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EL NARRATORIO
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íNDICE juan y la linterna silencio que abraza los nuevos habitantes
Luciano doti
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fabiana duarte 8 santiago hamelau 13
certamen mónica altomari
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encuentros ad infinitum Carlos Saldivar ROSAs 25 LA NOCHE DEL TEMPORAL ROLANDO JOSÉ DI LORENZO
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JUDITH FEDE MARONGIU 34 EL CUARTO AZUL ANA MARÍA CAILLET BOIS 38 EL BARRENDERO
mARÍA MERCEDES CASTRO 40
capilla blanca patricio peralta r marginados
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nancy aguilar quintero 52
combate jurásico Daniel abrego 57 alba SEbastián cuenca 64 circular damaris gassón pacheco
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DESDE EL ÁRBOL ROJO ANA MARÍA MANCEDA
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COMENZAR JOSÉ LUIS TROCONIS barazarte 78 HUELLAS SOBRE LA ARENA CARLOS M. FEDERICI 80 UNO MÁS UNO IGUAL A MENOS UNO EDGAR ALBERTO VERA GALEANA 87 4
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E
ra la Noche de Brujas o Halloween. Mi sobrino me preguntó acerca del origen de la festividad. Casi le hablo sobre los celtas y el Samhain, pero me pareció más entretenido narrarle la leyenda de Juan y la linterna.
—Juan era un agricultor de calabazas famoso por ser un bebedor de mala vida. Un 31 de octubre a la noche, el Diablo fue a llevarse su alma, entonces Juan le pidió un último deseo: beber una cerveza. Tras beber la cerveza, le manifestó que no tenía dinero para pagar; así que, solicitó al Diablo que se convirtiera en moneda para ello. El Diablo lo hizo, y Juan aprovechó para meterse la moneda en el bolsillo donde también guardaba una cruz. Al quedar prisionero, el Diablo tuvo que prometer no molestar a Juan durante un año, para que éste lo dejara salir. —¿Y qué pasó al año? —preguntó mi sobrino. —Al año volvió con el mismo propósito. Juan le pidió otro último deseo: comer una manzana. El Diablo trepó a un árbol a buscar esa manzana, y Juan aprovechó para tallar una cruz en el tronco. El Diablo, nuevamente prisionero, esa vez debió prometer no buscar nunca más a Juan. —¿Y qué le ocurrió a Juan? —inquirió con la curiosidad que caracteriza a los niños. —Cuando murió, Juan fue al Cielo, pero allí fue rechazado por sus muchos pecados; bajó al Infierno, donde el Diablo se negó a recibirlo, lanzándole llamaradas de fuego que Juan atrapó con una de las 6
calabazas que solía cosechar, convirtiéndola en una suerte de linterna. Con la luz de esa linterna escapó hasta llegar a un descampado en medio de un bosque, en el cual por ser viernes se celebraba un aquelarre de brujas. Esas hechiceras supieron enseguida lo que había logrado hacer con el Diablo, y lo acogieron en el seno de su grupo. Aquella noche de Halloween, una vez que mi sobrino se marchó, salí al fondo de casa, donde tengo una higuera. Recordé que a mí de niño me decían que el Diablo se materializaba junto a las higueras. Vi, o creí ver, a un hombre de largo sobretodo negro y chiva. ¿Qué hacía en el fondo de mi casa? Me habló. Me acusó también a mí de ser un bebedor de mala vida. Le dije que no confiaba en que fuese el Diablo, ya que no lo había visto descender de la higuera. Se ofreció a trepar la higuera para cumplir con esa rutina. Yo asentí con la cabeza. Cuando estuvo arriba, tallé una cruz en el tronco y regresé adentro. No sé si conocer la leyenda de Juan y la linterna me salvó la vida. Ni siquiera sé si todo eso fue real. Pero al día de hoy, la cruz tallada en el tronco de la higuera sigue ahí.
LUCIANO DOTI
Argentina Página Web: http://lucianodoti.blogspot.com Twitter: @Luciano_Doti 7
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H
elena se desliza en el aire, plácida. Atraviesa un bosque de eucaliptos. Oye el rumor de las hojas sacudidas por la brisa. Puede sentir el aroma a mentol de los árboles. Pasa tan cerca de ellos que su cuerpo es acariciado
por ramas, que parecen manos. Un crepitar creciente de sonidos nocturnos la rodea. Se posa en una rama, se sienta contra el tronco. Tantea con sus manos los nudos y grietas en la madera. Apoya segura el dorso. Se queda inmóvil. Expectante. Como en un rapto, el silencio la abraza. El despertador la saca de su ensueño, la perturba. Le toma unos minutos acomodar la mente a los sonidos del día. Abre los ojos, respira lento. El silencio absoluto solo es posible en sus sueños. Se sienta en la cama, bosteza. Baja los pies al piso, busca con ellos las pantuflas. Toma la bata kimono que dejó sobre la cama. La seda sobre su piel la reconforta. Se levanta y se dirige al baño. Escucha a su asistente preparando el desayuno en la cocina. Café con leche, tostadas, jugo de naranjas y cereales. —Buenos días, Yenny… ¿Cambiaste la marca del café?—dice Helena mientras olfatea un aroma diferente, dulzón. Se acomoda en la mesa de la cocina. —Buenos días, Helena… Sí, no conseguí el mismo de siempre. —Huele bien. 9
