El Callejón de las Once Esquinas #6

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EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS Número 6

Junio 2018


El Callejón de las Once Esquinas

EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS

Revista de letras agitadas por el cierzo Número 3 ­ Septiembre Número 6 - Junio 20182017

Revista de letras agitadas por el cierzo

EDITA El Callejón deEDITA las Once Esquinas Zaragoza El Callejón de las(España) Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530-481X ISSN 2530­481X COORDINACIÓN Patricia Richmond COORDINACIÓN Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Esparvero FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contrario, de bancosexcepto libres mención de derechos, como Imágenes: en contrario, Pixabay y otros. de bancos libres de derechos (Pixabay, PhotoPin, Wikimedia). CONTACTO 11esquinas@gmail.com CONTACTO 11esquinas@gmail.com Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es Twitter: @11Esquinas Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es Facebook: Twitter: @11Esquinas www.facebook.com/11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas Todosloslosrelatos relatos son son propiedad propiedad de Todos desus sus autores. autores. 2

PORTADA "Discovery" AUTORA

Lora Vysotskaya lora-vysotskaya.deviantart.com La ilustración se ha reproducido con permiso de la autora.

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Número 6

CONTENIDOS Plaza Aragón ....................... 4 Escritor invitado:

Andrés Neuman

Calle Predicadores ............. 15 Relatos llegados de España, Perú, Venezuela, Argentina, México, Chile, Colombia, Uruguay

Glorieta de Cunchillos ..... 172 Relatos ganadores del Certamen Literario 2018

Camino de las Torres ....... 176 Autoedición

Isidro Moreno Carrascosa

Realidad Te rodea. Te empuja. Te exige solemnidad. Y tú la acatas, seguro de conocer el espesor de los muros que gobiernan tu existencia. Pero, espera, ¿qué es eso? ¿Una grieta? Acércate, fíjate bien. Deja que se disipen las sombras y observa lo que la realidad no quiere que descubras. Lo impensable, lo inesperado, lo increíble, existen y se ríen de ti detrás de la pared que te enseñaron a pintar con brochazos grises. Espera a que tus ojos se acostumbren a la luz del cielo azul, siéntate, mira a través del túnel y disfruta... ...de las historias que hemos venido a contarte: algunas, pintadas, como la que ha creado para nuestra portada la artista ucraniana Lora Vysotskaya; otras, rescatadas de las ruinas, como las del escritor Andrés Neuman, el invitado de este número; historias lanzadas al viento y que han aterrizado en el Callejón gracias a los amigos que participaron en nuestra convocatoria; y los relatos que un hombre valiente, Isidro Moreno, se atrevió un día a autoeditar para entretenernos a ratos. Todo esto es lo que vas a encontrar en el sexto número de El Callejón de las Once Esquinas: lee, comparte y escribe… la séptima convocatoria ya está en marcha.

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El Callejón de las Once Esquinas

PLAZA ARAGÓN FIRMA INVITADA

Fotografía de Pepe Marín

ANDRÉS NEUMAN El escritor total

Andrés Neuman nació en Buenos Aires en 1977. Sus padres, músicos, deci-

dieron exiliarse por motivos artísticos y políticos. Por eso, desde los catorce años, vive en Granada, de cuya universidad fue profesor de literatura latinoamericana, después de cursar en ella Filología Hispánica. Con solo 22 años llegó a la final del premio Herralde por su primera novela, Bariloche. Alcanzar la fama como joven promesa literaria del panorama español no le privó de su característica más representativa: su visión del mundo desde una tierra de nadie o entre dos orillas. Su condición de extranjero, esa identidad escindida y conformada por sus dos yo, el argentino y el español, es reconocible en toda su producción, pero, especialmente, en las novelas Una vez Argentina y El viajero del siglo. Esta última, que obtuvo los premios Alfaguara y el de la Crítica, concedido por la Asociación Española de Críticos Literarios, es considerada por muchos estudiosos su mejor obra. En ella reflexiona sobre los conceptos de identidad, memoria, historia y lengua, como frontera, o el viaje, como vía de escape. Escritor total, su prolífica producción literaria abarca géneros como la poesía, la novela, el cuento, la microficción, el ensayo y la traducción. Además, publica artículos en periódicos españoles y argentinos y su blog, Microrréplicas, está considerado uno de los mejores en lengua española. 4


Número 6

Escribo porque de niño sentí que la escritura era una forma de curiosidad e ignorancia. Escribo porque la infancia es una actitud. Escribo porque no sé, y no sé por qué escribo. Escribo porque sólo así puedo pensar. Escribo porque la felicidad también es un lenguaje. Escribo porque el dolor agradece que lo nombren. Escribo porque la muerte es un argumento difícil de entender. Escribo porque me da miedo morirme sin escribir. Escribo porque quisiera ser quienes no seré, vivir lo que no vivo, recordar lo que no vi. Escribo porque, sin ficción, el tiempo nos oprime. Escribo porque la ficción multiplica la vida. Escribo porque las palabras fabrican tiempo, y el tiempo nos queda poco. Andrés Neuman

La diversidad de facetas condiciona su forma de escribir, una de las más hermosas y deslumbrantes de la literatura actual. Así, como él mismo explica, en su poesía trata de no perder de vista una intención narrativa o de construcción de un personaje. En la narrativa le atrae el concepto rítmico de la prosa y la elaboración de imágenes. Concibe los ensayos como textos literarios. Y, seguramente por influencia de la educación musical recibida de sus padres, concertistas de violín y de oboe, en todas sus obras lima y prepara, como el músico que afina su instrumento, la voz escondida en la historia o en los personajes, antes de comenzar a escribir. Es también un destacado estudioso y divulgador de la narrativa breve. Defensor de lo fragmentario y de lo mínimo —es autor de microrrelatos, aforismos, microensayos, haikus—, contempla la renuncia de lo superfluo como una ambición renovadora, experimentalista, para superar las formas canónicas en busca de otras capaces de plasmar la nueva visión del mundo marcado por la prisa y el impacto de las nuevas tecnologías de la comunicación. Andrés Neuman es, sin duda, un escritor que seduce, que vive para contar historias. Su lectura fascina, conmueve, obliga a reflexionar sobre temas universales, como la soledad, la incomunicación, el tiempo, la muerte, la memoria… o la belleza de las cicatrices, idea sobre la que ha construido su última novela, Fractura. Me mostró sus cicatrices. Un fino entramado en los antebrazos y la espalda. Parecía transportar un árbol. Luego él vio las mías. Nos sentimos livianos, un poco feos y muy bellos. Dos supervivientes. Fractura (2018) 5


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DODECÁLOGO DEL CUENTISTA I Contar un cuento es saber guardar un secreto. II Aunque hablen en pretérito, los cuentos suceden siempre ahora. No hay tiempo para más y ni falta que hace. III El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento, o su muerte por asfixia. IV En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, paradójicamente, si es demasiado brillante se olvida pronto. V Los personajes no se presentan: actúan. VI La atmósfera puede ser lo más memorable del argumento. La mirada, el personaje principal. VII El lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos. VIII La voz del narrador tiene tanta importancia que no siempre conviene que se escuche. IX Corregir: reducir. X El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación. XI En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto. XII Narrar es seducir: jamás satisfagas del todo la curiosidad del lector.

ANDRÉS NEUMAN

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LOS LIBROS DE ANDRÉS NEUMAN

POESÍA Métodos de la noche (Hiperión, 1 998) El jugador de billar (Pre-textos, 2000) El tobogán (Hiperión, 2002) La canción del antílope (Pre-textos, 2003) Mística abajo (Acantilado, 2008) Gotas negras (Plurabelle, 2003, y Berenice, 2007) Sonetos del extraño (Cuadernos del Vigía, 2007) Década. Poesía 1 997-2007 (Acantilado, 2008) Alguien al otro lado (La Veleta, 2011 ). Libro-disco. Patio de locos (Estruendomudo, 2011 ) No sé por qué (Ediciones del Dock, 2011 ) Vivir de oído (Almadía, 2011 ) Vendaval de bolsillo (Almadía, 201 4) NOVELA Bariloche (Anagrama, 1 999) La vida en las ventanas (Espasa, 2002) Una vez Argentina (Anagrama, 2003) El viajero del siglo (Alfaguara, 2009) Hablar solos (Alfaguara, 201 2) Fractura (Alfaguara, 201 8) CUENTO El que espera (Anagrama, 2000, y Páginas de Espuma, 201 5) El último minuto (Espasa, 2001 , y Páginas de Espuma, 2007) Alumbramiento (Páginas de Espuma, 2006) Hacerse el muerto (Páginas de Espuma, 2011 ) AFORISMOS El equilibrista (Acantilado, 2005) Barbarismos (Páginas de Espuma, 201 4) Caso de duda (Cuadernos del Vigía, 201 6) LIBRO DE VIAJES Cómo viajar sin ver (Alfaguara, 201 0) Tocado por la gracia. Ningún buen lector dejará de percibir en sus páginas algo que solo es dable encontrar en la alta literatura, aquella que escriben los poetas verdaderos. La literatura del siglo XXI pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre.

Roberto Bolaño

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Nuestro agradecimiento a Andrés Neuman por su permiso para publicar en El Callejón de las Once Esquinas el relato Después de Elena, incluido en su libro Hacerse el muerto, de la editorial Páginas de Espuma.

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Después de Elena Andrés

Neuman Me propuse dos cosas simultáneas: volver a fumar y anunciar a mis enemigos que los perdonaba...

DESPUÉS DE LA MUERTE DE ELENA, decidí perdonar a todos mis enemigos. Nos tranquiliza creer que las grandes decisiones se toman poco a poco, se gestan con el tiempo. Pero el tiempo no gesta nada. Solo erosiona, resta, rompe. Cambié de orden los muebles. Desalojé sus cosas. Limpié a fondo su estudio. Una semana más tarde, doné toda su ropa a un hospicio. Ni siquiera sentí el consuelo de la beneficencia: lo había hecho por mí. Siempre había imaginado que perder a la persona amada se parecería a abrir un hueco infinito, a inaugurar una carencia permanente. 9


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Cuando perdí a Elena, sucedió todo lo contrario. Me sentí clausurado por dentro. Sin objetivos, sin deseos, sin temores. Como si cada día fuese la prórroga de algo que en realidad había concluido. Seguí yendo a la facultad, no tanto por aferrarme a mi rutina o mi salario. Con los estúpidos ahorros que habíamos reunido para quién sabe cuándo, más el dinero de la póliza, podría haberme permitido una excedencia. Continué con las clases solo por comprobar si, con la joven evidencia de los nuevos estudiantes, lograba convencerme de que el tiempo seguía transcurriendo, de que el futuro existía. Una tarde cualquiera, mientras repasaba mi lista de teléfonos en busca de algún nombre agradable, me propuse dos cosas simultáneas: volver a fumar y anunciar a mis enemigos que los perdonaba. Lo primero era un intento de demostrarme que, aunque Elena ya no estuviese, yo seguía respirando. De llamarme a mí mismo la atención sobre el hecho de que sobrevivía a cada cigarrillo. Lo segundo no lo planeé. No hubo bondad. Lo percibí como algo inevitable, consumado de antemano. Simplemente vi en mi agenda los nombres de Melchor, Ariel, Rubén, Nora. Al principio traté de evitar la idea. Pero con cada fósforo que encendía (siempre he preferido la lentitud de los fósforos a la inmediatez de los encendedores), yo pensaba: Melchor, Ariel, Rubén, Nora. Melchor me odiaba porque nos parecíamos. Dos personas con ambiciones semejantes se recuerdan continuamente sus propias mezquindades. Yo lo odié desde el principio. Aunque también lo admiré, cosa que dudo que él hiciera. No porque Melchor fuese peor que yo, sino por vanidad mía: lo que admiraba en él era todo eso que, de alguna forma, me enorgullecía de mí mismo. Y me disgustaba que Melchor no lo reconociese también en mi persona. Durante 10

algún tiempo me engañé considerándome más noble que él. Con el paso de los cursos y las reuniones de departamento, acabé comprendiendo que esa admiración no correspondida se basaba en una brutal coherencia por parte de Melchor. Para él, si éramos enemigos, eso éramos. Lo más miserable de él era su pose desinteresada. Se me hacía insoportable esa manera de codiciarlo todo con cara de humildad. Semejante impostura, que para mí era tan ostensible como un paraguas bajo el sol, le reportó numerosas adhesiones. Melchor tenía a más de medio departamento de su lado, y sus acólitos repetían religiosamente la cantinela de que era un hombre recto, insobornable y ajeno al mercadeo de influencias en el que todos los demás caíamos. Esto, y no su reconocimiento académico, era lo que más me exasperaba. Durante los primeros tiempos hice algún que otro intento de acercamiento, no sé si por debilidad o por estrategia. Pero Melchor se mostró inflexible, me rechazó sin ningún tacto y me dejó dos cosas claras. Que jamás se rebajaría a la diplomacia conmigo. Y que en su fuero íntimo me temía tanto como yo a él. En los últimos años apenas nos habíamos dirigido la palabra. Algún saludo aislado, de sardónica cortesía, en tal o cual conferencia. En esas oportunidades, en cuanto yo pasaba cerca, Melchor corría a rodearse de los suyos y se esforzaba por parecer indiferente. Mi táctica era distinta: me detenía a hablar con sus lacayos, me mostraba extremadamente cordial con ellos, y al continuar mi camino disfrutaba con la idea de haber sembrado ciertas dudas en su grupo. Mi enemistad con Ariel era bien distinta. Quizá fuese más violenta. Aunque por eso mismo resultaba más inofensiva. Ariel era, digamos, un envidioso clásico. Y, como todos los envidiosos clásicos, su furia se volvía de manera irremediable contra sus propios intere-


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ses y le iba arrebatando la poca felicidad de la que disponía. Como él era capaz de provocarme cierta agresividad impropia de mi carácter, muchos supusieron que lo consideraba mi peor enemigo. Sin embargo yo detectaba algo purificador en mis arranques de ira contra Ariel, y bajo esa hostilidad creía percibir un pequeño, asombroso resquicio de piedad. Los seres torturados cuentan con esa ventaja: obtienen de nosotros, no sé si injustamente, mayor benevolencia que aquellos que mantienen intacta su capacidad de goce. El dolor gratuito de los demás nunca nos ofenderá tanto como su felicidad bien ganada. Mientras Ariel estuvo por debajo en el escalafón académico, nos hizo la vida imposible a tres o cuatro compañeros. Cuando al fin obtuvo su plaza fija, pareció apaciguarse y entre nosotros se fraguó una de esas falsas camaraderías en las que yo tan bien he sabido desenvolverme. Por supuesto, jamás bajé la guardia. Continué vigilando sus movimientos, y procuré valerme de su presunta complicidad cada vez que hubo un conflicto en el departamento. Me consta que Ariel hizo lo mismo. Sé que fue él quien, hace años, se encargó de hacerle llegar a Elena el rumor de que yo me acostaba con una alumna. Como la comunicación con Elena (aquel tesoro nuestro) nos permitió aclararlo, nunca le hice saber a Ariel que había descubierto su maniobra. Dejé correr el asunto y me dediqué a contemplar con satisfacción y lástima cómo, siempre soltero, siempre falto de amor, él seguía consumiéndose de envidia. Cuando me telefoneó para darme el pésame, la última frase que Ariel pronunció se me quedó atravesada en la garganta: «No puedo ni imaginarme lo que debe de ser perder a una mujer como Elena». Sigo sin saber si fue un gesto de conmovedora franqueza, o el dardo más cruel que

me haya lanzado. ¿Qué podría decir de mi enemistad con Rubén? Fue sin pasiones. Carente de exabruptos. Más que un acto bélico, odiarnos era una rutina. Hubo algo inexplicable y fascinante en el modo en que, desde el principio, ambos nos reconocimos tranquilamente como antagonistas. Elena insistió en presentarnos una mañana de invierno, con ese alegre entusiasmo suyo al que era imposible resistirse. Rubén y yo nos dimos la mano, nos miramos a los ojos y supimos que nunca seríamos amigos. Él jugó sus cartas, yo las mías. Él puso cara de asco, la misma con la que vive, y yo le sonreí con mi más ejemplar hipocresía. Aunque desde ese día no dejamos de desearnos lo peor, creo justo añadir que ninguno de los dos movió un solo dedo en contra del otro. Éramos como dos equilibristas avanzando por cuerdas paralelas: se trataba de ver quién caía primero. Incluso, convocados por Elena, llegamos a comer juntos con cierta frecuencia. Rubén, por descontado, siempre quiso acostarse con ella, si es que no llegó a hacerlo. Por eso mismo, porque sé que él la deseaba tanto, estoy seguro de que, cuando vino a casa a darme el pésame, su tristeza era auténtica. No podría dejar de incluir a Nora en mi lista de enemigos. Creo que, en la mayoría de los casos, he sido un hombre que se ha llevado bien con las mujeres. Es decir: que ha sabido escucharlas, disfrutar de su compañía por encima o además del sexo, e intuir qué clase de cosas hieren su dignidad. Esto último es, probablemente, lo único importante. Al menos eso me decía Elena, que siempre me consideró mejor de lo que soy en realidad. Pero con Nora ninguna de esas supuestas cualidades pareció servirme. Bastó con que, siendo estudiantes, yo cometiese la imprudencia de acostarme con ella durante una temporada, para tener que lidiar con su inteligente 11


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fantasma durante el resto de mi vida. Nora reaparecía una o dos veces al año, discreta en apariencia y secretamente resentida. Poniendo cara cómplice, me contaba que alguien había hablado mal de mí. Me recordaba, como al pasar, la traición de algún ex compañero. Mencionaba entre risas cualquier anécdota en la que yo hubiera tenido un comportamiento bochornoso. Lamentaba lo mucho que ella me había querido y lo poco que yo la había querido a ella. Me preguntaba por mi matrimonio. Y desaparecía por un tiempo. Yo me quedaba sumido en un difuso malestar. Cuando ya empezaba a disiparse, Nora me escribía de nuevo para informarme de alguna catástrofe íntima o ponerme al día sobre sus amantes. Recuerdo cómo a Elena, que rara vez detestaba seriamente a nadie, se le revolvía el estómago al saludarla. Decía que Nora rechinaba los dientes cuando sus mejillas se rozaban. A estas alturas, se impone una pregunta lamentable: ¿por qué no rechacé entonces a Nora? ¿Por qué, en vez de mantener pasivamente nuestra remota amistad juvenil, no me atreví a expulsarla de mi vida? Las razones son varias, y ninguna de ellas me absuelve. En primer lugar, la culpa actuaba en mí como un sórdido freno. Alguna vez había lastimado a Nora. Esa certeza me pesaba. Con una mezcla de temor y vanidad, prefería no deteriorar más mi imagen ante una persona potencialmente vengativa como ella. Elena solía reprocharme mi excesiva compasión hacia Nora. En eso se equivocaba. La culpa es incapaz de compadecer: el culpable solo busca su propio alivio al atender al otro. En segundo lugar, había algo desvalido en Nora que, de forma involuntaria y supongo que arrogante, me empujaba a asistirla. Por lo general, he intentado evitar el paternalismo. Elena jamás me lo consentía. Pero Nora, no sé cómo, lograba despertármelo. En último lugar, 12

debo reconocer que, pese a todo, seguía deseando a Nora. Deseándola con una especie de rencor carnal. Su conducta me indignaba y su presencia me excitaba. Hay personas que tienen la virtud de volvernos más luminosos, como Elena. Y otras que poseen la molesta facultad de recordarnos lo oscuros que somos, como Nora. De algún modo, eso es un mérito. El día de la decisión, no lo pensé dos veces. Y, mientras encendía un fósforo tras otro, fui telefoneando a Melchor, Ariel, Rubén, Nora. Nada me pareció más lógico que su incredulidad inicial. Yo habría desconfiado incluso más de lo que ellos desconfiaron de mí. Quizá la pérdida de Elena contribuyó a que me creyesen. El recuerdo de la muerte nos hace conmovedoramente propensos al sí, y melancólicamente temerosos del no. Así que mis enemigos tuvieron pena de mí, por mucho que me odiaran. Eso quizá demuestra lo relativo que es el odio. En cuanto oyó mi voz, Nora me preguntó si seguía solo. Tomé aire y le contesté que solo necesitaba hablar. Primero ella se puso a la defensiva, como temiendo algún reproche. Pero, cuando nos citamos en un café, no tardó más de dos horas en confesarme entre lágrimas lo que llevaba callando veinte años. Bastó que yo mencionara algunos de mis errores, que le hiciera ver que sabía que no había sido honesto con ella y le confesara cuánto me había hecho sufrir, para que Nora se volcase en un admirable, y a ratos salvaje, ejercicio de autocrítica. Ignoro cuál de los dos se sintió más sorprendido con la situación. En vez de arriesgarnos a prolongar el encuentro, nos despedimos con cautela justo antes de la hora de cenar. De mis otros tres enemigos, Ariel fue el más receptivo. Quizá porque todo envidioso clásico esconde a un admirador


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contrariado. Rubén, al principio, no se mostró demasiado comprensivo ni inclinado a las confidencias. Pero mis argumentos fueron tan ásperos y carentes de rodeos que no pudo evitar marcharse emocionado, por mucho que procurase ocultármelo hasta el sobrio abrazo de la despedida. La conversación con Melchor fue más tortuosa. Llegué a pensar que mis esfuerzos con él caerían en saco roto. Si tuviera que elegir unas pocas palabras de todas las que le dije en nuestro encuentro, quizá serían estas: «Te digo la verdad, precisamente porque a ti te he odiado más que a nadie». Melchor comprendió que semejante declaración de hostilidad solo podía provenir de una intención sincera. A mis cuatro enemigos los empujé a admitir que me consideraban una persona detestable. Que me habían deseado lo peor en numerosas ocasiones. Que se habían alegrado de cada uno de mis fracasos. Pero, sobre todo, les hice ver que los comprendía muy bien, porque yo había sentido exactamente lo mismo con respecto a ellos. Que había llegado a soñar que sufrieran, perdieran sus trabajos o tuviesen algún tipo de accidente. Que había intentado excusarme de todo ello pretendiéndome moralmente superior, o movido por causas más decentes que las suyas. Y que no nos servía de nada negar esas cosas ni avergonzarnos de ellas, porque al fin y al cabo todos, ellos y yo, nosotros y nuestros peores enemigos, moriríamos pronto. Y que vivir odiando era mucho peor que morir queriendo. Al final de mis charlas con Melchor, Ariel, Rubén y Nora no me sentí feliz (feliz no es la palabra después de Elena), pero sí más dueño de mi dolor. En las cuatro ocasiones, lloré en algún momento frente a mis enemigos. Y en cada una, excepto Melchor, ellos me acompañaron en el llanto. Como contrapartida, Melchor fue el primero en tomar

la iniciativa conmigo. Una semana después de nuestro encuentro, se acercó a mi despacho para invitarme a almorzar. ¿Qué puede dañarnos más? Si no se está preparado para amar a los otros, ese amor mutilado, ese fracaso de nuestro bien, ¿nos consuela o nos tortura? No podría precisar cuánto tiempo pasó hasta que volví a sentirme mal, y decidí celebrar aquella reunión en casa. Fue doloroso, y al mismo tiempo extrañamente tranquilizador, contemplar por primera vez a Melchor, Ariel, Rubén, Nora, por quienes tanto había sufrido en el pasado, reunidos en mi casa, sonrientes. En la misma casa donde yo había amado a Elena y le había hablado mal de ellos en tono confidente. Para facilitar la empatía entre mis cuatro invitados, me encargué de que hubiera música alegre y alcohol en abundancia. Todos llegaron más o menos puntuales (la última fue Nora) y los fui presentando con naturalidad. A excepción, claro está, de Melchor y Ariel, que ya se conocían de la facultad. Quizás aquella fuese la primera vez que se reunían de noche. Superados los primeros gestos de incomodidad, debo decir que pronto la conversación se volvió amena y, por momentos, cómica. Con el paso de las horas, incluso nos permitimos bromear sobre nuestras antiguas disputas. Melchor estuvo ocurrente, insólitamente dicharachero. Tanto, que hasta diría que Ariel experimentó unos retorcidos celos y buscó mi aprobación con ansiedad. Rubén mantuvo su perfil contenido, sin por ello dejar de mostrarse simpático y cortés. Nora alternó fases de silencio pensativo con raptos de euforia expansiva. Durante uno de ellos, hizo amago de besarme. Sin necesidad de que yo me apartara, ella misma rectificó su movimiento y terminó posando sus labios en una de mis mejillas. Cerca de la madrugada, con unas 13


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cuantas copas de más, reclamé la atención de mis cuatro invitados. Alcé un brazo y exclamé que brindaba por todos los que se conocían de verdad, es decir, sin inocencia. Melchor, Ariel, Rubén y Nora secundaron mi brindis entre aplausos. Seguimos descorchando botellas. Nora y Rubén se pusieron a bailar con las cinturas unidas. Me chocó observarlos. Ariel se sentó a mi lado para hablarme en voz baja de disputas académicas. Melchor se puso a curiosear entre mis libros y discos. Yo fumé hasta perforarme la garganta. Un poco más tarde, no recuerdo a qué hora, anuncié que bajaba a la calle para comprar tabaco. Nora se acercó, me echó un brazo alrededor del cuello y, poniendo una de sus caras de pena, me pidió que le trajese otro paquete. Yo le dije que sí. Sonreí. Los miré a todos. Melchor, Ariel, Rubén, Nora. Después salí de la casa y cerré la puerta con llave.

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CALLE PREDICADORES Eduardo Martín Zurita Raúl Ariel Victoriano Mar Blanco Antonio Bolant Luisa Horno Ricardo Alberto Bugarín Sergio Allepuz Carlos Enrique Saldívar Michel M. Merino Luis J. Goróstegui Manuel Bocanegra Yeimi Almanza Manuela Vicente Benjamín Recacha Gleiber Alvarez Silvia Zuleta Isidro Moreno Plácido Romero Enrique Mochón Esparvero Carmen Martínez Marín Carmelo Carrascal Ángel Saiz Mora

17 22 31 35 38 40 41 49 51 55 61 62 64 65 73 75 78 80 81 85 87 88 89

Nuestra galaxia Escarcha Azahara El fotógrafo de la niebla Aburrimiento Juegos de salón Lidia Encuentro nocturno La bestia interior El tesoro Flêmant Perra vida Compañero Pintor de haciendas La mujer de la montaña En el fondo Haría un último esfuerzo El peso de la conciencia Mar en calma El incendio La imprudencia del astrónomo Elixir para la vida Eva 2018 Ensayo general

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María Jesús Fernández 93 Ser de Aire Raúl Garcés 96 Remedios Ignacio Urtiaga 97 Los peces del rey Héctor Daniel Olivera Campos 100 El club de los 27 Manuel Menénez 105 El extraño caso del visitante nocturno y la harina Gloria Esperanza Navarro 108 Con sabor a croqueta Juana María Igarreta 110 Un beso de gratitud Esperanza Tirado 111 Un café con alma Pablo Núñez 114 La reina del mercado Edward Alejandro Vargas 116 Despertar Héctor Núñez 118 El deshollinador Luis Antonio Beauxis Cónsul 122 Azul ceniza Ana María Palacios 128 Añoranza Cristina Aguas 130 Los rusos no se enteran Jean Durand 138 Un verano en el campo Enrique Angulo 141 Vidas paralelas Gloria Arcos 149 La sorpresa Lluis Talavera 150 Hoculta Damaris Gassón 152 Tan solo el karma María Jesús Briones 154 Paraíso nuestro Iñaki Ferreras 158 ¡Vive... o muere! María José Sánchez 161 Guau Armando Cervantes 163 A través del espejo José A. García 167 Nata Patricia Richmond 170 La palabra del cronista

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Nuestra galaxia

Eduardo

Martín Zurita

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Habíamos hecho el trueque por nuestra galaxia del sistema solar... Hubiera oído disertar sobre la espuela de las mareas, en este invierno de tanta agua y tanto frío. Lo hubiéramos escuchado ella y yo. Pero Arminda tiraba infinitamente más que las clases de Astronomía, que eran para mí algo especial. Se lo comenté, aunque sin poder llamarla por su nombre. Todavía no lo sabía. Sentados, el reloj del aula nos miraba como un sol interminable que tuviese algo que decirnos. Nosotros nos contemplábamos como pudieran haber puesto los ojos, de tenerlos, uno en otro, dos planetas. Por el campus, Arminda me confesó que le gustaban, por arriba de las clases de Astronomía, que también para ella eran algo muy especial, los feos; y que se había cambiado de grupo porque en el anterior predominaban los guaperas. Ella llevaba un parche permanente en un ojo, aunque era verdad que no comprometía para nada lo sublime del conjunto de sus facciones, entre las que destacaba una nariz grecolatina y unas ramas mandibulares esbeltas pero nada ñoñas. Le respondí que a mí me gustaban los carabineros. Y ella me dijo algo así como: —Sobre la fealdad no me hagas caso, el carabinero hembra que soy no ve bien; de cualquier modo, para lo que hay que ver... No empezábamos mal si se juntaban en su persona belleza, inteligencia y pocos años. Fue lunes de jamón del bueno, percebes, camarones, y un serio varapalo para mis ahorros; una mácula, además, en mi expediente académico; y un anticipo de las vacaciones, ni percibidas ni disfrutadas, en el trabajo en el que me ocupaba por las tardes; bueno, más bien en escribir todo género de aforismos en lo que no venía un pelma a 18

sacarme de mi ensimismamiento para que le dijera cuál de los ordenadores del mercado daba mejor juego, eso sí, con el precio más barato posible. Le decía: «Como no lo quiera con el precio en inglés» y me acordaba de aquella vieja canción sobre el Rastro madrileño, que compré en el Rastro madrileño precisamente. No sabía qué iba a pasar conmigo y con el dinero y todas esas cirigoncias. Las mejores voluntades chocan siempre con los peores pronósticos. Con tales palabras, inicié mi diario de entonces, que continúa: Martes, la guerra, como de Marte cabía esperar y del nombre Arminda. Habíamos quedado en que el desayuno lo pagaba la bella sin parangón. Pero a la hora de la verdad, se negó en redondo, amenazando con quitarse el parche si me ponía pelmazo. Y llevaba la mano hacia el apósito y la retiraba. Por resarcirme, me pasé todo el tiempo intentando darle un beso de los inocentes y tratar de sorprenderla con el hondo; naranjas de la china, no la pillaba nunca en franco despiste. Me dolían las manos de tanto haberla tomado por las suyas. Ella engulló un sándwich vegetal y yo me zampé un bocata de beicon con queso. «Con esto vamos que chutamos», sentenció. Hablamos de un millón de cosas, martirizando la suela de nuestros zapatos, sin importarnos en absoluto el rigor del clima. No coincidíamos en nada, salvo en que yo sería feo hasta tapado por las sábanas, y ella guapa, pura y simplemente. Bueno, pura y simplemente no, hasta con ese parche que tenía dibujado un ojo exacto al compañero. Si alguien se fijaba con ánimo de molestarla, Arminda le decía que lo usaba, el parche, por exceso de vista


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mientras yo tensaba los músculos. Muy mujer esta mujer. Cada vez que intentaba darle un beso se defendía con los codos y las uñas. Hasta en la despedida. En la residencia universitaria, metí las manos en agua caliente con sal, remedio que recordaba de mis partidos de frontón, y tuve que ponerme alguna que otra tirita. Me acosté. Leí la mitad de esa última novela, apagué la luz y seguía con Arminda en la Luna, revoloteando dentro de mi cabeza como una bandada de aves exóticas. Hoy miércoles tocaba Mercurio, debería tocar Mercurio. Creo que mi chica traía los ojos de un color mercurial. Se trataba de unas lentillas de última generación. Se las había puesto, la muy burguesa y coqueta, para encontrarse a tono con el día, irreversiblemente plomizo. La del ojo del parche la llevaba superpuesta, pegada al iris dibujado. No pudimos aguantar la clase entera. El reloj del aula parecía habernos mirado lo mismo que un juez lleno de severidad, un juez ciego; sus manecillas semejaban varas con las que, en cualquier momento, podría sacudirnos de lo lindo. Dejamos al reloj. A cuantos estudiantes ponían ojos de más sobre la beldad, por eso mismo y por lo del parche en su ojo derecho, les sacamos por entre la lluvia el billete para tomar por donde amargan los pepinos. La tarde se puso siniestra: también la miraban los viandantes. Fuimos a uno de los pocos cines que sobrevivían en la ciudad. No sé cómo nos las arreglamos para permanecer allí un buen rato de más, pero supongo que ayudó que nos tumbáramos sobre la fila de butacas ignorándolo todo. En lo que estuvimos sentados, hombro con hombro, nuestro termómetro interno se disparó y nuestros corazones tendían al estallido. La mía. La mía, que no desaproveché; pude por fin adivinar la marca de su dentífrico favorito, algo teníamos en común además de nuestro

gusto por las clases de Astronomía. Antes de abandonar la sala, llevé a cabo lo que tenía que haber hecho cuando el público estaba entre nosotros: me subí a lo alto de una butaca, con riesgo de ponerme en situación de hacerle una visita al traumatólogo, y entre una variedad increíble de aspavientos, con brazos, manos y cuello, acompañados por un repertorio inagotable de gestos con los ojos, grité: —Que lo sepa todo el mundo: la quiero. Arminda, sacudiendo la cabeza lo mismo que si bailara una danza tribal, se limitó a constatar: —Uy, qué valiente. Los momentos buenos en la vida son pocos y con intensidad atenuada. El mundo es áspero y la existencia terrible en cualquiera de sus pronunciamientos, como comerse un higo de pala sin haberlo pelado. Lo que debe unir limpiarse los dientes con la misma pasta dental, qué alegría. Se nos había olvidado comer, pero cenamos de restaurante de los caros, de los muy caros, de los carísimos, de esos para los que hay que inventarse el número de tenedores. Juraría que, en los silencios, me traspasaba con lo que hubiera detrás del parche, directamente con la materia gris de su cerebro, que seguro que en su caso era de un rosa encendido o de un violeta profundo. Los dientes le sonreían, y más esos incisivos centrales que me invitaban a conquistar el mundo para servírselo en bandeja. Volvimos a hablar de todas las cosas, como si quisiéramos reinventarlas solo para nosotros. Quiso que debatiéramos sobre política y me negué en redondo. Le propuse que charlásemos del tema tras los postres, cuando la langosta y el caviar iraní de beluga hubiesen sido absolutamente minimizados por nuestros metabolismos. Tuve que contentarme con la frase que lanzó de una manera muy sentida, componiendo un 19


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gesto riguroso, implacable, y al tiempo lleno de alivio. Exclamó: «El comunismo ya no se lleva ni con la historia». «Sí —dije yo—, el hombre suplanta lo natural con utopías. Lo que sucede en la naturaleza: que unos se ponen por encima de otros, ¿lo has comprendido, loba alfa?». Ella tiró de Visa. Yo hubiera preferido quedarnos a vivir en ese cine, para siempre jamás. Y eso que no entendía ni torta, o lo mismo que un decapitado por qué le había seguido la corriente. Seguro que dije lo que dije por no mandarla muy lejos. A veces ponía carita de angustia y a mí me dejaba lo mismo que si me hubiera pasado un tanque por encima. Y si sacaba las uñas... Sin embargo, tenía detalles para enmarcar: no llamarme feo demasiado a menudo. Y tenía una Visa oro. El jueves, Júpiter, no pudimos vernos, lástima. Lo pasé sumergido en la cama sin tener idea de lo que podía ocurrirme. Quizá el atracón de sensaciones de ayer estaba pudiendo conmigo. Ni visité el frigorífico ni cayó una lata de cerveza. No acudí al baño. Me quedé como postrado, memo de mí. El dichoso relojito del aula se me aparecía en forma cuadrada, rectangular como el de pulsera de Arminda; en forma de triángulo, como aquel con el ojo de Dios, un Dios que me hablara y no acertase a percibir lo que me estaba diciendo. Algo así, para simplificar, como la voz de mi conciencia envuelta en sueños. Me estaba repitiendo a mí mismo: «Estoy en la tumba: he echado a dormir a mi vida, mi pequeña y triste historia». El caso es que no me quedaba dormido. Cerraba los ojos, apretándolos, y volvía a abrirlos expectantes, amplios como ventanales. El parche de la Tipazo se me colaba por la garganta. Y su cuerpo entero en su versión más atractiva. Esas líneas cargadas de armonía tan suave y delicada como rotunda y poderosa; líneas que parece que atrajeran blandas pero enér20

gicas a la vez. Cuando quise darme cuenta estaba con la gillette deslizándola por la cara como un descosido. Tuvieron que llamarme del trabajo invitándome a una inmediata reincorporación. No me corté un pelo con el encargado, prueba de que la recuperación era un hecho palpable. Le dediqué un aforismo que inventé sobre la marcha: «No soy alto, pero sí soy muy largo». Se me olvidaba la llamada por el teléfono móvil que le hice el jueves a la bella como pocas. Le conté mi malestar. Como si arreciase una ventisca por mi cerebro. Supuse que me aguardarían mimitos al día siguiente y no me equivoqué: mi novia (la sentía así) se deshacía en arrumacos y carantoñas para conmigo, tantas, que tuve que decirle que se guardara las manos en los bolsillos, qué frío: nos laminaba. Salía el sol, ya no; llovía, dejaba de hacerlo y los cuerpos a enloquecer. Vimos un trozo de papel con renglones escritos, fijo al suelo por el agua, levantar después el vuelo a los impulsos del viento. Las huellas de las gotas acuáticas se notaban todavía en mi diario de entonces. Una joven, menudo desperdicio, arrojó a una papelera un pastel entero. Viernes, ¡aúpa Venus!, sigue el diario, viernes de querernos al formato Armando Manzanero —todo tiene siempre una primera vez—, y de cruzar nuestras miradas como dos viejos desconocidos. Madrugar para esto. Circulaban por mi memoria, como carros de combate, aquellos besos con la conquistada de turno en el hostal El Hostal; esos besos lustrosos, como de hojaldre, previos al contacto y unidad de mis líquidos con sus líquidos excitados: doble orgasmo precoz. Disimulando, no dejaba de contemplar el rapado por la parte del hueso temporal de la bella superlativa, mi Arminda, absolutamente compatible con su talante sentimental tirando a clásico, y maldecía aquellas horas, que se apreta-


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ban en torno de nosotros y fueron subiendo de intensidad, para bien y para mal, como en un contar monedas. No habíamos ido a la facultad ni nos acordábamos de aquel reloj justiciero, dañino e inquisidor. Habíamos hecho el trueque por nuestra galaxia del sistema solar, de modo que el suspenso en Astronomía estaba casi asegurado. Arminda seguía doblando cuellos a su paso pese al parche, que le confería un aire entre exótico y subversivo, exuberante, y aun con el sombrerete, que por encima de la bufanda, desvirtuaba su cabecita linda. ¿Cursi? Nadie es quien para decirle nada a nadie, pero le dije: «No te me desmitifiques». Un sombrero con el siguiente motivo: dos pajaritos dándose el pico. Y yo no podía dejar de preguntarme si el amor no era un pico sin dos pajaritos. Si lejos de los astros, del majadero reloj del aula y de los admiradores de Arminda, el fin de semana se perdería el hilo de nuestra historia. Si exis-

tirían, en un momento dado, manuales de ayuda para nuestros desencuentros. El aforismo o la paradoja surgió como por generación espontánea: «Vamos a ver si lo centramos, lo del amor, o resulta que más bien nos desorganiza». Y como cualquier cosa busca su pareja, brotó, como sin querer, este otro aforismo o mero pensamiento, o lo que fuera, que afirmaba: «Quiero hacerlo mejor, quiero hacer lo mejor de una buena vez, en perfecto desquite; lo mejor y solo eso». Y trataba de llenarme de fuerza con estas palabras, esto sí era un aforismo: “A veces, la torpeza es la modestia en la habilidad”. Terminamos en el hostal el Hostal, Arminda y yo. Hartos de vinos y cañas de cerveza. Estuvimos un buen rato. Las siguientes páginas de mi diario de entonces habían sido arrancadas. ¿Dónde fueron a parar? ¿Quién se las llevó? ¿No las pasé alguna vez a limpio?

Eduardo Martín Zurita (España)

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Escarcha

Raúl Ariel

Victoriano Algo invisible los aísla del mundo... APENAS un poco de calor comienza a acariciar los bordes escarpados de un trozo de escarcha no pasa mucho tiempo hasta que se empiezan a desprender lágrimas de él.

Este juicio sin asidero aparente se ha enredado en los vapores de la imaginación fértil de Tilo, el terreno del alma a quien nadie muestra. Está sentado en la barra y oye la voz de Lorena que lo distrae: «Necesito tomar un poco de aire fresco, Iván», le dice. Cuando era un mocoso, él vendía ramitos de violetas en el Bajo y luego venía aquí, a la entrada de Trópico. Recuerda que, cuando ella se asomaba a la puerta del local y salía a la vereda, el aire se impregnaba de aroma a flores. Los ojos de la chica eran dos diamantes negros engastados sobre el sol de su semblante. Lo mandaba a comprar cigarrillos, o cualquier otra pavada y esperaba que trajese el recado. Luego lo despedía con su voz cautivante y depositaba unas monedas en la palma de su mano. Ahora él es un joven que, aunque sigue viviendo en la villa 31, pudo terminar el secundario y ha empezado a estudiar en la Facultad de Ciencias Económicas. Tiene un puesto importante aquí: es el asistente del dueño al que todos conocen como el Polaco. Tilo está de espaldas, pero su atención siempre despierta y la ayuda efímera de los espejos, le permite detectar cualquier movimiento extraño en el salón, aunque esté aparentemente distraído, como ahora. Lorena es la única persona que lo llama por su nombre —Iván— y no por el apo22


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do: Tilo. Ella es la copera más hermosa de este club nocturno del barrio de Constitución, y luce espléndida con su vestido rojo, ajustado al cuerpo de sus maravillosos 32 años. Salen. Ella primero y luego él. Un rato más tarde, se encuentran a tres cuadras del local. Él se pregunta para qué lo ha sacado del club. Está intrigado. Lorena está demasiado seria. Caminan callados hasta que ella sugiere: «Doblemos». Toman por la cortada estrecha y se alejan así de la claridad de la avenida. Recorren unos metros. Ella se detiene. Apoya la espalda contra el muro, lejos del único foco de la calle que duerme su palidez entre el follaje de la acacia. Quedan así aislados en la penumbra tenue iluminada por el brillo helado de los astros nocturnos. El aroma del otoño es un moribundo más en las tinieblas. Lorena sacude la cabeza como para sacarse de la mente alguna idea que la fastidia. Sus manos buscan abrigo en los bolsillos del tapado largo, mientras alza la mirada al cielo. —¿Alguna vez tuviste ganas de desaparecer? —dice, sin ánimo de llegar a una interrogación contundente, sino solo hasta una pregunta leve flotando en el aire. Iván la mira impasible, erguido en medio de la vereda, con los puños enfundados en la campera de cuero. Trata de adivinar los pensamientos que perturban la vivacidad de los ojos de su amiga, que ahora baja la vista al piso, se observa los pies y vuelve a levantar la cabeza. Ella se muerde el labio inferior, esa fruta codiciada de la cual se enamoran todos los días los clientes del local. Él conoce ese gesto de inquietud. Lo ha notado en el hastío de las palabras, ese susurro filoso desgarrando la tela azul de la noche. Es extraño. No es el tipo de mujer que juega con enigmas. Ella saca un monedero pequeño del

bolsillo, lo abre, toma la punta del pañuelo blanco y se frota los labios para quitarse la pintura. Luego, delicadamente, continúa por los ojos, uno por uno, hasta eliminar los últimos vestigios de maquillaje que le cubren la cara. Lo hace sin prisa, y una vez terminada la tarea lo mira. Las pupilas de Tilo ya están adaptadas a la oscuridad y la ve más linda que nunca. La noche de Buenos Aires, en este momento, despliega su magia. Algo invisible los aísla del mundo. El haz de la luz de la luna queda confinado en un círculo de plata que solo los ilumina a ellos en esta escena de belleza perfecta. El resto de la ciudad desaparece. Las miserias de la villa, los olores nauseabundos de los tachos de basura, las latas y los trapos tirados en las barrancas del Riachuelo, los pibes drogados, los abortos clandestinos, la mugre de los vagabundos, las ratas entre los escombros, los tablones de las obras abandonadas, los suicidas y los barcos oxidados en el astillero, todo se esconde bajo el manto de la sordidez que abarca más allá del río. Y aquí, en este pequeño espacio inmaculado están los dos, aunque solo Tilo lo percibe de este modo. Es algo íntimo, lo oculta, no lo dice. —¿Te pasa algo, Lore? —Nada… ¿por qué? —Te sacaste el maquillaje. Y de inmediato, después de pronunciar estas cuatro palabras, penetra sin decirlo en el fugaz remolino de la adolescencia de sus reflexiones. El rostro de una mujer es un lugar sagrado, un templo de clausura con una enorme puerta que solo se abre por dentro, infranqueable, detrás de la cual reposa el laberinto indescifrable de los secretos. Es un mar de misterios. El acto íntimo de eliminar los trazos oscuros de rímel ante una mirada masculina tal vez no significa nada, pero en todo caso es otro enigma más 23


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que se suma a la cadena interminable de la intriga. Se desprende de esta pausa de razonamientos dispersos y piensa: «No es buen momento para preguntas, al contrario, es la oportunidad para la espera». Lorena debe ordenar lo que ronda en su cabeza y por eso se queda callado. Entonces, habla ella. —Iván —le dice mientras guarda el pañuelo y lo mira fijo, arrugando levemente las cejas —… no me contestaste lo que te pregunté. —Sí… disculpame… me distraje. Es que no sé, es una pregunta difícil, jamás me la hice. ¿Desaparecer cómo? ¿A qué te referís? —dice Tilo, un poco inquieto, sin una respuesta clara. En la noche parece más alto, más recto, como una tacuara esbelta. Los ojos claros de su rostro pecoso la miran con curiosidad; todavía sigue pensando cuál es el motivo por el que han venido aquí. Esto también lo confunde, tiene dudas acerca del rumbo de los pensamientos de Lorena. —¡Desaparecer! —le dice ella, levantando los hombros, como si se tratara de algo evidente, que no necesita más explicaciones—. Vos un día estás y al día siguiente no. Así de simple. Pasás de una cosa a otra cosa. Y cuando concluye la frase, se arrepiente. Pero es tarde. Tilo ha sido abandonado por su madre cuando él tenía cinco años. Lo ha dejado. Ha desaparecido como si la hubiese tragado el viento. Y él nunca ha podido saber los motivos de su huida, ni el lugar donde se encuentra ahora. Por eso el cariz de las palabras de Lorena han reavivado ese recuerdo penoso. Aunque el motivo por el cual han venido hasta aquí es ajeno al desconsuelo que él arrastra desde niño, ella acaba de pronunciar algo inconveniente y la antigua herida que lastima el interior de Tilo se abre como una flor maldita. 24

Quisiera volver atrás pero solo atina a decir: —¡No! ... no… ya sé en qué estás pensando, no me refería a eso. Lorena se da cuenta. Lo ha sensibilizado y quiere reparar el daño. Se arrima y le acaricia la mejilla. Él siente la ternura en la piel delicada. Ella lo percibe y sin saber por qué, como si hubiese tocado un trozo de hierro candente, retira la mano de inmediato, como asustada. —Perdoname, soy una tonta. Tilo puede controlar el dolor, en su corta vida aprendió a dominar la mordedura de esa fiera. La indiferencia de la gente, el desprecio de las miradas, los maltratos de la policía, la calle y la noche, le han templado el carácter. Pero solo para mostrarse duro ante los demás. Con ella es diferente. En su abismo interior, insondable como el fondo del firmamento, cualquier ademán, cualquier palabra de su amiga, es capaz de agitarle el corazón. Y ese algo invisible, imposible de definir, observa desde lo alto de la bóveda celeste a las dos almas desoladas. Ve cómo vacilan en esta instancia crucial, ocultas en la quietud de esta ciudad inmensa dormida a orillas del río. Se apiada y extiende entonces sus extremidades imperceptibles. Toca las espaldas de las pequeñas figuras y, sin que ellas lo adviertan, las anima, les quita sus blindajes, las protege del fraude y la impostura. Viene a reparar el malentendido porque empuja a Lorena y la acerca de nuevo a Tilo. Ella desliza sus manos por debajo de la campera de Iván, a la altura de la cintura y lo abraza con fuerza. Luego apoya el rostro sobre su hombro, en un gesto de cariño, ofreciéndole el contacto de su cuerpo para compartir la angustia que le ha vaciado el alma. Quiere mitigar la orfandad, aliviarle la pena. Dura un instante eterno. El tiempo pierde su rigidez.


