Aguilar Relato Breve 2017

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Ayuntamiento de Águilas

Ayuntamiento de Águilas

2017



PREMIO ÁGUILAS DE RELATO BREVE


Edita: Excmo. Ayuntamiento de Águilas y Editorial MIC.

“Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización del titular de propiedad intelectual”. Todos los derechos sobre la edición pertenecen al Excmo. Ayuntamiento de Águilas. DL: LE 264-2017 ISBN: 978-84-946991-1-5 Producción editorial: Editorial MIC. Delegado en Murcia: Juan Ruiz Parra Tel. 619 656 292 juanrparra_4@hotmail.com Diseño de la cubierta: Copón Studio www.coponstudio.es


SUMARIO pág.

Saluda de la alcaldesa .................................................................7 Saluda de la concejala de Cultura .............................................9 Presentación del presidente del Jurado................................. 11 Relato ganador: El árbol desolado........................................... 15 Primer accésit: Cuatro escalones por encima (o Dos se miran)......................................................................... 49 Segundo accésit: Las amigas.................................................... 77



Premio Águilas de Relato Breve

SALUDA

Apostar por la cultura es impulsar el desarrollo y el crecimiento de los pueblos y desde esa perspectiva, sin duda alguna, es desde la que las administraciones públicas deben trabajar. Centrar los esfuerzos en mejorar la vida de nuestros ciudadanos no puede concebirse desde otro prisma que no sea el de hacerlo apostando por la educación y la cultura como elementos primordiales. Precisamente, desde esta idea, el Ayuntamiento de Águilas, a través de la Concejalía de Cultura, ha puesto en marcha la primera edición del Premio Águilas de Relato Breve. El certamen que hoy nos reúne es una apuesta decidida por retomar el movimiento literario que marcó la historia de nuestro municipio en la década de los sesenta, convirtiendo este rincón mediterráneo en lugar de encuentro y tertulia de las más distinguidas plumas de nuestro país. El Premio Águilas de Relato Breve, tomando como antecedente el Premio Águilas de Novela que se celebró del 7


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año 1968 al 1972, nace con la aspiración no sólo de mantenerse en el tiempo, sino de ir creciendo con el paso de los años hasta consolidarse como cita obligada dentro de los certámenes literarios que durante el año se celebran en España. Quiero aprovechar estas líneas para agradecer a todas las personas que han impulsado este proyecto y que han dedicado tiempo y esfuerzo para que este certamen literario sea una realidad, así como a los más de 280 escritores que en esta primera edición han participado en él. María del Carmen Moreno. Alcaldesa-Presidenta del Ayuntamiento de Águilas.

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SALUDA

Me siento muy orgullosa, como concejala de Cultura, de haber contribuido a recuperar la idea que desde el lejano 1968 inició el recordado Premio Águilas de Novela. Ya han pasado casi 50 años desde entonces (se cumplen el año que viene) y qué mejor manera de recuperar esa idea que crear el Premio de Relato Breve “Ciudad de Águilas”, que finalmente ha visto la luz este año. Las previsiones eran modestas a la hora de iniciar este proceso, pero la realidad nos ha desbordado. Se han presentado un total de 286 relatos de todos los puntos de España, resultando ganador “El árbol desolado”, de Ana Vega. Todo un éxito de participación, que esperamos sea un inicio prometedor de un Premio al que auguramos una larga trayectoria. EL Premio Águilas de Relato Breve ha tenido un proceso de incubación larga y han sido muchas las personas que han 9


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formado parte de este proyecto para que haya tenido este alumbramiento tan espectacular. Mi agradecimiento más sincero a todos los que han formado parte de él desde el principio, sin obviar a nadie, empezando por el Jurado, con Josep Asensio a la cabeza como Presidente, que han desarrollado un trabajo impresionante y desinteresado en unos meses de coincidencia con las tareas profesionales de cada uno. También los miembros de la Comisión Municipal de Cultura han tenido mucho que ver con que el proyecto que ahora se asoma desde estas páginas, se haya hecho realidad. También ha habido otras personas anónimas para el público, que han participado con sus ideas, opiniones y críticas y que también han contribuido a que esta idea haya visto la luz. Mi agradecimiento a todas y cada una de ellas. Han sido muchas las reuniones, muchas las horas, el esfuerzo, la dedicación y la voluntad de todos y cada uno de ellos para que este Premio de Relato Breve sea una realidad desde estas páginas. Y por supuesto, enhorabuena a los 286 participantes en el Premio Águilas de Relato Breve, ya que sin ell@s no hubiera sido posible. Lucía Hernández Hernández Concejala de Cultura del Ayuntamiento de Águilas.

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PRESENTACIÓN

Águilas ha sido siempre una ciudad donde las iniciativas culturales se han desarrollado plenamente. Quizás no ha habido una intencionalidad común, pero sí individualidades muy activas que han permitido la manifestación de sensibilidades ya sea en el ámbito artístico, musical o literario. La llegada de los ingleses a principios del siglo XX supuso también el renacimiento de entidades literarias y teatrales, en una época donde la miseria se expandía y hacía más evidente la desigualdad entre los aguileños. No obstante se produjo una pequeña simbiosis entre las dos comunidades que dio lugar al nacimiento de diversas publicaciones que, con la llegada de la Guerra Civil, desaparecieron. La posguerra añadió más dificultades al desarrollo de la cultura en general y no es hasta los años 70 cuando surgen algunos proyectos que pretenden ni más ni menos que alcanzar algunas cotas de libertad. 11


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Es sin duda el Premio Águilas de Novela, nacido en 1968, el que refleja de una manera más clara ese anhelo de liberación, junto con un objetivo de potenciación del turismo de una zona que permanecía aislada y olvidada en todos los aspectos. Era el inicio del sueño personal del escritor Ángel María de Lera y que compartía con Salvador Jiménez, Miguel Pérez Calderón, Jesús de la Serna y Martín Vigil. Pretendía, además de poner a Águilas en el mundo, la creación de una Residencia de Escritores, convertirla en un importante foco cultural y el desarrollo urbanístico de la zona de Cuatro Calas. La primera edición logró las 200.000 pesetas para el ganador, por subscripción popular, pasando después a tener una implicación más directa por parte del Ayuntamiento. Su alcalde, Emilio Landaburu, se convirtió en un pilar indispensable para el éxito del Premio, colaborando de manera tenaz y dando la cara ante las autoridades de la época. Desgraciadamente, la edición de 1972 fue la última. Todavía hoy se discute si fue por motivos políticos o económicos. O los dos. El caso es que las obras ganadoras contenían temáticas demasiado avanzadas para los momentos políticos que España vivía. Los ganadores, además, pertenecían en su mayoría a los perdedores de la Guerra Civil, incluida una exiliada vasca que había vuelto de México tan solo cinco años antes de conseguirlo. Fraga, que no dudó en bañarse en Palomares en 1966, parece que tuvo bastante que ver en el fatídico desenlace del Premio Águilas de Novela. Esa semilla plantada por aquellos escritores que pasaban sus vacaciones en Águilas quedó enterrada para siempre, sin posibilidad de crecer ni de evolucionar ni de poder conseguir sus objetivos. Algunos creen que fue mejor así, puesto que el Premio iba vinculado al desarrollo urbanístico de una de las zonas más preciadas de nuestra ciudad, las Cuatro Calas. Sea como 12


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fuere, Águilas quedó sumida en una parálisis cultural en concordancia con otras localidades del entorno y que poco a poco van despertando de ese letargo. Casi 50 años después, nace el PREMIO ÁGUILAS DE RELATO BREVE, una nueva semilla que pretende sencillamente recuperar de alguna manera aquel evento importantísimo para Águilas y muy poco valorado. Los tiempos han cambiado y la crisis que nos acecha obliga a buscar otros senderos pero con la misma finalidad: poner a Águilas en el punto de mira literario del Estado Español. Se empieza con algo sencillo que otras localidades también tienen, pero nace con la ambición de colocarse en poco tiempo en cabeza. Las personas que forman parte de este proyecto, tanto la Comisión de Cultura como el propio jurado, son conscientes de las dificultades que esto comporta, pero la ilusión es también una de las cualidades de este grupo. La cuantía (1.000 euros) es también un inicio que irá incrementándose paulatinamente de acuerdo con las circunstancias económicas o con posibles patrocinadores. Águilas posee una situación geográfica inmejorable. Unas gentes que han sobrevivido a adversidades de todo tipo y cuya cohesión se basa principalmente en un asociacionismo destacable. No todo lo que es rentable de manera inmediata convierte a una ciudad en rica. La riqueza se logra precisamente ahondando en la diversidad y no en la ganancia económica. Por eso es tan importante que por fin se concreticen las demandas de varias personas que demandaban desde hacía décadas un premio literario que de alguna manera pudiera resarcirnos de aquello que existió hace casi 50 años. No se trata ni mucho menos de desenterrar el pasado, sino de rescatarlo para aliviarnos de ese peso que Águilas mantenía 13


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sobre sí. Indiscutiblemente, en las mentes de todos subyace el recuerdo y por lo tanto también esa necesidad implícita de llegar a conseguir algo parecido a lo que lograron nuestros antepasados. De momento, la prudencia se impone y echa a andar. El tiempo dirá si ha valido la pena poner en marcha este Premio de Relato Breve. José Asensio Ramírez, presidente del Jurado.

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RELATO GANADOR

EL ÁRBOL DESOLADO Ana Vega Burgos

Madre cierra el libro porque la emoción puede sobre su alma y las lágrimas nublan su mirada. En la portada, una pedrada abre aristas en los cristales de hielo, y una lágrima roja brota de un ojo negro como el cuervo de Poe. Tiendo la mano, acaricio la cubierta, lo abro. Una fotografía en blanco y negro salta a mi vista; me golpea la emoción en la garganta. Recuerdo –¡tantos años!– aquellas hojas alisadas sobre una mesa de madera tosca, y las palabras “ciero conta mi istoria” que madre guarda todavía en una lata que parece exhalar el olor a meriendas de otoño de una infancia perdida. Fragmento “El árbol”. El frío de noviembre en la sierra se clavaba en su piel como puntas de cuchillos. A lo lejos, el aullido del viento se confundía con los ladridos de perros abandonados; algún día bajarían hasta allí. Se estremeció de pavor al pensar en los afilados 15


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colmillos, y el pastoso olor a sangre, que iría cosido a su espíritu para siempre, le hizo subir una arcada desde el fondo de la entraña. Tiritando, se bajó la falda y fue a correr hacia el refugio, cuando una mano que olía a sudor y a macho le cubrió la boca. El aullido del viento se confundió con el silbido del aire luchando por llegar a sus pulmones. Es un recuerdo que parece vivo a pesar del transcurso de los años. Ahora reposo en una cama cómoda, dura –porque deben ser duros los colchones, nos dicen–, con sábanas que huelen a osito de peluche. Mi pierna siempre estará rígida pero me he acostumbrado; los recuerdos, en cambio, fluctúan en mi mente, resplandecientes u opacos, sombra y luz, y sin querer regreso a aquellos días y soy de nuevo el Marcelino de trece años que sudaba un disparo en el camastro con olor a arpillera y a miedo de nueve personas escondidas en las bodegas húmedas de un cortijo perdido entre retama, jaras y volantes de las faldas cordobesas de Sierra Morena. Yo no guardo un diario ni papeles de entonces, pero siguen escritos en mi mente y vuelvo a releerlos, aunque no quiera. ••• Mi pierna sigue hinchada y cada movimiento me duele, pero noto que la fiebre pierde la lucha, los ratos de lucidez son cada vez más largos, y me aburro. Lo peor son las noches; de las habitaciones contiguas vienen susurros, golpes, gemidos, ronquidos, pasos quedos… Me entretengo en adjudicarles protagonista: ese silbido fatigado es de madre; esos susurros son de José –yo miraré a quien me dé la gana, quién te crees 16


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que eres tú para opinar aquí–, el golpe sordo es de su puño; los gemidos son de Antonia; el que ronca es el padre de Gina –¿o será mi padre?–; esos pasos tan leves solo pueden ser de Paz… A lo mejor me equivoco alguna vez, pero no importa; solo importa sobrevivir sin enloquecer. Al amanecer comienza el trasiego. Los primeros que se levantan son los mayores: madre, padre, y el padre de Gina. Después llega Antonia, que se afana junto a madre para verter agua hirviendo sobre ese mejunje que huele a rayos amargos. Cuando hay harina, es una gloria oler el pan que se tuesta con olor a paz, aunque toquemos a un cuscurro por cabeza. En los pasos de Antonia y en el rumor de sus movimientos he aprendido a saber cómo fue su noche. Hoy va deprisa pero con torpeza: anoche, José le dio un par, así, con la mano abierta. Yo no lo oí, o acaso sí, pero no quiero recordarlo. Lo mejor es olvidar rápido las cosas que duelen. Todos hacemos igual: nos retiramos de ellas como las olas se repliegan hacia el mar para no ver la arena golpeada. Alguna vez –cuando la paliza fue tan fuerte que nuestras miradas se ahogan en angustia– Paz le acucia cuando se quedan solas, que haga algo, que le plante cara, que es demasiado larga una vida para bajar la testuz y resignarse a los palos… Pero ¡qué poco convincente! José es su marido, para lo bueno y para lo malo. Ella insistió en casarse por la Iglesia. ¡Iba tan guapa, dice, con su traje blanco y el pelo que le llegaba a la cintura! Se perdieron todas las fotos en la huida, pero cuando lo cuenta se transfigura y, si la fiebre no cierra mis ojos, puedo ver su melena rubia, larga, con los tirabuzones aún tiesos de la peluquería y la ilusión de novia tras el velo de virgen. – La culpa fue mía –confesó una tarde en la que las marcas de su cara tenían el rojo tinto de las rosas pasadas–. Me creí 17


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todo eso del amor y la libertad, me entregué a él antes de casarnos… ¡como las putas! Solo Paz protestó al oírla; en su cabeza empezaba a crecer el pelo como borra, pero estaba guapísima. Su cuello es fino, pero no se abate y sus ojos tan negros parecen golondrinas que de vez en cuando levantaran el vuelo y dejaran el nido oscuro y vacío. Paz es la única que está sola, y yo la oigo llorar en sueños y estremecerse. Al principio sus pesadillas nos despertaban a todos, madre o Gina acudían a su lado para abrazarla y tranquilizarla, como hacían conmigo cuando el dolor del agujero en mi pierna era tan terrible que no bastaba con morder la manta y dar cabezazos contra este apestoso colchón. Hoy los hombres bajarán al pueblo. No sé cómo se atreven: cada vez que tocan una incursión, los que quedamos aquí temblamos de presagios. Después, cuando vuelven, ¡qué fiestas, qué alegría! Como los perros tristes que se sacuden las moscas y menean el rabo, locos, al recibir un hueso. Si traen harina negra, las mujeres hacen pan y al padre de Gina se le cae, sin que se dé cuenta, una lágrima boba que dibuja un surco brillante en la barba hirsuta. Es viejo; a su mujer la cogieron antes de acabar la guerra, dicen que le hicieron beber agua salada hasta que se hinchó tanto que parecía que iba a romperse por cada poro, que iba a estallarle la piel. No saben dónde está, si seguirá encarcelada o la matarían antes de algún amanecer. Gina habla de ella sin darse cuenta, mientras trenza junquillos verdes junto a mi cama. O canta muy bajito canciones tan antiguas que solo su madre recordaría. Cuando llegan sus hombres, su padre y su marido, Gina deja los junquillos y sale a recibirlos presurosa, estudiando sus caras para ver si les ha herido algo. Luego respira y les sirve agua 18


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sobre un puñado de hojas o de flores, malva, eucalipto, salvia, lo que sea que le dé sabor. Es el tiempo de las moras silvestres y tenemos frutilla negra para endulzarnos el hambre y la nostalgia. Los hombres se despiden; papá viene a abrazarme; después besa a madre, y le acaricia el pelo en el que parece que una lluvia de plata ha ido derramándose estos últimos meses. Madre quema corcho para ennegrecerse las sienes pero el tizne se corre hacia la cara y le da aspecto de piconera, como la muchacha del brasero que teníamos en el calendario hace tres años. La impotencia le hace llorar más que la tristeza, el verse aviejada, sin una barra de labios ni un frasco de colonia para seguir enamorando a su hombre. Como si él se afeitara o se molestara mucho en mantenerse limpio a diario algo más que los pies. Aunque no puedo culparle, con solo el arroyo para lavarse, frío de la sierra que viene que se clava gritando hasta el fondo de los oídos. Una vez por semana van calentando agua y se lavan por turnos. Las mujeres ayudan a sus maridos, Gina a su novio (todos hacen como que no saben que no están casados por la Iglesia); el padre de Gina se lava solo, con una soledad que le tiembla en los muslos al desnudarse. Paz se baña sola también. Ahora me pide que me dé la vuelta para que no la vea, pero antes, cuando la fiebre me mantenía todo el tiempo con los ojos llorosos, no reparaba en mí, y yo esperaba al sábado con anhelo de novio, esperaba el momento en que se metiera en el barreño de pie, y echara agua con el cazo por sus colinas, sus valles y sus bosques, y soñaba mi delirio con el olor a romero con que perfumaba el agua, y brillaría su cráneo en el que apenas apuntaba el nocturno cabello que le habían afeitado los mismos que antes de la guerra rondaban sus balcones. No solo yo esperaba, ahora lo sé. Otros ojos tan 19


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negros como los pensamientos espiaban aquel santificado momento de los sábados, con sentimiento impuro que lo ensuciaba todo. A mí me lava hoy madre. Hoy que estaremos solos, sin hombres… Pues yo ¿qué soy?, trece años, ¿qué soy, dime? Un niño ya no, pero tampoco un hombre todavía. Soy yo, Marcelino, el lisiado, al que le pegaron un tiro en la rodilla porque se apellidaba Roldán. Mientras la tarde avanza, los nervios van poniéndose de punta. Gina trenza y destrenza, los dedos enredados con la ansiedad. Paz va quitando hojas y rabitos de un cesto de moras, tintados los dedos de un zumo que parece la sangre amenazante que bordea la herida de mi pierna. Antonia aprieta contra su costado un trapo húmedo que debería aliviar el dolor de los golpes de la noche pasada. Madre ha cogido el libro y lee en voz alta, como muchas tardes. Su voz sosegada parece narrar una de esas historias que se contaban junto al fuego en casa, los sábados, cuando se reunían los empleados de la imprenta para charlar de sus partidos y sus batallitas y yo me adormilaba abrazado a Curro, nuestro mastín grande y noblote que cayó el primero, al final de la calle, junto a la fuente, cuando entraron los legionarios. La voz de mi madre ha sido su delito en esta guerra que nos ha arrancado de la vida que estaba escrito que viviéramos. Desde su voz salían como un poema las palabras del hijo, del marido, del novio, del hermano; letras a veces torneadas, redondas como un padrenuestro, o estrechas, largas, agudas como una arista de cristal, o infantiles, grandotas y confusas como la exuberancia del campo en primavera… Letras que mi madre interpretaba para los oídos de aquellas que quizá hubieran anhelado aprender a leer pero la vida nunca se lo planteó. También 20


