tema de películas dramáticas. El funeral se llevó a cabo con cada uno de sus rigurosos protocolos mudos y ahora volvemos a casa; resignados. No existí durante gran parte del recorrido. Me encontraba tan ensimismado que podría dudar del transcurrir del tiempo o las magnitudes del espacio, tal y como se duda de la inmortalidad de los crustáceos. Pero algo me hace volver al asfixiante tráfico y vuelvo a sentir el cristal duro de la ventanilla donde recargo mi cabeza. No, no es para nada la gracia de aquel hombre pintado y que usa grandes zapatos coloridos. Me es indiferente su nula habilidad con las pelotas de goma. No me divierto ni me ofendo ante la imperdonable ausencia de talento. Hay algo más en él exigiendo mi atención, algo que se esconde entre lo menos evidente. 128


Durante el minuto que la luz roja le permite efectuar su acto, el hombre sufre. Se esfuerza; claro, pero el esfuerzo y el deseo, aun entrelazados sucumben ante la falta de práctica. Cae una de sus pelotas y, en su iluso afán de evitarlo, caen las demás. Atrapa dos en los rebotes, pero al perseguir la tercera, la patea sin querer a causa del estorboso calzado multicolor alejándola varios metros. El tiempo corre. El momento oportuno para pedir alguna moneda no merecida se agota en la búsqueda incesante de su herramienta de trabajo. El payaso, si es que se le puede llamar así, se levanta frente a mi ventana. Encontró su escurridiza pelota debajo de nuestro coche. Lo observo detalladamente. Usa una peluca vieja y desgastada. El maquillaje se escurre por el sudor, las ropas están rotas y todo esto, aunque rebosante de color, contrasta de forma perturbable con su rostro inexpresivo. Yo logro despedazarlo en adjetivos y conjeturas; está triste, decepcionado de sí mismo. Su cansancio es notable aún bajo sus atuendos. No lo sé, pero podría jurar que necesita el dinero urgentemente para apoyar a un ser querido y por ése mismo, soporta la vergüenza de hacer el ridículo cada sesenta segundos. ¿Qué puedo saber yo? Está desempleado y sus hijos pasan hambre o su esposa sufre enferma. Las posibilidades son enormes, pero de algo sí estoy seguro; lo que veo en su mirada es un dolor palpable… tristeza… impotencia. Mi abuelo murió ayer. Ya lo echo de menos. Fue un amigo extraordinario. Me enseñó a tocar el saxofón y a jugar ajedrez, de tal forma que también fue un excelente maestro. Lo enterraron hace poco, y a sólo unas horas de su total abandono ya veo realidades que antes me eran triviales. También he descubierto emociones que no creí posibles. 129


Me siento vacío, ésa es la verdad. Y ese vacío tan propio; tan personal, es capaz de absorber otros vacíos ajenos. Me declaro un completo ignorante en materia de astrofísica, pero de inmediato imagino un agujero negro en algún lugar del universo siendo absorbido por otro abismo de igual o mayores dimensiones. No sé qué ocurre después debido a dos razones: una, lo desconozco, y la otra, el payaso golpea el vidrio urgente, por un poco de caridad. Enseguida vuelvo a la tierra sin conocer el final de mis pensamientos. Le doy una vulgar moneda común y corriente, esperando así que no me recuerde y que, al volver con su familia, orgulloso con el pan para la cena, no les cuente a sus hijos sobre un joven atrapado en el tráfico; un infeliz a quien la pena no abandona aún después del cambio de luces.

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MARCO DE ALARCÓN

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ació en Huayacocotla, Veracruz. Es profesor por el Benemérito Instituto Normal del Estado en Puebla; licenciado en Matemáticas, por la Normal Superior “Benito Juárez” de Cuernavaca, Morelos; maestro en Tecnologías de la Información y la Comunicación, por el Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa (ILCE); ha laborado los últimos 25 años en áreas académicas dedicadas a la capacitación y actualización docente en el estado de Hidalgo. Su mundo gira de la enseñanza hacia el gusto por la escritura, desde que una persona lo escuchó contarle historias a su hija menor y se enteró que las inventaba en el momento, por lo que lo invitó a escribirlas, fue cuando empezaron a emerger de su mano cuentos cortos. 131



LA NIÑA DE LA ESCUELA

D

e pronto vi cómo una sombra desaparecía por el fondo del salón, ¡me quedé frío!, había escuchado a algunos niños que lo comentaban, pero a mí no me había pasado, dicen que si le pones total atención al maestro y que si haces todas tus actividades, no la verás, pero ese día estaba distraído. Mi problema era que este día iba a ser la primera vez que expondría en clase, nunca antes lo había hecho, pero este maestro que me tocó, acostumbra que todos los niños pasen al frente a comentar lo que aprendieron de una clase del día anterior, así que hace una relación y ya sabemos cuándo nos toca. El problema es que ayer fui con mi familia a una fiesta y regresamos muy tarde, así que ya no pude repasar, y ahora no dejo de pensar en mi exposición, me toca después del recreo y para acabarla, acabo de comprobar que, ¡sí es cierto! ¡La niña de la escuela sí existe!, así le llaman a esa sombra que de repente se aparece. Ya había escuchado que decían, que una vez que la miras, te empiezan a pasar cosas raras, se te pierde el lápiz, desaparece tu mochila, aparece afuera del salón, ves su sombra, y lo malo es que, aunque sea de día, la verdad, sí me da cosa. 133


