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Miradas
Toda la Semana Santa nos entra por los sentidos que tenemos como seres humanos, el gusto de las magdalenas y ochios, la música que acompaña nuestros pasos, el olor a incienso, la suavidad del capillo, y la vista. Mucha gente piensa que la Semana Santa siempre es igual. Vista una procesión vistas todas. Visto un Martes Santo vistos todos... Cada procesión encierra en si misma tantas como individuos componen el cortejo. Y no solo el cortejo, por cada corazón pendiente de ese momento único hay sin duda una historia, unos ojos, una mirada. Hay un Martes Santo para el músico, hay un Martes Santo para el costalero. Otro muy diferente para la madre del costalero y otro para la esposa de éste. Un Martes Santo para el camarero que desde el bar en que trabaja ve pasar de refilón la cofradía. Otro para la viejecita que lo ve tras el visillo porque la tarde se ha puesto demasiado fresca... Y así podría seguir nombrando no sé ni cuántos personajes diferentes. El Martes Santo empieza temprano, con la Misa y el desayuno de Hermandad. Hermandad con mayúscula, todos somos hermanos ese día, aquellos que saldrán por primera vez en el cortejo, los que tal vez no saldrán después de tantos años por cualquier circunstancia, los que han venido de lejos para vivir ese día, y los niños... Los niños pequeños con sus campanas son la alegría del Apóstol y de la Madre de Dios. La mañana es de ellos indudablemente. Su cara, sus ojos, sus sonrisas, el nerviosismo que les sale, es muy parecido al de la mañana de Reyes, aunque no reciban regalos. Esta vez son ellos los que reparten alegría, colorido y muchas campanadas. Es muy reconfortante acompañarlos y ver que el futuro de la hermandad está asegurado. Ese recorrido matutino es el momento donde se mezclan el futuro del que hablo y el pasado, porque hay más abuelos casi que pachones que, curiosamente, tienen la misma sonrisa y la misma chispa en la mirada que los más pequeños. La mañana transcurre entre más miradas del reguero de gente que vienen a visitar al Príncipe de los Apóstoles y a Nuestra Madre de los Dolores. Miradas a los pasos, a las flores, a cómo tiene el tocado la Virgen, la cera tan bien puesta. La mirada de emoción por el que falta, la de alegría por el recién llegado y la sonrisa permanente en la boca. La mirada del costalero pensando lo que le queda por sufrir y por disfrutar, la del capataz al martillo, ¡ay lo que pesa esa barca!, la mirada del contraguía a su esquina y muchas a la puerta y la pregunta “¿cómo salen los pasos por ahí?” A las 7 de la tarde, es esa puerta la que atrae todas las miradas “¡ay, ay, ay, que cerquita ha pasado! “, “si el palio está tan bajo, ¿cómo lo hacen para subir?”. La mirada del músico que se sabe de memoria la trasera del paso. La que tiene en una vuelta porque ve al Apóstol o a Nuestra Madre de perfil y la de satisfacción y respeto cuando pasa por la puerta una vez el paso dentro, se santigua, mira y susurra, “hasta el año que viene, si Dios quiere”. La mirada de la gente que le pide, le reza, le habla. La del saetero que a mitad de nuestra gloria, que es la Callejuela del Carmen, cruza su mirada con la del Pescador de hombres y sólo imaginarlo me produce escalofríos. Las miradas en ese mismo enclave, pero arrasadas por las lágrimas porque mi Virgen baja a los sones de “Amarguras”. Y el capataz que mira el varal, el contraguía la calle, el músico la partitura y yo que sólo puedo mirarla a Ella. Los Martes Santo en Estepa y la Hermandad de San Pedro, son un aluvión de sensaciones, un torbellino de miradas que reflejan lo que se quiere a esta cofradía, a la que se le espera todos los años para mirarla y verla pasar. Cuando llegue ese Martes, que no un Martes cualquiera, desde primera hora de la mañana hasta que los pasos entren en el altar barroco de la pintura que es la Iglesia de la Asunción, siéntela. Saboréala como el más sutil de los sabores. Huélela como un perfume que embriague. Oye sus sinfonías de tambores y cornetas. Tócala con la delicadeza con la que tocas la piel de un bebé. Y mírala, con ojos nuevos, como si cada momento fuese único, no te limites a ver. Mira y siente. Las miradas de mis titulares son las que me atrapan, pero hay otras dos que, aunque puedan ser fugaces, valen una eternidad, la de mi mujer a través del capillo de nuestra Hermandad y la que nos regala nuestra hija cada vez que se viste de “pachón” con su Cofradía.
Pd.- Este año cuando pase por San Sebastián, echaré de menos la mirada cómplice de un cofrade ejemplar. Yo la buscaré.
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