5 minute read
Semblanza de los Estudiantes
Quiero cantar con voz viva, que, aunque yo tenga herida, puedo dar vida a la vida. Cosas de Dios (Fraternidad)
Nací en una familia cristiana. Y mi casa, fue siempre una casa abierta.
Advertisement
Mi padre, junto a un grupo de estudiantes y componentes de la tuna, fue fundador de la Hermandad y hermano mayor durante veinticinco años. Aunque él siempre decía que la hermana mayor era realmente mi madre.
Por eso, durante mi infancia y mi adolescencia la casa de Veracruz, 35 además de nuestra casa fue también la casa de la Hermandad de los Estudiantes.
La cámara albergaba todos los enseres de la cofradía: cetros, faroles, el estandarte, el tambor, el libro de reglas y la cruz de guía de los Estudiantes. Cada Cuaresma la casa se llenaba con el trasiego de gente yendo y viniendo para los cabildos; de niños, adolescentes y mayores afanados en la limpieza de los faroles, transportando cosas o recortando cruces de fieltro amarillo oro para los capillos.
En la cueva, en la que también dimos catequesis un tiempo y que hoy llamamos la cueva del Amor, se celebraban los cabildos. Rafael Fernández, Antonio Espinosa, Manolo Merat, Alfredo Rodríguez, Luis Martínez,… Un cuadro del Cristo del Amor presidía aquel espacio a medio camino entre cuartelillo y tabernáculo, en que lo sagrado y lo humano se daban la mano. Porque, aunque en las cosas de los hombres e incluso entre hermanos suele haber diferencias, en aquel lugar siempre se terminaba con una tapita a modo de comunión pagana. Además de resonar valores de la vida cristiana en comunidad como la caridad o el perdón, allí nacieron los primeros estatutos redactados por una cofradía estepeña y se acordaron cosas como la restauración del Cristo o la compra de la Virgen del Valle a Pérez Conde cuyos mecenas fueron José Romero Lara y mi padre. Aquel espíritu marcó nuestros primeros años. Nos sentíamos parte de algo grande, de algo importante. Cada uno aportaba desde su capacidad. Había sitio para todos, cada uno tenía una función y nadie destacaba sobre nadie. Ese es el verdadero significado de la palabra Hermandad. Esa era nuestra verdadera riqueza.
La Cuaresma, además de tiempo de ayuno, vigilia y preparativos de los regalos (magdalenas, ochíos, etc.), era el tiempo recoger las velas del Arzobispado o del taller de Andrés, un artesano de origen belga afincado en el Barrio de Santa Cruz. Era el tiempo de planchar y remozar el poco ajuar de que disponía la Hermandad y de los ensayos del Coro. Nada de plata por limpiar, ningún varal por desenvolver cuidadosamente. Solo unas cuantas voces por afinar. Bajo la dirección de Joaquín Borrego y al compás de la guitarra de Antonio Espinosa una veintena de niños y jóvenes cantábamos las versiones de los Beatles o Bob Dylan y canciones de Brotes de Olivo, Hilario Camacho o del musical Cristo Superstar. Esperábamos el Triduo con ilusión. ¿Quién leería las peticiones?, ¿Quién haría las ofrendas?, ¿A quién le tocaría el honor de repartir las estampitas?. Cuando hace tres años a José María Martín se le ocurrió que el coro se reuniera de nuevo, fue para mí como un viaje en el tiempo, una vuelta adonde lo dejamos en 1991. Me llena el alma y el corazón cantar con la misma gente de aquella época. Orar es cantar a Dios. La oración cantada y compartida tiene una fuerza que no puedo describir con palabras. Para mí, reencontrarme con la gente del coro después de tantos años, conectar con esa emoción de mi adolescencia, con el recuerdo de mis padres, con las melodías de mi infancia, es un regalo de un valor incalculable. Hoy, que lo vivo y lo comparto con mis hijos se completa el ciclo y cobra sentido la palabra religión (<re-ligare). Con la misma emoción y cariño recuerdo algunas vigilias y misas de D. Rafael Blanco fuera de la iglesia en las que leíamos e interpretábamos el Evangelio.
Tres meses de mantecados y nueve de santos me parece poco para describir la vida de un estepeño medio. Nuestra Semana Santa duraba todo el año. La misa del primer martes de mes, el día de la Virgen, y las actividades para recaudar dinero con que sufragar los pocos gastos y para la caridad (rifas, competición de tiro al plato, certamen de coros rocieros, preparativos para nuestra caseta en la Octava de los Remedios).
Durante muchos años salí el Lunes Santo en procesión representando a la Hermandad junto a mi hermana Eli, Joaquín Borrego, Agustín Batet y otros acompañando a las Angustias. Hoy me asombra la rectitud con que, incluso de muy pequeñas, acompañábamos a la Virgen o a nuestro Cristo del Amor. Ni indispuestas se nos ocurría abandonar la fila. Esa convicción y ese rigor nos pasaron factura en alguna que otra ocasión. Penitencia y oración.
El Martes Santo era un día de estreno, un pequeño lujo mundano. Después de la misa y de ver a San Pedro cenábamos en la casa con los primos y algunos amigos. Una cita ineludible, una fiesta contenida. Luego nos íbamos todos juntos a la iglesia. Recuerdo los nervios antes de abrirse la puerta de San Sebastián para la estación de penitencia, el Padrenuestro, a mi padre poniéndonos el cordón al lado izquierdo, el olor de la cera y de aquellos lirios robados y en la calle la presión del capillo en las sienes, el calor del farol para aliviar el frío en las manos, la mirada siempre al frente como Ramón Juárez, el sonido monótono del tambor y la oración, mis propios viacrucis improvisados (gratitud, ruego, perdón) porque, llegamos a ser tantos hermanos, que no desde todos
los sitios escuchábamos la voz de Antonio Abad. Un año los más pequeños tuvimos el privilegio de ir al lado del paso. Los últimos serán los primeros. Fue el único año que pudimos ver al Cristo aunque acabáramos con el capillo lleno de cera roja.
Silencio, sombras alargadas por la calle Torralba, el frío en los adoquines, algún que otro exabrupto, el cerco de la luna, mi vaho bajo el capillo, una bocanada de incienso y el murmullo de la oración cantada en catorce mantras, de rodillas, el torpe andar del farol como una queja de cristal y hojalata, Y el Viva Dios cruzando la noche, ascendiendo al cielo.
Silencio, recogimiento, sobria austeridad, fraternidad son los valores que aprendí gracias a mi Hermandad y que me han acompañado en mi camino espiritual. Cambiarán los estandartes, pero el espíritu permanece inalterable. Y en mi búsqueda sigo siendo aquella niña Estudiante que cantaba con sus hermanas el repertorio del coro o recitaba de memoria los versos del pregón de Leonardo Garrido: una eterna Estudiante llena de gratitud.
A Inma y Eli, mis hermanas. Y a mis padres, Elia y Santiago, que nos enseñaron el Amor, la generosidad y el valor de la vida en comunidad. Que El Chicuelo os bendiga.
Sole Jiménez Martín
Estepa, diciembre de 2017.