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salían las letras de sus dedos, y palabras que ella sabía endulzar cuando eran demasiado desgarradas. Nunca se negó madre a escribir una carta, fuera a la hora que fuera, aunque estuviera guisando, blanqueando o con los codos hundidos en el agua del lavadero. Por las noches, alrededor de un brasero de picón, se reunían los vecinos en casa. Madre leía aquellos periódicos con nombres de esperanza, y después se hablaba, se desmenuzaba cada noticia, se opinaba, y hacia el final, cuando ya los niños dormían en brazos de sus madres y los hombres se metían en la boca el palillo de dientes o el cigarro, madre leía para todos aquellas novelas por entregas –inolvidable Mario D’Ancona, que arrancaba lágrimas hasta de los ojos más curtidos– u obras teatrales de Benavente, Arniches, los Quintero… Eran comedias en andaluz cerrado o en madrileño castizo, que madre sabía imitar con tanta gracia que todos a su alrededor se desternillaban de risa. A veces se incorporaba a la lectura papá, y entonces las respuestas volaban del uno al otro y hasta los más pequeños escuchaban interesados, boquitas abiertas y ojos redondeados. ¡Qué sabrosos recuerdos, los de aquellas veladas! Así conocí a Paz. Era tan guapa que parecía resplandecer bajo la bombilla de cable largo que había que llevar por la casa según fuéramos de una a otra habitación. Paz tenía el pelo oscuro con grandes ondas, como de agua en la que se reflejara la luz de las estrellas. Le llegaba más abajo de la cintura; al empezar la noche solía traerlo recogido en un moño tan pesado que me extrañaba que no le tronchara el blanco cuello, aparentemente tan frágil, y le mantenía la cabeza un poco echada hacia atrás, como una reina. Después, su novio, de pie tras ella mientras charlaba con los otros, iba quitándole horquillas, una a una, a lo largo de la velada, hasta que el moño se desenroscaba y caía 21


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en rizos que chorreaban como una lluvia, esparciendo sobre sus hombros una noche estrellada. Era el momento que yo esperaba anhelante. Cuando venía a casa Paz, no había para mí teatro leído ni folletín ni sueño, solo un fuego en el que se confundían llamas con luna y un ablandamiento de huesos que me hacía sentir ganas de volver a ser niño chico y refugiarme en aquellos brazos que se adivinaban torneados y blancos bajo el abrigo rojo, y apoyar la cabeza en los senos turgentes, y morirme de algo dulce y venenoso que no sabía cómo llamar. Fragmento “El árbol”: La lucha fue en silencio, en medio de la oscuridad. Ella quería morder la mano pero no podía abrir la boca bajo tanta presión. Clavaba los codos y se revolvía, y la satisfacción al oír el gemido ronco le dio alas. De un tirón que le hizo crujir el cuello, consiguió zafarse y gritó, pero un instante después, las manos enormes, calientes y sudorosas, le apretaban la garganta hasta que ya no supo si la negrura que miraba con ojos desorbitados era la noche o su propia oscuridad. Mientras las mujeres y el niño herido aguardamos a los hombres como si nada pudiera hacerse para llenar la espera, observo a mi alrededor el suelo que nunca brillará, el sol que apenas entra por el ventanuco de la pared –estamos en un sótano–, las ropas extendidas para que sequen con ese olor gris y marchito que exhalan las telas que añoran el sol y el aire fresco. Gina también mira y en sus ojos se pinta un vacío desolado. Ya las voy conociendo: sé que cuando Gina se echa el pelo hacia atrás, despacio, es porque recuerda cosas que añora, y cuando lo hace deprisa, como si quisiera ocultar la mano en su fosca cabellera rizada, es para contener un exabrupto. 22


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Sé también que Antonia es valiente, alegre y lista como una ardilla. Trabaja en lo que sea, carga sobre sus frágiles hombros todo el peso que haga falta. Los primeros días, cuando madre no podía lavarme porque venía tan dolorida que tuvieron que meterla en el camastro conmigo, era Antonia la que nos cuidaba a los dos, nos lavaba, volteándonos como si fuésemos muñecos, con una rapidez de manos que no restaba un ápice de dulzura a sus palmas callosas. La he visto echarse a la espalda sacos cargados de picón sin arrugar la frente ni doblar apenas las rodillas, la he visto levantarse de madrugada a pelar pajarillos que los hombres atrapaban con liria, atándose a la frente las mangas de una camisa mojada y enrollada para aliviar el dolor de sus moratones, sin un suspiro, sin quejarse, aceptando el hecho con la misma lógica naturalidad con que se acepta la lluvia cuando vemos nubes negras o el aullido de los perros hambrientos en noches sin luna. La oigo canturrear a media mañana mientras barre con esa escoba que ha hecho ella misma atando ramas secas a una caña. Cuando mi madre lee, Antonia la mira como a una diosa a la que se adora y que nos es inalcanzable, ella, que ha limpiado sus humores y sus secreciones y le ha llevado la cuchara a la boca, tierna, como una madre. – Lo que sabe esta mujer –musita entre dientes, aunque todos la oímos. Un día, Paz quiso enseñarla a leer. Lo primero que madre había pedido al viejo maestro fue libros, por Dios, libros, libros, muchos libros, para que mi alma no muera, como pedía Dostoievski desde las desoladas llanuras de su prisión en Siberia, medio pan y un libro, como Lorca en el 31. El maestro le trajo todos los que pudo en un volquete que encontró en mitad del camino de Villanueva, como si alguien lo hubiera puesto allí justo para eso, para arrastrar todos 23


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los libros con los que pudiera arramblar, libros que habrían acabado alimentando el fuego de la nueva Inquisición que solo quería inculcar en los cerebros deporte y religión, opios del pueblo hambriento de pan y de cultura. También trajo un tocho de cuartillas un poco amarillentas, con el encabezamiento de UGT, inutilizables y peligrosas por tanto, que hicieron que Paz se echara a llorar como si le hubieran acercado a los ojos un hierro al rojo vivo. Paz, huérfana de un padre fusilado, viuda de un marido que pasó la noche de bodas viajando a Miranda del Ebro, “desafecto con responsabilidad”, sin uñas, con mechones de pelo ensangrentado pegados al cráneo, los pies trabados como un potro salvaje, el pecho pletórico por el recuerdo de un manto nocturno de estrellas que en aquellos momentos era barrido hacia los rincones de una oficina convertida en sala de interrogatorios provisional. Cuando a Paz se le alivió la llantina, se entretuvo en doblar, uno por uno, cada pliego de papel, hasta cortarles a todos el membrete que la desesperaba. Entonces fue cuando se ofreció a enseñar a Antonia: – Ven y te enseñaré a leer y no tendrás que envidiar a Frasquita –le dijo, con una sonrisa tímida. Pero Antonia se echó hacia atrás con muchos aspavientos. – ¡Yo! ¿Pero qué dices, muchacha? ¿Yo, leer? ¡Con lo burra que soy! ¡Yo solo sirvo para trabajar, a mí la letra no me entra ni con sangre! – Pero bueno ¿lo has intentado alguna vez? – ¿Yo? ¡Pues claro está que no! ¡En mi casa no ha leído nadie nunca! Parecía orgullosa de lo que afirmaba, y sin embargo yo sabía que no era orgullo, sino vergüenza, absurda falta de fe en sí misma. 24


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– Ya sería hora de que alguien empezara –dijo Paz. – ¿Para qué necesita una mujer saber leer? –preguntó Antonia–. No me refiero a mujeres como Frasquita, que fue maestra de escuela antes de casarse, ni como tú, que ibas a irte a estudiar cuando estalló la guerra… Pero ¿de qué puede servirnos a mujeres como Gina o como yo, dime? – A mí me gustaría tener tiempo para leer –terció Gina–. Las monjas me enseñaron un poco, pero lo que mejor se me daba era bordar y el jornal me lo sacaba con mis manos –y las levantó mostrando, como una ofrenda, aquellas palmas que se llenaban de callos y cicatrices a pesar de las hojas de pita que ella machacaba para untarse. El padre de Gina siempre se lamentaba de que su hija fuera la única de las mujeres de su casa que quedaba a su lado. La madre y las hermanas habían logrado alcanzar Francia en el 38, cuando todavía era “fácil” alcanzar la frontera a través de la zona republicana. Gina se había negado a marchar mientras su novio no saliera de su escondrijo. Anarquista pero antiviolencia, de la rama de Sánchez Rosa y del poeta Vega Álvarez, el novio de Gina pasó la guerra oculto en el doble techo de la casa de su hermana Paquita, encuadernando por encargo folletines de 10 céntimos, haciendo maletas de cartón y hasta tejiendo guantes sin costura que Paquita vendía a un almacén que surtía al ejército. El padre de Gina pasó con él seis meses, mientras Gina acudía cada tarde unas horas a tejer en el taller de Paquita y después remoloneaba mientras se despedían las otras oficialas, para poder besar en la mejilla a su padre y apretar entre las suyas, con ardor, las manos de su novio, sin saber nunca si a la tarde siguiente, cuando llegara al taller con su ovillo de lana y sus agujas, podría volver a verlos o habrían desaparecido sin que le quedara ni el consuelo de llorarles a gritos. 25


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– Yo era una fiera trabajando –explicó Antonia–, y cuando llegaba a casa tenía que lavar la ropa de los dos, hacer la cena, preparar las mochilas, visitar a mi padre y a mis suegros… Y luego… No acabó la frase y me miró de reojo, mascullando “no hablo más claro porque hay ropa tendida”, que significaba que delante había un niño, como si yo pudiera seguir siendo inocente entre estas paredes que rezuman la turbia sordidez de mil secretos compartidos por fuerza. – Si todas las mujeres hubieran sabido leer –explica mi madre esta tarde, dejando de pronto el libro a un lado, como si respondiera a una pregunta muda de las que se responden al cabo de mucho rumiar– yo no habría recibido aquellos golpes que no paraban nunca y que resonaban dentro de mi cabeza como si se me hubiera vaciado y solo quedara el eco dentro de ella. – Si todas las mujeres supieran leer –toma el relevo Paz–, podrían estudiar, aprender tantas cosas que solo trabajaría en el campo la que de verdad lo amara, como lo amaba mi abuela. Cada uno podría hacer aquello para lo que sirviera, o que le hiciera tan feliz que el trabajo sí sería una bendición. Gina se lleva la mano al cabello y la detiene, despacio, entre los rizos de la nuca. – A mí me hubiera gustado ser cartero –confiesa, soñadora–. Repartir cartas con buenas noticias a todo el mundo, que me esperaran con tanta impaciencia como si fuera los Reyes Magos. Llevaría felicitaciones de cumpleaños, de Navidad, cartas de Cuba, cartas de amigos, cartas de amores… – No hay mujeres carteras –dice Antonia. – ¿Hace falta un colgajo para repartir cartas? –replica Paz, y todas se echan a reír con algo que he observado con 26


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frecuencia en las mujeres cuando están a solas, así como una rabia dura. – No es que falte para nada, es que sobra para muchas cosas –responde madre al cabo de la risa–. Yo he leído todo lo que he encontrado de Concepción Arenal, de Tula de Avellaneda, de Emilia Pardo Bazán, de Carolina Coronado… Yo creía en ellas, mi compromiso en esta guerra era por la igualdad no solo entre ricos y pobres sino también entre hombres y mujeres. Y al final, me encuentro aquí encerrada con tres chochetes y un niño enfermo, entre fogones y escobas y restregando ropa sucia, como siempre pero peor, sin poder respirar el aire limpio, y con un sueño que se deshilacha entre mis dedos… – Mientras ellos, los que hasta ayer, escondidos, tejían guantes, se lanzan a la vida como al toro, cogiéndola del cuello, mirándola a los ojos, cara o cruz, pero al aire, con el viento limpiándoles la cara –es Gina, con sus manos llenas de durezas y el alma vencida–. Tienes razón, Frasquita, no es que falte, es que sobra para según qué cargos. Cuidar enfermos, cocinar, limpiar mierda, soportar sus miserias, eso es cosa de mujeres. Las “cosas de hombres”… son otras. ¡Las buenas, claro está! Fragmento “El árbol”: El azote en su vientre le dolía como un látigo que azotara por dentro, en las entrañas. Se despertó tirada en el campo mojado, tiritando de angustia. Un peso sobre ella que le aplastaba el pecho, pero un momento después alguien que jadeaba como un fuelle se lo quitó de encima. Escuchó los sollozos y al girar la cabeza sintió en su boca el sabor de una sangre que no era la suya, sangre más ácida, más fuerte, menos dulce, pastosa. – Ayúdame –pidió, y las lágrimas corrieron por su rostro, calientes, muy saladas–. Ayúdame… 27


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El aullido del viento ya sonaba remoto, muy remoto, pero hacía más frío. – Si no se hubiera metido por medio esta guerra –dice Paz–, yo estaría en tercero de Derecho. En unos años sería abogada y me ofrecería a trabajar con doña Clara Campoamor y la apoyaría hasta que recuperase su puesto de diputada, y lucharía codo a codo con ella. – Tú estarías con tu novio… o tu marido, aunque no maridasteis –le corta Gina, amarga–. ¿Te crees que él iba a dejarte que te fueras sola a Madrid a ayudar a ninguna feminista, por muy republicana que fuera? El día que salga de ese campo de Miranda del Ebro, o dondequiera que esté, ya me dirás, bonita. Muy rojo, muy guerrillero, pero como todos los hombres, como tu padre, ¿o es que no te acuerdas ya de quién hacía la cena en tu casa y quién limpiaba y quién fregaba los platos? ¡Tu madre y luego tú, Paz, que pareces nueva! – Yo, no –replica Paz, resuelta–. Ya lo hablamos muchas veces; yo iba a seguir mi camino y él me apoyaba. Y si no me hubiera apoyado… me habría marchado igual. – Entonces ¿por qué te casaste? –pregunta Antonia, que mira a una y a otra con el mismo interés con el que escuchaban las vecinas aquellas novelas por entregas de los inviernos remotos. – Me casé para tener derechos de visita si no conseguíamos escapar –declara Paz, escueta. – ¿Con esa cara y ese cuerpo te ibas tú a resignar a vestir santos, a ser una solterona? –se chancea mi madre. – Solterona… –silabea Paz–. ¿Qué tiene de malo ser soltera? Si puedes mantenerte económicamente, mucho más vale ser solo sierva de ti misma que de un hombre que lo que quiere de ti es estrujarte. 28


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– Mucha gente se casa para no acabar sola –reflexiona Antonia, como si se confesara. – Pues vaya metedura de pata… Hay más viudas que viudos, vivimos más, al final tienen que cuidarnos los hijos… Es decir: ¡las hijas! Ya no es suficiente casarse: además debes tener hijas, porque las nueras no quieren a las suegras, o eso dicen… – Yo cuidé de mi suegra hasta que se murió –dice Antonia–. Más buena era la pobrecita… Tan buena como desgraciada, que menudas tundas le daba el sinvergüenza de su marido, un putero asqueroso que le contagió hasta bichos “ahí”, y la vapuleaba como a una estera vieja cada vez que bebía. – Pues lo mismo que a ti –suelta Gina. – No es lo mismo porque a mí José nunca me ha faltado con otra, eso lo sé muy bien –contesta Antonia. – Porque en casa lo tiene todo –responde Paz con tristeza–. Yo no podría, Antonia. – El hombre es el hombre y mientras más pronto te aprendas eso, mejor –asevera Antonia–. Lo mismo que los padres, ellos mandan y a nosotras, ¿qué nos queda sino callar y obedecer? Ellos saben lo que hacen y por qué lo hacen, y en sus manos está nuestra honra. – ¿Nuestra honra? –madre ha olvidado que yo ya no estoy todo el tiempo dormido a causa de la fiebre–. ¡Ellos colocan su honra entre nuestras piernas! Hijas, esposas, madres y hermanas, solo criadas y honras, no les duelen los cuernos porque les demostremos que ya no les amamos, sino porque es como si otro viniera a comer su pastel. Igual no les gusta el pastel y lo dejan pudrirse, pero ¡que no vaya a saciar a otro hambriento, eso no, porque todos pensarán que es un Juan Lanas! 29


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Algunas palabras no las entiendo pero la idea se abre paso en mi mente como una imagen poderosa, enérgica. Yo debería estar en la calle jugando a las canicas o al trompo, o saboreando los cigarrillos prohibidos de los trece años, con las rodillas rasguñadas y gallos en la voz. Madre debería estar cosiendo en la salita o leyéndole alguna carta de amor a la vecina. Paz debería estar estudiando y soñando con un futuro radiante. Antonia… Antonia estaría en su casa, aunque seguramente también tendría el cuerpo vencido y la piel llena de morados, pero andaría detrás de sus gallinas y lavando en el arroyo, del que con tanto cariño habla, y en la temporada de los ajos o de la aceituna se levantaría cada mañana antes de amanecer para irse al tajo con otras mujeres, de rodillas, a mover los dedos tan rápido como esos magos que vienen al pueblo en feria, y competirían entre ellas con chistes subidos de tono, de los que yo no entiendo cuando olvida bajar la voz para contarlos… Todos deberíamos estar en otro sitio pero el destino nos ha reunido aquí, en la fría bodega de un cortijo destrozado por los bombardeos. Yo no he visto lo que hay arriba, solo lo imagino: piedras, yerbajos, mugre y cascotes, como en otros cortijos. “Esto lo han hecho ellos”, repetía con amargura mi padre; cuando lo hacen los nuestros, padre no dice nada, solo mira. Como un fardo me llevaba sobre su hombro, comido por la fiebre desde que me dispararon en la pierna. La bala me la sacaron en un pueblo, no sé dónde, a la luz de una vela que oscilaba y hacía crecer la sombra en las paredes como si danzaran fantasmas oscuros. Yo temblaba. Recuerdo un dolor como de llama, estridente, que me estallaba en la garganta; me taparon la boca para acallarme. Luego me desmayé, y de mi sueño solo recuerdo trozos de dolor imposible, un trapo al que 30


