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San Francisco de Asís y su orden en América. Por Luis Ruiz Gutiérrez

SAN FRANCISCO DE ASÍS Y SU ORDEN EN AMÉRICA

Luis Ruiz Gutiérrez Terciario Franciscano Seglar

Cuando se habla de la conquista y evangelización de América es de ley reconocer y de conocimiento universal saber la conexión que existió y existe aún, con los frailes de san Francisco de Asís, comúnmente conocidos como “franciscanos”.

Todo empieza con un personaje que llega a España, se llama Cristóbal Colón, es marino, y luce librea de terciario franciscano seglar, y recibe un único amparo y ayuda en el cenobio seráfico del monasterio de La Rábida.

La reforma de la Orden Franciscana, en 1519, de manos del padre fray Juan de Guadalupe, y el respaldo que recibió desde Roma en 1499 por la bula Super familiam Domus Dei del papa Alejandro VI. Sobre esta reforma se basaría y se asentaría toda la actuación franciscana en el Nuevo Mundo y, especialmente en México, pues los frailes que fueron a Nueva España habían vivido toda la gestación, el desarrollo y el triunfo de este movimiento.

Otra causa que apoya el origen franciscano en América es la predilección que sentía el también terciario franciscano Hernán Cortés que solicitó, en repetidas ocasiones, al emperador Carlos el envío de frailes menores para que se encargaran de extender entre los indios la doctrina cristiana.

Curioso es saber que el emperador Carlos I de España y V de Alemania, conocía de la rectitud de fray Antonio de Ciudad Rodrigo y por ello le escribió una carta desde Barcelona el 1 de mayo de 1543 en la que le saludaba “Devotamente Fray Antonio de Ciudad Rodrigo de la Orden de San Francisco” y le encargaba vigilar la distribución y el cumplimiento de las ordenanzas que había dado para los indios, y que le remitía en la ocasión.

Ciudad Rodrigo contribuyó de forma importantísima a que la conquista fuese el encuentro y la unión de dos pueblos: la donación de la religión, el idioma y los conocimientos del más culto de ellos, y la creación de un pueblo que un día llegará a tener un lugar destacado entre las naciones, el mexicano.

Fue un momento exclusivo, una pléyade de hombres escogidos coincidieron en este momento de la historia de la humanidad y fueron guiados y fortalecidos desde el trono de España por una mujer, Isabel de Trastámara, siempre acompañada de sus fieles, fraternales y lealísimas amigas Beatriz de Bobadilla y Beatriz Galindo, La Latina, que no la abandonaron en nunca en vida y la acompañaron hasta verla depositada en su sepultura de Granada, amortajada con el hábito visto de su seráfico padre san Francisco de Asís.

Beatriz de Bobadilla. Isabel de Trastámara. Beatriz Galindo.

Empieza la historia...

La presencia evangelizadora de la Orden Franciscana en América fue iniciada en 1492.

8.441 frailes franciscanos marcharon a América en la época española. Significa el 55,9 % del total de 15.097 evangelizadores enviados por España a aquellas tierras ignotas. La suma de 8.441 frailes franciscanos se incrementó con otros cientos de españoles y criollos que ingresaron en la orden ya en América.

17 Provincias franciscanas o demarcaciones territoriales fueron fundadas en América. 17 Colegios apostólicos de misioneros. 2 Comisarías Generales de Indias.

Provincias, colegios apostólicos, comisarías, custodias, conventos, misiones y doctrinas dependían del Comisario General de Indias, residente en Madrid (España).

La cristianización de América es la página más brillante de la historia de la Orden Franciscana: 78 obispos, varios santos, beatos, venerables y siervos de Dios, un ejército de 8.441 frailes franciscanos misioneros fueron enviados por España, e incrementado con numerosos frailes que ingresaron en la Observancia Franciscana en América ya establecida la orden seráfica en ella... y la cosa comenzó en La Rábida cuando Cristóbal Colón, terciario franciscano seglar, dentro de sus paredes maduró el gran proyecto del meditado descubrimiento, siendo su confidente y mensajero un varón religioso, hijo de san Francisco de Asís, el padre fray Juan Pérez O.F.M., guardián de La Rábida, el primer misionero del Nuevo Mundo. Todo empieza con una visita de Cristóbal Colón al convento de La Rábida.