Y para colmo de males, ahora sí se me ha olvidado todo lo que había preparado para decir en mi exposición, se me fue el tiempo pensando en eso, y cuando quise tomar mi lápiz para anotar las ideas y… ¿mi lápiz?, lo había puesto sobre mi libreta… ¡No me digan que ya me sigue la niña!, y por más que lo busqué, dentro del resorte del cuaderno, tirado a los lados de la banca, ¡nada!, pregunté a mis compañeros, “¿Han visto mi lápiz?” “¿Tomaste mi lápiz?” Nada, simplemente se esfumó. Traté de concentrarme en la clase, pero ahora entre mi exposición y la niña de la escuela, ya no podía estar atento, todos mis compañeros ya estaban realizando los ejercicios que el maestro había puesto, y yo, sin lápiz, y bueno, recordé que, en la parte de atrás del salón, el profe pone en un estante, un bote con lápices que se encuentra al final del día y que todos podemos ocupar. Así que me levanté y me dirigí hacia atrás y de pronto… alcancé a ver otra vez la sombra. ¡No puede ser posible!, dos veces en un solo día, y aparte, me escondió mi lápiz, estoy frito; con mucho temor, en medio de mis compañeros, empecé a caminar hacia el fondo, cuando ya casi llegaba, un compañero vio mi cara, yo creo que era cara de espanto, porque se me quedó mirando y me dijo suavemente: “¿La niña?”, yo solamente asentí con la cabeza, él me dio una palmadita en la espalda cuando pasé. Tomé con miedo el lápiz del bote, regresé a mi lugar y traté de hacer mis ejercicios, los comparé con los de mis compañeros, parece que estaban bien, y me salvó la campana, avisando que era hora del recreo, así que cerramos todo lo que teníamos y salimos del salón. Ya en el patio me alcanzó mi compañero, me echó el brazo y nos fuimos a comer nuestro lunch en una de 134


las jardineras, allí, mientras almorzábamos me dijo que a él también le pasó, que un buen tiempo la estuvo viendo hasta que se acostumbró, pero que si le traía un regalito, dejaba de esconderme las cosas y se volvía mi amiga. Entonces le pregunté, “¿un regalito? Y… ¿Qué le puedo regalar?”, yo me preguntaba: “¿Qué se le puede regalar a una niña fantasma?”, entonces mi amigo me comentó que él le había traído un pequeño perfume de mujer, y me quedé pensando profundamente las palabras salieron solas de mi boca, y… “¿Cómo se lo entregaste?”, él me contó que simplemente lo puso junto a su lápiz, en la ranura que tiene la paleta de la banca, y junto a él, la botellita con un recadito que decía: “Este perfume es para ti, con mucho afecto”. Me dijo que, desde ese momento, la niña dejó de quitarle sus cosas, sólo de vez en cuando alcanzaba a percibir un delicado aroma de mujer y cuando volteaba, alcanzaba a ver la sombra de la niña con la mano estirada, saludándolo. Eso me dejó muy tranquilo, pues había conocido la forma de evitar el espanto, pero por otro lado tenía la preocupación, cuando terminara el recreo, empezaba mi tortura, tenía que exponer. Nos acabamos nuestro almuerzo y justo entonces tocó la campana, entonces, de todas partes del patio los niños regresaban a sus salones. Yo me encaminé al mío, entramos todos y nos acomodamos en nuestras bancas, entonces se escuchó la voz del maestro que decía: “A ver, Pedrito, pasa al frente”. Me levanté con toda mi valentía, empecé a caminar, mientras me acomodaba la ropa y la garganta, y mi mente organizó rápidamente mi participación. Entonces empecé: —Compañeros, maestro, ayer preparé con mucho gusto lo que iba a comentar el día de hoy, 135


pero si me lo permite, quiero comentar lo que me sucedió el día de hoy —volteé a ver al profesor y él asintió con la cabeza, autorizando un cambio en la agenda. Sentía que mi cuerpo temblaba, tenía miedo, pero inicié: —Compañeros, sé que a muchos les ha pasado y que nadie lo comenta al grupo, sé también que sólo lo platican entre los que ya les sucedió y que los demás lo ignoran, pero hoy que me pasó a mí, quiero saber, ¿qué sucede?, ¿Cómo es que pasan estas cosas? —entonces se escuchó una voz tenebrosa que dijo: —Es que antes, esta escuela fue panteón. Volteamos hacia los cuatro lados del salón para ver de dónde había salido la voz, pero nadie lo supo, nos recorrió un frío congelante por el cuerpo, todos supusimos que había sido… “La niña de la escuela”.


JOSÉ ROBERTO LÓPEZ FRANCO

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ació en Morelia, Michoacán, en 1987. Estudió la Licenciatura en Historia en la UMSNH. Ha colaborado en la revista cultural Andante. Cuenta con diversos reconocimientos, entre los que destacan los de índole literaria y artística. Aparte de la escritura y la lectura, sus otras pasiones son el cine, el ajedrez y la pintura. Actualmente imparte clases gratuitas de ajedrez en el COBAEM, Ario de Rosales, de donde también es profesor de Historia de México y Taller de Lectura. Algunos de sus escritores favoritos son Edgar Alan Poe, John Katzenbach y José Saramago. 137



DE OTRO MUNDO

E

mpecé a sospechar de mi hermano cuando cumplí los nueve, ahora que tengo catorce sospecho aún más. Él es mi hermano: dos años menos que yo, algo moreno, con el cabello negro, corto, un poco chino; vestido siempre con alguna sudadera de algún color oscuro. Desde que recuerdo hemos compartido el cuarto, él en su cama y yo en la mía, pero en la misma habitación. En la parte de mi cuarto tengo tres posters pegados uno de ellos es un Hombre Araña que compré cuando tenía diez años, el otro es un poster grande del Ángel de la Guarda, que pegó mi madre para que nos cuide, y el último, yo lo dibujé, es una pirámide, me gusta la arqueología. En la parte de mi hermano, él tiene un astronauta de mediano tamaño que se encuentra encima de un buró que es de los dos; tiene un llavero del cual cuelga una nave espacial y un enorme poster en su cabecera con la imagen de un alien, como lo hemos visto muchas veces en la tele: verde, de ojos grandes encorvados, con el cuerpo pequeño y la cabeza grande, sujetando un globo terráqueo; lo bajó del ínter y lo mandó imprimir. Además tiene un gran ventanal, generalmente no cierra con la cortina. Esta noche no es la excepción, mi carnal dejó la cortina abierta y bueno, yo estoy tratando de dormir… ¿Qué es 139


