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“Saber a pueblo”. La realidad sobre la sostenibilidad de la carne
from Albéitar 252
by Grupo Asís
Chema Bello
Veterinario, poeta y cantautor www.chemabello.com
RUMIANDO CON EL CLIMA
Patricia salió al balcón y comenzó a aplaudir. Eran las 20:00 h de ya no sé qué día del confinamiento por la covid-19. Vivía en una urbanización cercana a la capital y allí los aplausos no eran tan aparentes como en un edificio en mitad de la plaza de España, pero ella era siempre fiel a la cita. Su hermana era médica en el Hospital General y, aunque hacía ya unas semanas que no la veía, estaba siempre al pie del cañón, jugándosela, ejerciendo esa bonita profesión que tanto sabe de solidaridad y generosidad y que, hasta esas fechas, había sido un oficio más criticado que valorado. Su padre también era médico y había convivido toda la vida con esa especie de entrega vocacional a los demás que caracteriza a esta profesión. Por eso siempre salía a aplaudir, aunque pareciese que lo hacía en soledad. Patricia había estudiado Ingeniería Agronómica en la Universidad Complutense. Obtuvo una beca para personal investigador en el departamento de Producción Animal. Realizó su doctorado y, posteriormente, tras unas duras oposiciones, ingresó como investigadora en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Ahora trabajaba cerca de su pueblo natal, en un centro de investigación del CSIC en temas relacionados con la ganadería de montaña. Durante el confinamiento consiguiente al estado de alarma decretado por el Gobierno, Patricia pasaba muchas horas delante de su ordenador portátil. Todos los días tenía varias reuniones telemáticas con distintos comités de investigación en los que estaba involucrada, así como otras reuniones formativas e informativas promovidas por la misma organización o por empresas vinculadas al sector ganadero, a las que era invitada. Le gustaba la vida alejada del mundanal ruido. Su actividad rutinaria discurría entre
su centro de trabajo, a pocos kilómetros de su casa, y también ubicado en el medio rural, y su hogar en la urbanización, también en un entorno tranquilo y natural. Echaba de menos, durante el confinamiento, las salidas esporádicas a la capital y esos paseos por los parajes cercanos a la urbanización donde Patricia cargaba las pilas. Desde hacía varios años trabajaba en investigación sobre la sostenibilidad de los distintos sistemas de rumiantes en entornos variados. Colaboraba con grupos de expertos de los diferentes ministerios que en los últimos años han llevado la gestión de la agricultura y el medio ambiente. Había estudiado, desde hacía ya varios años, los sistemas de cálculo de las emisiones del ganado vacuno en extensivo. La concienciación social creciente por los temas medioambientales dio un vuelco a las nociones de sostenibilidad, durante muchos años centradas casi exclusivamente en la gestión medioambiental. Los conceptos de sostenibilidad económica y sostenibilidad social cobraban cada vez más importancia y se afianzaban como pilares básicos de la sostenibilidad global. Había visitado distintas áreas peninsulares donde se practicaba la ganadería de montaña y había estado en muchas granjas haciendo encuestas y definiendo los indicadores para evaluar los grados de sostenibilidad económica y social. La viabilidad económica de las explotaciones de montaña se podía medir con determinados ratios económicos y productivos, tal y como había estudiado en la asignatura de Zootecnia en la carrera. Más difícil era medir la sostenibilidad social, es decir, el grado de felicidad, dignidad y reconocimiento de dichas granjas para asegurar su futuro y mantener su vinculación al medio rural, cada vez más desangelado y abandonado. Patricia, después de estudiar muchos datos recabados en el campo y de hacer sus análisis estadísticos y sus correlaciones, consiguió definir unos indicadores válidos y adaptados a la realidad Ibérica, al menos, más adecuados que los disponibles en la bibliografía científica. La formación de los propietarios y trabajadores de las granjas, la participación de la mujer, las condiciones laborales, las vacaciones, las horas trabajadas, las instalaciones para el descanso y el asueto, e incluso el vestuario de los obreros, eran factores que se puntuaban en las auditorías de sostenibilidad social. Durante muchos años, conocedora del mundo rural y experta en ganado vacuno, no dejaba de sorprenderse