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clavaba los dientes hasta que parecía que iban a rompérseme, dentera terrible solo de pensarlo, el bamboleo de mi cabeza, el tufo a sudor que cubría el olor a padre y que llegó a hacérseme querido, como un refugio, barca, sin final de camino. Luego me encontré sobre un colchón con olor a sahumerio del que usaba madre para disimular el olor a fritura en los tiempos en los que había aceite, manteca, pajarillas, huevos y patatas, y garbanzos tiernos como mofletes de niños, y rosquillas amasadas con ajonjolí tostado y anís en grano y corteza de limón que rallaba yo a veces hasta que en mi afán de hacerlo bien acababa limándome la yema de los dedos… (Ay, hablar de comida parece que me arranca un suspiro del centro del estómago…) Antonia me cuidaba, lavándome, secándome la frente, poniéndome en la boca la comida triturada con un tenedor. Comida sin sabor o demasiado amarga que yo rechazaba porque solo quería beber, pero ella me obligaba con paciencia. – Tienes que tomar fuerzas –me repetía, acariciándome la frente y echándome atrás el flequillo sudado. Yo anhelaba a mi madre, y al cabo de unos días la sentí junto a mí. Nos acostaron juntos, mezclando nuestras fiebres; yo veía sus sueños reflejados en los míos, y un hombre joven al que recuerdo viejo, con un bigote gris y los ojos cansados, inclinado sobre un pizarrín mientras una voz chica repetía “ma.. me.. mi… mo… mu…” una vez y otra, y no sé cómo sé que ese hombre es mi abuelo, que murió cuando yo era muy chico, y la fiebre de madre me enseñó a conocerlo. Ella vio, entre mis espectros febriles, a Marga, la niña del zapatero, con la cara tan linda y los pies negros porque no quería ponerse zapatos. En casa del herrero cuchillo de palo, murmuró mamá entre los pitidos de su respiración asmática. 31


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Antonia nos lavaba a los dos, hasta que llegó Paz. A Paz la trajo padre, una de esas mañanas en las que el aire del sótano se volvía tan espeso que había que masticarlo al respirar. Yo la reconocí porque sus ojos estaban clavados en mi memoria, pero qué tristeza con sabor a sangre de corazón al ver su delgadez, como el envés de un pétalo de rosa al que el viento aturde para arrastrarlo en remolino de colores, y lo posa, olvidado, sobre el barro y luego alguien la pisa y el pétalo de rosa, que era tan bello, anhela que el sol llegue y lo reviva, pero viene el invierno y el sol no brilla nunca… Se cubría la cabeza con un pañuelo negro, como una viuda triste. Cuando vio a madre machacada a palos y oyó su respiración agotada, se arrojó sobre ella y soltó todas las lágrimas que le tenían cerrada la garganta. Se le cayó el pañuelo y así vi su pelada cabeza, blanca como un huevo. Antonia se acercó a acariciarla, con un movimiento extraño, muy seguido, como frenético, y así permaneció hasta que las lágrimas comenzaron a secarse. Yo la miraba fijo, veré el cuadro por siempre en mi recuerdo, tres mujeres: una de pie, llorando; la otra arrodillada, calva, abrazada a la enferma, que yace asfixiándose sobre un montón de sacos que elevan su pecho para que el aire llegue a sus pulmones. Esa es mi imagen del final de la guerra: tres mujeres unidas por mil penas que se funden en un mismo origen. Y los hombres, aparte, mirando de reojo, también con su drama a cuestas pero sin compartirlo, como nos enseñaban, que los hombres no lloran. ¿Si lloran no son hombres? ¿Entonces padre qué es?, porque yo lo he visto llorar, a escondidas de todos. Y también he visto llorar a José, no todavía pero lo voy a ver y no me va a dar pena, pero es que a mí José no me parece un hombre. Y si José es un hombre, no quiero serlo yo. 32


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Cuando madre ya pudo levantarse, llegaron Gina con su padre y su novio/marido, y la vida dio un giro. Con Gina el cuadro pareció completarse: ella ríe, trabaja y canturrea, se esconde detrás de Paz y de pronto le hace cosquillas soplándole en el cuello, y Paz le suelta un golpe con el trapo, como si fuera el gato que se sube a la mesa para husmear el chorizo, y Gina corre y ríe, y Antonia ríe con sus carcajadas grandes y frescas –si no le duele la garganta, claro– y madre se ve alegre casi como en los buenos tiempos. El padre de Gina, en cambio, es triste como un sauce al que le falta el agua, delgado y amarillo. El novio/marido es alto, moreno y feo, la mira como si fuera una niña pequeña, la besa a escondidas, pero cuando se enfada deja de hablar, de mirarla, se repliega en sí mismo y entonces la alegría huye de Gina, que está pendiente de él como si él fuera la energía que le da vida, igual que esos pollitos de juguete que asoman por el cascarón que se abre, cada vez más despacio a medida que se les gasta la cuerda. Menos mal que eso ocurre poco, porque Gina está siempre atenta a que no les falte de nada, ni a su padre ni a su novio/marido. Hasta cuando pilló aquel resfriado que le cambió la voz y no se la entendía, ella tenía la ropa de sus hombres lo más limpia que aquí se puede, y la sonrisa presta, como –decía– tiene que ser una mujer. Esta noche, como ya no tengo fiebre, no consigo dormirme. Mi cuerpo anhela correr, saltar, desahogarse, cosas que mi rodilla no permite, pero mañana me levantaré por primera vez, me lo ha prometido padre. José me ha preparado una muleta y Antonia le ha puesto un relleno encima y con un trozo de tela (reconozco la combinación de madre) lo forra para que no me haga daño bajo el brazo al apoyarme. 33


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Los pasos de Paz son ligeros, los reconoceré siempre. Pasa ante mi cama, irá afuera a orinar, bebe tanta agua como si la necesitara para tragar un nudo perpetuo y todas las noches tiene que salir, a veces tiritando tanto que oigo el entrechocar de sus dientes entre sueños. No ha regresado todavía cuando otros pasos más pesados resuenan en mis oídos. Son unos pies que se arrastran: es José, subiéndose el pantalón y con los zapatos achancletados. Le oigo subir y a la vez baja Paz. Se encuentran en la escalera; un rayo de luna arroja sobre el suelo unas sombras confusas que se unen, un empujón, un susurro ominoso. Paz baja trastabillando, él la sigue. Cerca de mi cama, la agarra del brazo. ¿Por qué no grita Paz? Se sacude en silencio. Entonces me incorporo y digo: – ¿Qué pasa? Paz ¿qué pasa? José, ¿qué haces? José la suelta y ella corre hacia dentro, con un gemido. José masculla: – No pasa nada, niño, que estás soñando –y vuelve a subir las escaleras. Los hombres regresaron a la anochecida y mientras avanzaba la tarde, presurosa –estamos en otoño y ya se sabe– los nervios aumentaban entre todos nosotros. Madre volvió a su libro y todas callaban, escuchando, y yo que las miraba descubría sus tics íntimos, los ojos de Paz que a veces se cierran con fuerza, como si quisiera borrar cualquier imagen; Antonia, que se rasca la palma de la mano, Gina suspira mucho, madre dobla la página que va leyendo, como para pasarla lo más rápido posible. Y yo clavo los ojos en la mancha de luz que se va oscureciendo, y cuando encienden la mecha dentro del aceite veinte veces quemado, me distraigo en mirar las sombras que crecen y decrecen como pájaros locos sobre el muro de ladrillos estrechos. 34


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El miedo tiene un olor especial, como de sudor agrio, y esta tarde el miedo de cinco personas juntas en la misma habitación llegaba a convertirse en hedor, a pesar de las ramas de pino que Paz y Gina reparten por la estancia en un inútil intento de “hogarizar” esta madriguera. Nadie lo dice, pero todos pensamos constantemente, de fondo, como una de esas canciones pegadizas, que en cualquier momento aparecerá un grupo de falangistas, o la guardia civil, o simplemente vecinos que miraban mal a cualquiera de los que aquí nos ocultamos, y todo acabará de repente, o peor si acaba despacio, con regodeo. Eso es lo que más miedo le da a Paz, puedo leerlo en sus ojos; o a mi madre, a la que dieron por muerta después de apalearla y que se salvó porque padre la encontró bajo otros cuerpos, con sangre seca de otros muertos, con la cara desfigurada y el cuerpo negro, aferrándose a la vida con el silbido de asmática que arrullaba las noches de mi infancia. La espera se alargaba como la sombra de un ciprés, y para acallar el miedo, las mujeres hablaron de otras cosas. Gina habló de sus sueños y de sus realidades. – Hija de libertarios, novia de rojos, ellos llegan de sus correrías y me traen ropa llena de mugre para que yo la lave, y esperan la comida caliente –bueno, ahora la que haya– y el desayuno, y el consuelo de unas manos más tiernas, más suaves, que no lo son porque están llenas de callos de trabajar para ellos, bajo su sombra, y hacer “cosas de mujeres”, obligaciones que no valora nadie. Madre suspiraba y al cabo de un rato en el que sus ideas se debatieron entre el orgullo y la sinceridad con un runrún que mi corazón podía oír –el cordón umbilical, que en estas semanas había vuelto a anudarse tan fuerte como cuando flotaba en el líquido amniótico de su cuna vientre–, murmuró en voz baja, trabajosa: 35


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– Yo, que he luchado tanto que casi me mataron… Yo, que he enseñado a leer a tantos campesinos y sobre todo a tantas mujeres, porque mi bandera siempre ha sido “la educación nos hará libres”, yo que reniego de los hombres que se sienten hombres haciendo que las mujeres se sientan “solo mujeres”… Pues yo en mi casa hace muchos años que dejé de luchar. Una cosa es lo que he ido predicando, y otra diferente es el trigo que no he dado, mi acatamiento sumiso. Me miró como si temiera que yo me sorprendiera, como si yo no tuviera de sobra sabido todo lo que estaba diciendo. – Es tan cansado librar cada batalla en casa, entre los tuyos. Y después de una pelea en la que todo queda en tablas, te sientes agotada y solo ansías que te abracen, te acaricien el pelo y te digan cosas tiernas… No eres capaz de revolverte de nuevo cuando tu hombre te dice “¿qué vamos a cenar?”, y a la vez te está besando la yema de los dedos, uno a uno, con esa ternura que gana más guerras que las palabras duras y los malos gestos. Antonia, que no podía hablar de ternura y besos en la yema de los dedos, compartió aquel anhelo secreto que la hacía levantarse cada mañana con ilusión y desasosiego: – Mi mayor deseo –confesó esta tarde, jugueteando con su anillo de casada– es ser madre. Una mujer, si no es madre, no está completa. Si yo tuviera un hijo… – Ser madre es la vivencia más increíble de la vida – reflexionó mi madre–. Pero ¿sabes, Antonia? Ser padre no lo será menos, o no debe serlo, y sin embargo nunca oigo a los hombres decir que si un hombre no es padre, no está completo. – Ningún hombre decide quedarse en casa y dejar de trabajar para criar a sus hijos –opinó Gina. – ¿Quién iba a traer el pan a casa? –se alborotó Antonia. 36


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– La mujer –dijo Paz. – ¿Y el hombre en casa cuidando de los hijos? ¿Y quién les da la teta? – Yo no pude siquiera darle el pecho a mi hijo –terció, triste, madre–. Pero aunque se lo hubiera dado, al cabo de unos meses el niño ya come papillas. De fruta, de verdura, arroz, unos trocitos de pollo… Eso puede dárselo el padre igual que la madre. – ¿Y los pañales? –preguntó Gina, alborozada. – ¿Es que un hombre no puede aprender a cambiar pañales y a lavarlos? Ellos conducen trenes, dirigen gobiernos, mandan ejércitos, levantan ciudades… ¿De verdad no van a saber cambiar pañales? ¿O es que eso son “cosas de mujeres”, lo mismo que atender a los padres cuando se vuelven niños, o secar el sudor de la frente de los moribundos? –cada vez que Paz habla, mi piel se estremece como si me pasaran una pluma suave por la espina dorsal. – Ellos se ocupan de cosas importantes –replicó Antonia, suave pero firme. – Si no estuviéramos nosotras detrás, ocupándonos de estas cosas que a ti no te parecen importantes, ¿qué sería de la Humanidad, Antonia? ¿Lo has pensado? ¿Qué sería de los niños, de los ancianos, de los enfermos? – Asilos, orfanatos… – ¿Llevados por quién? Si decimos que los hombres no pueden hacerlo en sus casas, ¿por qué magia iban a saber hacerlo como oficio? – Bueno –Gina se asomaba al disimulado ventanuco veinte veces, espiando el regreso de los hombres, que no llegaban–. Pero sería un trabajo pagado… – Qué bien –ahí salté yo, y las sorprendí a todas–. O sea que si es gratis no saben hacerlo, pero si cobran ya sí saben. ¿Y las 37


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mujeres no, vosotras lo hacéis gratis? Huele tanto a injusticia que me dan ganas de vomitar. – Tú serás pronto un hombre, Marcelino –aseveró Paz–. Entonces opinarás de otra manera y en vez de ganas de vomitar, se te abrirá el apetito, como a ellos. No quise contestarle, o no pude, pero espero que no. Ser hombre no debe ser sinónimo de injusto, de barrer para su propia casa. Es cómodo, eso sí, pero es como con los esclavos, como con los obreros, como con todos los oprimidos: si solo el que está siendo pisado por el cuello tiene que luchar, no se conseguirá nada sin batir un océano de sangre. Si tienes hambre y sed de justicia, no puedes cerrar los ojos ni volver la espalda. Y si te gusta que todo siga así, levanta el brazo, canta el Cara al sol y pasa las cuentas del rosario mientras tus vecinos siguen bebiendo agua salada en las cárceles. Paz era cigarrera en los años de guerra. Era tan guapa que hasta los que no fumaban la llamaban para pedirle cerillas o caramelos. Ella se mordía los labios para ponerlos rojos como la sangre y meneaba las caderas en el casino de militares, pero los que más trabajaban eran sus oídos. La quinta columna la formaban mujeres como Paz, que informaban a los suyos de cuanto oía, y oía mucho porque los hombres se olvidaban de que era una persona y hablaban libremente mientras sus ojos resbalaban y volvían a subir por sus curvas de mujer de banderas. Mujeres como madre, que esparcían bulos para desmoralizar a las tropas azules y animar a las rojas. Mujeres como Gina, que hacían cola durante las horas que hiciera falta para cocinar algo que mantuviera alzadas las cabezas de los hombres que dependían de ella como niños. Mujeres como Antonia, que anhelando ser madre, era madre de todos los 38


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que necesitaban una sonrisa, una taza de caldo reconfortante, un escondite para un par de días… Fragmento “El árbol”: Había oído sus pasos cuando se levantaba, como un depredador al olor de la presa. Esperó con los dientes y los puños apretados. Nadie hubiera oído aquel quedo rumor de lucha, solo ella, que no dormía, acechantes los sentidos, ojo avizor, solo ella, ella, la que pensaba no haber sido nunca engañada aunque sí apaleada, la mujer dolorida que anhelaba ser madre pero a la vez temía parir un hijo de aquel lobo feroz. De puntillas, pasó ante la cama del niño que dormía, subió los escalones y al acercarse a la puerta sobre la que crecían ortigas y cardos que no alimentaban ganado, escuchó los sordos ecos de la lucha. Sin respirar, corrió como en un vuelo, y a lo lejos pudo ver los cuerpos enzarzados. Esta mañana, todo parece diferente. Nadie me cuenta nada; piensan que soy un crío, pero no callan ya para hablar delante de mí, quizá porque olvidan que sigo aquí, dolido pero consciente, y que no soy un mueble que hace bulto. Paz se ha quitado el pañuelo de la cabeza y luce su pelo cortísimo como una penitencia. Antonia mira a todas partes, el mundo entero parece extraño para ella. Madre friega con rabia, va al arroyo, coge agua, frota y frota. Gina oculta los ojos y barre sobre limpio; su novio/marido, con mi padre, ha subido hace rato, mucho rato, y no bajan; el padre de Gina está sentado al fondo, aturdido, sin saber lo que pasa; fuma y fuma esa pipa que apesta, hojas de maíz secas que guardó del final del verano. José no está, salió de madrugada, yo le oí entre sueños, igual que oí las voces, el llanto y el jaleo. 39


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– Yo iba con mi padre por los cortijos, dando clase –había dicho mamá, la noche antes–. Me gustaba ese trabajo más que nada, he enseñado a leer a montones de mujeres, mientras mi padre se encargaba de los gañanes. Cada persona que aprende a escribir, da un gran paso para aprender a pensar, y otro para obtener ayuda de los libros y los periódicos en cualquier momento. La educación es la base de la libertad. Pero me casé y mi marido ya no quería que siguiera yendo a los cortijos; empecé a enseñar en mi casa, pero cuando me quedé embarazada, él me dijo que aquello se había acabado, y yo… cedí. Perdí al niño pero no volví a dar clases. A veces lo añoraba tanto que me dolía la garganta de ganas de volver a la tabla de multiplicar, a las letras, a sembrar… Pero se había acabado. Ya era una señora casada. – Yo sí hubiera seguido –dijo Paz, decidida–. Cuando leí el discurso de Victoria Kent contra el voto de la mujer, me mordí los nudillos. Decía que las mujeres de hoy no estamos preparadas para el voto, que votaríamos por el partido que nos indicara el marido o el cura. ¿Y acaso cree que los hombres están más preparados? Hombres de mente cerrada que levantan un puño para pedir derechos y cierran el otro sobre la cabeza de sus mujeres exigiendo obediencia. Yo habría estudiado mucho, mucho, mucho, para luchar por el derecho de la mujer, el derecho a elegir. – Victoria Kent decía que la mujer tiene derecho a trabajar, pero veía aberrante que tengas hijos, los dejes en una guardería y tú sigas trabajando. En primer lugar, una mujer es madre – dijo Antonia. – ¿Y por qué un hombre no? Si luego tienen ellos derecho sobre los hijos, más derecho que las madres, ¿con qué se come eso? –Gina no comprendía, solo pedía respuestas. 40


