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Por Lauren Risueño y Chema Sánchez

LA “ACEÑA” QUE SE NOS FUE. UN LUGAR ENSOÑADOR QUE SE COMIÓ EL PROGRESO

Lauren Risueño y Chema Sánchez

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Casi imposible explicar a un niño de Ciudad Rodrigo, a un joven mirobrigense lo que significó La Aceña para los chicos y mayores de hace medio siglo. Se trataba de un lugar de esparcimiento y de encuentro en el que se conjugaba lo íntimo y lo familiar, en donde se mitigaban los rigores del verano disfrutando de unas aguas cristalinas, de la pradera natural siempre verde y de una arboleda que proporcionaba un frescor relajante. Allí nació “Mi río y mi amor”, el poema que hemos cantado siempre emocionados y que trasmite en buena medida lo que significó aquel lugar bendito de la ribera del Águeda.

Compartían con nosotros la orilla del río jóvenes que se situaban en una yerbera próxima al molino. Más adelante y paralelo a la isla recordamos las familias de Winter, Gudinho, Ángel de Miguel, el grupo de amigos de Nacho Domínguez, Tity, Mariano Vegas, Juan Machado, etc. Los del Pozo Airón se situaban al otro lado del río y se movían como pez en el agua, y nunca mejor dicho, con su barca. También en este lugar disfrutaba de su barca Sela Bellido. Y Nena con una piragua era una novedad en aquellos tiempos. En La Isla, inolvidable la presencia de Chiqui, Tito, Marcos y Luis con sus respectivas novias.

Hemos vuelto por aquel lugar en el que tanto habíamos disfrutado y una sensación de desazón nos ha invadido al resultarnos del todo irreconocible.

Ha desaparecido el molino de Marino y el brazo del río que lo alimentaba. La pesquera rota, habla de abandono y dejaba la corriente muy vada. Para colmo, la zona donde los jóvenes disfrutábamos el sol y formábamos nuestras tertulias, jugábamos a las cartas y cantábamos al son de la guitarra de Casillas, estaba plantada de maíz hasta la misma orilla.

El paisaje deprimente nos llenó de tristeza. La evolución y el progreso habían cercenado nuestra memoria, en forma de una autovía que produjo estos efectos devastadores en esta parte del río.

El paisaje deprimente nos llenó de tristeza. La evolución y el progreso habían cercenado nuestra memoria, en forma de una autovía que produjo estos efectos devastadores en esta parte del río. ¿No había otra opción? Está visto que en muchas ocasiones la globalidad y los tiempos modernos no entienden de sensibilidades.

Es cierto que el transcurso del tiempo magnifica en muchas ocasiones las vivencias de nuestra niñez y de nuestra juventud. En alguna de nuestra vuelta al pasado, a través de la evocación de los recuerdos, ha salido este escenario singular, de profundo significado para los jóvenes de los años 50, 60 y 70. Hablamos, como ya hemos dicho, de La Aceña, el espacio de baño y recreo, a la vera del molino de Marino, que en verano se convertía en la playa de Ciudad Rodrigo para los que no teníamos “posibles” para ir a Figueira da Foz. A ella se podía llegar a través de la prolongación del entonces camino de Los Cañitos –actualmente convertido en avenida- o desde la carretera de La Caridad desviándote poco antes de La Puentecilla.

En aquellos años de nuestra juventud los componentes del Club Fantasma disfrutábamos de aquella impresionante piscina natural, al igual que los mirobrigenses de todas las edades. Sin embargo teníamos un privilegio: éramos los patrones de la Reina del Águeda, una barcaza de cinco metros de largo y dos de ancho que se movía a golpe de los cuatro remos, que manejábamos los jóvenes marineros, que nos sentíamos más capitanes piratas que remeros.

La Reina del Águeda no era nuestra, pertenecía a los Crescencios, peña o grupo de amigos que eran más de merienda y porrón que de río y baño. Manolo Winter, hijo del protésico dentista Eugenio Alonso, era el encargado de la barca y el que tenía la llave del candado. Nosotros con la Reina del Águeda en la Aceña disfrutábamos más que un jeque árabe con su yate en Puerto Banús. En aquellos años de nuestra juventud los componentes del Club Fantasma disfrutábamos de aquella impresionante piscina natural, al igual que los mirobrigenses de todas las edades. Sin embargo teníamos un privilegio: éramos los patrones de la Reina del Águeda.

Incluso tenemos que confesar que nuestro transatlántico nos permitía ligar, ya que a las chicas le encantaba subir río arriba, por uno de los brazos de La Isla, hasta casi el Vado o el Pinalito.

