Entretanto 2

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entretanto 2



entretanto 2 Silvia Jurovietzky (compiladora) 2

editorial E d e r


Taller de escritura de Silvia Jurovietzky (54 11) 48 56 67 49 15 53 40 52 29 silviajuro@gmail.com Darwin 769, 5°D

Ilustración de cubierta: El Lissitzky, Golpead a los blancos con la cuña roja, litografía, 1919. Edición y diseño: Javier Beramendi eder Pavón 1923, 7°4. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Teléfonos (011) 15–5752–3843 editorialeder@gmail.com www.editorialeder.net


Índice P oesía Norma Benesdra........................................................... 11 Alma Brizi.................................................................... 21 Débora Dricas.............................................................. 33 Santiago Linari............................................................. 45 Omar Andrés Niño Méndez......................................... 57 Georgina Walker.......................................................... 73

N arrativa Mari Arévalo................................................................ 85 Adriana Banti............................................................. 101 Matiana Behrends...................................................... 115 Lore Berger................................................................ 129 Esperanza Casco......................................................... 141 Oscar Demus Tito...................................................... 153 Estela Escudero.......................................................... 169 Elisa Leniol................................................................ 179 Fabián Moauro..................................................................... 193 Julia Pérez................................................................... 211 Julio Scarinci.............................................................. 223 Liliana Tirasso............................................................ 241 Juan Telmo Zárate...................................................... 253


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Poesía

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Norma Benesdra

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normabenesdra2206@yahoo.com.ar 12


A cierto Busco caracoles en las playas que suavizan mis vueltas dĂŠbil zozobra frente al mar de brazos redondos sin estrujar encaro remolinos, mĂĄstil y vela el relĂĄmpago me ilumina lenta subo nube a nube y hago mi hogar en la tormenta.

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C aparaz贸n

sensible

Como en la madera el cincel la palabra dulce la mala palabra dejan su marca en mi piel.

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Un

jazmín

Carnosa corola se abre se expande en pétalos opacos de la intimidad perfuma mi sangre aroma de azahar. Y en vos el jazmín hace brotar espuma blanca de la bajamar la ola rompe y descansa. Un jazmín tan solo elixir y lecho delicia de amar.

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M aĂąana

de domingo

Con empuje leve tu mano de pan abre mi aliento hondos suspiros tientan mi mundo en ardiente abrazo te aventuras dentro labio con labio nos enlazamos ritos espasmos gorjeos el aire vibra en nuestro patio ÂĄdos pajaritos!

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C ĂĄncer

de mama

I Mascarilla de proa signo agorero cosido en el pecho solapadas bragas rodean el cuerpo bodega de miedos mareo y fragor las velas / los brazos sin ristras ni cuerdas las piernas / los remos la boya, el dolor. II Triste muy triste y extirpada podrĂ­a llenar el cauce de un rĂ­o profundo y dolido. Pero me seco un ojo me subo el anteojo y escribo.

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III Pobre cuerpo lastimado en la piel surcada los nervios estallan cicatrices donde el buen galeno socavó grumajos. Los brazos hinchados rodean el pecho sudoroso y vacío ¡qué carnicería! lanza profunda en el torso. Bisturí / bulto agrandado hincan a fondo los dolores tensión / milonga / rabia terrible la hora en que la muerte es hamaca en la cuerda roja golpe al orgullo de estar vivo. IV Muerte pareja diminuta apaisada oliendo en cada espacio la palabra que eluden las miradas. En carne viva me desplazo entre medicinas y almohadones con la verdad en la mano voy superando controles. El tiempo del bienestar aumenta de a minutos de horas a días a meses hasta que la vida despareja se vuelve a mi antojo y trabajo duermo bailo como antes del bruto daño. 18


C orredores Corredores negros vacíos de experiencia agrietados hacen agua las ratas gérmenes en las cloacas grises túneles de tierra seca hormigas y plantas enfrentadas la malla con el botín plateado los pescadores no escarmientan vuelven a los corales y sangran envejecidos íntimos vasos humanos de paredes delicadas en oficinas de dos por uno zumbidos pantallas y teléfonos pasillos inútiles humedad de los suelos fallida arquitectura.

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G eometría Guerra en la garganta cascajos malolientes del escampe las mañanas sin vos son finales sobre los muros circulares cilindros listos: se oirán estruendos de madrugada los paraguas se cierran no hay salida que pueda decirnos nada ¿acaso el ángel no escucha el grito de ayuda esta noche? ¿qué piezas faltan del cubo perfecto la esfera sana?

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Alma Brizi

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almabrizi@gmail.com 22


El

aguaribay

El viento ruge la tormenta no se rinde malherido el aguaribay jadea desde el suelo, se ha caído. Unos pocos estorninos se refugian en el ciprés calvo. Se hamacan furiosamente entre las ramas pequeños, inmaduros los frutos del damasco y los ciruelos. La cosecha fue en las vísperas apenas cuajadas las flores ya cayeron. Viene la calma, amaina el viento, la lluvia se mudó a otros cielos bandadas de patos dibujan ondas en el firmamento.

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L os

puentes

Sale a caminar y la traga el cielo el sol la abraza, le entibia el alma los pies descalzos por las húmedas hierbas la arrastran hacia el arroyo allí los coipos hincan sus dientes en la tierra y los teros sus agudos gritos alertan a las aves y se pierden entre las nubes. Los patos y su vuelo hacia el otro lado del alambrado donde mansas y exhaustas se deslizan las aguas. Una bandada de gallaretas dibuja letras en su rumbo al oeste el sol se va diluyendo. Eterna añoranza la invade de haber perdido algo y no saber que es gozos y sabores celestiales, teofanías. El último rayo de luz la empuja hacia adentro, abre la puerta, finaliza el sueño.

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B reve

cielo

Se abre el cielo y en cada nube formas locas y acuosas, me lanzo al vacĂ­o entonces pĂĄjaro un roce contra el viento perdida en el espacio atrapada por corrientes hundida en sus burbujas sĂłlo permanecer respirar y no ahogarme.

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Á gape Yo con vos tengo un romance que aspira a ser eterno brasa ardiente fuego inagotable. He probado de tus labios el beso perdido, breve sólo un toque alquimia indescifrable dolor, placer, amor. Yo con vos tengo consuelo porque sos dardo amoroso disparado al centro y otras sos desolación herida , desgarro, profunda lesión. Porque sos aliento susurrado es que me vuelves a la vida que sana, redime, eleva y santifica.

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O tredad Cuando hablamos de Él la interrogación es una respuesta insaciable Agua que deja sediento Luz que no despeja El gran Viento ha escogido a sus creaturas arrastra, en vano resistirse, libertad y fatalidad todo es y no es Presencia inefable. Hablamos de Él y el vacío arrastra al salto invita a la otra orilla sagrada confusión divino abrazo profano. Los ojos revelan nada más ajeno y nuestro ya no hay dos presentimiento el uno en el otro identidad original.

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O toño Tiempo de caída y cambio mañanas frescas y tardecitas que se adelantan. Primero un árbol languidece y luego otro, juntos van perdiendo sus hojas una a una, gotas de agua lluvia marrón, a veces dorada dulce, perfumada, crujientes murmuran con el viento se mezclan en las piedras el polvo y las pisadas. Las recibe el arroyo, las empapa de caminos recorridos a distancia hacia otros ríos y cascadas las arrastra y se deshacen en el fondo barriento y caudaloso alimentan a los peces se pierden en las aguas.

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A manece Invade la mañana el sol se levanta. En el horizonte las nubes lo atrapan y el rocío eleva una oración agradeciendo un nuevo día. El sudor en los cuerpos pega la ropa dibuja figuras esculpidas con formas deseables y suaves, la brisa se filtra entre los árboles hamaca y hace música, infinitos sonidos acunan el parque los pájaros no cesan de afinar. Los pehuenes rozan el cielo con sus ramas altas y crujientes e invitan a elevar las miradas hacia donde las golondrinas juegan y se lanzan en vuelo sobre la hierba apenas entibiada.

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A tardecer Cae la tarde y el sol se apoltrona sobre el horizonte. Los pájaros despiden el día hay un tordo de cola fina y larga. Desde la ventana veo como las ramas de los álamos acarician el cielo, un movimiento cadencioso y ondulante. Cada nube es única pincelada sobre el firmamento con el viento se van ágiles. El sol agoniza y luego se pierde rumbo a otros mares y tierras donde no lo encuentre. Las sombras cada vez más cerca se instalan cómodas sobre los blancos jazmines y las perfumadas rosas. La noche llega.

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L izzi No escucho el suave maullido estás muy lejos, te has ido, pero no como otras veces con regresos estudiados entre plantas y flores. No, te has ido muy lejos y me has dejado sola y triste. Tus ojos de cielo y de pasto ya no brillan ni destilan lucecitas en las noches perdidas en la oscuridad de un túnel, que desagota en el arroyo. Mi mano ya no logra acariciar tu melena de león minimizado. Hace círculos en el vacío y te extraña, Bello Lisandro como ninguno manso y dócil siempre listo para el mimo. Ronroneante y sigiloso te veo estirarte al calor de la mañana revolcándote en el polvo corriendo entre las matas para atrapar pájaros que te pierden. No lo sé, pero lo intuyo quisiste quedarte en el recuerdo pleno complacido, sin sombras ni nostalgias presente como siempre, cada mañana.

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P resencia Me gusta estar con mi soledad en un rincón del parque con los ojos bien abiertos y los sentidos alerta: los jilgueros con sus vuelos cortos, da la nota triste la torcaza y me arrulla, con un aleteo incesante el colibrí liba con énfasis las tardías flores del verano rosas, jazmines, azahareros. Me logro ir al cielo despejado y caliente, sobre la copa de los árboles una nube perdida. El zorro se estira como un guante atraviesa la cerca y se pierde entre los pastos altos. Huele a miel, a menta dulce junto con la albahaca perfumada de la huerta. Las calandrias picotean los frutos y caen a medio madurar. Corre veloz la liebre y se acerca al arroyo casi seco que humedece el pasto en su recorrido lento, manso. 32


DĂŠbora Dricas

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mdedricas@yahoo.com 34


P or

la piel de la imagen

I Cicatriz de papel y arterias grafismos rompen el plano para llegar al lunar de la noche sin nubes Sobre un dibujo de Catalina Chervin, Serie: Los Poemas, 2006, pluma, l谩piz y carb贸n.

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II En una transparencia algodonosa la cortina acaricia espesamente. Una melodĂ­a tenue pliega y despliega. Un color un toque pĂĄrpados cortas vibraciones. La imagen mima a la mirada, es papel secante captada por el ojo. Sobre un cuadro de Bonnard, El taller con ĂĄrbol de mimosa, 1935.

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III 1 En la pared las imágenes proyectan el horizonte acerado. Los huecos están ocupados por las sombras. 2 El alambre atravesado por el tiempo Recorre al espacio el espacio. Sobre una escultura de Gego, Esfera N°5, 1977.

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IV La sombra de la madurez, con tocado y volados, avanza. Su mano izquierda acalla la voz masculina de su vientre. La acompaña un pájaro pequeño, una entrañable mascota. Pertenece al bosque. Una penumbra espesa envuelve su andar. Se filtra un resplandor que ilumina el contorno de los árboles. Se detiene, con los ojos bien abiertos frente la puerta; allí espera un joven emplumado, de rodillas desnudas y bolsillo en el cuerpo. Él pinta, con la música en el corazón. El violín es caja de resonancia que interpreta su latido. Está en su hogar, una habitación verde, tapizada de musgo. Un artefacto a la derecha duplica sus manos y una lupa interpreta su mirada. Es delicado y suave para representar a las aves que lo circundan. Con los ojos entornados escucha la bisagra. Él es suave para dejar pasar a la madurez cuando avanza. Sobre dos obras de Remedios Varo, El Encuentro, 1962 y Creación de las Aves, 1957.

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V El ojo izquierdo aparece me sigue, no pestañea, tal vez el ojo de Horus. El hambre, los desastres sin aliento lo congelan. El párpado, la ceja se desvanecen. Queda una piedra de color sin vida. Sobre una obra de Julián Teubal, Panóptico, 1992.

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VI El rodete frontal, un tercer ojo. Así el peinado acompaña a cuatro pupilas que posan con labios cerrados. En la base del cuello repta una mano verde, en el hueco detiene su pulso laxamente se apoya. Sobre un cuadro de Aida Carballo, Los Otros, 1981, serigrafía color.

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VII Es un espejo. Llora una mujer allí dentro. Está en el destierro. Rodeada por un jardín de árboles de flores de arbustos reclinada sobre una piedra. Las lágrimas son la casa la familia, el destierro. Se vuelven espejo convexo ojo de buey para quien lo mire. Sobre el recuerdo de un cuento de Bioy Casares.

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VIII Penetra al papel. Es recibida en un cuerpo que sopla. Se expande en trazos a la punta de un lápiz roto. Las líneas transpiran por la piel de la imagen. Sobre un papelito de la colección Cosas inútiles de mi amiga Mercedes.

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IX Sentada a la usanza egipcia garabatea cuerpos de aves recortados una golondrina y colas de serpientes abreviadas. Sobre una tรกbula rasa florecen. Rastro en el granito negro silueta del olvido de un recuerdo. Sobre una estatuilla egipcia, El escriba sentado, entre 2480-2350 a.C.

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X Las flores aparecen en burbujas microsc贸picas. Se arremolinan. 驴M贸rulas humanas que luchan por nacer? Atr谩s un fondo estanco vibra en verde y amarillo. Con formas espiraladas el violeta se enreda. Sobre una obra de Mercedes Mainero, Mundo Achaparrado, 2011.

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Santiago Linari

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slinari@hotmail.com 46


H abitaciones En las alturas siempre los ruleros, la forma de atarse a un mundo sinuoso para contemplar las palabras en los espejos. Y cada resquicio donde la realidad se aglutina alrededor de un tajo sumerge el grito como si anduviera perdido entre las sombras por una ocurrencia grupal de rostros circulares en las vencidas comarcas. Nada de lo que acontece fríamente alrededor del círculo naufraga de forma indeterminada a la altura de los poros, por más que le busques un sentido, no lo tiene, salvo la necesidad de deletrear oraciones y frases sueltas para permanecer atado al agua de los inodoros en el aroma viciado de la mierda. Así es la soledad. Tiene el sabor amargo del cacao, la dulzura sin igual de un panal blanco lleno de miel como las aristas de un encofrado ciega la permanencia del duelo inconsciente por un sueño interminable de túneles y cordones umbilicales, música del centro del cuerpo para agasajar el alba, los quince años de la doncella y un marco de atroces latigazos para esperar en la cadencia de los estertores el momento final del muerto. Todo tenía que ser inventado. Las armas replegadas dejaban sobre la herida un tufillo de pus. El mundo con sus miserias se tomaba la revancha, no había más hambre ni injusticias, podíamos dormir tranquilos sobre la utopía. La realidad era como una gran lotería llena de tampones rojos y de breves citas. En todas partes se cocinaba el mismo guiso. Por eso, en medio de la batalla se me caían las hojas del cuerpo de tan amarillas y secas. Nada se me ocurría. Me pinchaba como un globo, me secaba como un durazno. Y en los grandes ventanales descubría el tiempo silencioso del placer, las ondas sumergidas del alivio como quien teme la espesura o la delgadez del viento su rostro de milpa, su sabor de granada con sus rojos carmines.

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Vacío estremecedor del tiempo. Cuenta de las blancas paredes, de la prisa. El desnudo tiene un presente y un futuro, templado como una guitarra, cuerpo para acordar las huellas del viento, del destino, de la libertad humana. Desnudo para reír a la vida, en el templado acero de la piel sin huellas de disfraz alguno auténticamente viviendo sin citar a nadie. Cuerpo que ha sido molicie, batalla, guerra estremecedora, penumbra, aniquilación. Cuerpo que ha sido terror para pasar a la vida, desde el morir, aprendiendo. Nudos que desarman todo vestigio de oxidadas armaduras, cuerpo sutil de la piel abrazando el mundo, el nuestro, que contempla horizontes, en esta habitación, bajo las luces, descalzo. Y hay una música que trae la orilla, la arena, el mar a esa conciencia que no se entorpece, y mira abismada en la belleza, plena metáfora del espacio abierto, la luz. Cuerpo que anduvo a las arremetidas, suplicando favores, padeciendo tristezas, arrastrando aquí y allá su inoportuno vivir, cadenciosamente, rozando el frío, susurrando el alma, con el espíritu del hierro atravesado, de la carne despedazada, si. Fría y herida. Y la oportuna felicidad que llega con alegres maletas en viejos tiempos. La felicidad que toma por el atajo más innoble, en tiempos de hambre. Para decir adiós sin rumbo se inventa el porvenir. Hay calles vacías, amplias, abiertas, calles habitadas por el tiempo, por la mordedura de la vida, comiendo agitadamente el presente en ese baile incesante del ansia de paz, del ansia de mundo. Conciencia de despertar a la vida en la eterna muda salvaje de lo que sucede alrededor, cuenta irremediable entre la creación y la destrucción, conociendo y ampliando la posibilidad de nuestros pasos, de nuestro pulsar la realidad viviente con la voz.

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Un golpe de silencio en la soledad estrellada, cuando el obturador de la máquina se cierra y los espejos reflejan la mirada que hay en todas las cosas y una voz y un látigo para ser palabra en el cuerpo, para ser abdomen oscuro vertiente del sol en el plexo la dicha esta presente en el pesebre anarquista despide ángeles como vacas y árboles navideños en tiempos de andar con los pies descalzos sobre la tarima y porque no el gusto de la hierba y la luna iluminando el recodo donde se viste la gasa de seda , la vela imprime su lluvia de llamas abiertas , su sonido cadencioso y todo es clamor de voces y gritos emocionales junto a las bandurrias del sentimiento, ahora que viene la inspección , en este discurso intercalado de sentidos, pelando la naranja del automatismo surge el riñón virgen de una silaba profunda como las venas y es América Latina y es tierra que se deja balancear y poseer por los genitales de dios en la pobreza de sus yuyos, en el rastrillo inconmensurable de sus campesinos y sus remolachas para cazar golondrinos, saber del perfume seco de los potrillos, el ritmo acanalado de una mala andadura para inventar el oficio, reinventando el sentido, tratándose de un sentimiento, dejar que aflore libremente la letra, el conjunto de frases imaginarias, con su sintaxis perforada , su delirio perfecto en los andariveles de la cita, gatillando los predicados de toda gramática que entorpece y se entromete delicadamente con los pies en el agua de la piscina sobre la sangre oscura derramada.

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Déjate llevar. El corazón templa cada momento de tristeza. Dividimos los pasos en series. Aguantamos la tarde recuperando el aliento, rellenando con palabras vacías las voces acopladas del miedo, en un rincón donde se alza la melancolía como una bruta intemperie de pájaros hambrientos. De mas está decir que te llevo a un lado del cuerpo, como un jinete que deja escapar la osamenta del vértigo, en el azar de las cosas dichas, la oportunidad de reconocerse en un sueño; como si golpearan los caballos con sus cascos el sonido de la muerte que se acerca la última piedad quitando el mundo a tirabuzón como quien barre la pintura contemporánea y ensambla un juego de significados aparentes, escritos en el cuerpo con una pluma llena de sangre. Tras las persianas amanece y la luz deja que el mundo se vaya replegando sobre los dedos mientras escribo, en este silencio de palomas heridas es como si las tinieblas acecharan la voz inquieta de los cañaverales para dibujar el mapa del artista que se reconoce en cada sílaba. Mejor poner un dedo en la sutil componenda luminosa del día que se acerca y gritar con una voz simple el arrullo de otras mañanas, arrullo protegido por los abrazos y los besos de una compañía viva como el brillo de un diamante o la inflorescencia tardía de un malvón. Esto que se parece al hambre, esta soledad, esta inquietud, esta zozobra y relampagueo deja los platillos vacíos, hiela todo momento de inspiración, se lleva lo que queda, el resto de las mañanas atoradas en el retrete. Es cuestión de ritmo, de falta de melodía en la vida, cuando algo se quiebra y hay un perfume amarillo que sabe a lejía, un adorno de los olores de la mierda como vencido o atrapado en un cubil lleno de serpentinas. Mientras otros se divierten de falsas diversiones yo me acomodo y busco en el confort la ciega muralla de la palabra escrita que me lleva hacia el cuerpo 50


derramado. Es hora de terminar. El imaginario sobrevuela la nada con sus arenas y sus pájaros. El arma robusta de la escritura señala cada silencio para quedarse con la bandera elegida al azar una maraña de pezones rojos , un pecho de verbena se queda boquiabierto en el mismo templo de los santos desnudos donde hablo de una eternidad sin consuelo que sería fruto del karma mas noble, algo así como la presencia socavada del espíritu en el cosmos y sería la nada , el misterio del tiempo y del espacio.

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Como un vómito de la gran ciudad y todos sus pelos alambicados y sus viejos malabares de hambre para esquivar al público que atenaza una matanza silenciosa, para tomar partido y redimir el futuro y cocinar para un presente fino, lleno de lentejuelas y necesidades, el muro que aplasta la locura no dice nada de estos estorbos, de estos sucios vencidos, tragedia que teje con sigilo la libertad, donde hay espuma para vestirse entre cartones y una leche agostada que deslumbra en tiempos de carnaval al compás de los flautines; mejor si se tratara de un nombre y un par de zapatillas para esos pies descalzos , sangrando sobre los mosaicos a la entrada de un banco. Y aprender que de tanta necesidad todo se hace innecesario, fútil , lleno de arrepentimiento, como la cola de acoplar en los pavos reales, su maíz lleno de estampa , el miembro contra la luna atascado en el agua de sus manos, por un deseo cada vez mayor de verse reflejado en la tempestad. El niño se hace grande y entra por un salón lleno de escamas. Cada enfermo es un buque con hierros torcidos, con una boca ancha por puerta, la cabeza una gran chimenea llena de humo se trata de una pintura que apenas puedo relatar. Un caos soportado por una caja de monobloque con ventanas enrejadas. Los hombres apenas pueden cargar su debilidad; fracturados, sus cabezas giran sin ton ni son como un viejo molinete. Hay retratos, hay pelucas, hay relojes. Y al galope va a estrellarse contra el viento como un quijote, se estrella contra la niebla de su nombre, su origen, su clase y en cada apostadero encuentra una prostituta que lo espera jugándole al juego que más le turba, el deseo que se hunde en el corazón como una botella, como un anzuelo.

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Como el silencio de un sauce se abre el campo, la laguna donde todo se precipita, los payasos del tiempo, la bandera del aire inflamado; esa visita que hace la tarde en las heridas dolorosas, como inquietudes o salvaciones. Me llama la constancia lunar de tu sonrisa, una leve compañía como el agua, las manos quejosas, el desierto que se instala en el vaivén para describir el espacio interminable de las praderas, centella que cabe en la mano de tu cuerpo, en la hondura de tu soledad donde yo habito Y es en esa extensión donde necesito de la vida para no quedar atrapado en una ficción de pastizal. me ubico en el espacio justo de tu medula, en el lugar de mi nacimiento, para explorar las palabras, el territorio de la conquista y ese silencio insípido que va abriendo como en una náusea las paredes internas , la raíz de tus zanahorias, para una obra de teatro que me representa en la mirada de la yegua, única madre viviente que galopa en el sentido de mi libertad para escoger el latigazo, el punto muerto de este arranque como si todos estuviéramos en un roce de pellejos , salvando el cuero en las guaridas.

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Hay algo que quiero decirte. Alguna vez soñé con millones de hormigas derrumbando el muro del hospital y los médicos con trajes blancos y escafandras volteando hormigueros con insecticida, trastocando el rumbo del caos mientras los enfermos en el jardín sacuden sus miembros poderosos en las letrinas, sacando gotas de orina donde caen los pelos y los flecos de la realidad que es un espejo y una pala y una palabra malgastada que se da a los buitres con el olor podrido del corazón. No te lo había contado antes la realidad es un tejido fantástico que corre por dentro de la bruma con sus arañas y sus pájaros. La veo torcida, temblando, en pleno movimiento ascendente, como una ola, marcando con letras invertidas el rumbo que traza un señuelo. Y me fugo embarazado de deseos y fantasías a un planeta cuyo dominio acecha nuevas aventuras dentro de mi cuerpo. Mi pie se subleva. Mis ojos atrapan al vuelo como lenguas a los moscardones y la luna cubre de néctar mis labios para parecerse a una sombra siniestra. Dentro de mi ser una luminaria de rostros y carteles, de sublimes imprecisiones, acontecimientos de un renacer acuático, centellas de oro, mentes que derrochan su artificio.

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El karma es fruto prohibido de una flor de azar, movimiento eterno del pensar entre sueños azules, acontecimiento de una pradera, de un destino de girasoles y semáforos de tranvía en las huellas perversas que deja el sol. Esta noche quiero abismarme en la unidad multiforme de una gaita que suena a través de la emoción llana, como una pluma invertebrada queriendo regocijarse en el bebé, en su terca fragilidad de grito y estiércol, en su alza de penumbra y cera cuando sobreviene el invierno con las estufas y los ovarios. Suena el alpiste como si fuera un pequeño color de siembra o monigote entre alamedas y cuerdas de secar la ropa, lavaplatos y madrigueras; porque en los sueños todo se mezcla, el sonido de una campana con el grito del terciopelo inundado de negros y azules entre hospitales y coimas ventajeras, donde huye la policía del adiós y se queda Satán con tu nombre para hacerte mil agujeros en la ropa y arrugar el vientre tendido como alfombra o reloj del viento en esas noches agitadas en que la llanura es como un abrelatas que tose entre la mierda figurándose bendita como un rascacielos o una pala juego con los objetos soy un fabricante de recortes, de tijeras de plata para tusar caballos de esperma con sus lubricantes y sus grandes mangueras de orinar dentro de los corrales entre los horneros y los gatos, yo me asemejo a la pequeña bestia escribiente que deja la realidad destrozada en un tubo de dentífrico.

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Omar Andrés Niño Méndez

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romha_z@hotmail.com 58


H umo Si supiera contar diría con certeza cuándo inicié este escrito. Sé que no fue hoy ni esta semana ni este mes. Fue otro el lugar y me pregunto ¿yo di la partida? Han pasado los días, varios ya los cuento con los dedos de las manos de los pies y no me alcanzan. La ceniza se consume con lentitud un color ocre de escama llega a la uña la corteza de piel indescifrable en la única superficie que alumbra.

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En

la carne

¡Cuánto duran los nombres en estos silencios revestidos de presencia y de tacto! Un canto los sacude como mueble viejo chillando desde el grito mismo desde la espera que los arrojó al olvido ¿Y qué traen, un poco de madera seca? Historia de los muebles viejos: la madera y el polvo que la cubre En ella está la carne que hace falta.

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P rimera

luz

La vida de las olas los huesos que sostienen noche oculta en caracoles La furia de las olas los ojos en el brillo sal bajo un aliento de piedra

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S egunda

luz

La luz significa eso: luz se apaga aliento que se mece en ramas labrando por canales el rocĂ­o urdir de mirlos en el refugio de la tarde un cerezo de hojas amargas y flores de otoĂąo.

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P asaje i

La tierra que se desprende bajo el aleteo de las hojas creciendo en el tiempo liso de su ala

ii

El minuto desaparece en el aleteo de las ramas que persisten ante el vuelo inminente del gusano que sostiene el suelo.

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P rimer

extraño

En la mesa ve el trago que abandonó el último visitante ahogado en aguas tranquilas De esa forma, sale del mar y adopta un diablo doméstico.

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S egundo

extraño

La sombra delineada en el suelo se alarga y se contrae, descansando con rigor A diferencia del eco, que no siempre esta allí digo, en el callejón Solo hay que dejar que asomen las ratas para que se acomode Al escucharlo se puede pensar en un pájaro levantando vuelo O en un saxofonista de gafas oscuras a un costado de la plaza, tipo 5 p.m.

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T ercer

extraño

Sueño frailejones canto que se pudre en la tierra y es tierra tiembla mi voz y es el nombre se pudre con los otros a la orilla del cuerpo. Bajo estos ojos ¿cuáles son mis manos a la orilla de la voz? su culpa crepita en los nudillos aferrando la piel que flota de quienes han ido. Ya desnudos ¿qué habremos de ocultarnos? él me dice, o yo a él: “no era esto, nunca fue esto”.

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F ábula Hubo entre diversas gentes el comentario que en los ángeles no había que creer, mas cuya existencia era una certeza sin mácula alguna. Una madrugada, de camino a las afueras, a uno de ellos se vio, sobre la empedrada de un lago, ejercer caricias impúdicas con arreglos de miembros emplumados. Como castigo, le fueron cercenadas sus gloriosas alas y la luz celestial pasó a ser suelo yermo. Ahora este mortal, que guardó con capricho su antiguo juguete divino, lo amarra a una vara y vuela el cielo: retador, tentador, obsceno. Hay aún quienes aseguran que busca en retozo por el descampado para besar el salvohonor de un macho cabrío.

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E scenario Todo semeja algo. Y hay buenas o malas comparaciones. Basta con mirarse los ojos al espejo y preguntar ¿qué hacemos aquí? Ella andaba un poco sola. Al comienzo no, pero en ese momento aún no era ella. Un martes la trajo, pasado un largo tiempo, con la soledad en la voz. Antes, lo único visible aparecía por algunos agujeros que dejaba el óxido de la ventana, en la que se colaban hilos de luz y viento. Hasta ese día únicamente una araña aparecía cada tanto para irse al día siguiente entre trapos sucios. La simulación fue perfecta. No al comienzo, cuando aún no éramos nosotros. Al entrar en mi habitación, quedó en un rincón y nunca más la encontré. Quizás esa fue la señal que le indicó el fin de su tristeza. Pero faltaba mucho para saberlo. Luego de varias noches temblábamos, sin saber el uno del otro; la araña nos atemorizaba hasta hipnotizarnos. Alguien abrió la puerta. Al fin nos mirábamos por primera vez. —¿Qué hacemos aquí? —pregunté. Y aunque era una pregunta verdaderamente estúpida, tenía la sensación de estar en un escenario vacío, lo cual era aún más estúpido, repitiendo en medio de movimientos torpes y destellos de luz ¿Qué hacemos aquí? Antes de irse, tomó la araña entre sus dedos y la expulsó con un pequeño soplo. Las cosas volvían a ser como antes.

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G ente

de montaña

1 “Con el agua hasta las rodillas. Su abuelo”. Eso recordaba mi papá, cuando el abuelo limpiaba canales a la orilla de la carretera. Lo decía mientras hacíamos el camino para visitarlo. Eran dos horas a pie y pasando por allí lo mencionaba; metido él en la canal, decía, sacando barro y maleza para que el agua corriera al valle. Dos horas las hicimos por varios años antes que el recorrido se hiciera en auto. Dos horas y habíamos llegado; sentados a su mesa, junto al fogón. Desde el patio se veía, a lo lejos, gran parte de un inmenso valle. El recuerdo del abuelo: de pie, mirando el horizonte. —Hasta la Balsa —indicaba mi padre. Entonces paraba el colectivo y bajábamos en La Balsa, ubicada en el Valle de Ubaté. Todo un valle que a lo lejos se veía dividido en parcelas cuadradas y, al lado de los caminos que las atravesaban, canales por los que se ramificaban zanjas para llevar riego y dar de beber al ganado. Por tramos, se caminaba a pleno sol y en línea recta, luego, la ruta se enredaba en caminos remarcados con el paso de otros caminantes, para dar inicio a la subida por el monte. Justo allí, ocultos entre eucaliptos, se veían los muros apenas en pie de una antigua casa. Papá se detenía por varios minutos sin pronunciar palabra. Antes, no solo recordaba; con voz lejana, como si no fuera con nosotros, nombraba recio “la cocina”, y señalaba un lugar. “¡Ay, padrecito!”, y una breve risa se colgaba a un gesto de nostalgia. Con el tiempo, papá, ya no paraba ni decía nada de los muros caídos de la casa en que vivieron. Mientras vivió, el abuelo, se adelantaba al latido de los perros, atravesaba el patio y allí estaba, como si no se hubiera movido desde la última vez, como si llegaran noticias de abajo. 69


Él, sostenido en su bastón, de sombrero negro y el cuello apretado con el último botón ajustado de la camisa, la paciencia de haber esperado recorría lento el avance de unos cuerpos que, de lejos, apenas se movían en los linderos labrados por la memoria. 2 Sentados a la mesa él sirve dos copas de vino. Entré a la casa, me invitó a pasar, paró y señaló un lugar. La silueta del hombre temblaba sobre las aguas que corren junto a la carretera; viejos viñedos se extendían a lo largo de la campiña. Perdido en el camino. Caminé hasta perderme. No he salido más allá de las fronteras que demarcan mi idioma, no he pisado otro suelo. —Señor, ¿qué ruta lleva al pueblo? —No responde. Hago señas. No responde. Con un pantalón de tirantas, un mono, no sé, algo que se ponen para su oficio. Dobladas las mangas del pantalón hasta las rodillas y de la rodilla a la planta del pie desaparece el resto de sus piernas en agua enlodada que limpia con una red. También tiene un sombrero ancho que no le deja ver los ojos. No hablamos mucho, nada. Solo algunas señas, pero entendí que su casa estaba retirada y que me invitaba para beber algo fresco. El rostro cubierto por la sombra del sombrero, una camisa a cuadros ajustada hasta el último botón, gotas de sudor resbalando por el cuello. Arrugado, viejo, algo de barba. Siguió en su trabajo a pesar de mis fallidos intentos por saber el camino que me llevase al poblado más cercano; levantaba el sombrero un poco y miraba de reojo. Continuaba con su malla, la varilla que servía de soporte sostenida con fuerza, una varilla que doblaba su estatura en longitud. Una y otra vez, empuñando con fuerza y girando lentamente. El agua a las rodillas. Paró y me señaló un lugar. Luego, lo seguí.

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F iesta

nocturna

Recuerdo cuando los gritos transitaban las calles y me gustaba visitar a la bella dama con su niño en brazos. Algo, tanta cruz y sahumerio, las velas; algo daba la atmósfera. Sin embargo, nunca dejaba el tono que le daba su vestido y ese gesto que me provocaba tanto. Estaba allí durante horas sin que sus ojos admitieran algo. Por momentos, entraba en el juego y no me faltaban halagos para tan estrafalaria ambientación. Quise ganarme el calor de su canto, pero solo fui la misma palabra durante tanto silencio. Mi palabra ya no valía más que los gritos que rondaban. Recuerdo aquellas damitas, las risas que brillaban en su pelo, era como si el viento amasara su carne. Su fuego duraba lo suficiente para encender el primer cigarrillo. Las visitaba en la tarde para que me contaran la primera noche, ¡siempre la misma! Cuando no hablaban, bailaban. Íbamos de bar en bar, pedíamos solo un trago hasta agotar cada sitio, el alba bebía su canto sin avisar un nuevo rumbo. Lugares que no existen se destejían anunciando la ausencia. Por caminos empinados, recuerdo, borrachos rodaban después de haber desocupado su mente. Subíamos hasta pasar la última calle: dos tiernas hermanas esperaban en el bosque. A veces dejábamos pasar las horas entre cervezas, rodando cuesta abajo, enrollando un par de labios para el siguiente domingo en la tarde. Luego, el fraternal oficio: primero, adornábamos sus cabezas con yerbas aromáticas, cuidando en dejar intactas las ramas. Hecho esto, las piedras chocaban hasta conseguir el verde en las pupilas. Entre risas, bailábamos sobre luces desnudas que escondía la ciudad a nuestros pies. Algunos me recuerdan; tropezamos en cualquier esquina y me hunden el dedo índice en el hombro. Si el tiempo apremia mejor les dejo el hombro: prefiero ésta pérdida a dejar que los viejos recuerdos traigan otro cuerpo. Cuando el olvido cae se puede hacer sonar una puerta o 71


libar en antiguos altares. Froto mis ojos en una plegaria para caer en el asfalto nuevamente. Abro la corteza como gotas de horizonte. Hay cosas que no recuerdo y de las que sĂŠ por algunas cicatrices, como la noche en que mi pierna se quedo prendida a los colmillos de una manada de perros callejeros. Alguien me dijo que, ademĂĄs de mis gritos, se escuchaban copas y el toque de una puerta.

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Georgina Walker

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georwal@hotmail.com 74


D esamor Espectros ahumados dibujan tu mirada entre silencios antes fuiste muro contenedor, ahora sinuoso laberinto. Rutinas ajenas alargan la espera nos apartan del torrente amoroso que entibi贸 nuestras orillas lapidan el ritual inacabado de dos almas. En la rosa hoy veo espinas y un viento helado me alcanza y lastima.

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Escriba Estoy condenada a pensar por eso no escribo al oĂ­do me dictan los sabios y no recuerdo mi mano arrugada de recientes lunares y piel traslĂşcida encoje las ganas cĂłmo empezar a escribir ahora que tengo la mano vieja

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El nido vacĂ­o Es el verso una tijera que poda mis hojas secas por los hijos, para que tanto no duela el humo en el cenicero simula disolver mi pena y esconde la soledad disfrazada de prudencia el eco de sus voces aĂşn se escucha y se aleja despacito, me va alcanzando la ausencia. Ahora el sonido es otro, el silencio da una tregua la canilla gotea y empecinada me observa.

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E namorada

del muro

Gajos impacientes se abren y buscan recovecos por donde llegar a vos, necesito sostén. Quiero trasmitirte calor y a besos romper tu fachada sólida y melancólica. Mi tallo se contornea empecinado en fundirse en espacios infinitos, ramificaciones indolentes te invaden y se entregan confiadas en un abrazo interminable, extensiones curiosas te recorren, adhieren a la estructura húmeda. Vas abriendo espacios para elevar mis hojas mustias. Algunos gajos suben y encaran al cielo, otros bajan para recuperar la savia amorosa. Entregados al milagro, la naturaleza estalla en su esplendor sin sombras, en esta tarde otoñal. Nadie detendrá la cadencia que nos envuelve. El sol reverbera su luz en el muro y somos uno.

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Un

papel de caramelo

Estoy en un ascensor atascado entre dos pisos. Sola. Me siento en el suelo, espero, pero el tiempo no pasa. Alguien vendrá, pienso, pero no, los domingos nadie sale de sus casas. Miro el piso de goma, hay pisadas de hombres y de mujeres, alguna de perro, pelos, un papel de caramelo, un botón y yo. Yo sin salida, sin un lugar por donde escapar de los pensamientos que aparecen y desparecen. No puedo pararlos. Me desesperan. Con la cabeza entre las manos, sentada en posición de loto, miro el papel de caramelo. Lo miro fijo. La quietud duele. Lloro, con un llanto hondo. Por mí, por vos, por este silencio que me recuerda al tuyo, por mis hijos que se están yendo, por los años perdidos, por los ganados, por nuestra historia, por los poemas, por los amigos que no están. Por mi padre que se fue sin avisarme, a los dieciocho cuando no tenía idea de quién era Edipo. Y mi madre, que también se fue cansada de que no la comprendiera justo cuando empezaba a hacerlo. Por mis uñas despintadas y el dolor en el hombro, y el precio de la carne y mi trabajo y por... este ruido salvador a turbina que arranca y me deposita en el octavo.