Monasterio de Santa María de La Rábida, comúnmente denominado monasterio de La Rábida, es en realidad y fue siempre un simple convento franciscano. Se encuentra en el término municipal de Palos de la Frontera (Huelva). Fue erigido entre los siglos XIV-XV.

A lo largo de sus más de 500 años de historia ha sufrido modificaciones, sobre todo a raíz del terremoto de Lisboa en 1755. En él se hospedó Cristóbal Colón unos años antes de partir hacia el Nuevo Mundo, cuando preparaba su proyecto. En

este monasterio se encuentra enterrado Martín Alonso Pinzón, que falleció a los pocos días del regreso del primer viaje colombino. Asimismo, al regreso de alguna de sus expediciones de conquista, llegaron a este cenobio franciscano Hernán Cortés, Gonzalo Sandoval y Francisco Pizarro. Por estas y muchas más razones forma parte destacada del itinerario histórico y artístico conocido como los “Lugares Colombinos”.

El padre fray Francisco Gonzaga, historiador de la Orden Franciscana en el siglo XVI, fijó el origen de la fundación del convento monasterio en el año de 1261. Sin embargo documentalmente, la carta fundacional es una bula del papa Benedicto XII que data del 7 de diciembre de 1412, y que concede a fray Juan Rodríguez O.F.M., y sus compañeros religiosos, moradores del eremitorio Santa María de la Rábida desde 1403, el permiso pontificio para establecerse en comunidad.

En 1485, Cristóbal Colón llegó por primera vez a este cenobio, donde se hospedó y recibió apoyo para su empresa descubridora. Entre los frailes de este convento encontró ayuda tanto científica como espiritual. Hombres como fray Juan Pérez y fray Antonio de Marchena fueron claves para sus intereses ya que le ayudaron en sus contactos con la corona y con la marinería de la zona. Fueron los frailes los que le pusieron en conexión con Martín Alonso Pinzón, codescubridor de América, rico armador y líder natural de la zona, gracias al cual consiguió ayuda económica y la reclutación de los hombres necesarios para la dura y extrema empresa.

Ya metido en temas de altísima envergadura, que marcaron la historia de la humanidad, quiero y es mi deseo, aunque esté relatando hechos del siglo XV, profundizar y aportar sobre un tema de plena actualidad en este siglo XXI en el que vivimos, que es el papel normalizado de las mujeres y que parece ser jamás antes tuvo parangón en los siglos pasados, pues bien quiero demostrar que no fue así, y con hechos históricos lo haré patente.

La primera y especialísima, la virgen María Santísima. Después, a la cabeza de las mujeres más excelsas del mundo, puedo y quiero colocar tres nombres de españolas eminentes: María de Molina, Isabel de Trastámara y Teresa de Jesús. Por este orden vivieron, cada una en un siglo diferente, hace ahora de cuatrocientos treinta y nueve a setecientos años.

María de Molina, en los siglos XIII y XIV, fue esposa de Sancho IV el Bravo, rey de Castilla y León. Siempre se alabará su inteligente prudencia para ser esposa, madre y abuela, a la vez que reina, gobernadora y sagaz consejera. Muerto su marido, el rey, ella supo defender la corona de su hijo Fernando contra los ataques de su tío don Juan, y posteriormente la de su nieto Alfonso XI contra la ambición de muchos.

Teresa de Jesús, en el siglo XVI, ha sido la mejor representante de la raza hispana en el santoral. Su vida fue una entrega de vigor y alegría sobrehumanas a la actividad religiosa.