ese ruido?, escucho murmuraciones, es la tercera vez que mi hermano murmura tanto, antes ya lo había escuchado, pero susurraba un poco y se dormía, pero ahora no deja de hablar; no sé si voltear o no, está bien, me giraré un poco… ¡Qué!, ya se ha silenciado, apenas volteé y dejó de murmurar, bueno, volveré a dormir. Es lunes, 8 a. m. hora de ir a la escuela, ésta es mi mochila: una mochila azul con bolsas y ya, pero la de mi carnal es de color verde oscuro, grande y con una cabeza de alien que cuelga del cierre; sí, como supuse, está echando sus libros de ciencia ficción, extraterrestres y ese tipo de cosas, para regresarlos a la biblioteca. 2 p. m. Ya estamos de regreso, tengo hambre, lo bueno que mi mamá tiene la comida lista: albóndigas en caldo rojo; llega mi hermano, se sienta y come mucho como siempre que son albóndigas, yo sólo un plato y ya. 5 p. m. Yo, dibujando súper héroes que me invento, mientras que mi carnal juega en la consola un videojuego de extraterrestres y naves. 10 p. m. Mi madre ya se durmió y yo apenas voy a la cama, llego y no veo a mi carnal en la suya, pero su cama está destendida, parece que está afuera, voy a ver… Sí, ahí está, mirando la luna en medio del patio. —Escuincle, ¿qué hace? —le dije (le digo escuincle desde los 2, ya que él es menor que yo) Me dijo: —. Nada —y se regresó al cuarto. Ya “dormidos” empecé a oír de nuevo cuchicheos, pero esta vez no dudé y volteé… mi hermano está parado sobre la cama y está diciendo adiós a la ventana, luego se recuesta y se duerme. Ya es otro día y el almuerzo está listo, creo que le diré a mi madre lo que vi… Ummm… Mi mamá no me cree; dice que mi hermano es sonámbulo y que por eso actúa 140


así, bueno, es hora de irme a la escuela… Como siempre soy el primero en regresar de la escuela; llego, como un pan que estaba en la mesa y me voy a mi cuarto a descansar un rato. “Sí, tal vez estoy exagerando, quizá mi hermano sólo es sonámbulo y yo creo cosas que no son, sí, eso debe ser…” 4 p. m. Parece que me quedé dormido, bueno ya me dio más hambre, voy a la cocina a ver qué hizo mi mamá, ¿Ah?, qué es eso, no recuerdo haber dejado la ventana abierta ¿Y esa carta encima de la cama de mi hermano?... ¿Qué dice? …“Muy pronto iremos por ti, es hora de regresar con los tuyos”, todo escrito con recortes de periódico. La voy a guardar, esto si ya es muy extraño. —Hola, ¿qué hay de comer? —mi madre me contesta que dejó frijolitos en la cocina. Y yo fui a calentármelos, paso por la sala y ahí está mi carnal sentado en el sillón. —Qué, ¿no ibas a hacer un trabajo en equipo? —le pregunté, dijo: —¡Ah, sí!, pero mi compañero se enfermó y no pudo venir. “Ah, se enfermó su compa…” Reflexiono… “Desde que recuerdo, mi hermano jamás se ha enfermado…” —Oye ma… ¿Verdad que el escuincle nunca se ha enfermado? —¡Ah, ahora que lo pienso no recuerdo alguna vez que se haya enfermado, ha de tener buenas defensas. “Por muy buenas defensas que tenga, es muy raro que jamás se enferme”, pensé. Una noche más, todo aparentemente tranquilo… ¿Umm?, ¿qué es esa luz?, creo que voltearé para verla mejor, no, no hay nada, igual y estaba soñando. 8 a. m. Despierto, todo tranquilo, mi hermano todavía está acostado; nada fuera de lo normal, me voy al baño. 141


Ahí está mi amá, viendo la tele, parece que se levanta muy temprano: —¿Qué estás viendo ma…? —las noticias, que según vieron un ovni y que no sé qué, ya sabes puros cuentos. —¡Ah!, sí, puros cuentos, creo, voy al baño. Salgo del baño: —¿Qué es eso que está por debajo de la puerta?, ah, es el periódico de la mañana…—leo—: “Foto del ovni que se vio ayer por la noche, el fotógrafo dice que estaba revelando su rollo cuando escuchó un ruido, se asomó y tomó varias fotos, pero la cámara sólo captó una”, creo que guardaré este periódico. 2:00 p. m., quizá 2:20, hoy se me hizo un poco tarde, la combi no pasaba. Llego a la casa y aún no llega mi carnal; como lo que preparó mi madre: huevo con jamón, y veo la tele. 3 p. m. Mi carnal llegó, dijo que se había quedado en los videojuegos, quién sabe si sea cierto. 10 p. m. Todos aparentemente dormidos. Me quedé despierto para ver qué veía… Pero el sueño me estaba ganando y no veía nada, los párpados se me caían; era una pelea entre cuidar a mi hermano y conciliar el sueño, finalmente me está venciendo el sueño, creo que me voy a dorm… ¿Eh? ¿Un temblor?... Veo una sombra en la ventana… ¡No puedo ver!… esa luz, parece un reflector, me lastima, pero quiero ver… Parece, no, no sé, no estoy seguro, son dos luces grandes incandescentes y otras pequeñas de color azul y rojo. Es… es… tiene forma circular, no se distingue bien, hace un ruido raro, casi no se escucha, pero lastima, la luz es más fuerte… ¡Voy a cerrar los ojos!.. ¡Ah!, aún me lastima, me tallo y me tallo los ojos, pero todavía me duelen… Creo que ya tengo un poco de miedo ¿Qué vi?... El cuarto ya está oscuro, mi hermano se mueve 142