Luego del desayuno, Yenny la ayuda con el baño. Elije la ropa del día. La viste. Le organiza la agenda. Helena todavía no se acostumbra a tener una asistente. Pero su madre no la hubiese dejado irse a vivir sola si no aceptaba una. —Te grabé los temas que me pediste en el Ipod. En la mesada te dejo la comida, solo tenés que ponerla en el microondas. Hoy martes: clases de danzas a las cuatro. Tenés todo preparado en la mochila. —Gracias, Yenny, nos vemos mañana —dice, socarrona. Cuando la asistente se va, Helena se queda revisando el dispositivo. Se coloca los auriculares, tararea algunas canciones. Improvisa movimientos al compás de la música. Suena la alarma en su reloj pulsera. Se sirve un vaso con agua y se dirige hacia la puerta. Toma su mochila, guarda en ella el Ipod. Busca las llaves colgadas a la derecha del marco. Busca también sus anteojos de sol y el bastón blanco en la repisa al lado de la puerta. Con un movimiento seco lo extiende y sale a la calle. Baja los tres escalones que la dejan en la vereda. Se toma un momento. La primera impresión al salir afuera predispone su humor en el día. Percibe el olor a pasto recién cortado del vecino. Sonríe. Gira a la izquierda y comienza a caminar. Llega a la plaza a unas cuadras de su casa. Se sentará al sol una o dos horas como todas las mañanas. Adora las carcajadas de los niños mientras se hamacan. A veces escucha música o poemas. Por lo general, 10
solo se queda a disfrutar de la compañía volátil de extraños. Casi al mediodía, regresa. Camina por la vereda, concentrada en sus pasos. Oye el ruido del motor de un auto a unos cincuenta metros, se acerca a una velocidad desmesurada. A esta hora, en este barrio. Por instinto Helena se pega a la ligustrina que hace de medianera. El auto frena intempestivamente, las ruedas resbalan unos metros en el asfalto. Helena se hunde entre las verdes y punzantes ramas del ligustro. Escucha una puerta abrirse. Baja alguien… una mujer, de peso ligero, tacos finos. Taconea en el lugar, suena errática. Balbucea palabras inentendibles. Se aleja siete pasos. Se detiene. Un abrir y estrepitoso cerrar de otra puerta. Baja una persona, un hombre. Sus pasos son seguros, pesados. Hay una leve diferencia en el sonido de sus pisadas. Cojea. —¡Vení acá, hija de puta! A dónde te creés que vas… —grazna el hombre. Los pasos del hombre suenan espaciados, enseguida alcanzan los pasos inseguros de ella. La mujer no grita. Implora piedad por lo bajo. Helena siente que forcejean, que la arrastra. Percibe el olor agrio de la sangre. El llanto quebrado. El hombre respira agitado. Le silba el pecho. Una tos enferma, interminable. 11
Helena padece los latidos de su corazón en la garganta. No logra emitir sonido alguno. Estruja con su mano libre una rama de la ligustrina. Escucha nítido un ruido metálico. La mujer gimotea amordazada por algo. Grandes y ásperas garras, imagina Helena. Un estruendo. A Helena le zumban los oídos. Siente que flota como en su sueño. Un repiquetear metálico rebota en la vereda, dos, tres veces. Rueda hasta chocar en su zapato. No puede moverse. Algo pesado cae al piso. Las pisadas asimétricas se acercan. Está ahí, a centímetros. Jadea en su cara. Destila un hedor rancio, penetrante. Helena contiene la respiración. Se sobresalta cuando le quitan los anteojos. El hombre se mueve. Se aleja. Arranca el auto. El sonido del motor se pierde en pocas cuadras. Silencio absoluto.
FABIANA DUARTE
Argentina Facebook: www.facebook.com/fabiana.duarte.522066
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A
driano se instaló cuanto antes en la estancia que acababa de heredar. Provenía de un tío al que nunca conoció. Este hombre, que tenía fama de loco o de violento, había perdido contacto con su familia. El tío misterioso carecía de hijos, de
amigos y de vecinos. Como no hubo nadie más a quien dejar la estancia, el albaceas la escrituró a nombre de Adriano, quien recibió junto con ella una cantidad bastante grande de dinero para mantenerla. Abrumado, Adriano se precipitó a conocer su nueva propiedad. Fue a Retiro, dónde compró un pasaje para el próximo micro que saliera. No compró la vuelta. Terminal 33, decía el papel. Caminó sin prisa, se subió al micro y eligió un asiento del lado de la ventana. Las imágenes se fugaban. Adriano había cerrado los ojos. El aire de campo…, se repetía. Cuando bajó del micro, enfiló hacia el cartel que decía “Las casuarinas”. Abrió la tranquera. Todo el perímetro, hasta donde alcanzaba su ojo desnudo, estaba cercado por álamos. La gran casona se veía al final del camino de entrada. Había grandes extensiones de pasto. Cada tanto, diversos árboles se agrupaban y formaban pequeños simulacros de bosque. Era una pena que la propiedad no tuviese un lago, pero eso hubiera sido pedir mucho a la suerte. Deshizo sus valijas emocionado por la enorme soledad de esa casa. Su quietud tenía algo acogedor, sobre todo para un hombre como él. Cuando abrió los armarios, sin embargo, notó que aún estaban las cosas de su tío. Había trajes, remeras y otros objetos personales. Los vio con asombro y con intriga. Sacó algunas cosas para observarlas a la luz de la 14
ventana. Un traje de lino livianísimo, un sombrero de pana algo viejo, unas bufandas escocesas que olían a naftalina. Puso los objetos sobre la cama para verlos bien, pero éstos le mostraron el aspecto de una enorme desolación. Adriano guardó todo enseguida y cerró el armario. El viento frío de la ventana se acercó a él y le acarició la espalda. El escalofrío le recorrió la espina dorsal y lo hizo temblar como una hoja de papel. El invierno se precipitaba más rápido de lo que le hubiera gustado. Fue a cerrar las láminas de vidrio, pero, antes de llegar al picaporte, se encontró que a lo lejos brillaban de rojo las copas de unos árboles. Salió de la casa y corrió hacia el jardín. Lo que parecía un prodigio no era más que el efecto de unas flores tenues como filamentos que se habían depositado también sobre el pasto. El color era impresionante, como los mantos de los obispos. Por curiosidad, buscó entre los libros del living el nombre de esos árboles. Haciendo esto se dio cuenta de que su tío tenía una biblioteca enorme y muy bien abastecida. Dividida por literatura, abarcaba gran cantidad
de
clásicos
y
en
varias
lenguas.