Isabel de Trastámara, la Católica, en los siglos XV y XVI, en fin, abarcó a la vez la preocupación por lo religioso y el gobierno de un reino que creció con gloriosa velocidad. España, de su mano, llevó la cruz desde Castilla a Gibraltar y desde Huelva a las Indias, por un lado. Por otro, el buen sentido de

Isabel llegó desde Aragón, donde su esposo Fernando era rey, hasta más allá del Pirineo y de nuestras costas mediterráneas.

Isabel nació en 1451 y vivió cincuenta y tres años. Dijo a los soldados cómo había que combatir; a las monjas y frailes, cómo debía rezar y perfeccionarse; a los nobles, cómo tenían que obedecer. Y enseñó con el ejemplo.

Era inteligente y piadosa, pero a la vez, recia y enérgica. Era sencilla y humilde como una campesina castellana, pero también augusta y digna como toda una emperatriz.

Atendió a la guerra como un capitán siempre servidor de su alta causa. Gobernó el reino con sabiduría y rectitud. Pero, al mismo tiempo, fue ama de casa ejemplar. ¡Todas las camisas de su marido, el rey Fernando V, fueron hiladas por ella misma!

Todo lo que aprendió lo hizo con acierto. El mismo Fernando llegó a decirle: “¡Merecéis gobernar a todo el mundo!”. Y no anduvo muy desencaminado.

Mucho peleó por la unidad de España, hasta conseguirla. Pero más luchó por su religión. Con justicia es llamada “la Católica” y no, sin fuertes motivos, está en marcha la causa de su beatificación.

Su vida entera no cabría en muchos libros, si se escribieran, como así fue. Pero quiero asomarme a ella para ver, al menos en algunos trazos, el resplandor de su figura. Seguro que me quedará en los ojos algún destello de su hermosura y de su inmensidad, al reproducir parte de esta epopeya tan grande que no podría ser imaginada si no se hubiera realizado ya.

Hilamos de nuevo las hebras sueltas de la historia y se nos junta la rara ilusión de un hombre, Colón, ansioso de tenebrosos mares y de tierras ignotas, que es rechazada una y otra vez por los sabios, los poderosos y los ricos... pero no faltará el vital apoyo de la reina Isabel a empresa tan grande, y entonces, ella da a Colón palabras animosas, dineros difíciles y barcos atrevidos. Así las ilusiones del uno se hacen realidad y el reino de la otra se extenderá hasta los más remotos confines. Decía Albert Einstein, a principios del siglo XX, que la “coincidencia es la manera que tiene Dios de permanecer anónimo”. La coincidencia es como la “casualidad”, un evento inesperado con cierta suspicacia, que rememora uno ya realizado o en común con cualquier persona. En este sentido, las sincronías son milagros de conjunción entre nosotros y los sucesos del mundo. El conocimiento de la sincronía nos brinda una sensación de eficacia personal y de conexión espiritual para poder explicar cómo y por qué ocurren las “coincidencias” en nuestra vida, relaciones, sueños y empresas creativas.

Fuimos invadidos por los musulmanes en el año 711 y el sábado 2 de enero de 1492 se dio fin a la Reconquista, habían pasado 781 años desde su llegada a España. Entonces, y sólo entonces, vino la reina a poner su mano y su corazón en uno de los asuntos más transcendentales de su vida: la empresa que más había de inmortalizar a España.

Desde seis años antes, un desconocido y oscuro marinero que había arribado al puerto de Palos andaba pobre y desvalido por España, se decía italiano, posiblemente genovés, aunque hay datos que pueden dar pie para creer que pudo nacer en las islas Baleares o en tierras catalanas, y se llamaba Cristóbal Colón, sus papeles decían que sus padres se llamaban Domenico Colombo y Susana Fontanarossa. Se veía en unas épocas favorecido y en otras abandonado. Pero siempre, durante los últimos seis años de la guerra granadina, estuvo siguiendo tenazmente a la andariega corte de los Reyes Católicos. Traía una extraña y grandiosa idea metida en la cabeza.