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A lumbramiento

A Inés

Transpiro trémula en la febril espera; quiero seguir siendo sólo yo pero ella insiste mientras ondas sedosas se adhieren a mi cuerpo exhausto. Su energía me atrapa y ya no existo; el grito estalla en la garganta sedienta. Éxtasis y muerte convergen en la hora previa. Temo pero resisto. Algo mío desaparecerá inevitablemente. Me llama. Escapo. Vuelve a llamarme; la realidad seduce más que el encuentro con lo desconocido. Ella flota en aguas mansas, indiferente a mi lucha por retenerla y me anima a dejarla salir de su inocente y cálida guarida. Irrumpe decidida, envuelta en láminas de extenuado plasma. El descanso anticipa el asombro y tentáculos impacientes disuelven la agonía, la abrazan y contienen. Ahora el miedo es otro.

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A grupación

dispar

Me siento en el bar de Corrientes y San Martín y pido algo fresco. El calor aprieta mi cerebro pero lo siento en los pies. Busco un lugar cerca de la ventana y observo toda la gente que pulula como hormigas por la ciudad. Caras de me duele la muela, hoy tengo que vender aunque sea un pasaje, si no consigo este trabajo me voy al sur, es un turro me las va a pagar, me tiño el pelo o sigo con este aspecto de bruja… múltiples caras y cuerpos que se me vienen encima. Tomo de un trago el contenido del vaso que me sirve el mozo y vuelvo a mirar por la ventana. Ahora veo zapatos, sólo zapatos, negros, marrones, blancos, verdes, de taco alto, de taco bajo, nuevos, gastados… caminan en todas direcciones, algunos se detienen indecisos, otros esperan cruzar la calle; se mueven nerviosos para adelante, para el costado, se detienen, retroceden, vacilan. Giro la cabeza y miro al interior del bar que ahora está vacío, todos se fueron dejando allí sus zapatos. De repente una horda de zapatos entra sin que la puerta vaivén se mueva. Se dirigen hacia mí. Todos los que antes vi en la calle vienen a increparme. Con lo poco que me queda de cordura, dejo la consumición y escapo tratando de esquivarlos. Finalmente, con mucho esfuerzo, puedo salir a la calle donde millones de ojos me observan.

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Narrativa

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Mari ArĂŠvalo

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arevalomari@gmail.com 86


La

puerta

— ¿De qué año sos? —me pregunta una preceptora. — De quinto —contesto con timidez. — Ubicate en la última fila, cruzando el patio. Camino, tropiezo con una señora rubia que me fulmina con la mirada. Una mujer muy perfumada casi me da un empujón, la esquivo a tiempo. Cada vez que estoy más alejada de la entrada, necesito ver la puerta. Es casi una obsesión que tengo, me pasa desde que quedé encerrada en el baño de mi tía. Estoy al borde de un ataque de claustrofobia, mi corazón late asustado. —¡Señoritas formen y cállense! —la rectora impone su autoridad. Las filas se ordenan y las voces cesan. Un rumor grave, preciso, rompe el silencio. Me paro en puntas de pies y miro hacia el sitio de donde proviene el sonido, entonces la veo cerrarse, majestuosa, formada por dos hojas de madera lustrada, con un postigo cada una y sobre sus vidrios ramilletes de flores en variados tonos, que se proyectan en múltiples arco iris. Enorme y bella la abertura de roble capta toda mi atención. —…. ustedes deben ser ejemplo, modelo, son las futuras maestras argentinas. Es lo único que escucho del largo discurso de bienvenida, luego hay aplausos y felicitaciones. Nos conducen al salón de clase, es el primero sobre el lado derecho del vestíbulo. Antes de ingresar la preceptora nos advierte: —Las ventanas dan a la calle y deben permanecer siempre cerradas, para evitar ruidos y distracciones. Tienen permitido dejar abierta la entrada, así el aula se mantiene ventilada. Al ingresar, la mayoría de mis compañeras se disputan los bancos ubicados al fondo, yo elijo en la primera hilera el mejor lugar para poder ver el patio interno y el acceso principal. Con los días empiezo a distinguir la variedad de matices y formas que los vitrales de la puerta dibujan sobre el piso, según 87


pasan las horas. También logro identificar los distintos sonidos y movimientos que produce. Fantaseo que están relacionados con la simpatía o el rechazo que le despiertan las personas que la atraviesan. —¿Pudiste aprenderte los nombres de todos los ríos? —me pregunta la del banco de atrás. —Necesitaría unos minutos más para repasarlos, podría llegar un poquito tarde la bruja, pero es tan puntual… —No te hablo más para que puedas repasar, porque ahí está llegando. Detrás de los vitrales puedo ver la silueta de la amargada de Geografía, algo pasa con la puerta, las bisagras se tensan, crujen. Su base roza el piso, se traba de tal manera que entre la portera y la profesora deben empujarla. —Tienen que arreglar esta mole, avise a mantenimiento —dice mientras se dirige a la rectoría. Este incidente demora el comienzo de la clase el tiempo suficiente para que yo termine de estudiar. Apenas suena el timbre, salgo del aula y veo a la puerta abrirse ágil y generosa para darle paso a la de Música. Me acerco, algo me impulsa a tocarla, mis dedos palpan las rugosidades de sus tallados y sienten la tibieza de su madera, vibra, retiro mi mano asustada, me alejo temblando. Esta necesidad de tener siempre a la vista una posible salida, se está convirtiendo en una aventura extraña. Los días pasan y logro interpretar las señales que la puerta emite. —No vino el pelado de Matemáticas —le digo a mi compañera de banco. —¿Y vos como sabés? —me pregunta. — Porque no escuché el ruido. —¿Qué ruido, nena? —No importa. —Mirá que sos rara, ahora entiendo porque nunca te enterás qué hay de tarea, si te pasás mirando y escuchando la puerta. 88


Entra la preceptora y anuncia: —Alumnas, hoy el profesor de Matemáticas no viene, tienen hora libre. Aprovecho el largo recreo para conversar con mis nuevas compañeras acerca de los profesores que tenemos. —Con la de Castellano tenés que estudiar sí o sí, no te acepta disculpas y te baja un punto por falta de ortografía —me dice una simpática morocha. —La abuela está medio sorda, cuando te tome oral vos no pares de hablar, como no escucha —comenta la de delantal corto. —¿Quién es la abuela? —la interrogo. —La de Historia —me contesta sobradora. —Parece que tenemos al viejo verde de Química, qué bajón —acota una de vincha azul. —Dicen que le gusta arrimarse a las alumnas en el laboratorio y si no lo dejás te aplaza. —A mí me contaron que trata de tocarte. —Eso no lo sé, pero que te agarra del hombro o de la cintura sí, yo lo ví. —Tendrían que cortarle la mano —digo enojada. —Hablando de Roma, el viejo se asoma —avisa la morocha. Y allí está, empujando la hoja de madera, que parece estar atascada, insiste haciendo más presión pero sin que pueda reaccionar el postigo se cierra, y presiona su mano. Gritos, risas, ambulancia, fracturas y licencia son las consecuencias. Nadie entiende lo que pasó. Yo creo que la poderosa mole de roble actúa por sus propios medios y esta vez hizo justicia a su manera. Nos quedamos sin profesor por un tiempo, hasta que una mañana al promediar la cuarta hora, me llama la atención la intensidad de los colores que los vitrales dibujan en el piso, intuyo que se trata de un aviso, miro expectante hacia la entrada y veo a un hombre joven, vestido con pantalón gris, saco azul y mocasines. A los pocos días, todas sabemos que es el nuevo profesor de Química, se llama Roberto Matta y tiene veinticinco años. 89


Todo el Normal se enamora de él, los días en que concurre a la escuela es imposible entrar a los baños por el alboroto que hay. —Correte, che, hace media hora que te estás mirando en el espejo. —Y bueno, hubieras llegado antes. —Prestame el peine, dale no seas mala. —¿Quién agarró mi perfume? Discusiones, algún empujón y hasta tirones de pelo son lo habitual. Todas quieren pintarse los labios, retocar el rimel. Hebillas, cintas y vinchas desaparecen en los bolsillos, desafiando la amenaza de las veinte amonestaciones. Yo me ubico al lado de la entrada con mi espejito, allí me maquillo y espero su llegada. Me gusta ver su sombra acercarse y crecer cuando va subiendo las escaleras, su gesto cuando se detiene y pone la mano en el picaporte dorado de la puerta, que canta suavemente y apenas se entorna para que él pase y roce sus bordes de roble. Ya en clase algunas chicas se sientan levantándose el delantal para mostrar las piernas, otras se acercan con la carpeta a preguntarle cualquier pavada, la mayoría estudiamos la materia para demostrarle nuestro interés y ganarnos su aprecio. Todas queremos ser su alumna preferida. —Hoy vamos a hacer una filtración al vacío. ¿Quién sabe de que se trata? —pregunta con su voz varonil y aterciopelada. Veinte manos derechas se levantan y él debe echar un vistazo para elegir a una, me señala. —Es una técnica… para cómo es... separar —no puedo pensar, me mira y lo miro, no puedo pensar. Mis compañeras exclaman todas al mismo tiempo. —¡A mí! ¡A mí! Pero él y yo parecemos hipnotizados. Las chicas se enloquecen y gritan más. Entra la preceptora con cara de ogro y todas se quedan mudas. Recién en ese momento nosotros rompemos el encantamiento que por segundos o quizás minutos borró todo lo que sucedía a nuestro alrededor. 90


En el Normal las noticias vuelan y pronto todas se enteran de lo que pasa entre el profe y yo. —¿Vos sos a la que Matta no podía dejar de mirar? —me pregunta una alumna del otro quinto, mientras me empuja. —Sí, y qué —le contesto devolviéndole el gesto. En el momento que la mano de mi atacante se alza y mi pie se eleva con la intención de aplastar el suyo, mi protectora de madera abre de forma ostentosa y como por casualidad uno de sus postigos, permitiendo el ingreso de un viento frío y húmedo, distrayendo así nuestra atención. Estoy segura de que su intervención me salvó de una paliza y unas cuantas amonestaciones. De aquí en más los días que tenemos Química estoy rodeada de amigas y enemigas, todas con la misma intención: que Matta al mirarme también se fije en ellas. Semejante amontonamiento hace que el disputado profesor se convierta en tan antipático y exigente, como la bruja de Geografía. Ni yo ni nadie puede llamar su atención. Las chicas deciden escribirle cartas de amor, que dejan sobre su escritorio. Yo tengo miedo de que, semejante acoso, lo haga huir de la escuela. Estoy triste y enojada. Me vigilan, no puedo esperar su llegada en soledad, me tienen marcada todo el tiempo. Tengo que inventar alguna manera de acercarme a él, quiero que sepa que lo amo, pero no se me ocurre cómo hacerlo. —¡ Chicas, vengan! algo pasó. Salgo disparada y veo a la rectora, la portera y algunas preceptoras examinando la puerta. Cuando nos ven asomadas ordenan que entremos al aula. Aprovecho la confusión y me quedo escondida detrás del mástil. El patio se vacía, entonces me acerco y leo escrito sobre la madera de una de sus hojas “Matta me mata de amor”, acaricio el mensaje tallado y de sus hendiduras brota un cálido aroma a roble. Esa frase expresa lo que no me animo a comentar con nadie. Suena el timbre, regreso a mi escondite esperando la salida de mis compañeras para mezclarme con ellas, que salen y se forman. 91


—¿Qué pasa? —le preguntó a mi compañera de vincha azul. —Por esta semana no tenemos recreo largo. —Señoritas, se quedan quietas y mudas hasta que toque el timbre, si no, saben que son diez amonestaciones —amenaza la jefa de preceptoras. Cada profesor que entra es puesto al tanto de lo acontecido y nadie se explica cómo una alumna desde adentro de la escuela pudo grabar ese mensaje y limpiar las virutas de madera sin que nadie lo notara. Lo que ellos ni siquiera sospechan es que la puerta algo trama para ayudarme, estoy segura. La rectora pide voluntarias para rellenar las letras del mensaje escrito, me ofrezco. Somos cuatro las encargadas, el trabajo lo realizamos durante la clase de Música, que por suerte coincide con la hora en que Matta llega a la escuela. Para evitar que al ingresar alguien nos dé un golpe, colocamos una traba. Estoy intentando rellenar la “M”, pongo y pongo masilla y, como si nada, parece hundirse en las profundidades. Cansada, levanto la vista y veo acercarse a mi amado, saltando los escalones, apoya la mano en el picaporte dorado pero no puede abrir, mira sorprendido a través del vitral y me descubre. —Destrabá, por favor. —Sí, sí —entonces corro el pasador y en lugar de permitirle la entrada, salgo. Quedamos frente a frente, no puedo dejar de sorprenderme con el azul de sus ojos, me envuelve su perfume, sus brazos también, me apoyo en su pecho y siento su turbación. —Tenemos que encontrarnos fuera de la escuela —me dice al oído. —Sí —coloco en su bolsillo un papel con mi número telefónico. Escuchamos el timbre, una compañera nos abre la puerta que silenciosa se desplaza, cuando como por arte de magia el lazo de mi delantal se engancha de tal manera que nos impide deshacer el abrazo. Entre roces tímidos, miradas amorosas y risas logramos finalmente desarmar el enredo, separar nuestros cuerpos y rescatar el cinto. El bullicio del recreo y nuestro cuidado hacen que la situación pase inadvertida. Mi felicidad 92


es tan intensa que me pondría a saltar y a reír, entonces miro agradecida a mi audaz cómplice, hecha de tan buena madera. Por varias semanas logramos mantener en secreto nuestra relación. La mayoría de las compañeras, cuando se enteran, piensan que no es mi culpa si Roberto se enamoró de mí y no de alguna de ellas. Pero hay otras que no. —Escuché a la grandota del otro quinto decir que le contó a su papá de tu noviazgo con Matta —me comenta mi compañera de vincha azul. —¿Y qué? —Parece que no es la única y quieren presentar una nota — agrega la del tercer banco. —¿Una nota, para qué? No pueden prohibirnos que nos amemos. —Pero pedir que se tome una licencia o cambiarte de escuela a vos, sí. Mi amiga secreta recibe con chillidos de protesta el ingreso de los padres que acuden a reunirse con la rectora. A Roberto y a mí lo único que nos importa es estar juntos, falta un mes para terminar las clases y cualquiera sea la decisión que las autoridades tomen es poco lo que nos afecta. —Me enteré de que hoy los padres de las malditas traen una nota en la que dice algo así como: “apelando a la moral y las buenas costumbres pedimos el alejamiento inmediato del cargo del profesor Matta”. —Y bueno las que se joroban son ellas porque yo lo voy a seguir viendo, mientras que ellas si no lo ven acá… —Lo que pasa es que pensaban que te iban a expulsar a vos y no cesarlo a él. Hoy es el último día que Roberto concurre a la escuela. Las mismas que provocaron esta situación están hechas un mar de lágrimas negras, porque en un exceso de coquetería se pusieron rimel y se les corrió. Si se vieran, están patéticas. Yo miro la escena y me doy cuenta de que los colores de 93


los vitrales se reflejan tristes y pálidos sobre sus delantales blancos. Las despedidas terminan y Roberto trata de abrir la puerta para retirarse, no puede. Intenta empujándola y nada, prueba con más fuerza y nada. Ella no cede, quiere regalarle su adiós y lo hace con un festival de luces multicolores, acompañadas por resonancias variadas y casi musicales que brotando de sus bisagras se expanden por toda su estructura y culminan con el tintineo metálico de sus llaves puestas en la cerradura. Todo el Normal observa sorprendido. Entonces, me acerco, lo abrazo y lo beso mientras nos aplauden. Acaricio la noble madera y girando las llaves, abro. Él baja los escalones con lentitud, lo miro parada al lado de la puerta que se va cerrando al mismo tiempo que me empuja hacia afuera. Acepto su ayuda y me voy con Roberto.

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El

velorio

—Podrías haber ido vos a la casa de sepelios, estoy agotada. —Yo me ocupé de esperar la ambulancia, explicar a los camilleros que hay corte de luz programado por tres días y convencerlos de bajar el cadáver por las escaleras. —El viejo la tenía que hacer complicada, morirse en plena crisis energética y con treinta dos grados. —Yo pensé, cuando me llamó el encargado, que se había llevado una mina, que lo dopó y le robó. Pero no, estaba sentado en el sillón, el médico dijo que fue un paro cardíaco. Tenía que pasar, en fin. —Me imagino que no fue fácil. —Lo bajaron con sillón y todo. —¡Cuando se entere tu hermana! Entre sollozo y sollozo ya me advirtió que el juego de living es para ella, porque le combina con la nueva decoración de su casa en el country. —Está bien, ya sabés como es Lilita. Decime, ¿llegaron a un acuerdo con el dueño de la funeraria? —Claro que llegamos, pero no sabés lo que fue bancarme las tres horas de conversación entre tu hermana y ese señor Carlos Di Santo, que de santo no tiene nada. —Ahorrame los detalles, por favor. —Tomá acá tenés la tarjeta con la dirección y el horario, encargamos dos coronas. —¿Por qué dos? —Mirá, te explico: Lilita quería una por cada nieto, ¡te imaginás seis coronas! y le contaba a Di Santo cuánto querían los chicos al abuelo. El tipo le decía que se podían hacer una de cada color según las flores que se utilizaran para el armado. Tu hermana emocionadísima suspiraba. Yo sugerí compremos una por los hijos y otra por todos los nietos, total tu papá está muerto, no se va a enterar y ella lloraba más y más. —¿Así le dijiste? 95


—Con otras palabras, qué sé yo. —La verdad es que nunca quiso que lo llamaran abuelo, según él lo hacía sentir viejo. Mejor voy a buscar la agenda para empezar a llamar a la gente. —Escuchá esto, nos ofrecieron publicar en internet la noticia del fallecimiento de tu papá, viste al costado derecho de la pantalla donde aparecen las propagandas, también una cámara web para que los familiares que viven el exterior puedan ver el velatorio y una notebook para que chateen con los deudos o sea nosotros y puedan dejar sus mensajes de condolencia. —No te puedo creer. —Tu hermanita le contó al santo ese que ella tiene una amiga arquitecta viviendo en París, que seguro iba a usar ese servicio, lo que no mencionó es que el esposo se la llevo cuando descubrió que era la amante del viejo. —Tenés una bronca, ¿tan pesada se puso Lilita? —Insoportable, para mí esa chica padece delirio de grandeza, histeria grave combinada con un toque de psicópatía heredada de tu padre, y además falta de criterio de realidad. En un momento mi cabeza parecía estallar de escuchar pavadas. ¡Ay! Carlos no tiene idea del cariño y respeto que los alumnos de la facultad sentían por mi padre, exclamaba ella. Yo pensaba: especialmente las estudiantes, más de cuatro han dado los finales en la cama del viejo. No aguante, y me fui a fumar un cigarrillo. —Ese vicio… —Escuchá cuando volví sobre el escritorio había unas fotos de bandejas con canapés y escucho al hombre este comentar que sirven de caviar negro solamente porque el rojo no es adecuado para la ocasión, ella lo miraba embelesada y le decía: cuánta sensibilidad la suya, si mi marido fuera como usted, yo sería la mujer más feliz del mundo. —¿Contrataron un catering? —Pero no te das cuenta de que tu hermana se quería levantar a Di Santo que le seguía el juego, tenías que verlos. Entonces él pregunta: ¿de qué murió su padre, Lilita? Ella me mira porque no tenía la menor idea y yo les digo que de un infarto. 96


¿Y sabes que nos ofrece el tipo? el servicio de un tana… to… tanato…practor, eso es tanatopractor. —¿De qué? —Él nos explicó que son profesionales que se ocupan de higienizar y preparar el cadáver para que tenga una apariencia saludable, perdón natural y tranquila según sus palabras. Imaginate llega tu tía Clarita y ve a su hermano muerto pero con cara feliz, entonces en lugar de llorar desconsoladamente derrama unas pocas lágrimas porque murió en paz. ¿Qué tal? —Pero decime que no contrataron nada de eso, ¿cuánto va a salir este entierro? —Te la hago rápida, el santo apuraba a tu hermana diciéndole que era la última vez que vería a su padre, que un hombre de su integridad se merecía una despedida acorde a su vida, todo esto teniéndola agarrada de la mano y mirándola a los ojos, qué considerado es Carlos, le respondía ella mientras hacía pucheritos y dejaba correr algunas lágrimas, que él secaba con pañuelos de papel descartable con el logo de la empresa. Una verdadera escena de amor y comprensión. —¿Y? —Entonces tu hermana me pregunta si tengo la tarjeta de crédito, le contesto que no; el santo le suelta la mano. ¿La de débito? tampoco, respondo; el funebrero aparta la caja de pañuelos. Mis tarjetas están al tope ¿Qué hacemos? me dice Lilita agarrándose la cabeza. ¿Y si lo hacemos sencillito, por el seguro social?, propongo. El señor Di Santo se puso pálido pero no perdió la compostura, nos condujo a una oficina y nos dejó con la empleada con la que arreglamos todo, hay que pagar unos pocos pesos. —¡Qué alivio! —Cuando salimos de ahí Lilita me dice ¿te díste cuenta de cómo me miraba Carlos? Y no sabés la ternura con que me acariciaba la mano, tan distinto a Juan. Yo me quedé perpleja, entonces cambia de tema. ¡Qué momento triste y complicado es este! Es la primera vez que se muere papá. Yo le dije, para tranquilizarla, que la próxima las cosas van a resultarle más fáci97


les. Abrió grande los ojos, me miró y se quedó callada un rato. —Sos fatal. —Pará que acá no termina, cuando me estoy por bajar del auto dice que necesita pedirme dos cosas, la primera que no comente a Juan su simpatía por Di Santo, porque se pone celoso por cualquier pavada, no entiende que a ella le gusta el juego de seducir, el galanteo y nada más. —Qué mentirosa, es igual al viejo. —Y la segunda si podemos ir temprano a la funeraria para que haya alguien de la familia cuando empiece a llegar la gente, porque no tiene que ponerse, necesita comprarse algo adecuado y también arreglarse el cabello, entonces me cuenta que por suerte su peluquero, que sólo trabaja con turnos, le hizo un lugarcito para atenderla dado la situación tan especial por la que está pasando y agrega es tan importante estar rodeada de personas buenas y comprensivas, así como vos y mi querido hermano. Quedate tranquila, nosotros nos ocupamos, le contesté. —Hiciste bien. ¿Averiguaste algo del tema de los dólares? —Mirá, para mí, Lilita no sabe nada. —Había más de lo que el viejo me dijo, se ve que siguió juntando. —¿Dónde los pusiste? —En la alacena, en la misma lata donde los guardaba él. También encontré algunas alhajas escondidas en una caja de zapatos, la dejé en el placard. —¡Qué bien que la hicimos! Te adoro, mi amor.

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V uelta

atrás

—Vieja, estás loca, doce horas en micro a los ochenta. Si no te queda nadie allá. No le contesta. —¡Mamá! te estoy hablando. —Necesito encontrar mis recuerdos, se me están yendo… —¿Pensás que volviendo a tu pueblo los vas a recuperar? ¡Qué novedad! Siempre lo mismo, él no entiende. Cómo explicarle que no quiere más este presente obligado y liso, que es su cuerpo avejentado el que insiste obstinado en permanecer en este mundo. Que ella sólo es cuando rememora aquellos tiempos. Le gustaría tanto quedarse allí, para siempre. No hay argumento que la convenza, está decidida. A los pocos días parte, deja su medicación en el cajón de la mesita de luz y la valija sobre la cama, sabe que no las necesitará. Lleva en un bolso de mano algo de dinero, el pasaje de ida, papeles viejos y fotos descoloridas. Ha comenzado su viaje de ¿doce horas?, ¿sesenta y cuántos años?, prefiere no hacer cálculos. Busca los poemas, lee: "… árboles/ aca… por el viento/ acompasan la tar… /Apareces / pies descalzos/ sobre el llano terroso / seno… / abrigado … sol". Algunas letras han desaparecido del papel y su memoria no consigue reponerlas. Fue hace tanto, él llegó a su casa, con una hoja en la mano y en su rostro moreno una sonrisa, vení le dijo, escuchá lo que escribí para vos. El andar monótono del micro la duerme, sueña que tiene quince años y baila, vuela en los brazos de su primer amor. Cuando llega, advierte que nada está como antes. Se queda parada, no sabe muy bien para dónde ir. Piensa que quizás se hayan perdido para siempre las melodías que acompasaron su juventud entre los ruidos de esta ciudad que poco tiene que ver con su pueblo y menos con la pareja que paseaba estas calles antes amarronadas, ahora grises y de caliente asfalto. Camina hacia la plaza, aún está el banco de piedra resguardado del sol por jazmines blancos que forman una cúpula perfumada. 99


Se sienta, espera y llega el primer beso, el segundo, el abrazo y la mano que él apoya en uno de sus pechos y que sorprendida retira. En ese mismo lugar, cuando las caricias, antes rechazadas por pudor, se hicieron inevitables y espontáneas, ella le anunció su decisión, quiero ser médica, ¿cuándo te vas?, en un mes. Prometieron esperarse, pero eran tan jóvenes, las cartas se fueron espaciando, los besos añorados fueron reemplazados por otros. Cruzando la calle, está el sendero que recorrían juntos, comienza a caminarlo, da unos pasos y los murmullos devienen palabras, no me hagas mas cosquillas pará, rogaba él entre contorsiones contentas y así seguían hasta donde el pueblo se pierde entre verdes y trinos, ese era el escenario y refugio de sus encuentros. Y mientras avanza como si fueran flores de jacarandá, sus olvidos van cayendo en la tierra. Allí están los árboles más altos y frondosos que entonces, parecen todos iguales pero ella sabe que no lo son. Acaricia, revisa los troncos hasta descubrir en uno las iniciales de sus nombres unidas por una “y”, huele la savia, abraza la madera, gira y apoya su espalda para deslizarse suavemente hasta el piso. Saca papeles y fotos, los acomoda a su lado y ordena como si armara un rompecabezas. Se recuesta en la hierba con los ojos cerrados, presiente que no está sola, imagina que tiene el cabello negro y que él lo acomoda sobre la tierra formando arabescos. Quedate quieta no te muevas, se acerca y con su boca la explora. Lo deja hacer, saborea los besos y vibra con las caricias. Sus pesares y arrugas desaparecen, el cuerpo hecho historia goza, su sexo palpita y bebe el placer de él entre gemidos húmedos de lágrimas. Después el abrazo inevitable, prolongado hasta el momento en que se vuelva tolerable la separación entre sus cuerpos que fueron uno en el deleite. Risas agradecidas, miradas y otra vez los labios se buscan, las manos descubren tibiezas y así el placer recomienza en un continuo. La brisa se lleva imágenes y escritos. A través del ramaje las primeras estrellas ven a una anciana de cabellos negros, el cuerpo tendido sobre la hierba, desnudo, cubierto por las flores celestes del jacarandá. 100


Adriana Banti

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acriban@hotmail.com 102


A spiraciones Un ejemplo de chico. Hijo único, huérfano de padre desde los seis años, siempre cuidó y obedeció a su mamá: si a él le pasaba algo, ella quedaría sola. Así que no debía lastimarse, nada de fútbol, ni jugar a lo bruto con los otros varones. Estudiar mucho, recibirse pronto, y trabajar para ayudarla. Avanzó rápido en el primario y a los doce ya estaba listo para el industrial, pero la madre indicó magisterio, que era menos riesgoso. Lo terminó con muy buenas notas a los diecisiete, excelente el muchacho. No salía a bailar, no hacía deportes, siempre impecable con su ropa bien planchada y su pelo engominado. Respetuoso y amable con todos, cumplió con todas las expectativas maternas. Enseguida consiguió trabajo en un colegio. El buen promedio general, y la recomendación de su tío obispo ayudaron. Se salvó del servicio militar, se puso de novio con la hija del contador, y a los tres años se casó, con la bendición de su viejita. Llegó primero el varón, que seguramente sería profesional, y después la nena, que se casaría bien. También llegó el ascenso: ya era Secretario en el colegio y con suerte y alguna ayuda del tío, en poco tiempo sería Vicedirector. Así fue, excelente el hombre. A los cuarenta y dos, ya el Señor Director, tenía su bien ganada fama de eficiente, correcto, honesto y severo conductor de su alumnado y de sus subalternos. Todo funcionaba como debía ser gracias a él. El amor imprevisto por una alumna, que lo sorprendió ya maduro, no estaba en sus planes, y el descuido hizo que la embarazara. El divorcio era algo fuera de sus registros, y la chica se suicidó. La esposa se enteró, pero hizo como que nada pasaba, sólo se mudó de habitación. A él le vino bien, necesitaba tranquilidad para seguir ascendiendo en su carrera. 103


A los cincuenta, era Rector. Introdujo muchos cambios: desterró el maquillaje, el cigarrillo, las polleras cortas, el pelo largo, los aros y anillos e impuso un guardapolvo gris, con medias tres cuartos y zapatos abotinados. Se debía guardar silencio y no contradecir normas. El hijo no resultó como él esperaba, andaba con collares y con una guitarra; la hija tampoco, se fue a vivir con una amiga. La mujer no estaba nunca en la casa y él no tenía con quién hablar, salvo cuando iba a visitar el nicho de su mamá. A ella podía contarle sus logros. Ya faltaba poco para la jubilación, y se apenaba pensando en que no podría dirigir más ese templo de corrección que había formado. Un día se notó raro, más blandito. Se sentó en su escritorio para firmar unos papeles, y al querer agarrar la lapicera, se dio cuenta de que no podía asirla, se le resbalaba entre los dedos húmedos. Palpó su brazo derecho y estaba gelatinoso, llevó una mano a la cara y no había rasgos, estaba lisa. Quiso hablar y no podía, en cambio vio como se le caían los dientes. Sintió que se iba deshaciendo. Todo el personal del colegio tuvo que presentarse a declarar frente a la policía que investigaba la desaparición. La mujer de la limpieza dijo que lo había visto entrar a su despacho, pero que no lo vio salir. Que ella fue a limpiar, que todo estaba en orden, que lo único que le llamó la atención fue una cosa rara, babosa, deforme, que estaba debajo del sillón del Señor Rector. Que le pasó la aspiradora, y después se retiró.

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S in

palabras

A Juan no le quedaban muchas palabras. Se puso a revisar todas las cajas, y, en cada una de ellas, sólo encontraba dos o tres. El complejo trabajo realizado durante días, meses y años, se veía ahora desbaratado por este extraño y veloz fenómeno. Unas horas atrás había creído escuchar un sordo sonido dentro la caja “G”, pero no le dio importancia, a veces sucedía. El juego, comenzado hacía mucho tiempo, se le había transformado primero en pasión, y después en elección de vida: dejó todo para coleccionar palabras. Tenía mil doscientas cajas que cubrían casi toda su casa. Así, circulaba sólo por pequeños pasillos, laberintos, entre las pilas y filas. Él sabía perfectamente la ubicación de cada caja y de cada palabra. Las había ordenado alfabéticamente, aunque también por significado: estaban juntas “excrementos” y “heces”; o “muerte” y “óbito”. Luego por asociación, de modo que “pájaro”, además de estar en la “P”, estaba junto con “nido”, o con “vuelo”. En algunas cajas, dedicadas a términos antiguos que ya nadie usaba, se encontraban “abastanza” o “disantero”. En otras, anagramas y palíndromos, para entretenimiento. La de las malas palabras era abultada, y la más pesada guardaba aquellas que contenían “ERRES”, como “ferrocarril”. Todos los días Juan actualizaba sus palabras, o simplemente las acariciaba, o jugaba con ellas, inventaba alguna, sopesaba otra, desenredaba “rulo”, besaba “labio”, secaba “lágrima”. Para él, eran entes vivos. Sus compañeras, con las que podía contar para todo en la vida. Su casa, en el sexto piso, tenía un gran ventanal frente al parque, único espacio abierto. Todo el resto estaba tapado por cajas. Desde ahí disfrutaba ese día Juan de los árboles y del aire puro del amanecer, cuando volvió a escuchar un ruido, un aleteo. Miró hacia atrás y vio que una caja se agitó brevemente y luego una palabra se elevó en el aire, dio dos o tres vueltas, se dirigió a la ventana y salió. Atónito, esperó que volviera a 105


entrar. En lugar de eso, otras palabras de otras cajas ya levantaban vuelo. El estupor lo paralizó, no atinaba a moverse. En cuanto pudo reaccionar, ya estaba surcado el aire por bandadas de todas las especies. Cerró violentamente los vidrios. Esperó. No se escuchaba nada, nada se movía. Al evaluar el daño se sintió enfermo, faltaban muchas. Salió corriendo a la calle a ver si encontraba alguna, pero sólo consiguió un gran mareo. Cerrar herméticamente la casa y las cajas. Eso haría hasta que pasara el extraño siniestro. Trastornado, pensando cuántos vocablos le faltarían, entró a la casa y llegó a entrever una pequeñísima colita que se escabullía por debajo de la puerta. Todo el día se dedicó a sellar ventanas, cajas, hendijas, agujeros, cerraduras. Sin dormir, herido por un enemigo invisible, pensaba en no capitular, en comenzar de nuevo. Ya de madrugada, el ruido del retrete lo sobresaltó. Llegó justo para ver como se hundían, desapareciendo, “naufragio” y “sucumbir”. Revisó la última caja, y ya tampoco estaba “zuzón”.

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B icentenario Ayer a la noche abrí el armario y bajé la caja que tenía guardada desde hacía casi treinta años. Ya estaba decidida, no iba a dar marcha atrás, aunque el corazón se me aceleraba un poco. Me di cuenta de que necesitaba un destornillador, no me acordaba cómo estaba cerrada. Fue una sorpresa encontrar muchos pedazos grandes. Yo pensé que habría sólo cenizas, pero, claro, papá era un hombre muy corpulento. Trasladé todo el contenido a una bolsa, cuidando que no fuera de supermercado, sino una que conservaba de un regalo que me habían hecho. Metí una escarapela adentro, la cerré, y la dejé lista. Hoy, 25 de Mayo, sola mi alma, salgo de casa a eso de la una del mediodía, para evitar la muchedumbre. Bajo del subte y camino un buen rato por toda la Plaza, dando vueltas hasta encontrar el lugar propicio. No quiero desparramar a papá por cualquier lado. Encuentro un vendedor ambulante que ofrece escuditos varios y diviso uno del club Independiente. Bueno, no es en verdad un escudo, sino un pequeño banderín. Me parece que es justo lo que falta, todo un símbolo, así que lo compro y lo meto en la bolsa. Después de deambular estudiando el terreno, opto por un pino nuevo, chico, recién plantado, desde el que se observa la Casa Rosada, la Pirámide y el Cabildo. Flamean banderas, se preparan los carrozas alusivas que más tarde desfilarán, pasan aviones en formación, mucha gente camina, hay grupos sentados en el pasto disfrutando del sol, desfilan (o hacen cambio de guardia, no sé) los granaderos, en fin, hay un clima de fiesta como amerita esta vez la fecha patria. Tengo una mezcla de sensaciones, el corazón me late fuerte, estoy un poco triste, me da miedo no poder cumplir mi cometido, que alguien me vea, dudo de aquello que le escuché decir desde chica a papá tantas veces: “quiero vivir ciento dos años para estar en el Bicentenario”, porque ésto no es lo mismo, él no me dijo qué hacer con sus cenizas. 107


Pero yo ya lo decidí, y aquí estoy. Finalmente me siento de espaldas al pinito, miro para todos lados como si estuviera por poner una bomba, apoyo la bolsa a mi lado, meto la mano, agarro un puñado y como quién no quiere la cosa, lo largo en el hueco formado entre el pasto y el tronco. Calculo que así, de a puñados, voy a tardar mucho y corro más peligro de ser vista. Así que en un rapto, sin mirar para ningún lado, doy vuelta la bolsa, y de un saque vacío todo el contenido. Me paro, escudriño primero a los costados, después miro para abajo, la escarapela y el banderín quedaron a la vista, arriba del montón de restos paternos y patriotas. No puedo dejar esto así, es muy evidente, tengo que echar un poco de tierra por encima. Ya casi me siento de nuevo para hacerlo, cuando dos muchachos se paran a mi lado, mirando hacia la Rosada. Me quedo quieta, con la vista al frente, firme, tratando de pasar inadvertida. Uno de ellos se agacha, va con la mano derechito a mi papá, agarra el banderín, y muy contento, con gritos de exclamación por la suerte que tuvo, lo sacude un poquito y se lo lleva. Bueno, pienso, tendrá que ser así. Me siento, ahora sí, otra vez dándole la espalda al pino. Estirando las manos hacia atrás, disperso un poco el montón. Después, con las uñas, voy arrancando bodoquitos de tierra hasta cubrir todo. Roñosa quedo, pero la tumba, perfecta. Quiero quedarme acompañándolo y durante cuatro horas me mantengo cerca, observando, cuidando que nadie tire basura, pensando en momentos de su vida, de la mía (me acuerdo de la foto que me hizo sacar con Aramburu cuando yo tenía seis años), hasta que el gentío que va llegando hace que me decida a emprender la vuelta. Camino por la 9 de Julio recordándolo, sabiendo que él habría preferido otro tipo de festejo, como los de antes, marciales. Pero este Bicentenario fue así.

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V estidos 1

Yo no tenía hermanos, pero sí. Ya me habían enseñado cómo tenía que decir: “dos medios hermanos, uno es hijo de mi papá, del matrimonio anterior y el otro es hijo de mi mamá, de un matrimonio anterior, también”. Igual, vivía sola con ellos, así que para mí, yo era hija única. Si alguien preguntaba, repetía lo que me habían enseñado, por las dudas. A uno de ellos, Cachito, el de mi mamá, lo veía cada tanto. Lo traían a casa, se quedaba un rato y ella jugaba con los dos. Siete años más que yo, peinado con gomina, pantalón corto y corbata, en mis cumpleaños siempre estaba y después volvía con su papá. Al otro, Roberto, no lo conocía. Vivía en Buenos Aires con su madre y tenía dieciséis cuando nací. Papá me mostraba fotos de cuando era más chico y me decía que algún día nos íbamos a ver. Yo quería conocerlo. Soy del Chaco, argentina, pero no. Me inscribieron en Paraguay, porque acá no había ley de divorcio, y como no estaban casados, yo iba a figurar en los documentos como hija natural, bastarda, en cambio siendo paraguaya podía ser hija legítima. Ahora soy “argentina por opción”. En otras cuestiones no pude optar. *** Primer grado fue lindo, la señorita Azucena era buena. Yo un poco ya sabía porque mamá y papá me enseñaban a leer y a escribir, así que para mí era fácil. En el libro de lectura estaba la foto de esa señora preciosa y muy buena que se llamaba Evita, era la esposa del presidente Perón y por él nuestra provincia se llamaba así, pero después cambió y se llamó Chaco y mi papá se puso muy contento. Mamá me hacía unas trenzas apretadas porque con el pelo así de largo que me llegaba hasta la cintura, no se podía ir. A 1. Los textos que siguen forman parte de la novela Vestidos.