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Fragmento “El árbol”: Solo eran sombras, pero ella sabía muy bien a quiénes pertenecían. Una era de José, no cabía duda. Podía oler desde lejos aquel hedor a semental que le brotaba de cada poro de la piel cuando “se le emburraban las entendederas”. Palabras suyas que ella había aprendido a temer como a una vara verde, que también la había probado. La otra sombra tenía que ser de la pobre niña que tan sola había llegado al cortijo, muerta de miedo después del rapado y la “cura” de aceite de ricino que le suministraron después de comunicarle que su marido iba camino del campo de concentración de Miranda de Ebro, el más temido (aunque después hubiera otros a los que llegó a temerse más). A tientas se agachó, cogió un palo tan pesado que tuvo que levantarlo con ambas manos, y avanzó, sigilosa, mordiéndose la rabia y el despecho de una orfandad de hijos que nunca ya podría dejar de ser. – Es importante aprender a leer –le había dicho tantas veces Paz–. Es importante saber que no necesitarás de un hombre para mantenerte, que si estás junto a él es por amor y no porque no tengas otra salida para seguir comiendo. No sabía Paz que con las leyes venideras, la mujer sería más menor de edad que nunca, que pasaría del padre al marido como una heredad más, como una casa, una vaca o un puñado de billetes, mujer sin voz ni voto ni patrimonio propio, mujer que dependería del hombre hasta para arrimar el hombro en el hogar con un trabajo, al servicio del bendito triunvirato “Niños, Hogar, Iglesia”. La mujer sagrada, como templo de la raza. El eterno femenino, el misterio (¿qué misterio? ¿Y dónde quedaba el “misterio masculino”, o es que era el hombre tan 41


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claro como una ventana abierta?). La mujer, el “animal de cabellos largos e ideas cortas”, a la que había que quebrarle la pata (y se le quebraba) y dejarla en casa. Para salir de viaje, tendría que firmar el marido; para trabajar después de casada, tendría que firmar el marido; para salir corriendo, tendría que renunciar a sus hijos, esos a los que el padre no podía cuidar o no sabía o no quería, pero que le pertenecerían igual que la mujer. Sierva te doy, hasta que la muerte se la lleve o te la deje en pie, muerta en vida a tu lado, qué importa lo que sienta, ni siquiera si siente. Antonia tampoco lo sabía, y de todas formas, no cabía en su cabeza la idea de que algún día necesitaría romper el nudo que la ataba a su marido, como un paciente animal que camina tras el yugo y no lo siente porque no sabe lo que es correr libre en el viento. Pero llegó a sentarse tarde tras tarde, acaso por matar las largas horas amarillas del verano, y fue aprendiendo a unir las letras, despacio, muy despacio, torpemente al principio pero luego, de pronto, con una velocidad que sorprendió a todas –ellos, los hombres, no supieron nada–, el “bra, bre, bri, bro, bru” y el “pla, ple, pli, plo, plu” no tuvo ni que aprenderlo, empezó a leerlo sola, “brazo, brécol, bribón, broma, bruja”… y a los pocos días se sentaba en el filo del último escalón, con la espalda torcida para aprovechar los últimos rayitos de sol, y seguía con el dedo, concienzuda y sacando la punta de la lengua, la línea de palabras de los libros que el maestro viejo trajera hacía ya tanto tiempo. De memoria yo mismo le copiaba poemas para que los leyera en sus ratos robados al trabajo y la costura. Recordaba muchos versos de Lorca, el poeta al que habían matado con los primeros disparos de la guerra, bajo una luna tan redonda como treinta monedas de plata, el poeta al que lloraron en todos los países 42


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menos en el suyo. Madre le copió también los de mujeres que no se habían rendido o lo habían hecho después de tanta lucha: Carolina Coronado, Josefa Muñoz y Nartos, Rosalía de Castro… Paz le escribió la letra de los himnos que había aprendido de su padre y de su tal vez difunto marido. Gina apenas sabía escribir tampoco, pero tenía paciencia para repetirle canciones y Antonia las copiaba, preguntando “¿con be de burro o con be de Barcelona?”, y Paz reía y le decía “pero si las dos bes son iguales, Antonia, eso es con uve de vaca y de victoria”. Lo que no se escribió en “El árbol”: (“Hay mujeres que lo perdonan todo, pero esto yo no voy a perdonarlo. Nunca. Y menos, con Paz, que la veo, y él lo sabe, como vería a una hija. Paz, con su cabeza pelona y sus manos bonitas que me enseñan tanto. Mírala, cómo gime, en el suelo. Ya voy, niña, ya voy. Me da igual que me mate después, pero no va a seguir encima de tu cuerpo, el asqueroso bruto, mancillándote…”) Fragmento “El árbol”: Deja el sigilo a un lado y corre, enarbolando el palo, lo deja caer con fuerza, y otra vez lo levanta, y otra vez le deja caer, y de pronto no hay fin ni principio, cada bofetada, cada puñetazo, cada insulto, cada violación, cada patada, se cobran con otro golpe, y otro y otro, hasta que oye el silencio de una respiración que se detiene para siempre con un ridículo estertor “poooof ”, como una pelota que se pincha, roja como el sol cuando se inclina sobre un campo de amapolas. Yo dormitaba cuando oí la lucha arriba, y antes de que pudiera bajarme trabajosamente de la cama, pasó ante mí 43


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Antonia y cogió mi bastón, hecho con una rama trabajada por el padre de Gina. Oí gritos y conseguí subir, arrastrándome, y al parecer gritando yo también, y los últimos peldaños casi los volé, entre mi madre y Paz que me ayudaban porque vieron que no habría modo de que me quedara atrás. Fragmento “El árbol”: Y debajo de él, bajo su hombro, se abre como una rosa una melena rubia de un moño que se ha soltado en la reyerta, y no es Paz, y ha matado y no ha sido por salvar a “su” niña, y se queda con los brazos colgando y el horror en un rictus inmóvil en su rostro, con el rastro de sangre que se pega en sus dedos y la medianoche detenida en todos los relojes. Esta noche no hubo susurros ni arrastrar de un cuerpo, ni el sonido de una pala abriendo la tierra dura. No hubo tampoco sangre mancillando los dedos de una asesina. No hubo muerto, solo hubo violación. En “El árbol”, la novela que Antonia escribirá muchos años después, en México, la que madre y yo devoraremos, la verdad se bifurca en este punto; licencia de escritor, dice mamá. Opciones, digo yo, y acaso sea lo mismo. Al primer golpe, cayó José sobre Gina y Antonia se detuvo, no hubo otro bastonazo, solo un grito agudo que rasgó la noche e hizo que los pájaros que anidaban en las encinas a nuestro alrededor levantaran el vuelo con un susurro alarmado y cubrieran la luna, llena y pálida de horror como cuando se llevaron a Lorca y Cernuda le escribió sus eternos versos: Toda hiel sempiterna del español terrible que acecha lo cimero con su piedra en la mano. 44


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No hubo voces, susurros, llantos ni arrastrar de un cuerpo, ni se abrió tierra dura para recibir unos despojos que nadie buscaría ni echaría en falta. La luz de un alba de noviembre incide sobre la cabeza abatida de Antonia. Sentada en un rincón ha pasado la noche, mientras en torno a ella todos bullían. A veces, Paz se acercaba a abrazarla, le acariciaba el pelo como a una niña chica. Fue el último día que pasó entre nosotros. Despertaremos mañana; Antonia y Gina habrán desaparecido. El padre de Gina despotricará siempre, pero madre, mi madre, se encargará de él como de mí y de padre. El novio/marido de Gina se marchará también: ya nada lo retiene aquí. Yo no lo entiendo. No entiendo que se hayan marchado, ¿por qué, por qué, por qué? Pero todos parecen entenderlo; solo Paz llora cuando le pregunto. Lo que no se escribió en “El árbol”: (“¿Y esa melena rubia? Oh, Dios mío, no es Paz. Es Gina. Pobre Gina. Pero Gina no es virgen, eso todos lo saben. Paz sí lo era, aunque estaba casada, si la pobrecita no tuvo tiempo ni de noche de bodas. ¿Y si lo he matado? Dios mío, Dios mío… He matado por nada… Qué digo, qué locura, una alimaña es una alimaña, la estaba violando, sea virgen o casada, qué más da. Pero si lo hubiera sabido, quizá no habría golpeado… ¿O sí? ¿Y si lo golpeé, no para defender a Paz o a Gina, sino para librarme de él, por mi propio beneficio?”) Fragmento de “El árbol”: Sigue girando el mundo pero todo ha cambiado. La que hasta hace unas horas era una mujer a la que su marido maltrataba, 45


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ahora es una asesina. Muchas veces había pensado qué pasaría si una noche, mientras él dormía después de haber desahogado con ella sus frustraciones de pobre hombre, se levantaba, cogía la plancha y le rompía la cabeza. Se lo merecía, pero ella no quería ir al infierno ni a la cárcel. No se le pasaba por la cabeza, eso no, la idea de escapar, de marcharse y empezar nueva vida. ¿Adónde iba a ir ella, mujer, sola, analfabeta, estéril, sin oficio ni beneficio? Para servir en casa ajena ¿no era mejor seguir sirviendo en la propia, o, mejor dicho, en la casa de su marido? Aunque a veces pensaba: casa ajena, sin palos, con un sueldo por pequeño que sea… Pero ¿y después?, pensaba. ¿Qué sería de ella cuando los años pasaran y ya su cuerpo no pudiera seguir llevando a cabo las duras labores de limpieza de un hogar? Las rodillas ya le dolían… los dedos, a veces, se le agarrotaban… ¿Dónde acaban las mujeres sin marido ni medios de vida? Antonia se estremecía al pensarlo y se negaba a pensar que tal vez fuera mejor elegir un futuro incierto que un presente que quizá le arrebatara ese futuro. Paz también se marchó, días después, una madrugada. Solo yo la escuché y supe que se iba, y me hice el dormido mientras ella me acariciaba la frente y suspiraba. No he vuelto a saber de ella, pero sé por mis sueños que la vida por fin le ha sonreído. Mis sueños no me engañan. Fragmento de “El árbol”: Gina cayó en la frontera, una noche de nieve. Se me murió de frío, aunque yo creo que se murió de ganas de morirse. Yo no sé cómo ni cuándo llegué a Francia, y allí pagué mi crimen y pagaron también los que no habían cometido otro delito que anhelar la libertad del hombre: nos encerraron en un campo de 46


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refugiados del que no nos dejaban salir, ni asomarnos, ni ser más que los tristes apátridas que huyendo del lobo cayeron en la trampa del tigre. Después llegué a México, aquí nos abrieron los brazos y aquí he echado raíces como un árbol anidado de pájaros nostálgicos. Cierro el libro y recuerdo: un papel arrugado, unas palabras que hoy se concluyen aquí, con esta novela/mentira, novela/ verdad, novela/piedra-que-golpea, publicada en México y que al llegar a nuestras manos nos quema con el ascua viva del recuerdo de una bodega oscura, un catre duro y cuatro mujeres que tuvieron que volar sin alas. “m Me yamo Antonia y boy a conta mi b vida”…

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PRIMER ACCÉSIT

CUATRO ESCALONES POR ENCIMA (O DOS SE MIRAN) Pedro Campos Morales

1. EL JOVEN Punto por punto, con todo detalle, como quieran, ya les cuento. No quedaba ni un dedo de mi cerveza cuando entró el viejo y presentí que la noche aún no había acabado. Pedí otro tubo. Un grupo de cuarentones a mi izquierda. Enfrente, una pared color salmón, fotos de Marilyn, mesas vacías. A mi derecha, la rubia y la morena, ocupando la prolongación del banco de piedra con cojines forrados de cuero en el que yo estaba apoltronado. Frente a ellas, en un rinconcito, a la altura de cuatro escalones por encima de todos nosotros, la mesita 49


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que ocupa el viejo cuando decido reengancharme y pedir la segunda al camarero. El antro se llamaba Quilombo. Entré allí porque en la Guía del Ocio prometían actuaciones en directo. En mis circunstancias, solo en Barcelona, y con mi carácter, de una timidez enfermiza, consideré este lugar idóneo, entre otras cosas por su cercanía al hotel, para no morirme de pena encerrado en la habitación después de la cena. Un grupo musical tocando en una esquina bien visible y exclusivamente iluminada me ayudaría a fijar la mirada y eludir incómodos encuentros con el prójimo, invariablemente acompañado, que elige los bares para aderezar sus emociones de fin de semana y humillar a seres solitarios con sus regulares y silenciosas ráfagas visuales de superioridad. Era viernes, ¿no?, ayer mismo, tras algo más de veinticuatro horas en Barcelona, aún soportaba los ecos de mis lamentos por el fracaso de la noche del jueves, vine a recoger un premio de poesía y me plantaron como finalista. Diploma y regalo simbólico de fina factura diseñado por artista local tácitamente sublime, no valía ni para ponerlo en el bidé. Caminé muchísimo el viernes, día posterior al evento nocturno. Subí al Tibidabo, atravesé Gracia, todo el Eixample, deambulé por el barrio gótico, por las Ramblas desemboqué en el puerto y hasta me asomé por una ladera del Montjuic. Y en todo el día no pude dejar de preguntarme por qué coño me habían hecho venir desde la otra punta de este país para despacharme con un acto rápido, frío, sin una sola palabra en castellano. Porque no mencionaron mi nombre, alcancé a saber que no gané el premio. Por supuesto, mi dignidad me impidió someterme a la humillante invitación posterior a cava y embutidos. Veinticuatro horas después, poco antes del Quilombo, había llegado a una conclusión: si yo había sido el único finalista en lengua 50


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castellana, estaba claro que me habían utilizado como tapadera, habían abierto su concurso al castellano para captar más participantes y a algún incauto tenían que elegir en esta lengua para cubrir el expediente. La solución al enigma me animó a meterme al Quilombo, no estaba dispuesto a pasar mi segunda y última noche en la metrópolis con la cabeza escondida en un tétrico cuartucho de hotel. A las diez de la noche el bar estaba casi desierto. A pesar de eso no me pareció malo el panorama, algo frío tal vez, estética retro, música de los 80, no estaba mal. El camarero, sentado en una banqueta al exterior de la barra, me atrapó y amablemente me dirigió a una mesa. La ubicación era perfecta, dominaba casi todos los ángulos del local, aunque de momento, al frente, sólo Marylin en una pared salmón me hiciera compañía. A mi espalda, el cristal de una ventana cerrada que daba a la calle. Mi izquierda y mi derecha ya estaban ocupadas cuando ocupé mi espacio. Primero hice un rápido repaso a mi derecha. La rubia era tímida, la morena más bien al contrario. Conversaban en castellano con algunas frases salpicadas en catalán. La morena, chaqueta corta y forrada, pantalón bombacho con vuelta en las pantorrillas, alpargatas y medias, charlaba, cantaba, brindaba y pedía las copas. Instruía a su amiga, trenca oscura y abierta, blusa estampada, falda de punto, botas altas, en el arte de beber tequila, rituales de sal, chupito y limón, le hablaba de sexo, de temperaturas que los cubatas elevaban a cada sorbo, de masculinidades de belleza gradualmente enriquecida por el alcohol. La rubia reía, bebía al ritmo de su amiga. Yo disfrutaba de la música, bebía cerveza, fumaba, comía palomitas una a una de un tazón. Los cuarentones de mi izquierda hablaban a voces, de películas antiguas, de rock, de Queen, de la Bohemian Rhapsody. Entró un travesti de me51


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diana edad, pelucón, labios gruesos, ancho de espaldas, túnica romana, voz recia. Carmen de Mairena, anunciaron los de mi izquierda. Se vino hasta mi mesa, me ofreció flores, dije que para quién, me dijo que para ellas, las que tenía a mi derecha, ellas rieron, yo contesté que no las conocía, que nadie nos había presentado. El travesti se despidió diciéndome que volvería más tarde, a ver si entonces. Me pareció bien. Cualquier anécdota por pequeña que fuese, cualquier cruce de palabras por breve que fuese, me parecían bien. Todo me parecía bien hasta que agoté la cerveza, y entonces apareció el viejo y todo me pareció mejor. Era robusto, sólido como un tanque, la cara era un ladrillo mate, cuadrada y grande, y grandes las gafas, cuadradas y ahumadas. Se arrellanó en el único rincón encaramado a una altura de cuatro escalones por encima de nosotros, le sirvieron su bebida, en vaso ancho y corto. Se acomodó, empujó la mesita para encajar las piernas, resopló con fuerza, evidentemente venía cansado, encendió un cigarro, descubrió a las dos chicas sentadas a mi derecha, inmediatamente los ojos se le pegaron al cristal de las gafas. No pude evitarlo, me eché a reír apartando de él la mirada. Puse mis ojos en una foto de Marilyn, en una foto de Manhattan, en la vela apagada de un velador vacío, en el cuenco de palomitas en mi mesa, en la punta encendida de mi cigarro, en el vaso de cerveza que me llevé a los labios. Al tiempo que bebía lo volví a mirar. Sus ojos no se habían despegado de las chicas, se trasladaban de una a otra con prisas, como si alguien las fuese a suprimir de un momento a otro, como quien no se atreve a parpadear a la vista de un oasis, se las metía hasta el alma a través de las gafas ahumadas, su boca permanecía inerte, con un ligero temblor involuntario en la sonrisa abierta. No pude dejar de 52


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reír, ocultando mi boca con una mano y el vaso de tubo, miré a las chicas, miré la pared salmón, miré al viejo y entonces se encontraron nuestras miradas. Advirtió que la intensidad de su exploración visual a las chicas me divertía y me sonrió, inclinó la cabeza y torció los ojos en dirección a ellas, buscando mi aprobación. Se la di con una sonrisa, asentí con la cabeza y di un trago a mi cerveza para escapar de su mirada. Es algo que me ocurre con frecuencia y que siempre acaba por hacerme sentir muy solo: como soy incapaz de dar el primer paso para iniciar la comunicación, me paso la vida deseando que tal o cual persona dé ese paso, y en el momento que veo que un individuo amenaza con ello, me da por pensar que me hará perder el rato sin aportarme ninguna experiencia valiosa. En consecuencia, siempre acabo huyendo y arrepentido de la fuga luego. Aplacé un buen rato la siguiente ojeada al viejo. El local se atestaba de seres reunidos en grupos más o menos numerosos, nunca inferior a dos sujetos, el trasiego me permitía posar mi atención en unos y otros, alejándola del viejo. Al ver que la chica morena se ponía en pie y, bailando sinuosamente, se desembarazaba de su chaqueta, descubriendo una camiseta corta, un ombligo, un escote redondo, muy abultado y muy redondo, volví a mirarle. Ya estaba esperándome, sus ojos brincaban enfebrecidos entre mis ojos y el cuerpo rotundo y canallesco de la morena. Me sonrió y le sonreí. Eché a la chica un vistazo por deferencia a su admirador justo cuando ella llamaba al camarero. Adivinando que el tipo se pondría pesado me empecé a escabullir mirando a otras personas, entre las sombras móviles poco se veía ya del color salmón de la pared, ya me impacientaba que no diera comienzo la actuación. Por suerte 53