Las
ediciones
y
encuadernaciones eran por lo general de cuero y bastante antiguas, más viejas que su tío incluso. Asombrado, siguió paseando la mirada hasta dar con un manual de botánica. Los árboles, al final, se llamaban casuarinas. No fue muy asombroso el hallazgo, como sí lo fue la biblioteca y, para su sorpresa, encontró algo mucho más valioso: cuadernos en blanco. Tomó uno y se lo llevó. 15
Comenzó a utilizarlo para anotaciones banales sobre su nueva vida. Tenía un ojo preciso. Podía describir al detalle la voluta de una silla o las vetas del mármol. Los efectos de la luz al amanecer o al atardecer ocupaban gran parte de sus notas. Por otro lado, se dedicaba a relatar, día a día, sus quehaceres sin importar que se estuviese repitiendo continuamente. Cada vez que comía, que lavaba el piso, que iba al baño, todo lo relataba en su letra diminuta. La biblioteca lo abastecía de una cantidad grande de volúmenes para su segunda actividad: la lectura. Conforme iba leyendo, resumía los argumentos en su cuaderno. Al ojo observador de Adriano no se le escapó el portento de la estancia: las casuarinas se multiplicaban. Una mañana se levantó y observó que la vista de su ventana contaba con un árbol extra. Contó y dibujó los arboles para volver a compararlos a la mañana siguiente. Así fue como se dio cuenta de que los árboles se reproducían. El milagro no le produjo el mayor asombro, aunque sí un súbito interés de científico. Comenzó a investigar por qué se podría producir semejante fenómeno. Leyó los libros de biología sobre las casuarinas y estudió su composición celular y la estructura de sus tejidos. Analizó las flores y las raíces. Comparaba lo que aprendía en los libros con lo que veía en su patio, pero nada le parecía anómalo. Suponiendo que el portento podía deberse al suelo más que a los árboles plantó casuarinas en otras partes de la propiedad, y otras variedades de árboles donde primero se había manifestado el fenómeno de la multiplicación. Encontró que su hipótesis 16
era incorrecta. Las casuarinas prosperaban en cualquier suelo, mientras que las otras clases de árboles morían en poco tiempo como si aquellas les arrebataran todos los nutrientes del suelo para acelerar su crecimiento. Un espíritu experimental se apoderó de Adriano con la fuerza de una pasión que hacía tiempo no conocía. Continuó testeando las propiedades de los árboles y midiendo los ritmos de crecimiento y desarrollo. Tomaba muestras de cuanto se le ocurría para reducir el milagro a una sola variable. El fracaso apenas lo detenía, que ya inmediatamente otra suposición le permitía seguir camino. En el ático de la casa, encontró un machete. Recordó cómo la hidra de Hércules crecía con mayor rapidez cuando se le cortaban las cabezas. Quiso probar si a las casuarinas se les aplicaría la misma lógica. Se puso a talar los árboles y probó a ver si de los troncos amputados, nacía una nueva planta. A la mañana siguiente, vio confirmada su hipótesis y hasta redoblada, porque de las astillas y la madera también surgieron pequeños arbolitos. El interés por las casuarinas, no obstante, fue disminuyendo, porque no había nada de especial acerca de ellas. Era un milagro inservible, sin propósito. Adriano siguió llevando su vida retirada, absorbido por sus libros y su diario. Cada tanto pensaba en las casuarinas multiplicándose y poblando el jardín. A la larga, los árboles harían de su propiedad un bosque y una gran muralla natural separaría su casa del mundo exterior. 17
Una mañana estaba describiendo cómo limpiar adecuadamente su cocina. En su cuaderno, iba enumerando las instrucciones a seguir, hasta que lo detuvieron unos susurros que venían del living. Se sobresaltó. Dejó todo y caminó lentamente hacia la puerta. La abrió. No había nadie en el living y los murmullos habían cesado. Unos días luego, estaba leyendo en un sillón. Se acomodó frente al hogar arropado entre mantas de lana. Pudo leer apenas unas páginas cuando oyó el sonido de algo golpeando un cristal. Miró hacia la ventana pero de nuevo no había nadie. Estos eventos se repitieron algunas veces más y comenzaron a alertarlo. Recién a la semana pudo descubrir que el milagro de las casuarinas no era tan inocuo como lo suponía. Cuando se despertó y miró por la ventana, no podía ver lugar en la estancia que no estuviera cubierto de árboles. Entre las ramas de los árboles, corriendo y esquivando los troncos, vio una silueta sin rostro. No estaba solo. ¿Quiénes eran los nuevos habitantes? A partir de aquí, Adriano no pudo hacer nada dentro de su casa sin sentirse observado. Detrás de cada puerta, a la vuelta de cada esquina, se imaginaba topándose con una criatura extraña, con un hombre monstruoso o una mujer vagabunda. La imaginación hacía que estos nuevos habitantes tomaran cualquier forma. ¿De dónde habían surgido? Era evidente que habían venido con las casuarinas. Quizás vivían en las copas de los árboles. Pero si era así, ¿por qué no los vio antes? Puede que se hubiesen gestado en las alturas 18
o en algún lugar recóndito del bosque y que solo ahora hubiesen despertado. El punto más crucial era por qué venían a espiarlo. Qué buscaban. Adriano enumeró minuciosamente posibilidades para responder a esta pregunta en su cuaderno. La lista comprendía de la amable bienvenida al asesinato. Una mañana de sol abrió la puerta y respiró hondo el aire fresco. A lo lejos, vio una figura negra que se movía a gran velocidad de izquierda a derecha entre los troncos. Prestó atención. El bosque estaba en silencio. De repente, la vio de nuevo correr en dirección opuesta. Salió a correrla. Se metió entre las casuarinas, con el corazón palpitante. Quería a toda costa saber la identidad de los individuos que lo habían estado vigilando. Evidentemente quería ser perseguida. Adriano corría con todas sus fuerzas. Perdía a su compañera de juego por momentos y la reencontraba. La silueta desaparecía y volvía a reaparecer en lugares muy distantes uno del otro, su velocidad era prodigiosa. De pronto, Adriano se dio cuenta de que eran dos individuos. Siguió corriéndolos. Más se adentraba en el bosque y menos luz tenía. A distancias regulares comenzaron a verse ases negros desplazándose de un lado para el otro. Adriano se había adentrado en la morada de las criaturas del bosque. Para cualquier lado que viera, a Adriano lo cercaban individuos que lo encerraban por todos lados. No podía ver cómo eran porque todos se movían. Apenas si percibía hilos negros que lo iban cercando. La anterior 19
euforia se trastocรณ en miedo y Adriano atacado por la taquicardia, se desmayรณ. Al despertarse, se encontrรณ en la puerta de su casa, afuera del copioso bosque.