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la noche me lo cepillaba para desemporrarlo, y me dolía, pero papá decía que no me lo cortara. Por suerte le hicimos caso, porque en el Club Social se hizo una obra de teatro y ellos actuaron: se llamaba Antígona. Papá tenía que hacerse el ciego y a mí me llevaron para ser “lazarillo”, y tenía que tener el pelo suelto y bien despeinado. Mamá tenía puesto un vestido largo. −Túnica, de los griegos –me dijo− y me contó cómo era la historia. Yo también usaba una túnica, pero más corta. No tenía que hablar, papá apoyaba la mano en mi hombro, y caminaba un poco atrás mío, porque los lazarillos son los que guían a los ciegos. Al final, cuando la gente aplaudía, yo tenía que volver al escenario con todos y ahí sí que me sentía distinta, contenta, otras nenas artistas no había. Varias veces trabajaron en teatro, pero siempre eran pocos días, una vez en la biblioteca socialista, otra vez en El fogón de los Arrieros y nunca era la misma obra, cambiaban a cada rato. Yo iba con ellos y ya sabía lo que tenían que decir, porque los escuchaba estudiando en casa. Papá se olvidaba algunas cosas, porque tenía menos tiempo para ensayar: él era “clasificador de algodón” y eso era algo bueno, lo mandaban de viaje a muchos lugares. Una vez nos llegó a mamá y a mí una carta desde “Curacao”, así decía el sobre. En Una libra de carne también actué, pero con las trenzas y un vestido común, me sentaba con otros que eran “jurado” en unos bancos largos. Había un señor adentro de una jaula y yo tenía que preguntarle cosas y darle una galletita. Me estudié bien de memoria lo que tenía que decir, y no me equivoqué nunca. Era divertido, pero al final me daba pena porque le sacaban un pedazo de carne y él gritaba. ***

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Cuando pasé a primero superior algo pasaba en casa. Yo a veces los escuchaba gritar. Pero no estaban enojados conmigo. Me asustaba un poco, los dos tenían cara seria y no me decían nada. Yo seguía siendo buena alumna y me portaba bien, nada más a la hora de la comida papá me retaba. Hasta me hizo un boletín de calificaciones en una libreta negra que él tenía y anotaba: “desayuno: regular; almuerzo: bien; cena: mal…” y así todos los días. Yo odiaba esa libretita, si más hambre no tenía y además nadie hablaba ni se reía. Un día mamá preparó una valija, y yo, dando saltitos le pregunté adónde íbamos. −Me voy, estoy harta –dijo. No pregunté nada más, y me abracé fuerte a sus piernas. −¿Vos con quién te querés quedar? –y se agachó un poco. Me dolía la panza, tuve que doblarme. En eso llegó papá, nos miró y dijo: −A Anita no te la llevás. Yo quise explicar que prefería irme con ella, pero me daba lástima que él se quedara solo, así que dije: −Bueno, me quedo acá. “Santa Rita, Rita, Rita… Lo que se da no se quita…” *** Como había empezado el cole, para los seis invité a todo el grado. Una bailarina con una pierna y un brazo levantados parecía que de verdad bailaba en el centro de la torta. Con ese vestido, una princesa. La tela oscura, las puntillas blancas. Iba a peinarme con el pelo recogido, un rodete igual al de esa mujer que siempre veía en fotos. Aunque yo no fuera rubia. Sobre el cuello, el encaje formando un marco calado similar a una gargantilla. Esperaba ansiosa el momento de estrenarlo; lo miraba a cada rato, colgado en la percha, impecable después de varias pruebas en que hubo que modificar el largo y el contorno de la cadera. Me gustaba más ajustado, pero mi mamá insistía en que suelto sería mejor, más cómodo para jugar. Ya sabía, porque 111


la orden había sido tajante, que no me lo pondría hasta media hora antes de la llegada de los invitados. La espera se hacía larga, parecía que el tiempo pasaba más lento que de costumbre. Ese jueves, por algo que yo desconocía, nos hicieron salir del colegio un rato antes. Con entusiasmo por la inminente fiesta, les recordé a todos mis compañeros que a las cinco de la tarde los esperaba en mi casa. La ilusión de los regalos, la torta decorada con una bailarina en el centro de las seis velas, el vestido y los juegos previstos me causaban una sensación de euforia y felicidad, pero al mismo tiempo, muchos nervios. Iba a venir también Edi, que no era de mi grado, pero me gustaba mucho. Quizá me preguntaría si quería ser su novia y yo le diría que sí. Pensando en un beso, temblaba. A la nochecita llegarían los padres de todos, y la fiesta se alargaría. Era lindo ver cómo se divertían los grandes, y nosotros quedábamos un poco más libres, no se fijaban tanto en lo que hacíamos. El habitual silencio de la siesta me resultaba más pesado que otros días. Mamá se levantó de su descanso, y eso aceleró mi corazón, quería decir que ya estábamos cerca de la hora. Fue hasta el comedor, verificó que todo estuviera en orden. Me deslumbraba el mantel blanco con flores bordadas para las ocasiones especiales, las tazas de porcelana con un hilo dorado en el borde, las guirnaldas adornando las paredes. Yo la seguía como una sombra, sin decir nada, esperando el permiso para vestirme, o haciendo como que la ayudaba. La habilidad con que ella preparaba todo me sorprendía y yo observaba para acordarme. “Vamos a ir haciendo el chocolate”, dijo. En la cocina prendió la radio, pregunté la hora, me contestó: “las tres”. Pensé que todavía faltaba mucho, y unos minutos después ella dijo algo que no quise escuchar. Justo en ese momento entraba mi papá. Algo raro estaba pasando, él tenía que llegar más tarde. Supuse, contenta, que había dejado de trabajar más temprano por mi cumple. Pero me miró, se miraron y entonces repitió lo que con desconsuelo yo no había querido oír: “Hay que suspender la fiesta”. 112


No entendía de qué hablaban, ni me importaba, mi llanto tapaba todas las explicaciones. Estaba desesperada, al principio pensé que me estaban castigando por algo, pero en medio de mis hipos alcancé a escuchar palabras sueltas, sin significado para mí: “cientos de muertos, bombardeos, aviación, Plaza de Mayo”. Dijeron algo del miedo, de lo que podía pasar. Mientras, en la radio seguían hablando de ataques, heridos y destrucción. Papá me abrazó, me prometió otra fiesta y, aunque yo seguía llorando, escuché algo que tampoco entendí: que nuestra provincia, el lugar donde vivíamos, pronto volvería a llamarse Chaco. Buenos Aires quedaba muy lejos, yo no conocía esa ciudad, pero todo ocurrió allí, ese 16 de junio. Cuando me avisaron que se suspendía porque había “revolución”, fue como si me cayera una bomba de esas de las que hablaban. Poco después mamá se fue, otra revolución, y ya no se festejó nada.

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Matiana Behrends

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matiana@hotmail.com 116


La

tristeza estructural

Hubo un tiempo en el que miraba mucha televisión, demasiada quizás. De todo, programas de siembra directa, de la fiesta del dorado, la novela de la tarde. Cada mañana el primer movimiento al despertarme era estirar el brazo derecho hasta el control remoto, miraba tele mientras me preparaba para salir a ganarme la vida miserable y que llevaba. Al volver del trabajo, me tiraba sobre la cama y contrastaba mi realidad con la caja brillante hasta quedarme dormida. Cada tanto se me caía una lágrima, húmeda y salada, por la injusticia de mi destino, me sentía la protagonista de telenovela, tonta, pobre, humillada (e increíblemente linda), antes que me descubriera el galán. Un miércoles por la tarde, recién llegada, con la ropa de la calle a medio sacar y, tostada en mano, lista para ver un programa de pesca en un canal relegado al final de la grilla me llamó la atención una propaganda de Mirtha Legrand promocionando una joyería de la calle Cabildo. En sus manos elegantes (aunque un poco arrugadas y decrépitas) brillaban pulseras de oro y anillos de cristal. De inmediato pensé: yo quiero ser esa, por supuesto que una versión más joven. Tiempo después, de la nada, se me concedió el deseo. Estaba en la cocina de mi casa, batiendo huevos para la cena cuando me vino una congoja quién sabe de dónde. Algo raro pasaba en mi ojo. Un dolor intenso que trataba de escaparse, más grande y sólido que una lágrima tradicional. Me la saqué de la mejilla y la miré: una pelotita trasparente, brillante y fría. La apreté entre los dedos: no se rompía. La tiré al piso: se astilló en un ruido seco. Me sorprendí: era de cristal. Un cristal trasparente y delgado, muy delicado, como el de los cisnes con plumas y brillitos que reparten en las fiestas de quince. Quizás me estaba volviendo tan elegante como la Chiqui (o más porque hasta donde yo sabía sus lágrimas eran normales). Qué emoción. 117


Esa vez lloré todo lo que pude. Y no era poco. Cristalicé todas mis angustias y también la injusticia del mundo, el vacío de mi vida, el pobre desempeño de Chacarita en la última temporada. Todo eran gotas sólidas que se deslizaban por la mejilla y se estrellaban en el piso. Embelesada, corrí a ponerme zapatos. Esto era más que ser lujosa, era ser única; si bien no todo lo que tocaba se convertía en oro, se le acercaba bastante. Pasaban los días y el llanto seguía siendo cristalino. Y ahí empezaron los problemas. Nunca habría imaginado que las lágrimas recorrieran siempre el mismo camino del ojo al cuello (como un caballo al palenque no se desviaban ni un milímetro del recorrido de la gota anterior). Eso trajo algunas consecuencias: de a poco se fueron trazando surcos en la piel. Primero sutiles, delgados capilares rojos verticales que contrastaban con la piel blanca; luego los surcos formaron grietas; más tarde las grietas fueron tajos que se abrían y cortaban mi cara en cuartos. Así, el dolor se iba haciendo cada vez más y más profundo. Poco a poco la cara empezó a sangrar y yo ya no me reconocía en el espejo. Como un pomelo rosado pelado a vivo, la piel dejaba expuesta a la carne. Es un lugar común decir que todas las tristezas dejan marcas, pero en mi caso era literal. De golpe ya no quería tanta sofisticación, ni ser La Diva de los Almuerzos , quería dejar de llorar cristal. A esta altura ya no podía salir a la calle, la gente se asustaba a mi paso y le tapaba los ojos a sus hijos que seguro tendrían pesadillas esa noche y las siguientes. Cualquier brisa me ardía y, en un círculo vicioso, eso me provocaba mas llanto y angustia. ¿Qué hacer entonces? Había que evitar la tristeza a toda costa: sin lágrimas no habría dolor físico ni sangre. Problema resuelto, pero ¿cómo? Llegado un punto en la vida, uno empieza a convivir con una tristeza…estructural, digamos. Algo que va a formar parte de nuestros días, aún cuando nos sintamos eufóricos. Quizás somos felices porque nos sabemos dueños de esa angustia. O quizás aprendemos a serlo solamente porque tenemos la conciencia que ella está ahí, agazapada, esperando el momento para dar el zarpazo y dejarte llena de grietas. 118


Si ese razonamiento es correcto, entonces al pasar el tiempo una sabe que va a tener que convivir con ciertas amarguras, lo acepto. No el dolor agudo punzante que te quita la respiración (ese es como un pariente lejano que te visita algunas veces. Si sos afortunado sus estadías serán cortas y esporádicas, si sos como casi todos, lo tendrás instalado por algunas temporadas), sino la tristeza, constante, que se transforma una manta, más pesada a veces o más liviana, pero siempre te cubre. Pero tampoco exageremos, mis problemas hasta el momento no eran muy distintos a los de cualquiera, sin embargo la cara toda tajeada se comportaba como un cartel luminoso de mi interior machacado. Temía el momento de mirarme al espejo, odiaba el reflejo surcado de lágrimas nocturnas y la piel en vivo. Ojalá no hubiera querido ser elegante y sofisticada, hoy tendría una angustia húmeda, salada y silenciosa, como la del resto de los mortales. La pregunta era cómo hacer para no encontrarme con la cara de lagarto al descubierto todas las mañanas cuando iba al baño a cepillarme los dientes. Supuse que si ya no podía eliminarla, al menos podría facilitarme la vida, o sea aprender a convivir tratando que las consecuencias fueran las mínimas indispensables. Para ello probé varias cosas; lo primero fue ponerme una máscara desde el lagrimal al cuello. El procedimiento que diseñé era simple: cuando las lágrimas se prepararan para salir, tenía que correr a donde nadie me viera, atarme el dispositivo protector por atrás de la nuca y la sostenía hasta que todo pasase. No iba a evitar el llanto, pero sin duda mi cara se mantendría lisa. Tenía que construirlo, para eso lo primero era definir el material. Nunca fui muy buena con las actividades manuales, pero me concentré buscando en mi casa algo que me pudiera servir. El latex me pareció adecuado: era finito, se adaptaba al tamaño y la forma de mi rostro, si lo consiguiera de un color trasparente quizás la gente no lo notaría. Lo último fue imposible, entonces desarmé varios guantes de cocina (naranjas, rosas y amarillos) , los cosí como pude y me senté a esperar que llegara mi asidua visitante. No tuve suerte, si bien las primeras lágrimas caían sin 119


problemas, al rato el cristal lo empezaba a tajear. Un tiempo después tenía jirones tricolores de goma y piel que se caían y formaban figuras tricolores en el piso. Pensé luego que tenía que ser de un material más fuerte, que no se cortara ni marcara. Solamente era posible hacerla de plástico, que era lo único disponible en mi casa (a esa altura exponerme a los vecinos no era un plan atractivo). Entonces elegí una ensaladera naranja desgastada (tenía trazos de cuchillos que no llegaron a romperla, por lo tanto supuse que el cristal tampoco le haría nada), la partí y la volví a pegar en forma de máscara que, empezando por debajo de los ojos llegaba hasta el cuello, con dos orificios para la nariz y uno para la boca. Sin herramientas acordes para fundir el plástico, la máscara perdió la adaptación ergonómica a mi cara de su antecesora, y quedaba como lo que era : una ensaladera de plástico con dos agujeros y sujetada por detrás. Tuve que descartar esta alternativa por impracticable y dolorosa, aparte de que era imposible ser vista así. Entonces me encerré; si había sido linda una vez, era porque mi tristeza estaba oculta en un halo de misterio. Ahora, con mi angustia expuesta, era un programa de cable de la madrugada en un canal marginal. Corrían los días y ya casi era imposible salir. ¿A dónde iba a ir? Tuve problemas en el trabajo (era recepcionista de un hotel), y no podía seguir faltando sin excusas. Lo mejor por el momento era renunciar, llamé a mi jefe y le dije que me tenía que ir de viaje a ver un pariente enfermo en otra provincia. No sé si me creyó. Sin trabajo se escapaba toda posibilidad de ingreso que no fuera encerrada. Pasaban los días y los ahorros fueron desapareciendo. Primero traté de administrar la plata, siendo muy austera podía aguantar un par de meses cuando todo volviera a la normalidad (si es que eso alguna vez sucedía). Comer era fácil: llamaba a los del supermercado y les pedía lo esencial para vivir (qué lejos me había quedado el lujo). La transacción acordada era simple: ellos tocaban timbre, yo pasaba sobre con dinero 120


debajo de la puerta, ellos daban su conformidad al monto entregado , yo abría la puerta y agarraba rápido el pedido. Funcionó por un tiempo, pero dada mi escasez de ingresos, tuve que achicar la comida. Una vez más mi situación no hacía otra cosa que causarme dolor. El dolor, llanto y el llanto, grietas. Una mañana de optimismo se me ocurrió una idea. Quizás esto que me pasaba tenía un lado positivo no explotado y yo podría eventualmente sacar mucho provecho: ¿y si junto las lágrimas en una canasta? Después las llevaría a un vidriero para que las funda nuevamente y me arme un juego de copas para vender por internet, sin necesidad de salir. Sería un lujo y un éxito. Existe el cristal de Baccarat, de Bohemia, de Murano, pero hasta ahora nunca en la historia había existido el cristal de Lágrima. Esto no sólo era un microemprendimiento, esto podía convertir mi barrio en un epicentro del turismo. La gente vendría a verme y comprar mis productos, los vecinos me lo agradecerían y yo saldría en la televisión. Puse manos a la obra. Lo primero que decidí fue hacer un juego de copas. Podría hacer de dos tipos: para tomar vino o champagne. Elegantes y sofisticados, como a mí me gustaban. Solo quedaba llorar, llorar mucho para, luego, transformarlo en un medio de vida. En vez de ganarme el pan con el sudor de mi frente, lo haría con el cristal de mis lágrimas, que es casi lo mismo. El primer día empecé a las nueve en punto, tal como dictaba el convenio colectivo que había negociado y firmado conmigo misma. Lloré por cuatro horas exactas. A la una paré para almorzar y volví a llorar cuatro horas más. A las seis de la tarde, ni un minuto extra, paré. Resultado: junté lágrimas como para una copa. Exhausta luego de mi primer jornada laboral corrí a ponerme polvo cicatrizante en la cara y a distraerme con un documental de implantes odontológicos. Al día siguiente, me desperté a las ocho de la mañana, desayuné, y a las nueve tenía todo preparado para comenzar otra jornada laboral. Todavía con las heridas abiertas del día anterior intenté trabajar durante media hora, pero mi cuerpo estaba decidido a no llorar. Aunque me esforzara (tenía algún video con 121


dramas de amor o mascotas abandonadas que ayudaría llegado el caso), no caía ninguna gota. Frente al dolor de la cara las lágrimas se quedaban en el ojo y se negaban a salir. No había recuerdo triste, película de amor o de cachorritos dejados al costado del camino que lograra lo contrario. Fue un alivio y una desilusión al mismo tiempo. En esas condiciones, no pude seguir mucho tiempo más con mi empresa, apenas logré juntar un par de lágrimas que solamente alcanzaron para una copa de licor. A un día de haberla empezado, mi carrera de lloradora profesional estaba acabada, tenía que pensar nuevas alternativas. No tengo muchos recuerdos de las semanas siguientes. Los días se transformaron en un continuo de luz –noche, en el que a ratos estaba despierta o en un estado intermedio entre la vigilia y el sueño y, algunos otros pocos, dormida. La tristeza estructural, como a todos, me merodeaba. Me hacía el jueguito seductor cuando estaba despierta y se apoderaba de mí como aldeana indefensa frente a un saqueo de bárbaros cuando dormía. El dolor amenazaba con visitarme, estaba por el barrio. Pero mi actitud positiva trataba, no siempre con éxito, de atajarlo en la puerta como a los repartidores del supermercado. Encerrada y muerta de hambre, sin analgésicos ni tranquilizantes cada vez estaba más débil en todo, el sueño, el llanto, la energía. Fue casi un milagro que en ese estado llegara a vislumbrar una salida posible a este entuerto. Debo haber heredado esa fortaleza interna de mi abuela (una mujer apenas más joven y bastante más rústica que mi adorada Chiqui) cuya frase de cabecera solía ser, “lo último que se pierde es la vista del vaso medio lleno”, mientras retorcía pescuezos de pollo y los desplumaba con sus propias manos. De todas maneras, con mis últimos hilos de lucidez pensé que si ya no podría nunca más llorar sin tajearme la cara, entonces era fácil: había que dejar de llorar. Para eso tenía eliminar la tristeza de mi vida, sacar de cuajo lo que más pudiera. Olvidarme de toda la teoría de la tristeza estructural. Tan simple como eso, puse en marcha lo que se me ocurrió denominar “Operación ser feliz no está de más”. 122


Mi plan tenía una falla: mi estado natural no era la felicidad. Nunca tuve la capacidad para estar todo el tiempo contenta, ni siquiera un día entero. Qué digo un día, apenas experimentaba un par de horas de algarabía y empezaba a sentir el peso de la tristeza estructural. Así como el dolor es un pariente lejano que visita a veces, la alegría es el amor imposible que esperás por meses que pase por tu vereda un rato. Pero ahora , en mi nueva realidad de gajos de cara pelados a vivo, encontrar la manera de que se quede era una cuestión de supervivencia. Tenía que pensar cómo se hace para ser feliz cuando el mundo está en contra. Ser feliz aún cuando…el perro muerde, cuando la abeja pica, cuando me siento triste. Ya está, la magia de Hollywood nuevamente depositaba la solución en la palma de mi mano: Fräulein María cantando en los alpes austríacos, alejando a los huerfanitos von Trapp del miedo y la angustia de una tormenta eléctrica, el padre tirano, la madre muerta, la malvada baronesa y la amenaza alemana que cruzaba la frontera. Tarareé esperando (como dicta el guión de la película y la letra de la canción), sentirme mejor: When the dog bites When the bee stings When I’m feeling sad I simply remember my favorite things And then I don’t feel so bad Gracias a mi precisa afinación y sentido rítmico, acto seguido me vi corriendo por las calles de Salzburgo con un vestido hecho de cortinas. No, el pelo corto, los trajes tiroleses y escaparme de los nazis través de las montañas para terminar sobreviviendo como familia cantante en Estados Unidos no era lo mío. Aparte en mis ventanas tengo postigones. Descartado. Tenía que existir un lugar en el mundo donde yo pudiera evitar las lágrimas destrozacaras y conservar la piel entera . Me puse a pensar, ¿dónde hay alegría, sol, música, baile, playa y mar? Un solo lugar en el mundo resume tanta algarabía: Brasil. Sí, Brasil, donde todo el año es carnaval. La tierra de la es123


cola do samba, la capoeira, la caipirinha, de los trencitos de los casamientos (Brasiiiil , laralalalalala), los garotos, los hits veraniegos con pasitos de baile incluídos, ilari lari eh oh oh oh. En una de esas ahí me contagiaban (porque después de todo se puede transmitir a extranjeros, la alegría no es solo brasileña). Junté la plata que me quedaba, cerré el departamento (más adelante sabría qué hacer con él) y una noche, sin que nadie me viera, compré un boleto en micro hacia Camboriú. Armé un bolso con lo indispensable y encaré para Retiro con un sombrero y una chalina que me tapara la cara. Fue un viaje largo pero por suerte pude elegir uno de los asientos del fondo. Escondida y con la cara tapada, a medida que las horas pasaban y la tierra se iba poniendo colorada traté de no asustar a los niños, aunque alguna vez vi a sus madres que les desviaban la atención hacia la película del micro y el resto del paisaje. Al llegar a la frontera tuve miedo de volver a llorar. Me pregunté si escaparme de mi casa también significaría que la tristeza estructural se quedaba de este lado de la línea divisoria. Pensé una solución a medias: bajar corriendo del micro y esconderme en la selva. Podría ser un plan interesante, vivir como en una película de la Coca Sarli caminando por Misiones (tarde o temprano aparecería un cazador), pero no me conformaba. Si me iba, me iba con todo. En Brasil iba a poder ser alegre, ellos saben cómo ser alegres. Quizás en un tiempo, recuperada, podría volver. Sin mirarlo, le entregué mi documento al oficial y seguí viaje. Al llegar a Brasil conseguí una cabaña silenciosa y alejada (nadie me preguntó nada y si lo hizo no lo entendí), sobre el morro, un poco lejos de la playa. Ahí dejé pasar unos días adaptándome y conteniendo las lágrimas. No era fácil, trataba de no pensar mientras los tajos de mi cara cicatrizaban. Cuando consideré que estaba en condiciones de ser vista, bajé al pueblo y me ofrecí como mucama en una posada de la zona. Era temporada baja, y me contrataron por hablar español. Me imaginé que con el tiempo, si las cosas salían bien, cuando llegaran los turistas iba a poder mostrarles la cara. 124


Con el tiempo, el sol y la caipirinha las heridas empezaron a desaparecer. El clima brasilero iba alejándome de la tristeza y el manto de angustia era más parecido ahora a una sábana clara del fin de la primavera, que no se iba a ir pero, cada tanto permitiría un sueño más tranquilo y liviano, de noche tropical. Claro que tenía que cuidarme de las quemaduras al principio y del agua de mar que era ácido en mi cara, pero más allá de eso todas las heridas parecían cerrar. El yodo de la espuma marina siempre fue cicatrizante, como lo decía mi abuelo. Todas las tardes me sentaba a ver el atardecer, a veces hasta sin pañuelo en la cara, y a tratar de elaborar la tristeza estructural. En esa época repetía como un mantra: si pudiera sacarla de adentro mío, si pudiera ser de esas personas que pueden ser felices, quizás no estaría tan mal llorar algún cristal de vez en cuando. En la moderación está el gusto y en el gusto está el trascurrir de la vida plácido como una playa sin olas. Los días parecían darme la razón. Pero una tarde me emocioné al ver una mamá con su hijo y las lágrimas volvieron a abrir los surcos. Otro día alguien, un vecino, (a esa altura yo ya me relacionaba con gente), me contó un chiste, lloré de risa y descubrí que las lágrimas no eran solamente de tristeza. Tuve que escaparme corriendo para que no me vieran. Ya no me iba a reir como antes. Entonces tuve revelación: en la tierra de la alegría tampoco puedo estar demasiado feliz como para llorar de la risa o emocionarme con un hecho trivial porque eso también duele. Si sigo llorando cristal (y nada parece indicarme que eso va a cambiar) mi vida está destinada a un estado de ánimo templado y silencioso, un pentagrama de tres notas, donde podés ir un tono para arriba y otro para abajo, pero tengo que olvidarme de agudos brillantes o de graves profundos. En esta vida, de ahora en más me voy a quedar recostada en el medio de la melodía cuidando que se mantenga dentro de los límites, porque si me excedo, duele y corta. Ya no tengo más el televisor, cambié el lujo por las estrellas del morro y casi me da lo mismo que la tristeza estructural no se vaya, ahora que se que la alegría demencial tampoco puede venir, al menos me hace un poco de compañía. 125


M adre N aturaleza Empecé a cavar un pozo sin saber por qué. Instinto tal vez. Me llené las manos de tierra. La tierra se transformó en lombrices que salían de mis uñas y subían por mis dedos. Grises y viscosas hacían rulos sobre mi anillo de oro para luego avanzar hacia adentro de la camisa. Eran muchas y se movían en formación militar: adelante, la defensa siciliana de las siempre sufridas lombrices peones explorando el campo. Luego las lombrices caballos, ágiles, ganaban terreno a los saltos. Más adelante las lombrices alfil y torres, disfrutaban la conquista de yo, su territorio enemigo. Plantaron bandera en mi brazo y fueron por mi hombro en una marcha arrastrada que producía cosquillas gelatinosas y frescas. Mientras tanto, las lombrices peones hicieron cumbre en la clavícula y comenzaron el descenso por la espalda. La peregrinación hacia el sur era lenta pero constante, en fila reptaban sobre un trazado paralelo a mi columna vertebral. Al llegar al valle lumbar hicieron una pausa. Fueron unos minutos de incertidumbre en los que contuve la respiración. Pude intuir una discusión entre las torres y los alfiles acerca del camino a seguir: las opciones se dividían entre ascender derecho el monte de los glúteos o hacer un rodeo en diagonal por la cadera. Las torres ganaron y el ejército empezó, no sin esfuerzo, a escalar el glúteo. Los caballos, blancos y negros, intercambiaban posiciones y se cruzaban a los saltos: dos pasos hacia adelante un pequeño salto en diagonal y así empezaban el descenso del monte. Tan pronto como los peones conquistaron el hueco poplíteo un setenta y cinco por ciento de mi cuerpo había sido dominado por las lombrices. Fue en ese momento cuando sentí un temblor y una fuerza en la uña del pulgar, como un bebé tratando de salir de nalgas. Las contracciones dilataban las uñas de mi mano. Al asomarme la ví salir. Grande, imponente, la Reina. El resto del ejército ya había dado la vuelta y estaba en mis tobillos. La vanguardia hizo un agujero en la tierra y, uno a uno, empezaron a entrar. Primero los peones, luego los caba126


llos, los alfiles, las torres que esperaban a la Reina, para cerrar la retaguardia. Una vez que todos entraron, las lombrices torres se encargaron de cerrar el agujero y separarse para siempre del sol. Me quedé parada por un rato en el mismo lugar, hasta que se hizo de noche. Nunca mas volvió a salir nada de mis uñas. Yo, ignorante de ese destino de uñas cerradas, me senté al día siguiente en el banco de la plaza mirando mis manos con insistencia. Esperé que algo pasara. Nada. Unos minutos más tarde empecé a sentir tambores. Racatán, racatán. Llegaban desde mi estomago, subían por el esófago y seguían por el cuello. A medida que se acercaban al oído, el sonido se volvía más claro. Había bombos, platillos, instrumentos de viento y la vibración de mil pies caminando hacia mis oídos. Me esforcé por escuchar con detalle la melodía, que parecía la marcha de San Lorenzo. En la medida en que los millones de pies se acercaban a los huesos del oído, la música se volvía cada vez más fuerte e insoportable. Ahora sí no me cabía duda, era la Marcha de San Lorenzo. Cuando las trompetas terminaron el último acorde y escuché el grito de “¡Honor , honor al Gran Cabral!” dejé de sentir los pies caminando por el martillo, el yunque y el estribo. Seguían existiendo las criaturas , sabía que estaban ahí, pero ya no tenían pies, sino que se apilaban en pequeños capullos que me daban una cosquilla de hilos de seda que me hizo perder el equilibrio. Pasaron varios minutos de silencio, el mundo había apretado el botón de mute y era inminente el estallido. Mientras tanto, nada, ni un pelo de mi cuerpo se movía, apenas el oxígeno que trataba de entrar y salir de la manera más sigilosa posible, para no molestar. Y de golpe un estruendo tremendo: con verdadero sentimiento los clarines de la banda arremetieron con los primeros acordes del Himno Nacional. “Paaaaam paaaaam papaaaam”. Me paré, al fin y al cabo soy una persona patriótica. Canté junto con los capullos a viva voz. “Oh, juremos con gloria morir”, gritamos todas las orugas se acercaron al límite de mi oreja con el mundo exterior y, antes de que las trompetas terminaran de sonar, una infinidad de mariposas de todos los colores salieron de mi oreja derecha. 127


Los pude contar: fueron exactamente cuarenta y siete minutos de explosión: mariposas rojas, mariposas a pintitas, mariposas celestes y blancas, violetas, con estrellas, con inscripciones y leyendas, con poesías, escarapelas, propagandas de gaseosas y descuentos de tarjetas de crédito. En el aire eran un enjambre que dibujaba siluetas entre los toboganes: la primera que pude distinguir era una réplica bastante acertada de la Casita de Tucumán, después fueron más ambiciosas e intentaron La Gioconda. Finalmente compusieron la propaganda “Compre con calidad, compre con seguridad, compre en almacén La Piedad. Bahía Blanca, esquina la vía” . Una vez que terminó el show de formas tomaron altura y se perdieron en el cielo. Tan entusiasmada estaba con mis criaturas que no me di cuenta del espectáculo que estaba dando en la plaza. Una abuela me señalaba y le mostraba a una nena que revoloteaba contenta alrededor mío y jugaba con las mariposas. Otras, aterrorizadas, agarraron al voleo a sus nietos o a los ajenos cuando caían del tobogán y se dieron a la fuga. Las peores fueron a alertar, sin éxito, al policía de la esquina. Cuando terminaron de salir de mis orejas ya no las volví a ver. Vivirían su vida de mariposas en la plenitud del aire. Me sentí orgullosa de haber sido el capullo para seres tan ágiles. Pero nuevamente estaba sola, parada en la plaza y anocheciendo. Volví por varias semanas. Me sentaba a esperar otro milagro. Una vez me picó la nariz y me alegré. Me imaginé un ejército de abejas listo para ir a preparar miel. Pero era solo un resfrío, estornudé un par de veces, me soné los mocos y se me pasó. Nunca más volvieron a salir seres vivos de mi cuerpo. Lo hubiera deseado y por semanas lloré como una mujer estéril, pero con el paso del tiempo me fui olvidando y distrayendo. Ahora a veces me acuerdo de mis tardes fértiles cuando juego al ajedrez, o en algún acto patrio de la escuela, donde no puedo evitar comparar el poco entusiasmo de mis alumnos cantando el himno, con la emoción y sinceridad que cantaron mis mariposas esa tarde en mis oídos.

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Lore Berger

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lberger@fibertel.com.ar 130


G ardenia Había contratado y pagado mi estadía en el Lago Correntoso. Uno de los motivos era que quería evitar por todos los medios que se festejara mi cumpleaños. Cincuenta es una cifra demasiado elevada para mi gusto, y cuando se me daba por pensarlo, mi humor hacía un giro de ciento ochenta grados. Además necesitaba estar un poco solo y tranquilo después de un año de mucha actividad. En ese momento no requería de nadie con quien compartir mis elucubraciones, iba dispuesto a conformarme con mis habituales monólogos frente al espejo. ¡Estaba agotado! Me había llevado bastantes libros como para pasar los siguientes diez días escuchando música, caminando y disfrutando del paraíso que es todo aquello. Cuando llegué frente al lago, me quedé sin aliento. El azul del cielo y el agua se fundían en uno. Difícil reconocer que no era un sueño. Sin embargo no había contado con los factores humanos que te pueden transformar una estadía agradable en un infierno. Sí, su nombre es Gardenia, Gardenia. Es delgada, pero yo diría que flaca es un término más adecuado para describirla. Aún siendo celestes, sus ojos no tienen brillo ni expresión. Lo cierto es que si en algún momento habrían transmitido vitalidad, con el tiempo perdieron todo fulgor y atractivo. Dentro de sus esquemas mentales rígidos no deja de ser inteligente, o sea que sabe usar a los otros para su provecho. Pero no me hagan caso. No soy objetivo. Cada vez que la miro, se revela la placidez de una vaca. La habían alojado en un bungalow cuya parte trasera lindaba con la mía. Ese primer día, cuando tuve el disgusto de verla llegar, la reconocí enseguida. Su cuerpo se bamboleaba, sus pechos desprovistos de sostén, subían y bajaban al ritmo de su andar. Romualdo, me dije, sonaste como arpa vieja... Durante siete años traté en vano de que acepte su vida como 131


es, que deje de traerme regalos, de mirarme con adoración. Mi gran logro fue hacer que deje de ponerme,con todo su cariño, las manos encima. Años de intento de persuasión, se fueron a la mierda en un instante. ¿No era suficiente aguantarla en el consultorio tres veces por semana? ¿También tenía que encontrármela en el culo del mundo al que me había ido a refugiarme de la humanidad? La primera tarde logré evitarla, saliendo por el bosquecito que daba a la parte trasera de la posada, di toda la vuelta y me fui a caminar. Sin embargo, el alivio fue pasajero; aunque me levanté temprano, a la mañana siguiente cuando estaba disfrutando de los dulces de la región y del sabroso café, oí detrás mío un grito salvaje acompañado de las palabras: -Doctor, ¡que bárbaro! Ahora sí que los dos vamos a poder disfrutar de nuestra mutua compañía. Unas diez personas estaban desayunando. Todas giraron su mirada al unísono. ¡Qué vergüenza! Sin embargo, eso sólo fue el comienzo: cuando averiguó que yo iba a hacer una excursión a la tarde, sin dudarlo ella también reservó su asiento. Cuando llegó la hora subí a ocupar mi lugar y me la encontré esperándome. Tan pronto el ómnibus arrancó, ella se cambió de asiento para estar cerca de mí y con la voz de pito que la caracteriza empezó a quejarse de su madre con la que vivía y a la que no aguantaba más, del mecánico que no sabía nada de motores y de su amiga que la llevaba a bailantas en las que el ruido y la gente eran inaguantables. Por supuesto, no le importó que otras personas la escucharan, fue como prender la radio y escuchar a un relator de box transmitiendo en simultáneo. Para hacer que mi vida transcurriera mejor, yo había tratado de convencerla, en vano, de que su estado de ánimo era óptimo, que podría vivir muy bien sin mí, ya que tenía amigas chismosas muy parecidas a ella, que podría conformar a su madre comprándole un microondas, y por qué no alguna ropa, pero no. Una vidente, a la que consulté en mi desesperación me había vaticinado que una persona me iba a dificultar la vida. Yo le 132


creí, aunque nunca se me habría ocurrido pensar en Gardenia. Lo cierto es que no valía la pena tratar de convencerla de que no era la ocasión adecuada para ejercer mi profesión. Después de tratar de calmarme con un lexotanil, me apareció la recurrente obsesión del suicidio hasta que comprendí que permanecer allí en esas condiciones me superaba y que así no valía la pena vivir. Entonces, la noche siguiente apagué todas las luces de mi bungalow, empaqué con el reflejo del pasillo mis escasas pertenencias y partí rumbo a Buenos Aires, donde, por lo menos, durante las dos semanas siguientes iba a vivir alejado de Gardenia.