cuando se hablaba reiteradamente en foros científicos y divulgativos del enorme papel de los rumiantes en las emisiones de gases de efecto invernadero y, por lo tanto, en el cambio climático. No le cabía en su bien amueblada cabeza, ni en sus esquemas científicos, que estos animales tuvieran un efecto mayor en el clima que el todo el transporte junto. Trabajaba desde hacía casi un par de años en un proyecto de sostenibilidad en granjas de rumiantes, auspiciado por una empresa de alimentación animal. Dicha compañía había solicitado los servicios del departamento de Patricia para poder definir un modelo de evaluación y de seguimiento de la sostenibilidad de las granjas en los tres pilares básicos y también en bienestar animal, con el objetivo de la mejora continua. Su centro de investigación tenía convenios con distintas empresas de alimentación, de instalaciones y laboratorios farmacéuticos, que definían proyectos de investigación conjuntos. Era otro ejemplo de la historia del desarrollo de la ganadería desde los años 60 y 70. El centro contaba con instalaciones para poder albergar animales en condiciones muy similares a las de las granjas comerciales, pero equipadas con dispositivos de medición de consumos, jaulas metabólicas y laboratorio para realizar las analíticas pertinentes. Además, tenían acuerdos con ganaderos de la zona para poder realizar ensayos científicos de testaje de alimentos y sus efectos en las producciones o en la salud de los animales. Estaba delante de la pantalla de su portátil contemplando unas imágenes de satélite en donde se comparaba la calidad del aire en el planeta durante esos días de confinamiento y los meses previos. La drástica disminución de los gases de efecto invernadero era palpable, llegando a niveles del 25 % en China. La ralentización de la actividad industrial y la paralización de parte del transporte eran los principales causantes. Entre los medios especializados, Patricia ya comenzó a ver artículos y estudios que claramente desmitificaban el efecto de los rumiantes en las emisiones de estos gases y en el cambio climático. Sintió algo parecido a cuando leyó, casi un año y medio antes, el Informe Steinfield, en el que se recalculaban los efectos del transporte y la ganadería en la emisión de gases de efecto invernadero. Los mismos autores que años atrás habían atribuido a la agricultura y a la ganadería el papel
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de primer protagonista en el cambio climático, rectificaban y reconocían errores metodológicos de cálculo en los primitivos estudios. Pensó en la batalla que había librado diariamente durante tantos años desde su puesto de trabajo, estudiando la metodología de cálculo de las emisiones y dedicando su vida a hacer un mundo más sostenible y con más futuro. Estaba convencida de que ese futuro pasaba por la conservación del mundo rural y, por ende, de la ganadería, sobre todo la extensiva. Pensó en todos esos técnicos y políticos que acudían en sus aviones privados a las sesiones del Protocolo de Kyoto o del Acuerdo de París, para llegar a la conclusión de que tenemos que emitir menos y vigilar la forma de alimentarnos. Luego, una vez en sus lugares de origen y tras la foto de rigor, montarían plataformas y comisionados de alto nivel para preservar a sus países del cambio climático, mientras seguían haciendo lo mismo de siempre. Patricia se sintió algo más aliviada, pero conocía perfectamente el alcance y el papel real de la ganadería en materia de emisiones, por lo tanto, continuó con el mismo criterio que ya tenía. Que se reconociera a nivel de opinión pública el rol real que la ganadería tiene en el sostenimiento del medio rural, así como su importancia medioambiental, era ya una batalla perdida pero estas noticias tal vez hacían concebir esperanzas. Y entonces rememoró su primera salida a hacer deporte que había realizado precisamente esa mañana, cuando se empezaron a suavizar las medidas del confinamiento y comenzaba la “desescalada” propuesta por el Gobierno. Se había puesto un chándal y a las siete y media de la mañana había salido a correr, como hacía todos los sábados del año hasta que estalló esta crisis. Pasó por el sendero que cruzaba la arboleda y divisó a 50 m un par de vacas pastando, comiendo, eructando. El aire era limpio y fresco y sentía la naturaleza correr por sus venas. “Al final va a resultar que no erais vosotras.” pensó. Y retomó el camino hacia su casa.
