Almagro
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SAN BARTOLOMÉ
Bajo la Cama Mi hermana y yo éramos las hijas de los vecinos del 6º. Teníamos unos diez años, quizá doce, alguna de las dos. En el 5º centro, vivían don Manuel y doña Pilar, dos personas mayores que procedían de Extremadura. Poseían tierras y, sobre todo, yo oía hablar de un cortijo en el que los guarros de pata negra campaban por sus respetos. En el historial de la familia consta que don Manuel era catedrático de Matemáticas en Madrid. Teniendo en cuenta estas circunstancias no llego a entender por qué las averías que producían en aquella casa tenían que ser solucionadas por alguno de los miembros de mi familia, compuesta sobre todo por niños de corta edad.
Del interior del horno sacamos una sartencilla que parecía tener un poco de aceite en el fondo. A estas alturas no es necesario decir que la bombilla que colgaba del techo de la cocina era tan pequeña y alumbraba tan poco que no nos permitía aclararnos con lo que estábamos haciendo. Todo estaba en la misma línea de tacañería. Cuando el huevo batido cayó sobre la sartén, no nos dio un infarto porque estos ataques al corazón no le suelen dar a niños de diez años. La sartén tenía todo el fondo tamizado con una harina requemada que, seguramente, procedía de alguna fritura de pescado. El aspecto que tomó la “omelet” no podía ser peor. Negra e impresentable.
En caso de enfermedad también nos tocaba actuar como cuidadoras de pacotilla, en aquella familia. En la ocasión que relato, doña Pilar estaba postrada en el lecho con alguna dolencia. Su marido don Manuel, llamó a mi madre quien, hábilmente, nos pasó la pelota a mi hermana y a mí. Nosotras no pudimos seguir pasando la bola, pues lo único que quedaba, por debajo de nosotras, era un niño de cinco años que estaba exento de todas las tareas.
A mí hermana se le ocurrió subir a mi casa a buscar un huevo para repetir la operación en una sartén limpia y así no tendríamos que pedirle a don Manuel que de nuevo descerrajara el armario. No queríamos dejar al descubierto nuestra falta de preparación.
Ante la urgente llamada, este equipo formado por dos pitufas se puso en marcha.
¡Esta vez sí! La cena tenía un aspecto inmejorable. Después de servir a nuestra postrada vecina aquel alimento, nos asaltó una nueva preocupación. ¿Qué haríamos con la renegrida tortilla? Tirarla a la basura nos parecía un riesgo, pues don Manuel podía descubrirla. Comérnosla para hacer
Una vez en casa de la vecina, recibimos instrucciones. Había que hacer la cena para aquella enferma tan desvalida, que por lo que se ve, tenía un marido completamente inútil. Nos fue hecho el pedido del menú. La doña quería una tortilla francesa. En aquella casa todo estaba bajo llave.
A hurtadillas, salió de la casa la mayor de las niñas y nada tardó en volver con el huevo que acabaría con aquella situación tan embarazosa.
desaparecer el cuerpo del delito, era imposible. Nuevamente mi hermana, que era la mayor y cabeza pensante, tuvo una idea. Envolvió en un papel de estraza la tortilla y se la guardó debajo del jersey, sujeta con la cinturilla de la falda. Fuimos a despedirnos de la enferma, deseosas de reanudad nuestros juegos infantiles y al inclinarse para dar un beso a doña Pilar, mi fratella sintió como la tortilla se partía y como al incorporare caía a sus pies, mostrando su aspecto cada vez más desagradable. En ese momento la reacción fue impulsiva. De una patada la diminuta cuidadora, mando aquel aborto de cena hasta el fondo, por debajo de la cama. Aquí terminó nuestra aventura. Nos volvimos a nuestra casa, posiblemente para terminar de hacer los deberes que teníamos que entregar en el cole al día siguiente. Algunas veces, pasado el tiempo, hemos pensado en lo que le pasaría por la cabeza, a la persona que se encontró el renegrido resto alimenticio en tan impropio lugar. Luz Artesana Colectivo Rita Lambert
Don Manuel abrió un armario después de desbloquear la cerradura y sacó un huevo. A continuación, volvió a cenar la alacena a cal y canto.
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Del 23 al 28 de agosto • Almagro