Santiago Hamelau
Argentina Pรกgina Web: http://enlaforjademialma.blogspot.com.ar
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M
i madre está sentada en una banqueta demasiado chica para su enorme trasero. Mi hermanita Hillary está de pie, mamá la tiene atrapada entre sus piernas y le riza el cabello platino sin piedad.
Hillary
frunce
el entrecejo, suspira
caprichosa,
llorisquea. Alrededor todo es un caos. Un viejo con peluquín rojizo se pasea por los camarines, mira de reojo a las pequeñas participantes en ropa interior y grita: «En veinte largamos». Mamá, nerviosa, ojea el reloj y se apresura con el peinado de Hillary, le alcanzo la corona llena de flores blancas unidas con alambre. Mi hermana se queja cuando se la fija con horquillas. Mamá la ignora, su mirada sigue a un vestido azul que lleva en una percha una mujer que pasa. «Ma, ¿Lo viste? —le dice a mi abuela— es mejor que el nuestro». La abuela lo observa «Te dije que le pusieras tules». Mamá la mira con disgusto y la abuela le devuelve la mirada con aires de superioridad. Las dos se parecen, por lo menos de cuerpo, tienen brazos y piernas macizas, panzas que parecen de embarazo, rulos rubios de agua oxigenada. «Siempre ganabas con los vestidos que yo te hacía» agrega la abuela y yo imagino a "Miss belleza infantil 1975" sepultada dentro del cuerpo de mamá, ahogándose. Ahora maquillan a Hillary, le ponen en la cara un líquido que la deja blanca, como si estuviera muerta. Después le aplican rubor rosado en las mejillas, sombra en los ojos y lápiz labial. Mi hermana ya no llora, las deja hacer pero repite una y otra vez la misma frase: «Tengo hambre». Yo le doy una barrita de chocolate, pero mamá me corre la mano «¡No! que se ensucia los dientes». Hillary me mira con ojos de perro triste. «Apenas 22
termina el desfile te la doy», la consuelo. Le ponen el vestido rosado, mamá la mira ilusionada. «Mi niñita, estás hermosa, vas a ganar el certamen». Hillary le sonríe no muy convencida. El viejo del peluquín pasa de nuevo, dice «Vamos que en cinco empezamos». Madres y niñas se dirigen al escenario. Mi hermanita es la número cinco, desfila con gracia y contesta correctamente a las preguntas del jurado. Mamá está hinchada de orgullo, yo también. No siento celos, a pesar de que me hubiera gustado mucho desfilar, pero tengo los ojos torcidos, no hay misses con ojos torcidos. Mamá dice que lo mío no es la belleza, que yo de seguro voy a ser doctora o maestra. Volvemos velozmente al camarín. Mamá le quita el vestido y la corona, le calza un traje de baño rosa brillante, la abuela le trenza los bucles. De nuevo al escenario para la segunda pasada, esta vez Hillary tropieza y se cae, la gente se ríe y mamá se pone roja de furia. «Adiós al premio» dice la abuela. Hillary me mira y yo la miro a mamá, sacó la barra de chocolate. «¿Se la puedo dar ahora?». «Después del veredicto», dice. Nos quedamos con las otras participantes y sus madres entre bambalinas, nadie habla con nadie, son como ejércitos rivales, se miden las unas a las otras, especulan acerca de quién va a ganar. Pasados unos minutos eternos el conductor las convoca, entran al escenario, se ponen frente a la cámara, sonríen fingido. Se anuncian los premios menores: miss simpatía, miss talento, tercera, segunda y primera princesa. La esperanza de que Hillary gane crece entre nosotros y se infla como un globo que revienta cuando la de vestido azul de tules se convierte en "Miss belleza infantil 2005". 23
Nos volvemos a casa. Mamá y la abuela van en los asientos delanteros de la camioneta, hacen cuentas, hay que comprar más telas, más tules, hay que hacerle ortodoncia, depilarle las cejas, pagarle una profesora de canto. Hay que apurarse, cuando cumpla diez se termina todo. Hillary que viaja conmigo en el asiento trasero no las escucha, se deshace las trenzas, extiende su mano de uñas pintadas y me sonríe pícara. Yo a escondidas y en silencio le doy otra barrita de chocolate.
