No ahogar pescado ni comerlo sentimentalmente, no medir sílabas, no levantar flores asépticas en el cementerio de la página, y tampoco recrearse en las espinas, dar a cada dosis de dolor su dosis de antídoto, su ironía, su humor un tanto negro sobre fondo blanco, abrir las puertas del poema a la tragicomedia de lo cotidiano, a la vida sin edulcorantes, al “burofax” y a las “zapatillas de felpa” y al “hombre del tiempo” con su llanto de lluvia, y también “follar la noche sin condón”, y extirparle a la ciudad su pulmón ruidoso para amar su respiración, y volcar la respiración en los versos, y oxigenar el miedo y la frustración y a veces una escéptica esperanza, y flotar y nadar y flotar y hacer el muerto en la bañera.