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frente a mí se sentaron dos amigas, la más joven de unos cuarenta años, de pelo corto, expresión melancólica, muy agradable para reposar la vista en algún punto entre sus cejas. Aunque a mi pesar, sin poder contenerme, con regularidad renunciaba a este bonito reposo para lanzar miradas al azar. Ni por un minuto perdí el hilo de lo que a mi derecha ocurría. El camarero sirvió a las chicas dos vasos de tubo con algo color lila en su interior. Las chicas aplaudieron la llegada de sus cuartos o quintos cubatas mientras el camarero, al pasar junto al viejo, era retenido. Por los gestos entendí que el viejo pagaría esas dos consumiciones. El camarero fue a la barra, esperó un tiempo prudencial para después, aprovechando un viaje con la bandeja llena para otros, inclinarse ante las chicas y darles la noticia. Primero miraron al viejo, hasta entonces no habían advertido su presencia, después se miraron entre ellas, la rubia aguardaba la reacción de la morena, al viejo casi le lloraban los ojos, su sonrisa era la de una marioneta, la de una calavera. La morena resolvió reanudar el diálogo como si no se hubiera producido un paréntesis, mientras hablaba sin parar sutilmente vigilaba los movimientos del camarero. Lo atrapó con una seña cuando éste se deslizaba con los vasos vacíos, le dijo estas copas las pagamos nosotras, y siguió hablando como si no se hubiera producido un segundo paréntesis. Ya habían visto al viejo, el viejo había entrado en sus vidas y yo decidí recrearme con los acontecimientos que la noche tuviera a bien regalarme, asumí mi papel de observador privilegiado, dejé de mirar al viejo excepto cuando estaba completamente seguro de que no me vería mirarle, si a pesar de esto tropezaba con sus ojos que me buscaban continuamente, yo apartaba los míos. Con las miradas de ellas nunca me encon54


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tré, yo era invisible para todos, para las chicas, para la cuarentona de hermosas cejas, insubstancial para todo el bar menos para el viejo, y lo que hasta entonces me había resultado doloroso en aquel momento me pareció perfecto, hasta grandioso, me hallaba sentado en un rincón oscuro de un circo antes del ensayo general, asomado a los camerinos cuando nadie sabe que para mí ya están interpretando, cuando todos actúan sin saber que están actuando y nadie espera críticas ni aplausos, nadie nota que anda en pelotas ante mis narices, indiscutiblemente ésta era la auténtica actuación en directo del Quilombo. El camarero no se arriesgó a notificar al viejo el rechazo de las chicas. Pasó de largo, el viejo le miró inquisitivo, adelantó un poco el cuerpo hacia él, indeciso. Retiré de él la vigilancia hasta que, como en los mejores circos, reapareció el travesti. Se vino derechito hacia mí. El viejo, tan enfrascado estaba en las formas de la morena, no le vio desfilar a su lado. El travesti me preguntó, y ahora. En algún lado un grupo de adolescentes se carcajeaba a coro. Contesté, con resignada mueca teatral, que aún no las conocía. Oí la voz del viejo, llamaba a grandes voces al travesti, con una sola vocal. El travesti se le fue sin pensarlo. El viejo manoteó, extendió dos dedos al mismo tiempo que dos parejas jóvenes pedían permiso para sentarse a la mesa de las chicas. El travesti se acercó en pleno revuelo de banquetas movidas, de abrigos apelotonándose en un rincón, entregó una rosa a la rubia, otra rosa a una de las chicas recién llegadas. Intuí excitado la confusión consiguiente. La rubia no se atrevió a agarrar la flor, la dejó sobre la mesa, necesitaba la venia de su amiga, por el contrario la chica recién llegada, sintiéndose segura con su novio junto a ella, la aceptó instintivamente, interrogó al travesti con un gesto de los hombros, éste señaló al viejo. El viejo, perturbado, re55


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accionó con agilidad, señaló imperiosamente a la morena, el travesti separó otra rosa de su racimo, la tendió a la morena, la morena dijo qué coño y tomó la flor, la rubia inmediatamente de la mesa recogió la suya. Las dos miraron al viejo de reojo, no le enviaron ni un guiño de agradecimiento, ni una sonrisa, unas cejas levantadas en señal de reconocimiento, juntaron sus cabezas frente con frente y rieron. El travesti subió los cuatro escalones, gesticuló junto al viejo. Vi al viejo negar con la cabeza, vi al travesti bajar los cuatro escalones con la cara encendida, rubor natural bajo mantos de maquillaje, en un solo movimiento que parecía coreografiado de las manos de las chicas arrebató las tres rosas, la rubia y la morena rieron con más ganas, la chica recién llegada buscaba en los ojos de su novio una aclaración, el novio quiso amenazar al viejo con una sonrisa tan imprecisa que parecía a punto de romper a llorar. El travesti se esfumó, por primera vez el viejo no miraba fijamente a las chicas. Ofreciéndole mi perfil intuí que acechaba mi atención, y se la di, volví hacia él la cara. Estaba muy serio, el rostro congestionado, dio una calada agresiva al cigarro y me hizo una señal con la mano, ven, me ordenaba, con una sacudida de la cabeza le dije no. Ven, me repitió con la mano, esta vez reforzando su petición con una inclinación del cráneo. No, le dije con la cabeza, y moví mi mano para decirle ven tú si quieres. Con cabeza y manos me dijo no, ven. Ahora sólo con una mano le dije no, ven tú si quieres, y como vi que perseveraba, torcí la cabeza hacia otra parte, di un buche a la cerveza, una calada al cigarro, le volví a mirar, ya me esperaba, me repitió las mismas manotadas, los mismos cabeceos. Ahí fue cuando levanté las dos manos para decirle no y decirle se acabó, para señalarle a las chicas y decirle no, para señalarle a él y decirle puertas, 56


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lárgate ya, mamarracho, mi mano derecha extendida sobre el canto de mi mano izquierda, los dedos de ésta apuntando a la puerta de la calle. Detuvo sus mímicas, se quedó contemplándome, llevándose la bebida a la boca, bebió sin dejar de mirarme. Giré la cabeza y miré al grupo de adolescentes que antes oí reír, miré la foto de Marilyn, la pared salmón por encima de las cabezas y las sombras, la mujer de cuarenta, pelo corto, cejas perfectas, que escuchaba, fumando, los problemas de su amiga. Apagué el cigarro, encendí otro, me eché a la boca unas palomitas, la rubia y la morena se pusieron en pie, se vistieron, la una chaqueta, trenca la otra, subieron los cuatro escalones bajo la urgente mirada del viejo, que ya no sonreía. Aparté otra vez mis ojos de él, cuando volví a echar una ojeada a su rincón, el viejo ya no estaba. Mi cerveza se acababa. Al vuelo, pregunté al camarero qué tipo de música daban en directo. Rumbas. Di el último buche a la última cerveza. Para mí la actuación había concluido. Iba a ponerme en pie cuando oí unos gritos. La rubia y la morena entraban al bar y asaltaban la mesita que antes ocupó el viejo. Gritaban de alegría, se habían quitado de encima al plasta, bailaban sentadas a cuatro escalones por encima de todos los demás. Me sentí muy a gusto. Uno de los chavales del grupo de adolescentes me pidió un cigarro. Mientras se lo daba, uno de sus amigos me sacudía con el brazo mirando a las chicas, la morena sacudía sus pechos, exteriorizaba su libertad, el muchacho me dijo algo en catalán que no entendí pero no hizo falta aclarar. Ahora las chicas tenían admiradores más apropiados. Me levanté, me puse el abrigo, pasó el camarero, le pagué, subí los cuatro escalones y no pude controlar un arrebato que alzó y desplazó por un instante mis toneladas de timidez, fue 57


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para mí toda una heroicidad inclinarme hacia la rubia y la morena y decirles no os habéis dado cuenta, pero os he quitado de encima al plasta. La rubia dijo gracias, y su sonrisa era generosa, pero no logré permanecer junto a ellas la fracción de segundo necesaria para generar la posibilidad de una conversación. Mientras salía hacia la calle, en mi espalda sentí las miradas de los chavales. Con toda seguridad se preguntaban qué les había dicho a las chicas. Y no me queda mucho más por contarles. Volví al hotel. No tenía sueño. Como luego sucedió, sabía que caería rendido nada más acostarme, pero estaba en Barcelona y siempre me ocurre en las grandes ciudades que me entristece irme pronto a la cama. En mi habitación prohibían fumar, pensé que podría haber detectores de humo que escupirían agua si encendía un pitillo, de modo que salí al balcón para echar el último cigarro. Hacía frío, sí, con el abrigo puesto cerré la puerta desde el exterior para mantener caliente la habitación. Tuve suerte, sólo tenían balcón los pisos desde el mío hacia abajo, desde la mitad del edificio hacia arriba únicamente había ventanas. La vista era estupenda, una quinta planta en plena Diagonal, aunque muy grande el estruendo de coches. Al otro lado de la avenida, en un bloque de viviendas de fachadas lujosas, se encendió una luz. Una mujer entraba a su dormitorio dejando caer la toalla que envolvía su cuerpo. Desnuda, abrió un armario, sacó una percha de la que colgaba un vestido, lo examinó a la luz, volvió a meterlo, repitió la operación con dos o tres vestidos más, dejó uno sobre la cama. Miró hacia mi balcón, quizá vio el brillo de la colilla encendida, pero no pareció importarle, confieso que esta actitud me puso nervioso y me retuvo en el balcón más de la cuenta, me volvió la espalda, se inclinó ante una 58


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cómoda, sacó ropa interior de unos cajones. Se miró al espejo y, mirándose se reclinó en la cómoda, se apoyó en ella cruzando los muslos, los brazos, encajando entre ellos los pechos, levantando la barbilla, echando hacia atrás la cabeza, sacudiendo el pelo mojado. Mirándose se separó de la cómoda, se inclinó a un lado, al otro, midió la curva de una y la otra cadera, se palpó los pechos, se puso la ropa interior, se probó un vestido. Se miró en el espejo, por delante, de perfil, por detrás torciendo el cuello, adosando la planta del pie izquierdo sobre la cara interior de la rodilla derecha estudió el dibujo que proyectaba la caída del tejido sobre sus muslos. Ustedes querían detalles y yo se los doy. Se quitó el vestido, lo metió en el armario, sacó otro, se lo puso, no sé cuántas veces repitió el ejercicio. Pude fumarme hasta tres cigarros, terminé por aburrirme y me metí en la habitación, me desnudé, me acosté, creo que me dormí enseguida. Tuve una pesadilla, en ella me despertaba en esa misma cama, el viejo inclinaba sus gafas, su sonrisa, sobre mi cabeza, gritaba está aquí, verdad, está aquí, y trataba de apartar la sábana que me cubría. Yo no podía hablar, quería gritar pero no podía, quería decirle que se equivocaba, que se largara, que nos dejara en paz a mí y a las chicas, pero la voz se negaba a salir de mi garganta. Desperté sudando. Antes de verla sentí su calor, encendí la luz y allí estaba, a mi lado, en la cama, encima de la sábana, vestida aunque con la chaqueta abierta, la camiseta alzada hasta la mitad de su espalda, sin color en el rostro, o con un color impropio de una cara humana, verde violáceo, púrpura azulado, con todo detalle, como me han pedido. Y esto es todo, no sé más, no hice ninguna llamada, no he hablado con nadie desde que llegué a Barcelona, yo no la maté, más no puedo contarles. 59


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2. EL VIEJO Tú ya me conoces, qué quieres que te diga, soy un viejo triste, rancio, ocioso, sabes que hace poco me dieron la patada, y no la última patada, mi mujer me la da todos los días, me echa de mi casa para perderme de vista, puedo evaporarme dos días enteros y ella ni se entera, mis hijas no me toleran, a mis nietos ni les veo la cara, la pensión de policía no da para mucho, ya te enterarás, aunque tampoco me hace falta, de vez en cuando un trago, alguna puta, ganduleo por Barcelona como alma en pena, la conozco, a Barcelona, en cada una de sus esquinas, en cada calle, cada tugurio, conozco a sus putas, a sus chulos, a sus traficantes, los garitos de inmigrantes, las tascas de los estibadores, los pubs de niñas pijas, todos los antros y toda la carroña, la chusma de esta maravillosa ciudad. Me paso los días pateándome los barrios, las avenidas, las noches confinado en bares visitados por pelanduscas, no creas que voy mucho con ellas, me contento con mirarlas, puedo pasarme toda una noche mirando a una puta, las conozco bien, sé quiénes son, las detecto, las respiro desde que entro a un recinto cerrado, se mezclan con los demás, se incorporan a sus charlas, a sus ocios noctámbulos, comparten sus bebidas, sus risas, hasta sus inquietudes pasajeras, son putas ocasionales, reptiles camuflados, cachos de mierda por un rato disfrazados de niñas simpáticas. De muchas de ellas conservo los números de teléfono, de algunas por asuntos profesionales, de otras por guardarme el recuerdo de algún restregón, por soñar con la repetición de un polvo sobre un cuerpo joven y entregado. Pequeñas manías a las que no renuncié cuando me jubilaron. Mala suerte. Durante mis excursiones nunca tomo rumbo fijo, siempre elijo un objetivo, alguien que me parezca interesante, ése 60


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es mi norte, a veces un ser tan anodino que me tendrá horas arrastrándome por lugares soporíferos hasta hacerme desertar con una frustración que me arde en las tripas. Ese tipo de individuos me empuja habitualmente a acostarme con una puta. En ocasiones sigo a alguien durante dos, tres días, otras veces le dejo marchar a los cinco minutos, desvío mi ternura hacia otra presa más prometedora y me entrego a ella o bien me dejo caer en un banco para esperarla. Puedo esperar en un banco, de madera o de piedra, durante horas, nunca me resfrío, no siento frío ni el calor me hace sudar, al acecho de otras vidas me mantengo tan insensible como cuarenta años atrás. Por lo general mis objetivos son hombres, las mujeres me cansan, son más constantes, más previsibles, más repetitivas, los hombres a menudo me sorprenden, puedo escoger a un tío con cara de ratón de biblioteca que remata su jornada en un callejón dando de hostias a un camello, a un ejecutivo llorando de risa ante un guiñol callejero para niños. A éste le conocí en un acto cultural. Le pillé a las ocho de la tarde, recorría varias veces la misma calle arriba y abajo, miraba el reloj, era evidente que esperaba a alguien o una hora determinada para entrar a algún sitio. Observé que lo miraba todo, que le gustaba mirar a la gente, los escaparates no despertaban su interés, ni los puestos en la calle, tendría que andarme con cuidado si no quería que me pescara rondándole. Vestía bien, todo de negro, no llevaba corbata, desabrochado el botón superior de la camisa, abrigo corto, pelo lacio, con greñas hasta los hombros, gafas, perilla bien recortada, no era comercial, no estaba allí para hacer negocios, tampoco esperaba la llegada de nadie, de eso ya estaba seguro pues recorría la calle de punta a punta y desde un extremo no se alcanzaba a ver el otro. Por su aspecto 61


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perfectamente se podía creer que iba al teatro, pero en tal caso bien podría estar esperando la hora de la función en la misma puerta, indudablemente su destino era un lugar donde le esperaban y no quería presentarse con antelación, por lo tanto no se trataba de la visita a un familiar o un amigo. Concluí que entraría a un lugar donde le resultaría desagradable reunirse con quien o quienes fuesen antes de tiempo. Recorrí la calle a diez metros por detrás de él, registrando sus movimientos, analizando el más ligero de los desplazamientos, escrutando las repentinas y casi imperceptibles aceleraciones, evolucionando con él y amagando, maniobrando en paralelo con sus maniobras para no dejarme engañar, para no dejar escapar sus cavilaciones, sus titubeos, sus dudas, sus tanteos, sus indecisiones. Siempre caminaba por el mismo lado de la calle, era razonable deducir que ese lado era el opuesto al lugar de su cita. Cuando iba a alcanzar un extremo, me colaba en una tienda o en un portal, esperaba un tiempo y salía, él ya marchaba en sentido contrario, miraba a las personas que pasaban a su lado, también fugazmente algún puesto ambulante, sin detenerse miró la hora y volvió ligeramente la cabeza hacia la otra acera. Ahí le trinqué. En el otro lado había un edificio viejo, un portalón, cuando se alejó crucé la calle, entré, en una pared del vestíbulo se ponía nombre al local, Centre d’Estudis Literaris de Barcelona. En la pared de enfrente, un tablón de anuncios con la nota de un evento, en catalán y en castellano, dijous 14, a les 20.30, lliurament de premis dels XXXV Certàmens de Poesia i Contes Centre d’Estudis Literaris de Barcelona. Era jueves, 14, sin duda ésta era la meta del joven, accedí a una pequeña sala de teatro y me senté al fondo, en una butaca alejada del escenario, donde no me delataba el resplandor de los focos. 62


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Cuando él entró ya había gente en la sala, muchos viejos, algunos jóvenes, unos pocos niños, al parecer se fallaba la versión infantil del concurso. Se sentó con cautela a la mitad del patio de butacas. El acto se ventiló rápido, se designó a los finalistas, mi muchacho subió dócilmente a recoger su diploma, el hecho me cogió dormitando y no capté su nombre, lo cual no tuvo más importancia que una ligera herida en mi amor propio de espía gastado. Se nombró a los ganadores, se cerró el acto y salió en seguida de allí, desechando el convite. Mejor así, más fácil para mí. Le seguí, Barcelona siempre tiene gente en sus calles, las calles son rectas y facilitan el seguimiento discreto. A los veinte minutos entró a un hotel, en la mitad de la Diagonal. Me fumé un cigarro, comprobé que tenía suficiente dinero en efectivo, después entré, pedí una habitación, subí, me di una ducha, medité durante unos minutos si me apetecía llamar a una puta, sus vocecillas gemían desde la agenda de mi teléfono móvil, abrí la ventana, a saber por qué en los hoteles la calefacción siempre está demasiado alta, encendí un cigarro y me asomé a la Diagonal, en el edificio de enfrente había luces encendidas, familias cenando en distintas habitaciones, hombres y mujeres y televisores, entre el jaleo del tráfico oí una tos, miré hacia abajo, curiosamente había balcones un piso por debajo de mí, este detalle me habría fastidiado mucho si no hubiera descubierto que quien tosía ahí abajo era él, el joven que se quedó sin premio, fumaba lúgubremente apoyado en la balaustrada de piedra, mirando al frente. Me corrieron hormigas en el estómago, una pequeña conmoción en el bajo vientre, una sensación de triunfo que no experimentaba desde niño, le tenía localizado, justo una planta por debajo de la mía. Para solemnizar la ocasión, dejé caer ceniza de mi colilla sobre su cabeza, cerré la ventana y me fui a cenar. 63