SESTEO Y CAÑADA
El sol empezaba a dibujar las primeras sombras de la tarde en la pradera que se divisaba desde el corral de Roger. El paraje era precioso. La recién estrenada primavera ya había teñido de un verde intenso la vegetación y los pastos aledaños, haciendo más bonito todavía el típico paisaje de la zona pirenaica limítrofe entre la parte aragonesa y la catalana. No en vano, para llegar a la vivienda de Roger, aneja al corral y la granja, había que recorrer 12 km de pista y adentrarse en zonas más recónditas todavía que la estrecha carretera desde donde salía el desvío. Javier estaba con el distribuidor, hablando con la mujer de Roger, haciendo algo de tiempo hasta que este volviera a casa con el ganado. Ya habían examinado los corderos afectados por la típica diarrea neonatal, habían hecho un par de necropsias y recogido unas muestras de contenido intestinal con unos hisopos. Querían esperar a Roger para explicarle las medidas de prevención y un tratamiento preliminar a la espera de los resultados analíticos. Javier había quedado con el distribuidor de esa zona pirenaica a las 8:30 h. Había acudido a su casa y, tras un desayuno, se habían subido al coche y habían comenzado a visitar ganaderos de ovino. Llevaban ya diez visitas, algunas de ellas de calado y otras más de cortesía, aprovechando la presencia de Javier, que solía subir hacia esos valles una vez cada dos meses. Había terminado su carrera de veterinaria y en menos de un año había comenzado a trabajar como veterinario de campo, eso sí, con un importante contenido comercial en su cometido, en una empresa de alimentos para el ganado en la que llevaba ya casi 15 años. Generalmente, dormía en casa todos los días, aunque, dado su ritmo de viajes, había semanas en las que no veía despiertos a sus dos hijos pequeños de domingo a viernes. Sin ir más lejos, hoy se había levantado a las 5:30 h y a las 19:00 h aún estaba en casa de Roger. Cuando terminasen, volverían a casa del distribuidor y tomarían una caña en el bar acostumbrado, donde apuntarían las visitas realizadas en las agendas y trazarían un plan para el siguiente viaje. Y de allí volvería a su casa donde llegaría seguramente pasada la media noche. Ya había terminado de apuntar en su libreta de recetas los medicamentos y las dosificaciones, así como una serie de consejos de alimentación para las ovejas madres de los corderos afectados, que estaban en el corral todo el día alimentando a sus camadas y sin salir a pastar como el resto de los animales. Comenzaron a escuchar el sonido inconfundible de un hatajo de ovejas, cen-
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cerros y balidos, y a divisar una polvareda a un centenar de metros desde donde se encontraban. Y a los pocos minutos hizo su entrada en el corral un rebaño de unas 700 ovejas con Roger al frente. Le costó aproximadamente diez minutos ir a donde estaba su mujer dialogando con Javier y el distribuidor. Su mujer ya había repartido la paja en los pesebres antes de que llegasen Javier y su acompañante, para que el ganado tuviera alimento durante la noche. La conversación giró en torno a asuntos relacionados con el ganado, con los precios de los corderos y sobre lo sacrificada que era la vida del pastor. Javier, con el papel de las indicaciones que había prescrito para sus animales en la mano, intentaba buscar el momento para mostrarle de forma clara y precisa lo que había visto y así razonar sus recomendaciones. Roger era pastor desde niño. Ayudaba a su padre en los trabajos del ganado los ratos que no estaba en la escuela. A los 14 años comenzó a dedicarse plenamente al oficio de pastor, aliviando a su padre en las tareas propias. Seguía viviendo en la casa que lo vio nacer, entre las mismas paredes, con los mismos parajes y el mismo rebaño. Ahora vivía con su familia, su mujer y sus dos hijos de temprana edad, que le ayudaban sobre todo en las faenas del corral. Roger salía a diario con el ganado. Por las mañanas, volvía a rellenar los pesebres de paja y mientras las ovejas despachaban su desayuno, curaba a los animales enfermos y suministraba el pienso a los corderos y a sus madres. Antes del mediodía salía con el ganado hasta los pastos, cerca del río donde solía hacer el sesteo y aprovechar el descanso de las reses para comer, refugiado en la sombra de los árboles cercanos a la orilla. Pasaba todo el día solo hasta el atardecer, cuando volvía a casa de nuevo. Y así, día tras día. Javier sentía una comprensible ternura por los pastores. Tenía prisa por llegar a casa a ver si había suerte y podía ver a alguno de sus hijos despierto todavía. Era bastante improbable pero las escasas posibilidades merecían la pena. No obstante, respetaba la verborrea de quien ha estado solo muchas horas, muchos días, y se encuentra con alguien para poder hablar. Lo había sentido muchas veces cuando, a la orilla de la carretera, divisaba un rebaño y paraba el coche para hablar con el pastor. Eran conversaciones largas, prácticamente monólogos, en las que los pastores cambiaban a menudo de tema para poder seguir contando más cosas. Escucharles y que se sintieran escuchados y atendidos valía casi más que cualquier buen consejo veterinario. Los ojos de Roger, con el ceño fruncido de tanto mirar en contra del sol, intentaban descifrar la caligrafía de Javier y comprender lo que le estaba diciendo acerca de sus corderos. El distribuidor, avezado comercial y conocedor de primera mano de la vida de los pastores, puntualizaba acertadamente aquellos consejos o recomendaciones que pensaba más importantes o que serían más difícilmente comprensibles para Roger, todavía con ganas de seguir contándole cosas. En su dialecto, medio catalán y medio aragonés castellanizado, Roger les despidió, ya de noche, y agradeció sinceramente su visita. La mujer, que sabía perfectamente que
