La procesión Cuento de Semana Santa
Aquel
hombre del aljibe
No paraba el crío de bullir, carne creciendo, que dicen. Saltaba de la silla al suelo y de la penumbra de la cocina a la claridad cegadora del patio. No cesaba de corretear asustando al gato y dispersando a las gallinas. De pronto recalaba, como bajel buscando abrigo, en la blanda ensenada de la abuela. Ella, sorprendida, apartaba la aguja de ganchillo, no se fuera a dañar aquel terremoto que trepaba por su regazo. El niño le pedía una adivinanza, y ella, sin pensárselo, le dijo: -- Una cosa como un plato que chilla como un gato. ¿Qué es? --. El chiquillo la miraba de frente con ojos interrogantes, pidiéndole la clave con urgencia. -- Es la garrucha --- Y... ¿ Qué es eso, abuela? --. Entonces reparó ella en que todo había cambiado, aunque muchas cosas parecía que eran las mismas. Miraba la luz de la tarde derramarse por la tapia del corral, primero blanquecina y después dorada. Veía asomar las ramas nuevas de la morera, con el verde tierno de las hojas, y las viejas macetas enjoyadas de flores. Todo parecía igual que siempre, como si el tiempo fuera nada más que una ilusión. Como si no hubiera pasado más que un tris. Pero el naranja hiriente del butano, el gris de la tele y el blanco del frigorífico, junto al retrato sepia del abuelo y a la estampa de la Fuensanta, le estaban diciendo que ya había navegado mucho por el río del tiempo. Sobre todo, cuando pensaba en ella misma, no sabía qué día se habían empañado las lentejuelas de sus ojos, ni cuándo dejaron de remontar el vuelo las palomas de su pecho, ni qué semana se marchitó su boca, ni en qué tarde se había fatigado su cintura. Entonces era cuando ella se convencía de que la luz de la primavera, la seda verde de los árboles, o el despertar de las macetas, no eran las mismas de entonces. Ya no venían para alegrar su carne madura, sino la carne bulliciosa del crío. No resultaba fácil explicarle al chiquillo lo que era una garrucha, una polea para tirar de la cuerda y sacar con el pozal agua del aljibe. Cada inte nto llevaba a nuevas preguntas. No entendía que no hubiesen grifos y se tuviera que tomar el agua con un caldero sacándola de bajo tierra. Ni
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se le ocurrió ya contarle que el aljibe se llenaba con el agua limpia que bajaba por la acequia en la menguante de enero. El tiempo del zagal no era el de ella. Pero, hablar del aljibe era volver a aquella tarde, tan lejana y tan semejante a esta otra. No se explicaba cómo, después de tanto tiempo, siempre le volvían a la mente aquellas imágenes. Otras muchas escenas de su mocedad se le aparecían ya amarillentas y empolvadas. Las de aquella tarde, junto al aljibe, en cambio, le venían siempre frescas y nítidas, limpias y bien enfocadas, como si acabasen de pasar. Nunca había sabido, ni ella ni nadie, quién era aquel hombre que se acercó a pedirle agua, una tarde, cuando ella llenaba el cántaro. Lo había visto acercarse despacio por el carril. Acababa de llegar la primavera pero todavía los mil ramajes de la huerta estaban casi desnudos; apenas empezaban, como ahora, a apuntar las hojicas verdes y amarillentas. Todo estaba lleno de luz. Las sombras de las ramas dibujaban líneas enrevesadas y finísimas sobre el blanco carnoso de la minúscula caseta que cubría el aljibe. A ella le parecía entonces que aquellas sombras tenues y azuladas eran las venillas que surcaban su propio cuerpo desnudo, y se inquietaba al verse ella misma reflejada en el paisaje, a los ojos de todos. El hombre se había ido acercando. Llevaba ropa vieja, el pelo algo largo y la barba de bastantes días. Pero tenía un señorío y una planta que no eran corrientes. -- Nenica, ¿Me das agua? --. Y se sentó en el brocal. -- A nadie se le niega un trago de agua --.