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ENTRE LÍNEAS Piel con piel

~Entre líneas~

Por Maritina Romero Ruiz

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Natalia se desliza hasta colocarse junto a la puerta del templo, está deseando salir pero tiene que esperar su turno. La gente comienza a moverse siguiendo un orden riguroso: primero los de la derecha, empezando por los que están más cerca del altar, luego los del centro y por último los de la izquierda. La chica sonríe bajo la máscara, nadie lo notará a menos que observe sus ojos. Se ha fi jado en las mujeres, todas llevan el pelo cubierto por un velo. Hace tiempo que no asiste a ninguna ceremonia y eso le sorprende. Al entrar, un hombre joven le ha pedido que se cubra. Natalia se pone el pañuelo que lleva al cuello y se sitúa atrás. Se siente incómoda, como si unos ojos escrutadores y severos la observaran, como si alguien pudiese adivinar sus pensamientos. Todo el ritual religioso le ha parecido más recargado y ostentoso que nunca y eso tampoco le gusta. Ya en la calle busca la sombra de los árboles, de los edifi cios altos. La falda hasta los tobillos y la blusa de manga al codo le dan calor. Las jacarandas han perdido sus fl ores y la sensación de primavera se diluye en el aire cálido de junio. Se encamina a casa de Ana, su abuela. Hace mucho que no la ve y la echa de menos. Le parece tan sabia, tan serena, tan dulce. No como su madre. Sube la pequeña cuesta, llama al timbre y espera a que la anciana le abra desde lo alto de la escalera. Cuando la ve, siempre le entran ganas de hacer lo que no se puede ni pensar. Porque es peligroso para la salud, malo, pernicioso, impuro. Le dan ganas de rodearla con los brazos y apretarla contra su pecho, de rozar sus mejillas arrugadas con sus labios. Deben ser suaves como la superfi cie pulida de la mesa del comedor, aunque cálidas; como las hojas de papel satinado donde escribe, como sus propias mejillas y el interior de sus muslos. Pero ella no ha besado nunca las mejillas de su abuela ni las de su novio: está prohibido.

La piel de Leo debe ser suave, sus mejillas cubiertas de templo, está deseando salir pero tiene que esperar su vello castaño, ásperas. Su barba, rizada y espesa, debe turno. La gente comienza a moverse siguiendo un or- poseer una cualidad diferente y se muere por tocarla. den riguroso: primero los de la derecha, empezando Y pasar los dedos por su frente, rozar sus labios, tocarpor los que están más cerca del altar, luego los del los con los suyos. Pero es muy peligroso, malo, pernicentro y por último los de la izquierda. cioso para la salud, impuro. Además es pecado. La chica sonríe bajo la máscara, nadie lo notará a me- Debe estar enferma o loca por sentir lo que siente, por nos que observe sus ojos. Se ha fi jado en las mujeres, pensar lo que piensa. Tiene que hablar con la abuela todas llevan el pelo cubierto por un velo. Hace tiempo y contarle lo que le pasa. Como siempre se miran con que no asiste a ninguna ceremonia y eso le sorpren- ojos cómplices y se saludan con gestos inventados de. Al entrar, un hombre joven le ha pedido que se cu- que solo ellas dos entienden. bra. Natalia se pone el pañuelo que lleva al cuello y se sitúa atrás. Se siente incómoda, como si unos ojos Se sientan en el mirador del jardín y mientras toman escrutadores y severos la observaran, como si alguien una limonada, la abuela Ana la escucha. Sabe escupudiese adivinar sus pensamientos. Todo el ritual re- char. Y sabe contar con su voz de terciopelo sin somligioso le ha parecido más recargado y ostentoso que bra. Le cuenta cómo era ella antes de que cambiaran sus vidas de golpe y para siempre. Natalia trata de imaginar cómo sería ese tiempo salvaje en el que la gente se amaba con el alma y el cuerpo. Se tocaban, se besaban, se abrazaban. Los amantes, piel con piel, se entregaban por entero uno al otro sin barreras. La abuela tenía su misma edad cuando se enamoró del abuelo. Estaba embarazada de pocos meses cuando comenzó la pandemia en la que murieron millones de personas y el miedo se apoderó de todos. De todo. —Cuando nació mi niña no pude tocarla ni darle de mamar —dice con los ojos empañados—. Me la quitaron y tuve que aprender a no abrazarla ni besarla, a tocarla con guantes y mascarilla. Por eso tu madre es tan fría —añade. Ana se levanta con difi cultad, tiene mal la cadera, pronto necesitará ayuda y se la llevarán a cualquier Hogar para mayores. Ella no quiere. Siempre ha dicho que le gustaría morir en su casa rodeada de sus cosas; que prefi ere morir sola antes de que la toquen esos robots especializados en cambiar pañales y dar papillas.

La piel de Leo debe ser suave, sus mejillas cubiertas de vello castaño, ásperas. Su barba, rizada y espesa, debe poseer una cualidad diferente y se muere por tocarla. Y pasar los dedos por su frente, rozar sus labios, tocarlos con los suyos. Pero es muy peligroso, malo, pernicioso para la salud, impuro. Además es pecado. Debe estar enferma o loca por sentir lo que siente, por pensar lo que piensa. Tiene que hablar con la abuela y contarle lo que le pasa. Como siempre se miran con ojos cómplices y se saludan con gestos inventados que solo ellas dos entienden. Se sientan en el mirador del jardín y mientras toman una limonada, la abuela Ana la escucha. Sabe escuchar. Y sabe contar con su voz de terciopelo sin som-

Se dirige a las estanterías repletas de libros de papel, cajas de cartón y caracolas marinas. Le muestra fotos de su juventud, sin mascarillas, con pantalón corto, posando abrazada a otras chicas y chicos que sonríen con el mar al fondo. En otra foto está con el abuelo, los dos muy jóvenes. Él la tiene cogida por la cintura, los dos miran a la cámara que ella sostiene. Los ojos brillantes y en sus bocas que saben besar, sonrisas.

Natalia piensa que eso es la felicidad, que merece la pena probar. El año pasado, durante las clases presenciales, escuchó rumores entre los compañeros de la universidad. Se habla de ciertos lugares donde la gente hace el amor y tienen hijos a la antigua usanza. Son zonas desconocidas, remotas, de las que nadie ha regresado. Pero se sabe que existen y alientan la esperanza.

La idea que lleva tiempo rondándole, se cuela persuasiva en su mente. Hoy ya duda de todo. Se pregunta abiertamente si no viven en una Gran Mentira diseñada para manejar a las personas como si fuesen borregos que caminan por donde conviene al pastor. El miedo a morir fue el detonante: es muy poderoso. La excepción se convirtió en regla, la regla en costumbre, en comodidad. Y se acabó por no cuestionar, por no pensar.

Cuando se despide de la abuela tiene un plan. Tiene que proponérselo a Leo. Viajaran con Ana fingiendo llevarla al Hogar de los mayores. Cuando lleguen seguirán hasta las montañas del norte, hasta la aldea perdida donde nacieron sus antepasados. Allí cuidaran de la abuela y ellos podrán tener una oportunidad de amarse, de tocarse no solo con ojos y alma. Y si no pasa nada, vivir. Y si mueren, hacerlo habiendo vivido. La abuela estará de acuerdo. Seguro.

Maritina Romero Ruiz

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