Cristóbal Colón, hijo de un cardador de lana, anda cerca del medio siglo de edad. Sus estudios, más que en la escuela, se han desarrollado en los barcos. Está navegando desde los catorce años y ha tocado tierras de

Isabel nació en 1451 y vivió cincuenta y tres años. Dijo a los soldados cómo había que combatir; a las monjas y frailes, cómo debía rezar y perfeccionarse; a los nobles, cómo tenían que obedecer. Y enseñó con el ejemplo.

Inglaterra, Islandia, Guinea y Grecia, además de España, Portugal y Francia. Sabe ya de navegación, de astronomía y de geografía todo lo que es posible conocer en este tiempo de 1486. Noticias y viajes, mapas y restos de raros maderos encontrados sobre las olas; exóticas historias escuchadas de labios de algún náufrago moribundo; muchas noches mirando a lo alto, al cóncavo cielo, y a lo lejos, al largo y curvo mar... que parece desaparecer para siempre a la vista de todos. De ahí se ha nutrido su colosal pensamiento. -¡Ir hacia occidente! ¡Navegar por occidente hacia el Asia! Pero su idea parece una locura. Los científicos sospechan que este hombre se arriesga temerariamente a lo desconocido: ¿Cómo penetrar en el mar de las Tinieblas? ¡Sería caer en el vacío!

El rey de Portugal, que en 1483 ha rechazado el proyecto de Colón, ha enviado por su cuenta unas naves exploradoras de la lejanía. Pero la secreta expedición, una vez perdida de vista la tierra portuguesa, ha regresado con susto y descorazonamiento. Colón se ha indignado y ha venido a España.

Expone su historia y sus ilusiones al padre fray Antonio Marchena, guardián del convento franciscano de La Rábida, y al duque de Medinaceli: - He realizado estudios cosmográficos. No es una locura, sino una ciencia. Ya sabemos -añade el navegante- que la Tierra es redonda... ¿Iban a caer los navíos al espacio? ¡Llegaremos a otras costas por una ruta rápida y menos peligrosa que la del sur africano!

El padre Marchena no cree que la idea sea descabellada:

-Se podría intentar -dice el franciscano-. ¿Por qué no os presentáis a los Reyes Católicos? Quizá ellos presten cooperación al proyecto.

-Ese es también mi parecer -dice el duque-. Yo os creo y os daría barcos. Pero pienso que se trata de una empresa digna del apoyo real y no sólo del mío.

Colón parte hacia Córdoba. Va desastrosamente vestido y no le hacen mucho caso los palaciegos. Pero él se presenta a Alfonso de Quintanilla, tesorero mayor de doña Isabel, diciendo:

-Traigo cartas de recomendación. Una, de La Rábida, de un confesor de la reina. Otra, del duque de Medinaceli. Vedlas: hasta su majestad ha escrito con deseos de oírme hablar.

-Pasad, pues -replica el de Quintanilla-. Os alojaréis en palacio hasta que vengan los reyes.

Allí conoce Colón al cardenal Mendoza, al doctor Diego de Deza, a fray Hernando de Talavera y a otros grandes cortesanos.

Todos escuchan con curiosa atención al extraño viajero. Cuando los reyes llegan a Córdoba, en abril de aquel año, no se habla en palacio y en la ciudad de otra cosa más que del fabuloso plan de navegar sin miedo hacia poniente.

El que espera desespera. Hacia los primeros días de mayo de 1486, Cristóbal Colón fue recibido por los reyes en el gran salón del Alcázar.

En el salón de embajadores de la Alhambra granadina va a tener lugar una nueva entrevista. Los reyes están sentados y entra Cristóbal Colón a exponer sus ideas, ya conocidas. Pero el marino no se para en proyectos. Ha pensado mucho en el asunto y también pide recompensa para antes y después del gran viaje.