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La escarcha es muy sensible a los cambios. La calidez la afecta, la hace crujir, la resquebraja. Y, a veces, bajo la tímida presión del peso de una mariposa, o cuando un colibrí agita las alas muy cerca, se parte su corteza de pan crocante. Emite una queja casi inaudible, crepita como una hoja seca, se astilla como un cristal, las grietas son como los dedos de un abanico desplegado. Lo que antes, en la gélida madrugada otoñal, fue una amplia lámina única cubriendo toda la superficie del agua del estanque, ahora se quiebra formando pequeños trocitos temblorosos.

Tilo saca las manos de sus bolsillos, aspira el perfume del cabello de Lorena, y se siente en medio de un remolino esponjoso de ternura. Es una emoción desconocida, un corazón de mujer se acerca al suyo a ofrecerle un poco de su almíbar, un sentimiento afable asoma por primera vez en su vida, algo que vale la pena. Todo su pasado ha transcurrido entre la brutalidad de la villa y la noche inclemente, peligrosa, clandestina, solitaria y marginal. Esta es la primera vez que está por acceder a su cielo añorado: la delicia del abrazo de una mujer.

Pero teme todavía entregarse entero a semejante paraíso. Intenta escudarse en la soledad porque se siente indefenso. La toma de los hombros y la separa suavemente de él, pero sin dejar de asirla. Tiene dos miedos: no desea malograr el momento de cariño que ella le ha dado y teme entusiasmarse con una hermosa ilusión que ella no le ha ofrecido. Una coraza le reviste el alma y está a punto de fundirse. —No quise herirte, Iván, estoy muy mal, la cabeza no me da más. Quiero abandonar toda esta basura. Es un calvario seguir con esta vida. 25


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Una vez que la escarcha cruje por la presencia de la ternura, es inevitable que se comience a derretir, y se transforme en líquido. El agua, todavía fría, se libera del hielo cristalino, forma gotas, las gotas resbalan, se separan, ruedan, caen, mojan.

Ella está quebrada, los ojos se le humedecen. Tiene los brazos caídos, el cuerpo flojo, se sincera, se derrumba. Una lágrima empieza a bajar por su mejilla, es una canoa que naufraga vacía, al borde del precipicio. ¿Pide ayuda? ¿Necesita consuelo? Tilo no comprende, todavía, la compleja sensibilidad de una mujer. Lorena conoce, en cambio, demasiado a los hombres, pero Iván, más allá de su juventud, no es uno más. Y aquí están, pensándose mutuamente, estos furtivos perros de la noche, corazones desiertos, vulnerables, pidiendo una estrella que los ilumine, un lugar en donde la mentira y el engaño hayan sido expulsados, alguien en quien confiar, un edén en el cual puedan olvidar este desierto de hostilidades, el lugar de los sueños perdidos o nunca alcanzados. Y debe ocurrir antes de que la madrugada se haga presente para decir basta a este juego en el cual se han enredado. Entonces ella decide, y decide lo mejor. Apoya sus labios en los del muchacho pecoso, porque ve la timidez 26

desplegándose inocente en la confusión de sus emociones, y avanza dándole confianza antes de que dude, porque esta noche ella desea olvidar la amistad para convertirla en algo mucho mejor, y está segura de conocer el camino por el cual se llega. Y él se deja llevar por ese sendero. Siente el calor de la lengua que avanza, áspera, rugosa; es una fantasía extraña que lo acaricia por dentro. Y cierra los párpados, aprieta fuerte el cuerpo frágil, y siente los dos pechos blandos que se aplastan contra el arco sólido de su tórax. Y luego, ambos, sosteniendo el abrazo, siguen prodigándose besos que surgen de la ternura, esa palabra desconocida en sus vidas. Y después apuran caricias que no usan desde hace mucho tiempo; se reconocen con las manos de un modo diferente, utilizan un lenguaje gestual que casi desconocen, distinto, inmaculado y de una extrema inocencia. Se aferran, están enfrentados, se miran, no quieren separarse. Ella sonríe liberando todo su esplendor. Él apenas, pero es suficiente. Los ojos le


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brillan y se le forma un hoyo pequeño en cada mejilla. Lorena le pasa el dedo por la piel canela del rostro, curiosa. Justo por ahí, por esa hendidura que nunca le había visto. —Iván, no dejés de abrazarme, me hace bien. —¿Todavía querés desaparecer? —Ahora no, después no sé. No quiero pensar en después, me importa solo lo que me está pasando ahora. —Y ahora ¿qué es lo que te pasa? —No sé. Pero es lindo, Iván, muy lindo. —Es la primera vez que me besás. —Sí…, es raro ¿no? —Es extraño, Lore, quisiera que este momento no se termine. —Tenemos toda la noche. —Quisiera que fuera para siempre. —Vas demasiado rápido, Iván. —Porque tengo miedo, Lore. —¿Miedo a qué? —No puedo dejar de pensar qué va a pasar mañana. —Shhh… —dice Lorena, y le pone un dedo en la boca. Ella lo quiere sentir más cerca, piensa que los sentimientos de Iván se le escapan. Sus manos se obstinan intentando retenerlo. Se siente una adolescente como él. Hace un rato se encontraba desolada y ahora no quiere desprenderse de él. Le coloca la mano sobre los labios, le impide hablar para no romper el encanto del instante. Luego se separa, se acomoda el cabello, lo toma del brazo, y le propone ir al hotel alojamiento de la cortada, a unos metros de aquí, cruzando la calle. Los dos se sienten alejados de Trópico, están tan felices así, ni piensan en la posibilidad de que el Polaco se pueda enterar dónde están. Tilo pide la habitación.

cambios emocionales, su fragilidad vacila. Si algo similar al amor estalla tal cual lo hacen los soles en otras galaxias, los trozos de hielo se convierten en delgados hilos de agua, estos corren ligero, luego mojan, y como un perfume volátil se evaporan. Y más tarde, se transmutan en hebras de nubes extendidas por el cielo límpido de la memoria, para que esta nunca se olvide del instante de su creación.

Conserva las imágenes de lo que pasó allí. Las más bellas son las de Lorena desnuda, a horcajadas de él, sobre su cuerpo largo tendido de espaldas en el lecho. La ve descendiendo y ascendiendo, mientras su sexo se entibia, en movimientos suaves, emitiendo gemidos, los cuales no pueden ser contados, ni enumerados, acontecimientos aislados que se reúnen en un todo. Entregada al deseo, con la vista perdida, sus brazos rectos, sus pechos blancos balanceándose como frutos maduros, sus palmas cargando el peso sobre él, jadeando, la melena larga cayendo en cascada, y, ambos, alcanzando el éxtasis. Y ella, por fin rendida, tendida sobre él, abandona su mano pequeña buscándole el cuello sin cuidado, en un movimiento que le parece interminable. Lorena que llora, que ríe. La que supo vencer al olvido para siempre. Tilo, antes de salir, le dice al conserje a través de la grilla de barrotes de la ventanilla de la entrada: «Tano, vos no nos viste, ni a ella ni a mí. Nunca estuvimos acá. ¿Entendés lo que te quiero decir?». Y el dueño del hotel alojamiento hace una disimulada mueca de disgusto, aunque asiente con la cabeza, porque por un lado aprecia al muchacho, pero por el otro quiere evitar las preguntas insidiosas del Polaco. Salen y cuando llegan a la esquina, la Cuando la escarcha se agita en la turbu- calle se queda a oscuras, los faroles se lenta laguna de los pensamientos, se trans- apagan. forma rápidamente; es sensible a los Los dos se miran bajo la tenue luz de 27


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la luna y no dudan. Deben regresar cuanto antes. No están en el club y el Polaco no debe enterarse, por eso deben volver rápido. A un par de cuadras se encuentra Trópico. En la primera corren y luego, en la última tratan de componerse caminando despacio. Lorena se ha maquillado en la habitación. Entran por separado, él lo hace un rato después. Han puesto candiles en las mesas reemplazando las lámparas. El Polaco está en el salón buscando a Tilo. —¿Dónde te metiste pibe?, que no te encontraba. Nos cortaron la corriente eléctrica. —Estaba viendo cómo solucionar la iluminación de los baños. Ya le di instrucciones a los muchachos de seguridad. —Bueno, entonces yo voy a buscar a la gente de mantenimiento, necesitamos que pongan el grupo electrógeno en marcha —lo dice rápido y luego se aleja hasta desaparecer por la puerta del fondo. Tilo se acerca a la barra, se sienta y se da vuelta buscando con la vista a Lorena, mirando de reojo hacia la penumbra que esquiva los espacios entre las mesas. Todavía está sumido en una nube de emociones y estas no le permiten bajar completamente a la realidad. No puede sosegar aún los latidos apresurados de su corazón. El rocío luce su poderosa seducción frente a la escarcha. Es el paradigma del amor, besa los pétalos de las rosas y libera el aroma de los jazmines en verano. Es un duende alegre, el luminoso prisma óptico que juega con los colores ni bien un rayo de sol alcanza su esfera. Se brinda en miles de chispas brillantes como abalorios dispersos de plata líquida.

minada en la penumbra. Viene del fondo del salón, pasa por la mesa, toma la cartera y se dirige al centro del local buscando la salida para irse. Cuando la escarcha hinca su extremo agudo entre las costillas puede herir al corazón. El daño que provoca en él es irreparable si lo alcanzan sus aristas frías y filosas. Las almas inocentes no pueden hacer nada ante su ataque mortal, quedan inmóviles cuando se aproxima la eficacia de su veneno.

Iván sale detrás de ella, y grita su nombre. Ella se queda quieta. Él se acerca, le pregunta. Hay frases, explicaciones. —No te podés ir —le dice Tilo. La toma de los hombros. Ella está floja, lo deja hacer. No es Lorena, parece una extraña. Sus pupilas oscuras lo miran fijo, son dos gotas de metal. Su corazón femenino es un hueco ausente que no late, no hay sonrisa en sus mejillas. Tilo se inclina para darle un beso. Ella le coloca la punta de un dedo en el pecho y lo detiene. La escarcha es algo que se renueva en la naturaleza a fin de otoño o en el invierno, en la estación más fría. Cuando las sombras lo van invadiendo todo se empieza a formar lentamente, y si arriba, sobre el espacio azul de la noche, está la moneda redonda de tiza, su labor es infalible, convierte al agua en una sustancia sólida con su mejor arma: la tristeza.

—Escuchame —su voz es lacónica, dulce y firme—. Hoy no estuve con ningún cliente, solo vine a despedirme de vos. Fue la noche más hermosa de mi vida. Te di lo mejor que tengo sin fingir nada, quiero que lo guardes como el mejor recuerdo de mí. Apenas sé escribir, no Tilo ahora ve, reflejada en el espejo, la pretendas que te deje una carta. Ahora silueta de vestido rojo tenuemente ilu- cada uno hace su camino. Vos vas a en28


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trar por esa puerta por donde saliste. Ahí está tu futuro, sos joven e inteligente —se lleva un índice a la sien—. Un día vas a conseguir la novia que te merecés, ahora tenemos que separarnos, es lo menos doloroso para los dos. No te des vuelta, ni se te ocurra mirar cuando me esté yendo. No me busques. Andate, porque las despedidas no deben ser largas. La escarcha es una capa delgada que cubre la superficie líquida, agua dura sobre el agua blanda, bajo la luz helada de las estrellas. En ausencia de calor que toque a las dos sustancias, estas quedan separadas inevitablemente.

Tilo. Ha visto a muchos hombres vencidos por la carga de su mismo pesar. Ella también siente pena, pero no olvidará esta noche, la ha guardado en el cofre dorado de su vida miserable. Recuerda sin querer los tiempos de su infancia desgraciada, el rancho de chapa, el arroyo pestilente atravesando el barrio como una serpiente muerta, los perros flacos, el olor insoportable del agua estancada, los chicos descalzos, los disparos en la sombra, los gritos de su padre, la huida a escondidas y para siempre. Está cansada, ha tomado una decisión importante. No va a venir nunca más por aquí, a prostituirse. Va a cambiar de profesión. Solo desea llegar a la pieza que alquila en la pensión, darse un baño y dormir. Mañana va a pensar en un nuevo rumbo. Tal vez lo mejor sería aceptar el ofrecimiento de su hermana para ayudarla en la peluquería. Ahí no es necesario saber escribir. Se promete que va a ir a buscar otro trabajo. A cualquier parte. Pero aquí no. Desliza los dedos entre sus cabellos, alza más la cabeza y sigue. Quiere pensar en algo lindo y no recuerda otra cosa que no sea la cara triste de Tilo.

Tilo la ha escuchado mudo, la entiende, le cuesta mucho, pero comprende. Se pone las manos en los bolsillos. Se da vuelta y empieza a retroceder. Es un metro ochenta y cinco de carne y huesos, un muñeco con la mente de trapo que obedece. No piensa. Siente un dolor muy intenso. Tiene un adoquín en cada pie, una varilla de acero de tres pulgadas de diámetro le envara la espalda, un trozo de uranio le pesa sobre los párpados, la puerta acristalada de Trópico está demasiado lejos. El tiempo se detiene. La metamorfosis de la escarcha tiene ciSe siente vacío, por primera vez no sa- clos infinitos, se congela y se deshiela. Los be dónde podría esconderse. amores contrariados, endebles e imposiEl tiempo tiene mucha paciencia. La noche espera, vigila y aguarda mientras se engrosa el espesor de la escarcha. Se la debe asir con cuidado, si se quiebra daña la piel del alma, abre una herida, la sangre brota, tiñe, se derrama, e inicia su descenso en una fila de calientes gotas escarlatas.

Lorena se esfuerza en simular su arrogancia, gira hacia el lado opuesto, se sube las solapas del abrigo, acomoda la cartera sobre el hombro y comienza a caminar despacio y segura. Piensa en

bles, acompañan el paso rutinario de sus transformaciones.

Dos sombras se alejan una de la otra. El destino ha jugado el juego perfecto. Buenos Aires está a punto de despertar, ajena a este vínculo que se está haciendo pedazos. Dos almas más que deberán salvarse solas. El incipiente amanecer asoma su claridad por las torres de los edificios del Bajo despejando todas las tragedias nocturnas. Tilo alcanza la puerta de entrada de Trópico. 29


El Callejón de las Once Esquinas

La escarcha de la noche ya se está derritiendo, pierde sus contornos. La inminente aparición de los rayos de sol está por culminar la tarea. Las últimas lágrimas de agua fría resbalan hacia el vacío y desaparece por completo todo vestigio de su presencia. La soledad, una vez más, avanza, y avanza, y comienza a devorarlo todo.

Raúl Ariel Victoriano (Argentina) Blog: hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar

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NĂşmero 6

Azahara Mar

Blanco

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El Callejón de las Once Esquinas

Nadie sabe lo que pienso, ni siquiera cuál es mi sentir... ME PRESENTARÉ, me llamo Azahara y soy bailarina. Bailo la danza del vientre. Mis ojos son azules claros, transparentes, conforme se acercan a la pupila casi cristalinos. Mi cabellera abundante y muy larga, se extiende a lo largo de mi cuerpo y cubre toda mi espalda. Dicen que mi vientre es hermoso y mi expresión, sagrada, por algo soy la favorita. Quizás no deba pensar, o eso dicen, pero en secreto lo hago y pienso que el vientre es el centro espiritual de las personas. Tal vez esta sea la razón por la que hipnotice con él. Me gusta mucho experimentar con mi cuerpo el poder que ejerzo sobre los hombres. Mi movimiento de caderas es ondulante igual que mi oscuro cabello que se mueve al compás. Ahora hace mucho que mi baile es menos vibrante porque estoy triste. Podría hacerlo diferente, porque cuando oigo esta suave música, me sumerjo en ella, me envuelve y se entremezcla con mis sentimientos y no puedo dejar de danzar... Siento la tierra bajo mis pies descalzos, el fuego en mi cadera acompasada a la música, el aire en la libertad de mis brazos, de mis manos y el agua deslizándose sobre mi pecho. Es un ritual, pero es algo más... cuando afloran los sentimientos, es una comunicación perfecta. Sólo que la tristeza me ahoga y aunque quiero no siempre me expando en él. Lo más parecido a danzar es el baño. Llego y la charla con las mujeres es el preámbulo de lo que va a suceder des32

pués, es un acto que aun en compañía, se realiza desde la intimidad del ser. Nadie sabe lo que pienso, ni siquiera cuál es mi sentir. Soy dueña de mi propia prisión y también en los momentos de liberación. Marco el ritmo, aunque a él le gusta pensar que no soy yo sino él quien lo hace. Yo continúo como si nada, la ropa, la sala templada, la caliente, la fría... es media tarde y las fuertes paredes de argamasa de la estancia son un refugio perfecto del calor intenso que fuera hace arder la piel y la quema como la melancolía que me invade. El agua es espejo de nuestro corazón, transmite nuestra imagen, pero también nuestros sentimientos y pensamientos. El agua es como el reflejo de nuestras ilusiones. Siempre busco en ella mi montaña. Me miro en ella y creo que me va a devolver su imagen junto a mí, pero no es así. Una y otra vez me devuelve mi imagen solitaria y expectante. ¡Cómo la añoro! Necesito el oxígeno de mi tierra, de la Sierra Nevada… me siento como en una cárcel de oro y me gustaría volar hasta allí. Tras hablar con el resto de mujeres en el vestíbulo, paso a la pila de agua, me introduzco en ella, penetra mis sentidos y llega un momento en que baja mi temperatura o la sube, no lo sé muy bien porque mi sentimiento permanece, mientras la fusión que experimento es casi carnal. Alzo los brazos separados del cuerpo y extendidos hacia arriba, con las manos abiertas mientras las yemas de mis dedos buscan un contacto para alcanzar


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el cielo. A mi alrededor gira un torbellino de agua, mi cintura se cimbra en cada azote de corriente, llega hasta mí como una fuerza protectora y me arranca cualquier cosa que me oprima y me contenga el corazón. El murmullo del agua es la dulce música que me hace danzar como las palabras de mi amado. Mis lágrimas brotan, más bien fluyen de una forma natural, se desprenden de mí y cuando salgo del agua fría estoy renovada y purificada. Los hilos de luz natural atraviesan las bóvedas a través de claraboyas y lucernarios y conforman un firmamento único. Dobles estrellas de luz. Firmamento y Océano unidos a través de mí. La suave música, el atardecer, una tenue luz invadiendo el recinto. Formas geométricas que alargan el pensamiento único. Mándalas que conforman las baldosas de las paredes. Mensajes secretos contenidos en esas paredes cuyas palabras sólo las pronuncia el agua que acaricia, que acompaña, que permite y da cobijo a las sensaciones invisibles, a aquellas que hay que

adivinar. Una atmósfera mágica, que, si no cumple mis deseos, al menos me hace soñar. Se ha producido el pequeño milagro de cada día. Un instante de sueño o quizás de realidad. Cuando termino el baño, voy hacia él, siempre me dice que mi piel huele a música y entonces yo le sonrío con mis ojos. Él viene a mí, como si fuera capaz de caminar por el agua sin hundirse. Lo que sucede a continuación, cuando nuestras miradas se encuentran antes que nuestros cuerpos, me resulta muy difícil de explicar porque va más allá, incluso de nosotros mismos. Mi cuerpo sale de mí, es un cuerpo desdoblado en dos y en este desdoblamiento se separa de mí, va a su encuentro. Al encuentro de ese cuerpo cuya mirada anunció su llegada. Y en ese encuentro se produce una ofrenda cuya tabla es mi vientre y una plegaria escrita con sus dedos sobre él, para continuarla con los míos en su espalda, mientras él la sella sobre mi cuerpo con sus bocanadas de aire caliente sobre mí... El templo está frente a sus ojos. El templo también está frente a mí. 33


El Callejón de las Once Esquinas

Entro en mi habitación con el cepillo en el bolsillo derecho, cierro el libro apresuradamente con las manos todavía húmedas. No me había dado cuenta de que son casi las ocho; como a la protagonista, el baño al atardecer me ha despertado a unas sensaciones inusitadas. Estaba tan absorta en su lectura, tan relajada, que cuando me he dado cuenta he tenido que regresar del mundo al que me había transportado. Me cuesta volver a mi realidad, pero debo darme prisa. Además, ahora siento mi cuerpo y mi corazón en sintonía. Cuando llegué parecía una marioneta que caminaba por partes. Dejo el libro encima de la cama, tras secarme las manos en la falda del albornoz que llevo puesto, había olvidado que, en un momento, estaré dando una conferencia junto a la Mezquita. ¡Qué cabeza la mía!

Mar Blanco (España) Ilustraciones: Adrian Henri Tenoux y Fabio Fabbi. 34


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El fotógrafo de la niebla Antonio

Bolant

«A veces, la sombra de las edades permanece como lastre del tiempo vivido; va acumulando la escoria de la experiencia hasta alcanzar tal densidad que deja el alma varada, entonces necesita ser purgada, si no el rencor por el daño recibido se hace tan espeso que ya no dejará pasar la luz». 35


El Callejón de las Once Esquinas

Todo se volvió a reordenar conformando la escena que aún perduraba en mi retina... ME GUSTABA DEAMBULAR por la ciudad, pasear como una máscara deshabitada más intercambiando miradas de hueca cortesía en sus pasillos de cemento. Si además se engalanaba de niebla, se convertía en un fabuloso guardaespaldas contra los ruidos del pasado. Entonces salía a fotografiarla, cuando los colores callaban, y una confortable invisibilidad me acompañaba mientras recorría la ciudad nublada. Me encontraba cómodo entre la seductora paradoja de las nubes portadoras del regalo del agua que, dando la vida, sin embargo, la hacían huir de las calles. Capturar esos instantes en calma conseguía sosegar mi interior. Pero ahora todo ha cambiado; se ha desvanecido la profunda conexión que tenía con la bruma, esa complicidad con la que me acogía en silencio, sin juzgarme, cuando ocupaba la oquedad dejada por una vida que también huyó de mí, maltrecha por años de espino, despedazada por las fauces del resentimiento y expulsada del perímetro de mi existencia. Ahora tengo el convencimiento de haber pasado demasiado tiempo entre su turbio velo, entre instantes que detienen los momentos, junto a espacios que son nada y donde la memoria se adormece ingrávida y lánguida. Como era habitual, la bruma revestía el crepúsculo de un día gris de enero. Regueros de vapor condensado resbalaban tras el cristal de mi ventana en racimos de agua cuyas gotas se me antojaban un reclamo codificado, otra invitación tan conocida como seductora, mucho más intensa y sugerente que las veces anteriores. Me sumergí rápido en el vapor de las calles con mi cámara fotográfica al hombro, dispuesto a abs36

traerme de nuevo, a conseguir sedosas instantáneas del corazón de la niebla donde me sentía tan resguardado. Lo que allí encontré se convirtió en la mejor de mis pesadillas. Apenas anduve unos pasos sobre la acera mojada, me topé con ella, extendida sobre el pavimento: una sombra destacaba entre la gama de tenues tonos grises esparcidos por la presencia de las nubes desubicadas, sin nada que la proyectara. Una mancha informe que brotaba espectral desde las entrañas del vacío y que nunca hasta ahora había visto sobre el escenario grisáceo que devoraba los contornos. Desde el primer disparo, la sombra reclamó omnipresente el protagonismo. Daba igual el encuadre elegido o la claridad que hubiera; ella aparecía retratada sobre el fantasmal fondo de las formas, intentando acaparar la atención de mis composiciones, atenta a cada movimiento de mi objetivo; me resultaba imposible dejarla atrás. Decidí dar una tregua a mi batalla por ignorarla y me puse a revisar las fotos tomadas en la pantalla trasera de mi réflex. Confieso que me desconcertó verla acompañada de una figura humanoide e imprecisa, de rostro indefinido; un desconocido que no estaba allí antes de apretar el disparador. Aparecía únicamente en el plano trasero de mi lente, siempre girado, con sus emborronadas cuencas fijadas al suelo mientras miraba a la sombra soldada a lo que debían ser sus pies. Su pose sugería unos andares tan apresurados que daban la impresión de querer desprenderse de un lastre etéreo. En cada fotografía se repetía el mismo ademán; en todas salvo en la última. En ella, el desconocido se hallaba detenido y en su semblante borroso se adivi-


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naba sin ambigüedad una imprecisa mueca de alivio. Quedé espantado al comprobar que ya no miraba a su sombra dmucho más atenuada, casi invisibled, sino que dirigía sus oscuras órbitas hacia una segunda forma surgida junto a él, con un perfil también difuminado aunque reconocible: el mío. Me quedé paralizado sin poder apartar la mirada del pequeño monitor. Mis manos empezaron a temblar incapaces de sostener la cámara que se pulverizó contra el suelo en incontables fragmentos diminutos, salvo el rectángulo del visor que extrañamente quedó intacto en el suelo. El temblor se extendió con rapidez; primero al resto del cuerpo y después a todo cuanto me rodeaba que comenzó a desmenuzarse en pequeñas partículas grises. Como en un reloj de arena, toda la materia, incluido yo mismo, se precipitó hacia el interior del rectángulo de la pantalla para reordenarse de nuevo en la misma estampa que hacía un instante enmarcaba esa pequeña LCD. Con la misma velocidad con la que los perfiles y contenidos se habían mezclado, todo se volvió a reordenar conformando la escena que aún perduraba en mi retina; por increíble que me pareciera, me encontraba dentro del espacio bidimensional de aquella última imagen del visor. De inmediato, la sombra se desprendió de su anterior acompañante dque se alejó con ansia de este cuadro de niebla planad, para tenderse junto a mí, de nuevo espesa y pesada. Intenté en vano dejarla atrás con movimientos apresurados, no sé muy bien hacia dónde, girándome continuamente para comprobar, a mi pesar, que ese lastre

sombrío y plomizo continuaba allí, pegado a mis pies. Desde ese momento soy una simple superficie con contornos de penumbra, vagabundo en un bucle de tiempo estancado, obligado a no dejar de mirar el amargo contenido de la sombra, que se vuelve más denso y penoso cuanto más la ignoro. Mis desolaciones y lamentos no han dejado de reverberar dentro de su estrecha silueta, en constante interacción con otras angustias, miedos y rencores ya superados pertenecientes a anteriores acompañantes de la sombra y que esta conserva sabedora del poder atenuador de su compañía, de la capacidad disolvente de su experiencia. Hace ya hace mucho que apenas reverberan; sus hirientes ecos se han deshecho en susurros inocuos y mis lamentos han ido agonizado hasta enmudecer. Siento que por fin he dejado de pertenecer a instantes que jamás fueron futuro y ahora sé que estoy preparado para abandonar la plana bruma para siempre. Por momentos, mi sombra se muestra cada vez más desdibujada y, como yo, espera a otro infeliz que le guste hacer fotografías en la niebla.

Antonio Bolant Rodríguez (España) 37


El Callejรณn de las Once Esquinas

Aburrimiento

Luisa

Horno

Si un lector desemboca en esa pรกgina al dar las tres de la tarde, muere...

MEDIODร A SOLEADO en la terraza del hotel Callipolis frente al mar. Una elegante pareja de blanco hojea la prensa. Por la puerta del bar aparece un botones pelirrojo, tan silencioso como ellos. Deja encima de su mesa un libro encuadernado en piel verde.

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Como si se lo hubieran encargado. Miranda y Richard esperan la hora del almuerzo, sentados a la sombra en las hamacas azules. Dos martinis mediados. Tres o cuatro aceitunas en un platillo. Richard, tras su periรณdico, carraspea intentando llamar la atenciรณn de


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su mujer: —Escucha, cari, te leo: «En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere». Miranda medio sonríe por encima del Daily Mirror. Intentando disimular su aburrimiento: —Darling, no me lo creo, es una broma. O un asunto literario de esos que te gustan tanto. —No, querida, es una realidad y la están investigando. —¿Cómo, investigando? ¿Quién, investigando? —Pues quien sea, los servicios secretos, James Bond, John Le Carré… —Lo ves, lo ves, vas de broma, qué ingenioso. Richard repara en el volumen de

piel verde encima de la mesa. Deja su Times en el suelo y alarga la mano hacia el libro, contestando a su mujer con cierto aire de suficiencia: —Que no, encanto. Han bloqueado las remesas que quedaban en las librerías y están intentando localizar los libros vendidos, por si aún se puede salvar a alguien. Miranda pliega su periódico. Con la última aceituna en la boca se incorpora de la hamaca, dando perezosos pasos alrededor de Richard: —No sé. De todos modos, estos escoceses son tan especiales… Bueno, creo que ya ha pasado hasta la hora de comer española… Pero ¿te vas a poner a leer ahora? ¡Oye, que son las tres! Darling, no seas plasta, que se hace tarde… ¡Oye! ¿Cariño?... ¡Oh, Dios mío! ¡¡Cariño!!... ¡¡Socorro!!... Cariño…

Luisa Horno (España) Blog: ludovicahd.blogspot.com.es

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El Callejón de las Once Esquinas

Juegos de salón

Ricardo Alberto

Bugarín

Las propuestas eran interesantes pero el futuro se preveía aburrido... GUILLERMINA DE ORANGE Y FERMINA DEL CIRUELO hastiadas de conversaciones de salón decidieron extender las fronteras y enviaron comunicados a los más diversos reinos. Las respuestas no se dejaron esperar. De diversas regiones comenzaron a llegar delegaciones portadoras de propuestas. Cada postulante, a la noble usanza, hizo llegar su iluminado retrato. Los hubo de muy diversas confecciones pero todos respetaron las indicaciones de ser tamaño natural. Los más osados agregaron presentes personales como fue el caso de arcones portadores de mechones de cabellos, manitos de nácar, prendas íntimas abundantes de lazos y hasta se recibió un lunar extirpado. Seis meses duró la exposición de retratos en las salas dispuestas para la evaluación. Guillermina y Fermina pasábanse las tardes en inquisitorios conciliábulos colocando cada propuesta bajo las más variadas luces examinadoras. Seis meses intensos llevó la regia decisión. Las propuestas eran interesantes pero el futuro se preveía aburrido. Se reunió a los más aptos de los artistas del reino y se confeccionaron copias manuables de cada postulante. Cerrada la decisión, todos los retratos fueron arrumbados en el caserón anexo al palacio y las copias manuables se convirtieron en barajas. Guillermina de Orange y Fermina del Ciruelo pasan las tardes en entretenidas mesas de juego. Ricardo Alberto Bugarín (Argentina) 40


Número 6

Lidia

Sergio

Allepuz Así pues, me considero, se mire como se mire, un hombre sensato...

CUANDO DUERMES, nada de lo que cruza por tu mente tiene sentido. Por esa razón la psicología moderna se ríe de aquellos viejos e ingenuos intentos de Sigmund Freud por interpretar los sueños. Y es que los sueños no son interpretables, porque son solo la desconexión de nuestro consciente y el campo de juegos de nuestro subconsciente. Son surrealismo en estado puro. Yo mismo, aquí donde me ven, siendo un niño soñé que un tiburón blanco de seis metros me perseguía entre las sábanas de mi cama con la insana intención de devorarme. Pasé tanto miedo que me oriné encima, facilitándole así la tarea al enorme pez asesino, al que le debía estar costando mucho más nadar entre las sábanas secas. ¿Y quién tuvo la culpa de aquello?, dirán ustedes. Pues para mí está muy claro: la culpa fue de mi maldito subconsciente, con el que siempre me he llevado fatal. Lo soporto porque no tengo otra elección: vino conmigo de serie y no se quiere ir, el muy puñe-

tero. De todos modos, yo, como notario público que soy, no puedo permitirme el lujo de soñar demasiado. Lo cierto es que a base de café me acostumbré a dormir muy poco. Eso ocurrió durante la preparación de las dichosas oposiciones en las que conseguí mi codiciada plaza oficial, con el número dos de todo el país, por cierto. En aquella esforzada época fue cuando le cogí cierta manía a esta gran pérdida de tiempo a la que poéticamente llamamos soñar. Para más inri, suelo ver cosas muy extrañas en mis sueños. Incluso inquietantes. Pero no sufran, porque, gracias a Dios, mi consciente funciona cojonudamente bien y, tras ponerse en marcha al abrir yo los ojos por la mañana, le da una patada en el culo al subconsciente sin perder ni un solo segundo en analizar las locuras que hayan paseado por mi cabeza instantes antes durante la noche. Así pues, me considero, se mire como se mire, un hombre sensato de los pies a la cabeza. 41


El Callejón de las Once Esquinas

Por eso, ahora mismo, desde lo más alto de la atalaya de mi enorme sensatez, no sé qué coño decirle a la inquietante y desconocida niña que gatea en silencio por las paredes de mi habitación. Hace tan solo unos segundos, una repentina sensación de frío me ha despertado en mitad de la noche y, tras un par de torpes intentos, he logrado encender la luz de la mesilla. Pensaba descubrir la ventana de mi cuarto entreabierta; sin embargo, la he descubierto a ella, a la niña. Es delgada y está muy pálida. Lleva puesto un raído camisón que alguna vez fue blanco. Luce una larga melena negra que lleva suelta y que le cae por delante de la cara como un matojo de hierbas secas. Al parecer ha salido del 42

interior del armario de mi habitación mientras yo dormía. Lo deduzco porque se ha dejado una de sus dos puertas correderas abiertas. «¡¡Maldito subconsciente!!», pienso en voz alta. Me cabreo, compréndanme, porque esto tiene que ser un sueño y los jodidos sueños deben desaparecer cuando me despierto, ¿no? Es lo justo, lo correcto. Sin embargo, este sueño tozudo no se esfuma. Aquí estoy: en vela, con los ojos abiertos como platos soperos, y la niña sigue gateando por las paredes, desafiando a cualquier lógica y a la mismísima ley de la gravedad, como si tal cosa. Está claro que su gateo la dirige hacia mí, poco a poco, dando un rodeo, subiendo y bajando como si quisiera explorar al deta-


Número 6

lle cada centímetro cuadrado de las paredes verdes de mi habitación antes de llegar hasta mi persona. Lo cierto es que conocí una vez a una niña con una melena negra muy parecida a la de esta niña que ha salido de mi armario. Se llamaba Lidia. Pero eso fue antes de que mis padres y yo nos mudásemos desde el pueblo a Madrid. «En Madrid tu madre y yo tendremos más trabajo y tú podrás ir a la universidad», me dijo padre cuando yo protesté por la mudanza. Al final del verano vendimos la casa del pueblo y ya no regresamos jamás. Y es que padre era así: un hombre práctico y realista. Lo cierto es que el tiempo le dio la razón y prosperamos; pero cuando tienes trece años no eres práctico, ni realista, ni te importa una mierda prosperar, sino que eres un experto en ensoñación y fantasía. Yo amaba a Lidia, mientras que Madrid me importaba un carajo. Ella lo era todo para mí y sabía que en Madrid no habría más Lidia. Mi amor infantil se quedaba en el pueblo, a quinientos kilómetros de mi corazón; así que, pueden ustedes imaginar mi aspecto y mi cara el último día de verano, cuando abandonamos el pueblo para siempre. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer mismo. Aquel día, a primera hora de la mañana, Lidia apareció en la plaza del pueblo luciendo su mejor vestido. Era verde y de tirantes. Ella llevaba dos trenzas muy largas y los ojos llorosos. Yo estaba remoloneando junto al coche de mi padre, alargando al máximo el momento de meterme dentro para marchar, cuando la vi venir hacia mí muy seria. Tras quedarse a un palmo de mi cara me dijo que me quería. «Te querré siempre», fueron sus palabras exactas. Tras susurrarle que yo también la amaría eternamente, me dio un beso en los labios delante de mis sorprendidos padres. Fue nuestro primer beso de amor y, por desgracia, también el último. Después, mis progenitores me

arrastraron dentro del coche mientras Lidia y yo nos prometíamos, a voces, escribirnos cada semana. El dolor que padecí los dos primeros años de mi vida en la capital no se los deseo a nadie. Ni siquiera al peor de mis posibles enemigos. Curiosamente, debo admitir que los estudios psicológicos aciertan al decir que una mente sana tarda dos años en recuperarse de una pérdida, porque en ese exacto plazo comencé a pensar algo menos en Lidia y a centrarme más en mis estudios, a fin de lograr una beca tras otra. Eso sí, lo hice como un alma en pena y en la más absoluta de las soledades imaginables... A pesar de lo paranormal que pueda resultar la situación en mi habitación con esa niña subida a las paredes, mantengo, cómo no, mi infinita y proverbial sensatez. Observo a la desconocida en silencio y analizo los datos con frialdad. Por su aspecto, estoy casi seguro de que se trata de una niña muerta que, quién sabe cómo, se mueve. No obstante, gracias a Dios, la pobre, aunque pálida y algo deteriorada, no muestra repugnantes signos de putrefacción evidentes a simple vista. Eso sí, debo admitir que la habitación huele a cadáver en estado de descomposición. Conozco bien el olor, pues no hace mucho tuve que ir a una explotación ganadera a levantar acta notarial de la muerte de más de cincuenta ovejas, debido, en parte, a un ataque de buitres leonados. Digo «en parte» porque los buitres tan solo mataron y devoraron a un par de animales, no vayan ustedes a pensar mal de esas pobres aves. El resto del trabajo lo hizo la estupidez de las ovejas que, al verse amenazadas, se apretujaron en un rincón del corral hasta asfixiarse las unas a las otras en una especie de suicidio colectivo al más puro estilo secta satánica apta solo para zumbados. De aquel encargo laboral solo recuerdo el cuerpo hinchado de las ovejas, algunas desagradables explosiones de abdóme43


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nes (causadas por los gases intestinales) y el fuerte e insoportable hedor ambiental que envolvía la escena. Era el mismo hedor que hoy huelo en mi habitación. Así pues, tras unir todas las pistas (algunas basadas en la vista, otras en el olfato y la mayoría en mi jodida sensatez), resuelvo, sin temor a equivocarme, que la niña es, a todas luces, un cadáver moviente. No les voy a mentir: la conclusión me deja confuso y bastante intranquilo. En mi pueblo, al que, como ya he dicho, no he regresado nunca desde aquella huida familiar en busca de una vida mejor, había muy pocos niños y niñas. De hecho, Lidia y yo éramos los únicos chiquillos que pasaban allí los doce meses del año y por eso congeniamos tanto desde siempre. Los demás niños venían solo para las vacaciones y algunos fines de semana; así que nosotros dos jugábamos siempre juntos a cosas de chicos y de chicas indistintamente. Yo jugaba a las muñecas un día, a cambio de jugar al día siguiente a los piratas. Cuando nos dedicábamos a este último juego, siempre íbamos al mismo paraje de la entrada del pueblo, junto al desvío de un camino de tierra que llevaba al monte. En él sobrevivía un viejo olmo con un tronco inmenso que nos hacía de mástil de barco y por el cual trepábamos para simular otear el horizonte de un océano imaginario. Desde lo alto de nuestra atalaya avistábamos la llegada de los coches de los veraneantes y Lidia, que solía pedirse hacer de vigía (con parche de cartón en el ojo incluido), iba gritando los nombres de nuestros amigos a medida que los automóviles de sus padres hacían su entrada triunfal en la localidad, normalmente, a toque de bocina. Por supuesto, nosotros dos éramos los guardianes de la población y los únicos que decidían quién podía o no subir a nuestro árbol. Como habrán adivinado ya, los juegos en el pueblo con Lidia son, sin duda al44

guna, mi segundo recuerdo favorito de la infancia, tan solo derrotado por el recuerdo de ese primer y último beso de la propia Lidia que les he comentado antes. Incluso confieso que, todavía hoy, cuando camino entre los coches y los semáforos de la gran ciudad, cierro los ojos para evadirme y me veo corriendo con Lidia entre las cepas de los viñedos, sintiendo el aire y el sol acariciando nuestra piel, mientras nos lanzamos racimos de uva el uno al otro en una inocente batalla campal que cabrea a todos los viticultores del pueblo, sin que a nosotros dos nos importe lo más mínimo ese pequeño detalle. Regresando a la niña muerta de nuevo, observo que sus movimientos son extraños y poco coordinados. Parece tener las articulaciones de goma. Tan de goma que sus codos se doblan hacia delante de un modo antinatural cuando apoya el peso de su cuerpo en esa dirección durante las maniobras de descenso por las paredes. Siento un escalofrío detrás de otro al mirarla y, a pesar de ello, no puedo dejar de hacerlo. Aunque ya llevamos juntos en mi habitación unos cuantos minutos, sigo sin acostumbrarme lo más mínimo a su pestilencia. También sigo sin haber logrado verle el rostro por culpa de esa melena de textura pajiza que le cubre la cara entera, aunque me temo lo peor; porque, aceptémoslo, ¿quién sino ella podría ser? Su aspecto recuerda al de una de esas niñas muertas que salen en las películas de terror japonesas y que tanto pánico inspiran en el espectador occidental y me imagino que en el oriental también. A mi secretaria le encantan esas pelis y no deja de contármelas siempre que puede. Al parecer están basadas en viejas leyendas del país nipón, según las cuales, todas esas niñas habrían tenido muertes violentas y llenas de un horror tan profundo que les habría impedido abandonar la tierra de los vivos en paz.