MÓNICA ALTOMARI
Argentina Twitter: http://twitter.com/MonicaAltomari
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N
os conocimos cuando éramos adolescentes. Mejor dicho, Emma, nos encontramos: tú salías de tu colegio y yo, del mío; era el último día de clases, no conversamos mucho, quedamos para vernos al día siguiente. Salimos de
forma amistosa y decidimos en esa primera cita que no teníamos nada en común. No obstante, a los pocos días nos vimos de nuevo, en un parque cercano. Nos saludamos y cada quien continuó su ruta. Después nos topamos en la playa, en el centro comercial y en un restaurante, fue un verano muy extraño y se pondría aún más insólito al término de este. Nos vimos luego en la universidad, seguíamos la misma carrera, en la misma aula. Sobrellevamos esa etapa con la mayor tranquilidad posible. Sin embargo, nuestros caminos se juntaron otra vez: en el trabajo, laborábamos en la misma empresa, en oficinas anexas. La situación se tornó irreal, nos cruzábamos casi a diario: en la hora de almuerzo, en la calle, en los pasillos de nuestras residencias, pues nos instalamos (sin quererlo ambos) en el mismo edificio, en apartamentos contiguos. De nada servía que cambiáramos de domicilio, siempre llegábamos a los mismos alquileres: un pequeño cuarto rentado era
lo
máximo
que
podíamos
pagar,
y
nuestras
circunstancias
económicas nos impedían radicar fuera de Lima. Con los años, nuestros encuentros se hicieron más comunes, todos los días, a cualquier hora. Cambiamos de residencia, de centro de labores, ahorramos dinero, nos fuimos de paseo a otras ciudades, a otros países, pero siempre apareces, y yo siempre surjo ante ti. 26
No, no puedo amarte, Emma, no quiero amarte; y tú tampoco estás interesada en mí. No estamos hechos ni siquiera para ser amigos. Es más, peleamos mucho, nos despreciamos, las discusiones cotidianas guían nuestras existencias. Ya hemos comenzado a hacernos daño psicológico, y sé que en algún momento quebraremos la barrera de la no agresión física. Mis pensamientos se nublan a menudo, imagino que todo es una alucinación, una mala jugada de mis sentidos. No es así; eres real, tan real como la desesperación que me invade. No recuerdo qué día es hoy, solo sé que es de madrugada y estás durmiendo: te observo con ira, por ratos te mueves, como si un malestar te atosigara, debes de tener pesadillas, has de estar soñando conmigo. No sé cómo he acabado en tu recámara, suele pasar de este modo. Me retiro, me dirijo a tu sala. Desde hace tiempo entras a mi vivienda, o yo a la tuya, sin permiso del otro, ya estamos acostumbrados a encontrarnos de súbito, a veces frente a frente. Me quedo; si voy a mi casa, tú irías a esta y nos hallaríamos en una situación similar. Prendo un par de luces, entro a tu cocina, cojo un cuchillo y me muevo en la mediana luminosidad. Pienso cuál será mi siguiente paso: es tiempo de poner fin a esto. ¿Si lo hago en serio se terminará? Quiero hacerlo, mas no puedo; no soy un asesino. Regreso al sofá y duermo, con algo de temor, porque muchas veces tú también te has colado en mis sueños. 27
Al amanecer, salgo de tu casa. Voy a la calle y camino sin rumbo. Cuando despiertes, al no verme, sentirás una tranquilidad momentánea, aunque tal paz será ilusoria. Antes de que termine este día nos toparemos de nuevo. Al menos aprendimos a llorar juntos.
CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS
Perú Páginas web: www.fanzineelhorla.blogspot.com www.minusculoalcubo.blogspot.com Facebook: http://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas
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S
abino andaba por la calle de tierra mojada que lo llevaría a la avenida, como si no le importara la distancia que había superado ni la que le faltaba para llegar. Estaba inmerso en sus pensamientos, no veía lo que pasaba a su alrededor, ni lo
que había andado desde que había salido de su casa. Estaba atormentado por los recuerdos y horrorizado por sus presentimientos. Llegó por fin a la avenida arbolada sacudida por el viento, sin darse cuenta pisaba con fuerza, salpicando el agua acumulada por las lluvias recientes. El cigarrillo que colgaba de sus labios estaba apagado y se movía al ritmo de sus pasos. Sentía mucho frío, las solapas del impermeable levantadas, no alcanzaban para proteger su cuello del viento helado y húmedo. Pero tenía que seguir andando, no faltaba mucho, terminaría de recorrer la avenida y luego seguían las oscuras y fatales cinco últimas cuadras a la derecha, que estarían llenas de barro y pastos mojados. Se cruzó con otros que andaban como zombis en la inclemente noche de invierno, apurados por llegar a un lugar mejor. Quizá eran como él, o estarían pasando por lo mismo. Los miraba como si fueran solo sombras y sentía que ellos hacían lo mismo con él. Estaba solo, todos lo estaban. Pero no era momento para reflexiones vanas, lo que tenía que hacer era drástico y final y esta vez lo haría, por horripilante que fuera. Fue incapaz antes, siempre lo había sido porque el amor lo encadenaba, pero ya no más. Dos hombres casi lo llevan por delante, creyó escuchar alguna disculpa, pero siguió sin mirar a los lados. La 30
lluvia de nuevo comenzó a azotar su cara, el viento había aumentado. Hacía mucho que no veía semejante temporal, no era noche para andar por la calle, pero a veces la vida lo empujaba a hacer cosas que ni había imaginado. Esa noche era uno de esos momentos ordenados por el destino y no lo podía evadir, nunca había podido con él. El viento se incrementaba, las ramas de los arboles crujían, los carteles de publicidad oscilaban igual que las luces colgantes de las esquinas. De pronto un corte de luz dejó en tinieblas la avenida, se apagaron las farolas, los carteles, las vidrieras. La noche no podía ser más negra y el viento seguía creciendo. Y no estaba lejos de la calle trasversal a la derecha, no estaba lejos de las cinco cuadras finales. No quiso imaginar cómo haría para transitarla en plena oscuridad. Creyó escuchar el ruido de una rama golpeando el techo de un auto, se entreveían, vaya a saber por qué, algunos reflejos sobre la vereda encharcada, pero solo eso. Otro ruido fuerte lo puso en alerta. El viento huracanado soplaba ya con furia, la lluvia le lastimaba los ojos. Un cartel había caído y se vislumbraba cruzado en la vereda, se detuvo para no caerse y tratar de buscar cómo seguir, aunque fuese por encima de los escombros. Se tuvo que arrimar a la pared, meterse en el hueco de una puerta para seguir, pero lo hacía ahora con total precaución. Comenzó a sentir miedo de caer y golpearse. De pronto, se dio cuenta de dónde venían los reflejos, los cables aéreos chisporroteaban casi arrancados de sus postes. La luz azulada que emitían denotaba que no tardarían en desprenderse y caer a la calle. Se detuvo para pensar. No 31
sabía
cómo
seguir,
parecía
que
el
tiempo
le
impedía
cerrar
definitivamente el caso abierto y sangrante de su vida. Se apoyó contra la pared y se abrazó fuerte como para terminar con la tortura del viento y el frío. Se sentía mal, burlado, traicionado y ahora empapado por ese inoportuno temporal. Se dejó resbalar por la pared y quedó agachado, empequeñecido, algo voló sobre su cabeza y le pegó fuerte, el dolor era intenso y sintió el calor de la sangre resbalando por la cara mezclada con la lluvia; se pasó la mano pero no pudo ver la sangre, aunque sintió el olor, ese olor que conocía muy bien. Esa noche lo hubiera sentido de nuevo, pero no justamente de la suya, sino de la otra sangre, la de la traición. El destino le estaba jugando otra mala pasada. Apoyó las manos en las rodillas e intentó ponerse de pie, pero no le dieron las fuerzas y quedó ridículamente sentado en un charco. Embarrado, mareado y sangrando, intentó de nuevo pararse, pero no pudo y era mucha la sangre que manaba de su herida y era muy intenso el dolor; el dolor y el mareo. Se fue inclinando hacia la derecha lentamente, hasta quedar acostado de lado, apretó sus rodillas contra el pecho y las abrazó con toda las fuerzas que le quedaban. La cara de Sabino era irreconocible, cubierta por el barro sanguinolento, tanto que no se notaban las lágrimas que abrían un diminuto rumbo en sus mejillas, que se cubría prontamente con la mugre. Más tarde, el viento fue cesando y antes de que amaneciera se habían retirado las nubes. Sería un domingo soleado al final y los vecinos que salieran a ver el desastre causado por el viento huracanado, se encontrarían con una víctima de este fenómeno inusual, 32
un hombre joven bien vestido, en posición fetal, casi sumergido en un charco y a su lado la gruesa rama del árbol causante de la muerte. Lo que nunca supo nadie era cómo esa rama había cambiado su destino y seguramente el de ella.