-Habladnos de vuestros proyectos -le invitaron. Colón dio explicaciones con gran elocuencia. La reina se interesó vivamente desde el primer momento por la idea que le expone el genial viajero. Sin embargo, no era ocasión apropiada para lanzarse a una empresa de tal envergadura.

Dialogaron la reina y el rey entre ellos. -La guerra por la conquista de Granada está en su punto más culminante. No debemos restarle esfuerzos.

-Ciertamente. Pero tampoco debemos descorazonar a este marino. Yo pienso -dijo la reina- que su plan es digno de atención. Y la misma Isabel se dirigió a Colón: -Vamos a nombrar una junta de hombres competentes para que estudien el proyecto y lleguen a la definitiva conclusión. Mientras tanto, tenemos que atender otros asuntos más urgentes, pero vos podéis vivir aquí y esperar con confianza nuestra respuesta.

Colón había hablado con elocuencia, pero sin exponer todos sus estudios y hallazgos. -Si doy todos los detalles- había pensado -quizá otros con más medios que yo se lancen a la empresa y me arrebaten la gloria.

No fue raro, pues, que la junta de competentes tardase tiempo y tiempo en sus estudios y discusiones.

Colón esperó, día tras día, mes tras mes. Cinco años pasaron. Cinco años de desesperada calma para el navegante.

-¡Es posible el plan! -decían unos- ¡Es locura o fantasía! -seguían replicando otros.

La reina permanecía inclinada en favor de Colón. Más el marino era hombre activo, inquieto, pese a que había dejado muy atrás su juventud. Tan dilatada espera le hizo pensar que su proyecto no sería aprobado. Entonces tomó una resolución: -Me iré. ¡No esperaré más! Iré a exponer mi plan y a ofrecer mis pensamientos al rey de Francia.

Afortunadamente, pasó de camino por La Rábida y el padre Marchena logró retenerle. Marchena y otros partidarios de Colón escribieron con urgencias a la reina y ésta envió 20.000 maravedís en florines de oro, para que el marino regresara a la corte, que se había instalado ya en el palacio de la Alhambra de Granada.

-Una vez conquistada Granada, podré atender esa gran idea de navegación por una ruta desconocida -decidió Isabel.

En el salón de embajadores de la Alhambra granadina va a tener lugar una nueva entrevista. Los reyes están sentados y entra Cristóbal Colón a exponer sus ideas, ya conocidas. Pero el marino no se para en proyectos. Ha pensado mucho en el asunto y también pide recompensa para antes y después del gran viaje.

-Quiero -dice Colón -que se me designe “almirante” antes de partir. Que se me nombre “virrey de todas las tierras que descubra”. Que se me dé “una décima parte de todas las riquezas que consiga”...

Quedan asombrados los reyes y cuantos allí están. -¡Cielo santo! -piensa Isabel-. ¡Será bien difícil que la nobleza de Castilla acceda a conceder tanto honor y favor a un extranjero!

-¡Es demasiado! Yo opino que debemos rechazar exigencias tan atrevidas- apunta Fernando en el acto.

-Íd y esperad. Os contestaremos cuando lo hayamos meditado -comunica la reina al navegante.

Colón se despide con pocas esperanzas. Sospecha que sus planes han muerto allí para siempre.

Pero sus amigos se acercan apresuradamente a la reina. Beatriz de Bobadilla, la íntima amiga de Isabel, es partidaria del marino e intercede con ahínco: -¡No le dejéis marchar, señora! ¡Atendedle!

Isabel aún debe meditar. Alguien hace oír este argumento: -Mi señora, nada pierde Castilla si este hombre se equivoca... Y, si acierta, ¡pensad que valdrá más lo que se gane! La reina se decide. La empresa es demasiado grandiosa para detenerse en minucias: -Es cierto. ¡Llamadle, aprisa!