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La

consulta

Después de caminar un trecho por un solitario y oscuro paraje lleno de ruidos que hacían pensar en perros feroces, llegó corriendo a una casa de barrio de esas que datan de principios del siglo pasado. Con grandes dudas, tocó el timbre. La persona que respondió le explicó que el número de calle colocado en el frente correspondía a dos viviendas a la vez y que la que ella buscaba era la otra. La noche anterior había estado con una amiga que le contó que había ido a lo de una curandera con un muy buen resultado, y le instó a hacer una prueba. Si resultara positiva sería de gran alivio. A pesar de la osadía de lo que iba a emprender, concertó una entrevista. -Espéreme mañana a eso de las siete. Después del trabajo voy para allá. Finalmente, una mujer le abrió. Era de aspecto común, delgada, pálida, de unos sesenta años, que la condujo amablemente por un pasillo muy oscuro al aire libre, después de recorrer varias habitaciones. -Se quemó la bombita -le informó. Luego, llegaron a un espacioso pero sencillo comedor, y finalmente a otra habitación interna, que le hacía las veces de dormitorio y sala. Curiosa, la joven vio que era de techo alto con paredes manchadas de humedad. En la cama de una plaza, entre otras cosas, sobre una colcha algo descolorida de diseño floreado había una pila de ropas dobladas. En el medio de la pieza se veía una mesa vieja con mantel de hule y cuatro sillas que daban la impresión de ser todo menos seguras. Se preguntó dónde se podría sentar, aunque la mujer en ningún momento se lo ofreció. Del otro lado observó un aparador antiguo, muy sencillo, cuya tabla superior estaba abarrotada de objetos: un candelabro de metal con un trozo de vela roja, un crucifijo, una Virgen de Luján, un florero de vidrio azul con flores de papel bastante sucias, un viejo cenicero de madera y en un estante unos pocos libros y anotadores. 134


La dueña de casa se quedó observando fijamente los ojos de la visitante, sin hablarle. Fue esta última, desconcertada, la que inició la conversación, contándole el motivo que la traía a la consulta: una gran verruga en expansión que tenía firmemente instalada sobre su cuero cabelludo y que le molestaba cada vez más. Entonces, la curandera tomó un cuaderno Gloria algo ajado, de esos que se usan en la escuela primaria, y después de hacerle varias preguntas, le pidió su nombre y anotó todo. -Ajá, su nombre tiene cuatro letras. Mientras ella escribía, la joven se quedó pensando, comparando en silencio su coqueta vivienda tipo dúplex, con paredes tapizadas de libros y compacts, especialmente de ópera, además de varios aparatos de última generación, asombrándose de cómo alguien como la curandera podía vivir en tanta precariedad. -Dígame a qué hora se va a encontrar mañana tranquila en su casa -la interrumpió la mujer. Después de dudar unos instantes, decidió contestarle. -A las seis de la tarde . -Bien, a esa hora deberá enterrar bien profundo un trozo de carne cruda. Yo haré mi trabajo desde aquí a la misma hora. La verruga se secará en un tiempo que no puedo precisar. Si le pica, le duele o siente algo raro, llámeme. Así dio por finalizada la entrevista, luego de extender rápidamente su mano para tomar el billete que le había tendido la muchacha. Parecía no acordarse de su protesta inicial de renunciar a pago alguno. Con ojos penetrantes, que parecían atravesarla y adivinar su pensamiento, la acompañó a la salida, donde le ofreció una mano áspera y callosa. Parecía ya estar en otra cosa. Cuando la joven llegó a su barrio compró la carne y a pesar del asco que sentía, a la hora indicada la enterró en una gran maceta. De madrugada, se despertó con una picazón en todo el cuerpo y pústulas de color rojo. A pesar de estar muy molesta, esperó hasta la mañana, dudando sobre lo que debía hacer. 135


Trató de llamar a la curandera. Estaba tan nerviosa que al primer intento escuchó una voz que le decía: -Consulte la guía. El número marcado no corresponde a un abonado en servicio. La joven, todavía más desconcertada, volvió a consultar su agenda. Al segundo intento, tampoco pudo comunicarse, ya que sólo escuchó un ruido como de teléfono ocupado. Temblando, se sentó en su sillón preferido, esperando serenarse un poco. Buscó un pañuelo para secarse la transpiración y finalmente llamó por tercera vez y escuchó: -Evidentemente, usted llamó a un número equivocado. Aquí vive la familia Hernandarias.

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P ompeya Al entrar María José a lo que quedaba de la casa, el brillo del sol que venía de afuera la cegaba y sólo alcanzó a distinguir formas borrosas; pero luego, ya acostumbrada a la luz, advirtió los detalles de las pinturas de atrevidas escenas eróticas y de culto a falos de todo tamaño, y no pudo evitar un gesto de disgusto, y se arrepintió de haber querido conocer esa parte provocativa de las ruinas, y eso que su marido, antes de que ella viajara al Congreso de Dermatología a Roma, ya le había hablado de los tesoros arqueológicos de Pompeya y le había advertido de que se trataba de uno de los lugares que valía la pena visitar. Al llegar a la entrada de las ruinas, Vincenzo se le acercó y le propuso ser su guía. Ella, aplicando la rígida enseñanza de las monjas, lo miró con desconfianza. Observó que era de tez blanca, cabello bien oscuro, ojos pardos y labios gruesos. El uniforme verde de cuidador con las insignias del Ministerio de Cultura realmente le quedaba muy bien. Tendría unos treinta años o algo más. Curiosa, María José, al observar la simpática sonrisa del hombre, decidió dejarse conducir. A pesar de que ella no hablaba muy bien italiano, se comunicaron a través del inglés elemental de Vincenzo que, además se ayudaba con los gestos, la expresión de los ojos, y por qué no, con algo de intuición. Para convencerla, y conociendo muy bien a las mujeres, a pesar de que no se había casado todavía, le dijo: -No te voy a tocar un solo pelo, si no querés. Yo sé guardar mi lugar. -Yo soy casada y no acostumbro engañar a mi marido -le respondió María José. Después de que él le hizo conocer las maravillas de esa ciudad en ruinas, su Templo Mayor, la fantástica vista de los alrededores, la tomó con naturalidad de los hombros y le propuso mostrarle lo que pocos turistas tienen el privilegio de ver: la casa erótica, con sus escenas de pinturas temáticas. Con el rabillo del ojo, notó que él la miraba sonriendo y, como quien no quiere la cosa, su mano 137


derecha rozó el hombro de la muchacha mientras la izquierda se apoyaba suavemente sobre su seno derecho. Ella se apartó con miedo de que alguien los hubiese visto. Su corazón latía con fuerza y pensaba que debía resistirse a ese hombre tan seductor, pero al ver todas esas imágenes tan provocativas advirtió que su posición era bastante arriesgada, aunque por otra parte ardía por saber cómo continuaría el juego que se había iniciado entre ellos. Podía imaginar que Vincenzo solía llevar allí a muchos turistas. Si se trataba de hombres, se las arreglaba para conseguir buenas propinas, pero con mujeres, la recompensa era de tipo íntimo. A la hora y media de caminar por las ruinas, tratando constantemente de alejarse del tan atrevido cuerpo masculino, María José le confesó que estaba cansada, a lo que él la invitó a sentarse en lo que quedaba de una de las habitaciones situadas en el extremo norte de la ciudad. Ya no le cabían dudas de lo que podría suceder, y, en actitud de defensa, se sentó sobre una piedra de las que bordeaban la plaza. Si alguien hubiera pasado por allí en ese momento, habría notado que los dos sonreían y que ella ya casi no esquivaba el juego de las manos masculinas, permitiendo los lentos y suaves avances sobre su fino cuerpo de mujer. En la medida en la que él se volvía más insistente, ella desviaba la vista en señal de rechazo aunque su rostro enrojeciera. Tenía calor, frío, dudaba, se oponía, aunque no lo suficiente, volvía a dudar, pero cuando se quiso acordar, su cuerpo estaba pegado al del hombre, quien con mucho cuidado y delicadeza la levantó de un brazo y la condujo hasta su automóvil. Vincenzo tenía que avisar a su mamma que esa noche no iría a dormir. Era curioso: ella, sin proponérselo, estaba procediendo de la misma forma en que se dice que actúan las mujeres cuando viajan solas por el mundo. Esperando al hombre en el auto, pensó que su actitud no concordaba con la vida que había llevado hasta entonces, no solía actuar en contra de sus principios. Evidentemente, su deseo, de una intensidad hasta entonces desconocida, había sido más fuerte que las convicciones de toda una vida. 138


Llena de dudas por su actitud y la sorpresa de la situación, después de un corto viaje por la campiña durante el que no dejó de sentir la mano experta que la recorría toda, aterrizó con ese ejemplar de hombre hermoso y primitivo en una hostería de campo rústica, donde los dueños los recibieron con mucha cordialidad, casi como si ellos también hubiesen pertenecido a ese lugar. Les prepararon un rica y sencilla “pastashuta”, que muertos de hambre devoraron. Después de saborear el delicioso “lemonchello” de la sobremesa, se retiraron a una habitación con una confortable cama doble, donde él, esta vez sin el temor que los vieran ni de la incomodidad del coche en movimiento, él se adaptó delicadamente a la cadencia del cuerpo femenino que sentía debajo del suyo. Ella gozó como nunca lo había hecho, venciendo todos los temores y prejuicios, de la convincente insistencia moralista de las monjas, que a pesar de sus esfuerzos no habían sido lo suficientemente hábiles en inculcarle. Luego de una fogosa noche, a la mañana siguiente él la acompañó a la estación de tren. Allí, Vinzenzo, como buen italiano, no pudo evitar mirar para todos lados cuidando de que ningún otro hombre se le acercara. Desde entonces, cada vez que su marido le hacía el amor, ella recordaba la delicada suavidad de las manos de Vincenzo.

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Esperanza Casco

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ceibo18@yahoo.com.ar 142


S aqueo Buenos Aires, 2001.

—¿No podríamos quedarnos siempre en este día? —susurró Lía al oído de Ney mientras contemplaban juntos la ciudad desde el piso veintiuno. De un lado la General Paz circunvalando el límite norte de la mirada. Hacia el río, el resplandor del agua reflejaba los últimos destellos del esperado sol del verano. Más cerca, hacia el sur, un manto verde de pocas cuadras: la calle Melián hasta la estación de tren. Anochecía. El viento los despeinaba a los dos en la terraza de la torre. Lía caminaba de un lado a otro. —¡Mirá Coghlan! ¡Qué hermoso el puente sobre las vías! —gritó. —¡No te acerques tanto! — Ney la trajo hacia el centro, lejos del abismo. —¡Ah, aquella es Cabildo…y allá Palermo! ¡Mirá qué divinos los bosques de Palermo! Dale, Ney, prometémelo, nos quedamos para siempre en este día. ¿Qué temperatura hará? ¿Veinticinco grados? ¿Por qué soportar frío o calor? Ney sonrió apenas y se asomó con cuidado a admirar la ciudad. —Plata no hay —prosiguió Lía—, así que por lo menos que nos ayude el buen tiempo. Si sos chico, jugás, los adolescentes se divierten sentándose en la calle o andando sin rumbo por ahí. Si tenés un dinerito te vas a navegar por el Tigre o cruzás el río y te vas a Carmelo o a Colonia. Y si no tuvieras ni una moneda, dormís en la vereda… a nadie le viene mal un día así, ¿no? Bien decía el poeta: dormir en la calle significa confianza en el mundo —miró de reojo a Ney. Él estaba en lo suyo. Levantó la vista hacia ella un segundo y eso le bastó para seguir, entusiasmada. —Fijate en Brasil, no tienen un mango pero playa sí. Es un bien de los pobres la playa, un juego gratis. ¿Alguna vez viste a alguien zambulléndose en el mar con expresión angustiada? No se requiere ropa ni auto ni capital. Y nosotros, bueno, nosotros estamos protegidos por los dioses. ¿Viste Europa, Asia, África? Incluso Norteamérica. Tiene mil calamidades, aludes, ciclones. 143


Acá no. Dios es argentino. Sí, ya sé, me dirás, ¿y la crisis?, ¿dónde está Dios ahora? Y yo te respondo que esto nos está uniendo, la solidaridad, las asambleas. Es un despertar; crisis es ruptura, es oportunidad, es cambio. Ney se había sentado y jugaba con una ramita seca. Con el cabello en ráfagas sobre su cara se lo veía reconcentrado, absorto, y a la vez aniñado, disfrutando de su palito, tamborileando. Nunca le decía que no a Lía, ¿para qué?, ella tenía sus seguridades. Nunca había sufrido en carne propia. Y él no tenía derecho a desengañarla. Respetaba la inocencia ajena porque la propia… —Además esto no puede durar, Argentina es el granero del mundo. Podemos alimentar a cien millones de personas y no llegamos a los cuarenta. Plantás una semilla y crecen cien árboles. Enormes reservas de agua, las montañas, la nieve, el desierto, las cataratas, las ballenas, los glaciares. Y Buenos Aires. Buenos Aires no tiene nada que envidiarle a Londres, a París. Y no lo digo yo, es un hecho objetivo. Mirá la CNN. —Ney frunció imperceptiblemente el ceño—. Después de Europa, somos nosotros quienes tenemos más ofertas gastronómicas para el turista: el bife de chorizo, el locro, las empanadas. ¿Dónde vas a conseguir toda esa diversidad? Sin mencionar a Borges, a Cortázar, al Che… Se sintió un jadeo brusco y luego, seco, algo que pareció un disparo. Del hueco de la escalera emergió el torso de un hombre y se desplomó. Un chorro de sangre brotó lejos. El cuerpo se estremeció unos instantes y no volvió a moverse. Lía y Ney permanecieron sin reaccionar por un segundo y luego se apartaron de un salto ocultándose detrás de la caseta de alta tensión. “Sangre y dolor”, pensó Ney. Se había alejado deliberadamente de esas dos palabras. —Ney… está muerto. —¡Callate! —No respira, Ney. —¡Vos no respires, callate! —y le apretó la mano con fuerza inusitada. 144


Sintieron gente subiendo los escalones. Alguien agarró con brutalidad al cuerpo y lo alzó en vilo; luego lo dejó caer como bolsa de papas. Volvió sobre sus pasos y bajó la escalera hasta que no se escuchó ruido alguno. —Pidamos ayuda, Ney. —No seas boluda. —Tengo miedo. Ney se levantó con dificultad de su posición, como si estuviera herido, los puños crispados y los gemelos duros como un garrote. De tan tenso el cuerpo le dolía. Casi se arrastró para alejarse aún más del charco de sangre. ¿Y si volvía el tipo ese? Los mataba, seguro que los mataba a los dos. Él exudaba un olor ácido. Lía se había cagado encima. Ney miró hacia debajo de la terraza buscando una saliencia, algo de donde aferrarse: nada. No había manera de irse sin pasar por al lado del muerto y pisar el espeso camino rojo que se perdía en la rejilla del desagüe. Nubarrones. Un viento inesperado sobrevoló la torre y se largó a llover. Ellos y el muerto se empaparon. Lía lloraba y tiritaba aunque la lluvia era tibia. Ney era una estatua pálida. Se oyó un rumor grave y áspero que venía desde abajo. Una manaza y después un brazo y el perfil de una cara se acercaron al hombre inerte y le acomodaron bajo el pecho una escopeta. El rostro era incierto pero se destacaba el uniforme azul. Ellos estaban pegados a la caseta, casi sin volumen. Tiesos como felinos antes de atacar a su presa pero al revés: cualquier error terminaba el juego y veintiún pisos eran demasiado. — Me meo, esperá —dijo el hombre al que pertenecía la cara y subió enteramente a la terraza bajándose el cierre del pantalón. Pasó un pie bien lejos del muerto y se apoyó en el muro que daba al río. Era un tipo enorme, sólido y aindiado; del norte, quizás, una mezcla —¡Qué masa! Hay barcos iluminados, Lobo. —¿Sabés cómo deben estar cogiendo…? —se sintió. —Y vos, ¿no estarías? —con un tono infantil, preguntó el grandote. —Ya voy a estar, ya voy a estar —dijo la segunda voz. Una voz divertida, de fiesta, de boliche. 145


El indio sacudió y se cerró el pantalón. La lluvia amainaba. —Bueno, decile al Seguridad que haga la denuncia a la Seccional y salimos rajando a los tiros. ¿Ya sacaste lo del 7º 2? —inquirió tranquilo el Lobo. —Sí, está todo en el garaje. —Antes revisá a este ñato, debe tener plata encima —ordenó. —No, no jodás, vámonos. —Daleee, el bolsillo y la chaqueta —era helada ahora su voz. —Vení vos, yo no quiero tocarlo, ya hice lo mío. —Bien que te querías apretar a la rusita de abajo… —socarronamente apuntó el Lobo. —No vas a comparar. —Sacale todo al fiambre ya o… El grandote miró al Lobo suplicante, los pómulos enrojecidos y el rostro como pintado de tiza blanca. —o te quedás con él —y lo amenazó fiero con la pistola asomándose en el hueco de la escalera. Tenía facciones suaves, una campera de cuero negro y el pelo despeinado prolijamente con gel, entrador, pero los labios finos y las pupilas puntiformes no mentían. Lía sintió que el cráneo le explotaba. Cientos de caballos salvajes corrían carreras en su cuerpo. Si la descubrían se tiraba: esos dos eran peores que el precipicio. Desesperado, Ney reconoció un dejo familiar. Ese tipo no era un cana común. ¿De dónde lo conocía? Sí, esa voz, estaba en el grupo que… parecía de treinta y pico pero andaba por los cincuenta. Un dolor agudo por encima del ombligo y la cara pícara de Martita, el olor tenue del cuello de Martita justo ahí donde le nacía el pelo… pobre chiquilina, haber zafado de aquella redada interminable, milimétrica, en Melo y venir a quedarla en Buenos Aires. El Lobo se incorporó totalmente y habló firme: —Abrazalo ahora. —¿Por qué? ¿Para qué lo tengo que abrazar? —tenía la lengua reseca— Te volviste loco. No jodás, vamos que no tenemos tiempo. Si cambia la guardia, fuimos. 146


—Porque se me canta mí. Arrodillate al lado de él o te quemo —lo interrumpió caprichoso y algo risueño el jefe. Si no estaba al tope se aburría—. Además no te calentés. Es zona liberada Buenos Aires. Con el quilombo que hay mirá si se van a fijar en nosotros. El grande arrugó y se puso en cuclillas, temblando. Sabía lo que pasaba cuando el Lobo ponía el pie en el acelerador. —Dale, fijate en los bolsillos. Resultaste cagón y marica —gritó el Lobo. Y, sin transición, él mismo tanteó al muerto y con la mano libre agarró al grandote de los pelos y le refregó la cabeza contra el dorso inmóvil. —Pa-pará, Lobo… —tartamudeó. —¡Puto, indio cagón! —los ojos le brillaron de odio repentino. —No me insultés, yo no soy indio, soy salteño. ¿Dónde viste un indio tan alto como yo? —Apurate. Qué olor a mierda. Lía se maldijo. El salteño revisó al muerto y encontró unas llaves y un boleto. —Mucha “Torre a estrenar” y ni medio billete tienen estos secos. Pero qué olor —se irritó más el Lobo. Con el viento una piedra rodó. Tuvo la sensación de ver un bulto. La mirada del Lobo recorrió por primera vez la penumbra que había invadido la terraza. —¿Hay alguien ahí? —Vamos, Lobo. No hay nadie —ahora comprobaba por sí mismo lo que se comentaba en los pasillos acerca de su jefe. —Sí, algo se mueve… —el Lobo buscaba con ojos de condenado pero no se adelantaba. A veces se le mezclaban esos años donde fue un señor, no se podía desprender de esas imágenes: gente en el piso atada, encapuchada, almas en pena… tipos con título pidiendo piedad, minas lindas, sanitas y gratis… eso era lo mejor. Por un instante se excitó. —Estamos a tiempo —buscó apaciguarlo. Quería hablar todo de corrido, de lo contrario el Lobo se iba a ensañar. Debían irse de ese edificio, irse ya. El Lobo lo fulminó con la mirada y avanzó agazapado en posición de combate. 147


—¡Si hay alguien que salga! —gritó y dio unos pasos con los brazos extendidos apuntando a la oscuridad—. Es esa, indio —musitaba— la madre del bebé, yo sabía que cuando menos lo esperara ella me iba a matar… Salí, hija de mil putas, yegua, ¡da la cara!... yo lo coloqué al pendejo, qué boludo, ni guita me quedó, bueno, solo la casa y otras menudencias —se rió. El grandote se quedó callado. Un sudor frío le surcaba las sienes. No podía creer lo que estaba viendo. —No cantaban así nomás, ¿sabés?, no. ¿Qué culpa tengo yo si no querían hablar? Eran unas leonas enjauladas. Si podían de entrada se tragaban la pastillita y te dejaban de a pie. —Volvé, Lobo, es tu mambo. No hay nadie, yo me voy… —dijo el fortachón y se irguió con cautela, las palmas de las manos bien a la vista. —¡Quedate ahí! —giró el Lobo y le apuntó directo al corazón. Pasó todo a la vez. Una sombra arriba de la caseta lanzó algo pesado sobre el Lobo y una estela rojiza cruzó en diagonal hacia el gigante. Ambos se desplomaron y el grandote quedó con media espalda colgando en el vacío. Osciló, farfulló una frase inaudible y se despeñó largamente. Se incrustó en un ángulo de la piscina de la planta baja. Ney voló como un mono desde el techo de la caseta al piso de la terraza y su cuerpo huesudo cayó mal. Empujó a Lía hacia la escalera. Bajaron los veintiún pisos de un tirón y al llegar al parque saltaron los barrotes que daban a Washington. Corrieron sin parar. Perdieron los zapatos al saltar la vía de Monroe. Parecían dos cartoneros más. Se acercaron a un grupo de gente con carritos. —¿Dónde hay agua? —les espetó Ney rengo y agitado. —Allá hay una canilla. Sale poco y caliente pero peor es nada —señaló la plaza de Belgrano R una mujer rubia de cabello pegoteado. Bajo el vestido rasgado se vislumbraba una piel todavía tersa y rosada. Al lado de las hamacas bebieron agua, descontrolados, y luego se bañaron como pudieron, nadie los miraba. Se lavaron la ropa sin jabón y por partes, la torcieron y se la volvieron a 148


poner. La pierna empezaba a latir y se le hinchaba. Insistentes, lejanas, se oían sirenas de patrulleros. Lía hacía siglos que no pronunciaba una sola palabra y lloraba con todo el cuerpo. La mujer del vestido roto salió del círculo de carritos y les trajo un mate hasta donde yacían, extenuados. Lía agradeció: era un néctar. Con la ropa pegada al cuerpo pero bastante limpia Ney tomó la cara de Lía con delicadeza y comenzó a besarle las mejillas, sorbiéndole una a una las lágrimas hasta que, abrazada a él, se quedó dormida. Súbitamente sintió calor y un sopor que lo iba venciendo. La mujer del vestido regresó a una rueda de hombres cabizbajos y mujeres rudas. Y más allá del arenero otro grupo polemizaba al aire libre. Y de una ronda de mujeres sentadas en las mesas de material venían voces y risas a bocanadas. El país entero era un hervidero y su rodilla, todo estaba a punto de estallar. Se acostó sobre el pasto blando. Le pareció que un hombre gordito le hablaba en portugués y le guiñaba un ojo. Lo último que se le vino a la mente fue que tal vez la suerte no estuviera echada y hubiera un futuro para este sur del mundo. Sí, por qué no, tal vez no estuviera dicha la última palabra.

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Azul Unas islas. Una playa pequeña a la vista. Ríen. Vestidos escasamente; con bermudas, los hombres, y bikinis, las mujeres. En un barco fondeados a unos cinco kilómetros de la costa. El cielo despejado y de color azul. Amanda entreabre los labios húmedos de esa manera que ella sabe —cuando quiere— y que tanto rédito le da. Juan la ve y su semblante cambia. Se enloquece de solo mirarla y, una vez más, se abstiene de iniciar un camino, de tocarla. Si lo concreta esa mujer le hará perder el rumbo de su vida, sí, no tiene la menor duda. Si la besa una única vez estando sobrio no podrá persistir en su hermetismo, en su pretendida clase, en su futuro venturoso: se irá con ella a gozar. De sus cuerpos, del juego combinado de gestos, miradas, idas y venidas. Son iguales pero contrarios. Si se entrelazan se fusionan, ya no podrán soltarse. El cielo despejado y de color azul. A lo lejos una nítida línea blanca. Juan la ve. —¡Hay que irse! —dice, y nadie lo toma en serio. Leva anclas y prende el motor ante la expresión atónita de la morocha escultural, tan escultural como anodina, que hace rato le quema el coco a Nando con su culo redondito expuesto al sol y la de Bea, que en la última hora se bajó media botella de ron en un romance consigo misma que no la lleva a nada. —Hay que irse!, ¿no me escuchan? —dirige el barco hacia el puertito donde guardaron los bolsos con la ropa. Julián se acerca, irritado, y le habla al oído a Juan, pero el viento súbito esparce la voz hacia el lado inesperado: —¿Qué te pasa, Juan? ¡No seas boludo! ¿No ves que me la estoy por transar a Amanda? ¿No ves que está a punto? Además, tomó bastante… —Es el pampero, Julián. Si no salimos ya del agua, nos mata. Pero Julián insiste: —Está conmigo, Juan, aceptalo. No seas cuida. Vos tuviste tu oportunidad y no la usaste. 150


Las embarcaciones de alrededor y las que se habían atrevido a estar bien lejos de la orilla emprendieron la retirada al unísono mientras el río se encrespaba y comenzó a soplar, cortante, el viento. Y Juan, siempre tan seguro de su propio éxito, tan exasperadamente simpático aunque la tierra entera se incendiara, empalideció de miedo. No lograba sostener el timón ni el barco en línea recta. Se hamacaban. Las chicas se pararon, aunque de pie tampoco se mantenían. El agua venía en oleadas grandes y golpeaba duro contra los cuerpos casi desnudos. Y Juan no veía nada, las gotas y el viento lo cegaban, una pared líquida abrumadora. Todo se empezó a caer y a perderse en el agua torrentosa. Y otros barcos enfilaban por el mismo sendero, a toda máquina, sobrepasándolos, moviendo peligrosamente el cauce, aún más de los que esa nube lineal generaba. —¡Se da vuelta, el barco se da vuelta…! —balbuceó Bea confusa. Y el todo era de caos y de agua inmanejable, orgullosa, un súmmum de poder en esa energía desatada. Y ellos sin reaccionar, ateridos, ahora entremezclados unos contra otros, en el miedo, en la evidencia última de la inevitabilidad de su destino. Mecidos fríamente por la profundidad del agua, libres, por fin. Libres, ahora sí, pese a todo.

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Oscar Demus Tito

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dino9deoctubre@hotmail.com 154


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baila sola

Ella baila sola entre la gente olvidando penas y dolor sus ojos son de fuego que me quema el corazón Bruno Arias. Carnavalito

La antigua cárcel de San Salvador de Jujuy, situada en el barrio Gorriti, en el año setenta y siete borraba para siempre su histórico frente colonial, también perdía gran parte del terreno que los reclusos usaban para sembrar hortalizas y flores de estación. En una esquina del edificio que se demolió, se vendía pan francés mucho más barato que en las panaderías. Hacía poco que había salido del servicio militar obligatorio. Fue la primera vez que la ví. —Ahí viene la loca —dijo mi tío señalando con un gesto a una mujer que se acercaba hacia nosotros por la vereda del nuevo camino que se construía frente a la cárcel. —Invitala a bailar, chango, vos que estuviste encerrado tanto tiempo —agregó Bogado, uno de los ayudantes de mi tío, que era el topógrafo por parte de Vialidad de la Provincia. —Mirá que no se hace de rogar —dijo Fernández, el otro ayudante. Eso provocó la risa de todos. Empleados públicos aburridos de su trabajo, me elegían a mí como blanco de sus bromas, el tema de estar todo un año en la colimba y ser el chofer de ellos parece que los habilitaba. No era fácil seguir. Burlarse de una mujer. La señora ya estaba a unos treinta metros, era delgada de mediana estatura, vestía una pollera roja con puntillas en los bordes, una blusa amplia color natural y el sombrero de ala ancha, una mujer del norte, quebradeña, me dije. El aguayo cruzado sobre su pecho como si llevara una criatura en su espalda me llamó la atención. Cuando estuvo cerca de nosotros, como escuchando tal vez un carnavalito, empezó a bailar, avanzaba hacia atrás y luego 155


adelante, daba giros con mucha gracia mientras sonreía a su acompañante imaginario. —Te está mirando a vos, parece que le gustás —seguía Bogado, otra vez acompañado de las risas burlonas. Era cierto. Al salir de un giro se acercó hacia mí, pude ver de cerca su cara inocente, el sol no pudo teñir del todo su piel clara, pero sí unas arrugas que, como pequeños surcos, posaban alrededor de sus ojos negros, que brillaban como sólo brillan cuando se ha perdido el tiempo de la realidad. Son los mismos ojos que vi en vos, una tarde en que me llamaste para tomar un café en un bar, después de mi trabajo. Tenemos que hablar, me dijiste. Mal presagio. Tan extraño. Hacía seis años que vivíamos juntos, con dos hijos pequeños. Tenemos que hablar, mil cosas me pasaron por la mente. De todo y de todos, pero ¿una cita en un bar? ¿ desde cuándo? No teníamos esa costumbre, siempre hablábamos en casa, las discusiones también. Te levantaste cuando llegué. Estabas ahí. Siempre era yo quien esperaba y bastante cuando empezamos a salir. Te habías arreglado como para una cita en serio, estabas muy linda. Sonreíste. Siempre, como me gustaba a mí. Como en esa Navidad del setenta y ocho, cuando nos conocimos. Me inquietaron tus ojos, los conocía muy bien, brillaban demasiado, no sé por qué, pero intuía que no era algo bueno. Miedo. Estabas a punto de llorar cuando escuché de vos, decir: —Nos tenemos que ir de esa casa, donde sea, no aguanto más. Maldita casa, la odio. Los puños apretados golpeando la mesa. Lágrimas. —Pero, ¿por qué?, ¿qué pasa? No entiendo, por favor. No podemos. No puedo... —¿Acaso no te das cuenta? Vos no me creés nada, hace mucho tiempo que escucho ruidos extraños, llantos de bebé que no paran nunca, voces, especialmente voces que hablan mal de mí. No puedo dormir. Siento que la casa está sobre un pozo profundo y en cualquier momento nos vamos a hundir. —Los ruidos son de al lado, están refaccionando la casa, trabajan hasta muy tarde, incluso los he visto de noche, ésos 156


son los ruidos. Lo del pozo no sé de dónde lo sacás. Este fin de semana te vas a lo de tus viejos en Merlo. Fue inútil. Entonces comprendí que la verdad a veces se presenta sin compasión, sin vueltas, ni pedir permiso, te atropella. Se toma o se deja. Inocente el amor, creer en un malentendido. —Si no salimos de ahí, te dejo, me voy sola. Te dejo a vos y a los chicos. Y un día te fuiste. Como la mujer que baila sola. Me quedé solo con mis... con nuestros hijos. Nunca comprendieron que ya no estabas. Te extrañé por las noches, cuando no podía dormir. Tan cerca, tan lejos. La bailarina acomodó el aguayo, le dio unos golpecitos con ternura a su hijo de trapo para calmarlo. Mirándome con intensidad, me ofreció su mano, me invitó a seguir bailando. La tomé sólo para acariciarle. Le dije que no. Te fuiste calle abajo. Yo me quedé solo otra vez.

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P ata

de cabra

El rancho estaba a orillas del pueblo, sobre la falda del cerro cubierto de eucaliptos que la compañía minera había plantado para producir carbón. La mujer y su pequeño hijo subían trabajosamente la cuesta en zigzag, cada tanto descansaban para recuperar el aire. Faltando unos pocos metros para llegar, dos enormes perros negros salieron al encuentro, ladraban tan cerca que el pelo del niño se movía al compás de los ladridos. La madre, para espantar el miedo, lo apretó contra su cuerpo con fuerza. —No tengas miedo hijo, sólo están auchando, no muerden. La dueña de casa los esperaba sonriendo con los brazos en jarra, una pollera de colores brillantes de muchos pliegues y una blusa blanca con volados era su sencillo atuendo. De baja estatura, sus dientes perfectos mostraban chispitas de oro sólo por coquetería, su pelo gris, el único indicio de su edad, terminaba en dos largas trenzas; su piel era joven, su andar, y su carácter jovial, contagiaba a toda persona cerca de ella. En las fiestas del pueblo, lucía sus joyas, aros y collares del más puro oro boliviano. Doña Micasia era una típica cholita, una mujer deseada por muchos hombres en secreto, pero también la más respetada y temida. Adivina, curandera o bruja según los favores recibidos era el nombre que le daban. —¡ Fuera! —fue la orden, y los perros dejaron de ladrar retirándose a un costado de los visitantes. —Buen día, doña Micasia, aquí estoy, traigo a mi hijito para que lo vea, no sé qué tiene, lo llevé al médico, me dijo que compre unos remedios, pero hay que viajar hasta Jujuy, y yo no tengo plata. —Los médicos no saben de esas cosas, ya te dije, Dioni, lo que tu guagua tiene es la pata de cabra. La curandera levantó la camisa del chico y poniendo sus dedos en la espalda casi en la cintura, dijo: —¿Ves? Aquí está, igual que una pata de cabra, mirá, mirá. 158


—señalaba una mancha blanca que tenía vagamente la forma de dos pezuñas—. Traé a tu hijo aquí, a esta mesita, le doy un poco de mate cocido, pan casero y quesillo, así podemos hablar con tranquilidad. —Gracias, doña Micasia, mi marido no sabe nada de esto, si se entera se va enojar mucho. Era cerca del mediodía. Las mujeres hablaban en quechua, bajo la sombra de una parra, desde ahí podían mirar al chico sentado en una silla alta, sus pies se balanceaban de contento tomando la merienda. Él también las observaba de vez en cuando, más a su mamá, sólo para comprobar que no se había marchado. Estaban sentadas, una mesa redonda cubierta con un mantel negro con motivos en dorado y rojo, estrellas, medialunas, y otros dibujos incomprensibles para la joven mujer eran el decorado para esa reunión. La madre no estaba muy convencida, pero la preocupación por la salud de su hijo la impulsó a tomar la decisión. Ella dudaba; Doña Micasia, no, la boca sonreía pero sus ojos grises eran fríos, duros, autoritarios, los dos perros negros hacían guardia flanqueándola. La madre comprendió que había llegado demasiado lejos, que no había retorno, pensaba en alguna salida, no la encontró, se sintió derrotada cuando la curandera le preguntó: —¿Has traído lo que te pedí? —Sí, —dijo, casi en un susurro mientras apretaba muy fuerte el pañuelo en su mano derecha y lentamente lo dejó sobre la mesa. —Es de él, la partera me lo entregó apenas nació en la enfermería de este pueblo. La curandera, adivina o bruja abrió con cuidado el pañuelo y ahí quedó a la vista algo que en un tiempo fue parte del cordón umbilical. —Tomá, el sábado, antes de que oscurezca, le hacés un tecito con estos yuyos —en su mano apareció, de la nada, una bolsita—, se va a quedar dormido, no te asustes y así dormidito me lo traés, te lo cargás a la espalda con el aguayo, para que no sea tan pesado. 159


—Yo lo único que quiero es que se cure, que no le pase nada. —¿Estás segura de que tu marido trabaja el sábado por la noche? —Sí, estoy segura. Anoche mi hijo tuvo mucha fiebre, y a la mañana no se podía despertar, cada vez está más debilucho, no sé que hacer. —Bueno, entonces no hay que perder el tiempo, la pata de cabra no perdona a nadie y los médicos no saben nada de esto, te van a decir que son cosas de gente ignorante, ellos son los ignorantes. La mujer y el niño se retiraron del rancho acompañados por los dos perros hasta un punto donde los animales consideraron conveniente, luego volvieron y se acostaron a la entrada de la casa. Doña Micasia observaba desde ese lugar a las visitas, que se alejaban hasta que las perdió de vista. Entró a su dormitorio, que era la única habitación construida con listones de madera; la cocina y el comedor eran de adobe revocado, prolijamente pintados con cal. Segura ya de encontrarse a solas, extendió en el suelo, frente a su cama, una alfombra roja de dos metros de largo y dos metros de ancho. En cada esquina, prendió una vela de distinto color, se sentó justo en el centro. Un pequeño brasero estaba encendido, allí arrojó unos polvos que olían como incienso, pero más fuerte y penetrante, al frente tenía la pared cubierta completamente con una tela negra. Había anochecido ya, se veía cansada, sus piernas parecían más cortas. Calzaba zapatos negros, los cordones fuertemente ajustados. Le costaba mucho trabajo desatarlos, aflojó los dos, y luego se los sacó, dando un suspiro de alivio. Sus manos masajearon con placer y satisfacción sus pies, pezuñas o patas de cabra. Brillosas, limpias, hermosas.