para todas partes; yo, yo no sé si esto es real ¿No estaré soñando?, eso que vi era una nave, estoy seguro ¿Le preguntaré a mi hermano? —Oye, escuincle, ¿qué es lo que estaba en la ventana? —se quita lentamente la sábana del rostro y me dice: —Nada. Ya no me quiero acostar, creo que me quedaré despierto el resto de la noche. 6 a. m. Mi madre entra al cuarto: —¿Están bien?, ¿sintieron el temblor? —Sí —contesté, mientras mi hermano negaba todo, y mi madre le dijo: —Es que a lo mejor tienes el sueño muy pesado, por eso no sentiste nada. Yo no dejo de pensar en lo que vi esa noche; mañana es mi cumple, pero no me interesa; me interesa más saber qué está pasando con mi hermano. ¿En realidad es mi hermano?, mi madre no me cree, nadie me cree, hoy no voy a ir a la escuela, voy averiguar qué pasa. —Se te hace tarde, hijo. —Hoy no tengo clases, ma… —Bueno, aquí te quedas, tu hermano ya se fue y yo voy al mercado. Salió y me quedé solo… Voy a hurgar todo en el cuarto y en las cosas de mi hermano. ¡Mmm!, parece que se le olvidó el celular en la cama; voy a ver qué tiene… Fotos, fotos y más fotos de naves, de extraterrestres y planetas… Pero parece que son bajadas del ínter (eso espero)… ¿Y esto?, qué le pasa al celular… Comienza a parpadear y aparecen muchos signos raros en la pantalla, números que se mueven muy rápido, como códigos o algo así. Mejor lo dejo, lo aviento en la cama y me voy. 143


Ya es tarde, la una, creo; mi madre ya llegó y está en la cocina, mejor veo la tele…. —¡Mira ma…, la tele prende y se apaga! —Sí, ya vi, también la luz de la cocina, de nuevo un temblor —¡sujétate! —gritó mi madre—, por fin se detuvo. Es raro, generalmente aquí no hay temblores. Exactamente al término del temblor llegó mi hermano. Una noche más, esta vez voy a dejar grabando mi celular… —Buenas noches, escuincle. —Buenas noches —me contesta mientras abre las cortinas de su ventana… Veo todo oscuro, siento que ya es tarde, todo está oscuro, mucho muy oscuro. —¡Carnal, prende la luz!...; ¡pum!, se prende la luz, pero es demasiado fuerte, parece que está restregada en mi rostro. Volteo la cara hacia todos lados, pero siento que no puedo mover mi cuerpo, parpadeo muchas veces para poder ver algo, y mi vista se va aclarando; estoy acostado, sí, pero no es mi cuarto… Hay muchos colores en el techo, parecen botones, estoy atado a una cama como de hospital, una sábana blanca y una almohada del mismo color, unas bandas grises que sujetan mi cuerpo, máquinas y aparatos por todos lados, también una enorme computadora… “¿Quién es ese hombre y dónde estoy?”, pienso; veo a un hombre parado frente a mí, con un traje blanco que cubre todo su cuerpo y una especie de máscara como de gas que cubre su rostro, usa guantes blancos y trae una jeringa. —Cuando te inyecte esto, volverás a ser el mismo. ¿Cómo te fue en el tercer planeta? —¡¿Qué?! No sé de qué me está hablando… —se está 144


quitando la máscara. ¡Qué demonios! Es… Es… tiene el rostro naranja, con cuatro ojos en la frente y cabeza como de lagarto. —Sí, hoy cumples 15 años, es el tiempo máximo que pueden durar en otro planeta, hemos venido a reclamarte, ya no puedes quedarte en la Tierra. —¿De qué está hablando?, mi hermano es el alien, no yo; él platica en las noches, él lee todo lo de extraterrestres, él…. —No, Beto, no entiendes; él platica en las noches porque es sonámbulo, hace lecturas de alienígenas porque simplemente le gusta. —Sí, pero, pero, ¿por qué él jamás enferma? —Porque tienes poder de sanación, ha estado a tu lado y tú lo has estado curando siempre… Hemos venido por ti, no por él… ¿Fin?

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ANA MARIBEL ROJAS ESQUEDA

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riginaria de Mérida, Yucatán (1985). Estudió Ciencias de la Comunicación con especialización en Medios, en la Universidad Anáhuac Mayab. Al egresar se dedicó a hacer videos corporativos hasta que en el 2013 se mudó a Austria. Volvió a México con una colección de fotografías titulada Memorias de Austria. Ha escrito varios guiones cinematográficos para cortometraje. Diplomada en Corrección de Estilo por la Escuela de Escritores en Barcelona. En 2019 presentó el compendio de relatos Ausente, en la Feria Internacional del Libro de Yucatán (FILEY). Es miembro del Observatorio Ciudadano de Arte y Cultura de Yucatán (OCACY). Vegetariana, neohumanista y activista ambiental. Ha participado en talleres de gestión cultural impartidos por la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Sus escritores favoritos son Juan José Arreola, Haruki Murakami, Rosario Castellanos, Julio Cortázar y Simone de Beauvior. 147



LAS FLORES DE MAYO

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quellas calurosas tardes del quinto mes del año, las niñas del pueblo se reunían en los parques de sus barrios para ir en grupos de tres o cuatro, con canastos de mimbre entre las manos a recoger flores de mayo a los patios vecinos. Los adultos sabían que esas flores eran para adornar el nombre de la virgen y hacerle una corona perfumada y dado que la mayoría eran católicos, fácilmente accedían a que las pequeñas entraran por la puerta del Este a sus húmedas viviendas ovaladas con techos de palma y salieran por la puerta del Oeste a los grandiosos patios donde a veces entre dos árboles de zapote o ramón alguien dormía la siesta en una hamaca. En otras ocasiones, cuando el patio estaba junto a la construcción, les permitían sujetar desde la calle una horqueta que hiciera caer los racimos blancos, rojos o amarillos al otro lado de la albarrada pintada con cal. Si los dueños también tenían árboles con bayas las chiquillas les pedían permiso para bajar unas cuantas aun cuando en sus conciencias retumbara la voz de sus madres advirtiéndoles que no las anolaran porque se podrían asfixiar. Cuentan que muchos años atrás, el papá de Anita casi se ahoga con una que resbaló hacia su campanilla. El abuelo lo puso de cabeza y le dio un fuerte 149