Pero la Aceña, el río, era mucho más que un baño o un paseo en barca. Formaba parte de nuestra vida de vacaciones y era uno de los ejes de nuestro devenir del verano. Además del baño vespertino de cada tarde, formaba parte del ritual de cada domingo o de cada día festivo. Los sábados o víspera de festivo nos reuníamos para montar la estrategia culinaria y la intendencia del día siguiente. A cada uno se le asignaba la correspondiente papeleta con su aportación de víveres y todos contribuíamos con nuestra cuota para las bebidas. ¡Bueno! esto es un eufemismo ya que lo que llevábamos en realidad era un cántaro de vino tinto, que enfriábamos con una toalla mojada en el agua del río. Añadíamos un par de gaseosas, por las chicas.

El menú tenía como plato fijo una paella, plato en el que nos habíamos convertido en auténticos expertos. Se trataba de una paella abundante y generosa, ya que contábamos siempre con los gorrones y arrimados que podían llegar y que nunca faltaban. Es curioso pero a pesar de que siempre acabábamos juntos los chicos y las chicas, éstas nunca se acercaban a la lumbre de campo, a la paellera y a los preparativos previos al guiso. Decían que confiaban en nuestra experiencia y que preferían tomar el sol. A veces antes de la paella caían unas tiras de panceta, costilla o algún choricito asado en las brasas de la lumbre campera. Los jaramugos o sardas han desaparecido prácticamente del Águeda aunque hace unos años eran miles los que se veían en cuanto se llegaba a la orilla. Algunas especies autóctonas han desaparecido de nuestro habitat como consecuencia de la aparición de especies depredadoras e invasivas.

LOS JARAMUGOS

Una de las distracciones que teníamos en La Aceña era la pesca de jaramugos y bogas que abundaban en el Águeda y que capturábamos con un simple anzuelo, un sedal y bolitas de masilla hechas con miga de pan. En algunas ocasiones llevábamos como cebo lombrices que cogíamos en el desagüe del Caño del Moro o gusarapines que buscábamos debajo de las piedras de la corriente que formaban las chorreras de la pesquera del molino.

Los jaramugos o sardas han desaparecido prácticamente del Águeda aunque hace unos años eran miles los que se veían en cuanto se llegaba a la orilla. Algunas especies autóctonas han desaparecido de nuestro habitat como consecuencia de la aparición de especies depredadoras e invasivas. No confundir los jaramugos o sardas autóctonos con las bandadas de pequeños alburnos –especie invasora- que se ven en la actualidad.

Me da rabia porque con ello se extingue la imagen de los chavales subiendo camino de la ciudad y llevando un junco con varias docenas de jaramugos para comerlos fritos en su casa.

LA ISLA

Por debajo de El Vado o del Pinalito, el Águeda se abría en dos brazos y formaba un escenario singular conocido como la Isla. Un islote que tenía más de un kilómetro de largo en su eje principal. A nosotros nos gustaba acampar en la Isla, a la que llegábamos con la Reina del Águeda porque nos daba autonomía e independencia ya que sin la barca no era fácil establecerse allí.

La Isla se convertía en nuestro íntimo cortijo fluvial en el que íbamos a por leña, hacíamos la lumbre, cocinábamos, cantábamos, nos bañábamos e incluso iniciábamos algún intento de conquista afectiva. Un lugar maravilloso lleno de vegetación exuberante, pájaros y hasta alguna vaca gozalona que no paraba de pastar en todo el día.

EL MOLINO

Nada más recogerse las eras, en el mes de julio, el molino de La Aceña no paraba de funcionar desde las claritas del día hasta que se ponía el sol. A través de una compuerta manual se abría el bocín que iba a permitir el paso del agua sobre el rodezno o rueda de hierro y chapa, que haría girar y transmitía el movimiento a todo el mecanismo interior, haciendo girar las piedras de la molienda.

El rodezno soportaba una gran presión y de vez en cuando Aquilino, el herrero, tenía que ir a sustituir o reparar las alabas que propiciaban los giros.

A través del molino a pesar de que el molinero estaba trabajando y no le gustaba el trajín, pasábamos al islote que se formaba y que era el lugar ideal para la pesca de jaramugos, Un lugar desde el que se divisaban los Cañitos, la Alameda Vieja llegando la vista hasta la Pesquera (de la Concha).

A la vuelta a pinrel a la civilización, una parada obligatoria era en el Caño del Obispo, junto a los Cañitos, eterno chorro de agua sosa que en pleno verano salía fresco como el del grifo del frigorífico, y también otra en Villa Ángeles para jugar una rana y tomar el último sorbo.

Y hasta aquí este recuerdo inolvidable de nuestros años de juventud.

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