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Tres devociones
LOS IMPERIOS, LAS CIVILIZACIONES, le encantaba todo eso de las dinastías de reyes y faraones. Si hubiese ido a la universidad, como su hermano, Pura habría escogido la Literaria de Valencia y se habría licenciado en Historia.
Y lo que era dinero, no faltaba en casa. Sin embargo conoció a Juan y —como era costumbre en los pueblos a principios de los sesenta— cuando ella cumplió dieciocho años, sus padres ya estaban reformando la planta de arriba. De ese modo, al casarse, se instalarían allí y podría cuidarlos en la vejez.
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Aquello tuvo ventajas e inconvenientes. “La Mare” cocinaba el almuerzo y zurcía la ropa de la familia, en especial la entrepierna de todos los pantalones de su nieto, Juanito, que era un bala. A cambio María —así la llamaban— esperaba que su hija Pura la saludase cada vez que salía a dar catequesis o volvía de la reunión de amas de casa. Avisa a “la mare” cuando estés de vuelta, le decía —refiriéndose a sí misma en tercera persona.
Juanito adoraba a su abuela materna, porque cada viernes —al volver de la Facultad de Medicina— le había guardado un platito de albóndigas con piñones y canela sólo para él. Y ya de niño, cuando le pedía merienda, ella no tardaba ni cinco minutos en ponerse el delantal y freírle unos buñuelos de calabaza exquisitos, agujereando la pasta con el pulgar justo antes de echarla en el aceite hirviendo.
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Pura no era de malcriar a su hijo. Se entretenía más mirando el escaparate de la agencia de viajes por el puro placer de imaginarse en un crucero por el Mediterráneo. O marcando con cruces en un atlas los lugares que algún día visitaría: San Petersburgo, Londres, Chichén Itzá. Y es que sólo había visto Roma en el viaje de novios, porque su marido resultó ser el tipo que se pasaba la semana rellenando la quiniela y el domingo siguiendo la liga de fútbol para comprobar los resultados. Y a ella, que tampoco llegó a entenderse con su hijo adolescente, se le iba la vida con las piernas arrimadas al brasero. Con todo, Juan fue un buen compañero, y Pura lo echó mucho en falta cuando murió antes de hacer los cincuenta de un ictus cerebral. Pero, pasados unos meses, pensó que tal vez por fin había llegado su momento de ver el mundo.
Mientras se presentaba la oportunidad, ella procuraba salir cada tarde, qué menos que distraerse. Le preparaba la cena a su madre ya octogenaria bien prontito, y la mandaba a dormir al anochecer. Pero a la abuela no se le ocurría otra cosa que despertarla de madrugada, así que acabó por machacar un somnífero en el mortero y ponérselo en la yema del huevo pasado por agua. Y con eso, todas contentas.
El verano en que la parroquia organizó una excursión a Fátima, Pura bailaba en un pie. Se compró una maletita con ruedas, unas deportivas y un neceser con cerradura. Y hay que ver la mala suerte: justo entonces a su madre le diagnosticaron una enfermedad coronaria.
La hija se rebelaba ante la injusticia. Porque fíjate tú, que a su hermano poco le había importado vivir a centenares de kilómetros de una madre viuda, y sin embargo estaba mal visto que ella la dejase sola. Total, ¿qué le podía pasar, en unos días?
El caso es que Pura no pudo ver el santuario ni estrenar su maleta. Y, para cuando entró el otoño, “La Mare” ya llevaba semanas arrastrando
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una bronquitis cabezona. La hija bajaba a sus horas para administrarle la codeína y los mucolíticos, pero los fines de semana encargaba a Juanito que durmiese en la planta baja para vigilar a su abuela.
El día de Todos los Santos, Juanito se colgó el fonendo para explorar a su abuela María, como cada sábado. —A ver, abuela, enséñame el escote, venga. —La abuela se reía, feliz de tener un nieto futuro médico.
Le auscultó la espalda, el lado izquierdo, luego el derecho. El ritmo cardíaco era totalmente irregular. Repitió la operación y el corazón castañeteaba. “Dios, ¿esto qué hostias es?” Nervioso, dio una voz y su madre acudió a la habitación. —La abuela tiene el corazón como una cafetera. ¿Cuánto jarabe se toma? —Lo que le prescribieron, una cucharada cada seis horas. —Y le das los antiarrítmicos y la Digoxina, claro. —Pura le enderezó la medalla de la Virgen del Carmen encima del camisón. —Ah, eso. Bueno, las pastillas del corazón se las retiré, de momento. —¿Que has hecho qué? ¿Cuándo se las quitaste? —Ay, pues no me acuerdo. Quizás hace una semana. ¿No dicen que no es bueno mezclar medicamentos?
Pura alisó el embozo, que le quedó divino, planchadito como el mantel del altar de la parroquia. Ya ves su hijo, ahora iba a venir ese mocoso a enmendarle la plana a ella.
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Mariana Toro Nader
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Mariana Toro Nader (Pereira, 1992). Periodista y escritora con publicaciones en revistas como Semana, Soho, Arcadia, El Malpensante, y actualmente en CNN en Español. Estudió Comunicación y Ciencia Política - Relaciones Internacionales en la Universidad Javeriana de Bogotá. Ha (re)plantado un cactus, no ha tenido un hijo y está escribiendo un libro.
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