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Z ulema S kinner Cuando pasé a tercer grado en la escuela Nº 152 “Almafuerte”, las clases empezaron en el edificio nuevo. El año anterior, nuestro colegio había consistido en tres casas prefabricadas. En invierno, escribir con una lapicera con pluma y tintero en el banco no era muy fácil, no había calefacción, pero a nosotros, sólo nos interesaba saber quién era nuestro compañero de banco, y conocer a la señorita Elsa. ¿Sería tan buena como la señorita Fanny de segundo? La nueva escuela tenía un patio descubierto enorme, donde podíamos jugar a nuestras anchas, y árboles que en verano nos aliviaban de un sol terrible y un mástil mucho más alto que el anterior. Aprendimos rápidamente a qué velocidad izar la bandera para que la canción no quedara corta. Cada aula tenía unos ventanales enormes por donde entraba la luz generosamente, la novedad fueron las cortinas americanas, también los bancos de madera lustrada, se respiraba el olor a nuevo en todas las cosas. Mis mejores compañeros eran: Marta, con quien compartía el banco doble; Apaza, el grandote del aula; Amelia, que a veces me ayudaba en matemáticas; y mi primo José. La entrada principal tenía a su izquierda el despacho de la Directora; hacia la derecha, el patio interno, que consistía en un corredor de treinta metros de largo por diez de ancho, a un lado todos los grados y, al otro, una pared con ventiluces muy pequeños. También, recuerdo que los baños estaban al fondo. El problema era cuando llovía o hacía mucho frío. El lugar de recreo era pequeño para la cantidad de alumnos del turno mañana. Las maestras, cada una de pie en la puerta del grado correspondiente, vigilaban el juego de los chicos. A veces el griterío, en un ambiente tan cerrado era demasiado. Entonces, se abría la puerta y aparecía la Directora. Avanzaba unos pasos, se arreglaba el guardapolvo bien almidonado, cruzaba los brazos y dirigía sus grandes ojos verdes al conjunto de los seis grados en estado de ebullición. No decía una sola 161


palabra, sólo miraba. Cuando los chicos que estaban más cerca de ella advertían su presencia, dejaban de gritar y correr, hablaban en forma normal y caminaban. El ejemplo se repetía hasta el final del patio interno, como si alguien hubiera impartido una orden. El recreo volvía a ser civilizado, ella se quedaba un momento en silencio, apreciando el resultado, luego, daba media vuelta e ingresaba a su despacho y cerraba la puerta con cuidado. Como mi grado estaba cerca de la entrada, yo era uno de los primeros en tranquilizarme. También me daba la oportunidad de observarla bien de cerca, ya que, en las fiestas patrias, se ubicaba con los de quinto y sexto. Tenía más edad que la mayoría de las maestras, el pelo negro ondulado, casi le llegaba a los hombros, de piel blanca, era notorio un lunar al costado derecho de su boca, ojos verdes grandes, como dije, de mediana estatura, delgada, siempre con zapatos negros tipo Luis XV. Su guardapolvo era diferente, porque en el pecho tenía dos hileras de botones, uno a la derecha y otro, a la izquierda, donde llegaban los ojales. Parecía un uniforme militar de color blanco. A mí siempre me impresionaron sus cejas, no eran abundantes, normales, pero tenían un rol importante cuando hablaba, porque se movían hacia arriba y abajo en forma continua acompañando con esos gestos la importancia de lo que decía y cuando no hablaba también. Su mirada bajo esas cejas era intimidante para todos. En esos momentos, me acordaba de la Reina malvada en el cuento de Blancanieves, se parecía bastante, no sólo por lo de las cejas, sino porque era muy linda. Apaza era el alumno más grande del grado, estaba repitiendo tercero, callado en clase y en los recreos. La señorita Elsa lo quería mucho, no era uno de los más aplicados, pero nos defendía siempre de los de cuarto o quinto. Había días que estaba más callado que de costumbre, se quedaba mirando fijo el cuaderno sin hacer nada. La maestra lo llevaba afuera y hablaba con él por un buen rato. Incluso una vez vino la Directora, los tres afuera y nosotros desesperados por saber qué pasaba. Volvió al grado como si hubiera llorado. A nosotros 162


no nos dijo nada. La señorita Elsa se enojó mucho con los que preguntábamos. Fue un poco antes del 20 de junio, me acuerdo bien, porque tenía un pequeño papel en la obra de la fiesta del Dia de la Bandera, era un lunes y ese día había ensayo en el salón de música, el aula tenía las paredes cubiertas con láminas alusivas a Belgrano, el acto era el viernes de esa semana. Estábamos ocupados copiando una tarea del pizarrón cuando escuchamos: —¡ Buenos días! ¡Vengo a llevar a mi hijo! Aquí viene a perder el tiempo nomás. Un hombre estaba parado en el umbral de la puerta, se balanceaba de un lado a otro y no se caía porque apoyaba sus manos en el marco, estaba borracho. Grandote, tenía el pelo revuelto, como si recién se hubiera levantado de la cama, la camisa fuera del pantalón. —¡He dicho que vengo a llevar a mi hijo! La señorita Elsa se puso pálida, se levantó de su escritorio, y avanzó hacia el hombre. Yo no conocía al papá de Apaza, pero como vi que él preparaba sus cosas, me di cuenta. No escuché qué me dijo la maestra. Su mano señalaba hacia afuera, me levanté y no sin miedo pasé al lado del hombre, corrí a contarle lo que pasaba a la Directora. —Vuelva al grado, alumno —fue su respuesta— después de escucharme. Apaza estaba tomado de un brazo por su papá a punto de salir del grado, mi compañero miraba a la señorita Elsa. Entonces llegó ella. —¡Usted, no toca a ningún alumno de esta escuela! ¿Me entendió? —¡Es mi hijo y yo sé lo que tengo que hacer! ¡Usted no es quién para decirme nada! Hizo el intento de pasar por un lado de la Directora, ella le cortó el paso. El hombre quiso decir algo, pero no terminó la frase, porque el ruido enorme de un cachetazo resonó en el aire y dejó mudo a todos. Esos ojos verdes destellaban con furia, sus cejas acompañaban. La Reina estaba ahí. 163


El papá de Apaza tenía los dedos marcados en su cara. Nuevamente, intentó salir, sonriendo burlonamente, no pude escuchar lo que dijo, porque lo hizo casi susurrando. El segundo cachetazo fue más fuerte que el primero, de eso estoy seguro, por el ruido y porque detuvo la marcha del hombre. —¡Váyase, y no vuelva más por aquí! —fue la orden, y su mano señalaba la salida. Dudó un momento y después se retiró, dejando a Apaza, a la Directora y a la maestra. Hablaron unos momentos y luego ella se encerró en su oficina. Mi amigo se sentó en su banco, la señorita Elsa me dijo: —La señorita Directora olvidó su cuaderno, ¿se lo puede llevar, alumno? Fui corriendo y, como encontré la puerta mal cerrada, pude ver y escuchar. Con la cabeza apoyada en los brazos sobre el escritorio, todo su cuerpo se estremecía sin parar. La Reina lloraba. Del papá de Apaza nunca supimos más. Mucho tiempo después nos enteramos de que se había ido y su mamá pasó a trabajar en los almacenes de la mina. La fiesta del viernes 20 de junio estuvo como nunca, nuestro número salió sin ningún error, fuimos muy aplaudidos. La señorita Elsa estaba contenta, nos felicitaba a todos. Al retirarnos en orden y cantando la Marcha a mi Bandera, vi por primera vez a la Directora de frente, después de lo que había pasado. Jamás había reparado en ese detalle, pero me di cuenta de que, en el costado derecho de su inmaculado guardapolvo, tenía bordado con letras perfectas, su nombre: Zulema Skinner. La Reina, que no era malvada.

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La langosta curativa Jamás se le habría ocurrido a Santiago que lo que encontró justo el 28 de diciembre de 1959 sería, con el tiempo, el secreto mejor guardado por los dos. Me acuerdo bien de la fecha porque es el del cumpleaños de mi madre, el día digo, no el año. Ahora que lo menciono, ese verano fue muy caluroso, tanto que nos podíamos bañar en el arroyo y no sentir frío, sus aguas eran muy heladas, pero igual disfrutamos todos los días de nuestras vacaciones. Siempre en el pozo de la cascada, el agua caía desde unas piedras negras con formas casi humanas: estaba la cara del viejo, la pierna gorda y finalmente la figura que algunos se atrevían a gritar y yo apenas me permitía mirar por un momento sin dejar de sentir vergüenza. La piedra tenía la forma inequívoca de la parte que todos los hombres miramos cuando una mujer atractiva se aleja. Con siete años podía mirar furtivamente las redondeces que despertaban en mí sensaciones desconocidas. Miraba a mi alrededor cuidando que nadie espiara mi curiosidad por conocer, aún en una piedra, algo perteneciente a una mujer. Él me contó que fue ahí, en el pozo de la cascada, donde encontró flotando a la langosta, rodeada de zancudos del agua. Parecía muerta, me dijo. Sobre la palma de su mano, se dio cuenta de que apenas se movía y, entonces, la empezó a soplar despacito, como hacemos con los pajaritos que se están muriendo. De a poco, fue primero moviendo sus alas, después se levantó. Me aseguró que estiró su mano para que volara, y no, no lo hizo, se dio vuelta y con esos ojos negros saltones lo miraba a él, desplegó sus alas mostrando en ellas dibujos que parecían letras. También me juró que cambiaba de color, como los camaleones. Cuando me lo contó, no le creí nada, éste esta más loco cada día —pensé— si todos se burlan de él debe ser que es cierto. Todos sabíamos que le gustaba andar por el monte solo. Como dije, su nombre era Santiago, pero nosotros casi siempre le decíamos Pan con Queso. 165


—Mirá —me dijo— y sacó, de una cajita, la langosta; sí, era diferente, estaban las letras y cambiaba de color también, como me lo había contado. Se quedaba sobre la palma de su mano y no intentaba volar, sólo movía sus patas como si estuviera contenta. —Mirá —me dijo de nuevo— sonriendo, tomó a la langosta con sus dedos, la dejo sobre uno de los granos con pus que tenía en su brazo, y la herida fue desapareciendo de a poco siempre con el insecto cambiando de color. Le alcancé entonces mi brazo izquierdo —debo decir que la mayoría de los chicos teníamos granos— con un poco de miedo sentí al principio un calor tibio que fue aumentando y otra vez pasó lo mismo, me curó. Pensé entonces en mi hermano menor Ernesto, que tenía pequeños gusanitos blancos en la cabeza, que mi mamá sacaba con una punta hecha en papel de embalar. No fue sólo por lo de mi hermano que la idea me surgió. Tal vez por Goyo, el hijo de doña Guillermina, que tenía en ese entonces como quince años. Andaba en cuclillas siempre, y de noche, por vergüenza. Dicen que cuando nació aparecieron primero sus pies y al tirar, lo lastimaron. Al principio nos asustaba, pero nos acostumbramos verlo caminar así. Caminaba un poco y luego descansaba, y otra vez. Lo rodeábamos para mirarlo, él no se molestaba. No decía nada. Sí, a Goyo le habría venido bien que le enderezaran sus piernas. Yo pensaba, ¿para qué le sirve a Santiago la langosta que cura?, no sabe nada, no se da cuenta de nada, es tonto. ¿Y si algún día se le escapa?, ¿dónde encontramos otra? Como nos burlábamos de él, era desconfiado. No participaba de los juegos, se quedaba mirando desde un costado, pero conocía mejor que nadie el monte, hasta los viejos le preguntaban donde estaban las lechiguanas, panales de miel abundante, las cuevas de los osos hormigueros y no era raro que sacara de sus bolsillos algún pichón de perdiz o guaipo. A mí me tenía cierta confianza, quizás porque escuchaba con interés sus andanzas, “Yo te lo digo a vos, pero no se lo digas a los demás, porque viven aguaitándome", decía. Qué tonto. “Aguaitándome”. Yo les contaba todo. Lo otro, nunca. 166


Para decirme lo de la langosta, dio muchas vueltas, me hizo jurar que no se lo iba a contar a nadie. “A ver, cruzá los dedos sobre los labios” —dijo— y la verdad, después de mucho, muchísimo tiempo, es el único juramento que cumplí hasta hoy. También, dio muchas vueltas cuando cayó por el barranco. No escuché que gritara. Sí, no recuerdo que haya gritado. Fue cerca de la playa, como la llamaban, donde las vagonetas descargaban el mineral de hierro. El pueblo quedó abandonado, el monte recuperó su lugar cubriendo de verde todo. Apenas se distinguen, en el suelo, los rieles y la entrada a los socavones son sólo agujeros negros. Edificios vacíos, acostados, como esqueletos secándose al sol. Me siento solo, casi toda la gente que vivió conmigo se fue y la poca que se quedó no me reconoce, envejecí muy poco, nadie cree la edad que tengo. El arroyo apenas tiene agua. Pero no estoy solo. Ella vive en una cajita azul de madera, come pedacitos de uva. Es lo que más le gusta.

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Estela Escudero

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estelakelly@gmail.com 170


El

coreuta

Temprano el cielo se cerró, a media mañana comenzó a nevar. Y no fue una buena señal. La silueta de los aviones quebraba la monotonía del paisaje vacío de matices. Le llevó unos minutos ajustarse el calzado, prender la campera y colocar el arma dentro de la cartuchera; eran movimientos que realizaba a modo de ritual. Al principio no había sido así, pero con el correr del tiempo —a medida que algunos camaradas no regresaron y la pregunta ¿seré el próximo? fue tan fuerte que no pudo ignorarla—, los instantes previos componían una coreografía que se obligaba a repetir como signo de buen presagio. Reiner conocía a otros pilotos que también tenían cábalas y amuletos: Theo jamás iba a una misión sin el suéter blanco bajo la chaqueta, Kurt encendía un cigarro mientras caminaba por la pista y antes de subir le daba la colilla al mecánico so promesa de fumarlo cuando lo viera tocar tierra, y Leo besaba el cuello del cisne en el emblema de su avión; aunque tal vez el de ayer no haya sido un buen beso, imaginó Reiner al recordar cómo había ardido la cabina del avión de Leo; y a Leo, que nunca llegó a saltar. Abandonó la barraca y una vez fuera, la nieve le tocó la cara. Los cazas M109 esperaban alineados, todos con fauces dentadas adornando la trompa, en el timón de cola los números, las insignias pintadas bajo el ala. Miró la fila, cada uno respetuoso de su lugar, el orden no se alteraba, los espacios vacíos entre máquina y máquina eran tributo al amigo caído o quizá sólo la necesaria fantasía del regreso. El aviso de salida sonó estridente: grandes bombarderos enemigos se dirigían a la ciudad. Los cazas se dispusieron a defenderla. Desde su avión, Reiner pudo ver al ayudante de Kurt recibiendo el cigarro; más allá, Theo se subía el cuello del suéter y mucho mas lejos, en la punta de la pista, los novatos ya habían trepado a sus naves a pesar de que serían los últimos en despe171


gar. Al cabo de unos instantes los motores se encendieron, uno después del otro los cazas partieron y una vez en el aire volaron en formación mano abierta para cubrir los puntos ciegos de la escuadra. En esos instantes Reiner volvía a sentir el espíritu de manada con la misma intensidad que lo hiciera como integrante del coro, en su Dresden natal. Singularidad puesta al servicio del conjunto —les decía el capellán al trasmitirles los secretos del canto coral. Volando sobre campos oscurecidos halló semejanzas, porque cantar era deslizarse por imaginarias corrientes de aire hasta alcanzar la oda azul del canto donde convergen el instrumento y la voz humana. Se concentraba en la idea cuando el horizonte cambió de color. La ciudad se estremecía bajo el ataque de los bombarderos, al paso del enemigo el fuego se alzó por sobre los techos. Reiner observó cómo, uno sobre otro, los edificios se desmoronaban convertidos en escombros. Él y sus compañeros rompieron la formación y bajaron en picada sobre el enemigo. Los actores se movían sin tener un limite preciso: el vuelo invertido de Theo se llevó tras de si una ráfaga que no lo rozó, un novato no tuvo igual suerte. Era una pelea desigual, porque los cazas aleteaban frágiles, ligeros, y los grandes bombarderos del enemigo asimilaban mejor los golpes, sus torretas giraban, las ametralladoras barrían el espacio y los surcos luminosos parecían atraer a los cazas como serpientes encantadas. Y hubo algo de coqueteo irracional en el intento de Reiner por acercarse al vértice desde donde provenían los disparos, pero él sabía que sólo la proximidad garantizaba el derribo, tenía en la mira el ala del bombardero, disparó, segundos después la vio partirse , la nariz del avión apuntó al suelo y ya sin garbo se desplomó. En medio de la lucha, y como el daño estaba hecho, las fortalezas voladoras pusieron rumbo a su base; una tras otra se alejaban mientras los M109 se reagruparon cielo arriba para cortarles el paso. La sombra de los gigantes con las armas apuntando hacia lo alto era intimidante. Reiner los vio pasar bajo las 172


nubes, y él suspendido en el aire, conteniendo la respiración y pronto a entonar su frase musical. De cara al poniente, descendió. Si tú infundes tu hálito, surge de nuevo la vida. Toda la tierra reverdece y de nuevo se llena de encanto y vigor. Pero si tú vuelves el rostro, entonces todo se estremece y enfría. Si tú retienes el aliento, todo se convierte en polvo. Fragmento del oratorio La Creación de F. J. Haydn.

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El viento y la

niebla

El viento usa un idioma dulce cuando lame la tierra de los indios huarpes. Y acaso sea por reverencia al paisaje que modula suave al bordear las Quebradas Largas o dentro de las grutas de la serranía. Mas, al llegar a los paredones de arenisca el susurro se vuelve áspero y entonces, polvoroso, recorre el desfiladero y pasa sobre las casas del valle con un vuelo rojizo que anuncia el atardecer. Es casi la hora del Ángelus en San Roque, y el padre Esteban ha cerrado el portón del huerto y se dirige a la capilla. Toma en cuenta que el viento amaina y preocupado apura el paso. Para cuando llama a misa el aire está calmo, no hay brisa en el aire. De pie en la galería de la iglesia ve que por las laderas de la quebrada comienza a descender la niebla lentamente; baja blanca, y en jirones que semejan dedos se adentra por las callejas del pueblo. Pronto, ésa bruma densa no dejará ver nada y comenzarán los sonidos. Primero ha de ser un rumor fuerte igual que la hojarasca sacudida por la tormenta, y luego vendrá el gemido, monocorde y largo, real como lamento humano. El pueblo siente temor ante el fenómeno que ocurre desde hace unos meses. Y como no hay explicación —salvo la que mezcla fábulas con supercherías y que no puede ser dicha en presencia del padre Esteban— todos se encierran en sus casas, traban puertas y ventanas, y para no escuchar los sonidos aumentan el volumen de la radio, golpean los trastos o simplemente cantan. Pero nadie sale. Y nadie vendrá a misa, hoy tampoco; piensa el padre Esteban mientras mira cómo la niebla avanza. Dentro de la Iglesia, Jeremías, el sacristán, ha comenzado a empujar los asientos y el roce de la madera sobre el mosaico ahoga el ruido del exterior. En el pórtico, el padre Esteban ya casi no puede distinguir los adoquines de la calle; el castaño en la vereda es una mancha oscura que se desvanece; los gemidos de la niebla son cada vez más intensos. Jeremías está tras él e intenta atrancar las puertas. 174


—¡Déjalas abiertas! Hoy la casa de Dios no cierra —exclama el sacerdote y no intenta detener al sacristán que presuroso corre ha ocultarse en el confesionario. Junto al altar mayor, el padre Esteban espera la entrada de la niebla, y cuando los primeros velos se adentran, los ecos que viajan en la bruma comienzan a elevarse por la nave de la iglesia. Las filas de bancos pierden sus contornos, el calvario pintado en cada columna sólo puede adivinarse. Todo en derredor se nubla: las víboras a los pies de San Patricio y el dragón de San Jorge han desaparecido y ahora los sonidos parecen imitar a esas criaturas: el silbido de las serpientes y el bramido mítico con aliento de fuego. Pero el padre Esteban no se asusta y decidido se sienta en el órgano. Las notas vacilan en sus dedos torpes, a pesar de ello, poco a poco, las armonías se tornan más dulce hasta que, finalmente, el Ave María colma el recinto. Es maravilloso escuchar música sumergido en un mundo blanco, él no ve sus manos, entonces cierra los ojos, y toca. Por un instante la niebla enmudece, mansamente entra y sale de cada tubo del órgano y entonces, una voz resuena. Y el padre Esteban canta con ella. Y ella le cuenta que se enamoró del viento una tarde sobre los picos de la montaña y ahora lo persigue; pero ni siquiera enredada en los sauces mientras él los mece, ha logrado hacerse oír. Es por ello que baja a buscarlo al valle, y murmura en la fronda o solloza entre las hendijas de las casas viejas, pero el viento se marcha y no la espera. El padre Esteban no se ha dado cuenta, pero repentinamente una brisa fuerte penetró en la iglesia. La ráfaga se enrosca, empuja, y acorrala al velo blanquecino contra el campanario. La música cesa. La niebla se ha marchado. El padre Esteban corre hacia la calle: allá a la distancia la bruma ha llegado al río. Un sonido como de carcajada se escucha en la tarde. ¡Qué risa cristalina!, piensa el sacerdote y mira a la niebla que a lomos del agua, se va con el viento rumbo a la quebrada.

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C reer No guardaste en la memoria sus nombres, y supongo que has llegado a pensar que nunca les diste apodo alguno, pero sabes que eran veintitrés y aún las ves sentadas en la repisa del dormitorio. Gracias a ellas adquiriste la costumbre de coleccionar objetos que —como todo hábito—, se inició con el impulso de repetir aquello que agrada. Las muñecas fueron el regalo natural para una nena, pero en realidad significaron más: te crearon un mundo, ése que no entraba en competencia con los libros de la hermana inteligente ni podía ser profanado por la ley de orden y limpieza imperante. Peinarlas, alisarles el vestido y cambiarlas de lugar te resultaba el preludio de una satisfecha contemplación de posesiones, siempre calculando dónde sentarías a la próxima. Eran tiempos de té en vajilla plástica celeste o rosa, avance glorioso sobre tazas de lata o platos de madera pintados y había allí puñados de tapitas a modo de simulada comida. Jugaste tanto bajo la repisa que, si hoy tuvieses que nombrar un sitio feliz, sin duda sería ese. Quizá, los ojos del recuerdo idealicen la habitación. Lo averiguaste al volver después de los años y descubrir que no era ni tan grande ni tan alta. Pero el corazón mide de otra manera, y en definitiva eso es lo que cuenta: la imagen que evocas cada vez que mencionas a las veintitrés muñecas. Son las cosas que nadie te podrá quitar, al menos no dos veces. Aprender eso resultó ingrato pero tuvo su lado positivo: te ayudó a creer. Porque cuando vendieron la casa y vino la mudanza, tu intuición susurraba que mamá había regalado los juguetes, aun así elegiste creer cuando te dijo: "Las muñecas están en un canasto en la pieza del fondo". Y te ibas hasta allá a mirar la pila de cajas que llevaban semanas sin desembalar. Podrías haber hecho un berrinche o tal vez esperar el fin de semana, a que papá volviera de la capital para pedirle a él que sacara los trastos hasta llegar al último canasto, el que estaba casi oculto, el que contenía la respuesta. Sin embargo nada hiciste o dijiste, la ilusión quiso no 176


saber y fue tu preferencia quedarte imaginando a las veintitrés, con sus vestidos de satín arrugado, entre tacitas y cubiertos de plástico. Y te empeñaste en creer. A su modo, la decisión fijó una manera de encarar la vida y muchas veces después de ese día, al enfrentar problemas, volvías a necesitar optar entre creer o estirar la mano y hallar la verdad. Y elegías creer. Hoy, en tu corazón hay un cuarto con cajas apiladas, a ése lugar han ido a parar afectos inmensos: papá, mamá y Celeste, la preciosa gata. Intangibles pero sólidos, ellos están allí, Y si te detienes en el umbral, alcanzarás a verlos y sabrás que nadie se los podrá llevar, al menos no otra vez. Sólo hay que creer.

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El

servicio de té

Dispuso la vajilla sobre la mesa baja: tazas, platos, cuchillos para untar y cucharas de mango de porcelana; luego trajo la bandeja con la tetera, una jarra para la leche y el tazón colmado de terrones de azúcar; por último, colocó la mermelada de naranja junto a la fuente, donde había porciones de torta, tostadas untadas con manteca, queso y una brioche tibia. Cuando se sentó a merendar, el sol oblicuo de la tarde doraba el respaldo de los sillones, la brisa ondulaba con suavidad las faldas del mantel. Y servir una taza —luego la otra— y cubrirse el regazo con la servilleta —y dejar la otra, perfectamente doblada, junto al plato. El líquido pasó de su boca al estómago y dejó un rastro entre seco y dulce característico del té. Y entonces pensó en él. Era el momento del día que elegía para recordar el sabor del tiempo compartido. Lo había calculado en todas las unidades posibles: años, horas o simples instantes y navegaba a través de ellos para sentir que todo sucedía de nuevo. Y volver a llenar su taza —y el té de él, que se enfriaba— y comer el brioche con mermelada —y el otro plato con la servilleta doblada y la tostada intacta. Las sombras crecían en los rincones y ella, con la mirada quieta, desplegaba las velas y surcaba tanto mar como amor supo darle. Entonces, cuando soplaban los vientos arrebatados de los primeros años, a veces confundía un día con otro, pero si sus ojos encallaban en el pasado reciente, podía subir la cresta de cada ola con lentitud hasta sumergirse en el ayer por completo, y ese ayer era agua que tocaba su cuerpo, le apartaba el cabello de la frente y ella entreabría los labios. Y apoyar la taza con un suspiro y creer con todas sus fuerzas que el reloj al girar deja caer siempre la misma arena —grano sobre grano— y en el mismo lugar. Los sillones unidos en los apoyabrazos le permitieron posar la mano sobre el asiento de él, esta vez los ojos enfocaron el azul profundo del cielo que anunciaba que el sol ya se había ido. 178


Elisa Leniol

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angelenio@gmail.com 180


El

bastón

Estaba en un rincón de la sala de espera, solito y melancólico. Los pacientes lo miraban, pensando seguramente que era de algún empleado o de otro paciente. El hospital era viejo y la sala de espera fría, las paredes despintadas, y descuajeringadas las sillas de plástico. El bastón estaba entre la puerta y la ventanilla de recepción. Acertó a pasar el director del hospital y se quedó mirándolo, pero no dijo nada. Volvió a pasar horas más tarde, y como el bastón, de madera oscura y mango de metal, seguía allí, preguntó a Mirta, una de las enfermeras: —¿Qué hace esto acá? —Era de Cristina, la enfermera que se cayó, sufrió fractura de cadera y de muñeca y al poco falleció. ¿No le informaron? —Sí, sí. Ya sé, fue un accidente desgraciado. Pero era una mujer grande, con bastantes enfermedades a cuestas. ¿Y por qué no se lo devolvieron a los familiares? —Porque no tiene,… no tenía. Y sí, era mayor, pero era una buena persona, y la de más experiencia en este servicio, nos enseñaba a todos, su vida era el hospital. —Bueno, pero déselo a alguien que lo necesite, y si no me lo llevo yo al cuarto de las herramientas. —Por favor, Doctor, déjelo allí, que a nosotros nos hace bien recordarla. —No, me lo llevo, da mala impresión. Y se lo llevó nomás. Mirta puso cara de resignación, no le quedaba otra que acatar la orden del Director, pero salió enseguida a la puerta del hospital y compró al florista un ramo de fresias, los puso en un frasco con agua, y lo dejó en el mismo rincón en el que estaba el bastón. Entró al laboratorio y comentó a sus compañeros lo ocurrido. Todos gritaron al mismo tiempo: —Es un hijo de puta… No tiene un poquito así de sentimientos. —Lo sacó porque queda mal, y los yesos que se caen del techo, y las paredes descascaradas, ¿no causan mala impresión? 181


—Es un cretino, ¿qué le importaba a él que el bastón estuviese allí? —dijo uno enojado— Yo lo voy a poner de nuevo. — ¡Pero se lo llevó el Dire! —Se lo voy a pedir a los muchachos de mantenimiento; mientras, mantengamos las flores, ahí no puede decir nada. A partir de ese día, empezaron a ocurrir cosas extrañas: a un donante, cuando le estaban haciendo la extracción, se desmayó. Donante perdido. Otro día, nadie supo por qué, explotó un tubo con material para analizar. A la otra semana se cortó la luz en medio de una extracción, que no se pudo completar; la falta de luz puso en riesgo el banco de sangre. Estos hechos, que se repitieron en los días sucesivos, motivaron que el personal del servicio pensara que una mano negra estaba detrás. Pero no tenían la mínima idea de quién podía estar en contra de un servicio de hemoterapia de un hospital. Hasta que a Mirta se le ocurrió: —¿No será que es el espíritu de Cristina, porque sacamos el bastón de su rincón? Pero vos, ¿no prometiste que lo ibas a buscar? —Sí, fui varias veces pero el bastón sigue en el despacho del Director, y nadie se anima a sacarlo. Lo que no sabían los empleados del servicio, es que desde el momento en que llevó el bastón a su despacho, el Director también empezó a tener problemas: un día los papeles de su escritorio aparecieron en el suelo, sucios y pisoteados, con huellas negras y redonditas. Su secretaria le juró y perjuró que nadie había entrado. Otro día, mientras tenía una conversación privada con su amante, una médica del servicio de pediatría, resultó que el parlante que comunicaba al teléfono de su secretaria estaba abierto y todos afuera lo escucharon, aunque él estaba seguro de que había tomado todos los recaudos, pero no pudo evitar el rompimiento de esa relación. Hasta que una mañana fue el colmo: al levantarse de su silla, no supo cómo, apareció el bastón delante de sus pies, tropezó y en la caída se fracturó la muñeca. Dolorido y a los gritos exclamó: —¡Que se lleven este bastón de mierda! 182


Sorprendida, quedó Mirta cuando al otro día, al ingresar en su turno, algo le llamó atención: el bastón estaba de nuevo en el rincón, al lado del botellón con las flores. Se acercó lentamente, lo acarició con ternura y sólo atinó a decir: —Volviste, Cristina. Cómo en un pueblo chico, lo acaecido con el bastón corrió como reguero de pólvora en el hospital. Los pacientes ambulatorios, los familiares, el personal, se acercaban diariamente para ver al famoso bastón, y lo acariciaban, como si fuera un santo grial. Preocupada, para que no se cayera, Mirta consiguió una maceta con una planta, y lo introdujo en la tierra para darle más estabilidad. Era incesante el desfile de personas que venían a rezar para pedir por sus enfermos, y al tiempo venían a agradecerle por las curaciones. Una mañana Mirta trajo una jarra con agua para regar la planta y se encontró con que el bastón tenía brotes. Eso si era maravilloso. Seguramente con la humedad se abrieron los poros de la madera y una raíz se introdujo dentro del bastón. Esta sería la explicación racional, pero quien podía convencer a los habituales concurrentes del hospital de esa teoría. Para ellos, ver que de un viejo trozo de madera surgieran brotes, fue motivo suficiente para convertir al bastón en un verdadero hacedor de milagros.

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17

de octubre

1945 Por la puerta que se abre a la galería, un rayo de luz me despierta. Me refriego los ojos al mismo tiempo que entra mamá con una bandeja con café con leche (más leche que café) con pan y manteca, mi desayuno preferido. —¡¡Sorpresa, sorpresa!! grita. Bueno, gritar es un decir, mi mamá es incapaz de elevar la voz, salvo para cantar. ¿Qué sorpresa? Pero claro ¡hoy cumplo nueve años! Me abraza fuerte, me da un gran beso, y tira suave de mis orejas. A través de la pared escucho el ruido de las máquinas del taller. Enseguida entra papá con un paquete (¿será una muñeca? por la forma no me parece), me da un beso, me felicita, también me tira de las orejas, aunque un poco más fuerte que mamá, y me da el regalo. Lo abro: y sí, ya sabía, es un libro, esta vez de Alvaro Yunque: Ta-Te-Ti. Mamá también me da un paquetito: una carterita roja que había visto en un negocio de la avenida y me había gustado mucho. La carterita me compensa por la muñeca que yo tanto quería. Papá siempre me hace regalos prácticos o que me enseñen algo. En ese momento descubro que frunce la frente, se le achican los ojos y mira a mamá —con esa mirada dura que le aparece cuando está enojado y me asusta un poquito— supongo que por lo de la carterita. Mamá no se da por aludida, me ayuda a vestirme y se queda conmigo mientras tomo el desayuno, ella toma mate con leche, y cada tanto me da uno a mí también. Es raro, mamá es polaca y toma más mate que la gente que nació acá. A papá también le gusta, pero como le hace mal sólo toma a la tarde después de trabajar. Entro al taller para saludar a las chicas; hoy vinieron cuatro, están todo el día teje que te teje con la máquina de hacer guantes, al mismo tiempo que se la pasan charla que te charla, contándose cosas de sus novios, de sus amigas, y chismes de actores y actrices que salen en Vosotras, Para Ti. A veces me dejan alguna y miro los modelos de vestidos y las vidas de las actrices, que son tan distintas 184


de las nuestras. A mamá no le interesan, salvo alguna receta de cocina, dice que no se aprende nada, que es mejor leer libros. Cada tanto les da por cantar, casi siempre boleros de moda: “Bésame mucho”, “Aquellos ojos verdes”. A mí me divierte escucharlas, porque cuando no tengo deberes ayudo en el taller, me gusta devanar la lana, y ver cómo la máquina las va enrollando en los carreteles. Claro que en ciertos horarios, mi papá las interrumpe para escuchar las noticias, o Radio del Estado cuando pasan conciertos de violín, de piano o arias de ópera. Las chicas prefieren tangos o foxtrot, o boleros, pero al final de tanto oír buena música, según papá, les está empezando a gustar. Yo no estoy tan segura. Apenas entro, todas dejan las máquinas y me cantan el “cumpleaños feliz” y me regalan… ¡una muñeca!, chiquita, con pelo rubio y ropita que le puedo cambiar. Saben más que papá que cosas me ponen contenta. Les doy a todas un beso, y después les llevo bombones y caramelos. La verdad es que no tengo ganas ir al colegio, es el día de mi cumple y quiero quedarme con ellos. Le digo a mamá, ella habría aceptado, pero papá que no, y que no, sólo se falta cuando una está enferma. Pero yo estoy demasiado contenta cómo para ir a la escuela, y aburrirme, aunque la maestra es muy buena y seguro que también me va a felicitar. Le pido a mamá plata para comprar caramelos para todas las nenas del grado, siempre cuando alguna cumple lleva caramelos o bombones. Resignada me pongo a preparar la valija con todos los cuadernos, el manual, el libro de lectura, los lápices, la carpeta de dibujo, ¡ufa! cuántas cosas, oigo que papá grita: —¡Paren las máquinas!, quiero escuchar la radio. Mamá y yo entramos corriendo al taller y papá: que los obreros de las fábricas están marchando a Plaza de Mayo exigiendo que saquen de la cárcel al coronel Perón, que tiene un alto puesto en el gobierno, no sé si ministro o secretario de trabajo, todavía no lo aprendí en la escuela. —Lo que nos faltaba. Acabamos de liberarnos de los nazis en Europa, y ahora los vamos a tener acá en Argentina —dice papá, con cara de preocupado. 185


Me acuerdo de que, hace unos meses atrás, cuando en la radio informaron que los alemanes se habían rendido, y que terminaba la guerra, mis papás se emocionaron tanto que se pusieron a llorar los dos. Papá les dio el día libre a las chicas y fuimos a festejar con los paisanos, así se llaman entre ellos porque todos son del mismo lugar, aunque papá es de una gran ciudad, y mamá de un pueblo chiquito, pero todos de Polonia. —Pero, papá, no entiendo, ¿no era que los alemanes habían sido derrotados? ¿cómo van a estar acá? —Unos cuantos se escaparon y lograron entrar a este país. Además, Perón forma parte de un grupo de militares que estuvieron a favor de Alemania. —¿Entonces vamos a tener guerra? —Ahí me dieron muchas ganas de llorar. Papá me abraza, me tranquiliza, y me dice que guerra no, pero que podría haber antisemitismo, o sea que nos ataquen por ser judíos. Cuando papá me envuelve con sus brazos, yo me siento segura, como cuando llueve fuerte de noche y hay truenos y relámpagos, me da mucho miedo, me parece que se va a caer el techo o la casa, entonces voy corriendo a la cama de ellos, y papá me besa y me canta en idish algunas de sus canciones de infancia, a veces mamá lo acompaña, (tiene una voz tan linda). Algunas son un poco tristes porque hablan de gente pobre, me imagino chozas en un bosque, rodeadas de nieve y los chicos con los papás tratando de calentarse al lado del fuego, otras son canciones de cuna muy dulces, cuando las escucho, chau, se me va el miedo. Suena el teléfono, (en la cuadra sólo nosotros tenemos y se lo prestamos a los vecinos cuando lo necesitan), es mi tía, la Negra, así la llaman en la familia porque la otra hermana de mi papá es de piel muy blanca, quiere felicitarme por el cumple, le pregunto si va a venir con mis primos; me dice que no sabe, después habla con papá y cuando corta lo noto muy preocupado. El sigue pegado a la radio, y cómo anuncian que van a cerrar las fábricas, les dice a las chicas que se vayan a casa, por si después no pueden viajar, y por supuesto que yo no voy a ir a la escuela. 186


¡Bravo! logré lo que quería: faltar el día de mí cumple. Le pido permiso a mamá para invitar algunas amiguitas a tomar la leche. Me dijo que está bien, ya que no hay clases. Voy corriendo a la casa de Aída, que vive a la vuelta por Gaona, y después a la casa de Cholita, a la vuelta por Franklin, más chica que nosotras, pero que es bárbara para jugar a la mamá, porque a ella siempre la convencemos de que haga de hija. A la mamá de Aída y a la abuela de Cholita, que la cuida porque su mamá trabaja todo el día, les cuento que es mi cumple, a ver si me hacen algún regalito. Después mamá me acompaña para invitarla a Teresita, mi compañera de banco, que como vive a tres cuadras no me deja ir sola. Mamá prepara Toddy con tostadas, yo pongo en la mesa la manteca, el dulce de leche, un plato con vainillas y bombones de fruta. La paso bárbaro con mis amigas; la abuela de Choli mandó unas masitas muy ricas, Aida me regaló una pulsera y Teresita un pañuelo bordado, antes de dormir, lo voy a poner en la carterita. Hoy también estoy contenta, porque cuando me levanté papá me dijo que no había clase porque el gobierno había declarado feriado: San Perón. No entiendo, por lo que me cuentan mis compañeras católicas, los santos eran personas muy buenas, que hicieron algún milagro, y muchos años después de morir, el Papa los declara santos. En cambio Perón está vivo. A papá no le puedo preguntar porque está muy nervioso. ¿El año que viene, cuando cumpla diez, también va a ser feriado? 1946 Hoy cumplo diez años, es feriado, así que mis papás no trabajan, y yo no tengo clases. Salgo a la calle a jugar con mis amigas y mostrarles los regalos que me hicieron: un par de zapatos, porque parece que crecí mucho y me aprietan los que uso para ir al colegio, y un libro, Las Aventuras de Tom Swayer, de un escritor norteamericano que me parece que me va a gustar, 187


porque, según papá, cuenta las aventuras de un chico huérfano en Estados Unidos.¿es distinto ser huérfano en Estados Unidos que en Argentina? Pero igual estoy enojada porque no me regaló una muñeca. En la calle, pasan algunas vecinas, les digo que es mi cumpleaños y me dicen: ¡qué suerte, te tocó un día peronista! ¿será porque es un día muy lindo con sol y no hace frío, y por eso es un día peronista? Papá está un poco enojado porque no sólo hoy es feriado, sino que mañana también es San Perón, y se le atrasa el trabajo y no va a poder entregar los pedidos, así que decide seguir trabajando con la ayuda de mamá. Hoy no voy a poder festejar mi cumple con mis amigas, eso me pone un poco triste. 1947 La semana pasada cumplí once años, y una de mis tías me invitó a comer. Me hizo ñoquis, la comida que más me gusta. Jugué con mi primo y otros amigos de él al ping-pong, en el patio enorme por el que se va a los departamentos. La pasé bárbaro. Es divertido, en la escuela somos únicamente nenas, sólo hay varones hasta tercer grado; había uno que se llamaba Rolando. Era tan lindo, rubio, de ojos azules, que todas las chicas estábamos atrás de él; dibujaba muy bien, y en vez de corbata usaba siempre un gran moño con pequeños lunares blancos. Ahora los varones van al colegio de la vuelta, pero a Rolando no lo vimos más, seguro que se mudó. Ya me contaron que las escuelas secundarias también son de mujeres. Entonces ¿dónde vamos a conocer muchachos? Le pregunté a mamá, pero lo único que me dijo es que todavía soy chica para pensar en esas cosas. ¿Tengo que esperar a crecer para enterarme?

