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Un miércoles soñado
Recordar con la emoción que esperamos la salida de la borriquita a la plaza de San Sebastián cada Domingo de Ramos o vislumbrar a menos de 40 días que la espera se acaba para ver los palios de nuestras hermandades de capa rozando los balcones de nuestras calles empedradas, o el silencio de los Estudiantes por Torralba, el Calvario en el Carril, las Angustias en la Plaza del Aire o tal vez la entrada de la Soledad a los sones de Font de Anta es para cada uno de los cofrades la pura impaciencia que comienza el Domingo de Resurrección y acaba a las plantas del Señor de Estepa cada viernes de Dolores y que sirve como aliento para alimentarse de nuestra memoria durante todo el año.
Todo el año espero impaciente que lleguen esos días en que mi Hermandad celebra, con las mismas ganas con que cada uno esperamos cuando se acercan, esos momentos que se repiten una y otra vez en nuestra memoria, como son el día dos de enero o el veinticuatro con las onomásticas del Dulce Nombre de Jesús o de la Santísima Virgen de la Paz, o los cultos cuaresmales culminados con la Función Principal de Instituto, que es el día más importante para la Corporación y que disfruto en compañía de mis hermanos. O sin duda, uno de los que más me embruja y que me lleva a la conversión constante, como es el viacrucis del Santísimo Cristo de la Humildad y Paciencia, cada Miércoles de Ceniza, en un acto íntimo celebrado por la feligresía.
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Sin lugar a dudas, somos lo que conseguimos y conseguimos lo que somos. Para cada momento, Dios pone una misión en nuestro camino, y en el mío puso hace 6 años el trabajo de encabezar la juventud de mi querida Hermandad de El Dulce Nombre. Y como todo camino, está lleno de buenos y no tan buenos momentos, rectas y curvas, facilidades y dificultades, y el mío no ha sido menos, pero hoy me siento muy orgulloso al realizarme como cofrade, como cristiano e incluso como persona en el día a día en que vivo, pensando en cómo poder superarme a mí mismo y hacer de mi juventud lo mejor. Digo esto porque quiero hacer una semblanza de lo que para mí significa vivir los días mencionados al principio, sabiendo el trabajo que hay detrás de todos y cada uno, y lo que dejaría de significar si así no fuere.
No cabría satisfacción si el Miércoles Santo amaneciera sin el sentido de que ha llegado con esfuerzo y con dedicación. No cabría sin la certeza de que el abrazo a un hermano es verdadero, porque has estado viéndolo todo el año en torno al mismo motivo. No cabría alzar la mirada al cielo sin antes haber estado echándola a la tierra. No cabría una lágrima sin antes una gota de sudor. No cabría un aplauso sin antes una palmada. No cabría vivir ese día, sin antes haber vivido trescientos sesenta y cuatro. Para mí, carecería de sentido el día de mi Estación de Penitencia sin que haya ningún motivo o no haya contenido detrás.
En mi casa se vive así, sin estridencias, sin demagogias, solo con la satisfacción de que ha llegado y con el deseo de que cuando pase sea recordado como siem-
pre se ha hecho, con un sabor dulce en los labios.
El Miércoles Santo veo al Señor a través de las personas. El pasado año tuve la oportunidad de pregonar a mi Hermandad y me habían advertido antes de escribir, que el Miércoles Santo anterior iba a verlo todo de una forma diferente. No sé si diferente o no, lo cierto es que como una esponja a estrenar, intente captar cosas en las que no me había fijado antes. Momentos, rincones o calles, partes del cortejo… pero lo que sí descubrí a fondo fueron las personas: las que forman la Hermandad y los cofrades de las aceras en los que ves reflejada a la imagen de tu devoción cuando pasa. El que más recuerdo de ese día, es el de una mujer mayor en la puerta de su casa, casi desapercibida y sin compañía, cuando de repente le paramos el paso de la Santísima Virgen para que pudiera rezarle y pedirle durante unos segundos. La mujer lloraba emocionada agradeciéndonos el gesto y cogiéndonos las manos cuando dijo: “Que me dé mucha salud para que pueda ir yo a verla a ella”. Me conmocionó, tuve que sostener las lágrimas y cuando todo aquello terminó aprendí una lección que jamás olvidaré: somos portadores de la palabra de Dios y de la Paz de su Bendita Madre, vamos dando testimonio vivo de fe, paseamos un evangelio escrito por siglos de historia por toda nuestra ciudad.
Desde niño, mis estaciones de penitencia del Miércoles Santo han sido con las personas. Ahora tengo la suerte de poder compartirla con la cuadrilla de costaleros de la Santísima Virgen, como miembro del equipo de capataces, y anteriormente con mi Agrupación Musical tras el misterio. Pero también admiro a todas esas personas que forman la parte esencial y más importante de nuestra cofradía, los nazarenos, esos cofrades anónimos bajo el capillo que viven la Estación de Penitencia en la soledad de su hábito, con la única compañía que le da su cirio, o con la gran compañía que le da el Señor en el corazón.
De nazareno, debajo o delante de los pasos, poniendo sones a los mismos, con la caña, con el cántaro, con la cruz de guía, de diputado, de acólito, en cualquier sitio, el Miércoles Santo llega y se va, pero lo que verdaderamente nos impregna es el recuerdo de los que fueron y los que al año siguiente faltan en el mismo lugar, de lo que parece igual pero es distinto, de lo que recibes y de lo que das, de todo lo que ese día soñado acontece, es el continuo deambular que durante trescientos sesenta y cuatro días nos tiene preparando en nuestras entrañas el sentimiento más bonito que tiene un cofrade: el amor a Dios y a Su bendita Madre.