rolando José di lorenzo
Argentina Facebook: https://www.facebook.com/rolandojose.dilorenzo
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J
udith se desliza en la oscuridad que se extiende por el lugar a medida que el fuego de las antorchas se va extinguiendo y nadie se ocupa de volver a encender. Sabe que del hecho de no hacer ningún ruido, ni el más mínimo, depende su vida y la de
muchos otros. Se desplaza casi a ras del suelo, camuflándose detrás de carruajes, animales y todo aquello que ofrezca un mínimo refugio ante cualquier mirada indiscreta. Judith se arrastra, orientándose a través del brillo de las estrellas que en esa noche de cielo despejado refulgen como pocas veces suelen hacerlo. Trata de no pensar en lo que podrían hacerle si la descubren. La muerte sería algo piadoso para ella si se enteraran de lo que acaba de hacer. Detrás de ella la criada respira en forma agitada, también tiene miedo y preferiría estar en la ciudad realizando sus tareas cotidianas en lugar de estar ocultándose. Los soldados están ebrios y no notan la presencia de las mujeres. Algunos dormitan apoyados en sus lanzas, otros directamente se han recostado en el suelo y han abandonado sus puestos de vigilancia. Judith pasa cerca de ellos tratando de esquivar las luces de las antorchas que van atenuándose con el paso de la noche. Observa en que lugares exactos se apoyan sus sombras. Evita también que cualquier movimiento produzca cambios bruscos en el desplazamiento del aire. Sabe que la borrachera de los brutales guardias babilonios puede ser interrumpida por el simple vuelo de un insecto. Casi reptando llegan al límite del campamento, solo unos pocos metros las separan de la libertad. Judith aferra con más fuerza el saco que lleva en su mano 35
derecha. Lo siente húmedo y pesado pero es esencial que logre sacarlo del campamento y llevarlo hasta la ciudad. Judith trata de no pensar en los momentos transcurridos junto al desagradable general de los babilonios. Trata de no pensar en las humillaciones, en los golpes, en los malos modales, en los insultos hacia ella y su pueblo. Solo piensa en que lo que lleva con ella puede salvarlos de una masacre segura. Mira al cielo, no hay luna, no hay nada que ilumine su huída. Agradece silenciosamente a su dios por eso. El campamento babilonio va quedando atrás lentamente, metro a metro. El peligro para las dos mujeres no termina allí. Saben que hay vigías desperdigados por los alrededores para avisar acerca de posibles espías o ataques, los babilonios no dejan nada librado al azar. Luego de un tiempo que les parece interminable logran divisar la silueta de la ciudad recortada contra el cielo que empieza a clarear con las primeras luces del amanecer. Es la primera vez en mucho tiempo que Judith siente algo similar a esperanza. Las mujeres siguen arrastrándose entre arbustos, pequeños médanos. Cuando faltan unos centenares de metros empiezan a correr, el saco cae de las manos de Judith y se llena de tierra. Ella se detiene para buscarlo, no puede perderlo. Escuchan algunos gritos detrás de ellas, tal vez algunos guardias babilonios que recién notan su presencia. Las puertas de la ciudad se abren lo justo como para que las dos mujeres entren. Inmediatamente los guardias cierran las puertas. El terror a un ataque del ejército babilonio puede sentirse en el aire y verse 36
en el rictus de miedo de los soldados. Judith se derrumba sobre el suelo polvoriento. Una multitud comienza a acercarse lentamente, con curiosidad, para saber quĂŠ es lo que estĂĄ sucediendo. Introduce su mano en el saco mugriento, toma algo de su interior y lo muestra a la muchedumbre, extendiendo su brazo. No se oye ni un ruido, ni una voz. En la mano de Judith, sin inspirar terror ya, inofensiva, la cabeza de Holofernes, general de Babilonia.
FEDE MARONGIU
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T
odas las noches me dormía sentada frente al cuarto azul. Mi infancia fue marcada por la curiosidad, pero esta noche no me dormiría sin descubrir el misterio. Allí solo entraban las personalidades del pueblo junto a mi padre y salían con los
ojos desmesuradamente abiertos y los rostros pálidos. Fui despacio hasta el armario en donde se escondía la llave, lentamente, sin hacer ningún ruido la inserté en la puerta y conteniendo la respiración entré en el cuarto azul. Una enorme biblioteca cubría las paredes de libros de tapas rojas con cantos dorados. Mi felicidad era total, solo tenía un libro viejo de tapas blandas y ahora tantos para mí sola…Siento pisadas, mi hermana Eleonora me descubrió, la dejo, hay suficientes libros para las dos. Cerramos con llave y nos preparamos para la mejor noche de nuestras vidas, tomamos un libro al azar y… Solo eran tapas rojas con cantos dorados.
