Malaga Mayores Solera nº130 may-jun 2019

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~ Mi mesa camilla ~

Por Nono Villalta

La bici

No era el calor. Ni las primeras sandías. Ni el comienzo de las vacaciones escolares. Ni las camisetas de manga corta. Era la bici.

Cuando el verano empezaba realmente, era el día que mi padre iba al trastero y se presentaba con la bici, con la mía quiero decir. La traía en volandas, como si de un atún enorme recién pescado se tratase. Una bici sucia y polvorienta. Con alguna rueda pinchada. Con cuatro o cinco cromos pegados imposibles de rascar. Con las ruedas torcidas. La cadena desmontada. Mi bici, ahí es nada. Después, sentado en un banquito, mi padre pronunciaba las palabras mágicas que eran el pistoletazo de salida de algo: «Anda hijo, tráeme la llave inglesa y la bomba». Convertíamos la bici en un caballo o en una una motocicleta. La hacíamos galopar o le poníamos un motor cuyo rum-rum lo ibas haciendo con la boca. Era tu forma de estar acompañado, convirtiendo tu cuerpo en la paleta de un pintor: roja la cara, las manos negras, las rodillas amoratadas. Aquello era ser niño, y también una manera de estar solo y jugar, un sillón de psiquiatra portátil y un termómetro que te indica en en todo momento como te encuentras. Hermosas bicis a las que quieren sustituir por patinetes eléctricos. A veces la naturaleza juega malas pasadas, como a mi amiga Pepa Rodero, tenía 14 años

cuando iba sobre una y murió atropellada por un conductor. Atropellar a un ciclista es como arrollar la infancia, arrojar a la cuneta al muchacho que fuiste. Dejar huérfano al verano eternamente. Y convertir muchos pequeños agostos en un invierno gigantesco. Montar en bici no sólo era ver sino también que te vieran, que eras el más rápido, el que derrapaba más fuerte, quien permanecía más tiempo sin manos, el que hacía más caballitos o, incluso, iba más lentamente sin apoyar el pie en el suelo. Y luego en el cole, el día del patrón, las carreras de cintas de las que no conseguías atrapar ninguna y comprendías el valor de ser el último. Ahora sabes que todo a lo que jugabas de niño sobre esa estructura metálica con ruedas lo sigues jugando de mayor. Somos el resultado de nuestra niñez y, en un viaje imposible, pero añorado hacia nuestro pasado, conseguimos atesorar experiencias cuyo significado ha calado tan hondo en nuestra existencia, que su inesperado recuerdo nos traslada hasta ese mismo instante en el que logramos aquel éxito, o en el que surgió el primer amor. Nono Villalta


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