apretón bajo el esternón lo que provocó que el jovencito escupiera enseguida el dulce fruto para respirar de nuevo. Aun así, nunca dejó de chupar huayas. Oliendo a jabón y a algodón recién planchado, las nenas caminaban en fila por el estrecho pasillo con alfombra roja, desteñida y raída hacia el pequeño altar de la capilla. Las campanas doblaban mientras ellas entonaban al mismo tiempo la canción que durante un par de semanas estuvieron ensayando en coro después del catecismo. Al llegar delante de la virgen, hacían una pequeña reverencia para luego tomar entre sus manos las olorosas flores y colocarlas en los agujeros de la M, de la A, y en los de las otras letras que forman MARÍA. Cuando no quedaba espacio para una flor más, aventaban las sobrantes a la dulce escultura de sonrisa rosada; la mayoría caían sobre su vestido azul celeste. El año en que Marina empezó a prepararse todas las tardes para hacer su primera comunión, fue el año en que murió el perro que le regalaron en su cumpleaños número dos. Durante siete años fue su mascota inseparable. La seguía al colegio y la esperaba tras las rejas. Se metía con ella a la piscina inflable y corrían juntos bajo la lluvia o se mojaban ambos con el agua de la manguera mientras la mamá de Marina regaba las rosas del jardín. Lo único que la consoló después de la súbita muerte de Bombón fue pensar que volverían a encontrarse en otra vida o en el cielo; hasta que su catequista, Concepción, le explicó con voz chillona e indignada que NO existe la reencarnación, que los animales NO tienen alma y que la existencia de esos seres inferiores culmina PARA SIEMPRE una vez que mueren. A Marina le dolió el estómago y le ardió el pecho pero se quedó callada. Las palabras que subieron a su boca desde 150


su pecho se quedaron atrapadas tras sus dientes mientras ella apretaba los labios para que éstas no salieran a borbotones. Finalmente, tras un esfuerzo nada sencillo, se tragó las lágrimas junto con lo que pensaba y asintió frente a su maestra de catequesis mientras la melancolía invadía su alma. Ella era una alumna aplicada, tanto en la escuela como en las clases de catecismo que ahora tomaba no sólo los sábados por la tarde, sino cada día durante dos meses consecutivos porque estaba en el curso intensivo para probar el cuerpo de Cristo por primera vez. Le entusiasmaba pensar en su vaporoso vestido blanco y en que muy pronto, cada domingo, casi al final de la misa, podría levantarse de su asiento y ponerse en la fila de las personas mayores que estiran la lengua para recibir la hostia consagrada. Después, hincada sobre el reclinatorio podía pedirle a Dios lo que quisiera —siempre y cuando fueran cosas buenas, obvio— y tal vez ahora Dios sí respondería a sus inocentes plegarias. ¿Estaría molesto porque cada vez que los jóvenes del coro cantaban a contra-voz su versión favorita de Aleluya ella imaginaba esferas de cristal estrellándose contra el piso y pies de bailarinas con zapatillas rosas danzando dramáticamente entre los vidrios rotos? A los nueve años, Marina aprendió que el Espíritu Santo no perdona una ofensa contra él y que Dios siempre sabe lo que una está pensando. Llegó a la rápida conclusión de que si el Espíritu Santo es parte de la Santísima Trinidad, él también sabe lo que ella piensa cada respiro de su vida. Como consecuencia de la deducción, su mente hiperactiva comenzó a blasfemar constantemente en contra de su voluntad. Muchos años después, se enteró de que una gran parte de la población, especialmente de su fallida generación, sufría lo mismo que ella y que eso se lla151


ma trastorno compulsivo. Pero a los nueve años todavía no entendía muchas cosas y le daba mucho miedo ofender a Dios o morir sin haberse confesado porque eso significaba un grave pecado que probablemente sería castigado con el fuego del infierno para toda la eternidad. Eternidad… una palabra que aterraba a Marina hasta hacerla temblar. Pero entre arder para siempre dando alaridos de horror y cantar eternamente con voz desafinada, ella prefería sin duda lo segundo. Finalmente llegó el día de junio en que las niñas por un lado y los niños por otro comulgarían por vez primera. Con su Biblia entre las manos, Marina trataba de recordar si le había dicho todos los pecados de su lista al sacerdote que la confesó, no vaya a ser que cometiera sacrilegio y el diablo se quedara con su alma esa tarde. Lucina tenía mucho dolor de estómago ese día, era dos años mayor que el resto del grupo; de hecho, en septiembre entraría a la escuela secundaria. —¿Qué te pasa Lucina? —le preguntó Marina. —Me duele mucho la panza y siento que sin querer me he hecho pipí encima —contestó la pobre chiquilla con la cara pálida. —¡Por Dios Santo! —intervino una catequista. Y la jaló hacia ella intentando tapar con un abanico de mano la parte de atrás del vestido de Luci. —¿Qué sucede? —preguntó Luis poniéndose las manos en la cintura e integrándose a la hilera de niñas. —¡A Lucina le ha bajado la regla y su vestido se ha manchado de rojo! —exclamó Evelia, quien tenía una hermana mayor que le había enseñado lo que se aprende hasta sexto grado. Tres minutos antes de que repicaran las campanas, 152


Lucina desapareció de la vista de todos dejando unas gotitas de sangre en el atrio de la iglesia. “¡Qué desgracia!”, pensó Marina. Ella apenas tenía una noción de que lo sucedía en esos días. La voz de Concepción resonó como un eco en su interior: “La culpa de todo la tiene Eva por convertirse en tentación, y por eso, por los siglos de los siglos, las mujeres deben menstruar y parir con dolor.” —Catequista, ¿qué significa menstruar? —¡Olvídenlo! Me confundí de grupo. ¡Y pobre de la que se entregue a un hombre sin estar casada porque para todos será una cualquiera! —¿Qué quiere decir ser una cualquiera? —preguntó Marina levantando la mano. —¡Una puta! —respondió Miguel. Y a Miguel lo hicieron hincarse cinco minutos sobre gravilla por decir una mala palabra. Todo lo anterior en relación al 6o mandamiento. Marina, curiosa por naturaleza, empezó a investigar lo que significa cometer actos impuros y encontró varios ejemplos en las telenovelas que transmitían por la tarde. —Karina, ¿tú has cometido actos impuros con tu novio? —le preguntó Marina un día a la joven de diecinueve años que hacía la limpieza en su casa. —¿Cómo sabes qué tengo novio? —Porque he visto que un joven te espera todos los anocheceres sentado en una banca del parque a la que tú vas corriendo cada vez que sales de aquí y te sientas muy cerca de él, casi encima de sus piernas. —¡Pero qué observadora eres! Pues sí… es mi novio y besa muy bien. —¡Oh! ¿Eres una pecadora? —Ni yo soy una pecadora ni tú una tonta. Deja de 153


