9 minute read
Aires de verano. Por Grelea
from Hacendera nº6_2017
by editorialmic
AIRES DE VERANO
GRELEA
Advertisement
Todos los jóvenes siempre deseamos que llegue el verano. La libertad de dejar atrás las obligaciones. Aunque el verano nos da uno: divertirnos. La mayoría de nosotros buscamos nuestros proyectos para que el verano se nos haga corto. Y yo soy una experta en este tipo de historias. Este año os escribo estas dos historias para reír, disfrutar y recordar ese aire de verano. Todos tenemos nuestras propias historias de verano y espero poder vivirlas con la mayoría de vosotros para seguir contándoles y llenaros de recuerdos las cabezas. Y si no las conocéis, ya tendréis una historia que sepáis, la mía.
Grelea
El error que llevó a la aventura
Verano. Esa palabra para mí significa libertad y aventura. En el pueblo se vive de una manera muy singular, puesto que en la ciudad la libertad es cambiar de habitación y aventura cruzar la carretera. En cambio, en el pueblo libertad significa no entrar en casa durante todo el día. Por el contrario, la aventura, es meterse en lugares en los cuales siempre acabo con algún moratón; claro, que ya estoy tan acostumbrada a que no me preocupa el mal color que tiene.
En resumen, cada día se vive una aventura, más grande o más pequeña, en un pueblo o en una ciudad, en la calle o en casa, viviéndola o escuchándola… En esta ocasión fue una aventura por error. Que así empiezan normalmente las aventuras. Así que, a disfrutar de la historia y sumergiros en ella, porque aquí empieza mí aventura por error.
Era una tarde de agosto, exactamente el 9 de agosto del 2016, en la cual pasábamos el rato jugando a las cartas. En la partida se encontraba mis primas Olga y Elsa, y mis primos César y Pepe. Maite, la madre de César y Pepe, hacía las tareas del hogar. Después de unas horas de puro aburrimiento se nos ocurrió la idea de dar un tranquilo y relajante paseo por donde antes estaban las vías del tren y donde se encontraban alguna que otra bodega. La entrada estaba en medio de la carretera, y ésta abría paso a una cuesta muy empinada, perfecta para tirarse sin frenos con la bicicleta. Mientras pasábamos por el túnel íbamos gritando y escuchando nuestras voces a través del eco.
Decidimos ir hacia la izquierda en la cual, tras las ramas había un pequeño camino que llevaba hasta una fuente. De ella brotaba el agua más pura y fresca del lugar. Detrás de la fuente, había una rama gigante, llena de otras ramas espinosas. César, Olga y yo miramos un poco a través de ese camino. Realmente, no se podía avanzar mucho más que dos míseros pasos, puesto que rama que tocabas, rama que te pinchaba. Salimos de aquel camino que llevaba a la fuente y volvimos a coger las bicicletas continuando nuestro camino. El paso iba tranquilo y sereno como se esperaba que fuera. Alguna que
otra zarza sacaba sus ramas y, a veces, conseguía clavarnos sus espinas puntiagudas.
Al bajar una pequeña cuesta, decidimos bajarnos de las bicis y pasar por las vías hasta un camino que llevaba a un recinto donde se encontraban algún que otro chopo y, enfrente, el majestuoso río. Desde lo alto, el río parecía no tener fondo y que sus corrientes podían llevarte si te descuidas. No bajamos al río, puesto que se estaba haciendo tarde.
Mientras caminábamos a nuestras bicis contábamos chistes malos: “¿Cuál es el pez que puede sacar a un mono de su jaula? El salmonete.” “¿Cuál es el pez que siempre va mojado? El bacalao.” “¿Qué le dice un árbol a otro? ¿Qué pasa tronco? No te me vayas a ir por las ramas.” “¿Cuál es el colmo de un panda? Que le saquen una foto en color y salga en blanco y negro.” Y así estuvimos hasta llegar a las bicis.
Volvimos a subirnos a las bicis y bajamos por un camino. En un momento no hubo salida, hasta que vimos que entre las zarzas había un camino. Como se hacía tarde decidimos tomar esa ruta. Al cabo de unos segundos nos costaba empujar las bicis, puesto que ni nos podíamos subir en ellas ni eran ligeras, por lo que el trayecto no fue cómodo. No se me olvida mencionar las manos de las plantas, garras que intentaban coger nuestra ropa y nuestra piel para clavarnos sus afilados pinchos y que de nuestro cuerpo brotase al menos una gota de sangre o también aquellos pequeños erizos que se te clavaban en el pie haciendo que tus pasos fueran dolorosos e incómodos.
Llegó un momento en el camino en el cual perdimos de vista a Maite, Elsa y Pepe. Olga tomó la iniciativa de que dejáramos las bicis y siguiéramos andando para ver si había alguna salida. Pero en esa conversación se escuchó un grito. César supo al instante que era su hermano y dejando la bici tirada volvió atrás. Yo así, no podía avanzar, por lo que Olga fue la única que fue a ver si aquel camino de dolor había valido la pena. Antes de irse me pidió la chaqueta para que, si se pinchaba las espinas, se clavaron a la ropa y no a la piel.
Después de un rato gritando los nombres de los que se habían quedado atrás, se escuchó la voz de mi prima Elsa. Cuando llegó a mi lado, le pregunté si estaba bien y ella respondió que sí. Al instante los demás habían llegado y Olga había confirmado que la salida era el manantial en el cual antes habíamos bebido su dulce y refrescante agua.