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G rietas En la noche, mejor dicho en la madrugada, Roberto Giménez arrastra los pies descalzos como si cargara detrás de él todo el peso de una vida. Entra en la cocina, está somnoliento, cree que no ha dormido. Pisa el suelo, sus pies no encuentran las pantuflas al lado de la cama, donde suele dejarlas. A pesar de que el piso frío le produce una sensación desagradable, ir a buscarlas le significa mucho esfuerzo. Prende la luz, se acerca a la pileta, con las manos temblorosas toma un vaso de la mesada, pero lo siente pegajoso. Se debe haber olvidado de lavarlo anoche, abre el grifo y llena el vaso, el agua tiene un color amarronado, pareciera que la canilla no se hubiera usado por varios días o quizás un corte de suministro. ¿Cómo no se dio cuenta antes? La tira, y deja la canilla abierta hasta que el agua vuelve a ser transparente. Traga el contenido del vaso de una vez, se sirve otro, lo deja por la mitad, lo lleva con cuidado a la mesa, tiene miedo de que se le caiga y se sienta lentamente en una silla destartalada. Siente sus miembros entumecidos, trata de hacer algunos movimientos con las piernas pero lo domina el cansancio. Apoya los codos sobre el mantel de hule, sosteniendo su cabeza en las manos; nota que el mantel está sucio como si hace mucho no se limpiara —que raro, el lo limpia todos los días después de cenar—. Mira su mano derecha surcada por venas azules que se ramifican y nota manchas verdes, violáceas, casi negras. Sabe que algo le pasó pero en su memoria hay huecos. Se levanta de la silla arrastrando los pies sin energía, va hacia el baño, y se mira en el espejo manchado por la humedad filtrada, ve un rostro amarillento, arrugado, barba canosa, ojos aguachentos, vidriosos. No se reconoce. Trata de pensar qué día es, no sabe si sábado, domingo, lunes. Vuelve al dormitorio, mira el reloj, son las cinco, y deduce que está amaneciendo por el tono rosado del cielo. Regresa a la cocina, busca algún diario, lo encuentra sobre la heladera, y mira la fecha: Domingo 27 de junio de 2004. No 189


entiende cómo puede haber un diario de un domingo, si él sólo lo compra los sábados. Lo hojea, no encuentra noticias interesantes, pero en las necrológicas están resaltados algunos avisos. Ningún nombre le suena conocido. Busca un calendario, una agenda, encuentra una en la mesita de luz pero es del 2003. Y no figura el calendario del 2004. De paso mira la libreta: citas con médicos, vencimientos de servicios, pero está arrancada la agenda telefónica, por lo que no puede llamar a nadie, aunque tampoco sabría a quién. ¿Cómo confirmar en qué día está viviendo? ¡El televisor! Intenta prenderlo, imposible, no tiene imagen ni sonido, en realidad él sabe que anda mal, seguro que se quemó el tubo. Entonces la radio, recuerda que tiene una en algún estante de la cocina; la encuentra en un rincón llena de polvo; ¡pero si la escucha todos los días! Toca la perilla pero no oye nada, seguro que las pilas se han vencido, abre el compartimento, están sulfatadas. En el mismo estante ve una caja de cigarrillos vacía. Es extraño, porque él nunca fumó. Busca el tacho de basura para tirar la caja, y al abrirlo encuentra saquitos usados de té, latas de atún, gaseosas, cerveza. Él no suele consumir nada de eso y además tiene la costumbre de tirar la basura diariamente. Decide salir a la calle y comprar un diario, pero al llegar a la puerta, se da cuenta de que está vestido con un piyama viejo, así que busca un pantalón y un buzo en el ropero, se los pone. Le quedan muy grandes ¿tanto había adelgazado? Sale, está aturdido, pero el fresco de la mañana lo despabila. Hay poca gente en la calle, camina con lentitud hasta el kiosco. —Hola don Jiménez, cuánto hace que no lo veía, ¿estuvo de viaje?— lo saluda el diariero con afecto. Roberto se sorprende y antes de responderle quiere saber desde cuando no lo ve. —Es cierto, hace mucho que no venía por acá, ¿no? —Y, hará cómo cinco, seis meses, ¿por dónde anduvo? Le contesta lo primero que se le viene a la cabeza: —Fui a visitar a una hermana en España, después me enfermé y estuve internado casi dos meses. 190


—Con razón, se lo extrañaba, sobre todo los domingos, cuando discutía de política con Don Mauricio. Me gusta escucharlos a usted y al ferretero porque saben mucho. —¿Y que es de la vida de Mauricio? —Sabe una cosa, ahora que lo veo a usted, hace bastante tiempo que tampoco lo veo a él. A lo mejor está enfermo. Roberto busca el periódico, lo paga. No quiere escuchar más. Lo saluda y vuelve a su casa. Lo primero que hace es fijarse en la fecha del diario: Lunes 29 de noviembre de 2004. Es decir que pasaron seis meses de la fecha del otro periódico. Tiene hambre, va a la heladera. La abre: funciona, pero está vacía, sólo encuentra una cajita de medicamentos que contiene varias ampollas. Lee el nombre: Rohipnol; saca el prospecto, es una droga contra el insomnio pero que puede producir amnesia. Va hacia la cocina, de la manija del horno hay colgado un repasador sucio, —tan sucio él no lo pudo haber dejado. Abre la llave de la cocina, busca fósforos en el estante, los encuentra, prende la hornalla: gas hay. Si hay luz y gas, alguien pagó los servicios. La llama del quemador vira del amarillo al verde y luego al azul, se la queda mirando…

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Fabiรกn Moauro

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fabianmo@gmail.com 194


A sangre fría Reconoce los síntomas del compañero de trabajo del box de al lado como un ataque al corazón. Pero no le da importancia, sólo le queda media hora para entregar el informe. Dos días antes, sí que había sido un problema: otro compañero se voló la cabeza, salpicando varios escritorios alrededor. La sangre se confundía con las marcas del resaltador rojo que usaba normalmente, pero esa excusa no sirvió para que no lo amenazaran con despedirlo por el trabajo atrasado. Por las dudas ha cambiado a resaltador verde. Va aprendiendo. Está dejando de ser un junior.

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El profesional A Ricardo le dio la sensación de entrar a un horno. El verano estaba siendo tan caluroso como venía pronosticando el gordito del noticiero de la mañana. Normalmente, le erraba, pero esta semana parecía que no. Sin dejar de caminar, sacó el celular del bolsillo y miró la hora: 03:44. No le quedaba mucho tiempo. Menos de cincuenta minutos. Quizá fueran sus nervios y la urgencia por terminar, lo que le hacían sentir tanto calor. Se pasó la palma de la mano por la frente en un intento de secar la transpiración. La camisa cuadriculada se hallaba pegada a su cuerpo. Tenía ganas de arrancarse el saco. Después de tantos años debería estar acostumbrado a usarlo para ocultar su arma. También pensó que tendría que ponerse a adelgazar de una buena vez. Recordó que cuando estaba flaco no transpiraba tanto. Le echaba la culpa de su gordura a esa bala que le había pegado en la pierna en el tiroteo de la salidera del banco Citibank frente a Galerías Pacífico donde estaba de guardia un diciembre tan caluroso como este. En el piso su sangre se había mezclado con la del flaco que hacía de estatua viviente para tratar de lograr algunas monedas. El muchacho había recibido un disparo en el pecho. Un par de convulsiones y no se volvió a mover. Podía recordar detalles. Los estruendos de los tiros, las alarmas, gente gritando, corriendo, tropezando y cayendo al piso. Antes de que le pegaran, había logrado meterle un balazo en la cabeza al de camisa floreada que escapaba con una bolsa. Lo recordaba en cámara lenta cayendo sobre un grupo de personas entre las que había un delgado Papa Noel repartiendo volantes. Aunque tras la operación y rehabilitación le dijeron que podía volver a su vida normal, luego de tres años no había regresado al gimnasio y comía y bebía demasiado. Volvió a secarse la transpiración. El auto estaba estacionado en la esquina. Utilizó las llaves que había encontrado en un 196


bolsillo del cuerpo que se encontraba tirado en el piso, entre la mesita ratona y el televisor. Por suerte el Ford Fiesta tenía los vidrios polarizados. Llevó el auto sin encender las luces hasta la puerta, y lo estacionó sobre la entrada del garage. Miró a su alrededor. No parecía haber nadie por la calle. Después de entrar a la casa, lo primero que hizo fue apagar todas las lámparas externas. Quería bajar el volumen del televisor, que estaba comenzando a transmitir un programa evangelista. No enconrraba el control remoto. ¡¡¡Carajo!!! Eso lo puso más nervioso. El aparato apareció debajo de una de las cajas de pizza que estaba sobre la mesa. Cargó el cuerpo sobre su hombro y lo llevó al auto. Lo puso en el asiento trasero. Se aseguró de que la casa quedara bien cerrada, subió y aceleró despacio, tratando de no llamar la atención. El lugar quedaba a unas diez cuadras y a cien metros de un gigantesco boliche. A nadie le llamaría la atención un auto con un cuerpo tirado dentro. Habría varios a esa hora. Era ideal. Caminó de regreso. Sabía lo que tenía que hacer. Era un profesional. Había sido entrenado para limpiar escenas de crímenes sin que quedaran huellas. Llevaba veinte años trabajando en eso. Haciendo incluso trabajos para la CIA en algunas ocasiones. Buscó bolsas plásticas y comenzó a tirar sobras y botellas. En el televisor el pastor evangelista ofrecía un pañuelo humedecido en agua bendita milagrosa. Después del living-comedor siguió con la cocina y el baño. Pero debía tener cuidado. Tampoco debía quedar demasiado ordenado o limpio. Eso era sospechoso. Sacó las bolsas con residuos y las llevó y tiró en un baldío a la vuelta de la esquina. Regresó a la casa. Tenía todavía veinte minutos. Iba bien. Se pegó una ducha y se cambió. Ocultó la ropa que llevaba puesta. Recordó las luces apagadas del jardín y corrió a encenderlas. Justo a tiempo. La bocina del auto sonó dos veces. Esperó unos instantes para abrir la puerta. 197


Su esposa ya había bajado del remise y lo miraba con cara de fastidio esperando que fuera a buscar su valija. Suponía que después de estar visitando a su familia en Córdoba una semana debía estar contenta. Pero no. La misma cara de amarga de siempre. La mujer al entrar miró alrededor, y tal cual esperaba, tiro la frase “podrías haber limpiado, ¿no?” Sin contestarle nada para que no se pusiera más nerviosa, fue a la cocina y preparó el desayuno. No quería ni imaginar el escándalo que su mujer haría si encontraba las botellas, la pizza, las cartas de poker, lo cigarros y a sus amigos borrachos tirados por todos lados. Al amanecer recibió un mensaje de texto de Rubén, que se había despertado dentro del auto frente al boliche. Todo bien. La próxima reunión de poker sería en su casa.

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A la antigua El auto reconoció a Carlos cuando se aproximó. Antes de abrirle la puerta, encendió automáticamente el aire acondicionado en veinte grados, la temperatura ideal para su dueño. Igualmente, en esa época no se sufría el calor ni el frío. Con la ropa con tela inteligente de fibras antiestáticas, antibacterianas, antialérgicas, desodorantes, con alta protección UV y de alta respirabilidad y secado. El hombre le preguntó la hora al auto. Llegaría a tiempo para la cena mensual con sus amigos del Club de escritores a la antigua. Siempre se juntaban en la gigantesca casa de Rubén, heredada de su acaudalado padre, quien se había convertido en millonario y viudo la misma noche. Lo primero, gracias a un casino. Lo segundo, seguía siendo un misterio. La amistad de los miembros del club también había sido heredada, hacía unos cien años sus padres solían reunirse a jugar al póker casi todos los viernes. El viaje normalmente tardaba treinta minutos. Tiempo más que suficiente para releer otro de los cuentos que había preparado para la reunión. Estaba seguro de que esta vez los iba a sorprender. Su hallazgo había sido realmente maravilloso. Hacía tiempo que las reuniones presenciales eran cada vez más distantes. Los celulares con cámaras y proyectores tridimensionales permitían, con las condiciones de luz adecuadas, sentirse casi en la misma habitación que la otra persona. Similar a lo imaginado por Isaac Asimov en la novela El sol desnudo, de 1957. Había fanáticos que se ponían de acuerdo y preparaban las cámaras en una mitad de la mesa hasta coincidir con la mitad de la mesa de la otra persona conectada y cenaban juntos... Pero esas conexiones no eran muy buenas. No se podían comparar con las de los restaurantes caros. Los restaurantes tenían preparados idénticos manteles, luces, paredes... y las cámaras y proyectores 3D de alta definición; realmente daba la sensación de estar enfrente del otro comensal. Carlos había cenado la 199


noche anterior con una amiga que vivía en Miami en uno que pertenecía a la cadena Siga el Cordero. Había pedido un bife de chorizo a punto, con ensalada mixta. El principal tema de conversación del club era cómo sabrían los verdaderos bifes de chorizo de carne. Ahora eran papas genéticamente saborizadas y con forma y color a la carne, tenían vitaminas, no contenían grasa ni nada malo para el organismo, pero estaban seguros de que ni siquiera se parecían. Le dijo verbalmente al IGPS ( Interconected GPS ) del auto que buscara los de sus amigos. El aparato calculó que el viaje esta vez duraría 42 minutos, ya que el tráfico en la autopista por la que viajaba estaba congestionado por un accidente. Con los datos de la ubicación, velocidad, tráfico, clima, y tiempo restante de cada uno para llegar a destino, el auto programaría su piloto automático y regularía su velocidad para tratar de llegar al mismo tiempo que los demás. Miró con orgullo el libro que había encontrado en su búsqueda en negocios de antigüedades del barrio de San Telmo. Había tenido que escanear el libro cuidadosamente para que no se destruyeran las antiguas hojas. Se notaba que la calidad del libro no había sido buena. Tampoco un éxito en ventas,ya que no figuraba ninguna referencia cuando lo buscó en la H-Internet. Por eso estaba seguro que sorprendería a sus amigos. Carlos era un fanático de buscar antiguos textos de que incluyeran gastronomía. Para él era la mejor manera de ver la historia, cómo vivian, sentían y pensaban antiguamente. Este libro, Antologías del Suburbano, había sido escrito casi 140 años atrás. Se había impreso en Talleres gráficos Moreno en Junio del 2012. Contenía variados cuentos, historias y poemas de autores desconocidos. El auto arrancó y Carlos encendió, y buscó un cuento en su HRB (Hologram Reader Book), un invento que había cambiado la forma de leer en todo el mundo. El mismo “leía e interpretaba” el texto, seleccionando la voz correcta para relatarlo, dependiendo si era de misterio, amor, suspenso o terror. 200


Y lo más importante, era la generación de hologramas con las calles, casas, objetos, personas y animales que aparecían. En la última versión, incluía efectos de sonido, por ejemplo cuando un texto decía “y se alejó dando un portazo” se escuchaba una puerta que se cerraba violentamente y unos pasos que se alejaban. Pero, para aprovechar esa tecnología, era necesario que el texto tuviera muchas descripciones, las más exactas posibles, de los lugares y los personajes... Eso había cambiado notablemente la forma de escribir de los últimos cincuenta años. Parecía que ahora los escritores se concentraban más en esas descripciones que en la historia en sí misma. Por eso a el y a sus amigos les gustaban los escritores antiguos Hasta los multimedios tengan especialistas en describir detalles, y, por ejemplo, en vez gastar montones de dinero en ir a cubrir un terremoto un escritor lo detallaba y lograban que uno lo viera en su HRB casi como si fuera real. La semana pasada una mujer se tiró sobre el Papa Juan Pablo V cuando hacía snowboard en Mendoza, no había cámaras que registraran el momento, pero gracias al HRB todos pudieron ver lo que pasó como si hubiesen filmado el hecho. En Argentina igualmente estaban siempre un par de modelos atrasados, especialmente por el tema precio. Seleccionó un texto que se llamaba “Demasiado tarde”, de ciencia ficción, Era interesante leer cómo se habían imaginado el futuro en esa época. Algunos habían acertado, poco, mucho... o nada. Muy fatalista, la historia contaba la vida de un grupo de amigos, sus familias y la odisea de sobrevivir a los desastres que se producían en el planeta a raíz del cambio climático causado por la poca o nula actitud ecologista del hombre. Jamás se imaginaron en esos años que los científicos que habían luchado tanto en resolver el problema de la capa de ozono, de casualidad habían descubierto como controlar el clima. Con el paso de las décadas mejoraron los sistemas, permitiendo convertir los desiertos en sitios para sembrar, se acabaron las sequías o inundaciones. Eso permitió controlar y mejorar las represas y los vientos y con ello la energía eólica. 201


Se seguía usando el petróleo pero cada vez menos, no había desaparecido como se calculaba. Las grandes yacimientos encontradas en Argentina habían permitido que el país lograra una economía más estable, a pesar de los corruptos de los gobernantes. Igualmente, era interesante... se calculaba que por el 2020 las inundaciones habían creado los grandes lagos de la provincia de Buenos Aires, ahora un sitio turístico que era visitado por gente de todo el mundo. Así que quizá no era tan loca la idea del texto. Aunque lo más atrapante del cuento eran los detallados relatos de cómo preparaban los asados que hacían el grupo de amigos, casi como un ritual. Los muchachos estarían encantados con su hallazgo. Creía que igualaría al que había traído Juan, “Las aventuras de Arthur Gordon Pym” de Edgar Alan Poe. La vos femenina salió por los parlantes del auto indicando que estaban llegando a destino. Cerró el HRB. Agarró el freezer portátil con las tiras de asado. Bah... las papas saborizadas... y un par de vinos Malbec de Chandon. La clonación de frutas y verduras permitía que los vinos siguieran siendo tan buenos como antaño. Y gracias a la automatización de los autos, no había problemas de alcoholemia al conducir. Igualmente tomaría las pastillas Dr. Ahorro para evitar que el alcohol produjera algún daño al hígado y la resaca, por lo que podría disfrutar como siempre de beber mucho con los amigos. Le llamó la atención que el Rocky no saliera a recibirlo. Rubén le había comentado ese mismo día que lo había llevado al técnico para que le actualizara el software y agregado memoria al robot-perro. Los sensores de la puerta lo detectaron y reconocieron, haciendo sonar el timbre y anunciando su nombre en voz alta en toda la casa. Esperó unos minutos pera nadie apareció. Decidió ir al jardín del fondo justo cuando llegaron los autos de Pablo y Juan. Después de saludarse y de los ya clásicos chistes sobre Juan y su vecina, caminaron juntos hacia la parte de atrás de la casa. 202


Carlos fue el primero en ver la escena y sintió que las piernas le temblaban y sus dedos no tuvieron fuerzas para seguir sujetando la heladera ni las botellas. El silencio de la noche pareció amplificar el sonido de la caja al golpear contra el piso y el vidrio irrompible de las botellas chocando entre ellas mientras rebotaban 3 o 4 veces antes de quedar tan inmóviles y mudas como los tres amigos que miraban el sangriento espectáculo que yacía a los pies de la parrilla. El primer sonido salió de la garganta de Pablo: “Puta madre...”. Juan, después de tambalearse unos segundos apoyó su espalda en una columna que sostenía un gran jarrón, boquiabierto. A unos metros delante de ellos, se encontraba Rubén, sentado, inmóvil. A su lado, también inmóvil, Rocky, su perrorobot. Y delante de ellos, sobre una gran mancha roja, el cuerpo de un hombre, con la cara y el cuello destrozados. De la mandíbula de Rocky todavía goteaba el líquido rojo y brilloso. Carlos y Pablo se acercaron lentamente, llamando a Rubén por su nombre, sin dejar de mirar al perro. Evidentemente, ahora se encontraba desconectado, pero la sangre en su boca y el cuerpo destrozado causaban terror. Rubén los miró con ojos vidriosos. Trataba de hablar mientras sacudía la cabeza de un lado a otro pero no le salían las palabras. Aproximadamente, media hora después, lograron calmarlo y alejarlo de la escena, entraron a la cocina. Costó armar lo que había sucedido, el relato del dueño de casa era confuso, con huecos, mezclaba las cosas e incluso repetia algunos momentos. No había sido un accidente. Rubén había ordenado al perro atacar al veterinario-técnico. La orden le causó gracia al técnico. Las leyes de la robótica impedían que cualquier ser humano fuera herido por la acción o inacción de un robot. Pero su expresión sonriente había cambiado, en un instante, a una de terror al ver que el doberman se abalanzaba sobre él. Ni llegó a gritar. Todo duró menos de un minuto, cuando 203


Rubén dio la orden de detenerse y desconectarse ya era demasiado tarde. No había sido su intención esa tragedia. Pero cuando el veterinario-técnico lo extorsionó, pidiéndole plata para no revelar lo que había encontrado filmado en la memoria del perro al cambiarle la capacidad de la misma, se escuchó a sí mismo dando la orden de ataque. Lo que el técnico no sabía era que Rubén había echo la argentinada de alterar la programación del perro robot, para permitirle reaccionar más rápido e introducirle algunas nuevas funcionalidades, como mandar al perro a romper la pelota de fútbol de los hijos del vecino para que no lo molestaran cuando jugaban. Por eso no había respetado las leyes de la robótica. Abrieron una botella de vino para relajarse. Rubén dijo que tenían que llamar a la policía. Ahí comenzó la discusión. Había sido un accidente, algo no premeditado. Pero nadie lo creería. Y todos estarían involucrados. No querían verse metidos en ese problema. Por un momento, se ilusionaron inútilmente con que Juan lo resolviera, solo por ser el hijo de un policía que era especialista en limpiar escenas de crímenes. Otra botella de vino. Y otra. Las soluciones, muchas surgían justamente de esos cuentos e historias antiguas que solían leer. Hasta que una pareció ser la más lógica. Una que había aparecido en muchos relatos. Quizá fuera la más lógica o el alcohol que había comenzado a hacer efecto. La idea era simple: Quemar el cuerpo. Hacerlo desaparecer. Entre todos desnudaron al cadáver y lograron meterlo en la gran parrilla. Pusieron al máximo el fuego, alimentado por una mezcla de combustible líquido y gaseoso. Limpiaron las lajas del piso manualmente. No confiaban en que quedara bien si ponían a la lavadora robot a hacerlo. Lo mismo hicieron con Rocky, que aunque seguía desconectado daba miedo acercársele. Mientras abría la décima botella, Pablo dijo en broma “al fin un verdadero asado con carne real”. 204


Primero las risas. Después las caras serias y las miradas penetrantes. Se siguen reuniendo mensualmente, pero solo una vez al año hacen un “asado real”.

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Qué cagada Lo primero que pensó Roberto fue: qué cagada. Cualquier persona se habría puesto a gritar de felicidad, o a llorar. Quizá, sufrir un infarto. Pero, dificilmente, otra persona habría pensado: qué cagada. De golpe, el local lleno de gente, la sirena que sonaba, los aplausos, gritos, desaparecieron. Cerró los ojos. Temía descomponerse. Al volver a abrirlos, todo seguía igual. La sirena, las luces, la gente, los gritos, los aplausos. Y la máquina delante de sus ojos que indicaba que acababa de ganar cinco millones de dólares. Parecía que todo el mundo había dejado de jugar en sus maquinitas para ir a ver al suertudo. El tipo que les hizo sentir envidia mortal, pero a la vez esperanzas de que la próxima vez podría ser alguno de ellos. Y eso les daba alegría y mandarle buena onda al suertudo. Al que demostró que “puede ser...”. Hacía más de un año que uno de los mozos del restaurant, Pedro, lo jodía para que lo acompañara. “Hay mucha minitaaaa” le decía siempre. El que más se reía de esa frase era Ricardo, el policía que hacía guardia en la puerta del local. La historia de cuando fue herido en la pierna en el asalto al banco Citibank, la estatua viviente muerta, etc. ya se la conocían de memoria. Esa noche decidió acompañarlo al casino, pero solo porque no tenía ganas de volver a su casa. Pedro, de 35, se puso a hablar con una señora parecida a Mirta Legrand, y al rato desapareció. Comenzó a sospechar que el MP4, el nuevo celular y los relojes del mozo no eran fruto de las propinas... Al quedarse solo, decidió gastar unos pesos en las maquinolas. No tenía idea de cómo se jugaba. Caminó por los pasillos llenos de máquinas, gente, humo de cigarrillos, luces, con sonidos extraños que se producía cada vez que alguien ponía una moneda o bajaba una palanca o apretara algún botón. Algunas personas lo miraban con mala cara, como si tuvieran una cábala secreta que Roberto quería robarles. 206


Probó suerte con una maquina que simulaba una ruleta. Nada. Probó con otra que parecía esas viejas máquinas de las peliculas yanquees de los 60, donde bajaba una palanca tratando que en los tres rodillos quedaran las mismas figuras. Nada. Ya se iba cuando vio una con una con dibujos y referencias a Terminator, su pelicula favorita. Leyó las instrucciones. No era complicado. Puso las monedas que le quedaban, seleccionó dos casilleros rojos y bajó la palanca. Y la pantalla se volvió loca, aparecieron mensajes y la sirena y una luz tipo patrullero que comenzó a prender, apagar y girar. Se sintió incómodo, nunca le había gustado llamar la atención. Un par de tipos en trajes negros se abrieron paso entre la gente y se acercaron con enormes sonrisas... y Roberto volvió a pensar... qué cagada. Qué gran cagada. Se había separado de de Celeste hacía dos dias. Años soportando sus rayes, engaños, mentiras, malos tratos. Y ni hablar de la familia de Celeste, la hermana que se había ido a vivir y a “vivirlo” desde hacía un año, había pedido asilo por un par de semanas, pero nunca más se fue. Había conseguido un segundo trabajo por las noches en la administración de un restaurante. Necesitaban el dinero. Pero otra razón era para estar menos tiempo en la casa. Las reuniones de Celeste con sus amigas, a las cuales su hermana había agregado sus propias y desastrosas amistades ya eran casi diarias. Se burlaban de él, le ponían apodos, de los cuales se reía tratando de que pareciera que le causaban gracia. Trató de integrarse. Pero no lo dejaron. Ya no era extraño que llegara a su casa y encontrara en el piso botellas, vasos, comida, ropa, y algunos cuerpos también. Casarse con una mina quince años menor parecío una buena idea en su momento. Pero con el paso del tiempo, las diferencias con respecto a... TODO... se fueron agrandando. Roberto sospechaba (bah... estaba seguro) de que parte de su sueldo tambíen iba a parar al vago de su cuñadito. 207


Estaba resignado. Había vivido muchos años solo hasta que la conoció en una fiesta de la empresa. Ella no trabajaba ahí, era una de las mozas contratadas para el evento. Como no se llevaba muy bien con sus compañeros, se había ido a un rincón de un balcón del hotel donde se desarrollaba la fiesta. Ella no tenía muchas ganas de trabajar y estaba en ese rincón también. Lo que le pareció gracioso esa noche, ya no le parecía gracioso cuando descubrió que era una vaga crónica. Un par de semanas atrás, en su trabajo en el restaurant, había escuchado una conversación en una mesa cercana. En la misma estaba el famoso periodista Ariel Palauch, festejando la edición de su segundo libro Energía Espiritual. Siempre había pensado que el tipo era un chanta y el libro era otra manera de ganar guita solamente. Pero lo escucho apasionarse, hablar con su pequeño grupo de amigos acerca de la posibilidad de una mejor vida, con solo dar el primer paso: intentarlo. No dejarse vencer. Al otro día, compró los dos libros. Y eso le permitió descubrir que no debía resignarse. Que mejor solo que seguir sufriendo. Y tomó valor y se lo dijo a Celeste. A Celeste no le importaba... mientras le pasara dinero. Lo llamaba varias veces al día, casi siempre drogada, la mayoría de las veces se escuchaban los gritos de burla de fondo, con música a todo volumen en alguna de sus interminables fiestas. Dinero. ahora tenía mucho dinero... desde hacía un par de minutos tenía mucho dinero... qué cagada... tendría que compartirlo con su esposa... Y la hija de puta no se contentaría por la mitad. Iría por TODO. La conocía muy bien. No le quedaba mucho tiempo... los hombres de negro con sonrisas eran del casino, venían a buscarlo para pagarle. ¿cómo sería? ¿un cheque? ¿una transferencia? ¿un deposito? Fuera lo que fuera... eran bienes gananciales... qué cagada... Pensar. Pensar rápido. Debía llamar a alguien para usar de testaferro. Pero para Roberto solo era una palabra. Nunca había hecho algo así ni conocido de cerca a alguien que tuviera testaferros. Debía ser 208


alguien en quien confiar. Qué cagada... no tenía a nadie. Eran las dos de la mañana. ¿a quien? Pensar. Pensar. Pensar. Quizá pudiera cobrar y al otro día hacer algo sin que se enterase Celeste. No. No iba a funcionar. Seguramente, saldría en los diarios y televisión. El casino necesitaba publicidad. Meses atrás, una mina que había ganado la cuarta parte había salido en todos los medios. Pensar. Seguir pensando, ¿que hacer? Los hombres de negro, sonrientes y el minón que los acompañaba (recién la había visto) lo llevaron por los pasillos, uno de los tipos con su mano en el hombro de Roberto, la chica agarraba su brazo a la altura del codo. Cualquiera habría dicho que eran viejos amigos. Pensar. Pensar rápido. No tenía parientes. Bah. un primo, Marcelo. Aunque ahora era Testigo de Jehova, seguía sin confiar en él. Un garca siempre es un garca. Pensar. Descartó la idea de un testaferro. La solución aparecó de golpe . Simple. Clara. Única. El libro Anochecer en Barracas de Joaquin Peace. Se relajó. Pudo disfrutar las fotos de rigor, incluso el brindis. Firmó documentos, le hicieron la transferencia. A las 3 de la mañana llegó a su ex casa. Cuerpos desnudos o semi desnudos durmiendo en el piso, sillones, y hasta en su propia cama. Buscó los guantes. Buscó alguna de las jeringas usadas. Buscó más merca. Busco una jeringa nueva. No quería contagiarse. Se inyectó. Después fue por Celeste... y por fin, llamó a Ricardo para que lo ayude. Los días siguientes fueron confusos, los periodistas haciendo guardia en la puerta de su casa permanentemente. ¡La noticia del tipo que había ganado una fortuna en el casino y organizado una “fiesta” para cerebrar, y la joven y hermosa esposa muerta por una sobredosis era un notición! Y no faltaron los que omenzaron a sospechar e investigar, convencidos por su ex-cuñadita que había algo raro. 209


Ahora, Roberto, mirando a través de las rejas, extraña la libertad. Extraña caminar solo por Puerto Madero, al salir del restaurante, sus charlas con Pedro... el ir solo a los cines de Lavalle. Es la cagada de tener tanta guita. Terminás viviendo en una mansión rodeado de rejas, guardaespaldas hasta para ir de vacaciones. Qué cagada...

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Julia PĂŠrez

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juliaelenaprez@gmail.com 212


L a M adeja La ciudad habría parecido de fácil comprensión dibujada en la altura, igual que una gran sombrilla que girara toda su redondez dueña del espacio. Un mango poderoso la amarraba a la tierra. Era un pilar acolumnado entretejido por una verdadera maraña de cuerdas que ascendían hasta los trescientos metros. Allí se abría, igual que una vegetación multiplicada por ojivas y arcos que formaban la trama complejísima de su bordado, el bordado de La Madeja. Con más detenimiento y la ayuda de un telescopio poderoso, se podría haber descubierto a sus habitantes en la cotidianidad, atareados y moviéndose entre las cuerdas, atando cabos siempre y desatando nudos en medio de un paisaje un tanto caótico por esos cambios eternos que no podrían explicarse salvo por el hecho de haber sido ellos los motores que hacían girar a la ciudad. De camino y antes de atravesar el portal de ingreso, podían leerse a lo largo del recorrido carteles que anunciaban los horarios y los días en que había reparto de sogas. Cualquiera no importaba quién fuese ni de dónde viniese podría sumarse a la esforzada población. Por eso, a lo largo del camino se formaba una fila nutrida de aspirantes llegados de todas partes que eran recibidos por un grupo de uniformados encargados de la vigilancia y de la atención. Junto a las puertas de la ciudad, un hombre, el primero de la fila, sujetó la soga que le ofrecía el empleado y enseguida miró a lo alto como quien mira el cielo, hacia la gran ciudad y la ciudad lo trastornó. ¡Dios mío!, se dijo, de lejos le había parecido tan simple llegar hasta esa umbela que sobrevolaba el espacio, casi como una flor amarrada a la tierra tan sólo por el tallo, pero vista ahora desde ahí abajo lo ganaba el desaliento. ¿Qué podía hacer él para izarse hasta allá, sólo con una soga? Pensaba, pensaba y no se le ocurría nada. Absorto en la contemplación de tanta maravilla reparó entonces en unos islotes flotantes, su213


jetos a la punta de la calesa por cuerdas tan gruesas como las que retienen a los barcos en las amarras de los puertos, que se deslizaban al garete en una danza que la brisa llevaba bajo el sol de aquel verano. ¡Eran toda una promesa de vacaciones eternas para afortunados! Detrás de él, la fila esperaba y se impacientó. Él titubeaba, no le sería nada fácil, tendría que colgarse de la soga, trepar y atar los cabos sueltos; unos aquí, otros allá, mientras la cuerda se estiraba y era de suponer que se alargaría lo suficiente como para abarcar el recorrido completo hasta que él pudiese llegar a un sitio donde fabricar su primer domicilio en tránsito. De allí partiría luego y se mudaría más y más arriba siempre, pero… Había hecho apenas un leve gesto al dar las gracias al empleado, sostenía la cuerda entre los dedos temblorosos y estaba quieto sin decir ni una palabra mirando el bordado de sogas que se elevaba en constante trasformación y terminó por comprender con desesperación, que no estaba lo suficientemente preparado a pesar del tiempo que llevaba ejercitándose en toda clase de prácticas circenses. Con el abdomen hundido por la angustia se fue curvando de a poco mientras sentía como se le iban aflojando las piernas. -¡Ejem! -carraspeó el uniformado y balanceó hacia uno y otro lado su cuerpo voluminoso- ¿Puedo ayudarlo? -de su barriga, salieron ruidos de campanillas agitadas que pedían orden y que terminaron por acallar a todos. La insignia de La Madeja refulgía sobre sus cuernos. De inmediato el pobre hombre se sintió amonestado y sin demorarse más se volvió hacia el tipo que esperaba detrás de él y le indicó, con ademanes torpes, muy avergonzado, que pasase primero y al mismo tiempo le dio la soga. Después, más aliviado, se dijo que ser el primero no representaba una gran ventaja. “A ver qué hace éste, ahora” pensó bastante despechado por su mal papel. El otro tipo parecía fuerte con toda la energía concentrada en el cuerpo macizo; la cabeza era pequeña, casi hundida entre los hombros, tenía piernas y brazos nervudos, musculosos, cubiertos por un vello abundante, casi negro. A medida que trepa214


ba se fue pareciendo cada vez más a una araña y algunos tuvieron la certeza de que al hombre ya se le habían multiplicado los miembros a los pocos minutos de haber comenzado la subida. La soga debía colgar de algún punto que a la vista no estaba y se perdía en la distancia. El hombre velludo la tenía aferrada con los dos brazos mientras envolvía una pierna en el cabo suelto y así podía usarla de punto de apoyo cada vez que se lanzaba hacia arriba. Repetía el movimiento con un ritmo enérgico ganando en velocidad y armonía con el correr del tiempo, casi como si no sintiera el esfuerzo. Mudos miraron maravillados aquel balanceo lleno de gracia hasta que el tipo desapareció y de nuevo un murmullo de inquietud recorrió la fila engrosada por los curiosos que se arrimaban para ver. Ése que había sido el primero de la fila, lleno de esperanza y con los ojos brillantes se acercó al empleado esperando que le entregase la soga una segunda vez. -¡Ah no! Usted deberá esperar todavía mientras observa cómo se debe ascender empleando la soga correctamente y descubrir poco a poco si usted va a ser capaz de adaptarse. Porque aquí, señor, todo se basa en el movimiento. Si alguien se quedara quieto perdería el ritmo y eso sería perjudicial para todo el resto de nosotros. No sé si se ha dado cuenta de que La Madeja sigue en su andar el andar del universo, su orden y su caos. Usted tiene que sentir en su cuerpo la fuerza de esa adaptación y su metamorfosis final. Nadie sabe aquí cómo va a terminar siendo allá arriba. Algunos tienen propensión a volar y otros a arrastrarse, nuestra ciudad estimula la naturaleza de cada cual y ninguno se debe sentir obligado a ser lo que no puede ser. Por eso, señor, no se apure y espere -dicho esto, se dio vuelta para ordenar la fila y, con gran cortesía, le entregó la soga a una señora de aspecto feroz que arrastraba a un pobre chico. La mujer tomó la soga y se puso el chico a la espalda, sujeto dentro de la banda de Tambor Mayor que llevaba puesta. -Ahora te callás -le dijo- y cuando yo te lo diga vas a desanudar y atar los cabos que te indique, ¿comprendiste? 215


Y sin esperar más, se colgó de la soga con un balanceo que la impulsó hacia arriba de un solo tirón hasta tocar con otra cuerda más alta a la que se aferró sin esfuerzo. Así partió entre un balanceo y un salto y un salto con balanceo, hasta que, a los pocos minutos, ya se había perdido de la vista de los demás. El silencio se había hecho profundo, mirándola todos se habían quedado con la boca abierta y lo último que escucharon fue el grito de la mujer que insultaba al chico. ¿Y ahora qué?, se preguntó el hombre que había cambiado de pie mientras se preparaba para esperar otra vez. Una chica de ojos grandes y asombrados que traía de la mano a sus tres hermanos, se dirigió al empleado y le pidió cuatro sogas, “porque no nos tenemos que separar”, le explicó al uniformado que conmovido se las dio. ¡Era tanta la dulzura de esa mirada! Se escucharon protestas en toda la fila. -¡El reglamento no dice nada que pueda interpretarse como una prohibición! -exclamó el uniformado y dejó oír un agitado sanar de campanitas chillonas-, y ustedes vayan tranquilos y tengan mucho cuidado. Los hermanos, elásticos como lombrices, comenzaron la ascensión en un orden riguroso: primero el pequeño y a su turno los más grandes, unos trepaban encima de los otros. De esa manera, trabajaron sin darse respiro hasta formar una trenza apretada que iba subiendo con ellos. ¿Lograrían amarrar su isla allá arriba? Se preguntaban unos a otros en voz bien alta para que los oyera el empleado que por último habló con un tono preocupado. -Eso es muy peligroso. Pero, en fin, vaya uno a saber qué pueden conseguir cuatro hermanos tan organizados… -y se quedó pensativo mirándolos desaparecer. Las horas habían pasado rápido, muchos habían desertado y la fila se veía rala, llena de vacíos. La verdad es que estaban cansados con ganas de tumbarse debajo de los árboles y dormir. El uniformado miró el reloj, sacó una libretita y anotó los nombres de los que aún esperaban su turno. El hombre aquel que 216


había sido el número uno de la fila y que había cedido su lugar se dirigió al empleado y le pidió que por favor le conservase el primer lugar para el día siguiente. El otro meneó la cabeza, le tomó el nombre y se fue sin decir nada. ¿Habría que seguir esperando otros turnos? Con tanta variedad se sentía confundido. Cada uno de los que había ascendido lo habían hecho de una manera diferente y eso no le servía en realidad. No muy lejos había un bosquecillo de acacias con muchas flores y se refugió al amparo de una planta grande y blanca igual que una nube, pensó. Respiró a gusto, había traído algo de alimento y una buena manta. Así que comió y se puso a dormir. No fue una noche tranquila, soñó cosas terribles. Se despertaba aterrado después de cada pesadilla. Se vio en sueños cautivo de una maraña de cuerdas que se estrechaba en torno suyo, luchó por conservar su lugar sobre el tope de la ciudad y luego despertó en el momento en que se desbarrancaba desde lo más alto. Abrió los ojos, estaba aterido y lleno de calambres. El día emergía de esa noche horrible con una luz turbia, sucia, amortiguada por la neblina y el aire helado. Se incorporó tropezando, a los golpes, a saltos para despertarse el cuerpo y entrar en calor. Miraba sin comprender, ¿qué había sido del manto blanco que cubría la acacia en flor?, ¿y las hojas? A la entrada un empleado distinto al del día anterior se sorprendió al verlo. -¡Señor, qué barbaridad con este frío!, ¡usted está muy desabrigado! ¿Qué lo trae por aquí? Yo ya estoy cerrando como ve… -Pero, ¿cómo? ¿qué ha pasado? Ayer estábamos en pleno verano y hoy… -El tiempo, señor… pasa tan rápido. -¡No!, no, escuche: me acosté ayer al anochecer para intentar hoy de mañana subir a la ciudad después de haber recibido la soga, como usted bien sabe. Había otro empleado muy amable que anotó mi nombre en una libretita, nos despedimos así “hasta mañana”, yo me fui a dormir y… 217


-Y se quedó dormido. -¡Pero no tanto tiempo! -Si usted supiera cómo corre de rápido sin que nos demos cuenta. -¿Y ahora, qué hago?, ¿podré subir? -el hombre lo miró implorante, casi llorando. Ya no pretendía entender. -Con este frío, cerramos. La ciudad se congela enseguida, ya nadie sale ni entra más. Cerrarla es mi trabajo señor, lo siento mucho pero, no hay nada que yo pueda hacer. -¿Nadie entra ni sale?, ¿cómo es eso? -Usted quiere comprender lo que nadie comprende ¿para qué?, es irrelevante. En una ciudad congelada todo lo que existe duerme o muere. -Todo duerme o muere, los que subieron ayer ¿también? -También. -Eso es horrible -dijo indignado. -No si después viene el buen tiempo, el calor, el deseo, la esperanza y la soga, ¡otra vez! Lo bueno que tiene este sistema es que se lleva bien con la naturaleza y créame nadie se queja, por eso viene tanta gente. -Y ahora ¿ a dónde voy a ir?,- y el hombre se dobló desesperado. -¡Ah, señor!, cómo me aflige todo esto, hemos tenido una conversación tan agradable… pero, con todo respeto, tengo que cerrar las puertas de La Madeja -y mientras hablaba le hizo un gesto cariñoso con la mano y se alejó haciendo sonar la campanita.