creer en todas las estupideces que te dicen en la iglesia, sólo quieren lavarte el cerebro para controlarte. —No entiendo. —Ya lo entenderás, pero nada de esto a tus papás o me despiden. —¿Me acompañas a recoger flores de mayo? —Vamos rápido en mi bicicleta —contestó Karina. Marina estaba sentada en la parrilla de la bicicleta y abrazada a la cintura de Karina mientras ella pedaleaba por las calles del pueblo con sus piernas desnudas. —¡Mamacita! —gritaron unos albañiles desde un techo. —¡No es mi mamá! —contestó Marina. Karina rio a carcajadas. —No les contestes, son unos pendejos. —¿Por qué te dicen mamacita si no eres madre? —Porque son unos pendejos. —Entiendo. La chiquita poco a poco comenzaba a comprenderlo todo. Su amiga mayor tenía razón, no era tonta. Los tontos eran aquellos hombres con los pezones al aire gritándole mamacita a una mujer que usa shorts; a ellos nadie les decía papacitos. Por fin Marina logró acallar la voz parlanchina en su cabeza y disfrutó el resto de la ceremonia pero sin saber exactamente por qué comulgó con un poco de culpa y fue como si se la hubiera tragado porque a partir de ese momento la culpa la acompañó durante muchos años de su vida. Un 24 de diciembre volvió a desafiar los dogmas de su religión al hacer tremenda pataleta para evitar que sacrificaran al pavo (que había vivido una semana en su casa) con motivo de la cena de Nochebuena. Sus padres ignoraron 154


sus súplicas llorosas y degollaron a la pobre ave sin más. Ésta se desangró lentamente bajo la rama de un árbol. Esa noche, Marina no quiso cenar escabeche de pavo, por más que le pidieron que lo probara, se rehusó rotundamente. Simplemente le parecía injusto que un montón de pavos tuvieran que morir sólo porque a alguien se le había ocurrido que eran la cena típica de la víspera de Navidad. —Dicen que los ojos son el espejo del alma, ¿verdad abuelo? —preguntó sin esperar respuesta—, pues los animales también tienen ojos, por lo tanto, deben ser los espejos de sus almas. Nuevamente llegó mayo y con él la tradición, Marina se puso más linda que nunca para ir a ofrecerle flores a la madre del señor, aunque en su pecho, le causaba más devoción encontrarse con el niño dos años mayor que ella que jugaba futbol en el campo, a la vuelta de la capilla. De nuevo aquí nos tienes purísima doncella más que la luna bella postrados a tus pies... Y la dulce Marina pensaba en Julián, y sus mejillas se sonrosaban. Tomó una de las flores de su cesto de mimbre y se la puso junto a la oreja. Con su vestido blanco y el capullo rojo sobre su pelo todavía húmedo se dirigió a las gradas del campo de futbol a mirar el entrenamiento. Veinte mayos han transcurrido desde entonces y aunque Marina está convencida de que la madre de Jesucristo no concibió por obra del Espíritu Santo, prefiere guardarse sus creencias. De mayo se queda con las flores, pero ahora prefiere contemplarlas en los árboles y capturarlas en fotografías. 155



JULIETA LIZETH SANTOYO MARTÍNEZ

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ació en San Luis Potosí, en el 2000. Ingreso a la UASLP a la carrera de Médico Cirujano. Ésta es la primera vez que participa en un concurso literario. Sus escritores favoritos son: Haruki Muraki, Bram Stoker, Stephen King, Agustín Cadena, Sun Tzu, y William Shakespeare, entre otros. Gusta de ver competencias de patinaje artístico, sobre todo al patinador Yuzuru Hanyu. Escribe en diversas historias en una plataforma de internet llamada Wattpad, ha concluido un fanfic. 157



EL LEGADO DE UN MUERTO

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lo lejos, entre las calles y los estrechos callejones de una insignificante ciudad alejada por varios kilómetros de otras, las paredes escuchan rumores que salen de las bocas de los viejos habitantes, algunos locos y otros más cuerdos. Hablan sobre un reloj, aquel cachivache que adornaba la plaza central con sus brillantes y elegantes colores, que daba la hora en una época que queda muy lejana de la actual, pues ahora sólo se trataba de un monumento inservible que se había detenido y nadie sabía reparar, algo que no hace más que lucir su oxidada pintura. Las voces susurran entre los oídos acerca de un hombre que había sido capaz de hacer avanzar el tiempo a su antojo, alguien que descubrió la habilidad de hacer lo que ancianos y jóvenes desean, viajar en el tiempo. ¿Cómo lo hacía?, eso a nadie le importaba, sólo les interesaba saber qué era lo que había sucedió con aquel hombre de don extraordinario y saber la razón por la que ese reloj dejó de marcar la hora exacta. Yo les diré qué sucedió con el chiflado que afirmó haber viajado al futuro, a ese ser jamás le vi moverse de su maldito sillón de tapicería verde, nunca dijo ninguna palabra respecto a nada, tan sólo vivía para comer, dormir, 159