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Me levanté temprano, me busqué un cafetería estratégica, a pocos metros frente al hotel, allí tuve que esperar dos horas hasta verle salir. Lo escolté durante todo el día, me hizo feliz que aún no abandonara Barcelona, desde el móvil llamé al hotel para reservarme otra noche. No me aburrió. Se adivinaba que desconocía la ciudad, de un bolsillo del abrigo le sobresalía una pequeña revista. Me agotó, deambuló tanto que dos veces tuve calambres en las piernas, pero no quise dejar que se me escurriera, le seguí por media ciudad, le gustaban los exteriores, rara vez entraba a una tienda. Las esquinas de Gaudí, los monumentos sólo los contemplaba desde fuera, comía en terrazas aunque el día se nublaba a ratos, para descansar elegía lugares concurridos, miraba a las mujeres, sin descaro, con mucho disimulo, se detuvo ante el Museo Erótico pero no se aventuró a entrar e incluso se retiró avergonzado cuando uno de los porteros se dirigía a él. Me gustaba, era como yo, sólo que más apocado, era la sombra de un lobo estepario, a lo largo del día no hizo una llamada telefónica, ni siquiera vi que llevara móvil, tampoco anillo de casado. Era escritor y en su cara tenía pintado el fracaso, eso me lo hacía muy cercano. Al anochecer volvió al hotel. Yo subí a mi habitación, me duché y verifiqué una vez más su afición a fumar acodado en el balcón. La misma cafetería me sirvió para retomar la persecución. Buscó un restaurante para cenar, no tuvo nada fácil encontrar uno donde permitieran fumar, frente al restaurante me encontré un portalito sombrío donde esperar escondido. Cuando salió, se guardaba la revista en el bolsillo, pude distinguir que era una guía para moverse por la ciudad, miraba un plano, intentaba orientarse. Después de un par de vacilaciones, a sólo una manzana dio con el Quilombo. 64


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Nunca hubiera imaginado que escogería ese bar, no era su estilo, no era el estilo que había exhibido para mí durante veinticuatro horas, pero me alegré mucho, es más, me entusiasmé mucho. Conocía bien el bar, di por terminadas muchas noches allí antes de tirarme a una furcia, el bar era frecuentado por ellas, las jóvenes, esas que sólo un ojo experto como el mío detecta, yo conocía bien ese bar y conocía bien a sus putas. A punto estuve de unirme a la fiesta en ese mismo momento pero el estómago me recordó que no había cenado. Antes de buscar un servicio de comida rápida me asomé al Quilombo para cerciorarme de que mi amigo se instalaba allí. A través de una ventana, a espaldas de él, vi que el camarero le servía una cerveza, a su lado había dos jovencitas, probablemente dos de mis putillas. Cuando volví con la barriga llena y me senté en mi rincón favorito, encima de la escalera, desde donde podía ver cada cara, cada gesto, cada mirada, reconocí con una satisfacción inmensa a una de las chicas sentadas junto a mi amigo, era Lydia, con i griega, mi morenita Lydia, así la almacenaba en mi teléfono móvil, LYDIA MORENITA, para diferenciarla de la otra Lidia, pelirroja, con i latina, famosa en el Eixample y con veinte años más que ésta. A la amiguita rubia de Lydia no la conocía, no era puta, estaba claro, todavía no, pero con un poco de vocación y esfuerzo algún día lo sería, las imaginé a las dos desnudas en mi cama del hotel, comiéndomelas a bocaditos chicos, oyendo sus risas lozanas, retozando para contentar mi alma, hasta que me di cuenta de que llevaba un rato mirándolas embelesado, con mi bebida en la mano y una sonrisa alucinada. Torcí los ojos, sin mover ningún otro músculo, y me encontré con la cara del tipo, mantuve la sonrisa, de oreja a oreja, mirándolo a él y mirando a las niñas sin mover más que las córneas por detrás de las gafas, él se moría de risa 65


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y me hizo muy feliz. Había estado todo un día persiguiendo a ese tío, llegando a sentir que le dominaba, que yo le marcaba los pasos, y ahora, en un afortunado despiste, me pilla con cara de cretino y se descojona de mí. Le sigo sonriendo, él asiente con la cabeza mientras continúa riendo, sus ojos me responden que sí, que están buenas las niñas, son ojos inteligentes aunque en este contexto completamente inútiles, su talento tiene otro espacio, éste es el mío, sólo yo sé lo guarra que es mi morenita, él cree, no alcanza a más, que es una niñita de barrios bajos con mucho el júbilo y la alegría de vivir. Él aparta la mirada cada vez que le miro. Quiere pasarlo bien a mi costa pero sin comprometerse. Me digo voy a jugar un poco, mi pequeña Lydia no me ha visto aún, creo que no me reconocerá, se me antoja confirmarlo. Espero a que sirvan otra copa a las niñas y entretanto cortejo a mi caballerete, siente mi inspección visual y no quiere sufrirla de frente, desvía sus ojos a la pared, a los retratos, a las dos divorciadas que se le han sentado cerca. De pronto, mi morena se pone en pie, pegando voces, declamando o coreando alguna canción, siempre dirigiéndose a la rubia, dando unas sacudidas depravadas se quita una prenda, las tetas le bailan desacompasadas con el resto de su cuerpo, sé cómo son esas tetas, qué tacto retienen, qué calenturas abarcan, su dureza y maleabilidad, no podré recordar su sabor, en realidad todas estas frescas saben igual, están firmes pero manoseadas, como estatuas florentinas, no tienen aristas, frías como mármol, tiernas y gastadas. Ahora me mira Lydia cuando se inclina en la rinconera para dejar la prenda, sus ojos se cruzan con los míos, a la mitad del recorrido que los de ella hacen en busca del camarero que un segundo después pasa a mi lado, y ya confirmo, no me ha reconocido, y si lo ha hecho no dirá nada a su amiga, la rubia tiene cara de no 66


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saber todavía con quién se las gasta, ni siquiera mi morenita se lo dirá a sí misma, si es que me reconoció, las que son como esta Lydia pueden acostarse cien veces con el mismo hombre sin darse por enteradas, por renovadas, por trilladas, ignorándolo, desechándolo, olvidando su jeta en cuanto abandonan la habitación, gracias a esta habilidad dentro de diez años Lydia será una mujer respetable, bien casada, con niños, con carrera, no recordará lo putísima que fue, las caras de los hombres como yo que ya se encontrarán bajo tierra, mi sonrisa, mis lágrimas agradecidas entre sus lindas tetas. Pide mi morena al camarero dos perfecte amor, o perfecto amor, no sé si en catalán, en francés o en español, mis ojos se topan con los del capullo al que estuve acorralando todo el día para acabar en el mismo maldito sitio de siempre, le sonrío sin atenuar la intensidad de mi mirada, él me devuelve el guiño, me juzga inferior a él y por eso se me hace el cómplice. Así y todo, me sigue cayendo simpático. Pasa el camarero junto a mí, sirve las copas a las niñas, cócteles de no sé qué, líquidos morados, joder si está buena la rubia con todo lo cortadita que es y esas botazas que lleva que le tienen que rozar la entrepierna, vuelve el camarero a toda prisa, le agarro del brazo, le señalo la mesa de las niñas, yo pago las copas, le digo, el camarero va a la barra, mi amiguete me mira de reojo, yo sigo sonriendo a mis niñas hasta que vuelve el camarero, descarga su bandeja por las mesas, se agacha junto a mis niñas, les susurra, se levanta y se aleja, las niñas me miran, se miran, me miran otra vez, les sonrío, a la muy asquerosa de la Lydia ni ahora le da por reconocerme, sigue hablando a la otra como si nada, me toman por un viejo verde como tantos, mejor así, mi amigo es feliz pensando de mí lo mismo que ellas. Pasa el camarero de nuevo, Lydia lo reclama, le dice algo que no logro 67


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oír, busco la ayuda de mi compinche, no me la da, sé que él ha oído qué dijo Lydia al camarero, pero él me rehúye, mira a otro lado, han rechazado mi invitación, lo sé, de acuerdo, pero me gustaría que él me ayudara, que al menos se compadezca de mí, no lo hace y me molesta, por un momento me siento inseguro, cuando pasa junto a mí el camarero, sin mirarme, dudo, estoy a punto de detenerle, preguntarle, pero dudo, y en la duda se me escapa hacia la barra. Reclamo la mirada de ese joven, no me la da, mantengo mi sonrisa, miro a mis niñas, la rubia a veces me lanza un reojo, la otra, más consciente de mi presencia, ni me mira, habla, canta, baila sentada, reajusta en la camisa sus grandes tetas. Hasta aquí había sido un juego, pero ya de verdad se me empezaba a abrir el apetito y con mi morenita no lo tenía nada difícil. El bar se había llenado, había gente de pie, por unos momentos perdí de vista a mi amigo bebedor de cerveza, aproveché la oportunidad para sacar el móvil, su teléfono seguía en mi agenda, Lydia Morenita, como un apellido cachondo, me dieron ganas de llamarla por teléfono, sólo para verla sacar su móvil y contestarme sin saber que yo le hablaba desde unos escalones más arriba. No lo hice, guardé el móvil, junto a la mesa de mi escritorcillo estaba la Manuela, el maricón más chivato del barrio, la locaza con ínfulas, reinona de cabaret y minorista de rosas y jazmines. Mi muchachote negaba con la cabeza y suavizaba con una sonrisa su negativa. Grité por encima del bullicio, el travestón subió hasta mi mesa, tenso, me conocía y yo a él pero no lo manifestábamos, le dije dos rosas para esas dos, él bajó los escalones y de pronto se rompió todo el encanto. Tan sólo diez segundos atrás mis niñas gozaban solitas en su mesa y ahora las importunaba un tumulto de niñatos agitándose en torno a ellas y desplazándolas en sus 68


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asientos. La maricona le dio una flor a mi rubita, otra flor a una niñata extraña. Sin abrir la boca, me cagué en sus muertos, mi escritor fracasado columpiaba la cabeza para buscar mi reacción entre las cabezas de los demás, el maricón se volvió hacia mí, la rubita había dejado su rosa en la mesa, esperaba la orden de mi morenita. Tratando de aguantar la sonrisa, hice gestos al maricón para que ofreciera otra flor a mi Lydia. Así lo hizo, mi niña la aceptó, qué coño, dijo, se lo leí en los labios, en sus frescos labios infantiles, enarboló la rosa hacia mí, me la brindó, si sabré yo lo puta que es, la rubia cogió la suya e imitó el ademán, iba para puta, sin remedio, su amiga la arrastraría. El maricón no perdió ripio, se vino para mí y me pidió dieciocho euros, el muy hijo de puta pretendía cobrarme parte del polvo. Las vi reírse, a mis niñas, la niñata intrusa miraba al novio niñato, el novio me miraba a mí, la Manuela me repitió dieciocho euros las tres rosas y, cagándome en todos sus muertos, sólo abrí la boca para decirle recoge las flores y que te den por ese puto culo. No sé qué decía mientras recogía con toda su rabia homosexual, porque yo miraba a mis niñas, mis dos niñas se reían de mí, sin mirarme, y mi amiguete, más allá, sin mirarme me veía. Clavé los ojos en él, en algún momento tropezaría con ellos. Yo ya no podía sonreír, necesitaba un amigo, ya estoy viejo, ese cabrón no sabía que para mí él hoy significaba algo, un solo día de persecución me permitía conocer de él cosas que quizá ni él mismo conocía, gestos sutiles en los que nunca reparó, ritmos, algún temblor, una contracción insistente, incertidumbres, gustos en lo que se refiere a caras, tetas, culos. Le cacé la mirada y le hice una seña, le pedí ven, siéntate conmigo. Por señas se negó, me dijo que me acercara yo a él, eso no lo pude entender, no lo encajé, ¿ahora resulta que era or69


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gulloso?, le insistí, él insistió en su negativa, apartó la mirada, cuando se la volví a cazar le pedí ven, siéntate conmigo, y por señas me mandó al carajo, a freír espárragos, con una espesura de gestos enmarañados, brazos, cabeza y manos, haciéndose un lío, me exigió, a mí, que las dejara en paz, a mis niñas, me ordenó con sus manos que me largara, me echaba, a mí, del Quilombo. Y ya no me miró más, incluso volteó todo el cuerpo para darme a entender que se cerraba la comunicación. Bebo, apuro mi whisky, no puedo dejar de mirarle, estúpido escritorzuelo, pusilánime y encima insolente. A qué esos aires de suficiencia, esos ojillos teatralizados de mirada intensa que se mueven aquí y allá para obsequiarnos con su limitada inteligencia. Apuro mi whisky mirándole sólo a él, en el último trago veo que mi morenita Lydia y su amiga la rubia se visten, salen del bar. Me pongo en pie, me visto, no dejo de mirarle ni un momento, en ningún momento él me mira, fuma, bebe, ni siquiera me ve pagar, las señoritas pagaron sus copas, confirmado, ya lo sabía, él no se vuelve para verme salir del bar. Doy una vuelta a la manzana, regreso al Quilombo por una calle lateral. A través de la ventana puedo ver su cabeza desde atrás, se está quedando calvo, ahora sí mira en la dirección de la mesa que yo ocupaba, acerco mi cara al cristal, lo que veo no me sorprende, mis niñas han vuelto, las veo bailar, la primera borrachera de la rubita, mi morenita está desatada, se ha librado de un viejo verde, esta noche no va de puta sino de inocente, todos los machos las miran, mi escritorcillo también, le veo sonreír, medio perfil desde atrás, termina su cerveza, se levanta, se mete en su abrigo, sube los escalones, se dobla ante mis niñas, como en una reverencia, les dice algo, ellas le atienden, muy educadas con él, muy adultas, los ma70


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chos que las miraban observan la escena, envidiosos, creen que las está ligando, pero mi muchacho tiene más clase, o más bien es tonto del culo, les suelta lo que sea, con todo el poderío de su ingenio, para encaminarse hacia la puerta del bar y hacer mutis como un héroe anónimo. No necesito ir tras él, sé que va a refugiarse en el hotel, ha vivido emociones demasiado intensas como para continuar la juerga, como buen poeta romántico se retira a lo grande, en el momento que para él es el punto culminante de la aventura, para poder seguir soñando, para soñar con qué pudo ser, dando conscientemente la espalda a lo que podría haber sido, con o sin mi colaboración. Ya no estoy seguro de querer seguir compartiendo esa vida insignificante y sin embargo vuelvo al hotel dando algún rodeo, al fin y al cabo ya pagué la noche. En el ascensor se me ocurre que la mejor manera de ahogar tanta decepción se llama Lydia, por el pasillo me cercioro de que llevo efectivo suficiente. Sin advertirlo hasta unos instantes más tarde, abro la puerta de mi habitación sin hacer uso de la llave, con mi tarjeta de crédito, gamberradas inconscientes de viejo madero, las puertas de estos hoteles sólo sirven para cubrirse del frío si no echas el pestillo. Una vez dentro descifré el ingenioso enigma del cartelito tras la puerta, por favor, cierren la puerta desde dentro, seguro que mi vecino de la planta de abajo al entrar a su habitación dejó ir la puerta sin más, tenía toda la pinta de uno de esos que andan por el mundo confiados, un cándido convencido de que nadie va a ir a por él, ni para bien ni para mal. Qué estaría haciendo en aquellos momentos por debajo de mis pies. Miré al suelo y aposté contra mí mismo que se echaba su último cigarrito en el balcón, reprimiendo el frío, me lo aposté a la vez que cogía el móvil para llamar a mi Lydia, al mismo tiempo que me asomaba a 71


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la ventana y celebraba en silencio el éxito de mi apuesta. Ahí estaba el muy atormentado, apuntalado en la piedra de la baranda, fumando, mirando el edificio de enfrente, con mucha atención, casi sin dar caladas al pitillo, casi sin respirar, quizá temiendo romper el hechizo a la más mínima alteración: seguí la línea de su mirada, una jovencita muy joven se paseaba en pelotas en la intimidad de su cuarto, se desvistió para volverse a vestir, mi amigo tiró la colilla, tanteó en sus bolsillos, los ojos clavados en el frente, extrajo otro cigarro, lo encendió, fumó, sospeché que estaría entretenido un rato y decidí gastarle una bromita, me eché el móvil al bolsillo de la chaqueta. Bajé a su piso, ni siquiera elaboré unas palabras de excusa por si me sorprendía, forcé con la tarjeta su puerta sin ningún problema, me deslicé en la habitación casi a oscuras, sólo alumbrada por lo que de la avenida se colaba a través del balcón. La puerta del balcón estaba cerrada, él de espaldas a mí, no me oiría, de eso podía estar seguro, en la calle había mucho ruido, pegué una pequeña palmetada para comprobarlo, ni se movió. Saqué mi teléfono móvil, busqué el número de Lydia en la agenda, descolgué el teléfono de la habitación, el brillo azul del móvil me ayudó a marcar, la cité, cité a mi Lydia pensando se te acabó el cachondeíto, guarra, sepárate de tu amiguita que ahora me toca a mí, ¿noventa?, te doy ciento veinte, soy un tío generoso, y le digo el nombre del hotel, la dirección, percibo en su voz que se alegra, noche lucrativa y el hotel muy cerca, le digo di en recepción que vienes a mi habitación, le doy el número de esta habitación, la de mi amigo que resiste ahí fuera a un grado de la congelación, le digo sí, nena, ya te conozco, he estado contigo, le digo, sé que serás puntual, en dos horas exactas estarás aquí, el recepcionista está avisado. Cuelgo, marco el nueve, doy instrucciones al empleado, que 72


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deje subir a la chica sin avisarme, es una prima de Barcelona, ya me entiende. Mi amiguete ni se cosca, salgo de su habitación, subo a la mía, me echo en la cama. No tenía ningún plan genial, puedes creerme, sólo quería acostarme con la zorrita y que al día siguiente él tuviera que pagar la factura del teléfono sin enterarse de nada, quizá el recepcionista, si seguía en su puesto, le dirigiría una sonrisita, una miradita cómplice, el otro ni se enfadaría, seguro, pagaría sus cincuenta céntimos y ni un minuto después de salir del hotel llamaría al número impreso en la factura, por curiosidad, en eso es parecido a mí, se me parece en la facultad de dejarse atrapar por el juego más pueril para combatir el aburrimiento. No quise imaginar más, créeme, si ella le colgaría, si la conversación les llevaría a una cita, a un reconocimiento posterior, noche compartida en un bar de mala muerte, tú eras el héroe, tú la morenita loca, si al reconocerse se darían de hostias o acabarían follando para glorificar las grandes casualidades de la vida o mis pequeñas maldades. Me faltó poco para quedarme dormido, salté de la cama, había transcurrido una hora, me asomé a la ventana, él ya no estaba, aunque un pedazo de luz resbalaba desde su dormitorio al balcón, bien podía estar terminándose la paja antes de caer fundido, el día había sido largo, intenso, kilómetros andados, pasiones nocturnas muy fuertes para un advenedizo, ninguna luz ya en el edificio de enfrente, ahora apagaba él su luz, felices sueños, amiguito. Me senté en el borde de la cama, me pregunté por qué dije a la morenita dos horas cuando la podría haber obligado a venir corriendo, a esas horas ya estaría más que follada y yo durmiendo el sueño de los justos. ¿Por qué le dije dos horas? Empecé a asustarme, mis reacciones olvidaban toda la lógica 73