Queda por resolver la cuestión del dinero necesario. La guerra ha dejado enflaquecido el tesoro real. Las alhajas de Isabel ya no están en su poder, pues han sido empeñadas para ganar Granada.

-Tomaré prestado de los fondos de la Santa Hermandad: ¡con ello lanzaremos al mar remoto hombres y navíos!

Da las órdenes necesarias para que así se haga. Millón y cuarto de maravedís son sacados como préstamo del tesoro de la Santa Hermandad, con la promesa de devolverlos en dos años.

El martes 17 de abril de 1492, los reyes y Colón firman uno de los documentos más importantes en que se ha puesto pluma. Las condiciones del contrato, en sustancia, son las siguientes:

1ª) Que Cristóbal Colón y sus herederos tendrán siempre el cargo de “almirante” en cuantas tierras él descubra. 2ª) Que él será “virrey” y “gobernador general” en dichas tierras y podrá nombrar gobernadores subalternos. 3ª) Que Colón podrá reservar para sí la décima parte de todo el oro, plata, perlas y otros tesoros que adquiera. 4ª) Que él y su lugarteniente serán jueces únicos, junto con el gran almirante de Castilla, en los asuntos comerciales del Nuevo Mundo. 5ª) Que Colón tendrá el privilegio de contribuir con una octava parte a los gastos de cualquier otra expedición a las nuevas tierras, con derecho a percibir la octava parte de las ganancias.

El contrato se firma en Santa Fe (Granada). El fabuloso plan está en marcha, gracias a la esperanzada decisión de Isabel.

Cristóbal Colón se dirigió a Palos a organizar la expedición. La Corona ordenó a esa ciudad que dispusiese carabelas. Desde mediados de mayo, el extraño navegante no se dio punto de reposo para vencer cuantas dificultades se le presentaban. -¡Quita de ahí! -pensaban los marinos-. ¡No seré yo quien se embarque para perderse mar adentro!...

Por fin intervino de nuevo el padre fray Antonio Marchena: -Animaos, don Cristóbal -dijo el franciscano-. He hablado con los hermanos Pinzón y se unirán a la empresa, Martín Alonso y Francisco tienen prestigio de buenos marinos. ¡Pronto hallarán seguidores!

Martín Alonso era el más experto y popular marino de Palos. Colón le prometió grandes beneficios y le pidió que reclutara hombres para las carabelas.

Noventa valientes acudieron, al saber que Martín Alonso mandaría la “Pinta” y su hermano Francisco la “Niña”. Después se sumaron treinta hombres más. Ciento veinte españoles (120) estaban dispuestos a las órdenes de don Cristóbal Colón.

Al navío almirante se le dio el nombre de “Santa María”, en honor de la Virgen Santísima. Tenía unas cien toneladas. La “Pinta” y la “Niña”, cincuenta toneladas cada una. No eran malos barcos dentro de su clase y tamaño. Barcos que se pudiesen manejar con agilidad en cualquier momento. -No quiero navíos demasiado grandes -había dicho Colón-, para que así podamos entrar fácilmente en todo puerto, playa o bahía.

La expedición emprendió el regreso a España el 16 de enero de 1493, y unos días más tarde una tormenta separó las dos naves. La Pinta, al mando de Pinzón, llegó a Bayona (Galicia) a finales de febrero y anunció a los Reyes Católicos el descubrimiento.

Amaneció un claro viernes de verano. La tripulación de las tres carabelas, con sus capitanes a la cabeza, habían recibido la Sagrada Comunión en La Rábida. Siempre los marinos, como todo hombre valiente, han sido muy religiosos. Salieron de la iglesia y llegaron a la orilla del mar. El pueblo entero presente. Dio el padre fray Antonio de Marchena su bendición a los hombres y a los barcos.

El estandarte de la Santa Cruz y el de los Reyes Católicos fueron izados hasta lo alto de los mástiles. Se estremecieron las carabelas, ansiosas de partir hacia el horizonte profundísimo. Iba a empezar la obra que, después de la Redención, ha sido la más transcendental que ha presenciado la historia.