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De ese modo, los espíritus de las niñas muertas, condenados a permanecer en el interior de sus propios cuerpos, fabrican sus nidos entre nosotros, en zonas ocultas (como podría ser el interior del armario de un notario solterón) y se esconden allí durante el día, para, bien entrada la noche, salir a vengarse de quienes las hicieron sufrir en vida. Lidia y yo perdimos el contacto al año de marcharme del pueblo; ya que, aunque aquella mañana en la plaza ambos prometimos cartearnos de un modo permanente, ella dejó de hacerlo a los doce meses de mi marcha. Yo, por mi parte, abandoné algunos meses más tarde, desolado por no recibir respuesta alguna a mis semanales misivas. Al parecer, a Lidia la superación de mi ausencia le había costado la mitad de los dos años que sugieren los dichosos estudios psicológicos. Esa prontitud en el olvido todavía hizo más duro mi segundo año de duelo por su ausencia; aunque, por otro lado, me ayudó a volcarme en mis estudios, haciendo que me olvidase para siempre de temas tan traicioneros como son el amor o la amistad. Nunca encontré ninguna de ambas cosas después de Lidia. Tampoco las busqué, lo admito. Ella fue, sin contar a mis padres, la primera y última persona que me besó desinteresadamente y la única a la que he podido llamar amiga en el sentido más hermoso y estricto de esta manida palabra. Mientras recuerdo todo esto, la niña muerta que se parece a las niñas de las pelis de terror japonesas se me sigue acercando sin cesar. Está gateando desde la pared que tengo a mi derecha a la pared del cabecero de mi cama. Parece una escuálida araña de cuatro patas acercándose confiada a su presa, sabiendo que la pobrecilla está atrapada e inmovilizada en la red, totalmente indefensa. Sé que lo más cabal por mi parte sería salir de la habitación corriendo, pero no

puedo moverme de donde estoy. No sé si es por el miedo, por la curiosidad o porque necesito saber qué quiere esta niña muerta de mí. Supongo que necesito confirmar su identidad. Ella, por su parte, parece no tener prisa en absoluto y sigue con su vertical deambular. Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo, pero siempre hacia mí. Poco a poco llega a la altura de mi cabeza, aunque ella está a la altura del techo y yo sigo abajo, al nivel del colchón de la cama. Ella entonces se queda quieta unos segundos. Yo la observo desde mi almohada. Transcurridos esos segundos, ella se gira y, en línea recta por primera vez, desciende por la pared, directa hacia mi cara. Yo la espero paralizado y aterrado; aunque, de algún modo, sé que ella no quiere hacerme daño. Pienso que el corazón se me va a salir por la boca, pero no lo hace y se queda en su sitio. Su melena, que se bambolea hipnóticamente de un lado a otro durante el descenso, se queda quieta y reposa finalmente sobre mi cuello, a modo de negra cortina que envuelve nuestras dos cabezas, al detener por fin su propietaria el descenso. Es entonces cuando su gélida frente se acerca hasta tocar la mía, quedándose pegadas ambas, y lo veo todo. Sí, aunque suene imposible, así es: en el mismo momento en el que la niña muerta apoya su cabeza contra la mía puedo ver, como en una película de cine, lo que le ocurrió a Lidia hace ahora treinta años. Al parecer mi amada iba cada viernes al viejo olmo de nuestros juegos a escribir una carta para mí. Desde la soledad de ese mágico lugar encontraba las mejores palabras para ofrecerme sus inocentes promesas de amor infantil sobre el papel. Pero esa tarde en concreto, cuando ya hacía aproximadamente un año que yo me había ido del pueblo, Lidia fue al olmo a escribirme su carta de cada semana, por última vez; aunque ella desconocía ese postrer detalle en ese 45


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momento. Y, para mayor desgracia, fue una hermosa carta que jamás llegué a recibir. En mi mente veo cómo Lidia, apoyada en el mástil de nuestro barco pirata, redacta su carta y la mete en un sobre. Veo también un coche rojo desconocido, con dos ocupantes en su interior, circulando lentamente junto al olmo. Veo a Lidia levantar la mirada hacia el coche, con cara de extrañeza. Alguien la llama desde el vehículo y le pregunta alguna cosa, probablemente una dirección. Ella, con la carta en la mano y sin terminar de entender la pregunta, se acerca al coche a ver qué es exactamente lo que quieren esos forasteros. Pero algo sale mal en esa escena rural cotidiana; porque, a veces, el demonio sale cabreado del infierno, empeñado en recordarnos que el hombre es el auténtico lobo del hombre. Cuando Lidia se halla próxima al vehículo, uno de los dos tipos que van en el coche abre su puerta y, agarrando a la niña por un brazo, la arrastra dentro del habitáculo. El otro acelera de inmediato en dirección al monte por el próximo camino de tierra. Lidia grita y pide auxilio, pero una mano enorme le 46

tapa la boca de inmediato. Yo decido que no quiero seguir viendo esto e, ingenuamente, cierro los ojos, sin darme cuenta de que las imágenes bombardean mi cerebro directamente, desde la frente de la niña muerta, sin necesidad de pasar a través de mis cuencas oculares. Así pues, con los ojos absurda e inútilmente cerrados, sintiendo el reseco cabello de la niña muerta acariciando mi garganta y su helada frente apoyada sobre mi cabeza, sigo viendo la película de terror de Lidia. En ella los dos sinvergüenzas circulan unos diez eternos minutos por la pista principal del monte, para desviarse finalmente por otra secundaria. Al cabo de un rato la mano que la amordaza se retira: nadie podrá oír a la niña en el corazón del bosque. Por el camino, le arrancan su carta (mi carta) de las manos. El que va detrás con ella la lee en voz alta y así yo, su auténtico destinatario, la escucho por primera vez. En esa última carta Lidia volvía a prometerme amor eterno. Decía que a los dieciséis años se iría a vivir conmigo a Madrid. Me pedía que yo la esperase; porque, según ella, estábamos hechos el uno para el otro y porque, de lo contrario, ninguno de los dos encontraría


Número 6

jamás otro amor verdadero (como finalmente así ocurrió). Los secuestradores se burlan de tanto infantilismo y se ríen a carcajadas del texto. En un pequeño claro del camino secundario paran el motor y sacan a empentones a Lidia del coche. Le dan varios puñetazos. Su cara sangra abundantemente y se le corta la respiración por un golpe propinado en la boca del estómago. Cae al suelo y suplica, llorando, que por favor la dejen marchar, porque ella no les ha hecho nada. Ellos ríen y le arrancan la ropa a jirones. El conductor exclama: «¡Este chochito es de buena calidad!». Ella vuelve a suplicar que la dejen en paz de una vez, pero ellos siguen riendo mientras se desabrochan los pantalones. Desnuda, magullada y muerta de miedo, la obligan a golpes a tumbarse bocarriba sobre el manto de pinaza del bosque y la violan varias veces cada uno, hasta que se cansan. Lidia ha perdido el conocimiento mucho antes. Los hijos de puta comentan entonces su hazaña, entre carcajadas y muy orgullosos. La película podría terminar en ese punto. De hecho, debería terminar ahí; pero no lo hace. Tras terminar su excitado parloteo, los violadores se quedan mirando el cuerpo maltrecho e inconsciente de Lidia. Dudan sobre qué hacer con ella. Pero dudan poco. Muy poco. Demasiado poco. Inmediatamente, uno de ellos se agacha sobre el cuerpo de la niña y sujeta el cuello de Lidia con ambas manos. Después, mira a su cómplice buscando aprobación. Este último asiente indiferente mientras se enciende un cigarrillo y el primero procede a apretar con todas sus fuerzas el cuello de la niña durante un par de minutos, quitándole así la vida sin el menor de los remordimientos visibles. Tras terminar con el estrangulamiento, ambos asesinos la recogen del suelo, uno asiéndola por los pies y el otro por los brazos, y, a la de tres, la lanzan entre las zarzas de un ba-

rranco cercano, a fin de ocultar el cuerpo unas horas más que les permitan huir con mayor tranquilidad. Para entonces ya ha oscurecido bastante. Los asesinos se montan en su coche y desaparecen, fundiéndose entre la niebla del monte, para jamás ser atrapados. El diablo regresa al infierno, de donde jamás debió salir, satisfecho por la lección dada sobre lo vil de la naturaleza humana. Fin de la película. La niña muerta de la pared, de cuya identidad ya no me quedan dudas, separa su frente de la mía y dejo de ver imágenes. Ella se me queda mirando a la cara con sus ojos vacíos de vida, a pesar de lo cual yo juraría que están a punto de llorar. Abre los labios. Trata de hablar, pero ningún sonido sale de su boca seca y muerta. Entonces yo la llamo por su nombre: «Lidia…» Y ella asiente. No puedo evitar las lágrimas. Después Lidia toca mi pelo y mi cara con su mano helada, como consolándome. «¡¿Por qué me has contado todo esto?! ¡¿Qué puedo hacer yo?!», le pregunto entre sollozos. Pero ella se limita a marchar gateando por la pared, alejándose de mí, arriba y abajo de nuevo, zigzagueando hacia mi armario, hacia su nido, en cuyo interior se cuela por la puerta corredera abierta, tal y como yo sospechaba, desapareciendo así de mi vista. Al día siguiente decido que todo ha sido un sueño, un producto de mi loco subconsciente. Para cerciorarme de ello miro el interior del armario y no hallo nada extraño. «Seguro que cené demasiado anoche y eso causó la rara pesadilla», pienso. Mi sensatez triunfa una vez más y me dispongo a olvidar el tema para siempre. Las niñas muertas no trepan por las paredes de las habitaciones de los vivos. Eso solo ocurre en las películas de terror japonesas de mi secretaria. Debo ignorar este tema y seguir con mi vida normal. Por eso, tras desayunar mi café con leche y mi pincho de tortilla en el bar de todos los días, subo a la 47


El Callejón de las Once Esquinas

oficina donde Marisa, mi eficaz secretaria, me recuerda que en media hora tengo la lectura de una herencia. «¡Bien!», pienso. Bienvenida sea la bendita rutina otra vez. Comienzo a hojear el expediente que ya descansa sobre mi mesa y muy pronto transcurren los treinta minutos. Marisa hace pasar a los clientes y a mí se me hiela la sangre de repente: ¡Son los dos asesinos de Lidia! No han cambiado demasiado. Tenían unos veinte años en la película que me mostró la niña muerta y hoy tendrán unos cincuenta, pero no tengo ninguna puñetera duda sobre su identidad. Tras reponerme del shock, disimulo mi sorpresa como puedo e inicio, con la voz algo quebrada, la lectura de la herencia. Resulta que los dos asesinos son hermanos, que acaba de fallecer su madre, que pretenden heredar sus bienes y que, de entre todos los notarios públicos de Madrid, el destino me ha elegido a mí para gestionarles los papeles. Comienzan a sudarme las manos. Ahora sé por qué se me apareció Lidia anoche y que su aparición no fue ningún maldito sueño. También sé cuál es mi obligación: tengo una misión por cumplir, una vieja deuda de sangre que saldar en nombre de mi compañera pirata cobardemente secuestrada, golpeada, ultrajada y asesinada. Sé que debería tramar un plan. Obviamente, sé que debería utilizar mi jodida sensatez y la información de las escrituras que obran en mi poder para saber dónde viven esos hijos de puta. Sí, podría tratar de mantenerme frío, seguirlos, acecharlos, tenerlos controlados, trazar un plan, esperar el

momento óptimo, matarlos y salir impune. Pero a veces la sensatez no tiene ninguna opción frente a la ira. Por eso, mientras el más risueño de los dos hermanos (el mismo que se agachó sobre Lidia para estrangularla sin piedad) le propone al otro bastardo gastarse parte de la herencia en un viaje a Tailandia para, literalmente, «tirarse a unos cuantos chochitos frescos», yo hurgo con mi temblorosa mano derecha en el interior de uno de los cajones de mi mesa. Y, también por eso, cuando el segundo hermano (el mismo que metió a Lidia en el coche y leyó su carta de amor en voz alta) asiente con una sonrisa cómplice en los labios, yo ya he encontrado lo que andaba buscando en el cajón. Tras la breve y desagradable conversación sobre el viaje a Tailandia y los chochitos frescos, los dos asesinos giran a la vez sus rostros hacia mí. De repente, se congelan sus depravadas sonrisas. Pero, claro, supongo que verse encañonado por una pistola Smith & Wesson, automática y del calibre 38, a menos de un metro de la jeta le borra la sonrisilla de idiota a cualquiera. También supongo que lo que estoy a punto de hacer no está nada bien. Quizá sea injustificable. Algunos de ustedes dirán incluso que es un crimen atroz. Pero, ¡qué quieren que yo les diga al respecto! Estos dos animales nos destrozaron los sueños de infancia a Lidia y a mí, robándole a Lidia su futuro y condenándome a mí a la soledad más absoluta; y eso, a pesar de toda mi gigantesca y jodida sensatez, no se lo voy a perdonar.

Este relato obtuvo el segundo premio del XX Concurso de Relato Breve "Villa de Binéfar" Sergio Allepuz Giral (España) Blog: sergiallepuz.webnode.es Ilustración para este relato: El Aprendiz de Maldades (España) 48


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Encuentro nocturno Carlos Enrique

Saldívar

Quizá estaba perdiendo la cordura... NO RECUERDO exactamente cómo caí en desgracia. Tengo la vaga sensación de que mis adicciones al alcohol y a las drogas eran las responsables de que ahora me encontrase desarrapado, caminando por Lima, buscando comida en los basureros, peleándome con la gente que reciclaba las cosas que otros dejaban en las bolsas de desechos. A pesar de mi penosa condición, me mantenía con mi vida y no le tenía miedo a nada, ni siquiera al porvenir. Es gracioso como uno puede tener cierto optimismo aun en las situaciones más lamentables, quizá estaba perdiendo la cordura, puede que en algún momento acabase estallando en imparables carcajadas para ser encerrado en un manicomio, o terminara debajo de un puente, muerto. Mis familiares me odiaban, no me cabía duda. Tuve una esposa, aunque no conservo recuerdos de ella; tal vez me amó, y la amé. En cierto momento, cuando pasaba junto a un parque, caí de rodillas, quise llorar, pero ninguna lágrima salió. Era casi medianoche y todavía no hallaba nada para alimentarme, me preocupé, el vacío en mi estómago se hacía intolerable. 49


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Apareció un sujeto, alto, robusto, de tez blanca y cabello ensortijado, vestía un terno azul. Me pareció raro que alguien así transitase por este barrio a tan altas horas de la noche; de un extremo del parque surgieron unos vendedores de droga, el individuo podría ser asaltado. No obstante, vi una sonrisa en su rostro, un gesto malicioso. Me tendió la mano y me dijo que yo era una buena persona, pero tuve mala suerte, que se había topado con muchos como yo. Comenzó a decir palabras que no entendí, excepto unas cuantas: debía firmar un contrato, solo así él me ayudaría a salvarme. Me pareció bien, me dio un lapicero y firmé con nerviosismo. El hombre se dio media vuelta y se perdió en la oscuridad de las calles. He regresado con mi esposa, vivo con ella y esperamos un hijo. Además tengo una muy buena relación con mis padres y hermanos. También estoy en un trabajo donde gano bien. A veces pienso en el misterioso tipo que hallé en el parque. El terror me invade, pues hicimos un pacto, y recuerdo una parte de ese contrato, algo que leí a la volada: «Ya que tu alma vale poco, me darás la de tu primer vástago; a cambio tendrás una buena vida, o casi». Adriana me dice que ya es hora, he de acompañarla a su control prenatal; es lo que todo buen padre hace: estar al lado de su familia. Disimulo una sonrisa, en tanto ardo por dentro.

Carlos Enrique Saldívar Rosas (Perú) Blog: fanzineelhorla.blogspot.pe

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Número 6

La bestia interior Michel M.

Merino

Un miedo que hacía mucho tiempo no sentía...

TRATÉ. Juro por Dios que traté. Pero quizás el maldito tenía razón. Quizá nunca debí alejarme de ello; quizá nunca debí dejarlo. Hago lo imposible por conservar la calma y no pisar el acelerador a fondo. No quiero llamar la atención, pero el hijo de puta del Mustang rojo detrás de mí no ha parado de tocarme el claxon y echarme las luces; como si funcionaran de algo a medio día, imbécil. Este niño idiota lleva media hora intentando rebasarme, pero la carretera está llena de curvas, y después de los últimos cuatro

intentos fallidos, se ha dado por vencido. Le veo hacerme caras y señas obscenas por el espejo retrovisor. ¡Por Dios Santo, este cabrón me lo está pidiendo a gritos! Me percato de que mi mano derecha ha soltado el volante. No, no, ¡no! ¡Contrólate, maldita sea! ¡No lo vale! Vamos por un pez más grande. Pero quiero hacerlo. Necesito hacerlo. He estado tratando de huir de los recuerdos de Jack durante los últimos años, y ahora, cada vez que este idiota pita me arrastra de vuelta al día que… 51


El Callejón de las Once Esquinas

—Detente, Fox —me pide Jack—. Quiero enseñarle a este pedazo de mierda qué le pasa a la gente irrespetuosa. —Jackie, hay niños en ese auto —repliqué. Jack masculló algo y se acomodó en su asiento, fastidiado. Suspiré aliviado. Aceleré, pero el tipo en la minivan detrás de nosotros nos siguió el paso. «¡Por el amor de Dios, aléjate, imbécil!», le rogaba en mi mente. «¡Hazlo por ti! ¡Por tu familia! ¡Por lo que más quieras! ¡Pero aléjate de nosotros!». Y el idiota pitó de nuevo. Jack sonrió y dijo: —Dos tiros. —Jack, no. Antes de que pudiera rebatirle, Jack se asomó por la ventanilla. —¡Jack! …y disparó dos veces. La minivan quedó fuera de control y dio cuatro volteretas sobre la autopista antes de detenerse con las llantas hacia el cielo. Jack volvió al interior del auto, aullando de alegría. —¡¿Viste eso?! —gritó, emocionado—. ¡Mierda! ¡Podría jurar que uno de los niños salió volando! Estrujé el volante con tal fuerza que escuché su revestimiento crujir entre mis manos. —Basta. Jack soltó una risilla burlona. —¿No vas a empezar otra vez, verdad? —me reprochó—. ¡Ja! Sólo tú te empeñas en seguir buscando honorabilidad en un trabajo como este. Entiéndelo de una vez, zorrito: no hay nada honorable en lo que hacemos. No respondí. No podía contradecirlo. —Despiértame cuando lleguemos. El muchacho del Mustang vuelve a pitar y me trae de vuelta al presente. De verdad estoy considerándolo muy seria52

mente; viene sólo, y apuesto a que no hay nadie que vaya a extrañar a un imbécil como este. Al frente de la carretera, por fin una recta decente. Prendo mis luces intermitentes y bajo la velocidad. El rugido del Mustang aumenta y me da alcance en el carril contrario. —¡Aprende a manejar, abuela! —vocifera el malcriado, mientras mi mano derecha empuña mi revólver fuera de su vista. El tipo finalmente me rebasa y se me cierra de forma peligrosa. Amartillo mi arma. Un gran dedo medio emerge de la ventanilla del Mustang rojo, y se aleja a toda velocidad perdiéndose en el camino. Da gracias que nunca nos veremos de nuevo, estúpido. Dejo mi arma sobre el asiento y sigo conduciendo. Jack se había aparecido ayer en la puerta de mi casa tras once años de exilio. Llevaba puestos su traje de matón, sus guantes negros y su nefasta sonrisa. Traía un pay de nuez para mi esposa y el auto de Barbie para mi hija; incluso traía un gran hueso de carnaza para mi perro. El muy infeliz nos estuvo vigilando por un largo tiempo. —Creí que los japoneses querían tu cabeza —recordé. —Sólo digamos que ya no queda nadie para reclamarla —respondió, juguetón. No quise preguntar más. Toda una familia del crimen eliminada. No me sorprendería que lo hubiera hecho él solo. —¿Qué haces aquí? —inquirí. Jack me propuso un trabajo como en los viejos tiempos: secuestro y asesinato de un par de empresarios; lo usual. —Tan sólo imagina —añadió—: el Zorro Gris y el Gran Chacal juntos de nuevo.


Número 6

—Ya dejé esa vida, Jack. Jack bufó, socarrón. —¿No esperarás que crea que ahora prefieres quedarte aquí encerrado a jugar a la casita, o sí? —me espetó—. ¿Qué sigue? ¿Festival del Día del Padre en la escuela de tu hija? ¿Ir al urólogo a que te meta un dedo el culo? No me hagas reír, zorrito. —Dije que no. Jack me miró con lástima. —¿Qué te hicieron ahí adentro? Nuestro último trabajo fue un total fracaso. Jack se las arregló para escapar. Yo fui arrestado y enviado a prisión por seis años hasta que me decidí a cantar para los cerdos. —Será mejor que te vayas —le dije. Por un momento, Jack pareció realmente herido. —¿Hablas en serio? No respondí. —Lamento mucho que me trates así, zorrito. —Yo no. —Pero lo harás —replicó, con esa maldita sonrisa que siempre me ha crispado los nervios. —Tus amenazas no sirven de nada conmigo, Jack —reviré, tragándome el miedo que me arañaba las entrañas. Un miedo que hacía mucho tiempo no sentía—. Ahora, lárgate. Sin decir una sola palabra, él se marchó. El dependiente retira la pistola despachadora y cierra el depósito de combustible de mi auto. —Llene este también —le indico, entregándole un bidón. —Señor —dice—, tiene el tanque lleno y hay otra gasolinera a 25 km. de aquí. No es recomendable viajar con… El dependiente toma el bidón y lo llena en silencio. No vuelve a hablar. Cuando me cobra no me mira a los ojos; ni siquiera me agradece cuando le

entrego diez billetes como propina y como pago implícito por su silencio. Tiene miedo; puedo olerlo. Arrojo el bidón en el maletero con el resto de las armas y vuelvo al camino. Mi esposa me había llamado esta mañana para pedirme que pasara al súper a comprar pan y huevos. Llamó diez minutos después para pedirme también leche para la niña. Apenas volví a casa detecté el olor de inmediato: sangre. Grité a mi esposa y a mi hija. Ninguna respondió. Al llegar a la cocina encontré a Nico, nuestro perro, gimiendo en un gran charco de su propia sangre. Me arrodillé a su lado y lo sujeté contra mi cuerpo. Él lamió mi rostro, ansioso, rogando por un poco de clemencia. Hice lo más humano que podía hacer por él. Corrí por toda la casa buscando a mi esposa y a mi hija; en las habitaciones, en la sala, en el jardín. Encontré sus cuerpos en la alacena. Su sangre se mezclaba en el piso con la de Nico, quien había hecho todo lo posible por protegerlas. Mi esposa abrazaba a mi hija en un último intento desesperado por mantenerla a salvo; ambas con una expresión de terror y agonía congelada en sus rostros. Abracé sus cuerpos tiesos, fríos. Mientras las sujetaba entre mis brazos, una nota se desprendió de sus ropas y cayó sobre la laguna de sangre. «¿Puede el zorrito salir a jugar?» Bajo del auto y levanto mi revólver. —¡JACK! Jack está parado de cara al viejo lago donde solíamos deshacernos de los cadáveres. —¡Creí que nunca vendrías, zorrito! —profiere, divertido, sin volverse. La mandíbula me tiembla, el cuerpo 53


El Callejón de las Once Esquinas

se me tensa. Escupo lo único que mi boca alcanza a articular: —¡¿Por qué?! Jack permanece inmóvil, ignorándome. Mis palabras se vuelan con el viento igual que un montón de hojas secas. —¡Contesta, carajo! —Te mentí, Fox —confiesa, volviéndose—. Los japoneses no están muertos. Aún siguen con vida. Y me encontraron. Me torturaron. Me hicieron mucho daño —relata, desenfundando su mano izquierda del guante negro, revelando un par de dedos amputados. —Iban a matarme, Fox. Pero hice un trato. —¿Cuál? —Tu cabeza por la mía. Intento ahogarlo, pero un grito de rabia escapa de mí tan fuerte que desgarra mi garganta y me llena la boca con sabor a sangre. —¡Eres un puto cobarde! —rujo—. Siempre lo has sido. Jack se limita a mirarme. —¡¿Por qué?! —chillo—. ¡¿Por qué carajos no hiciste tu trabajo?! —¿De verdad crees que tengo los huevos para matar a mi hermanito? Mi puño se cierra alrededor de la culata del revólver. El dedo en el gatillo se tensa cada vez más; se va a disparar en cualquier momento. —Sabes cómo es esto, zorrito. Si no acabo contigo, entonces ellos vendrán por mí. Pero ya me cansé de correr, y no voy a dejar que un maldito amarillo se dé el lujo de decir que acabó con el Gran Chacal. —Eres un cabrón —farfullo, con un

gran nudo en la garganta—. Sólo pensando en ti como siempre. Jack sonríe atribulado. —Nacemos solos… —comienza. —Morimos solos —termino. Jack camina hasta mí y se planta frente al cañón de mi arma. —No te atrevas a fallar —me advierte. Quiero hacerlo. Pero sabe que no puedo. ¿Cómo se atreve a pedirme algo así? Él es lo único que me queda. —Acaba ya con esto, por favor —me implora, ansioso. Jack me mira con los ojos llenos de una amarga felicidad. —¡HAZLO! Tiro del gatillo e inserto una bala directo en el cráneo de Jack. Un chorro de su sangre salpica mi rostro, mientras su cuerpo cae y queda tendido en el suelo con un agujero rojo en su frente y esa maldita sonrisa en su cara. Disparo otra vez. Y otra vez. Y otra vez. Mi dedo se acalambra; no puede seguir. Grito rabioso, afligido, destrozado. Contemplo el cuerpo sin vida del Gran Chacal y los hilillos de sangre que escurren de sus heridas. Mi dolor comienza a aflorar en forma de una risa demencial. El maldito tenía razón; siempre la tuvo. No importa cuánto corra, ellos siempre te encuentran, y ya es sólo cuestión de tiempo para que descubran que Jack no hizo su trabajo y vengan por mí. Voy a ahorrarles la molestia… …y a quitarles el gusto. Pongo el revólver en mi boca y tiro del gatillo.

Michel M. Merino (México)

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Número 6

El Tesoro Flêmant Luis J.

Goróstegui

EN MEMORIA DE URSULA K. LE GUIN Se había perdido antes de que yo naciera. Mi padre decía que había sido robado antes de que los Señores de las Estrellas llegasen a nuestra región; él no quería hablar de eso, pero en el pueblo había una anciana llena de cuentos que siempre me decía que los fiia sabrían dónde estaba... Las doce moradas del viento: El collar de Semley 55


El Callejón de las Once Esquinas

TODOS LOS VERANOS íbamos a pasar las vacaciones a casa de mis abuelos. A mí me gustaba mucho. Era una casa grande, rodeada de un inmenso bosque…, un bosque de inmensos árboles y profundos ríos con enormes cataratas… ¡alucinante! Lo que más me gustaba de la casa era su gran biblioteca. Una gran sala, con las paredes repletas de estanterías con libros increíbles. Había libros de papel… y otros de plasma holográficos, en sus tres principales variantes: p-22, p-4v y p-8x8; incluso había alguno de los neuronales clase Nawömi, con su efecto envolvente…, y todos ellos contaban grandes historias, llenas de increíbles aventuras. Libros que referían historias de personas que habían vivido hacía mucho tiempo, o no, y que, según me contó un día mi abuela, habían contribuido a expandir… ¿cómo dijo…? ¡ah, sí!... a expandir el alma humana por toda la galaxia. 56

En la sala no sólo había libros… ¡qué va!..., había hipermapas…, mapas de nuevos planetas ya explorados y mapas de continentes enteros inexplorados en otros planetas…, ya…, ya sé que técnicamente esas regiones también habían sido cartografiadas minuciosamente por los satélites y por alguna que otra nave de exploración droide… pero para mis abuelos eso no era explorar; para ellos explorar significaba ir uno mismo a recorrer personalmente esos territorios y sentir la emoción de descubrir nuevos lugares, espectaculares monstruos y fantásticas plantas e incluso, si llegaba el caso, seres inteligentes. En la gran sala de la biblioteca no sólo había libros y mapas… ¡ni mucho menos!…, había incluso un par de esqueletos fósiles completos de grandes criaturas prehistóricas… y de algunos dinosaurios Eodai y dragones Zhallsul procedentes de los planetas del anillo exterior Nal'osy que mis abuelos y su


Número 6

equipo habían explorado cuando eran más jóvenes. Sí, es que mis abuelos habían sido famosos exploradores. Mi abuelo era sobre todo astrobiólogo, aunque había trabajado también como arqueólogo, y mi abuela era arqueóloga y antropóloga. Habían explorado muchos planetas y más de una especie de grandes mamíferos/ovíparos/hermafroditas llevaba sus nombres. Otra de las aficiones de mis abuelos había sido la de buscar tesoros perdidos: fabulosas piezas que habían sido… como decía mi padre… extraviadas a lo largo de la historia, y que fueron encontradas por mis abuelos y su equipo de búsqueda. A mí me gustaba entrar en la biblioteca cuando nadie me veía, sentarme en uno de los sillones, coger algunos de los libros y leerlos…, o ver alguna de las holopelículas que mis abuelos y su equipo grababan cuando exploraban aquellos lejanos planetas… ¡era genial!... Gracias al sistema de proyección holográfica que estaba instalado en la sala esta se convertía en el propio planeta explorado… ¡era como estar ahí realmente! En ocasiones era mi abuelo el que me contaba alguna de sus increíbles historias…, otras veces era mi abuela quien lo hacía… ¡eran historias increíbles! Recuerdo en una ocasión que, en el verano del año 5824 d.C., una tarde, pensando que toda mi familia estaba durmiendo la siesta, entré en la biblioteca y me puse a mirar los libros. Tan absorto estaba que no me di cuenta de que mi abuelo entraba en la sala. —¿Te gustan? —me preguntó. Yo había subido a una escalera para poder alcanzar los libros de la estantería superior; del susto que me dio casi me caigo. Afortunadamente me pude agarrar y no me caí. —Si…, mucho —logré responderle. Conseguí coger el libro que estaba

buscando y bajé de la escalera. —Este libro lo escribisteis la abuela y tú, ¿verdad? —le pregunté mientras bajaba. —A ver…, déjame que lo vea… —me respondió. Mi abuelo cogió el libro y lo hojeó. El libro se titulaba «El Tesoro Flêmant». —¡Ah!... El tesoro Flêmant, sí…, lo escribimos nosotros, bueno…, casi todo lo escribió tu abuela…, tiene mejor estilo que yo… ¡ja, ja, ja! —dijo soltando una de sus grandes carcajadas. —¿Encontrasteis un tesoro? —le pregunté. —Sí… Lo cierto es que íbamos buscando otra cosa…, que al final no encontramos…, pero a cambio dimos con el tesoro Flêmant…, que tampoco estaba mal. ¿Quieres que te cuente la historia? —me preguntó. —¡Sí! —le respondí dando un grito de la emoción—. ¿Por qué se llama Flêmant? —Porque, a veces, la vida tiene un extraño sentido del humor —me respondió y, guiñándome un ojo, sonrió enigmáticamente. En ese momento no entendí dónde estaba la gracia, sin embargo, cada vez que lo recuerdo no puedo menos que sonreír. —Bien…, escucha —me dijo. Mi abuelo se sentó en un sillón y yo me senté a su lado. —Lo que te voy a contar sucedió hace bastantes años. Por aquel entonces tu abuela y yo trabajábamos en el Departamento de Arqueología y Antropología de la Universidad de Nayst, del planeta Quann. Quann es un planeta importante, ya que se encuentra en una ruta comercial de especial relevancia. Su capital, Nayst, dispone de un complejo cultural francamente impresionante y su museo de arqueología no tiene rival entre los planetas circundantes. Como miembros del departamento de la uni57


El Callejón de las Once Esquinas

versidad, tu abuela y yo formamos parte de varias expediciones arqueológicas en busca de nuevos hallazgos…, de nuevos tesoros… —¡Wow… tesoros!... —dije emocionado. —Sí, tesoros… —me respondió mi abuelo—. Esos hallazgos, una vez estudiados y analizados por nuestro departamento, podían ser admirados en el museo por el público visitante. Sin embargo, algunas de las piezas del museo no eran fruto de dichas expediciones arqueológicas. —¿Ah, no?, ¿y de dónde eran? —le pregunté curioso. —Verás… —me dijo—, como ya sabes, a lo largo de la historia las personas…, algunas personas…, han codiciado riquezas y objetos de valor que no son suyas. —Sí —le respondí muy serio—, los ladrones. —Eso…, ladrones —me dijo sonriendo—. Pues bien, cuando la policía se enteraba de que algún objeto de valor, que se creía perdido, lo tenía alguien, nos enviaba a tu abuela y a mí para intentar conseguirlo. —¿Robabais esos objetos, abuelo? —le pregunté muy preocupado. —¡No! —me respondió riendo—, lo que hacíamos era enterarnos de si la persona que lo tenía era su verdadero dueño o no. Si era su verdadero dueño, intentábamos convencerle para que nos vendiera el objeto; en caso contrario, llamábamos a la policía para que detuvieran al ladrón. En ese caso el objeto de valor era entregado al museo para su conservación y estudio o a su verdadero dueño. Pues bien, un día la universidad nos envió a tu abuela y a mí a la ciudad de Yorma, a visitar al dueño del castillo de Enthgh, ya que la policía pensaba que allí podría estar la famosa Cruz de San Agustín. —¿La Cruz de San Agustín? —le pre58

gunté. —Sí…, la cruz era un objeto procedente de la Tierra y se decía que fue propiedad de san Agustín, que fue un obispo de la Iglesia Católica hace mucho tiempo. La cruz, según se decía, era de madera noble con incrustaciones de oro, de tamaño medio, de unos cincuenta centímetros de largo por treinta de ancho. —¿Y la encontrasteis? —le pregunté. —Pues no —me respondió—, la cruz resultó ser una falsificación. Sin embargo, durante el viaje de vuelta a la universidad nos sucedió algo curioso. —¿Qué fue, abuelo? —le pregunté. —Pues resulta que encontramos la mano de Dios —me contestó mi abuelo sonriendo. —¿Eh…? No te entiendo, abuelo —le dije, confundido. —Escucha y verás —me respondió—. La ciudad de Yorma dista bastante de la ciudad de Nayst y como no teníamos prisa por volver ni teníamos ningún trabajo pendiente por hacer, tu abuela y yo decidimos que, en lugar de volver en hipervuelo, lo haríamos en transoceánico…, como se hacía antes…, sin prisa, disfrutando del viaje. Durante la travesía por lo visto unos tipos me confundieron con otra persona, un tal Flêmant. Una mañana que estaba descansando sentado en la cubierta… —tu abuela había ido a alguna parte del barco a comprar no sé qué—, una mujer se sentó a mi lado y, dándome un papel, me dijo: —Flêmant, menuda tapadera más mala que te has montado. Pero bueno, allá tú... La mano de Dios te espera. Date prisa y no falles. Yo no sabía a qué se refería. Sin embargo estaba tan asombrado que sólo pude coger el papel. Ni siquiera le dije nada… ¡tampoco sabía qué podía decirle!... En cuanto me dio el papel, la mujer se fue y no volví a verla. Cuando me


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tranquilicé abrí el papel, que estaba doblado, y lo leí. En él estaba escrito lo siguiente: «A las doce, en la bodega B65, contenedor C78». En cuanto llegó tu abuela le conté todo… El caso es que estábamos intrigadísimos por saber de qué iba todo eso, así que decidimos averiguarlo… Esperamos a que fueran las doce, bajamos a la bodega B65 y encontramos el contenedor C78. Se trataba de una caja de titanio…, era un cubo de aproximadamente dos metros de lado, con una cerradura con contraseña molecular clase Emaldom-54. —¿Abristeis la caja, abuelo? —le pregunté. —Sí…, algún día te contaré cómo aprendí a abrir cajas fuertes… cuando seas un poco más mayor… si no tus padres se enfadarán conmigo —me respondió… y soltó otra sonora carcajada de las suyas—. El caso es que dentro de la caja había una escultura en mármol…, después supimos que se trataba de «La Mano de Dios», de un escultor… Rodin se llamaba…, que vivió en la Tierra hace mucho tiempo… de ahí lo que me dijo la mujer cuando me dio el papel de forma tan misteriosa. —¿Y qué hicisteis después, abuelo? —le pregunté. —Pues se lo contamos a la policía del barco y detuvieron a los ladrones…; eran tres personas, dos hombres y una mujer, que traficaban con obras de arte para venderlas en el mercado negro. —¿Y cómo es que esas personas te habían confundido con el verdadero Flêmant, abuelo? —Eso es lo más curioso de todo…, ya sabes que yo tengo un pequeño tatuaje en el brazo derecho… —me respondió, mientras me lo mostraba…; se trataba de un extraño signo al que mi abuelo le tenía mucho aprecio. —Sí, ya te lo había visto antes —le respondí. —Pues resulta que, por una asombrosa

casualidad, el verdadero Flêmant tenía el mismo tatuaje… Por lo que supimos después, los tres ladrones no conocían personalmente al tal Flêmant, sino que sólo sabían que le tenían que dar el mensaje a alguien con un tatuaje como el mío, y por eso me lo dieron a mí. —¿Y cómo es que el verdadero Flêmant no estaba en el transoceánico, abuelo? —Porque, en ocasiones, la vida es realmente una concatenación de casualidades… La policía averiguó que el verdadero Flêmant había tenido, el mismo día del embarque, un accidente y estuvo en coma durante algunos meses en un hospital, sin que nadie supiera quién era realmente, porque no llevaba documentación. Por eso no pudo avisar a sus cómplices, y por eso los tres ladrones siguieron con el plan. —Pero abuelo…, en el libro que escribisteis la abuela y tú no sólo contáis la historia de «La Mano de Dios», sino que también lo hacéis de muchas obras de arte más…, de un tesoro completo. ¿Por qué, abuelo? —Es que gracias a la detención de los ladrones se pudo llegar a rescatar un gran número de obras de arte que también habían sido robadas por ellos y sus compinches… por ejemplo, estaba el anillo Uemi…, que había sido propiedad del Gran Lord Heenusk, del planeta Eosur; o el hipercuadro titulado «El sincronizador de emociones» del pintor Radch Fusirys…; o el bastón de mando Rogesy, una fabulosa arma ceremonial del planeta Renuk. —¿Por qué se llama entonces el tesoro Flêmant, abuelo? —Bueno, eso fue cosa de la holoprensa que dio la noticia…, supongo que pensaron que, dado que todo sucedió a partir de que los ladrones me confundieron con Flêmant, sería gracioso que el tesoro encontrado llevara su nombre…, supongo. 59


El Callejón de las Once Esquinas

¿Y habéis encontrado muchos tesoros más, abuelo? —le pregunté. —Sí…, unos cuantos —me dijo riendo—, otro día te contaré cómo encontramos el ajedrez Ther'ver, de oro y piedras preciosas…, fue una aventura realmente inquietante…; y cuando te enseñe la increíble katana Nuwora te quedarás asombrado. Y, ahora, creo que ya es hora de merendar, ¿no te parece?... No sé tú, pero yo me comería un dragón —y soltó otra sonora carcajada. Dejamos el libro en la estantería y nos fuimos a la cocina. Mientras íbamos de camino le pregunté: —Abuelo…, ¿me enseñarás a encontrar tesoros? Mi abuelo me miró…, sonrió…, y me dijo: —Desde luego…, y no sólo tesoros, también te diré cómo cazar monstruos en la nebulosa Rawesi, más allá del circulo planetario de Arthëre…; y cómo cabalgar sobre los dragones de ojos rojos de Honshy, en el confín del sistema Stetny…; o cómo manejar las espadas aladas de Tyisur… Ya verás…, será magnífico.

Luis J. Goróstegui Ubierna (España) Blog: observandoelparaiso.wordpress.com 60


Número 6

Perra vida

Manuel

Bocanegra

ES DURO obtener sustento en esta ciudad sin nombre del desierto. Sobrevivo gracias a mi buen instinto para detectar explosivos. Olfateo a los mártires y los sigo a distancia camino de la inmolación. Después del estallido, aprovecho el desconcierto del horror. Robo algún despojo, y huyo corriendo con el rabo entre las patas. Manuel Bocanegra (España) Blog: poesiaenboca.blogspot.com.es 61


El Callejón de las Once Esquinas

Compañero

Yeimi

Almanza

Me da la bienvenida con una mirada profunda... NO LES GUSTO, pero igual me invitaron. Tampoco los conocía de mucho y por eso acepté pasar la noche con ellos: «Será divertido», pensé. No me molesta olvidar un rato la holgada rutina para conocer la casa de Loth. Nos vemos fuera. Aprovechamos el supermercado en la ruta para llevar unas cervezas que ellos pagan porque no llevo mucho efectivo, apenas lo suficiente para el metro. La casa/departamento apretado tiene la cocina sucia, la sala con un único sofá y, sobre este, un gato flaco durmiendo. 62

El gato abre los ojos y me observa de arriba abajo. Me da la bienvenida con una mirada profunda, luego se mueve del centro a la izquierda y vuelve a dormir. No hay cuadros en las paredes, ni pósteres, nada. La habitación tampoco es interesante. Hay una cama, un closet y un librero. Me pregunto si es cómoda una vida con tan pocas cosas. Me siento con libertad en el piso contra la puerta cerrada, dejo las cervezas a mi lado y les paso a los chicos sendas latas. Destapo una para mí. Loth saca un cigarro, abre la ventana y lo enciende.


Número 6

Pienso en lo ridículo que es fumar junto a la ventana, el humo igual entra en la habitación. Nadie dice algo en los instantes siguientes. Estoy cómodo. No me muevo más de lo necesario y ellos tampoco. Loth, de pie aún junto a la ventana, me ve con seriedad, es parte del papel adoptado para nuestro juego. El otro chico, a quien conozco aún menos, se tiró en la cama. Sonríe con naturalidad. Me pregunto si esa sonrisa es falsa, también un personaje diseñado para encuentros casuales. Finalmente me desabotono la camisa. Los chicos me ven, se ven y, satisfechos, me imitan. No mucho tiempo después terminamos sobre la cama sin algo que nos cubra. El alcohol hizo su trabajo. Beso a Loth. El otro me jala, tapa la boca de su pareja para empujarlo a un lado y me besa. Sus manos bajan a mi cadera. Las manos son arrancadas por Loth, me reclama con un beso y sustituye esas manos por las suyas, que pasan a mi pecho. El tabaco y el alcohol no los probé antes de esa manera. No es mi sabor favorito. Permito que ambos me manipulen. Nada les niego. Los dedos de alguien fi-

nalmente llegan a mi entrepierna. Me cohíbo, luego me siento ridículo por avergonzarme. Otros dedos bajan a la misma zona, se rozaron entre ellos y me estimulan en consecuencia. Ambos se funden con mis fluidos. Ahora es imposible definir los límites de cada hombre: son uno solo, todo pasión y lujuria. En mí convergen. Sin saber cómo o cuándo sucedió, de repente estoy fuera, en la orilla de la cama. Observo cómo la fiera se divierte acariciando su nueva forma quimérica al margen de mí. Esa pasión no era el deseo de mi cuerpo, eran celos mutuos. Debí suponerlo. Bajo de la cama y salgo en la oscuridad, cierro la puerta de la habitación con cuidado para no interrumpir. Me llevo una lata de cerveza y mis trusas, lo único que encontré a mi paso. Me tiro en el sofá junto al gato que ni se inmuta. Hasta ese instante comprendo que él no me dio la bienvenida, observó a su compañero de la noche. Él ya lo sabía y le parece natural. Quiero irme a casa, pero mi ropa sigue en la habitación y ni siquiera tengo suficiente para el taxi: el metro no pasa después de medianoche.