ANA MARIA CAILLET BOIS
Argentina Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois
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e despertó el ruido de la escoba frotando fuertemente la acera. No puedo afirmar con certeza que me hubiera despertado porque en realidad no había logrado alcanzar un estadío profundo de sueño. Me encontraba en ese estado latente de
vigilia en el que uno es consciente de que está a pocos minutos de alcanzar la meta. Justo en ese instante, a unos pocos metros de la línea de llegada, el barrendero decidió que era hora de comenzar con sus labores diurnas. Al principio intenté todo tipo de artilugio para evitar que el sonido interviniera en mi vigilia. Realicé aquellas empresas que uno sabe, desde el momento en que las inicia, que no resultarán: enrollé mi cabeza con la almohada, hice tapones de algodón, me cercioré de que las ventanas estuvieran correctamente cerradas, me puse auriculares y música zen para desvincularme de lo que sucedía afuera, todo fue en vano. La herramienta del barrendero fregaba cada vez más fuerte la vereda. Me preguntaba realmente qué tan sucia podía estar, porque hacía ya largos minutos que no se movía de allí. Desde hace algunos meses vivo en un semisótano, por lo que todo lo que acontece en la vía pública se ha convertido en parte de mi vida cotidiana. Por las noches escucho conversaciones de borrachos o discusiones de pareja. Por las mañanas siento los zapatos de los niños rebelándose para no ir al colegio. Desde que vivo en este semisótano, me he convertido en un involuntario espectador de la vida del resto. Por lo general me resulta entretenido escuchar conversaciones ajenas y discusiones sin sentido que jamás llegan a ningún lado. Pero cuando he pasado una noche en 41
vela y la actividad citadina comienza tan temprano, se activa una fibra iracunda en mí. Debo admitir que jamás he salido de mi casa para increpar a nadie. Si bien hubiera podido, y estaba en todo mi derecho de hacerlo, siempre subsistió en mí un principio de conciliación. La mayor parte de las veces, por no decir todas, espero a que las discusiones se terminen, a que los gritos mengüen, a que los padres calmen a sus hijos y a que las depresivas nocturnas dejen de llorar por amores no correspondidos. Son momentos que resultan un tanto molestos, pero sé que en cuestión de algunos minutos finalizaran. Por otro lado, creo que es parte del precio que debo pagar por haber conseguido este sucucho a un precio tan económico. Al principio no tenía otra opción, con mi bajo salario lo único que podía pagar era este cuchitril. Pero luego de mi ascenso tuve la oportunidad de mudarme a algo mejor. Tuve la oportunidad y, por alguna de esas ironías del destino, no la tomé. Supongo que había encontrado un poco de placer en ser espectador en primera fila de vidas ajenas. Gozaba el hecho de sentirme dentro de aquellas historias, de ser un participante pasivo en todas ellas. Nadie jamás se percataba de mi presencia y sin embargo, yo formaba parte de sus discusiones. Sufro de insomnio crónico, por lo que las historias forasteras son un gran alimento para mis noches en vela. Digo forasteras porque pertenecen al afuera. Porque desde que vivo en esta gruta citadina, todo lo que excede a las fronteras entre la puerta y el exterior, me resulta extranjero. Hace ya algunos meses he decidido, porque afortunadamente mi empleo me lo permite, trabajar desde mi casa. Al 42
comienzo era difícil no desconcentrarme de mis tareas con todo lo que sucedía en el exterior, pero con el tiempo fui desarrollando una estricta rutina de control. Me puse horarios fijos de trabajo que no podía romper bajo ningún pretexto, para poder dispersarme en las horas que restaban del día. Mi vida se había convertido en un sutil equilibro entre trabajo arduo sin distracciones y un largo tiempo de ocio y entrega a las vidas ajenas del exterior. La escoba continuaba lijando fuertemente la acera. Escuchaba atentamente el recorrido del movimiento. La escoba iba y venía, como acariciando violentamente el pavimento. Ya habría pasado más de una hora de que el señor rascaba y rascaba el mismo lugar. Me pregunto cómo no había logrado hacer un agujero aún. Quizás eso era lo que tramaba, no lo sé. Mi paz comenzó a resquebrajarse. El sonido del escobillón golpeando contra el piso empezó a sacarme de quicio. Me levanté de la cama y me paré sobre ella. Me asomé por la pequeña ventana. Pude observar con claridad los zapatos del barrendero, roídos por el tiempo. Golpeaban contra el pavimento fuertemente. Una siniestra sintonía se había gestado. Los zapatazos del trabajador se habían unificado perfectamente con los golpes de la escoba. Una gota de sudor comenzó a chorrear por mi cara. Empecé a sentir nervios. No sabía qué hacer pero aquella música macabra comenzaba a volverme loco. El sonido
comenzó
a
hacerse
más
fuerte,
más
fuerte.