Olga nos fue diciendo que el trecho que nos quedaba, era un bosque de pinchos y que uno a uno no lo conseguiríamos puesto que la gran rama era demasiado baja. Entonces decidimos montar una cadena. Olga y César llevaron sus bicis con la ayuda de Maite y éstos se quedaron al final para que cuando Maite les diera las demás bicis; ellos las colocaran.
Pepe estaba triste porque se veía culpable de haber cogido ese camino que tanto daño les había hecho. Yo le conté una historia, que ahora no voy a contar, que me hizo ver que un error puede hacerte perder uno de los mejores días de tu vida. Con esa historia Pepe estaba animado cuando llegó Maite. En este caso yo tuve que quitar una rama que le pinchaba para que Pepe pudiera pasar. Las últimas eran la de Maite y la mía, en la cual nos ayudamos mutuamente.
Estuvimos un buen rato en el manantial quitándonos los pinchos más molestos y bebiendo agua como si acabáramos de pasar un desierto. Después, salimos por el camino gritando libertad, puesto que ver solo ramas y ramas, y no de las suaves, el sol era la bendición más grande que había. Llegábamos ya a casa cuando empecé a relatar esta historia. Éramos aventureros pasando por encima del peligro, riéndonos de él a los cuatro vientos! En esta aventura participaron: Maite, la protectora; Olga, la lista; César, el intrépido, Elsa, la más pequeña pero que aguantó como la que más; Pepe, el pensador y yo, bue-
no yo, la ayudante o la narradora. Éramos como los cinco, solo que sin perro y con una persona más.
Tal vez aquella tarde de verano, nos parecía aburrida y sin nada que hacer, pero, para no estar todo el día en el sofá, hace falta una aventura; y tal vez no nos enfrentamos a cocodrilos, ni nadamos con tiburones, ni comiéramos animales, ni saltásemos por lianas, ni aguantamos temperaturas extremas… Pero una aventura era la cual se viven en compañía, haciendo lo imposible para llegar a la meta y que tuviera algún que otro peligro.
Como decía al principio, en la ciudad es peligroso pasar la carretera y en el pueblo es peligroso ir en bici sin frenos, pero tal vez, sobre todo en verano, busquemos el peligro para iniciar aventura.
TORMENTA DE VERANO
Cuando pensamos en verano jamás pensamos en la lluvia. Pero todos conocemos las llamadas tormentas de verano. Aquella noche la lluvia había arrojado tanta agua que la tierra era barro y los charcos eran lagos. Esta historia ocurre en un pueblo vecino: Moscas del Páramo. Era un día cualquiera. Al despertar mi madre me pidió que le llevara una botella de agua a mi tío que estaba en las tierras. Le explicó a dónde teníamos que ir a mi prima Olga.
Cogimos las bicicletas y nos dirigimos con valor al lugar. El sol pegaba fuerte. Íbamos cargadas con dos botellas puesto que no solo estaba mi tío, sino mis primas y mi hermana. El camino era recto y se veía sencillo.
Tras una media hora de marcha vimos los primeros problemas: charcos. Al principio, pasamos por encima de ellos como si nada, hasta que algunos de ellos nos hundían las bicicletas. El más hondo hacía que mi bicicleta quedase hundida hasta casi llegar al asiento. Estábamos llenas de barro.
Pasó otra media hora y no encontrábamos a la familia. Paramos en una zona de hierba. Ahí nos limpiamos un poco. - ¿Seguro que este es el camino?- pregunté yo dudando de la orientación de mi prima-. - Tu madre me dijo que era todo recto y por ahora no hemos cambiado de dirección. - Pero ya es la una y aún no hemos llegado. - Pues quedará aún un trecho. Han ido en coche, así que estará lejos - Siempre van en coche para cargar las cosas. - Pero habrá que seguir. No seas vaga. Y así seguimos durante una hora más. Yo iba mucho más atrás que mi prima. Estaba atascada en un charco y había perdido una chancla. Al salir del charco mi prima solo era una figura en el horizonte. En ese momento, pasaba un motorista que se paró en seco a hablar conmigo. Parecía extrañado de vernos por allí. - ¿A dónde os dirigís? - Vamos a llevar estas botellas a mi tío que están en la tierra. - Pues como sigáis recto vais a llegar al bosque. Será mejor que deis la vuelta porque creo que os habéis equivocado. Al oír esa noticia empecé a gritar a mi prima. Ésta no me oía. El motorista se ofreció a pararla. Al encontrarla le conté todo y su mirada era igual que la mía. Habíamos perdido dos horas de la mañana.
Los charcos seguían tan hondos como siempre. Las bicicletas estaban teñidas de un color marrón. Nuestras uñas no se distinguían entre tanta agua. No quería ni verme. - Tu madre se la va a cargar cuando la vea -dijo mi prima muy enfadada-. - Por supuesto. ¿Dónde podrán estar, si hemos ido por el sitio y no hemos girado? En ningún momento hemos cambiado de dirección…! - Lo único que sé que necesito es una ducha.
Al llegar a casa nos encontramos con mi prima y mi hermana. Al vernos se empezaron a reír. Llevábamos barro hasta las cejas. Mi madre, al vernos, estaba triste por habernos dado mal la dirección. ¡Era por el otro lado! Cuando estuvimos duchadas, prometimos que jamás íbamos a volver a llevar ninguna botella a ningún sitio. Y todo por culpa de aquella tormenta de verano.