Yeimi Almanza (México)

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El Callejón de las Once Esquinas

Pintor de haciendas Manuela

Vicente

LADY THOMPSON ERA UNA MUJER muy bella y ciertamente engatusadora, cuando me contrató para pintar su hacienda yo no podía prever lo que se me venía encima. Ninguno de los dos tuvimos culpa de que el señor Thompson regresara aquel día a casa antes de lo previsto y nos encontrara enredados tras las cortinas de la alcoba conyugal. Antes de que pudiese hacer nada me arrojó un guante y cifró la fecha. Como soy un hombre pacífico, rellené mi pistola y pinté la hacienda, poniendo especial cuidado en la figura de la desconsolada viuda llorando a su desaparecido esposo. Manuela Vicente Fernández (España) Blogs: lascosasqueescribo.wordpress.com pulsionesliterarias.blogspot.com.es 64


Número 6

La mujer de la montaña Benjamín Recacha

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El Callejón de las Once Esquinas

No puedo apartar aquel rostro de mi mente... ME GUSTA SENTARME JUNTO A LA VENTANA, sobre todo en invierno. A mediodía el sol inunda la oficina y entonces llega mi momento. Cierro los ojos y me dejo acariciar por la calidez de los rayos, que me transportan a aquellos días de mayo en la Sierra de Espierba. Ha pasado mucho tiempo, pero aún hoy, cuando lo recuerdo, me entran las dudas sobre si fue un sueño. Me levantaba temprano para caminar por el bosque. Me gustaba escuchar a mirlos, petirrojos y ruiseñores dándome los buenos días. Era la mejor compañía que por entonces podía esperar. En verdad, no deseaba otra. El aire frío de la mañana me hacía sentir vivo. Agradecía aquellos zarpazos que se agarraban a mi cara y sentir cómo se abrían paso hasta los pulmones. Había llegado hasta aquella diminuta aldea perdida en el Pirineo Aragonés rebotado de una lamentable experiencia laboral y una no menos lamentable relación (des)afectiva. En aquel momento detestaba a la especie humana y aborrecía la civilización, así que me había fabricado la ilusión de que podía apearme de ella. La dueña de la casa donde me alojaba me recomendó la ruta. Se internaba en el bosque por la pista que, una hora de suave ascensión después, desembocaba en un apabullante mirador natural. Desde lo alto de la sierra se admiraban las imponentes moles pirenaicas y los verdes valles que, muy abajo, aparecían surcados por brillantes hilos de plata. La primera vez me quedé allí embobado, disfrutando de la ausencia del tiempo. El desfile de las nubes juguetonas era el único síntoma de que no me en66

contraba dentro de una postal. Bueno, las nubes… y mis tripas, que al cabo de un rato me recordaron que necesitaba alimentarme, así que saqué el bocata de la mochila y lo degusté como el más delicioso de los manjares. Los días siguientes el ingrediente de la sorpresa dejó paso al del deseo por regresar, y una semana después la excursión se había convertido en una necesidad vital. Aquella mañana el bosque era el mismo, con sus educados habitantes alados, que saludaban a mi paso, las mismas ardillas que saltaban huidizas de rama en rama, la misma brisa que me hacía sentir vivo y el mismo sendero que conducía a la cima desde donde contemplar las moles calcáreas y las nubes con sus formas caprichosas. Me senté en la misma roca, saqué el bocata y lo saboreé con el mismo placer de cada mañana. Aquella era una rutina muy diferente de la que había acabado despojándome de alicientes. En aquel momento lo que más deseaba era que cada jornada fuera una repetición de la anterior. Y entonces la vi. Algunos días me había cruzado con otros paseantes: vecinos de la aldea, ciclistas y montañeros. Pero aquel encuentro fue distinto. Debía llevar un rato sentada en la roca, unos cincuenta metros a mi espalda. No me di cuenta hasta que, acabado el desayuno, me giré para contemplar otra perspectiva del paisaje. Como yo, ella disfrutaba de la calma y la belleza del lugar. Aparentemente, no había nada de particular salvo la coincidencia en un escenario tan poco transitado. Sin embargo, enseguida sentí una


Número 6

atracción inexplicable. Procuré ser discreto, pero me costaba horrores apartar la mirada, y me invadió un deseo irrefrenable de acercarme a ella. Me contuve tanto como pude, hasta que el extraño magnetismo me obligó a incorporarme. Estoy seguro de que me vio, sentí que durante una fracción de segundo nuestras miradas se cruzaron. Entonces me agaché para recuperar la mochila y cuando volví a mirar, se había esfumado. Corrí por la cresta de la sierra hacia la roca, situada en lo alto de un suave promontorio, con la esperanza de que la alcanzaría al otro lado. Pero no. No tardé más de veinte segundos en llegar al punto más alto, desde donde se dominaba una amplia ladera que descendía en suave pendiente hacia el bosque. Era imposible que lo hubiera alcanzado tan rápido. Ni dejándose caer rodando. Además, ¿por qué iba a correr? ¿Se habría escondido? Tampoco tenía sentido. Me quedé allí un rato, escudriñando el entorno, presa de un creciente sentimiento de frustración. ¿Me la habría imaginado? Durante el resto del día no pude dejar de darle vueltas al asunto. Y aunque trataba de convencerme de que todo había sido producto de mi imaginación, lo cierto es que en mi mente se habían gra-

bado aquel rostro y unos ojos de mirada profunda que me perforaban el alma. Soñé con ella. La escena era la misma, pero esta vez permanecía en su roca. «Hola. Por fin has venido. Hacía mucho que te esperaba». Sentí escalofríos, pero me estremeció aún más su reacción posterior. Me abrazó. El abrazo más cálido que me habían dado en la vida y, sin embargo, ella lloraba. Desperté. La claridad del alba empezaba a entrar por las rendijas de la persiana. Era más temprano que los días anteriores, pero no podía esperar. Necesitaba volver y comprobar que ella no existía más que en mi mente. Era demasiado pronto para despertar a Carmen, la atenta anfitriona de la casa rural; ni siquiera me preocupé en llevar bocadillo. Me apañaría con el paquete de galletas y el poco chocolate que me quedaba, y tomé prestadas un par de manzanas del frutero del comedor. Emprendí la marcha cuando en el cielo aún brillaban docenas de estrellas con tímidos destellos que anunciaban la cercanía del amanecer. El blanco de los picos nevados empezaba a contrastar con el azul a cada minuto menos oscuro. Era precioso. Sin embargo, todos mis pensamientos se concentraban en la 67


El Callejón de las Once Esquinas

enigmática mujer. Ascendí casi corriendo. Llegué arriba cuando los primeros rayos de sol acariciaban la cumbre del Monte Perdido. El corazón me aporreaba las costillas, y al mirar a la roca sentí que me explotaba. Allí estaba, sentada abrazándose las rodillas. La suave brisa jugueteaba con su cabello castaño mientras contemplaba las montañas. Ansiaba estar a su lado, pero el miedo a perderla de nuevo era más poderoso, de modo que durante un rato tan breve como eterno permanecí inmóvil, observándola. Hasta que me miró. Me puse a temblar. «¿Qué narices me está pasando?». Había perdido el control de mi cuerpo y de mis emociones. «Ven…». No era una voz lo que escuché, sino un susurro contenido en una suave ráfaga de viento. Y entonces, al mismo tiempo que mis piernas empezaban a andar, recuperé la calma. Es muy curioso. No puedo apartar aquel rostro de mi mente… No quiero hacerlo. Pero por mucho que lo intento, no sé describirlo. Quizás es que la intensidad de aquella mirada verde atraía toda mi atención. —Hola. —Sonreía, una sonrisa tímida y dulce que me hacía sentir tan cómodo como desnudo—. Por fin has venido. Hacía mucho que te esperaba. Lo normal habría sido que me pellizcara para asegurarme de que estaba despierto, o que directamente me desmayara. Pero no. En aquel instante mis sentidos estaban concentrados en su sonrisa y en aquella voz que parecía susurrar al ritmo del viento. —¿Quién eres? —acerté a pronunciar. —¿Eso qué importa? Siéntate conmigo. Le hice caso. De hecho, mi cuerpo obedecía sin consultarme. Era como si mi conciencia fuera una simple espectadora de la escena. —¿No es un espectáculo digno de con68

templar? —dijo, señalando con la mirada las cumbres nevadas, que amarilleaban a medida que los rayos descendían por las laderas. —No imagino uno mejor. Se giró hacia mí en el momento en que la mañana se manifestaba también en nuestra atalaya. El sol le iluminó aquellos ojos en los que se reflejaba mi asombro, que llegó al límite de lo concebible cuando me abrazó. Fue el abrazo más cálido que había recibido en la vida. Sin embargo, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo desde el punto del cuello donde desembocó su primera lágrima. Cerré los ojos, seguro de que sólo podía tratarse de otro sueño. Cuando los abriera ella habría desaparecido y yo me encontraría en la cama, acurrucado entre las sábanas. Efectivamente, ella ya no estaba…, pero yo seguía en la misma roca, sintiendo cómo un tibio rayo de sol secaba mi cuello. ••• Necesitaba encontrarla. No era producto de mi imaginación. No podía serlo, ¿o me estaba volviendo loco? Y aunque en la actualidad sigo dudando, aquellos ojos verdes, aquella voz susurrante, el abrazo y la lágrima fueron muy reales. Me obsesioné con ella. La busqué en Espierba, pregunté a Carmen y a sus vecinos. Unos me miraban divertidos, otros, indiferentes, pero ninguno sabía nada. Bajé a Bielsa, un pueblo bastante más grande, aunque fuera de temporada turística registraba poco movimiento. Una mujer como aquella no habría pasado desapercibida allí. Los lugareños me escuchaban con atención y trataban de hacer memoria. Pero nada. Tendría que esperar a la mañana siguiente y confiar en que vol-


Número 6

viera a estar en su roca. Nos encontramos antes. De nuevo vino a visitarme en sueños. La escena se repetía, pero esta vez, al sentarme junto a ella, apoyaba su cabeza en mi hombro. «¿Te gustaría subir hasta allí?», me preguntaba, señalando con la mano derecha la cima del Monte Perdido. «Claro. Puede que algún día lo haga», sentí que le respondía. «Si quieres, te acompaño». Tenía que estar bromeando, pero al mirarla me daba cuenta de que aquellos ojos siempre hablaban en serio. Se me ocurría entonces preguntarle: «¿Cómo te llamas?». «Los nombres no son más que etiquetas». Desperté. Como el día anterior, aún no había amanecido. Me vestí. Me colgué la mochila, que había dejado preparada por la noche y salí de la casa mientras mordisqueaba un par de galletas. Llegué arriba sin aliento. Había subido casi corriendo, repitiéndome que aquello era una locura, que la chica de la roca tenía que ser por fuerza producto de mi imaginación, que lo más sensato era dar media vuelta y desterrarla de mis sueños. Pero mis piernas seguían avanzando y mi corazón latiendo más fuerte a medida que me acercaba a la cresta de la sierra. Allí estaba. Desde el momento en que la veía dejaba de racionalizar la situación. Por ilógico que fuera todo, por mucho que tuviera que ser cosa de magia, toda mi atención se concentraba en aquella mirada perturbadora y magnética. Esta vez me saludó con la mano. Me acerqué. Me invitó a sentarme a su lado, y apoyó la cabeza en mi hombro. Me sentía reconfortado y protegido. Sí, esa era la palabra. Junto a ella el tiempo no existía y nada podía afectarme… salvo su ausencia. Señaló las cumbres nevadas. —¿Te gustaría subir hasta allí?

No puedo decir que me sorprendiera, aunque aquella repentina capacidad de adelantar acontecimientos que había desarrollado en sueños resultaba inquietante. En cualquier caso, sobre todo sentía calma. Contemplé las cimas apabullantes. —Claro que sí —susurré. —Si quieres, te acompaño. No importaba que nunca antes lo hubiera intentado. Si iba con ella, sería fácil. Me miró con una sonrisa tan radiante que provocó un incendio en mi estómago. —Entonces, mañana te espero allí. —Señaló un punto a la derecha del Monte Perdido, un poco más abajo—. ¿Conoces el Balcón de Pineta? Conocía el valle y sabía que el balcón era el lugar que lo comunicaba con el mundo de roca y hielo que se extendía tras las montañas. Pero ni loco se me había pasado por la cabeza visitarlo. —Claro, allí estaré. —La miré y dudé un instante. Me costaba interrumpir el espectáculo del suave sol de la mañana iluminando su cara—. ¿Cómo te llamas? —Los nombres no son más que etiquetas. Me besó. Cerré los ojos y me sentí flotar. Cuando volví a abrirlos, ella se había ido. Suspiré, resignado, pero tranquilo. Sabía que era inútil buscarla, así que opté por disfrutar del paisaje y la tibieza de los rayos matutinos. Miré fugazmente alrededor antes de acomodarme para desayunar, y me di cuenta de que no estaba solo. Un hombre me observaba desde la roca que me había proporcionado descanso los días anteriores. No disimulaba, pero no hacía amago de comunicarse conmigo. Sólo me miraba. Un par de minutos después la situación empezó a incomodarme, así que me acerqué a él. —Buen día —saludé. Era un hombre mayor, según revelaban los surcos profundos que le atrave69


El Callejón de las Once Esquinas

saban el rostro, de expresión seria. Descansaba ambas manos sobre un grueso bastón de madera. Me resultaba vagamente familiar. Respondió con un gesto de asentimiento. —No sé cuánto tiempo lleva aquí observándome, y me quedaría más tranquilo si supiera el motivo. —No apartaba la vista, parecía buscar las palabras adecuadas para responder, pero tanta parsimonia empezaba a exasperarme—. ¿Lo conozco? Por fin bajó la mirada hacia el bastón, con el que dio un par de golpes suaves sobre la hierba antes de hablar. —Lo vi ayer, en Bielsa. Vale, por eso me resultaba familiar. Continuó jugueteando con el bastón. —Oí lo que preguntaba, pero no me acerqué. —Ahora hablaba con la vista puesta en el suelo. De repente, levantó la cabeza y me miró fijamente—. No quise recordar. Me dio un vuelco el corazón. Aquella frase sonaba a sentencia, y no me gustaba nada todo lo que implicaba. Pero necesitaba saber más. —¿Recordar qué? Miró hacia las cumbres nevadas. Tenía los ojos brillantes y creí adivinar un atisbo de sonrisa en aquellos labios agrietados, que eran del mismo color tostado que el resto de la piel. —A ella —dijo sin apartar la mirada de los colosos de piedra—. Debía tener tu edad la primera vez que la vi. Yo estaba sentado aquí mismo, preguntándome qué sentido tenía todo. —Me miró un instante, como sopesando qué contarme, y volvió a perderse en las montañas—. Es igual, ya hace mucho de aquello. Pero cuando te oí preguntar ayer, sentí la necesidad de regresar. Quería verla otra vez. —Ahora sí, sonreía abiertamente—. No ha pasado el tiempo para ella. —¿Qué quiere decir? —Lo sabía, pero 70

no quería creerlo. Yo no creía en fantasmas, en hadas, espíritus, ni mágicos seres inmortales. Ella era real, de carne y hueso. Los fantasmas no besan, ni lloran, ni abrazan. —No quieres creerme. No lo hagas. Yo tampoco habría creído a nadie que me hubiera advertido. Nadie podría haber impedido que acudiera a la cita en el Balcón de Pineta.—Me dedicó una mirada tierna, que contrastaba con aquella cara maltratada por el tiempo, pero enseguida volvió a concentrarse en las cumbres—. Yo sólo quería verla una última vez. Se incorporó, dio media vuelta y se alejó por la ladera, en busca del sendero que se adentraba en el bosque. ••• No recuerdo qué soñé aquella noche. Estuve todo el día nervioso, debatiéndome entre lo razonable y la ilusión. Estaba inmerso en una especie de cuento, cuyo final llegaría más pronto que tarde. Un ser racional que, como yo, estaba convencido de que el territorio de los cuentos se hallaba en las páginas de un libro, tras el encuentro con el hombre habría desistido. Con el paso del tiempo todo habría quedado en una anécdota, un recuerdo que habría acabado mezclándose con los sueños. Pero había algo que me impedía dejarlo, que me empujaba a subir aquella pared de piedra que cerraba el valle, para acudir a la cita. Tenía que descubrir quién era y por qué me había elegido. Pensé que me costaría dormir. Estaba nervioso ante la perspectiva de volver a tener un sueño premonitorio. Pero lo único que recuerdo de aquella noche es acostarme pensando en ella y despertarme con el amanecer. Unos pajarillos juguetones trinaban en el alféizar de la ventana y yo me sentía más descansado que nunca.


Número 6

Carmen me había advertido después de la cena que no permitiría que volviera a marcharme sin desayunar, así que había dejado preparado un termo con café y un delicioso bizcocho. Me sorprendió comprobar que estaba hambriento. Conduje hasta el final del valle y emprendí la ruta hacia las alturas con una sensación de paz que hacía mucho que no experimentaba. Me sentía a gusto conmigo mismo. Los problemas que me habían llevado a huir de mi vida parecían lejanos, casi irreales. Era fácil recuperar el bienestar en aquel entorno de naturaleza embriagadora. La primavera había estallado exuberante, y el contraste con los restos del invierno, aquellas nieves que adornaban el paisaje, acentuaba el encanto del conjunto. Mis botas pisaban con decisión por el estrecho sendero que iba ganando altura a cada paso. Superé cascadas que vertían furiosas las aguas del deshielo y me en-

caramé por paredes de roca que, desde abajo, parecían verticales. Sin embargo, el camino siempre se abría paso, e iba aproximándose al mundo escondido tras las montañas. El sol iba barriendo el entorno. Cuando me alcanzó agradecí la calidez de los rayos, pero una hora después me empezaba a sobrar ropa. Me detuve a beber agua en uno de los innumerables regueros que descendían de las alturas y me giré a admirar el valle. Sentí vértigo al darme cuenta de que me encontraba ya tan arriba, y me asombró el espectáculo de la naturaleza que iba despertando al día. En aquel momento mis pensamientos se concentraban en las montañas, las cascadas, los bosques, el río, las flores, las aves rapaces que dominaban el cielo… Estaba ya muy cerca de alcanzar el balcón y me sentía orgulloso de mi proeza. Con un último esfuerzo superé el tra71


El Callejón de las Once Esquinas

mo más pesado, y el más peligroso, pues estaba repleto de placas de hielo, y me quedé sin aliento, por el cansancio, sí, pero sobre todo por la maravilla que apareció ante mis ojos. Allí estaba el rey de las cumbres, el Monte Perdido, reinando sobre un paraíso de hielo y roca. Me senté a respirar y a admirar el paisaje, y casi ni me di cuenta de que a escasos metros, sentado sobre una roca, había alguien. Estaba de espaldas a mí. La exuberancia del entorno había captado toda mi atención, así que me costó un poco recordar para qué había subido hasta allí. Obviamente, era ella. Me quedé un rato observando cómo el viento jugaba con su pelo. Sentía mucha paz. No sé cuánto tiempo estuve así. Hasta que me miró mostrando su sonrisa magnética. «Ven», me susurró el viento. Subí a la roca y me senté a su lado. Apoyó la cabeza en mi hombro. —Sabía que vendrías. ¿Imaginabas un espectáculo mejor? —Imposible. Nada podría mejorarlo. El Monte Perdido, vestido con sus nieves perpetuas, nos miraba impasible. —Siente la energía que desprende este lugar. Déjate invadir por el viento, por los olores, por el sonido del agua…

Si hubiera sido posible, habría prolongado aquel momento de forma perpetua. Sin embargo, tenía preguntas que hacer. —Creía que necesitaba saber quién eres. Ahora sé que no. —Se apretó contra mí. Notaba su calidez—. Pero sí tengo que saber por qué me elegiste. Verás, ayer, cuando te fuiste, me di cuenta de que alguien había estado observándonos. Hablé con él y… —Calla. No digas nada. No importa quién soy ni mis motivos. —Se incorporó y me miró con dulzura—. Lo único que cuenta eres tú. Eres tú quien debe hacerse esas preguntas. —Sonrió—. Ya has hallado las respuestas. —Volvió a apoyarse en mi hombro. Cerré los ojos. Nunca me había sentido tan a gusto. De hecho, creo que estaba tan relajado que llegué a dormirme. No se me ocurre otra explicación al hecho de que al abrir los párpados me hallara tumbado sobre la roca. No había ni rastro de ella. Cualquiera diría que la soñé. Yo quiero creer que fue real. Así la siento. Y en esos mediodías de invierno en que el sol me acaricia a través de la ventana me pregunto a cuántos más habrá ayudado a reencontrarse, a recuperar la ilusión por la vida.

Benjamín Recacha García (España) Blog: benjaminrecacha.com

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Número 6

En el fondo

Gleiber

Alvarez Había vislumbrado la respuesta... AQUÍ ESTÁ ENTERRADA toda tu sangre, le dijo su padre, sujetándole la mano, frente a la lápida de su abuelo. A esa hora ya no había ni un alma en el camposanto; las gentes de los pueblos visitan a sus muertos bien temprano. Su padre lo obligaba a rezar bajo el sol; ambos parecían susurrarse el uno al otro y si el niño no sabía un salmo, tenía que esforzarse por seguirle el ritmo a su padre (que le apretaba la mano si no lo oía) y repetía entrecortadas frases mientras el sudor le corría por la cara. Pero en el fondo quiso decirle a su hijo: «Tu abuelo terminó aquí. Yo espero irme al cielo primero que tú y si Dios quiere, un día tú descansarás con nosotros, cerca de este samán». Y era verdad. Varias veces al año regresaron a entregarle a su familia 73


El Callejón de las Once Esquinas

los ramos con agua y un solo velón, en el que, según las leyendas, las ánimas se reúnen en torno a su llama inquieta. El niño ya no necesitó que su padre le apretara la mano. Con el tiempo, tuvo sus propios hijos, y de vez en cuando un pariente lejano se reunía con ellos a entregar ramos. El día que enterraron a su padre, no dejó de preguntarse qué pasaría con sus vástagos, porque solamente quedaba un espacio en el pabellón del camposanto que estaba cerca del samán. Durante meses pasó horas respondiéndose a la misma pregunta; de tanto en tanto le buscaba la gracia a lo que se estaba preguntando: «Que nos entierren en aquellos mangos. Se camina más, pero al menos hay sombra», decía para sus adentros. Sin embargo, la duda permanecía igual. Cuando su padre cumplió un año de muerto, quiso ir él solo a entregarle las ofrendas. Lo hizo por la mañana. Caminó por el mismo sendero que toda su vida había sido de polvo y vio, en el fondo, el samán asomado a la avenida, con pocas hojas, acaso por el verano. Si el cementerio estuviese del otro lado, pensó, el samán no le daría su sombra a la avenida. Casi dejó caer la corona de flores; había vislumbrado la respuesta: el propio samán. Si quería que sus descendientes —y él mismo— estuviesen junto al resto de la familia, lo único que tenían que hacer era que los cremaran y esparcieran sus cenizas en las gruesas raíces del samán. Todo estaba solucionado. Con los años, llegaron los nietos, pero cada uno en un país diferente. Hubo uno que tuvo dos muchachos en dos continentes. Incluso, él mismo se casó de nuevo y al fallecer, la viuda, contradiciendo la voluntad de su difunto esposo, le dio sepultura en un camposanto neoyorkino. Como su abuelo, no terminó en su tierra.

Gleiber Alvarez (Venezuela) Blog: aburileoblog.blogspot.com 74


Número 6

Haría un último esfuerzo Silvia

Zuleta Con las piezas que sobraban ensayé un círculo...

Ilustración: Humberto Nieto L. (Ecuador)

ABRO LOS OJOS. Me duelen los huesos. La espalda. Los hombros. Por la ventana veo una variedad cromática fulgurante. Las hojas ya rojas del pruno. Los destellos amarillos de las mimosas al fondo y unos tímidos brotes de los plátanos asomando. Tardíos, lentos, como si no mostraran interés por la vida. Me visto a toda prisa. Debo llevar a los niños al colegio. Escolarizarlos y darles unos conocimientos que los llevarán a una existencia más completa, más vacía o en el mejor de los casos, más sedienta de más conocimiento. Me mojo los ojos con el agua helada. El grifo funciona con dificultad. Gotea cuando quiere. Caprichoso e ineficiente, como mi hijo cuando le digo que se vista. Como mi hija cuando desayuna y se echa sin querer la leche encima y tiene que quitarse la ropa que con 75


El Callejón de las Once Esquinas

tanto esfuerzo he logrado ponerle. Corro al coche sin respiro. Los pequeños retoños están sujetos a sus asientos. Afuera la lluvia cae en diagonal mientas que ráfagas de viento se empeñan en torcerlo todo. Los elementos. Los pensamientos. Los ánimos que parece que, aun así, se empeñan en mirar al suelo. Vuelo a la oficina. A aquel espacio cercano. Límpido y eficiente. Las charlas. Las reuniones. La manía de hacer informes de todo. De documentar la maldita existencia inflando conceptos, usando palabras ampulosas. Salgo corriendo otra vez. Me detengo a observar a un mirlo. Canta como un desgraciado. Se empeña en perforarme los tímpanos y me pregunto por qué la naturaleza es tan cruel. Entro en el súper un segundo. Y salgo a los cinco minutos con una mini bandeja de sushi. No confío en la cocina de un supermercado. Últimamente he perdido la confianza en las cosas. Los niños llegan a casa a las cinco. Se quedan mirando la televisión absortos. Me da igual lo que diga la pedagogía. Benditos dibujos que me dejan en paz. Que me desligan de mis obligaciones mundanas. Que me entregan al ocio más vacuo del mundo: navegar sin rumbo por Internet. Leer contenido que se genera cada minuto sobre temas intrascendentes. Fumar un cigarrillo. Se acerca mi mujer. La encuentro atractiva pero se niega a acostarse conmigo. Que los chicos se van a dar cuenta. Que la compra está por llegar. Que el jefe misógino no le aumenta el sueldo. La toco. La abrazo. Aprieto mis dedos en sus glúteos. Ella sonríe. Vuelvo a mi querido mundo cibernético. A las noticias falsas. Al big data que me sugiere autos con cambio automático que solo mi mujer puede estar interesada en poseer. Me río para mis adentros. Sé más de ella por Google que 76

por nuestras conversaciones. Qué más da. Ya no hablamos de libros, ni de política. Ni de la calle. Gestionamos la casa. Como buenos socios. Confrontamos y siempre llegamos a un acuerdo. El tiempo escasea. Se esfuma de las manos. Mis venas se notan cada vez más. Como caminos añosos que no llevan a ninguna parte. Subo a darme una ducha. A oler bien. Ponerme ropa limpia hecha en Vietnam (ni siquiera la vestimenta me ayuda a evadirme). Me pongo perfume y me sumerjo en uno de mis libros. No pienso trabajar en casa. Apago el móvil. Y escucho unos pasos. Es ella. Es mi hija que quiere jugar conmigo. La miro. Nos queremos. Pero sé que más pronto de lo que pienso se irá. Da igual. Me pregunto si la escuela le está sirviendo. Bajamos de la mano. La de ella, pequeña. Suave. Blanca como el papel. Las puntas de los dedos arrugadas. La vida incipiente se me antoja hermosa. La mía grande y envejecida. Con cicatrices. De pronto, me vi igual a mi padre. A mi abuelo. Me vino a la mente la tierra del campo. Las plantas. Las mimosas amarillo fluorescente. Eso somos. Jugamos una partida de Backgammon mientras mi mente divagaba por la irreversibilidad y la circularidad. Por los momentos únicos y repetitivos. ¿Estaría repitiendo lo mismo? ¿Haciendo una y otra vez un simple garabato? ¿Era mi vida solo un rayajo en el papel? No me atormentó la cuestión pero me resultó tediosa esa circularidad. Ese hacer y deshacer continuo. La cama. La ropa. La compra. Los informes. La corbata. Los libros que leía. Las malditas películas que veía. El planchar hasta el infinito el pantalón. Agarré las fichas del juego. Con las piezas que sobraban ensayé un círculo. Mi hija se rió. Le gustaban los juegos improvisados. ¿Cómo quitarme el tedio de la repeti-


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ción? ¿Cómo encontrar la sorpresa? ¿Debía perder la memoria? ¿Olvidar lo vivido? ¿Caer en una ingenuidad pasmosa que me salvara del cinismo y del aburrimiento? Llegó el olor de la cena. El ruido de los platos. El pasar de los autos de la calle. La lluvia que repiqueteaba en la claraboya. Comí una pasta riquísima. La salsa. La textura de los tagliatelle. El color de los tomates. Había cosas que se repetían. Sí. Y uno nunca se cansaba. El sabor del ajo. El aroma del orégano. La suntuosidad del aceite de oliva. Esta vez sucumbí a la repetición con entrega. Era maravilloso. El sabor que se quedaba en el paladar. La dulzura de los tomates. El ácido de aquella salsa acentuado por el vino blanco. Los chicos se durmieron rápido. Hicimos el amor. Una vez más. Otra vez me vino a la mente la circularidad. Me

gustó. Algunas cosas hacen bien en repetirse. Era bueno poder hacer algunas cosas una y otra vez. Incansablemente. La miré a los ojos. Sus cabellos desordenados. Desteñidos. Los labios ligeramente hinchados. Era hermosa. Pero tuve que ir al baño. El tiempo pasaba. Mañana había que levantarse temprano. Reproducirse. ¿Cómo era capaz de repetir una y otra vez? ¿Llegaría un día en que ya no podría dar la cuerda a todos esos actos de la vida cotidiana? ¿Me quedaría sin energía? ¿Sin ímpetu? Lavarme los dientes. Ponerme crema en la nariz que se me despellejaba con la sequedad de la calefacción. Ponerme las zapatillas para estar en casa. Un día no podría. Estaba seguro. Mientras tanto seguiría. Haría un esfuerzo. Un último esfuerzo.

Silvia Zuleta Romano (España) Blog: laguaridadeficcion.blogspot.com

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El peso de la conciencia Isidro

Moreno Hamlet podría declararse al oficial Vronski... UNA PEQUEÑA MULTITUD AGUARDABA en la tranquila plazoleta que, aunque desconocidos entre sí, pronto descubrieron que su causa era la misma; sin embargo, también desconocían a la persona que les había convocado, ni que esta, les observaba desde uno de los balcones de un quinto piso. *** Su tendencia enfermiza al hurto, su pasión fetichista por los libros y su afán por la lectura hicieron que, aquella funcionaria, tuviese que dedicar por completo una de las estancias de su vivienda para albergar los volúmenes que venía sustrayendo del almacén de paquetería en la oficina del Servicio Nacional de Postas donde trabajaba. Orgullosa, contemplaba su vasta y heterogénea colección de libros y todo ello sin levantar sospechas ante las profusas reclamaciones. Ella, casualmente, era la encargada de recibir y gestionar los requerimientos, reclamaciones e incidencias. Pasado un tiempo, su biblioteca apenas podía abrirse por los muchos libros que abandonaron su estante y se agolpaban, desordenados y despanzurrados, junto a la puerta. En toda la casa se oían innumerables voces recitando, literalmente, decenas de textos procedentes de la clandestina biblioteca o, quizás, de su conciencia culpable. Así, Hamlet recitaba un dubitativo monólogo sobre su existencia; Sancho, el escudero, daba consejos a su señor; se oían los sentimientos de amor de Anna Karenina hacia el oficial Vronski en la fría Rusia; en la granja de Mr. Jones, los cerdos arengaban a otros animales para una rebelión… Era peor cuando, para olvidar o aplacar su conciencia, bebía o tomaba ciertos medicamentos, pues 78


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entonces Hamlet podría declararse al oficial Vronski, o bien Anna Karenina aconsejaba a D. Alonso Quijano o Mr. Jones arengaba a Sancho o quién sabe qué otras voces interiores martilleaban los sesos de la funcionaria. Deseando acabar con esa situación antes de que la situación acabase con su cordura, tomó la decisión de devolver los libros robados. Sería fácil conocer los receptores estafados, pues conservaba el registro de los paquetes que nunca llegaron a su destino, pero lo que no controlaba era el contenido de los mismos; es decir, desconocía qué y cuántos libros correspondían a cada destinatario. Aun así, consideró que sería preferible repartirlos, cuales fuesen, entre los receptores. Pasados unos días tras el envío masivo de los volúmenes, comenzaron a llegar nuevas quejas de los receptores, pues indicaban que desconocían procedencia y motivo o que no era el libro que un día se perdió. Tan numerosas fueron las consultas y reclamaciones, que se vio obligada a realizar horas extras y clandestinas para evitar más sospechas en el trabajo. Ofreciendo una pequeña recompensa por el error además de las mil disculpas, decidió convocar a todos en una conoci-

da y recoleta plaza de la ciudad, casualmente la misma plazoleta que se divisaba desde el balcón de su vivienda. A pesar de haber vaciado la habitación destinada a biblioteca, comprobó con desesperación, que las voces aún recitaban machaconamente decenas de textos literarios, confusos la mayoría, recriminantes a menudo y quizá conocedores de su conducta, pero que le atormentaban su cabeza hasta límites cercanos a la locura. Llegado el día previsto de la cita con los destinatarios, asomada al balcón observaba a una inusual multitud que la esperaba. Anotó en su diario lo que las incesantes voces de su interior continuamente le dictaban. Fiel al dictado, se arrojó al vacío desde el balcón. *** La pequeña multitud que aguardaba en la tranquila plazoleta, se vio alarmada por la caída del cuerpo de una joven desde uno de los balcones. La policía les hizo desalojar la plaza. Días más tarde, un periódico local publicaba la extraña historia y suicidio de una ladrona de libros.

Isidro Moreno Carrascosa (España) isidroantonio.wordpress.com isidromorenocarrascosa.blogspot.com 79


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Mar en calma Plácido

Romero

EN MITAD DE LA NOCHE se levantó una ligera brisa. Antes del amanecer, el viento comenzó a arreciar. La tormenta estalló al poco. El capitán ordenó a los marineros que replegaran las velas. El mar estaba embravecido. El barco era ingobernable. Comenzó a hacer agua. El capitán, desesperado, no sabía qué hacer. El viejo sobrecargo, veterano de cien travesías oceánicas, le dio el remedio. Le mostró el manifiesto de carga. Allí mismo estaba la solución. El capitán ordenó tirar por la borda todas las cajas de tila que había en la bodega. El mar no tardó en quedar en calma. Plácido Romero (España) Blog: Placidario.blogspot.com 80


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El incendio Enrique

Mochón

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Creo que la situación se nos fue de las manos... ESTABA YO PENSANDO en cómo pudo mi madre —tan menuda ella— parir a mi hermano con ese cabezón que tiene, cuando el tipo de al lado me puso la mano en el hombro y, acercándose demasiado, me dijo que si había escuchado lo del incendio. Compartíamos cenicero y borrachera bajo el toldo de un bar en Atocha, y parecía continuar una conversación que yo no recordaba que hubiéramos empezado nunca. Debí tardar mucho en reaccionar porque cuando lo hice me miró sorprendido, como si hubiera olvidado la pregunta. «Un incendio», le dije, creo que sin entonación definida, y ya no volvimos a hablar en un buen rato. Yo seguía con mi hermano y su cabeza metidos en la mía. Recordaba nuestro último encuentro y la discusión que en él tuvo lugar. Mirando ahora lo sucedido, creo que la situación se nos fue de las manos. Las palabras, como las balas, a veces producen daños irreparables, incluso llegan a matar cosas en nuestro interior, y aunque se firme el armisticio las bajas del combate permanecen presentes por muy hondo que quieras enterrarlas. En nuestro caso ni tan siquiera nos hemos pedido disculpas. Sin preámbulos, como antes, cuando yo casi había olvidado su presencia, el tipo de al lado comienza de nuevo a hablar diciendo que lo suyo es de risa. Pero luego se detiene para beber, como un conferenciante del vaso de agua, y no dice nada más. En mi copa el hielo derretido ha acabado por aguar el whisky. Hace tiempo esto habría sido motivo suficiente para dejarla y pedir otra. Ahora yo diría que la prefiero así. Lo de mi hermano empezó de la manera más tonta. Estábamos en mi casa, viendo un partido de pago, y en una de esas con82

versaciones que surgen viendo el fútbol me dice que a Julio Salinas lo expulsaron una vez por incurrir en fuera de juego. Creo que lo más normal ante un comentario tan absurdo es tomarlo como broma. A todo el que se lo he contado le ha parecido lo mismo, desde luego. El caso es que a mí me hizo gracia. Y hasta me reí. Y ahí es donde aparece lo que hace de él alguien sin igual. «¿De qué te ríes?», me dice. Muchas veces he llegado a pensar que es tonto. O que piensa que lo somos los demás. Lo cierto es que cuando se mete en un callejón sin salida, que es muy a menudo, es tan temible como una res acorralada. No le bastó con mantenerse en sus trece con lo del pobre Salinas —que de haber sucedido de verdad habría que haberle visto la cara— sino que también abrió el canasto de la ropa sucia. Y aquí tengo que admitir que yo, al igual que él, me pasé un poco. El tipo de al lado tendrá mi edad más o menos. Ahora se ha vuelto a acercar como antes, más de la cuenta, y me dice, como quien comenta que ha suspendido el teórico del carné de conducir, que el médico lo ha desahuciado, que su mujer lo ha abandonado y que los amigos no quieren saber nada de él. «¿A que tiene su gracia?», acaba diciendo. Yo tengo cierta tendencia a responder las preguntas retóricas sin pensar, pero en esta me contengo a tiempo. En realidad ni lo miro, aunque de reojo veo que me observa fijamente, esperando vete a saber qué. Me salva la aparición de dos figuras por nuestra derecha; un hombre y un niño que caminan de la mano por la acera. El pequeño parece quejarse de cansancio, o frío, y el hombre lo coge en brazos y lo aprieta contra su pecho. Al pasar frente a nosotros, diríase que el


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angelito casi se ha dormido. El tipo de al lado los sigue con la vista hasta que doblan para San Eugenio, y aún después permanece un buen rato mirando la esquina por donde han desaparecido. «No son horas, le digo, para que ese crío esté en la calle». Pero el tipo no me responde; se limita a tirar el aire por la nariz, en un simulacro de risa, y luego agacha la cabeza agarrado con ambas manos al tablero, como si se hubiera mareado. Fue entonces más o menos cuando empezó a llegar a nosotros la lluvia de cenizas. Primero fueron unas pequeñas pavesas que al caer sobre nuestra mesa daban la impresión de que alguien hubiese soplado el cenicero. Pero la cosa fue ganando poco a poco en cantidad y tamaño, de manera que pronto se fueron cubriendo aceras y vehículos de una tenue capa gris como si de una nevada se tratara. Saqué un cigarrillo y coloqué luego el paquete sobre la boca del vaso para preservar el contenido. El tipo de al lado dijo sin mirarme: «El incendio», también con entonación neutra, y yo me quedé mirándolo, esperando a que continuara, pero esta vez guardó silencio —que yo recuerde— para toda la noche. La intensidad y la lentitud de aquella singular precipitación daban a la escena un aire espectral. Apuré mi vaso de un trago y aproveché para observar el cielo. Una espesa nube de humo negro en la que pululaban millares de pavesas incandescentes constituía toda nuestra panorámica desde donde estábamos. El tipo de al lado empalmó dos papelitos y lió un cigarro el doble de

grueso de lo normal, aunque con un acabado curiosamente perfecto, y empezó a fumárselo con cara de asco. Llegado este momento, me palpé la chaqueta para comprobar que llevaba todo, raro en mí, que me voy dejando todo incluso estando sobrio, y eché a andar sin rumbo y con poco equilibrio. No fue hasta doblar en una bocacalle, que tomé conciencia de las sirenas de todo tipo que desde hacía rato venía escuchando, como ruido nocturno de fondo, aunque sin prestarle atención. Creo que me había metido en la calle San Blas. Allí caían menos cenizas, y aparecía solitaria a excepción de un pequeño grupo de jóvenes que pegaban carteles en la pared de un antiguo comercio. Trabajaban rápido y ordenados. Bajo el engrudo que aplicaba uno de ellos con un cepillo, el viejo y desvaído anuncio de un circo recuperó con la humedad su aspecto original. La sonrisa segura y algo petulante del payaso cariblanco y la ingenua solo en apariencia del augusto, ahora renovadas en brillo y color, pronto fueron tapadas por un rostro difícil de encajar en ningún contexto. Su gesto intentaba transmitir el aplomo de un ejecutivo capaz y la honradez de un leal funcionario; pero todo su esfuerzo naufragaba en un rictus patético, una sonrisa que luchaba entre el servilismo resentido y la burla mezquina y a buen cobijo; y en una mirada cuya limpieza acababa en los cristales de sus gafas, y en la que se podía adivinar la huella, los nefastos resultados, de una pretenciosa educación en centros priva-

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dos, así como los daños irreversibles de las novatadas sufridas en el colegio mayor. «Vótame», ponía debajo. Mientras me alejaba no pude evitar imaginarlo vestido de contraugusto, calzado con unos enormes zapatos y tropezando una y otra vez con el tapiz de la pista del circo. Pobre. Al fondo distinguí, como destino de mis pasos, la calle Alameda. Alguien me había hablado de la apertura en esa zona de un nuevo garito. Decidí buscarlo y echar allí la última, rápida esta vez porque por la mañana tenía una entrevista de trabajo. La lluvia de cenizas empezó a arreciar al acercarme a la intersección. Allí, entre ligeros copos translúcidos caían otros más grandes y pesados, humeantes todavía y calientes, uno de los cuales acabó posándose a mis pies. Me detuve ante él como ante un abismo y lo observé durante unos segundos con sensación de vértigo. Era un pedazo de lienzo con los bordes quemados y unos inconfundibles ojos pintados en él. «La mirada de las miradas», pensé, o me dije sin pensar, mientras lo ponía mirando al suelo con la puntera del zapato y echaba a andar de nuevo. El whisky anterior me había dejado la lengua pastosa y el relente de enero empezaba a sembrar mis bronquios de pitos. Serían las tres de la madrugada, quizá las cuatro, en un Madrid que dormía cansado pero con sueño inquieto.

Enrique Mochón Romera (España)

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La imprudencia del astrónomo

La culpa era solo suya... \¡BUENOS DÍAS, profesor! Me entristece verle tan abatido. dHola, amigo. Sé que tú, que has sido mi ayudante durante tanto tiempo, me comprendes. Nunca había imaginado que el ansia de saber de un viejo astrónomo pudiera ocasionar la destrucción de un mundo habitado… y por seres más evolucionados. Lo entendía, era la supervivencia, si no del mejor, al menos del más rápido. Y hasta comprendía a los militares. La culpa era solo suya. Tenía que haberse conformado con la construcción del gran telescopio de berilio. Era un logro para llenar una vida, un artefacto magnífico que en órbita permitía la contemplación de galaxias a miles de millones de años luz.

Esparvero

¿Por qué se le ocurrió observar precisamente esa estrella? ¿Por qué no se limitó a publicar los resultados y a seguir estudiando el cielo profundo? Y lo que es peor, ¿por qué empleó el telescopio para mandarles una señal, un saludo con los mejores escritos de su mundo? Eso les permitió descubrir nuestra posición. El más simple lo entendía; ahora, también él. Pensó que cuando les llegase la señal tardarían un tiempo en descifrar el idioma y, si respondían, el intervalo temporal revelaría el alcance de su inteligencia, además de su interés. ¡Pero no tardaron nada! ¡Eran entre cien mil y un millón de veces más rápidos que nosotros, al menos! Los políticos y los militares se aterraron. 85


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Han mandado ya una bomba gravitacional hacia ese mundo. Explotará casi en silencio en la superficie, se creará un minúsculo agujero negro que se hundirá en el planeta ganando en masa, y cuando llegue a la zona fundida lo engullirá todo con glotonería; el astro se contraerá, se derrumbará sobre sí mismo y quedará reducido a un pequeño agujero negro. Más limpio imposible. Y más cruel, tampoco. Sólo le habían dejado salir de la prisión para que pudiera señalar el

planeta a destruir. Sin confusión posible, en el sol más cercano, a sólo cuatro años luz de distancia, un pequeño y bonito mundo azul, el único con agua y oxígeno. Ya nunca sabremos qué extraña vida pudo cristalizar en un ambiente tan tóxico para nosotros. Ni siquiera hemos leído aún su respuesta. Muchos de sus tentáculos de cuarzo se volvieron opacos de dolor al ver partir la bomba. dPerdonadme, por favor, quienes quiera que fueseis.

Esparvero (España) 86


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Elixir para la vida Carmen Martínez Marín EN EL TERRITORIO DE LOS SUEÑOS despertó y se encontró sentada en la orilla sobre la arena sombría, con los últimos rayos de sol en su espalda como la cámara del fotógrafo, quedándose salpicada por la hora azul cuando la calma se torna azafranada. Bañados en salitre, los atardeceres saben a ilusiones, saben a los besos dados. Al llegar la noche la luna se esconderá tras un sombrero de nubes como un arrebato, después de la tarde clara. Sin embargo, hoy las ramas siguen desnudas. Los paseos en soledad no son esa fotografía que quiere tener. Te seguiré esperando. Aquí estoy. Sí, porque los amaneceres junto al mar cubren de sabor salino algunas quimeras; entonces el sol cubrirá nuestros cuerpos de irisados colores. El olor a salitre y a algas, el sabor salino sobre tus labios, son besos de mar. Un preciso elixir de agua y sal. Aquí estoy. Te espero, viendo la vida pasar.

Fotografías de la autora

Carmen Martínez Marín (España) Blog: aymaricarmen.blogspot.com 87


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Eva 2018 Carmelo

Carrascal

EVA abrió de par en par la

ventana de su habitación y gritó a los cuatro vientos: «Tengo alma, no he nacido para obedecer, tengo tetas y libertad, la maternidad no me obliga, ni el machismo ni el varón me imponen. Busco ser yo misma y el poder. ¿Pasa algo?»

Carmelo Carrascal (España) 88


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Ensayo general Ă ngel

Saiz Mora

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Era hora de regresar... HABÍA PEDIDO EL DÍA LIBRE en el trabajo con la excusa falsa de hacer una mudanza. Se marchó igual que todas las mañanas, tras despedirse de su reina y de su princesa, pero en lugar de tomar el metro terminó sentado en un banco del parque Aluche. Una cuadrilla de jardineros comenzaba la jornada. Un ciclista pasó a su lado, también varios corredores de fondo. Tras un rato calculó que Alicia ya estaría camino de la oficina, después de dejar a Laurita en el colegio. Era hora de regresar. Abrió la puerta de casa con el menor ruido posible. Lo último que deseaba era que la chismosa de la vecina se percatara de su presencia, sabía que iba a faltarle tiempo para salir a preguntar por qué había vuelto tan pronto. Necesitaba discreción absoluta para sus propósitos, que no hubiese testigos a los que les extrañase su conducta, menos que nadie la pregonera del vecindario. Una vez en casa, como si hubiera dado marcha atrás al reloj, se puso el pijama de nuevo para introducirse en la cama. Bajó todas las persianas. Después vino el detalle más importante dentro de su plan: cerrar los ojos, con la intención de no abrirlos hasta nueva orden. En esas condiciones acertó a desconectar a la primera el despertador de la mesilla, fue suficiente un leve toque con el dedo índice de la mano izquierda. A partir de ahí empezaba de forma oficial el trabajo de campo, su experimento sobre el terreno. La visibilidad era nula, pero supo llegar sin problemas hasta el cuarto de baño. Esta vez no olvidó dejar bajada la 90

tapa del inodoro, como tantas veces le recomendaba su mujer, su reina. Más difícil fue distinguir entre el champú, el acondicionador y el gel, algo que consiguió por la forma de los envases. Vestirse de nuevo con la misma ropa fue menos complicado de lo que creía, aunque tardó más de lo habitual sin el sentido de la vista, al igual que para dejar la cama hecha. Nada que no pudiera mejorarse con algo más de práctica, pensó, animoso. Supo reconocer cada mueble del salón. Desde esa nueva perspectiva los libros de los estantes parecían emanar un olor más intenso. Gracias al tacto pudo llegar sin dificultad hasta la cocina, aunque tropezó con uno de los taburetes, que no estaba en su sitio. Dio cuenta de la tostada del que fue su segundo desayuno. El conocimiento del terreno hizo que dejar el plato y los cubiertos en el lavavajillas resultase bastante sencillo. Había comido con tranquilidad, hasta se permitió encender la radio para sintonizar las noticias, sin importarle que fuesen las mismas que había escuchado ya. Antes de salir decidió visitar la habitación de Laurita. Desde Dora la Exploradora a Pepa Pig hizo un repaso por los muñecos de peluche, que reconoció gracias a la yema de los dedos. El cuerpo cuadrado de Bob Esponja era inconfundible. Satisfecho, su mano exploró, con cuidado y cariño, el cajón secreto de la pequeña, donde guardaba sus más preciados tesoros. En lo más profundo palpó algo que, aunque no pudiera ver, conocía de sobra: recortables de muñecas y un cuadernillo de tapas duras, que


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su inteligente princesa utilizaba como diario. Accedió al portal con todo el sigilo que fue capaz de reunir. Dentro del ascensor su autoestima sufrió un pequeño revés, cuando en lugar de pulsar la planta baja fue a parar a los sótanos. Sin amilanarse, se aseguró de elegir el botón preciso en un nuevo intento. Ya en la calle palpó la fachada de la tienda de frutos secos y más cosas regentada por unos asiáticos muy amables. Acera adelante, sin perder el contacto con la pared, contó uno, dos, tres portales, antes de torcer a la izquierda en la esquina, hasta alcanzar el puesto ambulante de churros y chocolate, con sus vahos de fritanga inconfundibles. Fiel al propósito que se había hecho, de no levantar los párpados bajo ningún concepto, determinó la dirección y la velocidad de los coches mediante el sonido, también el momento preciso para cruzar la calzada con el semáforo en verde.