ir al baño y ver el jodido televisor. Claro que fue capaz de ir al pasado con sus casettes de películas antiguas y de videos caseros que mostraban a un hombre joven lleno de vida que jugaba con unos niños, su pelo era largo y castaño, sus pómulos ligeramente rojizos, tenía una hilera de dientes perfectamente alineados y era de complexión esbelta. Ahora sólo podía ver a un viejo que había perdido la mayoría de sus amarillos dientes, botellas de cerveza era lo que adornaban su alrededor junto a las colillas de cigarros apenas consumidos por completo. Calvo y con un olor asqueroso en torno suyo, aquel sujeto era venerado por un montón de gente que cuenta leyendas sobre él. Ahora yace sobre un ataúd abierto de madera de pino barnizada, adornado con detalles de aluminio pintados aparentando ser oro, lleno de flores que ocultaban ese fétido aroma que tuvo en vida. Estaba ahí, acostado con las manos sobre su pecho, una encima de la otra sosteniendo una rosa y un crucifijo de plata, mantenía los ojos cerrados y la boca, llena de algodón, semicerrada, peinado y con un traje negro de etiqueta. Parecía tan falso, era un cuerpo humano cubierto de maquillaje, un simple recipiente de carne adornado para ser enterrado de una vez por todas. Su mujer e hijos visten de negro al igual que él, cubriendo sus rostros compungidos, recibiendo el pésame de todos, desconsolados, sin comprender cómo había llegado ese momento. Me paré a un lado del féretro, con la misma mirada que le dirigí al comenzar a tener uso de razón, una mirada llena de indiferencia, porque frente a mí no había más que un extraño progenitor. Pasaron varios meses cuando recibí parte de la herencia que me tocaba. Tras varios juicios y pasar el duelo, 160


solamente recibí una baratija en una caja negra, envuelta en papel de periódico, con una pequeña carta. Carta que nunca leí, solamente la dejé en el escritorio mientras mis dedos dibujaban el grabado que llevaba sobre la tapa. Lo acerqué a mi oído con delicadeza y no escuchaba nada. “Tik tok”, ese sonido había desaparecido o quizás nunca lo tuvo. No hice mayor esfuerzo por darle cuerda y ponerlo en marcha, sólo lo lancé sobre el escritorio y di paso a irme hacia mi trabajo de medio tiempo tras escuchar el sonido metálico hacer una especie de eco junto a la madera. Al anochecer había terminado mi turno, las tiendas estaban cerradas y las opacas luces alumbraban las calles solitarias, pues a pesar de ser una ciudad, durante las noches todo quedaba tan desolado que pareciera estar muerto. Di un ligero suspiro al aire tras desencadenar mi bicicleta que había aparcado a pocos metros de mi lugar de trabajo. Todo parecía estar en orden, ningún ruido, ninguna persona, ningún nada. Hasta que un estrepitoso sonido salió del callejón cercano al poste de luz donde estaba parado. Aquel ruido fue seguido de varios murmullos que helaron mi sangre y provocaron que diera un ligero respingo. Levanté la mirada ansioso hacia el lugar donde la luz era incapaz de llegar y de mis sudorosas manos cayó la cadena. Traté de levantarla, pero estaba tan asustado que pareciera que la cadena estaba ardiendo a rojo vivo. La dejé caer una y otra vez en un intento desesperado por aferrarme a ella, hasta que por fin había logrado mantenerla entre mis palmas. Los murmullos se acercaban cada vez más hacia mí, haciéndome sentir acorralado. Aquello que producía esos incesantes sonidos podría ser cualquier cosa, pues ya 161


lo dicen los ancianos de esta ciudad, en la oscuridad todo tipo de bestias acechan. De pronto silencio, ya no se escuchaba nada, el sonido de esos enloquecedores murmullos era inaudible. Un perturbador silencio que hacía del latir de mi corazón un canto que se escuchaba retumbar en mis oídos como un tambor, “pum-pum, pum-pum”, ya no era más el “Tik tok” del reloj de bolsillo, era el sonido de mi órgano vital gritando lo que yo era incapaz de hacer. Me encontraba transpirando de tal manera que la camisa marrón se había llenado de manchas de sudor bajo mis axilas. Una ráfaga de viento azotó de tal manera contra mí, que creí que iba a tirarme en ese momento. El follaje de los árboles se movió como si el aire estuviera a punto de arrebatarle todas aquellas hojas verdes, dejando sus ramas completamente desnudas a la vista de los habitantes. No podía más y mi garganta dejó salir un chillido de desesperación. No pude mantenerme de pie, por un instante fue como si mis piernas se hubieran convertido en humo, dando paso a que mi trasero golpeara con fuerza el suelo recorriendo un dolor y entumecimiento que recorrió toda mi cintura y pasó de mi espalda baja hasta mis cervicales. Tenía los ojos abiertos de par en par, observando un rostro extraño a pocos centímetros del mío. Podía sentir a la perfección su respiración, aquel aliento hediondo. Sus ojos amarillos, inyectados en sangre, me observaban detenidamente de arriba hacia abajo. Por un momento pareció como si todas las funciones de mi cuerpo hubieran quedado en pausa y se activaran de inmediato al sentir sus largos y fríos dedos acariciar una de mis mejillas. No sabría decir si eso era un hombre o una bestia, su repugnante sonrisa 162


mostraba unos afilados dientes que parecían ser los mismos que los de una sierra. —…Devuélvelo… —susurró cerca de mi oído, como si aquellas palabras hubieran sido arrancadas de lo más profundo de su garganta. Fui incapaz de pronunciar alguna palabra por lo que sólo pude emitir un ligero gemido antes de que todo lo que estaba frente a mí se volviera borroso y oscuro. Cuando desperté, estaba en mi cama, con la misma ropa de ayer y con un tremendo dolor de cabeza. En ese momento supuse que había caído dormido al tocar la suavidad del colchón y no me importó quedarme con la misma ropa, por tanto lo que sucedió sólo fue parte de una pesadilla. Al ponerme de pie me tambaleé un poco, apoyando mis manos sobre el escritorio, sosteniendo todo el peso de mi parte superior sobre ellas, dirigiendo la mirada hacia el viejo reloj. Lo tomé de nuevo entre mis manos, sentándome en la orilla de la cama. “Tik tok, tik tok”, producía un ligero son. Entonces supuse que el golpe que le había propinado había hecho que se pusiera en marcha. Tragué un poco de saliva que pasó por mi garganta como si hubiera tomado algo con espinas, tenía la sensación de ardor y dolor, una sensación similar a la que se tiene cuando durante la noche se pesca una enfermedad. Observé detenidamente que la ventana del cuarto estaba abierta, era extraño debido a que jamás la abría, hiciera calor o frío, ésta siempre solía permanecer cerrada debido a la ridícula fobia de que alguien entrara por la ventana y que mientras dormía me asfixiara con una de mis almohadas sin la oportunidad de luchar por mi vida. No le di mayor importancia a lo que sucedía a mi alrededor, tan sólo traté de fingir que era un día como cual163