Eran las ocho en punto de la mañana del viernes tres de agosto del año del Señor de 1492.

Don Cristóbal Colón, como tenía por costumbre, invocó el nombre de la Santísima Trinidad. Después, sobre las aguas invitadoras, sobre las velas tensas, sobre las gentes sobrecogidas y silenciosas, sonó la voz que abría las puertas a la soñada aventura.

-¡Levad anclas! –ordenó el almirante.

Empujadas por el corazón y por los vientos, las carabelas partieron hacia lo desconocido. A bordo de una valiente esperanza, la corona de Isabel de Castilla iba a brillar en torno al mundo.

El 16 de septiembre de 1492, las embarcaciones alcanzaron el mar de los Sargazos y el 12 de octubre llegaron a la isla de Guanahani, actual isla de San Salvador -Bahamas-. Colón siguió su periplo por el Caribe

llegando a Cuba el 27 de octubre y a La Española el 5 de diciembre. El 24 de diciembre la Santa María encalló en las costas de La Española y con sus restos se construyó el “Fuerte Navidad”.

La expedición emprendió el regreso a España el 16 de enero de 1493, y unos días más tarde una tormenta separó las dos naves. La Pinta, al mando de Pinzón, llegó a Bayona (Galicia) a finales de febrero y anunció a los Reyes Católicos el descubrimiento. Entretanto, la Niña en la que viajaba Colón, hizo escala el 17 de febrero en la isla portuguesa de Santa María, en las Azores, y el 4 de marzo recaló en Lisboa, tras 17 meses y 12 días de viaje. El día 15 de marzo, Cristóbal Colón regresó al Puerto de Palos y el mes siguiente fue recibido en la ciudad de Barcelona por los reyes de España.

Un navegante, tomado por loco, Cristóbal Colón; tres carabelas: la Pinta, la un mundo nuevo.

Poco después, en marzo de 1943, mensajes apresurados atraviesan España hasta Barcelona, donde se encuentran ahora los reyes: -¡El navegante ha vuelto! ¡Las carabelas han atracado en Palos! -¿Con éxito? ¡Ah, gran Dios! ¡Decid al almirante que venga de inmediato!

Colón se traslada de Palos a Sevilla, donde emprende la peregrinación directa a Barcelona. Un gran séquito de admiradores se une en cada población al extraño navegante triunfador. Llega el cortejo a Barcelona. Acémilas en larga fila han transportado un misterioso cargamento de tesoros y productos exóticos. Tras el almirante, indios del Nuevo Mundo vienen mirando con incrédulos ojos este mundo viejo, también nuevo para ellos.

-¡Pasad, almirante! Entra Colón en el gran salón de ceremonia. La reina y el rey se ponen en pie, concediendo así al descubridor una honra inusitada. -¡Pasad y sentaos cerca de nosotros, en este sitial! -le invitan.

Previas la real licencia y ruego de los monarcas, Colón relata su extraña, su maravillosa aventura. Muchos libros hablan de ella. No podríamos reducir la fabulosa narración a pocas palabras. Colón termina mostrando objetos preciosos, oro, plantas, pájaros, animales raros. Después ordena que se adelanten los indios, adornados con pintorescos plumajes, con alhajas desconocidas y vestimentas típicas de su pueblo. Los reyes admiran todo lo que Colón trae como en un sueño. Isabel, contemplando a los asombrados indios, piensa con el alma en el cielo: -¡Oh, Señor! ¡Un mundo nuevo para la civilización cristiana, para la fe católica!...

Acto seguido, los reyes colman al descubridor de felicitaciones y agasajos. Y le confirman cuanto le prometieron y pactaron. Y le conceden tratamiento de “Don” para él y sus descendientes y le dan un escudo de armas con esta leyenda:

“Por Castilla y por León,, Nuevo Mundo halló Colón”.

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