El cristal frío del escaparate y el aroma de los productos horneados desvelaron que se hallaba ante la panadería. No lo tenía previsto en su itinerario mental, pero aquí introdujo un factor de dificultad dentro de esa ruta a través de las tinieblas que se había impuesto. Entró para comprar una barra y una bolsa de madalenas. Sabía que el dependiente, de nacionalidad rumana y muy discreto, no iba a preguntarle el motivo por el que llevaba los ojos cerrados. Extrajo un billete de la cartera y guardó el cambio en su monedero, una acción corriente que, bajo sus curiosas circunstancias, vino a ser otro pequeño reto, del que salió airoso. A la altura del centro comercial del barrio sus pies reconocieron la ristra de escaleras, que subió y bajó varias veces, solo por el gusto de hacerlo. Lo hizo de forma pausada, sin tropiezos. Desde ahí a la boca de metro supuso que todo debería ser sencillo, territorio conocido, por eso le sorprendió toparse 91


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con un contenedor de obra, instalado esa misma mañana. Su rodilla tropezó contra una de las duras esquinas de metal, tras lo que soltó un par de improperios. Estuvo a punto de abrir los ojos de forma instintiva, pero reprimió ese impulso para sustituirlo por el contrario. De alguna forma, al apretar las pestañas con rabia, la molestia se hizo más llevadera. Por los pasillos del tren subterráneo recibió algunos roces con viandantes que pasaban raudos a su lado, pero no fue increpado por ninguno, al contrario, al creerle ciego le ofrecieron ayuda, que él declinó con amabilidad. Se detuvo en el andén, después de un cuarto de hora desde que pisó la calle sumido en una oscuridad voluntaria, un tiempo que estimó razonable y esperanzador. Había completado el trayecto sin demasiados problemas ni titubeos. No tuvo que ser ayudado por otras personas. Prueba conseguida, se dijo.

No pudo por menos que sonreír, complacido de que su cerebro hubiera demostrado saber orientarse de forma distinta y compleja. Se sentía muy orgulloso, hasta importante, como si fuese el primer hombre en poner el pie en la Luna. Incluso bajo unas circunstancias tan adversas como la falta de visión era capaz de ser autónomo. Ahora podría ganar mucho dinero. Se imaginaba lleno de fama y aplausos al superar todo tipo de pruebas en algún concurso o reality show de la televisión, esos tan disparatados en los que a veces vendan los ojos a la gente. Fue en ese momento cuando decidió abrirlos. Estaba dentro de la estación de Aluche, que carece de túneles, pero tenía la sensación de percibir el entorno con las limitaciones de estar dentro de uno. Esa noche decidió que ya estaba preparado para comunicar a la reina y a la princesa algo que solo él conocía desde semanas atrás, lo de su glaucoma irreversible.

Ángel Saiz Mora (España)

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Ser de Aire

María Jesús

Fernández Esa oscuridad me era absolutamente familiar...

AHORA LO VEÍA claramente, todo aparecía ante mí sin que nadie pudiera percatarse de mi presencia. La hipocresía en sus rostros, aquellas caras que tantas veces había escudriñado a la luz del día o bajo una tenue iluminación artificial en una calle cualquiera, intentando hacerlas mías. Esa falsedad observada en más de una ocasión era real, era un síntoma claro de su profundo arraigo en prejuicios y temores. Sólo bajo esta noapariencia pude aclarar lo que antes rondaba en mi mente como simple sospecha, que aquellas arrugas y gestos austeros y mediocres escondían bajo sus pliegues la mezquindad, el egoísmo, la mentira, la impotencia. ¿Todos mentían? Sin duda se engañaban a sí

mismos, sobre todo en las ocasiones en las que rehuían afrontar los hechos tal y como eran o arriesgar parte de su bienestar social y personal. Anduve gran parte de la noche, ese periodo de tiempo en el cual los sonidos adquirían gran magnitud desgarrando la tranquilidad, en el que el viento frío de la soledad surgía con fuerza meciendo los árboles para regalarnos una melodía suave que calmaba los espíritus haciendo desaparecer la angustia, que embriagaba los sentidos más allá de lo que merecíamos. Recorrí calles familiares, llenas de bares ahora cerrados, vacíos, sin vida, en los que el griterío ensordecedor de los que huían de sí mismos se había apagado como sus vidas cuando 93


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volvían a la realidad cotidiana, en los que tantos cuerpos desprovistos de ese rasgo sensible llamado amor propio miraban alrededor inconscientes de su torpeza, en los que una maraña informe de deseos se reunían creyendo compartir afinidades tan solo por una noche. Me deslicé entre borrachos olvidados de ellos mismos, y de un mundo al que no querían o no podían pertenecer, que vagaban por la noche de los insomnes entre anhelos perdidos. La fuerza del viento me trajo el hediondo olor de la muerte absurda que construíamos para nosotros. Me alejé para retomar las calles de mi adorada vida terrenal, en las que perdí tantos días, tantas noches queriendo encontrar ni siquiera sé qué cosa, y esa búsqueda inútil por lo desconocido me empujó siempre adelante desde el instante en que deseché el pasado como algo mío. Me quedé clavada en un pequeño portal oscuro que escondía una puerta robusta de madera, fácilmente franqueable para mí ahora. Esa oscuridad me era absolutamente familiar, no sólo porque ya no necesitaba la claridad para ver a mi alrededor sino por la infinidad de veces que había rebasado el umbral de la casa con una sonrisa en los labios, sintiéndome fuera de mí, orgullosa de poseer algo más que mi propio yo. Ese vanidoso pensamiento me había acompañado gran parte de los últimos años de mi vida, hasta el final de mis días, incluso me dio fuerzas para emprender la tarea de construir un retazo de felicidad entre mi posesión y yo. Nunca rechacé, sin embargo, la sensación, aunque siempre en el límite de convertirse en temor, de lo pasajero de las cosas, y más aún de las relaciones, como atraviesan un estadio de plenitud y van perdiendo armonía hasta agotar aquel primer encanto de oír una voz como en un susurro, lejana y cálida. Cerré los ojos y recordé, ahora sin sentimentalismo, los años que forja94

ron una unión que imaginé indestructible, porque todo fue producto de mi desbordada capacidad de fantasear. Incluí los planes de vacaciones, los años de convivencia y las largas conversaciones detrás de una cerveza en cualquier lugar, no importaba cual, en las tardes calurosas de verano, después de pasar todo el día en las nubes sin llegar a concentrarme en nada, tan solo en mi pequeño mundo, en mi frágil atadura con la hermosura, una diosa, y sólo podía ser así para mí, toda venerada. En aquel momento, mientras me decidía a atravesar el umbral de mi casa, pensé que habría sido mejor no haber muerto, porque estando aún viva tendría la posibilidad de que una duda me reconciliara con mi amor adorado, aunque ahora que era capaz de observarlo todo, quería seguir ignorando la realidad como tantas veces lo había hecho antes. Entré sin miedo y vagué alrededor de los muebles del salón, sin sentir emoción alguna, recorriendo con la vista la colocación, el orden, la limpieza; se diría que nadie vivía allí, y en cierto modo podría ser así, yo había dejado de existir en este mundo y probablemente en su mente; ella en este hogar al que juntas dimos forma. Me senté en el sofá bajo el peso consolador de la oscuridad y contemplé las estanterías llenas de mis libros, de mis sueños, de mis codicias, perfectamente colocados, tal y como los había dejado; los discos, una larga colección, que sonaba en otros tiempos de acuerdo a mi estado de ánimo, cambiante dependiendo de los signos de simpatía o antipatía hacia el mundo exterior. Recorrí todas las habitaciones del piso bajo, miré el jardín ajeno al tiempo, al cambio, atendiendo a sus suspiros provocados por el azote de la lluvia y el viento tormentosos, un rayo desequilibró el cielo entre luz y sombra, la no-


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che se hizo vívida, tangible, y la fragancia del agua que me hizo estremecer en el pasado confundida con la visión de un abrazo cubrió la superficie de los objetos. El sonido de gemidos en el piso superior me devolvió al mundo de los «vivos». Irónico, yo que antes había agarrado cualquier acción de vida, cualquier desafío a vivir más y más intensamente, ahora había dejado de temblar ante las palabras y los hechos, y aquellos sonidos tan familiares no me produjeron escalofrío alguno, ninguna sensación, sólo percibí el ruido. Entré en la que había sido mi habitación y me senté en el pequeño sillón de mimbre que se quejó como en las noches calurosas de verano, mientras que aquel cuerpo que no era el mío se estremecía bajo el peso inapreciable del placer. Observé sus cuerpos, sin lamentaciones, sus movimientos rítmicos, acompasados, llenos de deseo, de placer o, ¿tal vez agonía? ¿Cuántas veces dejé vagar mi mente lejos de la realidad? ¿Cuántas veces salí al jardín en una noche como aquella mientras ella dormía? La oí resoplar al darse la vuelta y escudriñé su rostro irreconocible, ya no era mío. Deslicé la vista hasta la otra mujer, ¿quién era? Esa pregunta importaba poco. Fuera quien fuera podría simplemente ahogarla, privarla de su felicidad pasajera, como había sido la mía antes, y darle una visión amplia y diferente de la realidad, de esa forma descubriría la mezquindad de la mujer que reposaba satisfecha a su lado, podría incluso mostrarle la suya, la del mundo entero, más aún, la mía. Toqué su vientre para que despertara en un escalofrío y aprecié que su sudor era frío. Reconocí la angustia reflejada

en su rostro sin que ella llegara a comprender por qué y salió corriendo al jardín como yo lo había hecho en otras noches. En ese momento supe que mi ansiedad era el recuerdo de otros seres que retomaban sin sentimentalismo lo que poseyeron un día. Contemplé durante largo tiempo aquel cuerpo perfecto, ahora relajado, con respiración acompasada, pero consciente de la crispación reflejada en el rostro de quien ha perdido la batalla consigo misma. Descansé a su lado por última vez, sabiendo que ella no sentiría ese agónico impulso de escapar porque yo no había pertenecido a nadie jamás, ni siquiera a ella y, aún así, lo hice. La noche murió en un suspiro, la vida perdió consistencia, yo salí de su sueño definitivamente.

María Jesús Fernández Rodríguez (España) Blog: reinvencionesenlanube.blogspot.com.es 95


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Remedios

Raúl

Garcés Estuvo dándole vueltas a aquellas palabras...

ICTUS, infarto cerebral, hemiplejia… Todo aquello le sonaba a chino. Tan solo acertó a entender algo cuando su padre, en un esfuerzo por recomponerse siquiera unos segundos del terrible mazazo, le explicó que lo que le ocurría a mamá era que no sentía la mitad de su cuerpo, como si se le hubiera quedado dormido. Durante toda la mañana el niño estuvo dándole vueltas a aquellas palabras. Pidió a los abuelos poder acompañarles esa misma tarde al hospital. Quería ver a su madre lo más pronto posible. Y ese deseo le llevo a subir a toda velocidad las numerosas escaleras del enorme edificio. No tardó en descubrir que en cada descansillo se podía divisar un poquito más del campo de fútbol que se alzaba imponente al otro lado de la calle. Animado por tal hallazgo, pronto alcanzó la última planta. Pero enseguida la esperanzada sonrisa devino en una mueca de contrariedad al comprobar que la cubierta metálica del 96

estadio impedía ver el terreno de juego. Cabizbajo, volvió sobre sus pasos hasta llegar a la sala de espera donde junto a la máquina expendedora de cafés, aguardaba la familia. Asintió con la cabeza cuando le preguntaron si estaba preparado para verla. Y arropado por unas cálidas manos sobre sus hombros menudos, entró en la habitación. La madre, toda ella de azul entre sábanas blancas, descansaba flanqueada por diferentes aparatos. Con una determinación que sorprendió a los presentes, el pequeño se acercó hasta la orilla de la cama. Tomó con delicadeza el antebrazo inmóvil y con un dedo previamente ensalivado trazó varias cruces como tantas veces ella hiciera con él cuando, de estar mucho tiempo sentado en la misma posición, se le quedaba dormida una pierna.

Raúl Garcés Redondo (España) Blog: www.desdesoria.es/tieneunminuto


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Los peces del rey

Ignacio Urtiaga

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Que este relato no sea cercano ni reciente no implica que este relato no sea cercano ni reciente... PODRÍA, indudablemente, indicar que esta historia acaeció a pocas leguas de aquí pero, en honor a la verdad, incurriría en una flagrante mentira, con lo que he de decir, para vuestra información, que sucedió en un reino muy, muy lejano. También podría añadir que aconteció hace solo unas jornadas pero, por la misma razón, debo alertaros que no se conoce la fecha exacta del suceso y que ha sobrevivido a las profundas fauces del tiempo gracias a su narración en filandones y plazas en noches largas como esta. Que este relato no sea cercano ni reciente no implica que este relato no sea cercano ni reciente. En aquel reino cuyo nombre se perdió en los libros de Historia, transitando el octavo mes lunar, una endemia acabó con los irisados peces del Palacio Real. El rey, hombre vehemente acostumbrado a que los problemas se solucionaran con una simple orden y cuya mayor pasión era el asombroso estanque que rodeaba su residencia, convocó a los artesanos e ingenieros del lugar ofreciendo una suculenta recompensa a quien pudiera suplantar aquellos peces, pues el estanque, sin ellos, no lucía igual. Así pues, durante las siguientes jornadas, fueron llegando al lugar, desde todos los rincones del reino, los primeros candidatos. Tras una minuciosa selección fueron elegidos los mejores proyectos para su presentación ante el rey pocos días después. Un carpintero de la capital exhibió unos preciosos peces en madera tallada pero, desgraciadamente, al contacto con 98

el agua flotaban como si estuvieran muertos. Desde más lejos llegó el herrador de la caballería del ejército. Sus peces, forjados en mil formas excelentemente bruñidas, mantenían su reflejo un instante antes de ser engullidos y perderse para siempre en el fondo del estanque. Un soplador, llegado desde las montañas, hizo unos salmones de vidrio en forma de botella que, llenos en su interior de cristales preciosos, producían unos brillos mágicos, pero se amontonaban cerca de la superficie como boyas de navegación. Incluso hubo un pescador que trajo los peces directamente desde la costa en grandes barreños, pero su intento de sumergirlos en agua dulce conllevó funestos resultados… El rey se encontraba desolado. Jamás volvería a tener peces en su estanque. Hasta que un día, agonizando ya el caluroso undécimo mes lunar, llegó un rumor a sus oídos. En los confines del reino había un niño que había conseguido criar unos cuantos peces en un pequeño lavajo a orillas de su casa. Dispuso su corte y partió de inmediato hacia tan remoto lugar. Cuando llegó, como le habían contado, encontró al niño al lado de la charca. —Te estaba esperando —le dijo el chaval, que apenas superaba el metro de altura, sin utilizar fórmulas de protocolo con el monarca—. Sabía que habían muerto los peces de tu estanque, y que acabarías viniendo a buscarme. —Quiero tus peces, los quiero para mí —respondió, alterado, el rey—. ¿Cómo es posible que tú, un niñato que apenas levanta un palmo del suelo, hayas conseguido lo que nadie entre los más ilustres


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artesanos de mi reino? —Quizá nunca supieron apreciar la verdadera naturaleza de los peces. Cada pez tiene siempre una historia que contar. Ves, esta es la nuestra —adujo el chiquillo, señalando con su dedo una hoja de papel escrita a mano. Entonces, tras marcar unos pliegues en el manuscrito hizo un pez de papel. Luego, ante la atónita mirada del monarca, lo dejó caer en el agua. En un primer momento pareció hundirse pero, de pronto, cobró vida y se convirtió en un pez de verdad, de tonos verdeazulados y brillos multicolor. El rey, aún boquiabierto, balbuceó: —¿Cómo? ¿Cómo lo has hecho? Y adquiriendo un color cercano al morado, añadió: —¿Sabes que en mi reino está prohibida la magia? A lo que el rapaz respondió: —Esto no es magia, don Rey. Esto es la vida. Tú nunca cuidaste tus peces, a ti solamente te importaba tu estanque. Luces, además, ropas brillantes y lujosas que solo sirven para ocultar tu corazón

oscuro, de puro plomo. A veces, si no cuidas el interior, el exterior termina por deteriorarse. Pasa lo mismo con todas las cosas. Tu reino, por ejemplo, de puertas para afuera, irradia esplendor… Pero fíjate dónde vive mi familia —concluyó, señalando la arruinada choza que quedaba a unos metros. El rey quedó entonces callado, pensativo. Por un momento incluso podría decirse que afectado. —No era consciente de esto que me cuentas… Pero, si me das tus peces, juro que cambiaré —afirmó, solemne, el rey. —Por supuesto que cambiarás… Cada pez cuenta una historia—añadió el muchacho sacando del bolsillo una hoja de papel, doblada dibujando la forma de una persona—. Y esta sé cómo acaba. El rey, aturdido, no pudo reaccionar mientras el niño la dejaba caer. No obstante, pudo distinguir con claridad la silueta recortada de una corona sobre la cabeza de la figura de papel que mecía el viento, instantes antes de que fuera engullida por el agua.

Ignacio Urtiaga (España)

Portada: René Binet 99


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El club de los 27 Héctor Daniel Olivera Campos

No iba de farol... CUANDO LLEVAS TODA LA VIDA viviendo en el mismo barrio se producen fenómenos indeseables; uno de ellos consiste en que acabas conociendo a todos los zumbados del vecindario. A medida que creces y te adentras en ese páramo que es la vida adulta, los lazos que te unían con tus amigos de la juventud se van diluyendo abrupta o lentamente. Las personas que te apetecería frecuentar se mudan, hacen mutis por el foro en el escenario de tu vida, y los figurantes que quedan sue100

len ser vecinos recalcitrantes y malhumorados, siluetas cuya contemplación no te inspira otra cosa que hastío o irritación. Los notas y los colgados no emigran; sales a comprar el pan y allí están ellos, poblando el paisaje urbano con la misma furia que hace veinte años. Ellos te saludan, te abordan, te piden tabaco y, lo que es peor aún, te conocen por el nombre y se enganchan a darte la murga con el propósito de volcarte todas sus obsesiones. Supongo que lo que digo no es muy compasivo, pero macerarse años


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y años en el apartamentocolmena de un polígono, contemplando un eterno desfile de idénticos rostros que el transcurso de los años va pudriendo con lentitud, tampoco es la mejor trinchera que puede depararte esta vida para derrochar compasión. El Beni era uno de los colgados del barrio. Nunca llevó los cabellos largos, pero todos sabíamos desde la época en que éramos jóvenes despreocupados que matábamos el tiempo en el parque bebiendo litronas mientras escuchábamos música y arreglábamos el mundo en extensas charlas que duraban hasta el amanecer, que el Beni era rockero de corazón. Cuando los heavys existían y mecían sus soberbias pelambreras al viento, el Beni ya los despreciaba, como los apóstatas que según su credo, eran. Para el Beni, tras Led Zeppelin, todo lo que había seguido después era decadencia y fango. Pasaron los años y los heavys se quedaron calvos, firmaron hipotecas y tuvieron hijos —en eso quedó toda su rebeldía—. Pero el Beni permaneció inalterable como si hubiese hecho un pacto con el diablo: delgado, estatura media, cabellos negros escasamente colonizados por las canas, una pose y un tono de voz que denotaban un malhumor sempiterno, la mirada hostil y una indignación perpetua; solterón, por supuesto. El Beni vestía modosamente, hacía años que había colgado la cazadora cruzada de cuero negro en la percha del armario y ya no se le distinguía de cualquier parroquiano. Yo le recordaba de mis tiempos mozos, y aunque por entonces, veinticinco años atrás, ya nos parecía un tío raro, no teníamos con-

ciencia de que fuera alguien que padeciera un probable, aunque nunca desvelado, desorden mental. El tipo, claro está, me conocía y siempre que me lo tropezaba por el barrio —los colgados siempre pululan por la vía pública, parece que no tengan casa—, me abordaba para soltarme alguna diatriba, mayormente contra la música comercial: «Tío, tío, ya no quedan músicos auténticos. ¿Dónde hay ahora mismo un Led Zeppelin o un Deep Purple?» Su apego a los dinosaurios del rock constituía una pasión que se antojaba entre entrañable y ridícula. Sentía nostalgia por un tiempo que ni siquiera él había vivido y su adoración por la «autenticidad» —su palabra favorita— no era más que una adhesión fanática a los discursos caducos que había parido una avariciosa máquina de la mercadotecnia de tiempos remotos. Es cierto que nunca fui melómano, así que el seguidismo fan de los grupos siempre ha quedado muy lejos de mi completa comprensión. Jamás pertenecí del todo a mi generación; no atesté habitaciones enteras con cajas de vinilos, no viajé al extranjero 101


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para asistir a un concierto de mi grupo, no exhibí camisetas con la estampa de mi grupo favorito, no me tragué toda la filosofía barata que vomitaban la inacabable legión de críticos musicales en su amalgama de pedantería y esnobismo; todo esto, ahumado por el humo de un millón de porros. Mis amigos se construyeron una identidad a través de la música, yo no, y siempre me parecieron adocenados y maleables, no hallé en aquellos acordes la épica que ellos encontraron. El Beni se había quedado colgado para siempre en aquella época, atrapado por siempre en aquella mística de plástico. Con el paso de los años, incluso el Beni se fue desdibujando, ya no me tropezaba tan a menudo con él y sólo de vez en cuando me lo encontraba en la biblioteca pública, tomando en préstamo compactos de estilos musicales que él juraba y perjuraba despreciar con toda su alma. Ya no se arremolinaba a mí, no me contaba batallitas y al reconocerme se limitaba a ejercitar un lamentable gesto de saludo, apenas un gruñido. El 25 de julio de 2011 me encontraba en la biblioteca leyendo la prensa, en concreto, repasaba los artículos que informaban sobre la matanza acaecida en Utoya, Noruega. Un tal Anders Behring Breiwik, noruego de pura cepa, treinta y dos años de edad; alto, rubio, ojos claros; que se definía en su página de Facebook como cristiano conservador (el día que dijeron aquello de «no matarás», faltó a misa), nacionalista; aficionado a la caza, al culturismo, a la música trance, a vídeojuegos como World of Warcraft y a la serie televisiva Dexter (protagonizada por un forense justiciero y psicópata); había perpetrado un doble atentando en el que habían sido asesinadas cerca de un centenar de personas. Llevaba todo el fin de semana interesado en el caso. Behring, «se llama igual que el estrecho de Bering 102

—pensé—, un nombre apropiado para un estrecho de mente», era un ultraderechista aterrado por la «islamización» de Europa, de la que culpaba a «violentas organizaciones marxistas»; granjero ecológico, masón y lector de Stuart Mill, George Orwell, Maquiavelo y Kafka; vamos, como se suele decir, alguien con una empanada mental importante. En la foto que publicaba la prensa, extraída de su perfil de Facebook, se veía a un joven bien parecido, con pinta de niño pijo —estaba titulado en Comercio y era hijo de un diplomático— enfundado en un sweater Lacoste, ¡fíate de las apariencias! Sus víctimas eran miembros de las juventudes socialdemócratas. Personalmente, también me caían fatal los niños trepillas que se apuntan a las juventudes de los partidos políticos mayoritarios con la esperanza de medrar, pero, ¡de ahí a acribillarlos a balazos! Siguiente duda, ¿un solo tirador podía aniquilar a casi setenta personas? ¿Estábamos ante un nuevo Lee Harvey Oswald? Me hallaba enfrascado en mis reflexiones acerca de la masacre de Noruega, cuando el Beni me sacó de mi ensimismamiento, zarandeando mi hombro: —Tío, tío, ¡qué desgracia! —me dijo con sus ojos húmedos. No sabía yo que el Beni fuera tan humanitario. —Sí, ha sido una desgracia muy grande, hay mucho colgado hijo de puta suelto por el mundo —le respondí. —Hablo de Amy Winehouse. Aquello era para cagarse y no tener con qué limpiarse, el tipo estaba triste por la muerte de la cantante británica: —¿Pero…, te gusta el soul? —Yo creí que la tía era un pastel, que iba de pose, pero ha demostrado ser una tía auténtica. —¿Cómo? —Muriéndose a los veintisiete ha demostrado que no iba de farol, que vivía lo que cantaba y cantaba lo que vivía.


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«¡Joder! —pensé—, ya estamos con el puto malditismo». —Muerta a los veintisiete. No entiendo a esa gente que teniendo éxito, talento, juventud y dinero, se autodestruyen. —Claro que no lo entiendes, tío, se ha de tener un espíritu muy refinado para entenderlo. Sus palabras me molestaron, así que le repliqué picado: —Tú sólo entiendes lo que te venden. Donde tú ves glamour, mito y culto, yo sólo advierto la historia sórdida de una persona politoxicómana con un entorno más preocupado en explotarla económicamente que en ayudarla a superar sus adicciones y que, ahora, tras su muerte, se van a lucrar como nunca. —No es eso tío, no es eso. Ella no quería rehabilitarse, ya lo dijo en su canción Rehab, no, no y no. Ella ha ingresado en el club de los veintisiete porque entendía que la vida después de esa edad tan sólo es decadencia. —¿El club de los veintisiete? —Sí, hombre, la edad a la que mueren

los grandes: Robert Johnson, Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison, Kurt Cobain y ahora Amy Winehouse. Y también… —hizo una pausa como si lo que fuese a decir a continuación fuese una profanación— Cecilia y Nino Bravo. —¡No me jodas! O sea, que mola palmarla a los veintisiete. —Yo hubiera querido morir a los veintisiete —el Beni soltó aquella frase con los ojos brillantes. —Pero ¿qué dices? —Piénsalo, morir a los veintisiete supone fallecer en pleno esplendor de la juventud. Los veintisiete es el punto de inflexión, la cumbre, la cima de Sísifo; a partir de esa edad solo ruedas hacia abajo. Tu cuerpo aún podrá conservar algunos años más el vigor juvenil, pero a partir de los cuarenta se irá marchitando, perderás belleza y lozanía, aparecerán los achaques y las limitaciones, pondrás proa a la vejez; cada vez que visites al médico temerás que te den una mala noticia. A los veintisiete has vivi103


El Callejón de las Once Esquinas

do ya todo lo importante, las experiencias que te ocurran después de esa edad, difícilmente despertarán en ti pasiones arrebatadoras, ya no vivirás febrilmente, cada acontecimiento tendrá un regusto a déjà vu. A medida que te hagas mayor verás que los sueños no se cumplen. Caerán tus ideales como pétalos de una flor ajada y tan sólo te quedará el amargo cáliz del escepticismo. Me quedé con la boca abierta, no sabía si la parrafada que me acababa de soltar el Beni era lo más lúcido o lo más desquiciado que había escuchado en mi vida. Supongo que satisfecho por su victoria dialéctica, el Beni decidió dar por terminada la conversación, se despidió con cortesía y se marchó de la biblioteca a pasear su duelo por el barrio. Una semana más tarde volvía a pisar los suelos de la biblioteca. Al entrar en la sala de lectura, la bibliotecaria me hizo una seña para que me acercara al mostrador de préstamos: —¿Te acuerdas del Beni? —Sí, la semana pasada, estuve hablando con él, ¿le ha pasado algo? —Le han encontrado muerto en la bañera de su casa. —¡Jolines! —Murió el día en que cumplía cincuenta y cuatro años. Abandoné la biblioteca anonadado por la noticia. Mientras caminaba por la calle con rumbo al bar más próximo en el que tomarme un trago a la salud del Beni, reparé en que cincuenta y cuatro es el doble de veintisiete. «¡Serás cabrón! —pensé—. Acabas de entrar en el club de los veintisiete por partida doble». Me imaginé al Beni dentro de una caldera en el último círculo del infierno dándole la brasa a sus ídolos y sonreí.

Héctor Daniel Olivera Campos (España) Blog: hectoroliveracampos.blogspot.com.es 104


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El extraño caso del visitante nocturno y la harina

Manuel

Menéndez 105


El Callejón de las Once Esquinas

Su absoluta indiferencia con respecto a los problemas de los demás me sacaba habitualmente de quicio... EN LA PRIMAVERA DE 1895 , tras haber retornado mi amigo Holmes de su largo periplo por la tierra de los muertos, fueron numerosos los casos en los que tuve el privilegio de colaborar con él, deleitándome en la contemplación del funcionamiento de aquella mente excepcional. Algunos de aquellos casos tendrán que permanecer para siempre en el olvido ya que, caso de hacerse públicos, harían tambalear hasta los más sólidos cimientos de la sociedad por implicar a destacadas personalidades de la política, la iglesia e incluso nuestra sacrosanta monarquía. Recuerdo, sin ir más lejos, el terror del caso de la niña que desapareció en el espejo, la maldad pura a la que nos enfrentamos en el asunto de la maldición del confesionario y la divertida explicación que Holmes encontró para el embarazoso embrollo del jardinero real y la enagua de París. Sin embargo, el que recuerdo aún con auténtico horror y náusea fue aquel que bautizamos como El extraño caso del visitante nocturno y la harina. Mientras desayunábamos aquella mañana, Holmes, intrigado por la inusual actividad que habíamos observado la noche anterior por parte de nuestra querida ama de llaves, encargó a Wigins, el cabecilla de nuestros Irregulares de Baker Street, seguir sus pasos. Habían pasado un par de horas cuando el golfillo se presentó ante nosotros exhausto y sudoroso y nos detalló atropelladamente las andanzas matutinas de la señora Hudson que, al parecer, finalizaban con la entrega de un paquete manchado de harina en la estafeta de Correos. Sherlock Holmes despidió con una moneda a nuestro informador y volvió a enfras106

carse en la lectura del Times. Al cabo de unos minutos exclamó: —¿Sabe, Dr. Watson?, creo que deberíamos comer hoy fuera. Me enfurecí; su absoluta indiferencia con respecto a los problemas de los demás me sacaba habitualmente de quicio, pero esto era una absoluta grosería. Lleno de indignación iba a afearle su actitud cuando prosiguió: —¡Hechos, Watson, hechos! Estamos preocupados por los gritos y golpes provenientes esta noche del dormitorio de la Sra. Hudson, quien siempre ha afirmado ser viuda de un marino que naufragó en los Mares del Sur. Sabemos que ha recibido una visita masculina como delata inequívocamente ese olor a tabaco americano que aún perdura en el descansillo y, tratándose de una mujer tan prudente como ella, dicha visita solo puede corresponder a un pariente muy cercano. Asimismo conocemos que nuestra encantadora ama de llaves ha llamado esta mañana muy alterada a nuestro buen Wigins y le ha pedido que haga entrega en la oficina de correos de un paquete que, por su tamaño, podría contener un sombrero, pero con un peso considerablemente mayor. Dicho paquete debía enviarse nada menos que a la remota isla de Tahití, y presentaba en su parte inferior unas salpicaduras de una tonalidad ocre sospechosamente parecida a la sangre. Si a eso le añadimos el detalle de la harina y ese delicioso olor a empanada de carne que se cuela desde la cocina, creo que no es muy aventurado concluir que el difunto Sr. Hudson perdió literalmente la cabeza por alguna nativa de Tahití, que dicha desventurada dentro de un tiempo reci-


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birá una muy desagradable sorpresa y, sobre todo, tomando en consideración la repulsa que siente la Sra. Hudson por desperdiciar la comida, unido al hecho de que, contra su costumbre, se haya puesto a cocinar sin haber salido hoy a hacer la compra, llegamos a la conclusión ineludible de que mi deseo de almorzar fuera está plenamente justificado. Dr. Watson, cogeré mi gorra. Cuando Holmes pudo darme alcance, varias millas al norte de nuestra vivienda, le juré, entre arcada y arcada, que si alguna vez en mi vida volvía a ingerir alimento, algo que en aquel momento se me antojaba altamente improbable, jamás lo haría en el 221-B de Baker Street.

Manuel Menéndez Miranda (España) 107


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Con sabor a croqueta Gloria Esperanza

Navarro

Somos la compañía el uno del otro...

CUANDO YO ERA JOVEN me la pasaba cazando. Para eso me trajo. Atrapaba ratones de todos los tamaños todos los días, hasta que los extinguí. 108

Desde entonces, me empezó a dar lo que los humanos llaman «comida para gatos» y ese fue el comienzo de mi fin. Todos los días comiendo las mismas


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croquetas. No importa que se acabe un paquete y abra otro, así traiga un dibujo diferente todas las malditas croquetas saben a lo mismo: a nada. Tiene más sabor el agua. Y así se volvió mi vida: simple y aburrida. Antes, cuando cazaba, corría, saltaba, salía, trepaba muros, era bello, atlético, fuerte, ágil. Y las gatitas me perseguían. Aunque suene poco o nada modesto, yo era todo un Adonis felino. Pero ahora estoy gordo y viejo. Me volví flácido, débil, perezoso y dormilón. Ya no tengo ninguna motivación: antes tenía una misión, un porqué estar vivo, pero ahora solo tengo que comer croquetas horrendas, de vez en cuando una lata de carne para gatos también horrenda que me causa unos malestares digestivos innombrables por asquerosos y malolientes, beber agua o leche (lo único bueno que me queda en esta vida: mi amada leche), ir a la caja de arena, dormir echado en mi manta y acicalarme muy de vez en cuando. Confieso que antes lo hacía a diario, pero ahora prefiero esperar a que lo hagan por mí en la veterinaria, y eso es como una vez cada mes. Ya no tengo ni una novia, perdí todo lo que me hacía magnético. Me paso cada día encerrado en esta casa tan vieja como su dueña, solo rodeado por sus recuerdos: las fotos de sus hijos cuando eran niños y que

ahora apenas si la visitan en fechas especiales o cuando se enferma, los calendarios de años que terminaron hace mucho y que ella se niega a botar, como si quisiera retener el tiempo que ya se fue, y los muebles pasados de moda que se niega a cambiar porque son los que le regalaron sus papás hace como dos siglos, cuando se casó con su ahora difunto esposo al que tanto quiso. Somos la compañía el uno del otro. Quisiera tener ánimo, fuerza, juventud para irme y recorrer tejados toda una noche, como hacía antes. Pero solo espero que llegue la hora de dormirme para siempre. Y espero que me llegue primero a mí que a ella. No sé qué haría si se fuera primero de este mundo. ¿Quién me daría de comer aunque sea esas croquetas que odio? ¿Quién me daría de beber? ¿Quién limpiaría mi caja de arena? ¿Quién sacudiría de vez en cuando mi manta llena de pelos? ¿Quién me llevaría a la veterinaria? ¿Quién me diría a diario esa mentira que adoro oír: que soy un gatito precioso? Si ese Dios del que tanto habla y al que tanto le habla ella existe le quiero pedir que me lleve a mí primero, porque si se llega a morir antes, ya no tendría ánimo para convertirla en mi cena, como tantas veces lo imaginé en aquellos viejos tiempos que añoro, pero sé que jamás volverán.

Gloria Esperanza Navarro Sánchez (Colombia)

Ilustración: Humberto Nieto L. (Ecuador) 109


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Un beso de gratitud Juana María

Igarreta

De rojo carmín... MICAELA, que ya había cumplido los ochenta, pasaba grandes ratos con expresión meditabunda y nostálgica ante su vasta biblioteca. Ella, que nunca tuvo hijos, miraba a sus libros con la preocupación que una madre enferma observa a sus pequeños, pensando en qué sería de ellos cuando ella faltase. Esos libros a cuya lectura debía tantos viajes desprovista de maleta y equipaje. Ávida de saberes y sentires, sus ojos habían deambulado entre los textos como zahoríes en busca de las fuentes del conocimiento.

El día que Micaela barruntó cercana la muerte, pidió a su asistenta que le pintara sus ajados labios de rojo carmín. Seguidamente solicitó que le acercase cada uno de aquellos viejos tomos. Con manos trémulas los fue abriendo uno a uno, depositando un fervoroso beso en el interior de sus páginas, al tiempo que decía con voz queda y ojos llorosos «gracias compañero», en un íntimo acto de gratitud y despedida. Esos libros habían llenado de plenitud su larga vida aferrada a una silla de ruedas.

Juana María Igarreta Egúzquiza (España) Blog: palabrasquedanjuego.blogspot.com.es 110


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Un café con alma Esperanza

Tirado

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El Callejón de las Once Esquinas

Vos sí podrías contar la historia a tu manera... MIENTRAS LEÍA apartó los ojos del texto unos segundos. Miró hacia arriba, al tragaluz abierto del que entraba, o salía, una corriente de aire. Una respiración. Un suspiro. Un lamento. Algo. Se encogió de hombros y quiso retomar su lectura. No pudo. La voz no le salía. Un frío extraño se apoderó de su ser. Intentó coger aire. Suspirar siquiera. Ni susurrar pudo. El café se quedó frío en la mesa. Dejó de ver a sus compañeras de tertulia. El libro abierto a su lado por el capítulo seis. El euro del café reluciendo en el mármol blanco del velador. —Cuéntamelo otra vez. —¿Qué quiere que le cuente? Ya no sé más. Me ha dejado con la historia a medias. El libro está ahí abajo, con ellas. ¿Lo ve? —Lo veo. Las veo. —Pues eso. Vos sí podrías contar la historia a tu manera. Dos miradas entre una densa niebla. Silencio. Pesadez de cuerpos incorpóreos. Extrañeza. ¿Cielo o infierno? El limbo ya no existe. Tal vez fuera algo así. Un lugar donde nada se ve con claridad, donde no hay formas definidas. Ni gráficos, ni letras impresas. Un castigo para los que trabajaban con la vista y la imaginación. Esa nada lo anula todo. —Lo sé. Podría. Pero esta niebla me deja sin razón. Ahí abajo, muy abajo, aún están los carteles de viejos espectáculos pegados a las paredes de madera, las puertas pintadas de verde. Pero ya no es su bar, su sitio. Está a miles de kilómetros de allí. Con 112

Él. ¿Y quién es Él? No se atreve a preguntarlo en voz alta. Se hace una idea. El turbante extraño que decora su cabeza es inconfundible. E irrepetible. Su voz llena la nada. —Hubo un tiempo en que ese lugar que tanto te gusta, que casi es tu casa, no existía como tal. No lo recuerdas, claro. Una vez estuve aquí y dejé la huella de mi corazón, casi intacto. En un álbum de fotos que los dueños guardan con mucho celo y cuidado aparezco yo, detrás de todos, soplando besos de inspiración y buenas letras. Para que todo aquel que entrara sintiera el alivio y el descanso de una buena canción, de una buena historia entre amigos. Sé que no debería volver aquí. Pero la conexión es demasiado poderosa. La conexión, piensa. ¡Claro! Ahí está la clave de todo. Ese nombre que no se atreve a pronunciar es el que todo el mundo va conociendo. A través de música, canciones, veladas y versos. En los cuales el corazón se detiene a descansar, fatigado por los avatares de la vida. Puede que haya locales gemelos, pero no serán tan iguales, tan especiales. Si los juntaran todos, o al menos un pedacito de todos, darían tal vez un monstruo, una especie de Frankenstein. Pero una vez dentro no hay nadie que se asuste. Al contrario. Un café no es solo un café. El alma de sus moradores es lo que le da vida. Su café. Sigue en la mesa. El euro al lado. El libro se ha cerrado. Sus compañeras sentadas, como si fueran estatuas. La niebla es más densa. Él ha desapa-


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recido. Su turbante reposa a sus pies. Lo recoge y lo dobla con cuidado. Siente deseos de seguir leyendo. De conocer la historia de lo que ocurrió. De lo que ocurrirá. Tal vez si la escribe nunca muera. —Sigue leyendo. Te has quedado a medias. La historia me intriga. Otra vez está sentada en su silla, en su velador. Su café se ha quedado frío. Sus compañeras de tertulia la miran, animándola a continuar. Lee: —«Cuando el hombre cesa de crear, deja de existir». Esa no era la historia que estaba leyendo. Deja el libro encima del velador. Mira a sus compañeras de lecturas y cafés. Mira arriba, hacia el tragaluz. La niebla se ha ido. Una respiración. Un suspiro. Un lamento. Siente una corriente de aire que la acaricia. Quizás tu nombre sea un pálido recuerdo de lo que fuiste en vida. Mas, como una gacela salvaje, tu mención brincará con pies ágiles alborozada por esta tierra siempre llena de letras. Homenaje al Café Lord Byron de Avilés y a todas las actividades culturales que allí se celebran. Y a George Gordon Byron, Lord Byron, poeta inglés del que toma su nombre.

Esperanza Tirado Jiménez (España)

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El Callejón de las Once Esquinas

La reina del mercado Pablo

Núñez

Te voy a preparar un cocido que no se lo va a comer en su vida ni el rey... CON SU SONRISA DESDENTADA y un carro chirriante del que cuelga un manojo de perejil mustio, Enriqueta pasea cada mañana por el mercado en el que jugaba cuando era una niña; en el que vio por primera y última vez a su padre, después de dejar a su madre una amenaza incierta enredada en el aire; por el que paseaba cuando tenían la tienda de ultramarinos que desapareció en un infausto incendio. Un juez trasnochado determinó que el fuego no fue provocado, aunque ellas sabían de quién era la mano que había encendido la primera llama. Perdieron todo lo que tenían, menos las amistades y la dignidad. Hace un año que Enriqueta quedó huérfana. 114


Número 6

Una de esas enfermedades que solo se lleva a los pobres se tragó a su madre, y ella, como todos los que saben aguantar las desgracias desde que nacieron, guardó el dolor en su corazón y le dibujó una sonrisa en el cementerio a ese Dios que siempre da el estacazo al más inocente, para que no se quedara del todo satisfecho. La primera tienda que visita es la de Mariano, el panadero, que le da un sonoro buenos días, mientras le acerca una barra de pan. Luego, como si se tratara de un ritual no escrito, sigue por orden su visita diaria. Juan, el frutero, entre un río de clientes, le mete en el carro una bolsa con naranjas. Hoy Andrea está recibiendo un sinfín de enhorabuenas y, al verla, en vez del habitual paquete de salami, le regala uno lleno de jamón: acaba de estrenarse como abuela y quiere que Enriqueta celebre su alegría. José le prepara un saquito con garbanzos, traídos de su pueblo que, como siempre pregona, son los mejores del mundo. Salvadora, al ver el saco, lo completa con una bandeja repleta de toci-

no, jarrete, pollo, morcilla, chorizo y un hueso de jamón. Antonio, el cocinero del bar, coge todos los ingredientes y le dice que no falte mañana, como si eso fuera posible. Le besa la mano, tras hacer una reverencia teatral, y le susurra al oído: «Te voy a preparar un cocido que no se lo va a comer en su vida ni el rey». Al pasar por mi tienda, la última que visita antes de volver a su pequeña habitación, pagada gracias a la aportación mensual que le hacemos entre todos al casero, cada uno lo que puede, le entrego una tarta empaquetada en papel turquesa y atada con un lazo dorado. De sus labios sale un hasta mañana acompañado de una mueca de agradecimiento. Soy el único que sabe cuándo es su cumpleaños; el único que la mira con los ojos entornados, intentado dominar mis sentimientos. Por las noches, me desvelo pensando en ella y me levanto para seguir escribiéndole la carta de amor que empecé hace más de dos años, y que nunca sé cómo terminar.