quier otro y comencé a prepararme para la escuela. Poco tiempo después bajé las escaleras, esperando encontrar a mi madre haciendo el desayuno y a mi hermano mayor tomando su maletín para irse a su trabajo. Pero no había nadie, estaba vacío. Todo estaba completamente pulcro, la casa parecía ser una de esas de agencia inmobiliaria, lista para ser mostrada al primer comprador incauto dispuesto a pagar el precio impuesto. En el momento en que salí y cerré la puerta detrás de mí, pude observar otra parte del mundo en que vivía. El césped permanecía verde, el cielo se había teñido de un color magenta y las nubes eran blancas como siempre, pero cada persona que pasaba mantenía sobre su cabeza un reloj de arena. Estaba tan confundido que por un momento me quedé observando, tratando de analizar aquello que estaba fuera de mi razonamiento. Di media vuelta sobre mis talones y quedé estupefacto, la fachada de la casa había cambiado por completo. No podía ser posible que de la noche a la mañana hubiera un cambio tan drástico. La puerta estaba cerrada por dentro y se negaba a dejarme entrar. —¡Mamá, abre! —vociferé en un intento desesperado por forzar la cerradura, gastando mis energías en vano, pues ésta se había negado a abrir. —¡Mamá! —volví a llamarla una vez alejándome de la puerta, caminando hacia el césped tomando pequeñas piedras y lanzándolas hacia la ventana de la sala. Pero nadie contestó. Esperaba ver salir a mi madre hecha una furia, gritándome que dejara de lanzar piedras o me las lanzaría ella a mí. Pero jamás salió, la puerta de mi hogar permaneció cerrada todo el tiempo. Por un momento me senté sobre el pasto a esperar que algo sucediera, que alguien llegara y me dijera dónde 164


estaba mi madre y por qué no me había abierto la puerta. Pero nada. Con una mueca en mis labios saqué el reloj de mi bolsillo trasero y lo miré detenidamente antes de abrirlo. Por fin se escuchaba, y ahora estaba metido en este embrollo. —Lo has hecho funcionar de nuevo —murmuró un anciano que se acercó cautelosamente por atrás. —¿Cómo?... —respondí extrañado al ponerme de pie. —Eso mismo pregunto yo… ¿Cómo lo hiciste? Me miró impresionado y al mismo tiempo mantenía en sus arrugados labios una sonrisa burlona que era imposible ocultar. Sus arrugas se hacían cada vez más pronunciadas, sus ojos eran un poco más hundidos y oscuros que al principio y los huesos de su cara habían sido forrados con la piel de tal manera que parecía ser un cráneo y ya no un rostro. —-Lo has devuelto… —¡Espera!, ¡no te vayas! Fue lo último que afirmó antes de desaparecer para siempre. En ese momento no lo entendí, hasta que el tiempo pasó. Mi padre había decidido parar el tiempo para evitar envejecer y de esa manera lograr que nadie a su alrededor tampoco lo hiciera. Por eso el reloj de la plaza central de la ciudad se había quedado así, inerte, congelado, sin avanzar. Lamentablemente las cosas no salen siempre como se planean, y el único objetivo que tenía que cumplir con el reloj de bolsillo que había heredado, era entregarlo, devolverlo a su lugar. Pero como todo cambió, la ciudad, mi hogar, mi habitación… en ese proceso se perdió la carta que recibí de mi padre, en la que debían estar sus ex165


plicaciones a todo este entuerto en el que me vi envuelto. Por eso nunca supimos que estábamos atrapados dentro del mismo reloj del que hablaban las historias de los ancianos de la ciudad, el mismo reloj que estaba detenido y que a no ser que se cumplieran ciertos requisitos, nunca volvería a funcionar, dejándonos congelados, aislados del mundo exterior, esperando un tiempo de cambio que, aún sin saberlo, nunca iba a llegar.

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN, 5 GANADOR, 9 Jehiel Mizraim Téllez Velázquez La carretera a Veracruz, 11 FINALISTAS, 15 PRIMERA MENCIÓN HONORÍFICA, 17

Rosa María Fajardo Zacarías, 19

SEGUNDA MENCIÓN HONORÍFICA, 25

Jorge Antonio Medina Trujillo El gato de Perenelle, 27

TERCERA MENCIÓN HONORÍFICA, 33

Susana Garfel Durazo Chuparrosa colibrí, 35

Alondra Selene Álvarez Madrigal, 41 Esta historia es de tiempos retrógrados, 43 Uriel K aede, 53 El néctar. La fuente de la felicidad perpetua, 55 Elizeth Ávila Fuentes, 63 Cinco copas de vino, 65 167


Patricia Carpio López, 69 Camila, 71 Jorge Esquivel Delgado, 73 Un jardín de margaritas, 75 Manuel Gómez Moreno, 81 ¡Concedido! La historia aciaga de Juan Jacinto El Nahual, y Martina La Loca, 83 Manuel Santiago Herrera Martínez, 91 La “b” de burro y la “v” de vaca, 93 Niño con calzones rosas, 95 Israel Jiménez Fuentes, 99 Una flor para mi amada, 101 Alexis Lozano Tapia, 111 Renacer, 113 Israel Martínez R amos, 121 El ángel de la nieve, 123 Luces y abismos, 128 Marco de Alarcón, 131 La niña de la escuela, 133 José Roberto López Franco, 137 De otro mundo, 139 Ana Maribel Rojas Esqueda, 147 Las flores de mayo, 149 Julieta Lizeth Santoyo Martínez, 157 El legado de un muerto, 159 168


AMIGOS DE EDITORIAL ARIADNA que colaboraron para que este libro emprendiera el vuelo

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Tepalcate Producciones es una asociación de dramaturgas, poetas, escritores, actores y directores de teatro, sin fines de lucro, que apoya a los escritores emergentes y todo aquello que pueda desarrollar la cultura de la escritura. tepalcateproducciones@gmail.com 57 61 62 03 Fray Velasco 195, Colonia Doctores, Alcaldía Cuauhtémoc, Ciudad de México 170


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