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El

culebrón de

S antornudo

Una mirada desde la trastienda les bastó para comprobar que todos habían llegado a tiempo. Eran las siete de la tarde y sólo faltaba el Hombre Gordo, H.G., como lo llamaban familiarmente, o el Gordo, el Rey, en fin, Felipe Moreno, el tipo que un día les trajo a Margarita. Tres hileras alineadas de cuatro sillas cada una constituían el pequeño auditorio. La habitación era grande y algo rara, aunque quizás no lo fuera por las paredes claras y sin adornos, las maderas del piso, de las estanterías llenas, ni por las mesas, las sillas, o los papeles olvidados en un cierto desorden, sino por aquella concurrencia extraña, y de verdad, una docena -entre mujeres y hombres- que se sostenían rígidos, adheridos a los asientos como si recién los acabaran de ejecutar. La expresión de estupor se les acentuaba en las bocas y en los ojos fijos, muy abiertos, parecían atontados y todo había sido motivado por una noticia terrible que los enmudeció. La convocatoria fue difícil, en gran parte por la urgencia que tenían en reunir a todos los miembros de la comisión. Algunos la habían recibido en su contestador, por un llamado con el mensaje en clave -si se corría la voz, era seguro que al día siguiente encontrarían a todos los asociados en la puerta del club-, a otros como de costumbre, la citación les llegó por mail. El ambiente era lúgubre, estaban consternados. El Enano, el Rusito, Marión y la Loquita aparecieron de negro y tomados de la mano. El notición había repartido veneno para todos lados. Si hubiera sido la muerte de una cualquiera, vaya y pase, o una muerte provocada por alguna enfermedad o a consecuencia de un accidente pero, ¡asesinar a la Piba del Tito Portón!, fue un golpe en plena cara y ya se veían venir lo peor. Entusiasmados como estaban por el éxito que tenían las funciones habían hecho algunas reformas, una aquí y otra allá. Eso los había ido endeudado por una cantidad que vistos los ingresos que estaban teniendo no les pareció excesiva, pero ahora, si 219


tenían que suspender el espectáculo se quedarían sin fondos y sería la bancarrota del club. Era una situación peligrosa por las represalias. La administración podría considerarse funesta y si para colmo en una investigación aparecía algunas desprolijidades en las cuentas y ciertas cositas que circulaban sin mala intención pero que estaban en la mente de los conocidos… claro, nadie las habría mencionado en una situación distinta porque la Piba del Tito, Margarita, también era la Piba del pelotón. Y si no, ¿cómo habría hecho él para cosecharse tantos admiradores? Desde que apareció, ella fue el alma de cada función y con cada aparición de él era ella la que se convertía en el amor indiscutido de la barra del Culebrón de Santornudo. Lo peor vendría ahora cuando tuvieran que enfrentar al Gordo para contarle como ese sinvergüenza del Tato Correa le había dado con el hacha a la pobrecita, celoso como estaba por la situación privilegiada del Tito y así, según decía el desgraciado, había quedado zanjada la cuestión. ¡Como si fuera tan fácil acabar con semejante romance en medio de un episodio cualquiera y dejar a todo el mundo colgado, atravesado por el dolor de la pérdida y enfurecido! Eso nadie se los iba a perdonar a ellos, que no tenían nada que ver y sobretodo al Gordo por ser el director y el que había traído a Margarita al barrio y la había convertido en la piba del Culebrón, con un éxito tal que de los otros barrios se venían para verla y pagaban cualquier cosa por un banquito. Sí, justo el Gordo que le escribía los poemas de amor y los hacía llorar por esa pasión no correspondida que todos sentían como propia. Amaban al Gordo, le habían puesto el Rey y le copiaban las estrofas al final de cada episodio; los jueves a las veinte, después del espectáculo se iban de copas, porque la fiesta continuaba, y subían hacia donde comienzan las eses a serpentear por la cuesta y se dibuja en la esquina, bien redondo el barril de Santornudo. ¡Pero ahora, si H.G. los defraudaba lo iban a detestar! El problema era el Tato Correa que se las tiraba de gran literato y lo tenía engatusado al Gordo con toda su verba y siempre fue así. Ellos se lo habían advertido, pero el Gordo le creyó de 220


simple -de bueno que siempre fue- y por no haber tenido una educación como el otro que sí la tenía -aunque para nada honesto le sirvió- ¡Y fue por eso que el Gordo lo puso a escribir! ¡ Ahí se equivocó! ¡Le dio todo el poder! Ahora ese tío los había cagado a todos inventándose una muerte de puro envenenado. A las siete y diez, H.G. entró en el local y ellos se pusieron de pie para darle el pésame. Al Chato Mejía se le aflojaron los mocos y sin atreverse a mirarlo le tiró los brazos al cuello. -La pucha, Chato, ¿quién se murió? -le preguntó azorado y los miró a todos para convencerse que no faltaba ninguno y después, más tranquilo le tomó la cara al Chato se la palmeó y lo miró a los ojos -¿Y…? -Gordo, el Tato nos carneó a la Piba. -¿Cómo? ¿Qué? -La bajó de un hachazo en el último episodio, como si tal cosa. Así nos mandó el libreto hace unos días y no te lo quisimos decir hasta no estar todos reunidos aquí y decidir lo que vamos a hacer... estamos acabados… la guita Gordo. -Pará, infeliz, ¿de qué estás hablando? Si la historia está bien así. Con tanto amor y nada más, teníamos que acabarla en uno o dos capítulos más, ¿ entendés? Aquí Marión saltó como un resorte: -Pero ¡Gordito querido! Se nos viene encima el Culebrón. Es un golpe bajo, dado de un hachazo y sin asco -y los demás estuvieron de acuerdo con ella. -¡Parece, sólo parece que la Piba se nos muere! Oigan que no es para tanto, yo ya se lo dije al Tato “Que parezca nomás”. En la letra es una cosa, pero en la escena es otra. De eso me ocupo yo, si no ¿para qué dirijo?, ¿eh? Todos se pusieron a hablar al mismo tiempo “…porque la muerte es la muerte y una vez que la viste ya está”, “… y además ¿cómo van a hacer para que parezca así con algo tan bestial como un hachazo”, “…y bueno, y no, mejor que venga el Tato y lo cambie todo acá, ahora delante nuestro”. No había caso. El Gordo se agarraba la cabeza con las dos manos para que no lo aturdiesen y por último levantó un brazo y gritó: 221


-¡Basta!, ¡Sacamos el hacha y ponemos otra cosa. ¡Es por la envidia que la hieren, me escucharon, pero ella no se va a morir! La dan por muerta y, de esa manera, aparece el otro que la salva, y no sigo… porque no tiene gracia, muchachos, ¡un poco de respeto! Y vos, Chato, pensá en los números, la cosa tiene que seguir, ¿no? El suspenso y las otras emocione sirven para mantener el espectáculo, si no, se viene todo abajo… -pero el Rusito de pie no lo dejó terminar. El color se le había subido hasta la pelada y temblaba de indignación. -Pepero, Gorrdito, al Tito lo lo sacó de galán eese cretino. ¿quiquién va a ser el el-el “otro” galán ahora? No no ves… -Pará, no seas calentón. Voy a tener que contarles todo el argumento que es largo. Resulta que una novia anterior del Tito por celos cita a Margarita lejos de Santornudo con un pretexto y aprovecha para herirla y dejarla tirada cerca de la estación del tren adonde la va a encontrar y socorrer el otro tipo. Van a ser dos galanes y así se empiezan a desarrollar dos historias al mismo tiempo, esta de ella que ha perdido la memoria por el golpe y otra, la del Tito que se ha quedado solo después de buscarla como loco y sin ningún resultado con esta vieja novia que reaparece. ¿Entendieron? La obra va a ser dramática por la lucha dolorosa de ellos que parecen condenados a no encontrarse más y los intentos de los otros dos por seducirlos y ganarse un sentimiento que ya había sido entregado y no puede dar lugar a otro igual. Todos se habían quedado callados, pendientes del relato y como si esperaran algo más el silencio se prolongó hasta que H:G. impaciente, se removió en la silla y les preguntó: -¿Y …? -todos lo miraban en suspenso y sin decir nada, hasta que por fin la Nena, con lágrimas en los ojos, se atrevió a preguntarle: -Pero, Gordo, por último ¿se van a arreglar el Tito y Margarita? -¡Y claro, después! ¿Qué se imaginaron? -¡Ah…! -fue el grito de alivio de todos y entre las exclamaciones y las voces se pusieron a aplaudirlo. Por eso era el Rey, porque el Gordo se las sabía todas. 222


Julio Scarinci

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jmscarinci@hotmail.com 224


B ernardina Todo está en silencio. Parado en la vereda, contemplo la vieja casona de la calle Agüero al dos mil y me parece ver a un anciano gigante descansando con los ojos cerrados. Aquí varias generaciones vivieron sus alegrías, inquietudes y tristezas. Ahora, se encuentra vacía. La había construido el tío de mis abuelos que vino desde su Nápoles querido en el año mil ochocientos noventa y ocho, año en el que toda Italia cantaba O sole mío. El destino quiso que muriera sin vivir en ella. Los nonos, que la heredaron, viajaron a la Argentina para tomar posesión y nunca más regresaron a su tierra natal. Hoy está cerrada con todo lo que hay adentro, nadie abre sus ventanas y sus puertas. Con mis hermanos, tenemos que decidir sobre el futuro del que fuera nuestro hogar, ya que ellos quieren obtener por su venta, una cifra considerable. Esta podría ser una mansión más, de las que sucumben para construir un edificio moderno. Tengo que hallar una solución. Ponerla en venta y repartir el dinero entre mis hermanos y yo. Me decido, abro la puerta y me enfrento con un amplio vestíbulo, en tinieblas a pesar de ser las cuatro de la tarde. Enciendo las luces y lo primero que aparece es el perchero viejo que cuando entraba en mi casa jugaba a embocar desde lejos unos aros que me esperaban, sobre un sillón de madera. Me detengo y, con una sonrisa melancólica, arrojo la gorra que traía en la mano y, para mi sorpresa, queda colgadita de los ganchos. A mi derecha un gran espejo, frente al cual mis padres efectuaban como un rito, la última inspección de sus atuendos cuando salían. Hoy lleno de polvo me acerco a él y con el dedo escribo “Hola”. A la izquierda, atravesando una arcada de madera, entro al espacioso living con todos los muebles en el mismo lugar y en un rincón el piano de cola donde con mi madre pasábamos gran parte de nuestro tiempo; yo practicando los estudios, arpegios y posiciones fijas; ella, interpretando a Debussy, a Beethoven y a Chopin. Me acerco, levanto la tapa y aparece ante 225


mis ojos, como una enorme boca poblada de blancos dientes, el teclado, que con una sonrisa parece alegrarse de mi regreso. Con un dedo, acciono una tecla y me sobresalta el sonido afónico y húmedo que brota de la caja negra, interrumpiendo el silencio que envuelve toda la casa. Levanto la cabeza y al fondo está la escalera de madera que conduce a las habitaciones del primer piso. Me pregunto: ¿todavía crujirá el cuarto escalón al subir? porque misteriosamente, no lo hacía cuando descendíamos. Mi vista se pierde a través de la escalera. Cierro los ojos y repaso el dormitorio de nuestros padres; luego vienen los de mis hermanos, Estela, Fabián y yo. Mi hermana fue la primera que se casó y se fue a vivir a diez cuadras de casa. Fabián estudió sistemas y, cuando cumplió veinte años, con su primer sueldo y la ayuda de papá, se fue a vivir solo. Yo fui el último en irme. Me sentía muy cómodo en casa; era como una parte de mi cuerpo. Por esa razón, cuando partí, lo viví como una pérdida; siempre quedó algo muy íntimo encerrado entre esas paredes. Primero está el dormitorio de Estela, donde acostumbraba a jugar con sus muñecas, que papá le traía para sus cumpleaños. Las tenía prolijamente ordenadas sobre repisas por estricto orden de llegada. Cuando se fue con su esposo, las dejó, porque le daba tristeza que no se quedasen en su casa. Sólo una se llevó. Ella decía que, cuando papá entrase a su cuarto, quería que no se diera cuenta de que se había ido. ¿Estaría también el juego de té con el que invitaba a sus amigas invisibles? Todavía resuena en mis oídos su cajita de música con la bailarina girando arriba de la tapa al son de uno de los quintetos de Schubert. Luego viene el dormitorio de mi hermano, pero la curiosidad y la nostalgia me ganan. Comienzo a subir. Sí, todavía el cuarto escalón cruje. Llego a mi cuarto. La puerta está abierta. En las paredes están incrustados los recuerdos de todos los años vividos en esa casa. Me veo en la cama enfermo, y a mi madre sentada poniéndome paños fríos en la frente, mientras que entre paño y paño recibía una caricia. Antes de levantarse, se acercaba y con sus labios me besaba para 226


comprobar si me había bajado la fiebre. Junto con ese recuerdo, aparecen los aromas del arroz con leche con una ramita de vainilla y una alfombra de canela sobre la superficie. Me lo preparaban así porque era lo que más me gustaba. Tibio era más rico. Bajo presuroso por la escalera porque escucho un ruido sordo que me sorprende. ¿Habrá ratones? No sería nada extraño. El cuarto escalón no cruje. Todo sigue igual. Llego al living y me enfrento con el gobelino que tanto me llamó la atención de chico, una escena de una góndola navegando en un canal de Venecia. Giro y me dirijo al fondo donde se ubica la cocina y la pieza de servicio, que se comunican con el espacioso jardín del fondo de la casa. Allí mi madre con Bernardina, la criada, cuidaban con pasión y esmero los rosales, las violetas, las magnolias. Otra vez el ruido. ¿Qué habrá sido de Bernardina? Después de que murieron nuestros padres no supimos más de ella… parecen dos pies que se arrastran. Me quedo quieto tratando de descubrir el origen de los ruidos. Sólo se escucha el silencio. Abro despacio la puerta de la cocina y con la luz del jardín que se filtra por las ventanas alcanzo a ver algo que me acelera el corazón. Ahí parada, con tremendo palo en la mano, una figura que con los ojos sorprendidos me dice: -¡Niño! -Bernardina, usted… pero ¿qué hace acá? -Ay, niño, creí que eran ladrones que habían entrado. Bernardina deja el palo e, inmediatamente, nos confundimos en un abrazo sin fin. Los ojos se nos llenan de lágrimas. Todavía abrazado a ella la siento temblorosa, como quien se aferra a una mano salvadora para no naufragar en el olvido, que es el más cruel castigo al que se puede someter a un ser humano. Llegó desde su Santiago cuando tenía apenas catorce años. Fue nuestra segunda madre. Por un instante, pasaron por mi mente todos los momentos que vivimos felices con ella, los gustos que nos daba con las cosas ricas que nos esperaba cuando regresábamos del colegio: tortas de chocolate, helados de frutilla, panqueques con crema, chuño, bananas con dulce de leche. Cuando nuestra madre cayó enferma y murió, Bernardina se 227


ocupó de nosotros y nos llevó al colegio, nos ayudaba con los deberes, le pasaba a escondidas los mensajes de los noviecitos de Estela. Nunca nos hizo faltar el beso de todas las noches, tampoco su presencia en los actos de los colegios. Luego, mi alejamiento inmediato al exterior cuando finalmente murió mi padre y la casi nula comunicación con mis hermanos hizo que el tiempo pasara y me olvidase de quién fue la protectora de mis travesuras de chico. Nunca me perdonaré haber cometido semejante ingratitud. Mis padres le habían abierto una caja de ahorro y ahí todos los meses le depositaban dinero, que fue el que ella usó para vivir todos estos años. Nos sentamos. Me preparó un café con leche con tostadas y manteca como sabía que a mi me gustaba y estuvimos horas hablando. Me contó que, cuando murió mi padre, se quedó a vivir en la casona, pues no tenía familia; había pasado cincuenta años de su vida junto a nosotros. Un sentimiento amargo de culpa me invadió por completo. Esa misma noche reuní a mis hermanos y les dije: no se puede dejar en la calle a Bernardina. La casa no se vende.

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A cordeón Hoy vuelvo a Caballito, el barrio de la infancia. Detengo el auto y me quedo aferrado al volante, con los ojos cerrados, palpitando la calle de mi casa. Pasan los minutos, hasta que me decido a pisar la vereda. Fue un barrio de casas quietas, porque los tiempos eran quietos. Lo primero que veo son dos perros cómodamente sentados; esbozo una sonrisa y ellos con una mezcla de sorpresa y curiosidad comienzan a mover la cola. Levanto la mirada y veo los árboles en fila que tantos recuerdos me traen. Me encuentro con el que tallé un corazón, cuando nadie me veía. Dice “ Julio ama a Marta”. Grabábamos el mensaje silencioso, en la noble madera que nunca se quejaba. De otra forma no nos animábamos a expresar nuestro amor. Vuelvo a mirar la calle, pero algo indefinible me hace ver distinto. Siento que ha cambiado el color del aire, y el aroma de las flores. Ya no veo la marca de los pelotazos en la pared de la casa de al lado, de donde nos echaba a gritos la Tana que salía furiosa con una escoba a corrernos porque no la dejábamos dormir la siesta y le ensuciábamos la vereda con la pelota de goma: “les voy a tirar un carro con urin”, y nosotros reíamos. Camino y me enfrento con la puerta donde vivía el intelectual del barrio, Julio Jorge Luis Schultz -no se si Julio era por Cortazar o por el almacenero, a quien atribuían, las malas lenguas, que había tenido un romance con la madre- ya que el parecido con Don Julio era asombroso -y Jorge Luis por Borges. Era posible, de todas maneras, era un chico no muy querido. En las discusiones, él decía que había que ser objetivo en el enfoque de los argumentos, pero en realidad debido a su ego lo que el quería, era ser el centro. Al lado vivía Marianito. Los domingos por la mañana, con el libro de oraciones en la mano, se dirigía a misa de once –que era a la que infaltablemente íbamos todos los chicos- no por 229


cumplir con algún precepto religioso, sino porque era a la que acudían todas las chicas que nos tenían alterados a los quince. Por las noches, nos reuníamos en la esquina alrededor del buzón, silencioso testigo y guardián incorruptible de nuestras confesiones, a filosofar sobre la personalidad de los amigos de la barra. Nuestro querido Raúl decía: -Este Marianito es medio masoquista. -¿Por qué? -le preguntábamos. -Porque la religión te enseña que tenés que sufrir para ganarte el cielo, ergo Marianito es un masoquista. Me quieren decir ¿a quien le gusta sufrir? Todos nos mirábamos ante tan contundentes palabras y nos reíamos a coro. Entonces Raúl medio enojado nos decía: -Se ríen, ignorantes, pero qué pueden esperar de una religión que sentencia que el cuerpo trae culpa. Raúl era el personaje de las frases célebres. Ante una contrariedad, y todos los días tenía una, decía: “Cuando llueve sopa yo estoy con el tenedor en la mano”. Un día me crucé con él a las seis de la mañana, iba con un gabán azul, las manos en los bolsillos, las solapas levantadas por el frío del invierno y me dijo: “Qué triste es la vida del pobre proletario peatón”. A sus espaldas lo llamábamos: el ciclista afortunado porque no pinchaba nunca. Luego en su adolescencia se transforma en un entusiasta de Bergman y del cine sueco, junto a toda la movida teatral y literaria de la década de los sesenta. Un gran amigo. Ateo gracias a Dios. Sigo de paseo y al llegar a la esquina me asomo y acuden los versos del tango… “gira la calesita de la esquinita sombría”. Sí, ahí está todavía, la vieja y abandonada calesita, invadida por las plantas que crecen sin respetar títulos ni honores. En el extremo, veo el caballo de madera desteñido por el tiempo, al que siempre me subía, gira su cabeza y mirándome sonriente me guiña un ojo a la vez que con un alegre relincho sacude su crin poniéndose contento de volverme a ver. Alguien me toca el hombro, me doy vuelta y una señora mayor, me pregunta: 230


-Señor, ¿no escuchó el relincho de un caballo? -yo me asusté, porque están prohibidos en la ciudad. Miro la calesita, el caballito de madera tieso, sigue esperando: -No, señora, no escuché nada, debe ser un auto que acaba de frena. Cruzo la calle, me detengo en el medio, no me doy cuenta de que pasaron cincuenta años. Allí jugábamos al fútbol todas las tardes al volver del colegio. Estoy tan ensimismado en mis pensamientos cuando escucho un bocinazo que me vuelve a la realidad como una cachetada, y alcanzo a oír a mis espaldas un conductor felicitándome al son de ¡ boluuuuu…! Sigo caminando y en la esquina -siempre en las esquinasestá todavía el viejo café, donde ya más grandes nos reuníamos para salvarnos del suicidio de las grandes ciudades que a algunos los emborracha de tristeza y a otros de conformistas irreversibles. El café, donde siempre había un amigo con quien compartir las alegrías y los tropiezos de la vida. También esos adictos emocionales que necesitaban saborear las experiencias fuertes con riesgo de volcar y sufrir funestas consecuencias, o también aquellos que realmente eran felices por haber tenido más experiencias y no más riquezas. Una fotografía: veo todas las puertas de mis amigos una atrás de la otra, como si un gigante con sus enormes manos hubiese apretado la cuadra entera, igual que un acordeón, quedando todas juntitas. Esas puertas desde donde nuestras madres se asomaban para llamarnos. Veo a la mía junto con las otras, que eran de todos. Ellas nos cuidaban y protegían cuando algún peligro nos acechaba, se pasaban amasando vidas en sus interminables horas de cocina. Muchas cosas han cambiado y de un mundo limitado pasamos a un mundo sin orillas, donde permanece latente el peligro de caer. Hoy el otoño entró en mi corazón y tranquilo espero el invierno con la sabiduría del tiempo. Ese tiempo que no se queda quieto. ¿Dónde estarán mis lejanos amigos, o aquella vecinita por la que me agitaba cada vez que la veía? Los recuerdos se 231


me escapan como el agua entre los dedos. Las noches, que eran claras y perfumadas, se van oscureciendo como el árbol cuando pierde sus hojas. Me acuerdo de los besos robados. El piano del primer piso. La solterona que todas las tardes salía a esperar al príncipe azul que nunca llegó. El galeno del barrio que te curaba con solo tocarte. Esa casa pintada de quejas ante las adversidades y gritos de alegría cuando se casó la “nena”. Las noches de ojeras que pasábamos con los amigos, eran tiempos en que la palabra no estaba desprestigiada. Qué suerte, ha comenzado a llover. Así no se nota si se me escapa alguna lágrima. Me inclino, abro la puerta del auto, y van quedando a mis espaldas todas esas vidas paralelas que hoy voy repasando por el espejo retrovisor mientras me alejo lentamente.

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El

espejo

Santiago, sentado en el borde de su cama, observa en silencio un retrato de sus padres. Ellos ya no están, pero a pesar de que murieron hace mucho tiempo, hoy a sus sesenta y cinco años de edad los recuerda más que nunca. Lentamente comienza a repasar su vida acordándose de lo que le fueron inculcando desde su infancia: el amor por la música, la literatura, el teatro, en el que incursionó durante su juventud. Ya desde niño le encantaba jugar delante del espejo, representando los personajes que estaban de moda en esa época. Se disfrazaba con lo que tenía a mano hablando con su propia imagen como si fuese otra persona. Luego, aguardaba en silencio para esperar una respuesta, que como era lógico nunca llegaba. Mas tarde comenzó a estudiar teatro, representó diversas obras con grupos vocacionales. Era un joven feliz. Pero cuando cumplió veinticinco años, en un viaje con sus padres y su novia, tuvieron un gravísimo accidente, murieron todos. Sólo él sobrevivió. Luego de varias operaciones, volvió a su casa. El regreso fue traumático, el silencio envolvía su vida, la oscuridad se había adueñado de todos los rincones. Las paredes se le venían encima junto con los objetos que poblaban su vivienda, y los recuerdos le caían sin descanso sobre la memoria, abrumándolo hasta quebrar su débil resistencia. Cayó en una depresión que le hizo abandonar aquello que lo entusiasmaba. De a poco, fue recuperándose, entrando a trabajar en la empresa donde su padre había pasado veinte años de su vida. Sus dueños en reconocimiento a dicha trayectoria lo habían incorporado. Ya nunca pudo recuperar el deseo de tener proyectos, de volver a enamorarse, de disfrutar la vida y sobre todo de no perder la esperanza. Solo. Así vivía, retirado de todo lo que en algún momento lo rodeó y lo cobijó. Todos los días repite los mismos gestos, los mismos movimientos. Se levanta, toma su habitual ducha, 233


se viste, se para delante del espejo de su dormitorio, hace su habitual soliloquio casi teatral, que lo mantiene ligado a lo que fue, se dirige al baño, se lava los dientes, se peina y sale para su trabajo que aún sigue siendo el mismo, pero ahora con los hijos de los antiguos dueños, que están retirados. Por eso, hoy como todos los días, se levanta, deja el retrato de sus padres y ya vestido se enfrenta con el espejo. Luego de un breve silencio le dice: “Buen día ¿cómo te va, dormiste bien? Sí, no te extrañe la pregunta. ¿No me vas a contestar? Ya lo sé, como siempre. Pero aunque no lo creas, todavía no me acostumbro a tu silencio. A veces me sucede que te miro y no me doy cuenta del paso del tiempo. Como te veo todos los días, voy acostumbrándome a los cambios que aparecen con los años. Pero de pronto, no sé por qué raro sortilegio te encuentro envejecido. Es la misma sonrisa, pero un poco más cansada, el brillo de tus ojos se va apagando, el cabello más blanco, las arrugas en la frente. En fin, si te hubiese dejado de ver hace treinta o cuarenta años, hoy seguro que no te reconocería. Pero ya ves, te encuentro todos los días y no me canso de mirar. Te quiero igual que siempre, aunque a veces me haces renegar, pero últimamente te he notado distinto, no se, como más distante y hasta a veces me parece adivinar una mueca misteriosa casi siniestra. Te diría que no me reconozco en tu imagen. Siempre estás sólo. Te cuento todo. ¿Qué no sabes de mi vida? Sos mi cable a tierra cuando algo me preocupa. A pesar de que nunca me contestás, en ocasiones, en que un problema me tiene mal, el solo hecho de contártelo me ayuda a resolverlo y traer paz a mi alma. Soy conciente de que no podés hablar, pero a veces fantaseo que lo hacés, y la verdad es que me gustaría, tengo ganas de oirte. Hace tanto que nos conocemos. ¿Es una locura, no? Pero bueno me lavo los dientes, me peino y me voy. Chau”. Santiago, se queda un breve momento observando el reflejo de su figura. Se da vuelta para dirigirse hacia el baño cuando a sus espaldas se escucha una voz que saliendo del espejo le dice 234


“Chau”. Se detiene paralizado, pues una ráfaga inquietante se apodera de su cuerpo; gira lento luchando consigo mismo para poder escapar del lugar. Pero una fuerza que supera su voluntad hace que se enfrente finalmente con el espejo. Su ojos, mezcla de terror y de sorpresa, ven al señor del espejo. Ya no se reconoce. El otro con una mueca siniestra y sonriente levanta su brazo y con un gesto lo invita a acercarse mientras que con la mano trata de sujetarlo. En ese preciso momento la imagen comienza a retrotraerse en el tiempo: aparece su rostro y todo su cuerpo cuando tenía cincuenta años, cuarenta, treinta, veinte, diez y finalmente un bebé que irrumpe en un llanto desgarrador. El llanto aumenta en intensidad, hasta que estalla el espejo en mil pedazos, uno de los cuales se clava en el corazón de Santiago que cae al suelo inerte. Primero una bruma invade el dormitorio y luego una suave brisa de aroma dulzón va disipando el ambiente. Todo vuelve sospechosamente a su lugar salvo que ahora se alcanza a ver a la imagen de pie dentro de la habitación con una mueca de triunfo. mientras unas sombras, en el espejo, arrastran el cuerpo de Santiago caído de bruces en el suelo sobre un charco de sangre: finalmente la imagen del cuerpo va desapareciendo a lo lejos. El señor se da vuelta para salir de la habitación, cuando ve sobre su pecho un trozo de espejo clavado, entonces con un rápido movimiento lo extrae arrojándolo lejos. Con paso lento enfila hacia la puerta de salida, perdiéndose, entre la gente que a esa hora sale para sus trabajos.

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V oces

en palacio

Al fin estoy en el Alcázar de Segovia. Emplazado en lo alto de una roca entre los ríos Eresma y Clamores, fue entre otras cosas de su larga historia, residencia favorita de los reyes de Castilla, Alfonso X el Sabio y Enrique IV. Desde éste lugar, partió Isabel la Católica para ser coronada reina. Me detengo en la plaza, frente al puente levadizo y al foso que rodea el castillo. De la emoción quedo inmóvil, casi sin respirar, y admiro los altos muros con sus torres almenadas mientras se agitan los fantasmas de todos los que habitaron detrás de esas paredes, desde los romanos hasta nuestros días. Hoy es un museo. Entro y me incorporo a un grupo, que se dispone a recorrer el Alcázar. Vamos atravesando distintos recintos y, en cada uno, nuestro guía nos inunda con fechas, nombres y acontecimientos de la historia, con más de mil novecientos años que tiene el castillo. En cada metro que recorro, descubro adornos románicos, cuyas características constructivas eran el arco de medio punto, el Gótico y la decoración Mudéjar de sus salones. Todos estos estilos son fieles reflejos de cada cultura y de cada época de su vida. Llaman la atención los techos con sus ornamentos dorados; las puertas de madera labrada y sus amplios ventanales. Tan absorto estoy, en la sala escritorio de la reina Isabel la Católica, donde despidió a Cristobal Colón antes de su partida a Las Indias, que, sin darme cuenta, empiezo a retrasarme. Cierro los ojos e imagino los diálogos y las voces de aquellos personajes. A mis espaldas, voy sintiendo cada vez más lejanos, los sonidos del grupo en su recorrido. Me doy vuelta rápidamente para no perderlos, pero me he quedado solo. Frente a mí, hay dos pequeñas puertas. Por una de ellas ha continuado su recorrido el grupo. Pero... ¿ por cual? Comienzo a percibir un perfume de jazmines frescos y una extraña sensación de paz recorre mi cuerpo. Mi corazón se ace236


lera y como si despertase de un profundo sueño, giro hacia mi izquierda y algo me impulsa hacia una de las puertas. Un aroma a velas encendidas envuelve el ambiente, como una caricia cálida de las que me prodigaba mi madre cuando alguna dolencia afectaba mi descanso. Sigo caminando y a mis espaldas, la luz que entra por los imponentes ventanales, empieza a dormir el sueño de las noches, para dar paso a la luna llena. Alcanzo a distinguir, antes de llegar a la puerta que elegí para seguir mi camino, dos hermosos candelabros con siete velas encendidas que alumbran el aposento. Me detengo donde se hace más intenso el suave perfume, y la abro lentamente. Van apareciendo ante mis ojos: el“Hombre de Vitruvio” de Leonardo Da Vinci, “El Bautismo de Cristo” de Andrea del Verrocchio”, una réplica del David de Donatello, sillas con hermosos tapizados, confortables alfombras. Sigo girando la puerta y aparece frente a mí una amplia cama con un cortinado trasparente. Cae gracioso desde el techo tallado de la cama, apoyado sobre cuatro columnas de madera, como guardianes del sueño de su afortunada durmiente. Sí, no tengo dudas, estoy en el dormitorio de la reina Isabel la Católica. Sigo girando la puerta y al quedar totalmente abierta, veo, a mi derecha, una bellísima mujer vestida con una túnica que la cubre desde el blanco cuello hasta sus diminutos pies. Está arreglándose el cabello frente a un espejo, abrazado por un importante marco dorado. Varios candelabros le iluminan el rostro. Cruzamos las miradas a través de la superficie. Yo, inmóvil, y ella sentada sobre una banqueta, tapizada con terciopelo rojo obispo, gira veloz su cabeza y poniéndose ágilmente de pie me increpa a viva voz, con una altivez digna de una reina. -¿Quién eres? ¿Qué hacéis aquí? No entiendo nada. Pero quién es ésta hermosa mujer. Lo que yo estaba pensando, no podía ser. -Señora... -le digo tímidamente con voz temblorosa mientras me dirijo hacia ella, lo hago con una inclinación de cabeza-... estaba visitando el castillo con un grupo de turistas. Se adelantaron y me perdí. 237


La mujer se quedó observándome. Con su penetrante y a la vez dulce mirada, recorrió toda mi humanidad, desde la cabeza a los pies y desde ahí otra vez subió con sus hermosos ojos negros hasta que alcanzó los míos. -¿Qué es esa historia de turistas? y la ropa con la estáis vestido; ¿ de dónde venís? -Soy un viajero que viene de la Argentina. -¿Y eso dónde queda? -En América -¿Y que es América? -La tierra que descubrió Cristóbal Colón. -¿Lo conocéis a Colón? -No, no lo conozco. -Y entonces ¿cómo me habláis de él? -Porque... he leído mucho sobre su vida. -¡Ah!... tú lees... Eres instruido. Pareces un buen hombre, por eso no he llamado a los guardias. Además siento curiosidad por la ropa que lleváis. -Es la ropa que usamos en nuestra tierra. -Además habláis en mi misma lengua, pero un poco raro, ¿no seráis un espía? -No, señora, quédese usted tranquila, que no soy ningún espía. -¿Y dónde queda tu Argentina o tu América? -Muy lejos, a miles de kilómetros de aquí. -¿Y en que has viajado? -He venido a través del mar. -¿Y dónde os alojáis? -En Madrid y desde allí he viajado por tierra para conocer el acueducto romano y el castillo. -Ah, sí, te entiendo, pero ¿donde has leído sobre Colón, si los viajes que acaba de emprender son completamente secretos? A medida que pasan los minutos más me convenzo de que estoy viviendo un sueño, un delirio o una broma. Fuese cual fuere la realidad decido jugar una carta arriesgada. -Señora -le dije- quizás le parezca inverosímil o no me crea, pero vengo de un país en el que todos los habitantes he238


mos tenido la posibilidad de adquirir poderes a través de la magia que encierran los libros, en los cuales los sabios han escrito la historia pasada, presente y futura de toda la humanidad. A través de ésos libros nos conectamos en el más absoluto silencio, con el pensamiento de los grandes magos que llamamos escritores. -¿Y qué dicen esos escritores de nuestro Cristóbal Colón? -Él asegura, contra la creencia de todos los sabios, que la Tierra es redonda y que navegando hacia el Oeste, encontrará las Indias; hoy sólo se pueden llegar a ellas viajando hacia el Este. -Es verdad, eso es lo que nos argumentó al rey y a mí. Y ¿que más os dijeron esos mágicos escritores? -Que llegará a una tierra paradisíaca, poblada de indios, con lo que probará su teoría. Pero que se equivoca pues esas tierras son desconocidas por Europa, en el futuro serán llamadas América. -Sí. Es cierto, en parte. Colón ya ha regresado de su viaje y ha traído pruebas de lo que tú dices: nativos, frutos, animales, plantas, pero no ha mencionado nada de ése nombre tuyo, América. Aprovechando su curiosidad, comienzo a relatarle algunos acontecimientos que irán sucediéndose en el futuro, la veo caminar pensativa hacia la cama y sentándose en ella, queda en silencio, cuando a mis espaldas escucho murmullos que se van haciendo cada vez más intensos. Giro y observo como la puerta comienza a abrirse, entrando los turistas con su guía. -Estos son los aposentos de la reina Isabel la Católica. Cuenta la leyenda, aunque no han quedado pruebas de ello, que cierta vez se le presentó un extraño personaje que llegado de lejanas tierras una noche de luna llena, ganó su confianza, y desde entonces habitó en el mismo castillo, en una zona a la que sólo la reina tenía acceso, y se transformó en su consejero personal. De esto no ha quedado ninguna constancia -concluye el guía. Asombrado, veo como el grupo, sin notar mi presencia, se retira de la habitación. Quiero seguirlos, pero mis deseos son 239


de quedarme. Una fuerza superior me inmoviliza. Transcurren unos segundos que me parecen un siglo, cuando una suave voz a mis espaldas me acaricia diciĂŠndome: -Ven, viajero, ven, tenemos mucho que hablar. La puerta se cierra definitivamente con un movimiento lento y silencioso.