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a la que siempre estuvieron sometidas. Empujado por el nerviosismo de una broma incierta, sin planificar, ahora me veía condenado a esperar otra hora más a una niñata guarra a la que para colmo había prometido ciento veinte euros, por qué lo hice, ¿pensaba que por ese precio me consentiría compartir el polvo con mi joven compañero?, qué cojones, no tramé nada cuando la llamé, me estaba divirtiendo mucho cuando lo hice, contemplando la espalda aterida del mamón sin apenas darme cuenta de lo que decía al teléfono. Y ahora qué. Ella subiría al piso del capullo de abajo, porque para eso di su número de habitación, el capullo se asustaría al verla, ella le armaría la del dos de mayo al saberse víctima de una broma, le habían jodido la borrachera con su amiga virgen para que un capullo con cara de pimpollo le diga con lágrimas en los ojos que él no la llamó, que él nunca se ha acostado con una puta, por supuesto con todos sus respetos por la profesión, ella lo reconocería del bar, se asustaría, a las mujeres las asusta el azar, ven en la casualidad una conspiración, ven al demonio, ella vería al demonio en el carapapa de abajo, huiría, ya no querría follar, ni con él ni con nadie, y yo tenía muchas ganas, después de tanta espera quería, necesitaba tirármela, necesitaba hundir la cabeza en sus tetitas, auscultar su respiración jadeante, oír su aliento, oler su sudor de mozuela borracha, tenía que impedir que se presentara en la habitación de aquel aguafiestas, quedaba un cuarto de hora, eran las tres de la madrugada, ya no había ajetreo por estas plantas del hotel, corrí al piso de abajo, hasta su puerta, pegué una oreja, sudaba, me dio por pensar que estaban juntos en su cama, que mi Lydia había llegado con adelanto y no habían tardado en enredarse en esa cama, metí la tarjeta junto a la cerradura, un chasquido sin importancia, y me daba igual que despertara, abrí lenta74


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mente, esperé a ver en la oscuridad, la cabecera de su cama se ocultaba tras un rectángulo de pared que encerraba el cuarto de baño, vi sus pies bajo la manta, sus ropas derramadas en una silla, oí un chirrido, volví al pasillo sin reparar en que dejaba abierta la puerta. Alcancé el ascensor justo cuando se abría y ella, mi Lydia morenita, sacaba todo su cuerpo menudo de él. Me vio al instante, me reconoció, era la primera vez que me reconocía, no conté con eso, me encantó que me reconociera, me convirtió en persona, le sonreí de corazón, pero ella se asustó, retrocedió, dio un paso atrás, hacia el interior del ascensor, abrió la boca pero el miedo bloqueó el grito, desgraciadamente para ella la voz se negaba a salir de su garganta. Con las dos manos le agarré el cuello, con una pierna evité que la puerta del ascensor se cerrara. No quise apretar mucho, de verdad, quería que sus ojos se relajaran, que dejara de tenerme miedo, que el susto por la sorpresa se transformara en un reconocimiento familiar, al fin y al cabo en cinco minutos estaríamos follando. Pero no dejó de mirarme, su miedo no aflojó y tuve que seguir apretando. No recuerdo qué palabras, pero le dije cosas bonitas, tranquilizadoras, le susurré, traté de recordarle otras noches juntos, y en sus ojos sólo había miedo, cada vez más, ante ellos sólo había un viejo verde conspirador que la había acosado en un bar y ahora le hacía una encerrona en un hotel. Yo también empezaba a sentir miedo, sus ojos me causaban espanto, su mirada fija era terrorífica, débil pero terrible, parecía no caber en ella otra sensación que el puro miedo, entendí que no se le pasaría nunca, apreté, apreté su cuello hasta que los ojos se le volvieron para atrás y dejaron de mirarme, hasta que sus piernas se relajaron, incluso me pareció que sus pechos también se relajaban, se desinflaban, descendían y se 75


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hundían, quise tocarlos antes de perderlos, con la mano derecha atenazando su cuello la sostuve contra el fondo del ascensor, con la izquierda le estrujé las tetas, no puedes imaginar cuánta agonía había en mi mano, me incliné y la besé, le cerré los ojos, empujé con mi culo la puerta y la enderecé remolcándola por los sobacos. Qué podía hacer aparte de llorar en silencio abrazado a ella. La levanté en volandas hasta la habitación del escritorcillo. Me la sudaba si despertaba y me pescaba con la muerta. Le forzaría a llorar conmigo, le obligaría a hacerle el amor a mi pequeña Lydia que por su culpa ignorante había muerto en mis brazos. No despertó el muy imbécil, mi morenita pesaba poco, la cama era grande y el tío mustio dormía desamparado en un lado, en el otro lado deslicé a mi Lydia, cayó como una pluma, el tío carraspeó, volvió la espalda a mi niña, estuve a un paso de escupirle, de golpearle, de mearme en su cara, y no sé cómo me contuve, me escurrí de la habitación, subí a la mía y me pasé la noche llorando, ya sabes que no me fugué. Qué más quieres que te diga, tú ya me conoces, me habéis pillado muy pronto, como debe ser, como dijo alguien los métodos de ahora no son los de antes. Da igual, ya soy viejo, hazme un favor, dile a ese tío que no sólo yo soy culpable.

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SEGUNDO ACCÉSIT

LAS AMIGAS Carlos Álvarez Parejo

Felisa sonrió cuando la moza vestida con el mandil blanco le entregó las verduras. Las cogió y las fue metiendo en el cesto de mimbre, volviendo a sonreír una y otra vez casi avergonzada. Se dio la vuelta sin parar de redirigir la vista hacia atrás, buscando constantemente la sonrisa de esa joven que era admirada por todos los hombres de la población. Era muy guapa –no Felisa, sino la joven–. Se llamaba Cristeta. Un nombre peculiar, sexual, cómico, pero que silenciaba las risas y los alborotos en cuanto cualquiera la veía. Era una divinidad, un ángel bajado de los cielos. Se movía ágilmente con su mandil blanco y solo le faltaba que le salieran alas y un día anunciara una buena nueva para todos los presentes, ¡para el mundo entero! Felisa se recogió en un lado de la plaza, tras los puestos de verduras y frutas que ponían todos los martes. Espió pasmada el rostro de Cristeta y poco a poco fue soñando con haber sido ella. Tan hermosa, tan linda, tan divina y solicitada. Hombres 77


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y mujeres se le acercaban por igual. Las unas para comprarla y admirarla, y para rezar a Dios que las contagiara algo de esta belleza sin par; los otros para saludarla y sentirla cerca, soñar con tenerla como esposa, por dominar su cuerpo suculento y precioso bajo sus torsos masculinos. Penetrarla con fiereza o con amor, soñar con una heroicidad que alabasen con envidia el resto de los mortales de la localidad. Amigos y enemigos por igual. Felisa soñó con ser deseada así. Tan acaloradamente. Respiró hondo y dio un paso atrás, para ocultar aún más su momento de particular espionaje. Cristeta, con ese nombre que hacía honor a sus pechos, tan indomables, perfectos, que formaban dos montañas rectas en el centro del mercado, recibía a todos los clientes con una sonrisa. Dos buenas razones para que los hombres, siempre ajenos a estas compras, se pasasen por allí delante, por el centro de la plaza, nada más que para ver esas voluptuosidades de cerca y fantasear con tocarlas y chuparlas, con ser esclavos de esa mujer tan bien acabada por Dios. Algunas veces, pocas, Felisa había visto a su marido pasarse por allí, como casi todos los maridos de las demás. Le daba igual. Su marido hacía muchísimos años que le importaba más bien poco. Si acaso, la molestaba que el muy engreído llegase a soñar con Cristeta, con sus curvas fabricadas por la mejor manufactura de los cielos. Un pecado a ojos de ella. ¿Se creía ese cabrón merecedor de tan beatífico regalo? Felisa podía recordar las veces que había coincidido con su marido en el mercado. Ella caminando con las compras, él moviéndose furtivamente entre los puestos, evitando encontrarse con ella. Todas esas pocas veces que había llegado a verlo, tres o cuatro, luego, la había penetrado en casa por la noche. Posiblemente, los peores momentos del año. Ya fuese por intuición o por probabilidad, Felisa sabía que cada vez que 78


LAS AMIGAS

su marido se ponía tonto e intentaba eyacular en su interior era porque había pasado por el mercado y ultrajaba su cuerpo con los ojos cerrados fantaseando asquerosamente con estar con la joven mujer del mandil, esposa de otro. Se había casado Cristeta con Roberto, un joven hortelano que trabajaba con amor su campo. El muchacho era de pocas palabras, sencillo y humilde, pero atraía desde niño al sexo complementario debido a su pelo rubio y sus ojos azules y brillantes, cosa poco común por aquella España profunda e interior que acababa de estallar en sus propias carnes. 1936 había empezado como cualquier año: mal. Pero se desarrollaba peor aún. Corría el mes de julio cuando se había intentado derrocar al gobierno con un golpe de estado perpetrado por militares, nobles y grandes hombres de negocios. Agosto no parecía mejor. El golpe se había tornado guerra y la población, dominada por milicianos de izquierdas, estaba en mitad del camino del ejército rebelde. Cristeta y Roberto permanecían ajenos a este hecho. Al fin y al cabo, vivían modestamente, eran analfabetos, sabían poco de política y jamás se habían metido con nadie. El uno quería trabajar su huerto, la otra vender los productos de su marido y ambos deseaban amarse. Felisa ya contaba sus cincuenta años. Su casa no tenía un solo espejo porque ella pensaba que aparentaba sesenta. La vida no la había tratado bien. Eso se decía ella cada vez que se tocaba desnuda, cuando su marido estaba en el trabajo, buscando rebeldes o gobernantes según fuera el caso. Porque Felisa no tenía claro de qué lado estaba su marido, si de los unos o de los otros. Fernando era guardia civil. No por vocación, sino por necesidad. Siendo joven, sin trabajo ni esperanzas, había conseguido que lo admitieran en el cuerpo. Una manera de vi79


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vir y poder comer como otra cualquiera. Sin embargo, en este mes convulso que dejaba amenazas por todas partes, la mujer del guardia civil no tenía claro si su marido se iba a rebelar en cuanto llegase el ejército que decían venía desde Sevilla, o, por el contrario, se mantendría fiel a la República que, hasta ahora, le había dado de comer. Infló su pecho de oxígeno y elevó el cesto de mimbre que había dejado un momento en el suelo. Volvió a mirar a Cristeta, tan hermosa y eficiente, tan buena vendedora como delicada en sus gestos. La única del mercado que defendía la palabra “verdulera” con honra y la pronunciaba con orgullo. Y es que en su boca todo parecía ser mejor. Comenzó a caminar por la calle que rodeaba el palacio medieval de una familia noble que ya no existía y que habitaban otros nuevos ricos, gente que se había hecho de oro con una industria que Felisa no entendía. Se cruzó con una viuda, a la que saludó y pensó en esas ropas negras y de luto que algún día ella llevaría. Viendo los tiempos que corrían, quizás más pronto que tarde. Aunque, pensando mal, como decía el dicho, “bicho malo nunca muere”, y si había algún bicho de mala calaña, ese era el amargado de su marido, ladino y ambiguo para sobrevivir en los peores momentos; como cuando su patrulla había tenido que perseguir a unos bandidos que asaltaban los servicios de Correos por la sierra de Los Ibores. Habían muerto todos menos su marido. Y ella se lo podía imaginar corriendo, oculto o huyendo del ataque con tal de sobrevivir mientras sus compañeros morían bajo las armas enemigas. Pensó que no le sentaría mal el negro. Al cabo, ella ya vestía faldas oscuras. Largas faldas casi negras, azul marino lo llamaban, que se colocaba tan arriba que le llegaba casi 80


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hasta los pechos; esas montañas gruesas que no caían tanto como había visto en otras mujeres, quizás porque ella no había tenido hijos. Eso le había dicho una vecina comparando las cuatro piezas. Las camisas de manga larga, que usaba hasta en verano, eran las únicas prendas claras que todavía se permitía, pero hasta el cuello lo vestía oscuro, igual que los zapatos. Qué fea estaba, pensaba ella misma cada vez que pensaba en su vestimenta y su cuerpo, cada vez que se levantaba y cada vez que se acostaba. Cuando estaba sola y cuando su marido arremetía contra ella. Sobre todo esto, cuando su marido, Fernando, le decía cosas tan feas e hirientes, tan insultantes y tan faltas de amor. Era un mal bicho. Sí, definitivamente, era un mal bicho. Se paró frente a un escaparate lleno de cosas que no se podía permitir y observó disimuladamente su figura. Cuando Fernando muriese, vestiría completamente de oscuro, de negro de luto. Le sentaría tan bien o tan mal como ahora. No cambiaría nada. Bueno, sí, cambiaría su ingrata presencia, sus insultos y sus desprecios, ya no habría nada de eso. Por eso, quizás, anhelaba vestirse de una vez de negro, para no ser maltratada y para no tener que soportar el peso insoportable de su marido sobre su cuerpo ya viejo y deteriorado. Dejó el escaparate atrás, después de descubrir la mirada despectiva de una mujer de su edad excesivamente bien vestida. La conocía de su infancia. Vidas que empezaron igual, vidas que acabaron distintas. Una rica, otra pobre. Ya no se saludaban. Felisa sintió pena. Entre los que se conocían de siempre no pasaba nada, había un respeto especial, no escrito, como si fueran hermanos, aunque ni se hablasen, si acaso se insultaban a la cara o a las espaldas, pero los radicales socialistas que enviaban desde Madrid acabarían con gente apo81


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derada como esta: si tenían suerte, los detendrían, pero si no, los matarían en los muros del cementerio o en cunetas de la carretera que iba hacia el sur, para que el ejército enemigo se los encontrase y perdiese la compostura. Pensó en la gente joven, como Roberto y Cristeta, tan guapos, neutrales y con toda una vida llena de amor por delante, y sintió una punzada de miedo, muy penetrante, al pasar por su cabeza la idea de que les harían daño. El muchacho no molestaba a nadie, pero lo tenía todo. Era un rico entre pobres. No envidiarían su falta de comodidades, pero alguien querría su pequeña parcela de terreno o poseer el gran cuerpo de su mujer. Eran, pensando mal, dejando de creer en el ser humano, inocentes condenados si algún mediocre les tenía ojeriza. Pero Felisa ya no creía en el ser humano. Había dejado de creer hacía mucho tiempo. Su vida llena de vacío, falta de sustancia, ocupada por las rutinas y la cotidianidad, pero ausente de toda emoción, de caricias y de miradas que la hicieran sentir y temblar; como cuando era niña, o joven. Porque para Felisa tener menos de cuarenta era aún ser niña. La población estaba llena de ellas, de niñas; de jóvenes que tiraban su vida, de la misma forma que había hecho ella: casándose con un estúpido, casándose con una sociedad, con una manera de vivir en la que creyó, pero en la que dejó de creer, como había dejado de creer en las personas, en sus actos faltos de bondad, en sus celos que solo generaban mal. Caminó por las calles sucias, llenas de cacas de perros que vivían al aire libre, sueltos, hasta que ellos mismos se recogían en las casas de sus amos. Sorteó escupitajos de obreros y campesinos y se cruzó con una patrulla de milicianos armados con escopetas e instrumentos de campo. Sonrió sin maldad, atónita. No se creía muy lista, pero tampoco era tonta. No ha82


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cía falta ser mujer de guardia civil para saber de armas. No se podía combatir contra soldados profesionales, contra legionarios, la élite militar, con escopetas mal cargadas y peor disparadas, y menos con palas y azadas. Cuando llegó a casa, el sol estaba en lo más alto, anunciando que sería un día caluroso. Era de esperar, el verano solía ser duro año tras año. Había que aceptar que tener inviernos suaves y otoños y primaveras espléndidas tenía que tener algún peaje. No todo podía ser bueno. Bastante que este año en concreto no estaba siendo especialmente fuerte. Julio, lleno de incertidumbre, anuncios de batalla y desapariciones de vecinos por los que nadie preguntaba, se había mostrado clemente con la población. Agosto, al principio, también. No obstante, ahora comenzaba a recordar que el sol merecía su respeto y las temperaturas estaban subiendo al mismo ritmo que lo hacía el ejército que dirigía el coronel Yagüe por orden del general Franco. Felisa se introdujo por el pasillo ancho que tenía aberturas a un lado y caminó hasta el salón diminuto en el que era fácil encontrar calor en invierno, a los pies de un brasero, uno de los pocos placeres que todavía se permitía Felisa, aunque fuese en mala compañía. Dejó la cesta en la cocina y se dio la vuelta para volver sobre sus pasos hasta la entrada de la vivienda. Observó el horizonte. El río Guadiana descendía hacia el oeste, hacia el mismo lugar por el cual se ponía misteriosamente el sol. Felisa se imaginó viviendo allí, donde el astro desaparecía y se preguntó con simpleza cómo sería ese sitio. ¿Hermoso? ¿Verde? ¿Marrón? ¿Animado? Seguramente distinto. Si no, para qué soñar… Colocó los alimentos, los lavó y cocinó. Comió con su marido, intentando evitar su mirada agresiva, la hostilidad que le causaba su frustrada vida y se cuestionó –como tantas otras ve83


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ces– quién de los dos había hecho infeliz al otro. Se echó parte de la culpa. Puede que ella tuviera algo que ver en esa infelicidad constante que gobernaba la inquina adquirida de Fernando. Dos o tres palabras de desprecio y borró la culpabilidad de su mente. No se creía merecedora de tanto odio acumulado, tanta rabia absorbida, tanto rencor ajeno. Siempre había cumplido su parte. Había cocinado, limpiado, abrazado y abierto de piernas cuando había hecho falta. Solo se le podía echar en cara no haber dado a luz a un hijo. Los primeros años creyó que Dios la castigaba por pecados de la infancia, por haber tocado miembros masculinos erectos antes que el de Fernando. Dios no la concebía como un árbol digno de crear fruto. Así se lo había hecho saber el cura de la parroquia de El Calvario. Su inocencia de juventud, su falta de experiencia con los hombres, su sentido de la culpabilidad, aprendido durante años de machaque por parte de sus padres y de otras personas de su entorno, habían provocado que confesara ante el cura que la presionaba cada una de las cosas “malas” que había hecho los años antes de casarse. Al principio, le había costado hablar de ello, pero el cura Francisco era realmente perspicaz y sabía cómo hacerte confesar. Le había contado la noche que estando en el huerto de su tío, el hermano de su madre, con apenas trece años cumplidos, este la había abrazado demasiadas veces y la había acabado manoseando por todas partes. Además, tras la presión del cura, Felisa había contado también cómo su tío se sacó el miembro y le hizo tocárselo hasta temblar y correrse. Ella había corrido hasta su casa a toda prisa, confundida y pensando que había hecho algo mal. Dos años después, había sido un amigo del barrio quien, con la excusa de acompañarla a casa para que no fuera sola, 84