Pablo Núñez (España) 115


El Callejón de las Once Esquinas

Despertar

Edward Alejandro

Vargas

Aunque faltaba algo... LUEGO DE HABER TOMADO el último sorbo, había salido por la puerta caminando despacio; respirando profundamente, sonriendo y disfrutando de cada detalle… …el tibio sol, el verde brillante del césped, el cantar del viento, los pájaros, el quejido de las ramas de los árboles que se balanceaban danzando; solo eso, danzando. Caminó algunos metros, mirando a su alrededor, viendo con ojos deslumbrados tantas cosas que eran nuevas para él. Viendo, con el corazón encogido por la emoción, la belleza oculta de las cosas simples; la belleza viva y tangible de todo, que solo se revela cuando nos sabemos detener a mirar. Todo era hermoso, demasiado hermoso, y era normal, sus ojos de vagabundo abandonado no habían conocido otra cosa que la ciudad de edificios grises, con su color enfermo y desgastado y 116


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sus ventanas ciegas, que no miran a ninguna parte; las calles eternas yaciendo por todas partes como el cadáver colosal y agrietado de una gran serpiente. La única música que conocían sus oídos lastimados era la infernal y ensordecedora cacofonía propia de un coloso de cemento; coches cruzando a gran velocidad, zumbando como abejorros; gente cabizbaja, de semblante triste, ojos apagados y andar rápido… dejando tras de sí el murmullo ensordecedor de sus bocas esclavas, con una monserga ininteligible de absurdos muertos en el viento y el olvido; y el tintineo, el tintineo de la miseria convertida en monedas dentro de sus bolsillos. Por eso, ahora todo era nuevo y hermoso para él. Pero… ¿Quién era él? Él era un noble caído, uno de aquellos que vivía sin vivir; uno más de tantos que logró «trascender» y esto significaba simplemente, tener un poco más que los otros, eso era todo. Por lo demás… seguía siendo una de esas figuras que caminan rápido, viven sin vivir y duermen sin soñar, en la lenta agonía de la rutina. Y con todo esto, él era distinto. Siempre pensó que la vida debía ser algo más que aquel infernal bucle. Pero la ciudad era demasiado grande para abandonarla, demasiado abrumadora… era inconmensurable para su limitada percepción, pues llegaba hasta donde alcanzaba la vista… y más. Mientras que frente a él, todo era hermoso, no había duda de eso. Ahí adelante, solo se alzaba belleza y majestuosidad. Árboles milenarios, montañas

y lagos…. Y a cada lado, prados infinitos de flores. Aunque faltaba algo, aún no había visto que había tras de sí; no… y ahora, le causaba cierta ansiedad y molestia; era como una nostalgia vetusta y un nudo reseco en la garganta. ¿Debería mirar? La verdad, es que no se le antojaba mucho; pero era la única forma de vencer la duda y acabar con la incertidumbre. Alea jacta est. La suerte está echada, la decisión estaba tomada, así que respiró profundo y comenzó a girar lentamente… con los ojos bien cerrados. Cuando hubo terminado de girar, respiró profundamente otra vez y empezó a abrir sus ojos muy despacio, no tenía prisa por saber qué había allí, pero finalmente los abrió. Lo que vio allí, lo dejo estupefacto por un par de segundos, solo algo contemplativo; finalmente un suspiro de su pecho aliviado dio a entender que todo estaba muy bien. Se giró nuevamente y se alejó caminando tranquilo, perdiéndose en la profundidad de ese bosque de encanto y misterio, donde sabía que hallaría paz, felicidad… Mientras que allá, atrás, recostado contra una pared húmeda, en una habitación oscura, yacía su cuerpo sin vida, con la mirada perdida en la ventana polvorienta y mugrosa… y unas cuantas gotas de aquel dulce veneno deslizándose por la comisura de sus labios fríos, contraídos en una última sonrisa que se comía los últimos rayos de sol; de un sol muerto que ya no tocaría su piel cetrina nunca más.

Edward Alejandro Vargas Perilla (Colombia)

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El Callejón de las Once Esquinas

El deshollinador Héctor

Núñez

Nos forzaste al exilio en los más oscuros rincones...

EL FUEGO REFLEJA de la forma más grotesca el hueco de la chimenea, el fuego parece tener vida propia, se mueve al ritmo de una música lejana e inaudible. El deshollinador está satisfecho cuando el primer leño cruje de dolor. Las escobillas habían hecho su trabajo, a pesar del desgaste, no quedaban más que lívidas manchas de hollín. El estruendo metálico del tren hace que vuelva a la sucia realidad. Las sombras retratan fielmente los sueños perdidos 118

de aquella casa. Los contornos de los muebles son extrañamente difusos a la débil luz de la tarde, posiblemente debido al penetrante olor a resina recién quemada y a la humedad que se resiste mohosamente a abandonar las paredes. Por momentos, unas ráfagas de calor abrasan la cara sucia del deshollinador. No se da cuenta del polvo verdoso que se levanta del suelo con una pasividad propia de muerte; entonces el pobre hombre siente cansancio, deja que el


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cuerpo se acomode en el primer sillón de policromado deterioro, cierra los ojos y sucumbe a la tentación del sueño. Una joven de encantadora inocencia es despojada brutalmente de la ropa, una mujer grasienta de dientes negros, podridos por el tabaco y alcohol, le ofrece un brebaje. Unos hombres discuten entre ellos con enfermiza vehemencia, otros hombres mantienen un silencio mortal, exhiben a la hermosa criatura como mercancía, la mantienen de pie a un lado del somnoliento deshollinador, de la chimenea saltan unos hombrecillos grotescos y de color rojo con pequeñas bolsas de oro y con las alhajas más delicadas del mundo. Nadie sucumbe a la enfermiza tentación de huir por cobardía aunque estuvieran muertos de miedo, pues la sola contemplación de la dantesca escena presagia un mal augurio para todos los presentes. La sucia mujer viste a la joven sola-

mente con las alhajas y la empuja dentro de la chimenea, la imagen se diluye entre los gritos de dolor y las risas cacofónicas de los hombres. Solo un hombre de la línea real Estuardo, un príncipe que domina la demonología, se mantiene en silencio, oculto, conoce el oscuro convenio, él lo pacto, él ofreció su sangre y su alma y no tiene forma de volver atrás. El deshollinador escucha las risas de los hombres resonando dentro de su atribulado cerebro, no puede abrir los ojos por completo, parece sumido en un sopor que le empaña la vista y los sentidos. Los leños producen un graznido desagradable, mientras las ratas saltan nerviosas dentro de las grietas interminables del tiro de la chimenea. Él sabía que las chimeneas eran los portales mágicos que utilizaban las brujas, de ahí la idea del disfraz, pero nunca pudo descifrar sus misterios ni pudo conseguirlo 119


El Callejón de las Once Esquinas

bajo la cruel tortura; con el paso del tiempo se fue acabando su poder, fieles súbditos y dinero, quedó en el olvido. Por siglos mantuvo el papel de honesto deshollinador, esperaba encontrar, por descuido, una señal, o tan solo un tabique mal puesto y así poder seguir llevando su santa cruzada hasta los otros mundos. No dejes que los impulsos del abandono cierren tus ojos, mi querido deshollinador, acaso no eres tú el que ha querido conocer, durante siglos, el secreto que guardan celosamente nuestras chimeneas, tratando de entender el funcionamiento de los portales mágicos; acaso no fuiste tú quien delató nuestras ceremonias sagradas como demoniacos aquelarres, porque estaban en contra de las buenas costumbres de tu iglesia y de la impoluta conciencia de una sociedad esquizofrénica y brutalmente ciega. Nos forzaste al exilio en los más oscuros rincones de los bosques, nos estigmatizaste como adoradores del demonio; acaso no encendiste tú la primera antorcha en North Berwick para vernos sufrir en las hogueras; acaso no fuiste tú quien conspiró y nos persiguió hasta el casi exterminio; acaso no fuiste tú quien pactó con el diablo para gobernar por siempre tu efímero reino, pero no tuviste el valor para pagar por lo pactado, por ese motivo vagas temeroso sin rumbo hasta el fin de los tiempos.

La vieja Agnes desliza los dedos sobre la piedra ennegrecida de la chimenea e invita a pasar a otras mujeres con el rostro resplandeciente de sabiduría antigua, bailan con arreboladas y encendidas mejillas, labios pintados de bermellón encendido. Todas ellas, jóvenes de cinturas frágiles y ataviadas con vaporosos vestidos danzaban pausadamente, cadenciosamente, despiertan los sentidos con salvaje sensualidad, deteniéndose por instantes, cantando las rimas secretas enseñadas desde el inicio de los tiempos 120

por los pequeños habitantes de los bosques. Los más antiguos cánticos de aquellos mundos olvidados por el hombre. Geillis todavía porta las alhajas sacramentales del sacrificio mientras acaricia el marco de la chimenea, el deshollinador no se da cuenta que ella dibuja antiguos signos rúnicos, la llave que tan vehemente había buscado pasaba ante sus ojos sin que se diera cuenta. Mi querido príncipe, me llevaste con engaños a mi propia perdición, demasiado tarde me di cuenta de tus aberrantes intenciones, dejé que el amor enturbiara mi razón, fuiste una dulce droga apropiándote de cada resquicio de mi mente. Así que derrotada y sumisa sucumbí para satisfacer cada uno de tus innobles e insensibles deseos. Una noche antes de tu perversa traición, fui visitada por el espíritu protector de Manannán mac Lir; él calmó mi llanto dentro de su pecho, me infundio esperanza y la protección necesaria para librarme del mal que causaste. Caíste en la sutil trampa, en la falsa ilusión de tu soberbia, por lo que no te diste cuenta que los pequeños demonios que invocaste eran fieles sirvientes de mi señor, las joyas eran amuletos protectores y el oro fue el veneno de tu perdición.

El deshollinador cierra los párpados y los dientes hasta que el sabor de su propia sangre se mezcla con sus lágrimas, reza en silencio buscando el perdón del cielo, pero termina invocando seres de las negras profundidades del abismo. Miles de ojos encendidos se aglutinan despiadados, bestiales sombras terminan sacudiéndolo más allá de la locura. Nada ni nadie acude a la ferocidad de su llamado. El horror nieva su cabeza, pero hasta ese momento nada debilita su violento corazón. Claro, sus sufrimientos no finalizarían ahí, el monstruo terminaría cediendo el dominio de su espíritu. El tiempo para los remordi-


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mientos había terminado. En ese instante su cuerpo es levantado por un ventarrón brutal y es furiosamente azotado contra las paredes, y arrojado nuevamente a sillón, el cual gime lastimosamente por la caída del cuerpo maltrecho. El antiguo líder jacobita llora, horrorizado, más allá de lo imaginable y se da cuenta de su pequeñez. Nunca tendrá el consuelo de la muerte, las heridas nunca sanarán. Abre los ojos desorientado, sintiendo el peso del castigo, con el corazón humillado se levanta lentamente y con la cabeza colgando sobre su espalda desaparece entre las sombras estériles de la noche. Nunca hay satisfacción en la venganza, el ejecutor solo tenía el propósito de castigar la fragilidad del hombre. Las brujas, una vez apaciguada la cólera y poniendo término a la lucha, recobra-

ron la buena ventura y estrechándose las manos se dirigen a Craigh Na Dun para perderse en otros tiempos mucho más antiguos, donde los dragones, gnomos, duendes, hadas, sanadoras y herboristas convivían con una humanidad más virtuosa y de gran bondad. El viento, proveniente del este, desciende entre los altos acantilados para chocar de frente contra las grandes olas, los bosques están cubiertos con una niebla espesa e inabarcable, sólo quedan grabadas las pisadas en la hierba profunda de la mítica Emain Ablach. Un nuevo hogar de paz y amor donde, después de las penosas tribulaciones, comerían abundantemente de los frutos de una felicidad prolongada, para siempre ocultos, pero permanecerían habitando en lo más profundo de la mente entre las sombras y los sueños.

Héctor Núñez (México)

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El Callejón de las Once Esquinas

Azul ceniza

Luis Antonio

Beauxis Cónsul Sus pelos blancos, esparcidos sobre la almohada, parecían los jirones de una vela después de la tormenta... Las Malvinas son argentinas reivindicaba un cartel, mientras que otro pregonaba: USHUAIA fin del mundo Aunque lo había leído numerosas veces durante mi estadía en la ciudad nunca, pero nunca, me había resultado tan abrumadoramente cierto como ese día en el que se me fue haciendo la noche en la mitad de la tarde (como dice la zamba). 122

Los tres mil y pico kilómetros que me separaban de mi Montevideo natal se habían transformado, por obra y gracia del volcán Puyehue, en algo tan infranqueable como la distancia entre la Tierra y el Sol, cada vez más velado por esa nube de cenizas que había obligado a suspender todos los vuelos de Austral y Aerolíneas Argentinas. —Los micros ya están todos completos, ¿viste? —dijo, masticando chicle, la flaca rubia que atendía el mostrador de la agencia de viajes—. Al no haber vuelos… ¡los pasajes volaron! Maldita la gracia que me causó su jueguito de palabras y malditas las ganas que tenía de disimular, hasta ella pudo darse cuenta.


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—Mirá, lo único que puedo ofrecerte, en este momento —continuó entonces, tratando de parecer canchera— es un pasaje en el vapor Chaco, hasta Río Gallegos. Ahí podés enganchar algún micro que llegue a Capital Federal. ¿Te va? Aquellas noches gélidas de diecisiete horas, dando vueltas en el sobre de dormir, solo como un perro, se me habían hecho insoportables. Dije que sí enseguida. Acaso habría sido mejor ver el barco antes de aceptar… El vapor Chaco estaba (des)pintado al óxido con unos cuantos cascarones cuarteados, de los más diversos colores, salpicados al azar sobre el fondo. Estoy en condiciones de afirmar, sin temor a equivocarme (como dicen los vendedores en el ómnibus) que ese Chaco bien podría haber sido aquel mismo vapor que transportó a Gardel, una vez purgada su condena, allá por 1907. Tragué saliva y subí la planchada con mi mochila a cuestas. —¡Por fin! —suspiró el capitán—. El otro pasajero ya está a bordo desde hace rato, solamente faltaba usted... Sin darme tiempo para intentar presentar algún tipo de excusa, me dio la espalda y se puso a dirigir apresuradamente las maniobras. Zarpamos con una celeridad que no dejó de parecerme llamativa pero, como coincidía con mi propio apuro, me abstuve de hacer comentarios al respecto. El viento helado cortaba más que una gillette, mientras yo miraba alejarse los techos a dos aguas cubiertos de nieve y cenizas. Cuando casi ya no sentía los dedos decidí que era tiempo de buscar el camarote (o lo que hubiera) y conocer a ese otro pasajero tan madrugador. La cámara destinada al pasaje era un cuchitril de dos metros por uno y medio. Tenía dos cuchetas adosadas a la pared, la de abajo ya estaba ocupada. Mi compañero de suite aparentaba te-

ner como noventa años; las arrugas de su cara terrosa me evocaron, de inmediato, un campo arado en el que la afilada nariz hacía las veces de reja. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta; los dientes postizos habían sido retirados, supongo que para evitar que se los tragase durante alguno de esos accesos de tos espasmódica que sacudían periódicamente su letargo casi comatoso. —¿Quién es? —pregunté a un marinero que justo pasaba frente a la puerta. —Un viejito que viaja para morir en Río Gallegos —me explicó—. Creo que allá está esperándolo una nieta. Lo trajeron en una ambulancia, dicen que el pobre tiene cáncer por todos lados... Tiré la mochila en la cucheta de arriba y salí disparado otra vez hacia cubierta. Por más frío que hiciera, siempre era mejor que velar anticipadamente al moribundo. Cuando dejamos atrás Les Éclaireurs, el faro que supuestamente sirvió de inspiración para la novela de Julio Verne, le comenté al capitán: —¡Qué suerte! Parece que ahora vamos a tener el cielo más despejado, sin esa puta nube de cenizas… —Sí, claro —sonrió— hasta que nos caiga arriba la tormenta. —¿Tormenta? ¿De qué tormenta me está hablando? —De la que anunciaron hoy temprano en el boletín meteorológico.

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El Callejón de las Once Esquinas

—¿Por eso tenía tanto apuro en zarpar? —¿Y a usted qué le parece? Esperemos que, para cuando se largue, ya podamos estar a salvo en el Estrecho de Le Maire. Todo parecía indicar que la cosa iba a agitarse bastante; lamenté no tener Biodramina a mano, según asegura Arturo Pérez Reverte en “La Carta Esférica”, es un remedio infalible contra los mareos. Con las últimas luces del cortísimo día austral avistamos la Isla de los Estados. No tuvimos ni tiempo para enfilar la proa hacia el Estrecho de Le Maire, la tormenta se nos echó encima sin compasión. —¡Abajo! —me ordenó el capitán, disponiéndose a empuñar él mismo la rueda del timón, mientras la tripulación aseguraba la carga estibada sobre cubierta. Por una fracción de segundo, dentro de mi mente relampagueó la idea de hacerme atar a un mástil, igual que Ulises, para poder asistir a la furia desatada de la Naturaleza. El vendaval, rugiendo a través de mis oídos, se encargó de llevarse bien lejos aquel pensamiento tan poético como descabellado. De haberme hallado a bordo del Carpanta, y no en el Chaco, seguramente el Piloto habría sentenciado: —Siempre leíste demasiados libros… Eso no podía traer nada bueno. Regresé pues a la cabina de pasajeros. —¿Buenas tardes? —fue más una pregunta que un saludo. —Lo de «tardes» puedo asegurárselo —respondí—, pero creo que eso de «buenas» se lo voy a quedar debiendo… Dos ojos de agua habían regado algo de vida en los terrosos surcos resecos. —Me llamo Santiago —se presentó el anciano. —Mucho gusto, yo soy Washington. —Uruguayo, ¿no? —dijo la sonrisa desdentada. —¡Y a mucha honra! —reí, recordando 124

que los argentinos siempre dicen que en Uruguay tomamos los apellidos anglosajones para transformarlos en nombres de pila. El Chaco, que hasta entonces se había limitado a cabecear, dio el primer bandazo. Tuve que agarrarme a la pared para no caer. Mi mochila voló desde la cucheta superior y salió disparada hacia el pasillo. Como pude, tambaleándome, la llevé de vuelta al camarote y la coloqué bajo la cama del viejo; allá arriba era un peligro potencial. Además, yo comenzaba a experimentar los efectos de la tormenta y no iba a tardar mucho en ocupar la cucheta. ¿Nadie a bordo tendría Biodramina? Me felicité por no haberme comido todavía la milanesa en dos panes que llevaba en la mochila, sólo de pensar en ella era mi estómago el que se ponía a pegar furiosos bandazos a babor y estribor. Cuando ya no aguanté más de pie, creo que murmuré una disculpa al viejo y me trepé, a duras penas, en la cucheta. Quedé tendido boca abajo, más muerto que vivo. Una especie de sopor fue ganándome; la idea de un naufragio ni se me pasaba por la mente embotada. Lo único que temía, casi a nivel subconsciente, era que algún bandazo me tirara para afuera como había ocurrido con la mochila. Por suerte eso no sucedió, ni siquiera cuando se produjo una sacudida notoriamente más intensa que cualquiera de las anteriores y que motivó un comentario de mi compañero que no alcancé a comprender. Finalmente me quedé dormido. Cuando desperté parecía haber retornado la calma, solamente se sentía el cabeceo habitual del Chaco. Santiago, el viejo, dormía de una manera bastante más serena que cuando lo vi por primera vez. Sus pelos blancos, esparcidos sobre la almohada, parecían los jirones de


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una vela después de la tormenta. Tratando de no despertarlo, subí a cubierta. No había ni rastros de la tormenta. Elevé los ojos hacia el firmamento nocturno, en busca de la Cruz del Sur, y sólo encontré oscuridad, cenizas… y nubes de humo. —¡La sacamos baratísima! —el capitán estaba a mi lado, fumando su pipa. —¿Sí? —Para lo que podía haber sido… Es cierto que nos desviamos del curso… —¿Mucho? —Y sí, bastante. Unos cuatrocientos kilómetros hacia el este. Pero lo peor fue la pérdida de una de las hélices. —Disculpe la pregunta: ¿cuántas hélices nos quedan? —Una —sonrió detrás de la pipa. —¿Y podremos llegar a Río Gallegos con esa sola? —No, claro, vamos a tener que hacer escala en Port Stanley que es lo que nos queda más cerca. Ya veremos si los kelpers nos quieren dar una, manito. —¡Seguro que sí! ¿Por qué no? —me atreví a bromear—. Después de todo, según la O.N.U., el Atlántico Sur es

una zona de paz y cooperación. Le dio una fuerte chupada a la pipa y se marchó sin decir nada más. Yo me quedé otro rato buscando estrellas, no pude encontrar ni una sola. Cuando volví al camarote, para ver si podía comerme la milanesa de una vez por todas (las paredes del estómago ya se me lijaban unas contra otras), el viejo había despertado nuevamente. —Malas noticias, don Santiago —comenté, pensando en la nieta que lo esperaba allá en Río Gallegos—. Vamos a tener que hacer una escala técnica en las Malvinas… —¡Qué suerte! —la alegría brilló plateada, igual a un pez volador saltando fuera del agua, en los ojos del viejo—. ¿Sabe cuánto hace que no vuelvo a Puerto Argentino? ¡Una punta de años! ¡Desde que lo liberamos de los ingleses! Aquella afirmación me dejó más que perplejo: la Guerra de las Malvinas había sido en 1982, cuando yo era un niño. En ese entonces Santiago debería haber tenido, a juzgar por su apariencia, arriba de 60 años. ¡Era imposible que hubiese combatido con esa edad! Igual decidí seguirle la corriente. 125


El Callejón de las Once Esquinas

—¿Cómo fue eso, don? ¿Por qué no me cuenta? —Pero, ¡cómo no! —el orgullo se elevaba como un vaho desde los surcos terrosos—. Yo estaba en el acorazado Rivadavia cuando el Presidente ordenó atacar... —¿Presidente? ¡Ja! —lo interrumpí—. «Dictador» querrá decir... —¡Qué dictador ni que ocho cuartos! —se indignó—. Eso podrán decirlo los radicales, pero, para mí, y para la mayoría de los argentinos, el General fue un gran Presidente. —¿El General Galtieri? —yo no conseguía salir de mi asombro. —¿Quién? —¡Galtieri! El que vino después de Viola... —¡Vea, mocito! Yo solamente recuerdo la «Vieja Viola» del tango, aquella que era «garufera y vibradora», y el único Galtieri que conocí fue un suboficial del ejército al que su superior hizo fusilar, ahí en Malvinas, por cobardía ante al enemigo. Volví a acordarme de Pérez Reverte y de otro suboficial: Horacio Kiskoros (alias “el enano melancólico”), pero ese había sido condecorado… —Yo le estoy hablando del General Justo —continuó el viejo con vehemencia. —¿Quién? —fue mi turno para preguntar. —El General e Ingeniero Agustín Pedro Justo, Presidente de la Nación cuando reconquistamos las Islas Malvinas. —¿Pero de qué año me está hablando, don Santiago? —¡1938, por supuesto! ¿Cuándo iba a ser si no? Aquella respuesta me dejó sin palabras. Santiago siguió adelante: —Ese año, como Hitler tenía bastante preocupados a los ingleses allá en Europa, el Presidente consideró que el momento le hacía honor a su apellido: 126

«Justo», y no se equivocó. Como le decía, yo estaba haciendo el servicio militar, la colimba, ¡bah!, a bordo del acorazado Rivadavia. Estábamos anclados en el puerto de Bahía Blanca, ¡qué emoción cuando recibimos instrucciones de zarpar rumbo al sur! Los soldados ingleses en Malvinas eran cuatro gatos locos... —¿Se rindieron sin pelear? —¡Qué se iban a rendir! ¡Pelearon como leones! Eso sí, primero vino a bordo el comandante de ellos para parlamentar con el nuestro. Era todo un gentleman, como esos que ya no se ven más que en las películas; lo único que pidió fue que nuestra artillería respetase una iglesia construida en el siglo XIX, sólo eso. —¿Y ustedes qué hicieron? —La dejamos intacta, tal cual estaba. Ni el polvo le sacudimos. Alguien me comentó que después le pusieron una placa en memoria de aquel comandante que cayó durante el combate. —¿Y los ingleses no trataron de recuperar las islas? —Y... ganas no les deben haber faltado, pero enseguida se les vino la Segunda Guerra Mundial arriba y, para cuando se terminó, con reconstruir su propio país tenían más que de sobra… La perfecta sistematización de aquel delirio me había dejado casi sin habla, todo lo que atiné a comentar fue: —Mire usted. Yo no sabía nada de todo eso, como pasó tantos años antes de que yo naciera... Un brazo descarnado emergió de las cobijas y me amenazó con un dedo nudoso y manchado de nicotina: —Vea, mi amigo —dijo Santiago, muy serio—, yo tengo edad más que suficiente como para ser su abuelo, así que me voy a tomar la libertad de darle un consejo: agarre los libros, que no muerden. Yo, por ejemplo, no había nacido en los tiempos de don José Gervasio de Arti-


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I

gas pero eso no justificaría que ignorase su existencia. Como agotado por aquel sermón, dejó caer nuevamente la cabeza blanca sobre la almohada. La aridez volvió a campear por los surcos de su rostro. Saqué la milanesa y, entonces sí, la devoré sentado encima de la mochila. No quise hacerlo en la cucheta por si se me caía alguna miga que pudiese perturbar el sueño de Santiago. Cuando terminé de comer me quedé largo rato cavilando acerca de la historia que acababa de escuchar. Comencé a

sentir las piernas entumecidas, por aquella posición acuclillada, y decidí estirarlas en cubierta. El Chaco se disponía a atracar en el muelle, la tripulación ya tenía dispuestas las amarras. No había ni rastros de cenizas. El sol se presentó, con su séquito de gaviotas y petreles. Se oyó un toque de clarín y entonces se elevó majestuoso, sobre el oscuro fondo de los Wickham Heights, el pabellón celeste y blanco, a tope, en el mástil principal de Puerto Argentino.

Luis Antonio Beauxis Cónsul (Uruguay)

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El Callejón de las Once Esquinas

Añoranza

Ana María

Palacios

El inconfundible sonido del cierzo...

NO DEJEN que mi imagen les engañe, hoy solo soy un banco, pero ayer fui un ser vivo y todavía conservo cierta sensibilidad. Ocupo un lugar privilegiado dentro de un tranquilo parque; a mi lado un esbelto árbol proporciona la sombra necesaria y una papelera ofrece la oportunidad de mantener limpio el espacio. Recibo múltiples visitas y soy testigo de promesas, confesiones y silencios, pero añoro a un amigo que llegaba casi a diario, apoyándose en el bastón y arrastrando sus pies por el sinuoso camino que conduce hasta mí. El último día, acudió a la cita a la hora acostumbrada y, cuando le vi, intuí que aquello era una despedida. 128


Número 6

Apenas llegó, se dejó caer como si llevara una pesada carga sobre su espalda; hacía tiempo que no hablaba con nadie, tal vez, porque lo impedía el nudo que anidaba en su garganta. Antes, me visitaba junto a su esposa y en mi presencia se cogían de la mano y hablaban con los amigos, pero de aquel entonces solo quedan los recuerdos, los pajarillos y un servidor. Yo siempre le esperaba en el mismo lugar, forzado por las circunstancias; las aves se acercaban al verle llegar emitiendo gorjeos, mientras él las obsequiaba con algunas miguitas de pan. Mi amigo era poeta, aunque él no lo supiera y, cuando la ocasión era propicia y controlaba la emoción, dejaba salir sus versos engarzados en nostalgia: Si te dijera que no te olvido y que en sueños te visito si te dijera que añoro tus campos y tu río, tus aromas, tus colores, tus sonidos

si te dijera que en mi recuerdo conservo el calor de la casa familiar las reuniones junto al fuego el inconfundible sonido del cierzo y las frías noches de invierno...

Aquel día, antes de partir, unas lágrimas rebeldes cayeron por sus mejillas. No pude hacer nada salvo ofrecerle mi apoyo, remedando el gesto de un amigo. Se levantó con la ayuda del bastón y el temblor de su mano sobre mi respaldo hizo que me emocionara. Al verle marchar, con la espalda encorvada, tuve claro que no le vería más. Así fue, días más tarde me enteré de que una noche, mientras dormía, en el asilo al que lo llevaron, había hecho el tránsito para reunirse con su amada. Cuando el relente y la oscuridad de la noche proporcionan el ambiente adecuado, desde mi fija posición, observo el firmamento e imagino a mi amigo deleitando a las estrellas con sus versos.

Ana María Palacios Vallespín (España) Blog: anapalaciosv.es

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El Callejón de las Once Esquinas

Los rusos no se enteran Cristina

Aguas Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte el mundo... MI NOMBRE ES VALERO aunque no estoy seguro ya ni de eso, dicho lo cual mal empiezo. Llegué desde la Cierzópolis bañada por las aguas del Ebro hasta San Petersburgo la que dicen Venecia del Norte. Aquí, con el nombre de guerra de Dj Dval Moskovsky he tenido la efímera suerte del debutante, cosa que no me pude explicar inicialmente. Ahora sí pero sigo desorientado. Tirado en la penumbra bajo un puente, herido, roto, confuso y destrozado, estoy rodeado por fantasmagóricos rostros, gentes humildes, pobres gentes, que me han tendido su mano y han cubierto mi maltrecho cuerpo con una manta andrajosa. Mi voz entrecortada lucha por explicar lo que sus oídos no van a comprender; me escudo en ello. Si hablásemos el mismo idioma no me atrevería a desnudarme empezando por 130

el principio, atando los cabos que me llevan al momento en que era feliz e inconsciente, pero ante unos desconocidos la cuestión es más fácil. Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte el mundo. Yo tengo varios. Desde que recuerdo me suceden hechos extraños a los que no daba importancia dado lo esporádico de su acontecer. Todo comenzó en el colegio. Durante esta etapa don Daniel me llamaba siempre Ricardo aduciendo que me parecía mucho a un sobrino de él. Terminé por considerar una pérdida de tiempo corregirle y contestaba indistintamente a los dos nombres. El buen señor tenía de vez en cuando arranques melómanos. Por hacerse el simpático y quitar rigidez a las matemáticas interrumpía las clases tocándonos el acordeón. De este modo cultivé una lógica


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animadversión por Pitágoras pero un relativo gusto musical que se me iría forjando con los años a golpe de ser autodidacta hasta que decidí tomar la formación oportuna. Conviví con la sombra del tal Ricardo durante toda mi infancia y sin llegar a conocerle le odié, pero poco, porque me era indiferente y lejano. A saber si el maestro le llamaba a él Valero. En la adolescencia era guapetón, con un flequillo que me daba para tupé y bastante alto. Por mimetismo de tribu urbana a veces me confundían con mi amigo Carlos. Nos parecíamos como un huevo a una castaña pero jugábamos a no deshacer el equívoco. Lo verdaderamente preocupante comenzó a los veintitantos. El primer toque de atención sobre los sucesos que vinieron después ocurrió en septiembre, domingo, a las 13:15. Cuando pasan cosas importantes en la vida evocas qué estás haciendo en ese momento. Yo estaba en la Isla de la Cartuja visitando la Exposición Universal de Sevilla, o sea, corría el año 1992 y por aportar más datos diré que era mi cumpleaños. —¡Hola, tío! ¡Felicidades! —exclamó al otro lado del teléfono un colega. —Gracias —respondí. —¿Qué tal fue ayer? —Cansados, esto es muy grande y nos pegamos medio día haciendo filas. —¿En el K?, como no fuese para ir a los wáteres. ¿Con quién ibas?, no reconocí a nadie. —¿Qué dices del K? (por si alguien no lo sabe diré que era el nombre coloquial de la discoteca KWM de Cierzópolis, donde se reunía lo más in de la ciudad y primera en la que se practicó el after hours). —Ya, si ya me pareció a mí que no me habías visto. Te hice con la mano así (supuesto acompañamiento gestual que imaginé), pero tú, a tu bola, digo, ¡este no se entera!

—¡Qué fiesta ni fiesta de ayer, si llevo en Sevilla desde el viernes! —¿Pero no eras tú? —¡Cómo voy a ser yo! ¡No te digo que estoy en la Expo! —Entonces tienes un doble. —Eso será ¡Que no era yo, atontao! —Ya te pagarás algo cuando vuelvas para celebrar el cumple y a ver si nos vemos. —Que pague mi doble —contesté para zanjar la cuestión y pensando que Ricardo volvía al ataque. —¿Qué? —Nada, cosas mías, que hace mucho calor. —Aquí está lloviendo. Un par de meses después de lo que he contado me pasó algo totalmente inaudito. Si tiene o no importancia en mi historia luego se verá. Había terminado una jornada insulsa. El local se había llenado de unos tipos poco habituales en el templo de la modernidad, tanto por su edad como por su aspecto. Asistían a una convención de fontanería en la ciudad y satisfacer sus gustos me había exigido tirar de mucha imaginación. No estaba de acuerdo cuando el relaciones públicas repartía invitaciones en según qué lugares, en este caso en los recintos feriales, pero tenía que tragar, me pagaban para eso. Entré en casa con la tardía hora para dormir a pierna suelta y la demasiado temprana para quedarme levantado. Como no sabía qué hacer, mientras lo pensaba, opté por asaltar la nevera y el armario de las pastas. Las magdalenas con tortilla de patata estaban buenas, no dejan de ser unas medias noches, de ahí la asociación de ideas, pero más dulces. El fluorescente de la cocina parpadeó y se apagó. Me quedé con un trozo de la singular pitanza en la boca y la otra mitad en la mano. El jardín se llenó de un resplandor inusual. No era el farol que iluminaba el entoldado ni provenía de la 131


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casa de los vecinos, parecía llegar desde arriba, desde el cielo. Me acerqué a la puerta y miré a las alturas. Una luz rojilla se movía de forma incierta mientras derramaba hacia el suelo un haz tan blanco que hacía perder la visión. Debió de ser eso, que en algún momento parpadeé y cegado por ello algo me perdí. Cuando abrí de nuevo los ojos y me los limpié (porque había llevado mi mano derecha hasta la frente como acto reflejo para protegerme y me había impactado la tortilla en el entrecejo), me di cuenta de que todo seguía como siempre pero con alguna inexactitud en el término. La oscuridad de la noche había partido, los pajarillos ya cantaban, el rosal había florecido, el aspersor regaba inexplicablemente el césped y las sillas aparecían en posiciones increíbles, suspendidas en equilibrio sobre los respaldos en lugar de apoyadas sobre sus cuatro patas abrazando la mesa como era su natural. El tiempo había pasado y yo no supe cómo había sido. Escupí la tortilla. Mi compañero de casa había vuelto a experimentar en la cocina, seguro. ¡Espera que vuelva de viaje! ¡Me va a oír! Apagué el aspersor, coloqué las sillas en su lugar y me fui a dormir. La semana se estiraba perezosamente en la agenda. Sin nada programado hasta el viernes por la noche me marché a callejear. Entré a mirar si había algo nuevo en la sección de discos de los almacenes pero no encontré nada interesante. Por no dar la mañana por perdida aproveché para comprarme un gorro rojo de lana con pompón que se me encaprichó. Salía de la tienda y en la puerta me abordó un señor risueño en grado superlativo. —¡Hombre, Felipe! ¡Hace meses que no se te ve en los entrenamientos del campeón de tu hijo. ¿Te han cambiado el horario? —¿Qué hijo? Creo que se equivoca. —¡Ah, perdón!, le había confundido. 132

—Elemental, en segundo lugar no tengo ningún hijo, y en primero, que no me llamo Felipe. —Perdone de nuevo. —No pasa nada, no se preocupe, me sucede a veces. —Adiós. —Adiós. Después del encuentro con el conocido de Felipe fui al estanco a comprar unos sellos. Había bastante gente y tuve que esperar turno. La dependienta me sonrió tras el mostrador de una manera entre cómplice y familiar. Iba habitualmente allí a por cosas del fumar pero no tenía esa confianza con la muchacha como para haber arrancado tal alborozo en su semblante. Miré alrededor por si el saludo no iba dirigido a mí pero nadie se dio por aludido. Pensé que había ligado con la estanquera y que me había levantado ese día con el magnetismo subido. Cuando me tocó ser atendido la chica me preguntó por mi hermana, que si el otro día hablamos de ti, que si hacía tiempo que no te veía y que si todavía seguías trabajando en la carpintería. Me quedé a cuadros, a juego con la camisa de leñador canadiense que llevaba, y casi tan frío, pero en seguida se me caldearon los ojillos y le seguí el juego por no contradecirle. —Bien, bien. ¿Y tú qué tal? —Ya ves, aquí. —Te veo muy guapa. Estás estupenda. —Gracias, Mariano. —Oye, ¿cuándo sales? —Dentro de media hora. —Venga, que te espero por ahí y nos tomamos un café, ¿hace? —Vale. —Dame unos sellos para esto. —A ver para dónde va. —Mira. —Jolín, para San Petersburgo, ¿qué se te ha perdido a ti tan lejos? —Ja, ja, ja. Cosas mías. La tarde de los equívocos resulto pro-


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vechosa con la estanquera. Eso de suplantar a mis dobles no estaba mal. Por suerte ella no había dado la vuelta al sobre y no había visto el remite. La circunstancia ya de dos confusiones en un mismo día me resultó divertida. A la chica quizá no tanto porque si te he visto no me acuerdo y a lo mejor no le sentó bien un encuentro tan intrascendente. Sonreí cuando nos despedimos. Me quedé imaginando una futura conversación entre la chavala y la hermana que yo no tenía poniendo a Mariano de guarrete para arriba, porque para una vez que pillaba chicha la había cocinado bien. Volviendo a casa el atardecer cayó como unos rosados dedos sobre los edificios, y digo dedos en plural porque aquella tarde de fulgores desatados hubo dos astros en el cielo. Una luz se posicionó inmóvil y brillante junto al sol. Permaneció durante una media hora aproximadamente pintando el cielo de interrogantes. Yo no me di cuenta porque iba pensando en la estanquera y aunque estaba en las nubes no miraba hacia las de verdad, pero me enteré al día siguiente por las noticias. El suceso fue impactante. Varios investigadores de lo oculto escribieron reseñas en las revistas de misterio y en la radio se expusieron las más peregrinas hipótesis. Cierzópolis estaba en el punto de mira de los extraterrestres porque se llegó a la conclusión de que aquello había sido un ovni, aunque también lo achacaron a un globo sonda, lo clásico. Me habían aceptado el electroerasmus en las rusias y como Dval Moskovsky aterricé en esa taiga mil veces más extrema que el desierto de las Bardenas pero con nieve. Me recomendó un colega que ya llevaba un tiempo como como dj en la KGB-Studio 55, Santiago Vladimir, alias Santi Vlad. Él era medio ruso por parte de madre, hijo de uno de aquellos niños expatriados cuando la Guerra Ci-

vil, y a pesar de haber venido a España unos años para conocer sus orígenes (entonces le conocí), volvió a su patria porque ruso era y de allí se sentía. Me dijo que el frío se metía tan hondo en el corazón desde mediados de noviembre que hasta respirar te taladra alfileres en la nariz. Es mejor vivir en el subsuelo y pisar la calle lo menos posible en lo más crudo del invierno, pero eso había quedado atrás porque a primeros de junio las noches blancas de la ciudad te dejan totalmente fascinado y me advirtió que había llegado en buena temporada. Era mi primera sesión en el Pachá San Petersburgo. Iba a comenzar, como era mi costumbre, con la adaptación mecánica de Wendy Carlos sobre el tema de Henry Purcell pero en su lugar sonó La jota de la Dolores. Me extrañó pero continué a lo mío. Los eslavos tienen cierto apego a lo que les parecen cosas exóticas de otras culturas que no entienden, y viceversa, como nos pasa a nosotros, no nos engañemos. Con el costumbrismo patrio de otros lugares se nos hacen gaseosa los oídos; los cantos amerindios o las danzas de los siete velos nos entusiasman sin tener una gota de sangre apalache ni arábiga en las venas. Dejé al público unos minutos meneándose poseídos y gritándome Poyejali! Les vi tan enfervorizados bailando como en mazurca aflamencada que me ilusioné jaleándoles mientras me abría paso hasta la puerta repitiendo como un papagayo la palabreja de ignoto significado, así de crecido estaba por mi fulgurante e inexplicable éxito. No tuve la menor duda de quién estaba detrás. Mi colega me quería gastar una broma. En la calle miré hacia el oeste de la avenida Nevsky, en perspectiva duelo, esperando ver aparecer de un momento a otro a Santi. No tardó en llegar. Nos enfrentamos con los cascos ladeados y frío en la mirada. Yo blandía un abrecartas que utilizaba habitualmente co133


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mo destornillador y él llevaba un sacacorchos que usaba como no podía ser de otra manera como sacacorchos. Disparamos abrazos y le propuse una cena a medianoche consistente en una pierna de ternasco que logré pasar por la aduana, maniobra que requiere una historia aparte, pero dejo para otro momento. Aceptó encantado porque venía precisamente a darme la bienvenida con una botella de tinto del Campo de Borja en la mochila, eso es lo que dijo al menos. No podía abandonar el local todavía y se ofreció a venir conmigo. Ya en la sala la sesión a cuatro manos fue un éxito total y la gente encantada siguió toda la noche gritando Poyejali! en ruso y Hero! en inglés, al brindar, al cantar y cada vez que yo les regalaba un subidón. El crepúsculo interminable, aunque con su breve oscuridad más marcada en cierto momento, derramó una luz tenebrosa que amenazaba con sumirme a esas horas en mis típicos barruntos valerianos, y aquella noche al salir del club tuve una. Algo iba a pasar. El Nevá brillaba como plata líquida. Lo cruzamos tomando uno de los incontables puentes que lo atraviesan. Ya en la otra orilla la imponente fachada del Mariinsky se recortaba al fondo esperándonos para pasar junto a él en el trayecto hasta mi modesto apartamento con hornillo. Se escuchó el tintineo habitual del puente elevándose para dejar pasar a un barco mercante. Por nuestra derecha íbamos a llegar a un lúgubre callejón en el que más de una vez me sorprendía apretando el paso instintivamente. De allí surgió una forma humana acompañada de bruma hipnótica. Al ir acercándonos la figura creció sobrepasando nuestra altura en un par de cabezas o más. La silueta del teatro al fondo puso el decorado para mezclar sus andares de gigante luminiscente con los característicos de un bailarín de ballet ataviado con una capa ondulada por el viento. Arrastraba las 134

piernas como si llevase zancos, sin doblarlas apenas, pero eso no quitaba para que sus movimientos tuviesen la gracilidad de un espectro silencioso. Cuando estaba más cerca observé un mechón de cabellos irisados, tan pronto dorados tan pronto metálicamente cobrizos escapando de su gorro de piel. Tenía el rostro anguloso y los ojos más negros que uno se pueda imaginar, orlados además de un fulgor amarillo. Me atemorizó. Volver sobre nuestros pasos era imposible. Una sombra que estaba apoyada en una farola se movilizó y se colocó detrás de nosotros. No había escapatoria si las intenciones eran tan preocupantes como su aspecto sugería. Y así fue. Ellos echaron sus capas sobre el hombro y blandieron unos sables que se alargaron como un metro de carpintero con chasquidos. Santi abrió su mochila y también sacó un arma similar. Yo me quedé paralizado por el terror y miré a mi compañero buscando una respuesta que no hallé. Esperé que la tierra me tragase y él hizo lo contrario de lo que pensé: no se puso a la defensiva, todo lo contrario. Me agarró del brazo tironeando de mí y apoyó el arma en mi pecho mientras los otros cruzaban los supuestos aceros en mi garganta. Me arrastraron hasta el callejón y me introdujeron por la puerta de un almacén abandonado. Descendimos hasta los subterráneos. No sé cuántos escalones bajamos en la semioscuridad de una precaria iluminación a trechos. Mis plegarias se habían cumplido porque me sentía pequeño e indefenso arrastrado por un interminable laberinto que dejaba cada vez más lejana a la ciudad sobre mí. Miraba de reojo a mis captores y a las paredes por si veía algún atisbo de escape. A Santi no le veía pero sabía que nos estaba siguiendo, imaginándole con la cabeza bajada evitando ponerse a tiro de mi mala leche. Después de lo que


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calculo fue un descenso de quince minutos por la tierra hueca llegamos a un ensanchamiento donde había varias puertas. Abrieron una y me arrojaron al otro lado. La estancia era fría, aséptica, de blanco y metal. El color lo ponía el techo, el suelo y el mobiliario, este último consistente en un único sillón en el centro, encaramado como en un escenario elevado al que se accedía por tres peldaños. Las paredes en cambio eran plateadas y brillantes. Inspeccioné el lugar pasando mi mano por ellas en busca de alguna fisura. Volví al centro y me quedé como el que está en la sala de una pinacoteca observando, solo que en esta ocasión no era admiración sino miedo lo que me producían las divisiones neutras que me rodeaban, como hojas de un biombo. Un sonido a mis espaldas delató algún movimiento. Uno de los lienzos se había girado y por allí apareció Santi. Los adyacentes rotaron también sobre un eje central para quedar mostrando lo que había sido el reverso. No entró nadie más por ellos pero el museo tomó forma como la sublimación de un individuo. Todo eran fotos suyas. Era un militar en un coche saludando a un público que le aplaudía en las calles. Era un militar que des-

cendía de un avión. Era un militar llevando bajo el brazo un balón ovalado. Era un militar señalando con el dedo índice el reloj que llevaba en la muñeca del brazo contrario. Era un militar en la cara de una moneda. Era un militar que tenía una amplia sonrisa que me resultaba familiar. Era un astronauta que miraba por la ventanilla de su nave espacial con los ojos desorbitados pero la misma estupefacción que yo mostré en aquella aparición nocturna el día del encuentro en la segunda o tercera fase acompañada de tortilla de patata. Era Yuri Gagarin, y nos parecíamos como dos gotas de agua ¡cómo no me había dado cuenta antes en toda mi vida! —¡Hijo de puta! ¡Te voy a matar! —grité mientras recorría en dos zancadas el espacio que nos separaba. Iniciamos una pelea como colegiales en el patio del recreo porque ninguno estaba muy puesto en eso de luchar cuerpo a cuerpo, pero yo muy enfurecido, eso sí. Cuando lancé mi puño en dirección a su mandíbula, él se cubrió la cara con el brazo y mi mano impactó en su codo. Froté mis nudillos encogido casi en el suelo porque me había desestabilizado hacia la izquierda y sentía un dolor que me llegaba hasta el hombro. 135


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Creo que me había roto algún dedo. Él se había zafado de esa manera y al echar ligeramente su cuerpo hacia atrás chocó con el panel del que había salido, lo que le hizo dar un respingo por el impacto de la portezuela a lo largo de toda su columna vertebral. También se quedó unos instantes dolorido frunciendo los ojos, la frente, la nariz, la boca y hasta las orejas. Se acercó a mí y me agarró de la ropa por el pecho. Pensé que me iba a dar lo mío duplicado por dos pero no fue así. —¡Gilipollas! —gritó bien alto mirando hacia el tendido. —¡Cabrón! —contesté. —Estate quieto —me susurró al oído mientras me levantaba—. Defectuoso no les interesas a estos. —¿Qué dices? —¡Cállate! Aguanta que te voy a dar una hostia. —¿Eh? —exclamé sin comprender. Me llovió un puñetazo en la nariz y de propina una patada en la espinilla. Yo sangraba por la nariz y estaba hecho un cuadro de la corriente realismo y adefesio. Mientras Santi me animaba muy bravuconamente para que le devolviese lo que me había dado me explicó entre frase y frase, y a grandes rasgos, el meollo de la trama, cosa que llegados a este punto vosotros también os estaréis preguntando. —¿Recuerdas lo de Tunguska, cuando acompañé como intérprete al equipo que vino a filmar un documental? —dijo. —Sí. —No te conté todo. Había un guía muy raro. No sé exactamente qué pasó —confesó, y de paso me dio una bofetada como una quinceañera cabreada—. ¡Venga, devuélvemela! No me dio tiempo a contestar de forma contundentemente teatral. En ese momento entraron media docena de individuos como los que me habían lleva136

do allí. Su forma humanoide estaba ya más lejana. Ahora se mostraban con una piel de verde aceitunado, una altura que sobrepasaba los dos metros y medio y grandes apéndices como brazos con manos de seis dedos. Llevaban la cabeza descubierta y de ella sobresalían en la parte superior dos protuberancias similares a antenas cubiertas de un pelo con irisaciones inquietantes y luminosas. Se acercaron a mí apartando a Santi a un lado. Yo retrocedí asustado hasta más o menos el centro de la habitación. Era lo que querían. Una mampara circular y transparente nos aisló subiendo desde el suelo. —Yo no quería —gritaba Santi desde el otro lado del cristal apoyando las palmas de la mano a modo de mimo y casi con las mismas muecas—. Nos engañaron a todos los que estábamos allí. Creo que leyeron mi mente. Iban buscando a unos especímenes con los que estaban experimentando desde que descubrieron a los terrícolas al ver a Gagarin invadiendo su espacio aéreo. Tienes algo que les pertenece. ¡Perdóname! —¡Vete a la mierda! Dos de los alienígenas me llevaron hasta el sillón. Cuando me sentaron el respaldo se abatió quedando convertido en una camilla. —¡Intenta poner la mente en blanco! ¡Que no puedan contigo! —me gritó por último mi amigo el Judas. Uno de ellos le atacó con la mirada. Le hizo volar hasta el techo donde se golpeó brutalmente, luego cayó al suelo y terminó allí sus días despachurrado como una albóndiga cruda en salsa de tomate. Pensé en mi vida y en los acontecimientos recientes. Pensé en no pensar en nada. Pensé en música. Comencé a cantar mentalmente una jota que me había venido a la cabeza de forma inverosímil, sin saberme la letra, porque me pegaba tanto como a Lenin una sotana.