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teníamos prisa, reclamaba a Roger con insistencia argumentando que la cena estaba preparada. Los 12 km de pista trascurrieron rápidos, con la conversación girando en torno a la vida de Roger y a la de los pastores en general. La mayoría de ellos, salvo los de más enfoque empresarial, no conocían los números de su negocio. Sabían a qué precio tenían que vender los corderos para estimar si ganaban o perdían dinero. Conocían perfectamente a cada una de sus ovejas. Era impresionante ver cómo los pastores podían contar el historial clínico de cualquier oveja, cuando había nacido, quien era su madre e incluso aventuraban con acierto quien era el padre. Javier había presenciado numerosas exhibiciones de memoria de algunos pastores con unos animales que parecían todos iguales. Pero la mayoría de ellos no había visto jamás un balance ni había hecho una cuenta de explotación o el presupuesto de un ejercicio. Su actividad ganadera no era una empresa ni un negocio, era una forma de vida. Conocedores del monte como nadie, sabían dónde estaban las hierbas que podían envenenar el ganado y olían el peligro de los depredadores casi como sus perros, eran los principales cuidadores del entorno natural. Sin saberlo, ayudaban a diversificar las especies vegetales en campos y veredas gracias al polen que sus ovejas portaban en la lana y a las semillas que eliminaban con sus excrementos. Sus ovejas limpiaban la materia muerta vegetal, que podría ser pasto potencial de los incendios. Sin embargo, vivían de una actividad absolutamente ruinosa desde el punto de vista económico. El dinero que costaba producir 1 kg de cordero en vivo era el doble de lo que percibían por él. Vivían gracias a la subvención comunitaria que pagaba una cantidad fija por oveja. La política común europea iba sufriendo reformas encaminadas a gestionar un presupuesto para el ganado cada vez más reducido, poniendo así en peligro toda la labor medioambiental que realizaban. El distribuidor y Javier se apreciaban mutuamente. Con la satisfacción de una jornada productiva que había llegado a su fin, generalmente entablaban conversaciones trascendentes en el trayecto desde la última granja al pueblo donde tenía su casa. Esa tarde trató sobre la creciente preocupación por la desaparición paulatina del oficio de pastor. Aparte de una vida dura de soledad y de privaciones que no atraía a la juventud y ponía en peligro el relevo generacional, estaba el problema evidente del descenso de consumo de este tipo de carne. La prohibición de hacer barbacoas en el monte por miedo a los incendios, el cierre de multitud de mataderos rurales por cuestiones de legislación sobre bienestar animal, entre otras cosas, y la desaparición de la mayor parte de las carnicerías de los pueblos por la imposición legislativa de no poder vender productos elaborados salvo que tuvieran obrador, habían reducido el consumo de carne de ovino prácticamente a la mitad en muy pocos años. Las nuevas formas de vida, cada vez más urbanitas, se imponían poco a poco e irremediablemente, ajenas al menoscabo ambiental y cultural que ello suponía. Las administraciones, más pendientes del voto fácil que de las reformas estructurales pertinentes que podrían poner coto a esta situación, dejaron hacer, dejaron pasar. Tomaron la última caña en el bar habitual, ritual que siempre cumplían terminasen a la hora que fuera. Ambos tomaron nota de las 11 visitas y quedaron emplazados para dentro de unas semanas. Hablarían antes por teléfono varias veces y Javier tendría que llamar a algunos ganaderos para que le hicieran algunas consultas o para intentar solucionar algún problema que se pudiera solventar vía telefónica. Condujo ligero por aquellas carreteras que ya conocía de sobras, que había transitado a todas las horas del día y de la noche. No paró a cenar, prefería picar algo en casa antes de ir a dormir. Detuvo su pensamiento una vez más en su familia. El murmullo del locutor radiofónico que radiaba otro partido de fútbol sonaba como un ruido de fondo que invitaba a la reflexión. Notaba cómo la vida se le escapaba entre los dedos y se dio cuenta del poco tiempo que había disfrutado realmente de su familia. El tiempo pasaba cada día más rápido y notaba, de viernes a viernes, cómo sus hijos habían crecido, habían cambiado. Renunciar al infantil bullicio que se adivinaba por el pasillo cuando abría la puerta y a los abrazos que venían después, era un precio muy alto, un trozo de cielo irrenunciable en un planeta que a veces giraba en torno a algo intangible que no era precisamente el sol. Javier le habló en voz alta a su pequeña: “En cuatro días llegarás a la edad del pavo y yo aquí a 200 km”. “No crezcas tan rápido”, le dijo, “déjate convencer”. Pero tal vez quién se tenía que convencer de algo era él.
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Este artículo es un extracto de la obra Carne de canción
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