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la había arrinconado en el callejón y la había abrazado fuertemente. Había tocado su entrepierna y había introducido su mano por debajo de la falda. Ella, ante el cura, años después, no supo decir si esa experiencia le había gustado. Por un lado, se había sentido mal, culpable, ultrajada, pero, por otro, había disfrutado del placer de una mano rival. Aquel muchacho también sacó su pene erecto, tieso y duro como una piedra, y Felisa pudo observarlo y tocarlo a la luz del día. Se sintió obligada a menearlo, como le había enseñado y exigido su tío dos años antes, y el muchacho acabó de la misma manera que el hermano de su madre, soltando su líquido pastoso y blanco, transparente en cuanto caía contra el suelo o la pared. Su tercera vez y última fue casi voluntaria, espontánea. Tenía ya dieciocho años y un novio que la rondaba. Entró una vez en casa con él y sus padres no estaban. Felisa no recordaba ya cómo surgió la situación, pero sabía que ella quiso. Fue la primera vez que realmente quiso y no sintió miedo. Hicieron de todo. Así se lo contó al cura. Los tocamientos, los roces, los besos apasionados, las manos de su novio en su vagina, su boca recorriendo sus muslos, el pene poderoso de él en la boca de ella, metiéndose hasta dentro, paseándose por sus mofletes inexpertos. Esa vez, sí que disfrutó plenamente, aunque después se sintió culpable y le dijo a su novio que no podían hacerlo más hasta casarse. Dejaron de ser novios. Cuatro años después llegó Fernando. Se casaron y lo pudo hacer sin sentirse culpable; y si se sentía culpable era por lo que había hecho antes con otros, pero no con él, porque a ojos de Dios estaban casados. Pero su marido era aburrido, no como aquel novio que la tuvo entre sus piernas, y Dios no le dio hijos, por eso Felisa empezó a creer que era culpa de su pasado, y por eso Felisa se lo confesó al cura, una y otra vez, 85


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siempre que este exigía que se lo contase de nuevo, y solo dejó de contárselo cuando descubrió que el cura Francisco se masturbaba alegremente con sus relatos. Entonces, decidió cambiar de parroquia, para no tener que contárselo más ni enfrentarse a sus miradas llenas de culpabilidad, lascivia y resentimiento. Este cura, el desinterés de su marido, su crueldad creciente con el tiempo y otros actos pequeños, pero simbólicos, de personas a las que apreciaba, fueron los que hicieron que Felisa perdiera la fe en el ser humano y que empezara a decirse a sí misma que no era culpable de nada. Dejó pasar las horas de la tarde. Salió al exterior y se sentó en una silla cuando el sol comenzó a caer y su rabia dejó de molestar. Medio vecindario hacía lo mismo. Miraban y dejaban el tiempo pasar. Saludaban a los conocidos que pasaban lentamente, como el tiempo. Su marido estaría ya en los bares, como cada día, bebiendo unos vinos junto a otros compañeros de la Guardia Civil. La diferencia con respecto a otros días sería la falta de humor, las miradas suspicaces en busca de culpables, los “yo opino esto, qué opinas tú”, la desconfianza, el tanteo silencioso de “con qué bando quieres estar”. Felisa se alegraba de no estar allí, en ese ambiente superviviente donde no sería capaz de sobrevivir. Su marido, en cambio, sí. Sería el más listo de todos, el último en dar su opinión; y no se casaría con nadie. Se mantendría con esa mentalidad ambigua que hacía pensar a todos que era un buen tipo, que era amigo de todos, enemigo de los otros, alguien en quien se podía confiar, aunque solo fuera por su falta de personalidad y silencio. Pero a ella no podía engañarla. Ya lo conocía demasiado. Sabía qué clase de mala persona era. Quedarse viuda es lo que más deseaba. 86


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Tras ir tomando y barriendo todos los pueblos que había por el camino, el ejército comandado por Juan Yagüe llegó a las puertas de la población. El Guadiana quedó en medio del tiroteo, como el hermoso puente romano que lo cruzaba. Los milicianos, soldados y guardias de asalto disparaban desde su orilla; los legionarios, regulares, carlistas y falangistas desde la otra. La guardia civil no se sabía dónde estaba, si en un lado o si en el otro. La sangre fue tiñendo las aguas embarradas del río. Felisa, desde su casa, ausente su marido –solo Dios sabía dónde estaba–, escuchaba las balas y los bombardeos. Oía los aviones pasar por encima y después el estruendo de sus vómitos, bombas tiradas con desprecio. Sentada en un sillón viejo del salón estrecho, sola, con el brasero apagado –su mejor compañero de invierno–, se mecía suavemente, sin apenas fuerza. No tenía miedo. Al menos no mucho. Sus pensamientos no estaban puestos en salvar la vida, ya pasada, sin tiempo para rectificar, ni en Fernando, al que temía volvería a ver, demonio insaciable e invencible, sino en la pareja tan linda que formaban Roberto y Cristeta, ambos inocentes de esta guerra. Rezaba para que Roberto continuase cultivando lechugas y tomates, cebollas y remolacha, y otras verduras más. Rezaba también para que Cristeta prosiguiera endulzando la vida de otras mujeres y alegrase el día a los hombres vendiendo los alimentos que cultivaba su marido. Le pedía a Dios que salvase esas dos vidas, que las dejase igual, tal y como eran antes de la batalla: con su felicidad, sus buenas maneras, sus sonrisas, sus miradas apasionadas, sus encogimientos de hombros, sus silencios… Esos únicos detalles que la animaban a seguir viviendo. Todas esas cosas que enamoraban a Felisa y abrían una grieta por la que se colaba una mínima alegría de vivir. 87


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Mientras mecía el sillón, oyendo los disparos apagándose de fondo, intuyendo que un bando ya sabía de su perdición, Felisa se imaginaba a Cristeta en su casa, abrazada a su respetuoso marido. Podía casi tocar su mirada llena de miedo, brillante, húmeda, sabiendo que estas bombas y disparos podían arrebatárselo todo. Su vida. Su alma gemela. Su felicidad. Sus pequeños detalles personales, sus rutinas insignificantes, tan queridas. Esa maravillosa vida que Felisa no había tenido. Pero no sentía celos ni envidia, solo podía sentir amor. Los fusilamientos comenzaron enseguida, nada más terminar los combates. Los guardias civiles, los que no habían huido por la carretera de Madrid, salieron de sus madrigueras, su marido el último –a saber dónde estaba– y empezaron a detener a ciudadanos y a señalar con el dedo al que hiciera falta. Felisa no salía de casa. Ya estaba todo escrito. Se llevaban a los prisioneros al cementerio y allí les pegaban un tiro en el muro sur. Allí mismo los enterraban en fosas comunes. Fernando, el hombre que había pasado unos treinta años junto a ella, seguramente, participaría como el que más. Seguiría alimentando su alma de maldad y perversas acciones. Luego, las descargaría en casa, con ella. Un mal comentario y le caería una bofetada, puede que una patada, puede que nada. En el fondo, no eran los golpes físicos los que más dolor le habían causado. Habían sido pocos y ya estaban lejanos. Fernando no era de pegar. Sabía que así le hacía poco daño. Cuando era joven quizás, ya no. Su marido prefería otras maneras: gritos, menosprecios, aislamiento, soledad, silencios. De hecho, hubo una época en la que estuvo tres años sin dirigirle la palabra, hasta que debió de darse cuenta de que Felisa se acostumbraba; entonces volvieron los gritos y las humillaciones verbales. 88


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Días después, tomada también otras poblaciones vecinas, Fernando volvió a casa con las manos manchadas de sangre. Su gesto era serio, pero fue desfigurándose a lo largo del día en una sonrisa macabra. Se aseó. Comió de lo que preparó su esposa. Bebió el vino que tenía guardado bajo llave solo para él. Fumó tabaco frente al brasero apagado, sentado en su sillón, el que había decidido que era su sitio, el que prohibía a su mujer ocupar. Pasaron los días y la nueva normalidad fue recuperándose. El comportamiento de la gente volvió a ser igual, solo que faltando algunos, gobernando otros, poniendo nuevas normas estos últimos. Su marido desaparecía todo el día, más de lo normal, y muchas noches. Llegó el día en el cual se acabaron los alimentos en casa y, tras una queja de su marido, Felisa, con poca gana, salió a comprar. El mercado no era el mismo, faltaban más de la mitad de los puestos, y, especialmente, el más importante, el más visitado, el de Cristeta. La joven ya no lucía su mandil blanco, impoluto, ya no regalaba sus sonrisas a sus compradoras, ya no contestaba con ingenio ni reía las bromas de los hombres. El mercado había perdido su gracia, su esencia, lo más bonito que tenía. Ya nadie sonreía. Felisa se conformó con comprar a otros vendedores. Se acostumbró, con el paso de los días, a adquirir otros productos. Cocinó recetas distintas que su marido despreció, como otras tantas veces. Pero Felisa ya no podía cocinar igual. Tenía miedo, miedo de que le hubiera pasado algo malo a la verdulera de ojos lindos y alegría infinita, miedo de perder lo único que la hacía sonreír en esta vida perdida. Tardó dos meses en volver a ver a Cristeta. Estaba ajada, marchita, excesivamente delgada y entristecida. Sus ojos se veían rotos, destrozados por feas imágenes que permanecían 89


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grabadas, su pelo descuidado, encanecido. Felisa sintió deseos de llorar nada más contemplarla y supuso cuál era el motivo de tan llamativa y horrible desgracia. Corrió hacia su casa, cerró la puerta y se encerró en su habitación. Arrodillada como una niña enrabietada a la que han reñido, se echó a llorar, sintiéndose frágil, desprotegida. Cuántas veces había soñado con ser Cristeta, con vivir su felicidad. Cuántas veces había fantaseado con las manos ásperas y gruesas de Roberto paseándose por su cuerpo desnudo, su cuerpo joven, no el que tenía ahora. Cuántas veces había sentido que era parte de esa pareja tan hermosa y feliz, tan distinta, tan adorable y cuántas veces los había defendido ante envidiosos. Cuántas veces había sentido que no había nada mejor en este mundo que el amor que se profesaban el uno al otro: él trabajando tanto, pensando en sus verduras y en su mujer, ella expulsando a todos con soltura de sus faldas, deseando llegar a casa para estar con él. Ya no existía ese amor, todo lo que valía la pena estaba roto. Felisa no se pudo contener y, aguantando las lágrimas, se decidió a descubrir la verdad. Ver si de verdad faltaba ese hombre que había hecho tan feliz a su mujer. Corrió poseída hacia el huerto de Roberto de la misma forma que había escapado de la verdad corriendo hacia su casa. Cuando llegó, descubrió que el terreno estaba descuidado. Otra señal dolorosa más. Preguntó a varios que pasaron por allí si sabían dónde vivía el muchacho que trabajaba esa tierra. “Hace tiempo que ya no está. Desapareció. Ya sabe”. Sin embargo, Felisa no quiso asumir la realidad aún, no quería creérsela, necesitaba verlo con sus propios ojos y fue hasta la dirección que le indicó un vecino. Se quedó mirando la puerta de la vivienda sin atreverse a entrar. Llamó después de una hora, tras dudar mil veces entre 90


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irse o llamar. Tuvo que insistir. Esperar. Al final, Cristeta abrió. Felisa se llevó las manos a la cara de puro terror. De cerca, todavía se la veía más demacrada que en la distancia. Quiso decir: “Con lo guapa que eras, lo feliz que me hacías, ¿qué te ha pasado?” y se respondía en su imaginación con un “Me han matado a mi marido. Se han llevado mi sueño, a mi ángel”. Pero no dijo nada. Se las apañó para entrar; para dar consuelo pobre a esa muchacha divina que alguien había decidido hacer caer del cielo y convertir en triste mundana. Esa noche durmió en su casa. No podía dejarla sola. No se molestó en volver del todo. Compraba en el mercado, hacía la comida a su marido, se la dejaba en la cocina para que él mismo se sirviera, luego hacía la comida para ella y para Cristeta y se quedaba con ella toda la tarde. Juntas. En silencio. Hablando a veces. Durmiendo muchas veces en su casa. La joven fue recuperando algo de seso y algo de vitalidad, pero no perdía las frases sueltas del tipo “Me quiero morir”. Su amor estaba roto, su confianza en el mundo también. Fue aclarando algunas verdades. “Se lo llevaron los malos. Se lo llevó la guardia civil”. A Felisa le dolían sus palabras tanto como a ella. Lloraban juntas. Vivían el mismo calvario. Felisa procuraba no encontrarse con Fernando en casa. Su humor se había agravado con sus ausencias todavía más. También con los días de postguerra, pues, aunque seguía la guerra en Madrid y en otros frentes, por allí se había ido con la misma rapidez que pasó; desajustándolo todo, cambiando las cosas, dejando las rutinas igual, confundiendo a la gente, provocando lágrimas, pero yéndose rápido, como si tuviera que dar cuentas. Un día la golpeó. Fue un bofetón traidor, sin venir a cuento. Él estaba borracho, ella lúcida, recién llegada a casa. Él la 91


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acusó de puta y otras cosas más. Ella no lloró, se limitó a dejar de creer en Dios. Cómo podía ser que su marido viviera, si lo había matado en sueños un millón de veces y más, y, en cambio, Roberto, al que Cristeta continuaba amando, se hubiera ido… llevado por las balas, ajusticiado por nada. No había Dios en esta tierra. La noticia corrió como la pólvora había corrido en la batalla. La verdulera del mandil blanco se había tirado del puente romano al río. Su cabeza había golpeado en un pilar y su cuerpo había caído al agua, que la había arrastrado cientos de metros hasta que un pastor la había encontrado. Felisa no necesitó ver el cadáver. No quedaría nada de ese amor ni de esa hermosura olvidada que tanta fama le había dado en la población. Con el corazón roto, se encerró en su casa. Su marido la encontró llorando en la habitación. Se rio de ella. Se burló. Pero ni así podía hacerla daño. Ya hacía tiempo que no. Ese día, Felisa no preparó la comida, ni la cena. Tampoco al día siguiente. Ni al otro. Lo único que hizo aquellos días –y para lo único que salió– fue para encargarse del entierro de la muchacha. Más de una semana pasó hasta que su marido, enojado, la amenazó con darle una paliza si no volvía a cocinar. Como la mujer no reaccionó, entonces la amenazó con echarla de casa y dejarla en la calle como a un perro. Ella cocinó. Después, se marchó a casa de Cristeta y Roberto y se encerró a llorar allí. No quedaba nada, y eso que tenían poco. Pero ladrones o vecinos habían arramplado con los recuerdos. Tardó dos días en salir de la casa. Cuando volvió a la suya, su marido la gritó y la amenazó. Ella se mantuvo firme, con la mirada sería y distante, orgullosa, sabiendo que ese cabrón no le podía hacer daño ya de ninguna manera. Y si la echaba 92


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de casa, pues que la echase. Prefería morir en la calle que vivir con él. Nada quedaba ya de su poca ilusión, de las sonrisas de Cristeta que tanto había buscado, de las fantasías con Roberto, de los resquicios de fe en el hombre o en Dios que había mantenido ligeramente vivos. Ya no quedaba nada de amor. “¿Lloras por esa puta verdulera? ¿Esa que tanto has ido a visitar? ¿La que se tiró por el puente? ¿Esa que está muerta?”. Cada una de sus palabras fueron expulsadas con rencor y odio, con malignidad. La sola mención de su persona en boca de tan perverso demonio produjo daño en el corazón roto de Felisa. Su marido sabía más de lo que parecía. No había caído en ello. Esa serpiente venenosa siempre fue un paso por delante. Por eso ella era infeliz, porque no podía combatir contra él. “Menuda buscona. Par de traidores. Pues yo maté a su marido. ¿Qué te parece? Al tonto ese rubio que trabajaba el huerto. Y la muy zorra ya podía haberme dado las gracias de alguna forma por librarla de ese zopenco analfabeto. Esa sí que estaba para comérsela. No como tú, que estás ya vieja y fea”. Sus insultos poco podían hacer. Apenas sonaban en los oídos acostumbrados de Felisa; pero las otras cosas, los hechos, la verdad oculta, esa sí que le hacía daño. Se quedó de piedra. Su marido siguió diciendo cosas, estupideces. Pero ya nada le importaba, nada tenía sentido. En parte, era culpa suya: había permitido la existencia de ese demonio llamado Fernando, ese hombre frustrado y cobarde que iba rompiendo alegrías y vidas felices, mejores que las suyas. Había mirado para otro lado, sufrido en sus carnes, había callado. Era de noche cuando cogió la pistola de Fernando. Llevaba durmiendo horas, escondido en sueños retorcidos que solo podía alcanzar borracho. La conciencia solía ser superior a su cansancio. Felisa no le dedicó miradas que pudieran debilitar93


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la. Simplemente, acercó la pistola a la sien del hombre que la había acompañado demasiados años y disparó cuando estaba segura de que era imposible fallar. Sus sesos se esparcieron por la cama y el dormitorio. No importaba, no lo pensaba limpiar. Salió de su casa con la pistola en la mano. Quería pegarse un tiro, abandonar este mundo en el que no creía desde hacía tiempo y en el que ya no encontraba un gancho al que aferrarse. Pero no quería morir junto a Fernando. Lo odiaba. Llegó hasta el cementerio veinte minutos después, mientras la guardia civil llegaba a su casa y se espantaba ante el crimen. Reventó el candado de la verja de un disparo y se adentró entre las tumbas. Lamentó que Roberto estuviese enterrado en una fosa común, en otra parte. Al menos, sabía dónde estaba enterrada Cristeta, su última amiga. Cuando halló la tumba, pidió perdón, unas cuantas verduras y sonrió, intentando devolverle a la joven del mandil en su definitiva sonrisa toda la felicidad que ella le había ofrecido desde su puesto de verdulera. Se pegó un tiro y se mató. Su cuerpo cayó sobre la tumba, abrazándola.

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2017


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