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Aragón la más famosa, es de España y sus regiones, porque aquí se halla la Virgen y aquí se canta la jota… grande como el mismo sol… por eso cantamos por una moza del barrio… en la lid sabemos quiere decir, que vencer debemos, o bien morir.

Es lo último que recuerdo. Los rusos no se enteran de lo que tienen en su casa y a mí todo me da lo mismo ya. Estoy con la cabeza vendada y otras marcas en varios sitios de mi cuerpo, tirado bajo un puente. No sé si estoy en San Petersburgo todavía o en el de Santiago de Cierzópolis. Mi nombre es Ricardo aunque mi tío Daniel me llamaba Valero (¿por qué me acuerdo yo de eso ahora?). Estoy en la Venecia del Norte como dice mi mujer. Ella es periodista y ya visitó el país para rodar un reportaje de un programa de misterios y me ha convencido para venir a conocer esta ciudad. Hoy hemos ido al Mariisnky, que le gusta Ruzimatov (o como se escriba) ¡mira que suerte, cariño!, dijo. Ahí se ha quedado. Yo he salido porque corría riesgo de emular al bello durmiente de Chaicosqui. He encontrado a un compatriota vagando por la calle al que he intentado ayudar. Me ha dicho cosas raras que no he comprendido. Seguiré contando porque entre mi santa esposa y estas gentes que me miran como si fuese un extraterrestre soltándome Poye-no-sé-cuántos! en la cara, intuyo que me van a dar las vacaciones.

Cristina Aguas Marco (España) Blog: elbonetedemimi.blogspot.com.es

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Un verano en el campo Jean

Durand Todo tiene un precio en esta vida...

Notas del autor Tué-Tué: criatura maléfica del sur de Chile del que se dice es un brujo que toma la forma de pájaro para anunciar desgracias con su canto (“Tué-tué”) a quienes lo escuchan en la noche. Asado al palo: asado de cordero típico del sur de Chile, donde se atraviesa la carne con un palo. Pituca: persona que ostenta una posición social pudiente. 138


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SOLÍAMOS IR todas las vacaciones al sur, al rancho del abuelo Pedro en el campo y quedarnos un mes completo allá. Junto a los abuelos vivían la tía Carmen y sus dos hijos, primos de edad muy cercana a la mía. De esos años tengo unos muy bellos recuerdos, pero fue en el verano de 1993, cuando tenía doce años, que experimenté dos grandes y distintos sentimientos al oír cantar una noche al tué-tué. Estábamos celebrando el término de la cosecha y del verano con un asado al palo con los empleados que tenía mi abuelo, y yo corría jugando con los hijos de ellos alrededor de la fogata. Fue en un momento de descanso, al ir a tomar un refresco, que mi primo Mateo me llamó desde atrás de un árbol. Me acerqué a él y me invitó a seguirlo; fuimos al lado norte del rancho. Ahí se encontraba mi otro primo Tomás y dos amigas de nuestra edad. Una era una rubiecita muy pituca y la otra una bonita morena que me llamó la atención. Cuando la reconocí como la hija de la cocinera, me sonrojé al notar que ella bajaba la vista por la forma intensa en que la miraba. —Oye Rolando, ya no erís niño para jugar con los cabros, acá tenís que estar con nosotros —me dijo Mateo reprendiéndome—, no me vai a decir que aún crees en el viejo pascuero. —Claro que no —dije envalentonado. —¿Y qué te gustaría recibir de regalo? Algo que sepas que tus padres no te podrán dar. La pregunta de Camila, la rubia pituca, me pilló tan desprevenido que no supe qué responder. —De seguro una colección de autitos, ¿y a ti, Susana? —Un personal stereo —respondió la

hija de la cocinera, sin dejarse intimidar por la altanería con la que Camila hizo su pregunta. —Lo que es yo, unas botas preciosas que vi en la revista Cosas. —A mí me gustaría recibir un súper Nintendo importado de Estados Unidos. —Y yo quiero un lote de juegos del súper Nintendo pa´h jugar dobles con mi hermano. Tomás, viendo que los demás habían formulado su deseo, tomó la caja de zapatos que tenía en el suelo, y levantando la tapa con cuidado, me miró detenidamente al tiempo que comenzaba su explicación. —Todo tiene un precio en esta vida, y si deseamos algo con fuerza, podemos conseguirlo aun sin dinero, solo necesitamos encontrar con qué hacer un trueque. Alzando su mano izquierda, mi primo me mostró un pequeño gatito negro al que tenía agarrado del pellejo. —¿Pero, qué es eso? —¡Es un gato negro tonto! —me respondió Camila al ver mi cara de «no entender». —Sí, sé que es un gato negro, no soy ningún ciego. —Bueno ya córtenla, ustedes dos. Supongo que habrás adivinado que queremos hacer un sacrificio para obtener nuestros deseos, Rolando —mis ojos se abrieron aún más y sentí un escalofrío que recorrió mi espalda y mis brazos—. Decidimos invitarte a nuestro club, a ti y a la Susy, antes que volvai a Santiago. Giré mi rostro hacia Susana, y su piel morena estaba blanca; sin duda la idea de sacrificar un gatito por juego le parecía tan horrible como a mí. Entonces, en una escena sacada de una 139


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película de terror, de esas que acostumbraba a ver mi hermano mayor, Tomás y Mateo agarraron firmemente al gatito de sus patas traseras y delanteras respectivamente, y Camila, sacando un abrecartas, se acercó al felino y levantando su brazo derecho, comenzó a recitar en voz baja extrañas palabras que leía de un papel en su otra mano. Sin saber mucho qué hacer en una situación inaudita para mí, di unos pasos para tratar de evitar aquella atrocidad. Fue en ese momento cuando escuchamos un graznido de pájaro que nos heló la sangre. —Tué-tué… tué-tué. Todos reconocimos, por las historias que nos han contado las noches en el campo, el grito del brujo que transformado en ave vuela por las noches haciendo sus maldades. Camila soltó el abrecartas y desapareció hacia la casona, y mis primos aterrados soltaron al gatito que salió huyendo hacia la noche. Yo, paralizado de miedo, sentí la cálida mano de Susy alejándome del lugar para escondernos entre los arbustos. Desde ahí escuchamos lloriquear a Tomás y rezar a Mateo. Mi corazón palpitaba fuertemente, y Susy con su cabeza sobre mi pecho lo podía sentir. El susto rápidamente comenzó a dar paso a un nuevo y extraño sentimiento en mí. Los grandes ojos de Susana parecían brillar en la noche, y sonreían con una ternura que encogía mi corazón. Acaricié su cabello con suavidad y nuestros labios se juntaron tímidamente en el primer beso de amor que di en mi vida.

Primos, brujos y sacrificios quedaron en el olvido, en otro planeta; mientras nosotros entre los arbustos, reíamos y nos besábamos. Cuando nos llamaron a comer, nos fuimos tomados de la mano hacia la gran fogata. Ni a la rubia tonta ni a mis primos se les vio compartir el asado. Tampoco los vi al otro día, cuando subíamos las maletas al auto para volver a Santiago. Ya viajando, mis pensamientos regresaban una y otra vez al último beso de despedida de Susana. Apenas ponía atención a mi alrededor, cuando oí la voz de mi madre mencionando su nombre. —Susana es una lolita muy bonita y simpática, ¿verdad, Rolando? —Querida, no presiones al chico, si algo nos quiere contar, lo hará cuando quiera. —Pero solo comento que es muy dulce y educada, una ternura de niña que ama a los animales como nadie en el mundo. —Sí, es verdad, ¿y la has oído imitar el canto de los pájaros? Te digo que ella tiene un talento. La última frase de mi padre encajó como una pieza de puzle dentro de mi pecho, provocando una enorme admiración a la que ya consideraba mi primer gran amor. El resto del viaje lo pasé haciendo cálculos mentales de cuánto dinero necesitaría ahorrar para llevar de regalo un personal stereo el próximo verano.

Texto e ilustración: Jean Durand (Chile) Blog: www.jeandurand.net 140


Número 6

Vidas paralelas

Enrique

Angulo ¿Cabía amor más absurdo, mayor disparate? ... SALIÓ AL ATARDECER DE MADRID, era invierno, y el astro rey se escondía enseguida tras el horizonte. El viaje duraba cinco horas, así que iba a llegar algo tarde a casa; cuando habló por teléfono con sus padres, le dijeron

que estaba nevando. Espero que eso no nos cause ningún retraso, pensó. Iba en un tren, en un compartimento de segunda clase; con él viajaba una anciana que silabeaba oraciones con un misal en la mano, y un señor de mediana edad 141


El Callejón de las Once Esquinas

que, perfectamente, podría ser un viajante de comercio. Llevaba una revista, y se puso a leerla, después, salió al pasillo a fumar. Por la ventanilla veía desfilar el paisaje, de vez en cuando, aparecía alguna luz a lo lejos; al pasar por alguna estación, veía los andenes, trataba de fijarse en los letreros para saber dónde se encontraba, pues el viaje se le estaba haciendo muy pesado. Por último, entró en el compartimento, recostó la cabeza sobre el cristal de la ventanilla y cerró los ojos. Se puso a pensar en su madre, en lo contenta que estaría de verlos, pues su hermano, la mujer de este y el hijo de ambos, también iban a pasar unos días en casa de sus padres, y él llevaba ya tres semanas fuera de casa. Luego, se durmió, cayó en un profundo sopor, quería abrir los ojos, pero no podía, todo eran sensaciones extrañas que no había tenido nunca. Cuando logró despertarse, el tren estaba parado y el compartimento donde había hecho el viaje, vacío; por tanto, pensó que los dos viajeros que con él lo ocupaban se habrían apeado en alguna estación anterior. Se frotó los ojos, por la ventanilla entraba una luz blanca, no sabía cuánto llevaban parados, estaba aturdido, pero como el tiempo transcurría y el tren no arrancaba, decidió salir al pasillo para investigar. La primera sorpresa se la llevó al ver que todos los compartimentos estaban vacíos, no era posible que no hubiese nadie en el tren, pues aún debían de quedar bastantes estaciones para llegar al final del trayecto, se dijo. La segunda sorpresa fue ver que ya estaba en su ciudad. ¡Santo Dios!, exclamó. Echó mano al equipaje y saltó del tren. El andén también estaba vacío, los carámbanos colgaban de las marquesinas, las farolas, cubiertas de blanda nieve, goteaban, el suelo estaba helado. 142

Entró en el vestíbulo, tampoco encontró a nadie, aunque la luminosidad era extrema, casi dañaba a los ojos; aparte de eso, aunque se parecía, no era exactamente como lo recordaba. Todo era muy inquietante y sintió algo de miedo. Salió a la plaza, las secuoyas que había en medio del jardín le parecieron dos gigantes, como a don Quijote los molinos, pero no estaba dispuesto a luchar contra nadie. No había ningún taxi, lo que le hizo mascullar una maldición, pues deseaba llegar a casa de sus padres cuanto antes. De todas formas, eran quince minutos andando, así que se resignó. Encaró el largo paseo que daba continuación a la plaza de la estación, al fondo, vio la silueta de la catedral, y se quedó estupefacto, pues parecía que fuese de vidrio, no era el edificio grisáceo consumido por los siglos de siempre, sino que se asemejaba a un rascacielos acristalado, resplandeciente, con sus filigranas, sus torres y sus agujas. Qué extraño es todo esto. ¿Estaré soñando? ¿Estaré dentro de un sueño y pienso que ya me he despertado? Recordaba una vez que llegó a despertarse hasta tres veces, y cada vez que lo hacía estaba en un nuevo sueño. Bien, se dijo, hagamos lo obvio: se pellizcó en el brazo. Le dolió. Había llegado al puente, y la siguiente sorpresa también fue mayúscula, pues el río estaba completamente helado. La última vez que lo había visto de esa guisa fue cuando era un niño. Cruzó el puente y siguió caminando paralelo a la orilla del río. De pronto, llegaron a sus oídos unas risas cristalinas, estuvo a punto de cruzar a la otra acera, y encarar la calle que le llevaría a la casa de sus padres, pero pudo más la curiosidad, y quiso saber quiénes reían de aquella forma; sin duda, eran mujeres jóvenes. Luego, oyó también voces varo-


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niles, por tanto, supuso que era un grupo de jóvenes de ambos sexos. Avanzados unos metros, pudo verlos; estaban cercanos a los ojos del siguiente puente. Serían entre ocho o diez, y patinaban sobre las aguas heladas del río. En una de las orillas, habían colocado unos faroles, y la escena tenía un encanto casi mágico, se sintió como un mortal que hubiese sorprendido alguna de las actividades de los dioses. No pudo evitar acercarse lo más posible, llegó a la altura de donde estaban y, apoyado en la barandilla, se quedó observándolos. Vestían unos trajes brillantes que no había visto nunca, y todos eran esbeltos y bien parecidos, pero no tardó mucho en fijarse en una joven de extraordinaria hermosura, que se movía con la ligereza de una gacela, hacía piruetas y gastaba bromas a los demás; su risa, tan diferente a todas las risas que había oído hasta entonces, le llegó directamente al corazón sin que apenas lo notase. Ella le vio y se acercó patinando hasta donde estaba. —¿Y tú quién eres y de dónde sales? —le preguntó. —Me llamo Héctor y acabo de llegar de Madrid en el expreso —le dijo. —¿Acaso no sabes que este no es tu mundo? —¿Qué quieres decir con eso? —Lo que has oído, el tren en el que viajabas pasó por una singularidad espacial, y, cuando dormías, diste un salto a otro universo. —No sé lo que dices, me estás tomando el pelo. ¿Acaso crees que no conozco la ciudad donde vivo? —La ciudad donde vives se cree que existe un número infinito de veces. —Vale, me voy a casa, que os divirtáis. —Será mejor que no lo hagas. No hizo caso a su advertencia, cruzó la acera y se fue directo a la casa de sus padres. Como supuso que quizá ya se

habrían acostado, sacó la llave e intentó abrir la puerta, pero ni siquiera entraba en la cerradura. Así que, hondamente preocupado, tocó el timbre. Abrió su padre, pero sin que supiese por qué, descubrió que aquel hombre no era su padre; él tampoco le reconoció como hijo, y, de buenas a primeras, tras mirarle a los ojos, le dijo que se marchase. Luego, cerró la puerta precipitadamente. Ahora ya sí que la angustia se había apoderado de él, ahora ya sí daba crédito a lo que le había dicho aquella hermosa joven; por tanto, volvió raudo al río con ánimo de encontrarla y pedirle consejo. Seguían allí, patinando, al verle, se acercó hasta la barandilla acompañada por un joven que no desentonaba en nada con ella en lo que a hermosura se refería. —¿Me crees ahora? —Por favor, dime lo que me ha ocurrido, estoy muy angustiado, mi padre no ha querido reconocerme. —No me extraña, el hijo que es como 143


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tú en este mundo murió hace un año en un accidente. —¿Qué debo hacer? —Supongo que quieres regresar a tu mundo. —¿Qué podría hacer en este? —Tendrás que esperar un rato, cuando acabemos de patinar, Boros te llevará hasta el castillo, allí hay un vórtice espacio—temporal, y a través de él podrás regresar a tu mundo. Estuvo viendo cómo patinaban, aquella joven que le había atendido le parecía el ser más perfecto que jamás había visto, de existir los ángeles, deben de ser algo parecido, se dijo. Lo cierto era que su figura iba calando en su cerebro, su rostro, sus gestos, su sonrisa... Recordó la musicalidad de sus palabras, y, en unos minutos, se había enamorado de ella. Y eso le produjo una hondísima tristeza, pues ¿cabía amor más absurdo, mayor disparate? Fue alrededor de una hora lo que estuvo allí, embelesado, viendo patinar a aquellos seres que se le antojaban casi divinos; luego, como le había dicho la bella joven, Boros le pidió que le siguiera, pero él quiso antes despedirse de ella. Boros la llamó con un gesto de su mano, ella se acercó acompañada por otras dos radiantes jóvenes. —¿Qué deseas? —Quería agradecerte lo que has hecho por mí, y despedirme, supongo que no nos volveremos a ver. —Supones bien, y da gracias de que llegaste a este mundo, pues muchos de quienes tienen la desdicha de cambiar de mundo jamás regresan al suyo; algunos se vuelven locos, otros caen en manos de gente malvada que los torturan y los matan, o bien andan errantes por mundos de pesadilla, y, a veces, ellos mismos se quitan la vida. —Me gustaría hacerte alguna pregunta. —No hay mucho tiempo, dime. 144

—¿Cómo vosotros sabéis todas estas cosas y en mi mundo las desconocemos? —Porque nosotros hemos alcanzado un grado superior de civilización, vosotros, como muchos otros mundos, todavía estáis muy retrasados a nivel espiritual, es más, tememos que alguno de ellos propicie una catástrofe que nos repercuta a los demás, a los que estamos más avanzados, por eso tenemos que tomar ciertas precauciones que sería muy largo explicarte y que, probablemente, no entenderías. —¿Y no podría quedarme aquí un tiempo? —le preguntó, pues estaba deseando prolongar la visión que aquella hermosa faz. —No, debes irte. —Está bien, no olvidaré jamás esto, es lo más extraordinario que me ha sucedido, lo más extraordinario que podrá sucederme nunca. ¿Cómo te llamas? —Anaé. —Vamos, no tenemos mucho tiempo— le dijo Boros. Le llevó hasta una calle cercana donde tenía un extraño vehículo parecido a una moto de agua. Le pidió que tomara asiento, al hacerlo, un cinturón le agarró de tal forma que se sintió de lo más seguro. Al instante, Boros apretó un botón y salieron disparados hacia el cielo, sintió algo parecido a cuando se montaba en la montaña rusa. Sentía miedo, pero a la vez estaba fascinado de ver, desde las alturas, aquella ciudad que tanto se parecía a la suya, pero que no era la suya. Al poco, estaban en el castillo, aterrizaron y el cinturón le dejó libre. —Sígueme —le pidió Boros. Lo hizo en silencio, él le llevó hasta un torreón desmochado, la oscuridad era casi completa, pero Boros encendió una potente linterna que proyectó un gran círculo de luz. En un rincón, había una tapa metáli-


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ca, la abrió y le pidió que se acercara y mirase hacia el interior, estaba todo tan oscuro como la boca del infierno; antes de que pudiese reaccionar, Boros le dio un empujón y cayó al vacío. Fue tal la impresión causada por el movimiento acelerado de su caída que, al poco, perdió el conocimiento. Cuando lo recobró, estaba en el andén de la estación, aturdido, perplejo. A su lado pasaron un par de empleados del ferrocarril, se reían y se frotaban las manos, quiso preguntarles algo, pero no sabía qué. Aquella sí era la estación de su ciudad, aquel escenario sí que le era familiar, así que, salió a la calle y cogió un taxi, incluso el taxista le era conocido, pues ya le había llevado más veces a casa. —Buenas noches, qué, donde siempre —le preguntó. —Sí —le respondió. —Vaya nochecita de perros. —Pues sí, pero estamos en invierno y esto es lo normal por aquí. ¿No? —Sí, pero parece que uno nunca se acostumbra. Cuando cruzaron el río, se dio cuenta de que el agua corría con fuerza, de que los márgenes estaban crecidos. Sus padres le recibieron con besos y abrazos, pero él no pudo mostrarles ninguna emoción, lo que acababa de vivir había roto todos sus esquemas acerca de la vida e, incluso, de la muerte, las preguntas se le amontonaban y también la congoja. Aparte de eso, la imagen de Anaé se le había grabado con tal fuerza, que se dijo que ninguna mujer de su mundo podría ya atraerle jamás. Se acostó pronto pretextando una jaqueca, luego, cuando se durmió, tuvo sueños pesados, delirantes, donde se mezclaban muchas cosas, tan pronto estaba cayendo al vacío, como contemplando patinar a aquellos seres sobre las aguas heladas del río; tan pronto salía de la estación y se encontraba en un uni-

verso extraño, como corría despavorido hacia la casa de sus padres. Desde ese día no dejó de tener sueños relacionados con su visita a aquel mundo paralelo, y la figura de Anaé le fue atrapando como la cocaína a un drogadicto, de tal forma que su único deseo, su único objetivo en la vida era volver a verla, pero ¿cómo? Se le ocurrió que sólo había una opción, y esta consistía en repetir cuantas veces pudiera el viaje desde Madrid hasta su ciudad, por si, por un casual, volvía a encontrar el acceso que le llevase al mundo de Anaé. Así, aparte de por el trabajo, se inventó pretextos para ir a Madrid en tren por los motivos más nimios. Se dijo que tenía que viajar en una plaza lo más parecida a la del viaje en el que le había sucedido tan milagroso acontecimiento, y a ser posible, en la misma; pero no se acordaba qué posición ocupaba su coche el día de tan fantástico suceso. Además, no siempre podía coger el mismo tren, aparte de eso, se dijo, tengo que dormirme, pues fue dormido cuando me ocurrió. Mas en todos los viajes que hizo no pudo conseguirlo ni una sola vez; quizá por la excitación en la que se sumía cuando esperaba que volviera a suceder aquel hecho tan extraordinario. Sea como fuere, todos los viajes fueron un fracaso, y tuvo que resignarse, jamás retornaría a aquel mundo tan extraño, jamás volvería a ver a Anaé, y eso se le antojaba como el más crudo de los exilios, la más desgarradora de las tristezas. Había renunciado ya a su propósito, y sólo hacía los viajes a Madrid que eran necesarios por su trabajo. Un día de entresemana, de un mes de febrero, en el que el tren iba casi vacío, y él iba solo en un compartimento, conoció a un individuo peculiar que montó en una estación intermedia del trayecto. 145


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Ocurrió cuando iba leyendo una revista esotérica, pues, desde su insólita experiencia, se interesó por todos esos temas marginados por las ciencias. En ese momento, se estaba informando sobre el viaje astral, quizá por ese medio podría lograr el retorno al mundo de Anaé, pensaba. El hombre entró y puso su equipaje encima de la repisa, se sentó al lado de la ventana y encendió su pipa, el aromático humo del tabaco llegó enseguida a su olfato y le distrajo; así que, bajó lo justo la revista para mirar la tez de aquel hombre: tenía unos intensísimos ojos azules, y los rasgos de su rostro la lisura de una piedra lavada por la corriente de un río. La primera sensación que le produjo fue la de serenidad, transmitía confianza. Siguió leyendo el artículo sobre los viajes astrales, de pronto, aquel hombre le interrumpió. —Así no conseguirá usted nada. —¿Cómo dice? —Que por medio de un viaje astral no logrará sus propósitos. —¿Y cómo sabe usted cuáles son mis propósitos? —¿Acaso no desea regresar al mundo en el que estuvo hace unos meses? Se quedó estupefacto y no supo qué decir. —¿Quién es usted? —Digamos que soy un guía entre los mundos. —Entonces, ¿puede ayudarme a regresar a ese mundo? —Sí, pero tiene que estar usted seguro de que desea volver, ha de saber los peligros que corre, pues puede perder hasta la vida; pero, si lo desea, le ayudaré, ya que cada individuo ha de hacer lo que crea más conveniente para su desarrollo espiritual. Si usted piensa que es en ese mundo donde van a revelársele secretos beneficiosos para su evolución, yo no puedo impedírselo. No es casual que usted fuese a parar allí. 146

—Sí, deseo volver a ese mundo, aunque ello suponga el fin de mi vida —dijo sintiendo una intensa emoción. —Bien, entonces, cada noche que quiera ir a ese mundo, antes de acostarse, tómese un par de gotas, sólo un par de gotas de este elixir. Eso debe recordarlo bien, pues, de variar la cantidad, podría ir a parar a otro universo, los mundos paralelos se cree que son infinitos. Tras decirle aquello le tendió un pequeño frasco que él cogió y se guardó en el bolsillo de su chaqueta. —¿Y cuando se me acabe? —Para cuando se le acabe, si es que eso llega a ocurrir, ya habrá encontrado lo que busca, o el destino le habrá salido al encuentro. El hombre salió del compartimento, a Héctor le pareció que iba al bar, luego, regresó para apearse en la siguiente estación. Aquella misma noche, después de la cena, con todo el cuerpo temblándole como una hoja, se tomó las dos gotas del elixir y se fue a la cama. Sus padres le preguntaron si le ocurría algo, pues solía quedarse un rato con ellos viendo la televisión, les dijo que nada, que era sólo el cansancio del viaje. Tardó en dormirse, pues estaba alerta a lo que pudiera ocurrirle, a si era verdad que iba a regresar a aquel mundo paralelo al suyo, igual al suyo en casi todo, pero tan diferente. Y, en efecto, volvió allí. En nada se pareció su acceso a lo que es el tránsito de la vigilia al sueño, por el contrario, fue como si hubiese cruzado una puerta y ya estuviese en ese mundo, caminando por la alameda de los tilos, un lugar que siempre escogía para pasear y reflexionar sobre su vida. Era pleno día, el azul del cielo era como no lo había visto jamás, los vehículos que pasaban no hacían ruido ni emitían humos, ni el tráfico estaba tan congestionado como solía estarlo en


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su ciudad, la gente iba vestida de otra forma, así que algunos le miraban con extrañeza, las expresiones de los rostros de aquella gente le parecían singulares, bondadosas, como las de quien tiene una gran paz interior. Sí, como le había dicho Anaé, ellos estaban mucho más evolucionados. Cómo podré encontrarla, se preguntó, en el río patinando ya no puede estar, pues se dio cuenta de que se había deshelado, así que no le quedaba más remedio que interrogar a alguien. Eligió a una muchacha joven. —¿Conoces a Anaé? —Sí, aquí la conocemos todos, es la hija del Perfecto. Pero ¿tú quién eres, de dónde vienes? Antes de que pudiese responderle, se detuvo una anciana de rostro apacible y con el pelo todo blanco, que dijo: —Viene de otro mundo paralelo, uno de los más perturbados de nuestras cercanas coordenadas espaciales. ¿Quieres ver a Anaé? —Sí. —Te diré dónde puedes encontrarla, aunque quizá le moleste tu presencia, es posible que hasta te rechace, ella es un ser muy puro. Ahora está con su grupo de amigos en lo que en tu ciudad es la cafetería París. En su ciudad la cafetería París estaba en el paseo principal, era enorme, y tenía unas grandes cristaleras a través de las cuales, quienes paseaban, podían ver gran parte de su interior. Se fue hasta allí lo más rápido que pudo, y, en efecto, la vio desde el paseo, sentada en una mesa con un grupo de jóvenes. También distinguió a Boros y a algunos más de los que aquella noche estaban patinando en el río. Se puso muy nervioso, y no se vio capaz de entrar, pero, si no lo hacía, ¿para qué estaba allí? Aunque se quedase mudo como una piedra, aunque hiciese el mayor de los ridículos, tenía que entrar,

hablar con ella, no sabía de qué, no sabía qué quería, qué podía pedirle, pues se veía como una miserable hormiga a su lado. Nada más traspasar la puerta de la cafetería ella le miró y le hizo una seña para que se acercase. Él lo hizo muy azorado. —No tenías que haber venido. —Lo siento, pero necesitaba verte —balbució. —¿Para qué? No supo qué responder. ¿Iba a decirle que se había enamorado de ella? ¡Le parecía tan ridícula su pretensión! Pero ella sabía lo que sentía, lo que pensaba. Le invitó a sentarse con ellos, hizo una seña a un camarero, y este le trajo algo parecido a una limonada. Era el refresco más maravilloso que había probado nunca. —No debes avergonzarte de lo que sientes —le dijo. Y él enrojeció como un tomate. El grupo de amigos de Anaé sonrieron, pero de una forma tan delicada, que fue como si le apoyasen, como si le abrigaran el alma. —Sabes que lo que deseas es imposible —continuó Anaé—, el que llegases aquí el otro día fue un accidente, por eso enviamos a Gelas, fue él quien te dio el elixir para que pudieses retornar, nosotros tuvimos parte de culpa, pues hacemos experimentos con los mundos paralelos, intentamos ayudarlos en lo posible para que avancen, sobre todo a los más atrasados, aunque resulta tremendamente complejo y muchas veces fracasamos. Debes perdonarnos, tienes que vivir en tu mundo, intenta llevar una vida decente, que esto te haga concebir esperanzas, todos estamos destinados a la evolución, todos pasamos por distintos estadios, es como estudiar una carrera, no puedes ir del primer curso al último sin solución de continuidad. Quizá nuestro ejemplo pueda ayudarte, cuando estés en tu mundo, piensa en que 147


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hay seres maravillosos, que todos podemos recorrer ese camino, nosotros aún no hemos llegado, ni mucho menos, al final. —Pero ¿cómo puede vivir uno en el purgatorio o en el infierno después de haber visto el cielo? —arguyó con un hilo de voz. —Eso tendrás que descubrirlo por ti mismo. Se despertó, el reloj sonaba desaforadamente, eran las ocho de la mañana, su madre le meneaba moviéndole el hombro. —Pero ¿qué te pasa que no te despertabas? —No sé, tenía un sueño extraño. Qué podía hacer, estaba confuso, triste, pues había vuelto a ver a aquel ser angélico, sus sentimientos por ella se habían acrecentado, no volver a verla, porque sólo con eso se conformaría, le

parecía una pena insufrible, pero ella así se lo había sugerido, quizá prohibido, por tanto, no debía usar de nuevo el elixir y contrariarla. Pasaron los meses, su vida era un infierno, estaba compungido, apático, su ciudad, sus amigos, su familia, todo le parecían un calabozo, un tabuco al lado del palacio que visitó, pero no podía regresar, no debía regresar, tenía que sacar fuerzas de flaqueza e intentar que su vida fuese habitable, ser incluso un faro para quienes estaban más extraviados que él. Eso era lo que le dictaba el deber, la conciencia, pero los sentimientos podían más, y la tentación estaba allí, a mano, en un frasco, sólo dos gotas y volvería al mundo de Anaé. Así lo hizo una noche, pero duplicó la dosis y, a la mañana siguiente, su madre lo encontró muerto cuando fue a llamarle porque no apagaba el desperta-

Enrique Angulo Moya (España) 148


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La sorpresa Gloria

Arcos

ESTABA PENSANDO qué podría hacer para darle una sorpresa a su madre. Era su cumpleaños pero no tenía dinero para comprarle un regalo. Por eso, decidió que podía hacerle un dibujo, a pesar de que no se le daban demasiado bien los trabajos manuales. Compró témperas de diferentes colores, una gran cartulina y se dispuso a pintar. Pero cuando estaba haciéndolo un gran temblor retumbó en todo el valle y parte de la escayola del techo y la ceniza de la chimenea del salón cayeron sobre aquel dibujo. Estos restos impregnaron en un instante el paisaje todavía fresco que, con tanto amor y tan poca pericia, estaba realizando. Y como por arte de magia ellos cubrieron con una pátina grisácea ese precioso regalo, dando a la obra una nueva presencia. Y así, sin esperarlo, asomó de entre la bruma una presencia especial que convirtió en inigualable aquel cumpleaños. Gloria Arcos Lado (España) 149


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Hoculta

Lluis

Talavera

Buscaron por todas partes... ESTABA CANSADA de ser muda, pero precisamente por ello, carecía de voz en la Junta Alfabética y nadie hacía caso de sus reivindicaciones. A todas sus compañeras les correspondía como mínimo un fonema, ella solo podía obtenerlo cuando se juntaba con la C y esto no ocurría precisamente muy a menudo, ya que la C disfrutaba de varias pronunciaciones por sí sola y era reticente a intervenir en muchas más. Y fue así que la hache decidió, unilateralmente y sin aviso previo, pues siendo muda ni siquiera podía anunciarlo, desaparecer sin más. Al día siguiente, con los primeros rayos de sol, los saludos tempranos se tornaron en olas y los meteorólogos se volvieron locos intentando comprender cómo era posible que la buena educación fuera la causa de tantas inundaciones. Solo fue el principio de una crisis mucho más grave. Aunque inicialmente todos se congratularon de la súbita y feliz desa150


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parición de las hernias, las hipotecas, la holgazanería, los homicidios y todo lo horrible en general, pronto se dieron cuenta de que se estaban produciendo también otros efectos. Ya no existía lo hermoso, ni los héroes, ni la honestidad. La gente no podía ser tratada de accidentes o enfermedades porque no había hospitales. Los recuerdos se perdieron con la desaparición de la historia, así como las ilusiones al carecer todas las vidas de horizonte. Un día las mujeres se dieron cuenta de que se habían quedado solas, puesto que ya no había hombres ni hijos. Hubieran alcanzado un estado absoluto de histeria si no fuera porque ya no podían. En plena ceremonia de confusión, la Junta Alfabética decidió organizar una reunión extraordinaria. Pese a que las personas maltrataban el lenguaje constantemente y a menudo las letras esta-

ban tentadas de ignorarlas, no podían cerrar los ojos ante una catástrofe como esta. La presidenta intentó abrir la sesión diciendo que una situación así podía suponer el fin de la humanidad, pero obviamente no le fue posible. Y en ese momento todas y cada una de las letras, menos la hache, claro está, fueron conscientes de la injusticia de menospreciar a su compañera. Alarmadas, buscaron por todas partes, en los diccionarios, en las libretas, en los anuncios de las calles, en las sopas, incluso en los contratos, por aquello de la letra pequeña, pero todo fue en vano. Finalmente, aceptando su incapacidad para llevar a cabo la tarea, se tragaron todo su orgullo y redactaron una pancarta que colgaron en la puerta del edificio donde se reunían. A todo esto, la hache estaba allí mismo, delante de sus narices. Había sido invisible para ellas durante tanto tiempo que eran incapaces de encontrarla cuando más lo deseaban. Ahora ser muda jugaba a su favor, ni siquiera podían intentar oírla. Dice la leyenda que cuando pasas por debajo de la vieja pancarta que dice «Vuelve, te hechamos de menos», en ocasiones se pueden oír carcajadas. Cuentan que la hache está en la mismísima pancarta, riéndose, hoculta, porque todos han perdido la facultad de verla.

Lluis Talavera (España) Blog: todocabe.wordpress.com 151


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Tan solo el karma

Damaris

Gassón La cadena no se rompe...

FLOTABA PLÁCIDO en el líquido amniótico, donde el calor y la seguridad eran la norma, cuando un destello de otra conciencia perturbó su paz. Se vio subiendo al patíbulo y siendo aclamado por la multitud que esperaba algo de él, pues de no ser así, el coro ensordecedor no pronunciaría su nombre: «Jack, Jack, Jack», como un latido; «Jack, Jack, 152

Jack», como una pulsación. Y sube triunfante, este psicópata inmundo y bufón que ha hecho de su oficio de verdugo el mayor entretenimiento en Londres. Cuatro hombres serán ahorcados, mas para Jack siempre la diversión es fundamental. Hala la barra que abre las rejillas del patíbulo, pero solo tres hombres caen y se ahorcan,


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el cuarto (un hombre gordo y quejumbroso) vacía sus intestinos al ver lo que sucede y Jack se acerca a él con grandes gestos de apartar el olor de su nariz, mientras la gente ríe. —Pero miren —dice Jack—, el gran potentado se ha hecho encima, no me extraña que con esa gran panza que tiene inunde la plaza entera de mierda. Y sin más, de un tajo, abrió el vientre del pobre infeliz, de donde brotaron rollos de intestinos humeantes y frágiles, mientras que el sujeto gritaba como un cerdo. A continuación, Jack haló de nuevo la barra y, mientras el gordo esta vez sí caía y pataleaba asfixiado, le susurró: —Cállate, infeliz. A los tres años, Jack jugaba tranquilamente en el jardín de infancia cuando escuchó un rumor que se acercaba cada vez más, imponiéndose a cualquier ruido o pensamiento, su nombre aclamado: «Jack, Jack, Jack» y se desmayó. Mientras estaba inconsciente se vio con un hacha herrumbrada en las manos, cortando la cabeza de un sujeto arrodillado a sus pies, con bastante imprecisión, pues su intención era que sufriera.

Cuatro golpes en total para que la cabeza rodara por el piso, un baño de sangre más para que creciera su reputación. Cuando Jack (niño) despertó, no pudo explicarle a su madre ni a las maestras lo que le pasaba ni el porqué de su angustia y sus gritos. Solo se calmó cuando en el hospital le dieron un sedante y el pediatra a continuación siguió el protocolo para diagnosticar demencia infantil. Jack niño estaba asqueado de los recuerdos que le atormentaban y, con esta conciencia extraña, se decidió a acabar con su tormento. Es espeluznante ver el cadáver de un niño tan pequeño colgar de una soga. De vuelta al líquido amniótico y al cúmulo de recuerdos. La cadena no se rompe, mas Jack feto esta vez pretende acortar cada vez más estos ciclos y procura rotar suavemente hasta que se enreda en el cordón umbilical y tranca el paso de sangre a través de él. Es espeluznante hacer una cesárea y ver a un bebé ahorcado con un cordón umbilical que se ha puesto negro, como una soga muchas veces usada en el patíbulo.

Damaris Gassón Pacheco (Venezuela)

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Paraíso nuestro

María Jesús

Briones

Seguimos las instrucciones del chef... «UNIDOS HASTA LA MUERTE» . Con esta alianza el oficiante sella a la pareja, en olor de nardos, lágrimas de cera y humedad de tierra. Un coro tiñe de suave tonada la luz cobriza del atardecer. Eva, entre miradas expectantes, alcanza los casi dos metros de tarta de manzana. Ofrece este primer placer a su compañero. —No, mi amor, prefiero no recordarlo —dice Adán ante el pastel. —Recomendación del chef, mon chéri —añade Eva. Adán odia la fruta. Había robado un saco de un huerto. El dueño lo expulsó a perdigonadas. La huida veloz lo ha consolidado como atleta. Adán suda bajo el Sol Hacedor. Escurren las gotas como cristales de sal gorda por su torso desnudo. Tropieza con el cuerpo de Eva en forma de vasija, en aquella playa de arena de brasa y olas glaucas. —Contiene el líquido para calmar mi sed —pensaba Adán. Eva aspira los efluvios de tocino rancio, vello graso y poros de sebo del forastero. Se 154


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nubla su vista y un granizo de tempestuoso deseo golpea su barro. Siente el picor de su carne macerada y ante el intruso, se exhibe, con un exclusivo topless de parra Chez Angel Gardien. Adán observaba la hoja fascinado por el bajorrelieve, mientras su alforja revienta y escapan las manzanas. Eva se adorna y juguetea con ellas, concentrada en un jugo de jadeos. Aroma de campiña, molusco y salitre para el varón cansado, que lo sumerge en un sopor desconocido. Siete zumbidos digitales, un dolor costal y el gemido de ella, despiertan al hombre en un estrecho dormitorio de paredes estampadas de amapolas y una maceta con un cactus junto al espejo. Adán ha roto el velo de Eva, virgen, en el ensueño de hombre primitivo. —¿Llegué a morder? —pregunta Adán, asustado. —Firmaste esta hipoteca, mon amour —sonríe Eva, aireando un documento. —¿Dónde estoy? —Estamos, mon homme. Seguimos las instrucciones del chef. —El chef, siempre el chef. ¡Ese reptil! Eva, melosa, le rasca el pecho con las uñas de nácar recién esculpidas. Una súbita sacudida acelera su pulso. —¿No tendrás celos? Adán calla. No le abandona la imagen zigzagueante en chaqué y guante blanco, empujando el carrito en aquel salón, por la moqueta imitación césped, con el hojaldre crecido y esos gajitos dorados, cerrando en círculo a las dos figurillas de terracota enlazadas. Conoce el sabor acre del exilio. Eva, acaricia la mano nudosa y la posa en su vientre. —¿Notas algo, ma vie? —Te lo creíste, le creíste. Grita Adán. Eva intenta arrimar sus caras. Un pinchazo la estremece. Gira su espalda con un lamento. Adán, irritado salta de la

cama. Se mira en el espejo y descubre en su rostro unas púas similares a las del cactus. Escocido, se enfunda unos pantalones de cuadros ceniza, arrebujados en el suelo. Le arrastran una cuarta debajo de sus pies, como los de un patético clown. Eva, nostálgica, se los cambia por otra prenda azulona más tosca con unos cuernos de búfalo en el bolsillo trasero. Eva trasforma su melena alborotada en una trenza. Sanea su dentadura con una golden. —¿Me traerás un par de kilos para la cena? Sabes que no puedo coger pesos. Adán, introducido bajo un todo-terreno, tiene una arcada. Escucha a su cliente: —Debo estar en la finca a las doce. Lo recogeré a las ocho —afirma la voz cavernosa del caballero. Eva, tras el mostrador, recita las novedades del último teléfono móvil a un grupo de consumidores «narco-cibernéticos». —Cobertura sin límites desde el Edén al Averno. Un insólito personaje de canicie y acento sibilino pide una demostración. —Mil megas de memoria. Evoca delicias del Elíseo, grabadas en el cerebro. Asegura viajes alucinantes al Paraíso, hundiendo el botón azul. —Compren, señores, compren: mensajes de amor al solitario. Compren, señores, compren: sexo extra-terrestre para vuestra carne olvidada. Compren futuro… compren su felicidad. —No, no quiero eso —interrumpe ansioso el peculiar individuo. —¿El Averno? —aventura, temerosa. —El averno, mi mundo; el mundo, el Averno, vuestro infierno —afirma contundente el comprador. La pantalla se ha vuelto oscura y fría. —Es perfecto. Un comunicador sin 155


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comunicar en un mundo sordo de bullicio. Me llevo el stock. El extraño palmea el abdomen de la mujer, suelta unos billetes y desaparece. El silencio se alarga como una víbora en el local de adictos, inmóviles por el horror de un infierno fijo. Eva se desmaya con un dolor intenso. Adán ajusta el último neumático. Limpia las manchas pringosas de sus dedos con un trapo deshilachado cuajado de agujeros. El cliente de guante blanco, parecido a un espectro, ha formado bloque con el jeep. Fuga de humo desde el tubo de escape. Adán queda con la factura en la mano. Eva acuna un vagido. Barrotes de níquel aprisionan un cuerpecillo reproducido a su escala y semejanza. Cautivo, con balbuceos ininteligibles, el minúsculo ser clama un ¿por qué? Eva presenta el pequeño paquete a su cónyuge, rendido en el colchón. —Caína: tres kilos y medio de petite pomme, sólo para nosotros, tan dulce y redonda como yo. —Petite pomme, apple, mela… manzana. ¡Malditos vocablos para una misma cosa! —repite Adán al acordarse de las perdigonadas. —¿Has visto su boquita? —Otra boca más —musita Adán. Eva cosquillea a la pequeña con su trenza. —Fíjate como ríe. Caína se estira, tratando de escapar de una trampa letal, y aprieta los puños con chillidos hostiles, en clara rebelión al medio. —Tiene alergia al gato —dice Adán, con la mirada puesta en el estado de cuentas, recién abierto. —¿Te pasa algo, Adán? No hay gato. —Ni gato, ni saldo, ni renovación de contrato. 156

Eva busca los billetes ganados en esa tarde. Con esto, diez, diez recibos menos para ser dueños de… —¿Dueños de qué? Eva estrecha al bebé —Un día, todo esto será tuyo, hija mía. Tu madre con su trabajo lo está consiguiendo para ti. —¿Sólo en una tarde? ¿Te los dio a ganar el chef? Adán dentellea cada billete con saña de violador castrado. Da un puñetazo al cactus. La maceta se vuelca. Su piel se hincha de espinas. El suelo se cubre de barros. Dolorido demanda unas pinzas. Ella no responde. Adán hurga en el botiquín, revuelve en los cajones, busca en la repisa de mármol. Encuentra laca de uñas, crema facial y agua de colonia en lugar de mercurio, pomadas y alcohol. En una bolsa de maquillaje, aparece la pinza con ataque de óxido y una patilla coja. Cada improperio del hombre es un dardo de beleño, al corazón frívolo de la mujer. Eva se acurruca junto a Caína. Restriega sus ojos con el camisón de su primera noche. Ambas lloran como víctimas de una dictadura hasta extenuarse. El sonido de un motor bajo la ventana agita la duermevela. Eva no distingue si es sueño o pesadilla. Un guante blanco atraviesa el espacio. Orbita alrededor de la niña. Se calma con las ubres de algodón. Enmudece su llanto Adán advierte el ruido del vehículo. De tres en tres abate los escalones, con la esperanza del cobro pendiente. El coche ha desaparecido. La humareda levita una esencia en el rumor urbano. El rostro de Adán acentúa sus rasgos humanos de impotencia, debilidad e ira. Como un poseso, grita el nombre de Eva sobre el lecho vacío. El camisón pendiendo en el cristal abierto es la cortina que ciega al hombre. Caína se divierte y enreda con la pren-


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da deslucida de su madre. Se pega a la seda como una lengua a un pezón de miel. Se arrastra con destreza de una pequeña sierpe recién mudada. Se desliza hasta los pies de Adán, se yergue y muestra el único diente. Dedica a sus progenitores su primer discurso: —Mami, mami: adiós. Adiós, chef, ero papi, ero papi. Adán se desprende de sus tejanos, salpicados de lamparones de aceite. El teléfono móvil al caer del bolsillo bordado, simula un movimiento en la frente del búfalo. Levanta a la criatura, quien enrosca fuerte los bracitos, en su cuello. Así permanecen «unidos hasta la muerte». Del móvil, surgen tonos y más tonos, hasta agotar la batería.