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Liliana Tirasso

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crupscaya@hotmail.com 242


D anza La luz se hace tenue, sólo la sombra de mi cuerpo y mi cuerpo danzan por el espacio vacío. Intento mover los dedos. Ondulantes van hacia arriba y hacia abajo, sólo una mano. Me detengo. Ahora, mi otro brazo baila a su tiempo, desparejo corta el aire. Empieza mi cabeza a girar hacia la derecha, luego, sorprendida y ansiosa vuelve hacia la izquierda. Sin saberlo, despierta el pie, se alza sobre el dedo mayor y encorva mi cadera. Mis brazos intentan mantener el equilibrio sometiéndose a la fuerza de esa unidad que, rígida y decidida, mueve alrededor de su eje a toda mi osamenta. Lo logra. Gira mi cuerpo sobre el pie protagonista. Se ladea la cabeza. Mis ojos se abren más allá de las órbitas. Mi boca se prepara para un grito, se cierran las comisuras que casi se tocan, se oponen los labios tensos y arrugados. Boca de grito, pero de grito sin sonido que se escucha desde muy adentro, grito de alma sofocada que anida en las entrañas mismas. De pronto, todo se detiene. Como suspendido en el espacio, ligado por un hilo transparente pero firme y seguro, hacia lo alto, bien lejos, se mantiene erguido, orgulloso, mi torso. Trato de sostenerme. Una parte de mí me lleva hacia la tierra. Estoy cayendo, mi brazo izquierdo se dobla. Aparece sostenido mi cuerpo por un codo poderoso que se enraiza y comienza a dar vueltas. Me siento segura, extraña, ajena. El tiempo es intenso, se sumerge en el espacio y lo embebe, no lo siento transcurrir. Se cansa el giro de hacer aire y se detiene el cuerpo. Suspendido queda, tan sólo ligado al suelo por un trocito de pie. Todo él hacia arriba: los brazos, las manos de dedos anhelantes y curiosos, el mentón que se esfuerza por subir, la frente que casi pega el cielo, la boca, la nariz, el pecho que con sus latidos pretende llegar antes. Vuelve mi pie a aplanarse, lo imita el otro, se acomodan los hombros, ondulan los brazos y las manos se abren buscando un límite. No existe, se repliegan. Una de ellas encuentra con las yemas el dibujo de una sonrisa nueva en mi rostro claro. Crece desde adentro un deseo. Una 243


fuerza poderosa se va acercando a mis labios. Convulsiono, se juntan el pecho y el vientre. Me enderezo con dificultad y elevo la cabeza. De la última contracción sale un sonido. Un sonido sin forma, desprolijo y anárquico se despega de mi boca. Grito con voces desiguales. Hablo. El alma respira sola. Ya no pienso, siento. Lentamente, sigue mi cuerpo nuevo danzando. Sonrío. El tiempo se alimenta de un movimiento lento, apacible, libre.

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La cama de al lado -Eugenio, ¡qué pálido estás! -Fue una noche extraña, Rosa, no sé cómo explicarla. Cuando llegó a la casa Eugenio tenía los ojos rojos y perdidos, la mueca cansada y la espalda corva. Eran las ocho de la mañana. Rosa, su mujer, había llevado a los mellizos al colegio y estaba preparando el almuerzo. Le tocaba cuidar a su suegro ese día. -Papá, tenés que salir más de la casa, visitar a tus amigos, ir a jugar a las bochas, animate, nosotros te podemos ayudar a cuidar la huerta. Pero el viejo estaba triste. Desde la muerte de su mujer, “la alegría de mi vida”, como él la llamaba no tenía ganas de hacer. Su corazón sensible caminaba lento, pidiéndole permiso al latido que terminaba para comenzar con el otro. El médico de la familia les había anticipado: -Ojo, muchachos, en cualquier momento nos da un susto. -Pero el viejo es fuerte, Doctor. Y así fue. Se quedó sin aire, con los ojos abiertos y un dolor caprichoso que le atravesaba el corazón sin permiso ni disculpas. Se desplomó sobre el piso de granito de la casa de Eugenio, su preferido. -Rosa, quiero contarte. -¿Pasa algo con tu papá?, te siento preocupado. -Él está bien. El médico dice que fue sólo un susto y en unos días más le dan de alta. Tenemos que cuidarlo por un tiempito. Quiere darle pastillas y esas cosas, pero yo le dije que tenía una familia, que no estaba solo y que iba a superar de a poco la muerte de la vieja. No hace un año que nos dejó, es lógico que la extrañe. La nostalgia es su peor enemigo. -Pero, entonces, ¿por qué esa cara? -Fue una noche larga. No es cara de cansancio, es cara de dolor. Estoy lleno de pena. Necesito hablar. -Te escucho. -Después de darles la cena y los medicamentos a cada uno de los pacientes de la sala, las enfermeras apagaron las luces 245


generales. Yo era la única visita que se quedaba a pasar la noche. Durante el día había venido gente para todas las camas excepto para una, la que está al lado de la de papá. La ocupaba un hombre joven, delgado, de piel morena y manos largas como de pianista. Desde que lo trajeron, no le vi abrir los ojos. Se pasaba los días y las noches envuelto en un sopor continuo que lo mantenía alejado de todo. Le cambiaban los pañales, el suero, las sábanas. Nunca un quejido. Sólo las manos movía, eran como ajenas a él, las únicas que tenían vida. Más de una vez me acerqué para ver si respiraba. Así pasó toda la semana, pero ayer a la noche... -Seguí, Eugenio, me estás asustando. -Todo estaba inmóvil, sólo la lámpara cercana a mi silla permanecía encendida. Había decidido concentrarme en la novela. Quería que pasaran las horas lo más pronto posible. El viejo respiraba sin dificultad y el suero estaba controlado. Me acomodé sobre unas frazadas del hospital. Por primera vez en el día podía decir que me sentía confortable. De pronto, se iluminó la sala. No eran las luces de rutina, no, ésta era una luz brillante, diferente, que no me permitió seguir mirando, sin embargo, pude descubrir que una silueta oscura se aproximaba a la cama del hombre. Intenté abrir más los ojos, no pude, me mantuve quieto, deseé ser invisible, esconderme, no sé, esa presencia me obligaba a sentir muchas cosas. Me desesperé, intenté mirar nuevamente, pero antes de hacerlo una pregunta lejana me paralizó. ¿¡Entendés!? Abrí los ojos, sólo la luz de mi lugar iluminaba las dos camas. No había nadie en la habitación. La sala permanecía tan quieta como antes de todo. -Eugenio, ¿qué era esa luz, esa voz? ¿Qué pasó luego? ¿Y el hombre? -Me levanté de la silla y me acerqué a su cama. Sólo una mueca se dibujaba en la mejilla surcada por un tubo frágil y transparente de aire fresco. Su mano huesuda intentaba agarrar algo, a alguien. Recorría con insistencia el estrecho cuadrado blanco de la sábana que cubría hasta la cintura su cuerpo que se elevaba entre respiración y respiración. Parecía que pregun246


taba: ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto? Ella seguía intentando descubrir objetos, deseando enraizarse en un pedazo de vida que se le presentaba como confusa e intangible. Pero ahí se quedaba, vencida, encorvada y oscura, su mano antigua de uñas blancas y palma rosada. Luego, los ojos fijos en alguien, bien abiertos pero vacíos, la mirada llorosa. Y su pecho, Rosa, su pecho latía asistido, dependiente, sin voluntad. -¿Y ese alguien, Eugenio? -No sé, ya no me importaba demasiado ese alguien. Yo estaba obsesionado con la mano, la mano que no renunciaba a dejar de tocar lo posible, lo cercano. Temblaba, giraba sobre sí, intentaba aferrarse al caño blanco que rodeaba los costados de la cama, jugaba con la sábana fresca y crujiente. De pronto, como si hubiera recibido una señal, miró el hombre, como nunca antes. En ese momento un silencio blanco y frío lo invadió todo. Él me necesitaba, era yo el único que podía asistirlo, no había más tiempo. Me acerqué sin miedo y, en ese momento, esa cara que nunca había dado pruebas de vida, dibujó una mueca. Tomé su mano, sentí una fuerza que se retiraba tímidamente de su cuerpo, la sostuve así por unos segundos interminables y luego cerró los ojos. Abandonó mi mano su mano y nuevamente la agitó, como en un adiós furtivo, pequeño, y se unió a la quietud del cuerpo y al silencio de las preguntas sin voz y lloré, Rosa, lloré. Un segundo después la sala se había convertido en un ir y venir de médicos y enfermeras intentando asistir al hombre. Yo me corrí hacia la cama de al lado, la del viejo, tomé su mano y le acaricié la mejilla. Dormía tranquilo.

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L a M aría -¿Está usted seguro, doctorcito? No hace mucho estaba llamándolo al Eulogio para que le llevara las estampitas bendecidas y de pronto, no escuché más nada. Pensé que la María estaba soñando y la dejé tranquila. -Cálmese, Florita. Usted no habría podido cambiar las cosas. Pero hay algo que quiero preguntarle. Cuando entré a la habitación, Doña María tenía los ojos abiertos, desencajados, con una expresión de miedo en su cara, y sus manos agarraban la frazada de tal manera que me costó mucho desprenderlas, ¿le anduvo pasando algo en estos días? -Le cuento, doctorcito. Yo me cansé de decirle al Eulogio que no los quería ver por la casa, pero él es caprichoso y trajo más de uno. “Son cariñosos, limpios, y calentitos en el invierno, querelos,” me decía. Y, usted sabe, cuando el Eulogio me pide algo, no puedo decirle que no. Y le dije, “está bien, pero no los dejes cerca de la María, sabés cómo se pone”, y él me hacía muchas promesas, pero claro, no se puede estar detrás de ellos todo el tiempo. Cuando el Eulogio se iba a las changuitas, yo los perdía de vista. Iban y venían sin hacer un solo ruido. A veces, encontraba a uno de ellos en la puerta de la pieza de la María, con ganitas de entrar y lo echaba, pero hay momentos que ni yo sé dónde están, entonces cuando sentía los gritos de terror, “sáquenme estos demonios de mi lado, ustedes quieren verme morir”, corría hasta su pieza y se los sacaba y ella miraba para el cielo y hacía cruces, y maldecía a los cuatro vientos. No sé si eso tiene algo que ver con lo que le pasó pero sí que era extraño y feo lo que le venía sucediendo de un tiempo a esta parte, doctorcito. -¿Desde cuándo se comportaba de esa manera? -Desde que el Eulogio trajo uno blanco y pequeñito, hace como dos veranos. Lo recuerdo bien. Hacía calor, mucha tierra seca por todos lados, hasta los perros andaban como borrachos por el patio, ni comer querían, vivían tirados debajo de las pi248


chanillas, con la lengua afuera y los ojos a la mitad. Ese día a la María la senté en la hamaca, debajo del ombú que tenemos a la entrada, le acomodé las piernas sobre un banquito y le puse el almohadón naranja que ella había tejido. Cerraba los ojos y se quejaba como si estuviera soñando. Yo estaba adentro, en las piezas. De pronto, escucho ladrar y después la voz de la María en un alarido. Y el Eulogio, tratando de calmarla y convencerla de algo, pero ella seguía gritando y diciendo cosas que me daban miedo, doctorcito. Salí a la puerta de la casa para ver qué pasaba y justo en ese momento me lo encuentro al Eulogio que entraba. “¿Qué le anda pasando a la María, Eulogio? ¿Qué le hiciste que se puso como loca?” “Nada, pue, que me dijo que lo sacara de la casa, que era su casa y que yo lo hacía para que ella se muriera y nos quedáramos con todo y qué sé yo qué otras cosas decía la María, Florita. Yo sólo se lo mostré. En eso crecía en ella algo de ternura, pero, no, todo lo contrario. No le alcanzaban los ojos para mirarlo y las manos se le movían solas. Quería agarrarlo mientras movía los labios apretados y secos como cuando reza el rosario, y sin pestañear siquiera.” -Ahí comenzó todo, doctorcito. Eulogio lo hacía a propósito, me parece. “Que se enoje la María, no me importa, yo quiero tenerlos en mi casa.” “No es tu casa”, le decía yo al Eulogio. “Es la casa de la María, y a ella no le gustan, la asustan. “Son el diablo mismo”, grita siempre.” Pero él se había empecinado en traerlos y no se conformaba con uno solo, y un día trajo dos y hasta tres tuvimos. Yo trataba de que no entraran a la pieza pero ellos, como si el odio los llamara, a la hora de la siesta, se acomodaban en su cama y dormían allí hasta que los gritos de la María los dejaba duritos como estatuas. Su voz llegaba hasta el pueblo y yo corría a sacarlos y a ver qué le pasaba. Siempre la encontraba con los ojos fijos en el techo y en las manos, el rosario que le había regalado el padrecito y las estampitas bendecidas una y mil veces. Movía los labios como si hablara con alguien. Cuando se tranquilizaba, me miraba a los ojos y 249


me decía: “me están llamando, me dicen que van a enviar hijos del demonio para que me lleven, no abras las puertas, Flora, no dejes que entren, yo sé lo que te digo”. Esto era cosa de todos los días y yo le decía al Eulogio: “sacalos de aquí, que a la María le va a agarrar un ataque y en el día menos pensado la encontramos quietita su alma”. Pero el Eulogio seguía con la suya y me decía: “Estás más loca que la María, Florita. Sólo lo hace para amargarnos la vida, siempre fue mala, la tía. La mamá me lo decía, cuidate de la María, Eulogito, tiene el diablo en la sangre, por eso nunca tuvo novio. A ella la mató casi, después que murió el papá, acordate. Él era el único que le hacía bajar la voz pero, ahora, me toca a mí.”Y yo trataba de convencerlo pero no había caso. “Me asusta, Eulogio, dice cada cosa: que ve sombras, que escucha ruidos, que siente manos que la agarran, que le tapan la boca y la llevan de los pies, que está ciega, y así todo el día. Pero más cuando vos se los dejás cerca, entonces ahí, es como si viera al mal en persona, sus gritos son de adentro del infierno mismo. Me asusta la María, Eulogio.” -Pero él no estaba en todo el día en la casa, doctorcito. Yo era la que aguantaba. Dos días atrás, el Eulogio tuvo que hacer un trabajo por la tarde. La María estaba en su pieza y yo, en la mía, le rezaba a la virgencita para que no se despertara. Pero ella no me escuchó, y apenitas cayó la noche, los gritos de la María aparecieron. Corrí hasta la pieza y la encontré sentada en la cama con las manos duras, parecían garras de pájaro en pelea, doctorcito, y con los ojos abiertos y rojos como si toda la sangre estuviera ahí justo en las pupilas, muerta de miedo y con el rosario en las manos me pedía que los sacara, que se la iban a llevar, que estaban tironeándola. Yo los miraba a ellos acostados sobre la frazada y no podía entender lo que la María sentía. Entonces me los llevé al cuarto del Eulogio y mío y después volví a su pieza. Esto pasó hace dos noches, doctorcito, y desde entonces a la María no se la escuchó. Tomaba su leche a la mañana, comía sin abrir demasiado la boca, no rezongaba como sabía hacerlo: que la comida está fría, que no tiene sal o que me lo hiciste a propósito para que me muera más rápido. 250


Nada de eso, dormía la siesta debajo del ombú y por la noche, después de comer, se iba solita a su cama y cerraba la puerta en silencio. Por eso hoy hasta el Eulogio me dijo con una sonrisa de ganador: “viste, Florita, la estamos domando a la María, ya no la asustan como antes”. Después se fue a las changuitas y cuando lo acompañé hasta el ombú, nos prometimos unas caricias por la noche de lo felices que estábamos. Me quedé en la cocina preparando la leche para la María y unos mates para mí. Sin hacer ruido, me asomé a la puerta de su pieza para ver si estaba despierta. Todo parecía tranquilo y sobre la frazada, dormían ellos, acurrucados uno con el otro. Sonreí y pensé que el Eulogio tenía razón, hasta los va a querer y todo, me dije. Volví a la cocina para preparar la comida. Hice el guiso para nosotros, las papita de la María y la gallina para la noche. De pronto, la escuché: “Eulogio, las estampitas bendecidas”, pero no gritaba, lo decía calmada. Por eso no fui corriendo como otras veces, no eran esos gritos como si estuviera en el infierno, no. Al rato sentí que era hora de que comiera, seguramente iba a tener hambre. Llegué a la pieza y miré la frazada. Se fueron, pensé. Corrí la cortina mientras le decía: “María, despiértese, ya es el mediodía, ¿no tiene hambre?”. Siempre me cuesta abrir las cortinas argolla por argolla y le digo al Eulogio que me las cambie, están muy arriba y me tardo. Después miro su cama y ahí la veo. Me quedé muda, doctorcito, no pude ni gritar siquiera y salí corriendo para buscarlo a usted.

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J aque

mate

Estoy muerto, condenadamente muerto y sepultado, frío y blanco, como la lápida que tendré que soportar. El veneno prolijamente dosificado cumplió su cometido. Mis años también ayudaron. “Está frágil, se está apagando el tío”, escuchaba en el medio de un sopor constante. “Después de hablar con el abogado de la familia, se lo ve más tranquilo, como si hubiera ordenado sus pensamientos, está en paz consigo mismo”, repetían. Confiaban en la debilidad del cuerpo sin percibir que mi astucia se fortalecía y en silencio. Les permití tocar el final, saborear el éxito del plan que los libraría de mi presencia. Dejé que llegaran. Ya veo alejarse las siluetas que hasta hace unos minutos, desconsoladas, se apretujaban en abrazos. Cuántas caras ocultas entre manos enjoyadas y húmedos pañuelos. Esos cuerpos familiares que en el momento inmediato a mi deceso se envolvieron en trapos renegridos pero elegantes y comenzaron a gozar con mi partida. Con qué premura abandonan el hoyo que desde el alba me esperaba. Cómo caminan rapidito sobre el sendero angosto de pasto brillante. Las fresias me despiden. Carradas de fresias, que confunden con su perfume ese olor de muerte que se viene anunciando cuando apenas dejamos de ser para convertirnos en fuimos. Puedo ver sus rostros transformarse en sonrisas especuladoras y angurrientas, sentir cuando llegan hasta los bancos y penetran en las cuentas e imaginan los testamentos y los placeres que la muerte de este viejo va a proporcionarles. Disfruto al pensar en el momento en que descubran, al borde del desmayo, que sus riquezas, mis riquezas, se han evaporado como en un cuento de brujas. Entonces, habrá llanto verdadero de frustración y de odio. Y escucharé sus voces invocando mi nombre.

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Juan Telmo Zรกrate

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juantelmozarate@gmail.com 254


El

lugar de mi niñez

He nombrado los sitios donde se desparrama la ternura y estoy solo y conmigo

Rodillas sucias raspadas, no se usaban todavía los bluyines protectores, los largos se merecían después de los dieciséis, cuando los pelos mostraban que nos hacíamos hombres. Mariposas atrapadas en redes de ramas y hojas que en los frascos terminaban como trofeos de caza. Fumando zarzaparrillas a escondidas de los viejos, robadas de aquellos setos que rodeaban los jardines. Azufre, carbón y algunas pastillitas de clorato, que en el botiquín estaban por si el dolor de garganta, todo en polvo, bien mezclado, en chapitas de refrescos, eran la gloria cuando explotaban en las vías del tranvía. Y las rústicas alianzas de carozos de duraznos, bien secos y bien gastados, raspados en las paredes que las pibas de la escuela mostraban en testimonio de noviazgos onceañeros. Rango, fulbito, y cuidado con el cana que se afana la pelota. Fotos porno, muy ajadas, Memorias de una Princesa escondida en la alacena, catecismo, comunión. La vida un día me dijo “che... te estás poniendo grande…” entonces el secundario, la facultad, las trifulcas apoyando la Reforma, y en medio de todo eso se me perdió la niñez.

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Mi

maldita biblioteca

A Borges y Cortázar, mis cómplices.

Estoy comenzando a odiar mi biblioteca, y sé que esto no debe caerles nada bien a los amantes de la lectura. Los oí una noche, se deben haber dado cuenta porque, desde entonces, obran a hurtadillas, mientras creen que estoy dormido. La primera vez que los escuché -Cronopios burlándose de cuchilleros, y Famas tratando de moderar la cosa- me levanté, fui a la biblioteca y entonces el silencio y la oscuridad lo cubrieron todo. Supe que eran Cronopios por sus vocecitas ridículas, si hasta cantaban su Catala tregua tregua espera… Catala tregua espera tregua, y dejaban ver algún que otro resplandor verdoso, de esos que emiten cuando están contentos. A los Famas los reconocí por simple deducción, quiénes si no, se iban a ocupar de poner orden. Mi biblioteca está compuesta por libros de autores famosos en castellano o traducidos. Y, como los descubrí hablándose, estoy por decidirme a quemarla, ya que comienzo a tenerle miedo. Las noches en que los escucho desde mi almohada, ya son incontables. A veces ríen, las más discuten acaloradamente sobre temas casi incomprensibles para mí, claro… cómo Russeau se iba a quedar fuera de una discusión entre Flaubert y Sartre sobre la verdadera personalidad de Madame Bovary. Podría haber tomado nota de esos diálogos, pero en la penumbra me es imposible y en cuanto prendo la luz… se hace el silencio. Es por esto que los detesto, creo que el miedo ya se transformó en animadversión. Un Fama, Borges -su hablar resulta inconfundible-, explicaba que no fueron las tablillas de arcilla de la Mesopotamia, ni los grabados en piedra de los hebreos, los que les dieron su nombre. Tampoco, los papiros con jeroglíficos del Egipto, ni los pergaminos griegos. Quizás comenzaron a aproximárseles los chinos y sus papeles… cuyos textos guardaban enrollados. 256


Sí, fueron los códices romanos quienes lograron nuestra forma actual, plana, tetraédrica, con tapas y hojas rectangulares. Cómo, ¿hablan de "nuestra forma"? Evidentemente, se consideran libros… he oído hablar de hombres-libro, pero justo aquí, ¿en casa? Siempre a medida que adquiría o me regalaban volúmenes, los acomodaba azarosamente, jamás por autores ni por temas. Cuando saco alguno para releerlo, lo ubico luego en cualquier lugar libre, pero, créanmelo, ellos se encuentran, se ingenian, no sé cómo y cada noche me despiertan con sus charlas y luego se me burlan callándose. Debe de ser la desmesuradamente antigua prosapia de los libros lo que les hace fácil sus encuentros, aunque no estén tapa contra tapa. Algunas veces me parece comprender sus diálogos, pero, sólo en ocasiones. Ellos se entienden siempre. Por lo menos en mi biblioteca, sólo oigo a mis autores predilectos, me cuesta imaginar lo que será una biblioteca pública de noche con miles de ejemplares miles de ejemplares, la Biblioteca Nacional, por ejemplo, con más de setecientos mil… un caos. ¿Serán capaces de encontrarse?, ¿los agruparán según sus nombres o temas?, ¿harán sus conciliábulos por separado? Averigüé, y me dijeron que están organizados de tal forma, que yo asumí, que no se deben prestar al delirio como en la mía. Los ubican por orden alfabético. Esto, seguramente los llevan a situaciones distintas. Por empezar las enormes distancias que los separan harán que no puedan oírse. Entran en contacto celebridades con recién iniciados que, a veces ni siquiera hablan el mismo idioma, y seguramente los famosos ignoran a los novatos. En mi colección, cada autor adquiere distintas personalidades de acuerdo con sus personajes, esto hacen que las discusiones sean alocadas. Es más; he llegado a oír a Don Jacinto Chiclana discutiendo nada menos que con Louis Armstrong. Ambos en castellano, Louis hablaba en un perfecto español como en La vuelta al día en ochenta mundos, y Don Jacinto estuvo a punto… pero le perdonó la vida. Recientemente, y esto 257


me hizo entrar en pánico, Gregorio, el insecto metamorfoseado de Kafka, quiso entrar en mi dormitorio. Llegué a ver sus antenas tanteando adentro de la habitación, de un brinco cerré la puerta y le puse llave. Qudé encerrado, asqueado. Hace como dos días que estoy preso, y estoy seguro de que era lo que querían. Han entablado un conciliábulo constante, creo que están tomando la casa entera, y yo, aquí, confinado al dormitorio, preparo la antorcha.

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L os

inmortales

…será que no estoy hecho a estar muerto… Diálogo de muertos, El Hacedor.

Fue casi a orillas del lago Leman, en el corazón de la Vieille Ville, una mañana de Junio de 1986. Maurice caminaba por las callejas de la gris, pulcra y casi perfecta ciudad, “la más propicia a la felicidad”, según su amigo de la adolescencia. Hablaba en voz muy baja, apenas susurraba: Aquí, a pocos metros de la iglesia ortodoxa rusa, fumamos los primeros cigarrillos, vicio que cultivé toda mi vida y en el que también fracasaste. “He fracasado en todos los vicios que cultivaban los jóvenes de mi época”, sueles decir. Probaste el hachís y preferiste las mentas. Opinábamos acerca de Laforgue y Baudelaire, de las sombras que supieron habitar esta ciudad y que aún hoy, creo, la habitan, (Rousseau, Amiel, Ferdinand Rodler) mientras otros hombres desconocidos se mataban muy cerca, detrás de los Alpes. Juntos descubrimos las cosas que averiguan los jóvenes: el imperfecto amor, la ironía, el deseo de ser el príncipe Hamlet. Siempre agradecí íntimamente tu orgullo de ser mi mejor amigo, junto con Simón Jichslniki. “Maurice Abramowicz”, me decías, “occidente es, gracias a los griegos, romanos y judíos”. Y hasta alardeabas de poseer tu gota de sangre hebrea. Bueno mi querido Georgie, varios de tus amigos, los que dejamos el mundo antes, comprobamos que aquella inmortalidad de la que hablamos tantas veces, existe. Es más; te debemos la nuestra por el sólo hecho de haber sido tus camaradas, ya que jamás la habríamos logrado si no fuera porque figuramos en tus escritos. Cierta gente no muere, al menos en cuerpo y alma, como lo quería tu padre, eso nos impediría este reencuentro que tanto esperé. Ahora, para mí la espera no existe, el tiempo ha perdido todo su sentido. Recuerdo que te habitaba el terror a la perpetuidad, pero no a ésta, la que llamabas cósmica; en la que seguiremos siendo inmortales. Más allá de nuestra muerte corporal quedará nuestra 259


memoria, y, más allá de nuestra memoria, quedarán nuestros hechos. Ésta es la que lograste definir con precisión profética. No la que le endilgaste al pobre Homero, y a los trogloditas. En este preciso instante estoy viendo el portal de la que fuera tu casa, pronto también lo verás, porque debes saber que no existe para nosotros incapacidad alguna. Era nuestro lugar de encuentro para ir a la escuela ¿recuerdas?, la fundada por Calvino, el heresiarca. En todos estos años jamás renegaste de los que en aquella época considerabas tus maestros, Heráclito y Swedemborg. Con uno indagaste el tiempo y el otro te explicó ese mundo, aquel tan aburrido de ángeles discurriendo eternamente sobre teología y filosofía, que por suerte no será el nuestro. Estabas convencido de lo que él decía acerca de la salvación, que no sería sólo ética sino también intelectual. Sé que siempre dudaste del lugar de tu muerte, pero quisiste, estoy seguro, que fuera aquí mismo, en la Vieille Ville que se mantiene tal cual; como si te esperara. Hace varios días, como dirían los mortales, te vi pasar del brazo de María. Estuviste hace poco con ella e Isabelle, mi mujer, en un restaurante cercano a la colina de Saint Pierre, cómo les agradecí que la acompañaran. Te vi levantar la copa. Juraría que fue recordando aquellos tiempos. Seguramente ya has sentido la presencia de aquella vieja amiga, como nos sucediera cuando la convocamos en nuestra adolescencia, y casi sucumbimos a la tentación del suicidio. Sé cual es la causa de tu regreso. Considero, pero esto sólo es un parecer, que lo has sentido a este barrio más tuyo que a Palermo. Siempre pensé que se podría deber a que te espera intacto, como lo conociste en el catorce, con sus campanas y fuentes, con su mismo aspecto, las mismas piedras que te presenté aquella primera vez, con su lago, y esta perfección de la que disfrutabas tanto. En cambio, Palermo cambió tanto su fisonomía, que hasta aquel arroyo del que me hablaste, fue entubado y hoy es una p rosaica avenida. También demolieron la cárcel amarilla con almenas. 260


Yo decidí quedarme aquí hasta mi muerte. Fue antes que la tuya. Pero ya verás, dentro de poco, hoy mismo, cuando también seas inmortal, la palabra barrio carecerá de sentido, también las palabras mundo, universo. -Bueno, mi viejo amigo, ¿volvemos a recorrer las orillas del lago?, prometo no recitarte a Baudelaire otra vez.” -Ya estoy viéndote, Maurice… perdona la tardanza… será que no estoy hecho a estar muerto todavía.

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C uartelera “El dulce de leche, las mujeres y la patria son las tres cosas más importantes en la colimba, y en este orden”, afirmaba Palito de Yerba (lo llamábamos así porque nada en el mate decíamos). Aquella noche en el tanque de agua, esperábamos el amanecer y los aviones, según nos había avisado el teniente. ¿A quién... a quién carajo se le habrá ocurrido hacer una revolución justo en septiembre, con la llegada de la primavera? Palito no dejaba de apuntar, nunca supe a quién, pero no dejaba de hacerlo con esa enorme antiaérea que le permitía agarrarse, porque mirar para abajo, la puta, daba vértigo. Después descubrí, no apuntaba… ¡se sujetaba! “Seguro que el sábado, a la salida, nos van a estar esperando las pibas.” Me decía aferrado a la antiaérea. “Seguro… vas a ver”. Me repetía. En la pensión de oferta no nos preguntaban quiénes eran, nosotros siempre dijimos que nuestras hermanas, y la dueña se hacía la que nos creía para mantenernos como clientes. La revolución se la hacían a Perón, el problema era… ¿de qué bando estábamos? Espero que del de Perón que siempre ganó, por lo menos hasta ahora. Palito quiere que un día de estos hagamos la cambiadita. Yo, de acuerdo, pero... las pibas... qué dirán. Por ahí nos quedamos sin el pan y sin la torta. De noche el vértigo era menor, casi no se sentía porque ni se veía el piso, como a treinta metros más abajo. En los cuarteles podrán faltar el morfi, las minas, de todo... pero tanques de agua, y bien altos; nunca, carajo. Sujetados con vigas de hierro donde hacíamos equilibrio nosotros. Palo, ¿qué dirán si se lo proponemos? Las pibas se dejan y les gusta, pero... para tanto... Vos tenés buenas ideas, un poco locas, pero buenísimas, la cambiadita no estaría mal. 262


-¡Palo, despabilate que empieza a amanecer y siento motores, en una de esas vienen! -Carajo, che... justo empezaba a dormirme bien afirmado. Tenían anclas pintadas en las alas, Palito apuntó por primera vez en serio, no para sujetarse, pero al no afirmarse bien, cayó. Los aviones pasaron sin darse cuenta de que existíamos.

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P or R eyes La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebeldía, y éste a su vez, sólo halla justificación en esta complicidad. Albert Camus

-¿Quiénes son esos tipos que cada tanto se encurdan con cerveza en la mesa diez? Preguntó Carlos al dueño del barcito de Esquina, mientras saboreaba un vermut acodado en la barra. -Yo estoy tan intrigado como vos. Siempre los mismos doce o trece, se reúnen y, antes del último trago brindan por un tal Reyes. Nunca me animé a preguntarles por qué. -Yo que vos me animaría. -Mirá que se juntan desde hace más de treinta años. -¿Treinta años? es muy raro… treinta años… ¿Cada cuanto lo hacen? -A veces mes por medio, pero otras pasan como seis meses sin venir. Deben tener el mismo laburo, en alguna fábrica o comercio. ¿Por qué no les preguntás? -Claro, por qué no, qué me van a hacer, ¿comerme? Lo que no entiendo es cómo vos no fuiste capaz de hacerlo durante treinta años. Carlos se acercó a la mesa. -Hola, pibe -dijeron dos o tres a la vez. -Hola -respondió ¿son compañeros de oficina? -¡Nooo! somos ex combatientes de Malvinas. -¿Y qué los trae por acá? -Cada dos por tres nos juntamos en este bar, nos tomamos unos litros de cerveza, contamos los cuentos más desvariados, pero, eso sí, tratamos de no hablar de la guerra. Esa mierda, si sirvió para algo, fue para hermanarnos de por vida. -¿Así que jamás hablan de eso? -Nunca. Pero sí, antes de irnos, siempre, siempre, brindamos por Reyes. 264


-¿Y quién es Reyes? -Sentate y te explico. Reyes era un sargento, el jefe de nuestro pelotón. Habíamos desembarcado durante la noche y una vez en tierra firme, las órdenes de los oficiales. Nos distribuyeron en un frente cercano a Puerto Argentino. -¡Mierda! Qué cagaso. -Ya vas a ver. “Desplegarse en el terreno y cavar hoyos de tiradores -gritaba el teniente, y Reyes nos indicó a cada uno la posición que teníamos que ocupar y nos hizo cumplir la orden. Antes que nada nos dijo. “Alivianarse, colocar los equipos y las armas sobre el paño de carpa”. Mientras algunos tratábamos de cavar, y Reyes se avivó que no teníamos la más puta idea de qué era un hoyo de tirador, jamás habíamos tenido instrucción de combate. Entonces, se puso usar la pala junto con nosotros y nos explicó las dimensiones que debía tener el pozo, y el porqué de las medidas. -Che, Mauro, también contale que porquería era el suelo de turba. -Sí, era una mierda, la pala no entraba, había que deslomarse. Después de unas horas amaneció y cada cual en su hoyo. Ya todos estábamos en posición y el sargento, acuclillándose junto a cada uno, nos fue indicando. “Usá el paño de carpa como piso siempre que no llueva, si llegara a llover, cubrí el hoyo con él, el asunto es mantener los pies secos dentro de lo posible y el cuerpo bien abrigado, nunca dejes de usar la manta-poncho”. -Perdón, ¿manta poncho… paño de carpa… qué carajo son? -Palo, explicale. -Claro, pendejo, vos sos de los que nunca hicieron la colimba. Te explico, la manta poncho es un manta marrón terroso con un tajo en el medio, que tanto se usa como manta o como poncho. Cada uno llevaba en el equipo también un paño de carpa, una tela impermeable que sirve para juntarse de a dos o de a cuatro, o más, siempre de a pares. Entonces, como cada paño tiene unos broches en el borde que sirven para unirlos, con unas estacas y parantes que también vienen en el equipo, 265


nos podíamos armar carpas para dos, para cuatro, siempre de a pares, ¿de acuerdo? -Sí. -Bueno, entonces dejá de preguntar boludeces. Todos rieron. -Como te decía, amaneció, y Reyes nos hizo formar en fila, Jorgito ese petiso siempre primero, parate para que te vea Jorge, es un enano alto ¿no?, y nos llevó hasta la cocina de campaña. No me vayas a preguntar qué carajo es una cocina de campaña.”Cada uno con su jarro en la mano para que les sirvan el mate cocido”. Y ordenó a los de la cocina que llenaran su casco con galletas y las repartió. “Si a alguien le falta algo, me lo dice”. Muy de vez en cuando, aparecía el tenientito jefe de sección. Pasaba… observaba… buscando con esa mirada de mierda, tratando de encontrar algo incorrecto; pero… al vernos ocupando nuestros puestos, limpiando los fusiles o mejorando cada hoyo, pegaba media vuelta y se iba. Nadie supo adónde dormía, pero se las tomaba siempre bastante antes de que comenzara la helada nocturna. -Mucho frío, ¿no? -De cagarse, pendejo, ¡de ca-gar-se! -dijeron cuatro al unísono. Fue un primero de mayo cuando comenzaron las acciones. Al comienzo fueron aviones de reconocimiento, hasta que los de antiaérea lograron derribar uno entre aplausos y vivas a la Patria. Pero con las semanas, la cosa se fue poniendo cada vez más brava. Por primera vez supimos de incursiones reales, los aviones ya no reconocían, nos bombardeaban, y nosotros, pibes de veinte o menos, cambiamos nuestras caras, que comenzaron a tomar la palidez del miedo. Los ataques eran cada vez más seguidos y Reyes ya no podía mentirnos que los ingleses no iban a atacar, y que todo se iba a arreglar por la vía diplomática. -Seguísela vos, Juan, a mí ya me está haciendo mal. -Ves, pibe, ¿por qué no nos gusta hablar de eso? ¡Mierda de diplomacia! las ofensivas eran cada vez más, y nosotros, cada 266


vez nos mostrábamos más y más julepeados. Pasó un mes. Se hablaba de muertos en el frente, de un hospital de campaña a nuestras espaldas, y que el enemigo se acercaba. Algunos estábamos en malas condiciones, a éste y a aquel, los síntomas del pié de trinchera los habían dejado fuera de combate. -¡Che! Rengo, mostrale la pata, -¡Me amputaron tres dedos! Mirá. Por suerte, no había ningún herido. Reyes nos fue llevando en brazos hacia el hospital a los dos que teníamos los pies que no los sentíamos. -Y no pudo hacer nada más por el resto -continuó Juan-. Teníamos hambre, y no había un carajo de provisiones. El horizonte era un perpetuo tronar… pero no eran truenos. El trece de junio vimos a los ingleses por primera vez. Avanzaban detrás de fuego de cañones, helicópteros artillados, metralla, y terribles gritos, nunca supimos si eran de dolor o para que nos cagáramos en las patas. Parecía que no estaban lejos. Apareció el teniente, y ordenó una locura. ”Tienen diez segundos para que cada tirador se presente en posición militar al lado de su hoyo con el equipo completo y en condiciones para combatir”. ¿Te imaginás? Estábamos en los hoyos hasta las orejas, ¡nos podían bajar de a uno por vez! Fue entonces cuando Reyes gritó: “¡Todos en sus puestos, que nadie se mueva!” El oficialito desenfundó la pistola y apuntándole a la cabeza gritó “¡Sargento, ha hecho desobedecer la orden de un superior en pleno combate; ya sabe cuál es la pena!” Un disparo salió de uno de nuestros hoyos. El teniente cayó como un trapo y con el casco agujereado. Siguieron días duros, pero por suerte, no tuvimos oportunidad de intercambiar fuego, el enemigo pasó por nuestros flancos. Una voz muy ronca terminó el relato. -Fuimos tomados prisioneros. En fila india íbamos dejando las armas en una pila al costado del camino obedeciendo órdenes en inglés que sólo adivinábamos. La columna de pibes se alargaba cada vez más, decenas, cientos. Y así fue todo. Arriaron el pabellón nacional e izaron el inglés. 267


-Y Reyes. ¿Murió? -Nos cansamos de buscarlo, pero le perdimos el rastro después de que nos trajeron. -¿Y… al final quién fue el del tiro? -Carlos vio veinticuatro ojos incrustados en doce caras de póquer que lo miraron a un tiempo. -Aquí no se habla de eso pibe. -Brindemos… ¡Por Reyes!

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