María Jesús Briones Arreba (España)

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El Callejón de las Once Esquinas

¡Vive... o muere! Iñaki

Ferreras Ya no había remedio… SUSPIRÓ y se tambaleó mareado. La visión de su padre agonizando le superó. El hospital olía a amoniaco y la abuela de la otra cama también estaba muy enferma. No soportaba los hospitales. Llevaba demasiados años acudiendo a ellos con él, un padre otrora fuerte y vital y ahora, en la vejez, débil y quejumbroso. Las enfermeras y médicos les conocían como si ya fueran de su propia familia. A los camilleros ya les tenían más que vistos… Siete años de idas y venidas a los quirófanos y a las consultas. Menos mal que no trabajaba, que, de lo contrario, no hubiera podido cuidar de él de la misma forma. No trabajaba porque se había retirado de la profesión para cuidarle. Los dos solos, en una casa vieja y obscura, pero, que antaño, había sido un hogar como

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otro cualquiera. En todo este tiempo, se había descuidado físicamente, por lo que había ganado bastante peso. Pero no tenía ánimos para comprarse ropa nueva, ni siquiera interior. Se ponía la antigua, ajustada con cinturones, como podía. También había perdido a la mayoría de sus amigos, pues ya casi no se citaba con ellos. La barba de varias semanas sin lavar también le delataba. Se daba pena a sí mismo: un hombre todavía joven, de cincuenta años, y parecía en los albores de la vejez. En ocasiones, se veía a sí mismo aún más anciano que su propio progenitor… Se recuperó del mareo. Pero le sudaba la cara y le picaban los ojos. Únicamente quería llorar, pero se contuvo. Tenía que seguir siendo fuerte por él. Quería que su padre se recuperara y también recuperarse a sí mismo como persona, volver a vivir, quizás… —¿Creen que mejorará? —preguntó a los médicos. —Lo dudamos. Ya tiene metástasis… —¡Hagan lo que pueda! —gritó desconsolado— ¡Es lo único que me queda. No me hablo con el resto de la familia! Hacía varios años que se había peleado con sus primos. En realidad, ellos nunca le quisieron por ser el diferente. Fue objeto de grandes difamaciones familiares, de enormes burlas. Y sus padres nunca aceptaron tampoco su inclinación por los hombres. Él trató de corregirse, pero pronto se dio cuenta de que luchar contra las leyes de la naturaleza era tarea baldía. La situación del padre empeoraba por momentos: las constantes vitales funcionaban de forma cuasi artificial. De repente, en un alarde de lucidez, abrió los ojos, miró al hijo fijamente y le espetó unas palabras. Era consciente de sus últimas horas. —¡Hijo, no dejes que me muera! Corrió hacia él y lo abrazó con tal

fuerza que el cable transmisor del oxígeno se soltó y el anciano comenzó a respirar con dificultad. Sonó un pitido de alarma y la enfermera acudió de inmediato. Enchufó de nuevo el cable no sin antes reprender al hijo y aconsejarle que tuviera cuidado con sus arranques emocionales. —¡No permitiré que te vayas, papá! Tenemos que ser felices los últimos años de tu vida. Debemos recuperar el tiempo perdido. Tenemos que hablar con el corazón —sollozó él. Pero al tiempo que pronunciaba estas palabras desesperadas, se dio cuenta de que el tiempo perdido nunca se recupera ni tampoco se curan las heridas demasiado profundas —como las suyas—, ni se vuelve a ser la misma persona, nunca más… Bajó a la cafetería a tomar una tila y comenzó a reflexionar sobre su relación actual con el padre. En el fondo del todo, no le importaba tanto que muriera… así, podría vivir totalmente libre para hacer lo que quisiera porque, a pesar de ser ya un hombre maduro, seguía un tanto castrado psicológicamente; tan grande era la represión de la que había sido objeto a lo largo de toda su vida. En realidad, deseaba que siguiera vivo para intentar que él, al final de sus días, finalmente le aceptara tal y como era. Lo necesitaba para poder ser feliz. Tenía ese hilo de esperanza que le había mantenido con fuerzas para luchar contra la dura enfermedad durante todos esos años. La abuela compañera de habitación tosió y gritó a la enfermera. Necesitaba oxígeno. La profesional tardó el tiempo necesario para que la vieja exhalara y falleciera. El hombre se santiguó y se acercó de nuevo a su padre, pero esta vez, no le abrazó. Llegó un cura a rezar a la vieja y dos camilleros se la llevaron. Se quedaron ambos solos en la habitación. Él, triste; el padre, dormitando. 159


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Cuando se despertó, hizo amago de incorporarse y el hijo se lo impidió. Pero insistió y, finalmente, se quedó sentado en la cama. Repentinamente, parecía más reanimado, como esa recuperación última de los que van a morir de inmediato, como el último intento por sobrevivir. —Hijo, te perdono por todo lo que has hecho —dijo el anciano con un hilo de voz indulgente. El hombre le miró con ojos de plato. —¡Papá! ¿Estás bien…? —Sí, estoy bien, y digo que te perdono. El hijo le miró sorprendido. Una mezcla de rabia y alivio le invadió el cuerpo. Se le sonrojaron las mejillas. Se le calentó el cerebro. Finalmente, ganó la rabia, más bien, la ira… —¿Qué me perdonas…? ¿Por qué me perdonas? No te comprendo… —Te perdono por ser maricón. Al hombre le costó creer lo que estaba oyendo. Tuvo que respirar varias veces para no gritar. El padre seguía sin aceptarle, aun muriéndose. Con las manos, le intentó cerrar los párpados para que volviera a tumbarse. —Anda, duerme otro poco. —Te digo que te perdono… —Que sí, que te entiendo y te doy las gracias. ¡Hala, a dormir de nuevo, que estás cansado! Ya no había remedio. No existía solución. Tendría que vivir el resto de sus días con esa cruz… Sin ser aceptado por su progenitor… Su madre también había fallecido despreciándole… Pensó en su antigua pareja, a la que había dejado porque no se sentía seguro, porque, en realidad, no se aceptaba a sí mismo. Le había querido profundamente, pero no pudo durar más de tres años… El anciano pareció reconfortarse por

la actitud de su hijo y cerró nuevamente los ojos. Este, se le acercó lentamente, se aseguró de que la puerta de la habitación estaba cerrada. Corrió las cortinas y, resolutivamente, desenchufó la máquina. Suspiró hondamente. A los pocos segundos, la volvió a enchufar. El viejo, murió y el hijo no soltó una lágrima. Su cara reflejaba la amargura de un ser infeliz. Tenía el rictus de los cínicos, de los descreídos… A continuación, gritó a la enfermera. —¡Enfermera, enfermeraaaa…! Esta llegó apresuradamente. —¿Qué ocurre? —Parece que le ha pasado algo a mi padre… —¡La máquina ha dejado de funcionar! —No tengo ni idea. ¡No puede ser! —se acercó a su padre fingiendo— ¡Papá, papá! —gritó como el mejor actor del método Stalivnaski—. ¡Papáaaaa! —Ha fallecido, señor. Lo siento mucho. No sé lo que le ha podido ocurrir a la máquina. Voy a dar parte… El hombre se santiguó con lágrimas en los ojos: unas, de cocodrilo; otras, reales, y se aproximó al cadáver. —Lo siento, papá, quería que siguieras vivo para ver si, por fin, me podías aceptar. Pero ha sido imposible. Tú nunca cambiarías. Lo he comprobado. Y ahora, es mejor así. Esa noche, preso de la soledad en su cama, le pareció ver los espectros de sus padres entre sueños. —Pensaba que me querías de veras, papá, a pesar de cómo soy —lanzó estas palabras al vacío del techo. El hombre se dio media vuelta y soñó profundamente con el amor de su vida. Con aquel a quien, por inmadurez, había abandonado tan equivocadamente…

Iñaki Ferreras (España) Blog: tafferreras.blogspot.com.es 160


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Guau María José

Sánchez

Hasta el perro me declaró la guerra...

CUANDO LO DEJÉ con Borja, me costó bastante resurgir, volver a ser la misma Nuria, vitalista y positiva. Entré en un nada recomendable bucle sentimental del que no lograba salir ni con ejercicios extra de relajación. El yoga parecía no hacer efecto. Los cursos de crecimiento espiritual ya no me llenaban como antaño. Las llamadas telefónicas de mamá cada vez me exasperaban más, sobre todo por su manía de reprocharme lo mal que había escogido a mis parejas. Se supone que una madre está para aliviar, no para terminar de hundirte. Bueno, en parte, la entiendo; según ella, el hijo de su gran amiga Paca (un plasta con tres carreras) era la mejor opción. Pero yo me negué en redondo a darle siquiera una mínima oportunidad al chico. Mi madre aún luce, clavada, esa espinita. Y menda, 161


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sintiéndolo mucho, no podrá sacársela jamás. Hasta el perro me declaró la guerra. Se volvió desobediente, ladrador y hacía sus necesidades en el piso. Como si nunca lo hubiera educado. Un día, tras tocar fondo, llamé a mi ex para que viniera a recogerlo. Al fin y al cabo lo adoptamos por él. Y, oye, maté varios pájaros de un tiro. Al marcharse el peludo, aparte de dejar de barrer bolas de lana por toda la casa, dejar de recoger sus regalitos y poder disfrutar otra vez del preciado silencio, advertí una progresiva mejoría en mi fuerte dependencia emocional respecto de una figura masculina. La imagen de Borja me fue desapareciendo poco a poco de la cabeza. Puedo decir con orgullo que conseguí olvidarle. Creo que Bobby y su amo, por aquella extrañamente cierta teoría, se llegaron a mimetizar tanto que casi lle-

gué a confundirlos. Deshacerme del chucho, último vestigio del noviazgo, supuso una total liberación. Actualizo: el perro ha regresado hoy a su antiguo hogar. Hecho un cristo. Todo lleno de nudos y arañado. Borja lo devuelve después de un añito. Alega que el animal llora por las noches porque añora a su dueña. ¡Ja! Mis contactos me mantienen muy bien informada. El motivo real, creíble, es que su reciente conquista ha comprado un gato. Al final, Bob me dio pena y aquí está, lamiéndome entera. Mi madre lleva razón. ¡¡¡No tengo remedio!!!

María José Sánchez Martínez (España) 162


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s ĂŠ v a r t A del espejo

Armando

Cervantes 163


El Callejón de las Once Esquinas

Su mente era ahora un rompecabezas... LAS HISTORIAS DECÍAN que aquel espejo mostraba imágenes lívidas, a veces un poco confusas y casi siempre tristes y crueles. Contaban que, cuando alguien se posaba frente a él, el reflejo era un conjunto de apariciones disímiles, un pequeño túnel en el tiempo de gran profundidad y corto alcance, lleno de hechos detallados. En aquellos cuadros se entrelazaban personas y momentos relacionados con el espectador, algunos de ellos no necesariamente eran reales, y mucho menos secuenciales, simplemente existieron, existían, o hubieran podido existir en algún plano paralelo. De esta manera, podríamos encontrar que las personas que se miraban a través de este espejo podían ver el pasado, el futuro, un presente paralelo disyuntivo, que nunca se tocaba con el real, salvo porque los actores eran los mismos que en el momento lineal. Smith, ese hombre errático que había salido de la convalecencia hace apenas unas semanas, era ahora un cuerpo pálido y débil. Todavía padecía aquellos sudores fríos de quien despierta a mitad de la noche después de haber tenido pesadillas; aquella enfermedad había causado estragos no solo en su cuerpo sino también en su alma, parecía que el último periodo de su vida era una carta escrita a lápiz que había sido borrada con deliberación, por lo que ahora recordaba muy poco lo acontecido en los últimos meses. Supo de aquel espejo en un sueño donde una pequeña hada de cara blanca, mirada profunda y alas de mariposa, le hacía pequeños cortes detrás del oído para atraer su atención y le susurraba con pequeños zumbidos. 164

—Debes buscar el espejo de marfil, él te dará las respuestas —le dijo mientras desaparecía mimetizándose en la inmensidad del cielo. Así fue como comenzó su búsqueda; aquella enfermedad le había robado no solo su salud, también se había llevado consigo un pedazo de su memoria, su mente era ahora un rompecabezas donde hacían falta muchas piezas. El primer mensaje lo recibió durante un sueño ligero una tarde en la que el cansancio lo venció; tras meditarlo un poco se dio cuenta que la información con la que contaba era muy escasa, solo tenía el mensaje de un hada misteriosa y, por más que trataba, los sueños venideros eran estériles en respuestas. Cierta noche se le ocurrió que, quizás para encontrar las respuestas, tenía que viajar un poco en su línea de vida, buscar en algunas de sus viejas pesadillas o en algunos de sus sueños más etéreos. El primer paso era recordarlos para poder ubicar a los participantes para hacerles las preguntas necesarias. Recordó un viejo sueño, donde un arlequín que vivía en los naipes de una vieja baraja familiar aparecía a la orilla de su cama, para contarle historias de otros tiempos. La muerte de su abuelo era reciente entonces, la presencia del arlequín mitigaba un poco su pena; a veces solo recordaba que le contaba chistes y despertaba entre ataques de risa sin recordar el motivo. Fue en aquellos sueños cuando aquel rostro maquillado de dientes podridos le habló del bosque gris y de aquel espejo frente al cual, él y otros Arlequines practicaban sus actos cuando eran niños. Le contó que miraba su reflejo y este predecía cuándo alguno de ellos se rompería un brazo o


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una pierna en algún acto, o si serían ridiculizados por una mala actuación; les permitía prepararse para el escarnio y aceptarlo con dulce resignación. El habitante de aquella carta le dio la respuesta que le faltaba, volvió a él un recuerdo recurrente de unas vacaciones de su infancia, donde se contemplaba jugando a las cartas con una niña. Todo lo que la memoria le decía es que la chiquilla era hija de otros vacacionistas con los que casualmente coincidió solo una vez, aquella pequeña le transmitía tanta calma; la recurrencia de aquel recuerdo hacía que sus rasgos le resultaran familiares, en su recuerdo ella le susurraba algo al oído y le decía: —Busca la cabaña en el bosque gris, busca la llave de la puerta debajo de la planta cuya flor es igual a sus hojas —le susurró la pequeña con una voz infantil, que tantos años después seguía llenándolo de ternura. La única cabaña que ubicaba estaba en un cuadro que adornaba el estudio de su abuelo. Su padre había tomado todas sus pertenencias después de desmantelarlo tras su muerte y las había guardado en un cuarto de trebejos que ya había olvidado, en la parte trasera de la casa. Cuando fue en su búsqueda lo encontró, lo colocó en una bolsa y subió con él a su habitación. Quitó la bolsa de encima y colocó el cuadro enfrente de él; de pronto perdió la noción del tiempo y el espacio, tenía la cabaña al frente e intentó abrirla. Estaba cerrada; en la parte trasera encontró una mesa de cemento con algunas macetas erosionadas por el tiempo que abrazaban con ternura los restos de plantas que alguna vez fueron flor. Junto al esqueleto de una mandrágora estaba la Veratrum, aquella planta cuya flor era idéntica a sus hojas; metió la mano en la maceta y sintió el tacto cálido de aquella tierra de origen incierto que le mostraba el camino de vuelta

hacia sus propios recuerdos. Había encontrado la llave. Al entrar en la cabaña, no tardó en encontrar el espejo. Estaba en la sala principal cubierto por una manta llena de hollín, mezcla de olvido y sueños rotos. Lo descubrió y se posó ante él; de pronto, un idílico paisaje lo hizo sonreír; un bello prado verde con un cielo azul iluminado bordeaba sus pupilas, podía contemplarse así mismo, caminando de la mano de una bella mujer. Pudo haber jurado que era la niña con la que alguna vez jugó a las cartas en su infancia. El bucólico paisaje transmitía una paz que, de tan ecuánime, por momentos lo hacía sentirse parte de ella, le recordaba aquella inconsciencia de la que hace poco había despertado, se miraba a sí mismo inmensamente feliz. De pronto el paisaje cambió, caminaba solo por un paraje solitario con una serpiente al cuello; al siguiente instante la serpiente desaparecía, pero podía sen165


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tir en su cuello una mordida, sentía cómo un líquido afrutado y extremadamente dulce recorría lenta y rasposamente sus venas; en un abrir y cerrar de ojos, daba tumbos alrededor de la orilla de un pantano, no tenía control de sí, momentos después había caído en aquel fango que lo absorbía lentamente. El espejo se puso en gris, comenzó a parpadear de manera intermitente, reflejos iluminados cegaban a Smith sin que pudiera evitarlo. La siguiente imagen que mostró fueron las semanas que pasó en cama; se miraba a sí mismo retorciéndose entre altas fiebres que le provocaron delirios y pesadillas. Recordó aquellas noches agitadas de sudores fríos cuando abandonaba la cama para sentarse en un rincón oscuro en el que podía pasar horas completas sin pensar en nada; miraba cómo poco a poco su cuerpo se secaba, su mirada perdía el brillo; el recuerdo del dolor que mostraba el espejo le producía espasmos en los músculos. Una anciana de cara tierna y mirada en blanco leía en voz alta las páginas de un grimorio de pastas verdes, un pequeño grupo de niñas sin rostro canta-

ban una canción desconocida parecida a las que se cantan en las iglesias, pero en un lenguaje ininteligible. Su cuerpo yacía inerte sobre un prado de muérdagos marchitos custodiado por un par de Veratrum muertas que descansaban sobre su pecho. Entonces comprendió que así fue como habían salvado su alma. El espejo tomaba un profundo color negro para después regresar a su color original; aquella luna se había convertido en una superficie rugosa y áspera, no podían verse más reflejos a través de él, habían desaparecido. Un chillido sordo lo despertó, no sabía cuánto tiempo había pasado, estaba sentado en un rincón y tenía las manos sobre su cabeza; a su lado yacía un marco rodeando un lienzo de tela en blanco, eran los restos del cuadro de la cabaña. Algo lo impulsó a mirar por la ventana: la imagen de un arlequín con una niña tomada de la mano caminando por la acera se desvanecía detrás de un ocaso gris. Fue entonces cuando Smith cayó en cuenta de que había vuelto a nacer. Ahora él decidiría si quería que el nacimiento fuera cesárea o parto.

Armando Cervantes (México) Blog: traeum-suess.blogspot.mx 166


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Nata

José A.

García Mis pasos abrirían caminos que solamente la abuela y yo conocíamos...

HABER CRECIDO EN LOS OCHENTA tuvo sus ventajas. Es cierto que son pocas pero es de lo que uno puede seguir vanagloriándose en cualquier conversación de ocasión. Tener cinco años en 1989 sin que nadie esté sacándote fotos todo el tiempo y que tus miserias cotidianas no aparezcan publicadas en ninguna red social, es un alivio. Y la alegría de saber que cada tarde podemos ver el Batman de Adam West corriendo por las calles de la colorida ciudad Gótica, por el canal nueve, es

otro de sus alicientes que podría numerar junto con unos pocos, pero creo que ya se comprende la idea. De esa época recuerdo, también, a la abuela, viviendo en la vieja casona sobre Avenida Libertador; construcción que ya no existe, como muchos de los antiguos solares que ocupaban esa calle, cuando el barrio no había crecido tanto y las calles de empedrado tenían un sabor especial a juegos durante la hora de la siesta. Una casona que, a mis ojos infantiles, parecía un palacio de infinitas 167


El Callejón de las Once Esquinas

habitaciones vacías, como los misteriosos lugares de los cuentos llenos de fantasía, con una leve cortina de polvillo en el aire y la certeza de que nadie había penetrado en ellas en mucho tiempo, que mis pasos abrirían caminos que solamente la abuela y yo conocíamos. Sabía que, desde el tres de enero hasta el último día de febrero, cualquier cosa que se me ocurriera pedir, hacer, ver, decir, comer, romper y otros verbos similares, ella lo cumpliría, logrando que «Si se lo pido a la abuela, ella lo hace» fuera la frase que más repetía en el crudo marzo del regreso a la realidad de mi otra casa, la verdadera, la de mis padres, de la que aún ignoraba que podía escapar. De la que, sin embargo, nunca me iría por razones tan egoístas (al menos eso es lo que creía). —Andate a vivir con ella —era la escueta e invariable respuesta que recibía de mis padres en esos momentos de rebeldía; tanto de día como de noche, los domingos antes de prepararme para la escuela o los viernes cuando las clases se terminaban dejando todo ese tiempo libre de los fines de semana en los que poco tenía para hacer más allá de esperar a que fuera lunes nuevamente y volver a ver a mis compañeros. Nunca lo habría hecho, nunca me hubiera ido a vivir digamos, definitivamente, con la abuela. Nuestra relación era exclusivamente durante el verano, las vainillas y la leche chocolatada de cada tarde, la televisión en blanco y negro para jugar a adivinar los colores y correr por las calles del bajo a la par de los chicos del barrio que en cada verano volvía a conocer. Hacíamos las cosas típicas de la temporada estival, visitamos cada heladería cercana a la casona, las que tenían nombres propios, el de los heladeros, según mi abuela, y nombres de fantasía, de lugares u otras cosas. Recorrimos todas las heladerías de San Fernando, al me168

nos así lo creía en ese entonces, porque estoy seguro que ni siquiera conozco la mayoría de las que existen hoy en día. Y tenía mi favorita, por supuesto; el único lugar donde preparaban helado de sabor a turrón navideño durante todo el verano. Sé que parece una tontería, y que incluso puede muy bien serlo si tenemos en cuenta las cadenas de heladerías y los miles de sabores que proponen, pero me gustaba, era sabroso, de una manera que nunca he vuelto a sentir desde ese entonces y no creo que ello se deba a que mis gustos hayan cambiado tanto. Sé que estoy idealizando una situación de mi infancia, que la mayor parte de los adultos lo hacemos cuando nos percatamos de lo incapaces que somos para regresar a ese pasado idílico; pero podía tomar helado hasta sentir que se me congelaba el cerebro o hasta que me doliera el estómago, lo que sucediera primero, que al día siguiente sería igualmente feliz porque podía repetir cuanto había hecho sin que nadie me dijera lo contrario. Sin que la edad, ni las responsabilidades, fueran un impedimento. Si me detengo a pensarlo, hubiera podido vivir con la abuela, como decían mis padres cuando me encaprichaba con lo que no podían darme. Sé que lo hubiera pasado bien, porque cualquier cosa que ella hiciera era para que me sintiera cómodo y acompañado en esa casa tan extraña, tan cargada de recuerdos, tan llena de pasado. Le gustaba hablar y como en esa época la televisión se terminaba porque no transmitía toda la noche, sentía que la dejaba hablar porque me gustaba escucharla, lo cual puede ser que sea cierto en parte, pero también era porque allí no había nadie más con quien hacerlo. Era su única visita, se pasaba la mayor parte del tiempo hablando de gente que ya no estaba, que se había ido definitivamente, nunca de gente que la hubiera ido a ver, a visitarla


Número 6

o siquiera a llevarle una caja de alfajores de recuerdo de las vacaciones, nada. Ella siempre estaba sola cuando llegaba en enero, y así se quedaba cuando me iba. Cocinaba de una manera espectacular, aun cuando casi todos sus enseres fueran viejos y magullados; las ollas abolladas y un viejo jarro enlozado que ni caso tenía intentar lavarlo. Eso sin hablar de la pava en la que calentaba el agua para los mates que tomaba cada mañana, una bola negra de tizne que sólo ella se atrevía a utilizar. La veo sentada en su silla de mimbre, con el respaldo vencido hacia un costado pero con las patas lo suficientemente firmes para aguantar el peso de su cuerpo, el mate amargo en una mano y la pava en la otra, nada más, mirando el escaso

tránsito del verano cruzar San Fernando de norte a sur, lento y pesado como el calor de esos días, sobre el añejo empedrado. La quería, a mi infantil manera. Sí, hubiera podido ir a vivir con ella en su casona, pero el solo pensar en pasar el invierno allí, sabiendo que usaría el colador agujereado para colar la leche caliente, era más que suficiente para desistir de mi idea, para abandonar cualquier capricho y quedarme en la casa de mis padres donde, al menos, teníamos un colador nuevo y nunca vería restos de nata flotando en el borde de la taza. Claro que, la abuela, no tenía por qué saber todo esto, como, estoy seguro, nunca lo hizo.

José A. García (Argentina) Web: www.proyectoazucar.com.ar 169


El Callejรณn de las Once Esquinas

La palabra del cronista Patricia

Richmond Pasaba las horas estudiando mapas y cartas marinas...

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FINJO SER UN FANTASMA. Eso me permite deambular por todas las estancias sin que nadie repare en mí. Les veo entrar y salir con caras sombrías, escucho sus conversaciones entrecortadas y espío los temores que invaden sus sueños. Así he sabido que se avecina una guerra, que los hombres quieren vengar a la princesa. Limpian las armas, planean emboscadas, prometen recompensas… Mientras, las mujeres llenan la despensa, preparan el ajuar de los soldados, lloran y rezan por el alma de la niña muerta. La sala de juegos está cerrada. Sólo yo arropo a las muñecas en sus camitas y les canto para que no tengan miedo de la caracola que les susurra desde el alféizar de la ventana, donde ella la dejó. Ella… Era tan hermosa como el trino del ruiseñor, su pelo tenía el brillo del sol y su piel de nácar hacía palidecer de envidia a la luna. Aunque aún era muy joven, la pretendían los príncipes de los cuatros reinos y ella se reía de todos, sin hacerles caso, porque quería ser navegante. Pasaba las horas estudiando mapas y cartas marinas, soñando con los lugares que recorrería y las aventuras que le esperaban. Su padre, el rey, enternecido por el carácter intrépido de su hija, quiso regalarle el murmullo del mar para que acunara sus sueños y mandó buscar una caracola. No fue fácil encontrar una tan lejos de la costa; el príncipe del Reino Perdido descubrió una en un desván olvidado de su castillo y se la envió. Se convirtió en su tesoro más preciado. Pasaba tanto tiempo escuchándola

Ilustración: Howard Pyle.

que, sin darse cuenta, aprendió el lenguaje secreto de las olas. Pero no eran las del mar, como creían todos, sino las del tiempo, que aprisionaban al temible señor de un reino prohibido y enterrado hacía cientos de años. Él le prometió que le mostraría las maravillas de su tierra sepultada y ella se dejó seducir por su voz de terciopelo. Preparó en secreto su viaje y una noche sin luna abrió la ventana, subió al alféizar y se lanzó hacia los brazos de un viento que se ofreció a guiarla a través de las rendijas del tiempo. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo inerte flotando sobre las aguas del foso. Nadie sabe la verdad y echan la culpa al Reino Perdido por haber enviado el objeto maldito que la trastornó. Yo la amaba, como todos. Nunca supe si me quería, aunque me enseñó a escribir y eso tiene que significar algo. Me prometió que me llevaría en todos sus viajes y me pidió que fuera el cronista de sus aventuras. Le aseguré que la acompañaría hasta el fin del mundo y que daría por ella hasta mi última palabra. Lo único que puedo contar es que aquella noche salté tras ella, que el viento que se la llevaba me empujó y que se me escurrió entre los dedos. Dicen que de ese viaje no se regresa, pero yo dedico todas mis horas a escuchar los murmullos de la caracola, atento a cualquier señal, preparado para abrir la ventana en cuanto ella decida volver. Sólo entonces terminaré esta crónica y podré escribir mi última palabra, la que llevo guardando para ella toda la eternidad: juntos.

Patricia Richmond (España) Blog: patriciarichmond.blogspot.com 171


El Callejón de las Once Esquinas

Glorieta de cunchillos Relatos ganadores de la edición 2018 de los Certámenes Literarios convocados por la A.V. "Virgen del Pilar" y BlogCunchillos

Categoría microCunchillos

LA MISIÓN Miguel nunca ríe ni llora. Es el último niño de Samanes y no tiene con quien jugar, pero siempre está ocupado. Si le preguntan, contesta muy seriecito: «Tengo una misión». A los cinco años plantó siete cipreses; a los diez, labró siete cruces con sus nombres; a los veinte, cavó siete tumbas. Ya en los treinta enterró al último vecino y, de una vez, lloró a todos juntos. Luego cerró la casa y marchó para siempre. Ignacio Fajardo Portera (Zaragoza) Luz Elena Royo García Blog: coderas.blogspot.com.es (Cunchillos)

TIENE QUE SER AMOR Me planto frente al peirón, el que tantas veces rodeé para ir a buscarla. Veo su casa al fondo del Granero. Cada tarde me pregunto el sentido de ponerle nombre al barrio de un minúsculo barrio. Desde aquí la veo a través del toldo, limpiando borrajas ajena a mi presencia. Pero esta no es otra de esas tardes. Estoy helada. Hace meses que no la veo. ¿Qué hago en invierno en Cunchillos?

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Número 6

Categoría microCunchiellos (aragonés)

49cc. Lo tiempo pasa e bell dia d’ixes que te sientes como un catantán, te miras de tornar a escribir. Un nombre atractivo d’archivo de Word, que feba 10 anyos que no ubribas, e ascape paras cuenta perque l’estafurriés. Te hi trobas cosas que tenebas qu’haber dito fa once anyos. La suya mobylette blanca, de Tortoles i Cunchiellos, e tamién, claro, que no me deixaba agarrar-le las tetas quan guiaba. Chuan Carlos Bueno Chueca (Gers, Occitánia - Francia)

SONIADERA EN CONCHIELLOS No sé a ón soi. No m’acuerdo de cosa. Repito os míos 8 apellius y, contino, as cordilleras d’Asia. M’habrán raptau? M’habrán endrogau? Será un chuego macabro? A qué fin? Piensa, hoder, piensa! Agora me’n acuerdo! Son as Fiestas de Conchiellos. Yo yera en a plaza, en a foguera an que os mayordomos ofreixen pastas, lamins y moscatel. De seguro que me i metioron bella cosa. Noto un dido que me truca en a esquena. Me’n torno, y… suena o revel. Hibo, unatra soniadera. Au, a treballar! Cherardo Callejón Mínguez (Zaragoza) 173


El Callejón de las Once Esquinas

IL CAVALIERE Ignacio

Fajardo Lo bueno tiene la costumbre de durar menos que nada... EMERENCIANA FALCÓN no malgastaba nunca sus energías, ya escasas, salvo cuando recordaba a «su» Ceferino. Nadie hubiera podido imaginar que en aquella centenaria de cuerpecillo mínimo y encogidito pudieran habitar tantas espuelas, que era nombrarle al Cefe, despertar con ojillos traviesos y desatarse su lengua olvidada. Entre los habitantes de la residencia de Borja, había material más que de sobra para reescribir la historia del siglo XX, pero de entre todas ellas, las vivencias de «la Meren» destacaban por lo exuberante de su recorrido. Nuestra protagonista nació en Cunchillos el 23 de enero de 1916, día de Santa Emerenciana, un amanecer roto por ese dorondón que rasga las carnes ateridas. Como tantas, hubo de marchar pronto a Zaragoza por buscarse la vida; sirvió en varias casas donde ganó poco y perdió más, y al fin la encontramos arrejuntada con Ceferino, vividor dónde los haya, que lo mismo te daba un concierto que te afinaba un piano. Él la introdujo en el mundillo del artisteo, los cafés cantantes y la vida un poco golfa. Las cosas, por una vez, le iban bien, pero como lo bueno tiene la costumbre de durar menos que nada, hubo de llegar un sábado de julio para reventarlo todo: ilusiones, futuros y vidas. Cada cual se apañó como pudo en aquellos días confusos, pero al Cefe le tenían ganas muchos y en especial un marido cornudo metido a falangista que pretendía saldar viejas cuentas y darle algo más que un escarmiento. Sin embargo, un personaje tan vital y enredador como Ceferino Briones, también tenía amigos —y aún más amigas si cabe—, así que recibió el soplo a tiempo de salir por piernas. Sin otras alternativas decidieron 174


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esconderse en Cunchillos, donde a Meren le quedaba familia. Total, que allí se presentaron, con lo puesto, dos jovencitas medrosas, en busca de amparo y algo de comer. Se me olvidó señalar que Ceferino era de natural muy guapo, con rasgos finos y barbilampiño. Vamos, que tenía «carita de ángel» lo que le vino muy bien para disfrazarse de mujer y escapar sin levantar sospechas. La acogida fue buena, la intención mejor y la tía las mantuvo un tiempo, pero, sabedora del engaño, tuvo miedo —que mucho se fusilaba entonces—y les «sugirió» que se ganasen la vida… en otros lares. Llegó entonces noticia de que en Gallur se acuartelaba tropa para descansar del frente, sobre todo italianos, y que en el Casino de la localidad ribereña necesitaban artistas para entretener al personal… Y así, sin más explicaciones, nos las encontramos debutando tal día como hoy de 1937 rebautizadas con el glorioso nombre artístico de «Las hermanas Arriba» y subtituladas por el memorable eslogan: «Alzando lo mejor de España». Cefe (ahora Pilarín) al piano, y Meren con su «meneíto nacional» levantaban pasiones y otras cosas. Incluso el pendón de Pilarín (antes Cefe), se permitía enseñar un poco más de lo normal y coquetear con el público. Eso le obligaba a soportar las regañinas de Meren —en el fondo algo celosa—, «no te pases, Ceferino, que algún día te han de pillar», pero él sostenía que así las propinas eran mucho más generosas lo que, bien mirado, era cierto. El tropel de pretendientes que asediaban a ambas muchachas era inagotable, pero por su descarada coquetería y su innegable «belleza» se llevaba la palma Pilarín. Sería prolijo describir aquí a tanto zagal enamorado, y tanto macho desbocado, que a veces se las veían y se las deseaban para contenerlos —menos

mal que contaban con la inestimable ayuda del capellán militar, que velaba por la salud moral de la tropa, y algo también por su lascivia, pues manoseaba a Meren más de lo necesario. De entre todos destacaba un capitán italiano de fino bigotito y sombrero emplumado. Muy de opereta, con mucho «fascio redentore» y siempre dispuesto a emular a su Duce —aquel que mereció los versos de D’Anunzio: «Sale el sol, canta el gallo…. Mussolini monta a caballo»— pues bueno, él también quería montar, pero sobre todo a Pilarín (Cefe en la intimidad). Era un verdadero «Cavaliere», de clase alta, educado con lo mejor de la sociedad romana, borracho de ópera y Petrarca. Su estrategia de «conquista» se fundaba en lo sutil: la sugerencia visual, los «detalles» caros y escogidos… y una verborrea interminable, pero cortés. Y tal vez, sólo tal vez, la desvergüenza de Pilarín, o acaso el hambre, o el puro juego que tanto atraía al pícaro Cefe, dieron lugar a que «il capitano Mantoni» se hiciera reales ilusiones. Las imposibilidades físicas de esa relación, tan evidentes para nosotros, no entraban en el paisaje del «innamorato», muy encelado y desconocedor de lo que llevaba entre piernas su «Pilarín», así que la insistencia iba «in crescendo». Cuando el peligro se hizo muy evidente optaron por cortar de raíz las esperanzas del seductor, pero la bruta franqueza maña y los diversos desplantes que le fueron endosando, no hicieron sino incendiar su romántico espíritu, alentando en su caletre empresas más osadas que las simples notitas y los versos cursis. Decidido a consumar sus deseos, pasó a la acción y aprovechando la discreción de la noche, se coló en la fonda donde se alojaban las hermanas, para meterse de rondón en su habitación, a ver qué caía. 175


El Callejón de las Once Esquinas

Ocurre que, cuando las visitas no son anunciadas pueden encontrarse con lo que no esperan, y allí estaban las «hermanitas» en situación más cariñosa de lo razonable, completamente desnudas (más exactamente desnuda y desnudo) y gimiendo de pasión, lo que es muy natural entre jóvenes que se aman, pero demoledor para quien desprecia todo lo que no sea su persona y además cree que sus propias fantasías le otorgan algún derecho sobre el resto como si de botín de guerra se tratase. Golpeado en su hombría, la primera reacción del capitán fue desenfundar la pistola —furioso por unos cuernos que en el fondo no eran tales— y amenazar a los amantes con las penas del infierno. Como en las malas películas, hubo un tiempo detenido donde todos se miraron sin acertar a entender cómo seguía la historia. Debieron ser esos segundos eternos los que devolvieron cierta claridad al engañado, porque en su imaginación anidaron escenas de futuras burlas que sepultaban su fama de Don Juan y cosas peores. Y aun siendo evidente lo evidente ni Mantoni ni su virilidad podían admitir tal bochorno, ni pasar por haberse enamorado de un hombre (por más que fuese guapo), y tan ridículo se descubrió reflejado en la angustiosa mirada de la parejita y tanta era la necesidad de ocultar al mundo su sonrojo que en su confuso razonar se abrió un ápice de sensatez y, milagrosamente, el dedo crispado sobre el gatillo recibió esa orden que divide, en milésimas de segundo, la vida de la muerte y se contuvo. Con lo poco que le restaba de lucidez decidió creer lo imposible, e imaginar, acaso sinceramente, que lo que tenía ante sí, era una escena de puro lesbianismo, un destello de ese amor prohibido y secreto para tantos. Eso tranquilizaba su masculinidad herida y justificaba su fracaso como seductor. Roto el hechizo, guardó el arma, farfulló una disculpa, y 176

salió de la alcoba disparado por su vergüenza. En la fonda hubo revuelo, pero como todo fue tan rápido y las sombras protegían del escándalo —más aceptable en tiempos de guerra— enseguida reinó la tranquilidad. Al día siguiente, Meren y Cefe (otra vez Pilarín), acudieron al Casino acongojadas, pero todo transcurrió con pasmosa normalidad. Al capitán no le volvieron a ver ni nada se comentó de él. Poco tiempo después apareció en el camerino un sobre con un salvoconducto que les permitía llegar a Vigo y un cheque generoso con una recomendación para que se les facilitase el embarque en el primer buque que partiese para América —«Cuanto más lejos mejor para todos»—, explicaba una nota sin firma… «… así escapamos de aquella España deshecha, para empezar otra vida en Cuba…» y al llegar a este punto del relato, nuestra Meren siempre se queda dormidita de puro agotamiento.

Ignacio Fajardo Portera (España) Blog: coderas.blogspot.com.es


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CAMINO DE LAS TORRES La esquina de los libros de autoedición

RELATOS PARA RATOS Isidro Moreno Carrascosa Relatos para ratos es la primera antología de cuentos de Isidro Moreno, un autor al que conoce-

mos bien en El Callejón de las Once Esquinas. Saber que había editado una colección de relatos nos dio una gran alegría y corrimos a comprar su libro, seguros de que no podía decepcionarnos. Y así ha sido. Isidro escribe tal y como es: un tipo observador, divertido, sagaz, socarrón (como buen manchego) y que escribe con la elegancia propia del que ha leído y escrito mucho. Ese dominio del lenguaje y su gusto por la minificción confieren un estilo propio a los relatos incluidos en este volumen. Son textos breves y concisos, de mayor o menor extensión, la justa y precisa que necesita para contarnos lo que su mirada capta por los rincones de la realidad y su imaginación transforma en narraciones sorprendentes. Leer a Isidro Moreno obliga al lector a dar un paso, a creer que lo extraño y lo maravilloso pueden convivir en el mismo mundo que nos cobija. Solo hay que saber mirar desde el ángulo correcto, tal como nos muestra este autor en sus cuentos. Vida cotidiana, personajes históricos o literarios, todo puede ser contado desde una perspectiva inusual que nos hará, inevitablemente, disfrutar de su fantasía e, incluso, muchas veces, contemplar de otra forma lo que nos rodea. Relatos para ratos es un libro para leer poco a poco, sin prisa, que hay que paladear antes de descubrir su terrible defecto, lo único que nos defraudará: que termina. Sí, al llegar a la última página sentirás un vacío y te harás la misma pregunta que nosotros. Isidro, ¿para cuándo el siguiente? 177


El Callejón de las Once Esquinas

¿Una hermosa amistad? SENTADOS a dos metros de distancia, al borde del pretil del puente y con los pies colgando, el policía experto en negociaciones trataba de ganarse la amistad de la joven que mantenía la mirada perdida en el riachuelo, muchos metros más abajo. Él sabía que era cuestión de tiempo y paciencia, sin atosigamientos policiales ni acumulaciones de gente. A una distancia prudencial, el comisario jefe observaba la escena tras sus prismáticos, esperando que la capacidad de disuasión de su compañero, diera fin a la larga y angustiosa espera. Otro agente, en tono hilarante, repetía la conocida frase de Casablanca «Presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad». Policía y suicida parecían charlar y reír distendidamente mientras se mostraban vídeos en sus móviles. Tras unos momentos de charla, aún sobre el pretil, ambos acercaron sus cuerpos, se dieron la mano, se miraron fijamente a los ojos, se besaron de forma fugaz, desataron sus manos y miraron al abismo. Después, un ligero impulso y su cuerpo se precipitó al vacío. Solo una mano crispada que apenas rozó la ropa, pretendió sujetar el cuerpo de aquel policía que le intentó salvar la vida. En su pantalla del teléfono móvil, Humphrey Bogart y el capitán Louis Renault se alejaban bajo la niebla del aeropuerto de Casablanca. Nadie esperaba aquel final.

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Puntos de venta para-ratos/ 178


P a rt i c i p a en n u es t ra p rĂł x i m a c o n v o c a t o ri a

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