Sus
pasos
retumbaban como bombas dentro de mi casa y el sonido de su escoba fregando la mugre de la calle era como un estridente chirrido que estaba 43
logrando sacar lo peor de mí. Me bajé de la cama de un salto. Estaba claro que aquel hombre no iba a dejar de barrer aquel segmento de la vereda. Estaba claro que lo único que quería era romper mi paz interior. Podía salir y enfrentarlo. Pero salir era un verbo que hacía tiempo había sido eliminado de mi vocabulario. No sabía qué hacer. Aquella era una situación extrema. El ruido del escobillón seguía penetrando en mi cerebro, como agujas de acupuntura insertadas por un práctico inexperto. La escoba fregando la acera, latigazos rasgando mi paz. Aquel hombre había roto el equilibrio de mi hogar. Aquel hombre debía pagar. El sonido continuaba haciéndose más intenso, desafiando las leyes de la acústica. Me pregunté si aquel martirio tendría un tope. Pensé en poner música a todo volumen, pero eso no haría sino incrementar el regocijo de aquel pobre tipo. No sabía qué hacer. De pronto recordé que hacía más de una semana que no sacaba la basura. No me pregunté el por qué de aquella actitud, simplemente lo recordé. Como poseído, busqué en el fondo de la cocina las bolsas de residuos y las tomé con violencia. Aun recuerdo el entusiasmo que sentí al agarrar aquellas inmundicias. Las atrapé como si fueran un pequeño tesoro y me subí con ellas a la cama. Contemplé nuevamente la danza macabra generada entre los pies de aquel pobre trabajador y su escoba siniestra. El escobillón chocando contra la acera todavía perforaba mis tímpanos. Pero mi regocijo era mayor. Puse en alto una de las bolsas y dejé el resto apoyadas en mi cama. Con una mano la sujetaba y con la otra le hice un tajo en el medio y la lancé con fuerza hacia afuera por mi pequeña ventana. El olor era 44
realmente nauseabundo, pero solo podía sentir placer. Me agaché, tomé la segunda bolsa y repetí el procedimiento. Algo del contenido de la misma se desparramó para el lado de adentro mientras expulsaba el resto de los desechos hacia los pies del barrendero. El olor era cada vez más fuerte pero mi felicidad crecía al tiempo que el hedor se hacía más intenso. Tan solo quedaba una bolsa. El sonido estridente finalmente se detuvo. Era como si el tiempo se hubiera suspendido. Aquel ruido había logrado sacarme de mis cabales y de mi sano juicio. Finalmente había acabado, pero ya era demasiado tarde. Miré mis pies, estaban rodeados de desperdicios. Una cáscara de banana se posaba sobre el dedo gordo de mi pie derecho y una lechuga vieja se apoyaba sobre mi tobillo izquierdo. La repulsión se volcó hacia aquel ser demoníaco que había logrado llevarme a aquella situación. Casi por el impulso violento que aun contenía dentro de mí, me agaché y tomé la última bolsa. Repetí el ritual y luego de haberle hecho un tajo en el medio, la lancé con fuerza hacia afuera. Pude ver los residuos sobre los pies del barrendero. Inmediatamente los zapatos se giraron en dirección a mi pequeña ventana. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Por primera vez sentí miedo. Pude haber sacado mi cara de la ventana, pero estaba paralizado. Inmediatamente su semblante apareció del otro lado de la abertura. Sus pelos estaban despeinados y debajo de sus ojos tristes caían dos enormes bolsas producto del sueño. Rápidamente alejó su rostro de la abertura y sus pies se convirtieron nuevamente en protagonistas. Un violento golpe empujó parte de la basura dentro de mi casa nuevamente. 45
El barrendero pateaba con fuerza. Sus zapatos gastados devolvían los desechos a donde pertenecían. Siguiendo un instintivo reflejo, quité mi cara de allí y bajé de la cama. Desde abajo contemplé el devastador episodio. Él era el desquiciado ahora. Claramente los roles se habían invertido, había logrado transmitirle mi alienación. El hombre de la escoba no se detenía. Pateaba con ímpetu mis despojos. Mi cama estaba cubierta de basura. Potes de yogur, papeles sucios, restos de verduras, rebordes de grasa vacuna. El hedor comenzó a revolver mi estómago pero el barrendero no se detenía. No recordaba haber lanzado tantos desechos al exterior. Intenté ver desde abajo. Los pies se detuvieron. Los zapatos se pegaron nuevamente al suelo. Yo continuaba paralizado por la brusquedad de los hechos. Su cara se asomó nuevamente por la ventana. Echó un rápido vistazo por mi casa, ahora llena de porquerías y sonrió. Su labor estaba terminada. Aquellos ojos tristes se habían encendido con dos chispas de cinismo. El semblante del trabajador desapareció nuevamente, al igual que sus pies. Se produjo un silencio extremo. Luego de tanto bullicio, reinaba la paz. Me invadió una enorme incertidumbre ¿Se iría así, sin más? Miré nuevamente la cama. Un olor nauseabundo se apoderó de mi hogar. Sentí un enorme rechazo. Me senté en el suelo, lo más lejos que pude de la montaña de desperdicios. Cuando el ambiente comenzaba a tranquilizarse, los zapatazos volvieron a la carga. Los sentí aproximarse. Retumbaban fuertemente contra el piso. Luego los vi de nuevo frente a mi ventana. Contemplé también, la paja de la escoba junto a sus pies. Inmediatamente el instrumento de trabajo del 46
barrendero ingresó con violencia dentro de mi hogar y cayó sobre la pila de basura. Vi su cara asomarse por última vez. La chispa violenta de sus ojos se había apagado. Me miró con una mezcla de lástima y satisfacción. Que tenga usted un buen día, recitó con sarcasmo, al tiempo que alejó su semblante de mi ventana para siempre.
MarÍa Mercedes Castro
Argentina Página WEB: http://deletrasyotrosartificios.blogspot.com.ar/ Facebook: http://www.facebook.com/profile.php?id=579790144
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B
ruma. Nunca había visto algo así. Bancos de niebla densa que son duros y rápidos y se mueven como si fueran elefantes de vapor.
Nunca había exagerado tanto. A veces el viento se encajona en los callejones y la bruma se repliega al suelo y a las paredes. El flujo queda marcado en la niebla y todo parece como pintado con un lubricante etéreo. Es la medianoche, o un poco más tarde. Aquella bruma envuelve esta ciudad que no es Londres, o al revés. Además de la humedad y del anterior empedrado, algunas otras cosas parecen entremezclarse. Es 30 de Agosto y curiosamente así se llamaba el lugar donde naciste, en Esta vida claro. 30 de agosto, ni siquiera un pueblo, apenas un paraje, un lugar tan olvidado como tus últimas horas, no tanto como tu antiguo nombre. Era 30 de Agosto, mejor dicho, ahora nadie parece habitar estas calles. Algún perro aúlla. Pocos quedan ya despiertos. Vas caminando, acelerás el paso. Aguzás tus sentidos. Te extraña el olor, como a basura, desaparece el aroma a tilo, desaparece el olor a gas. Los motores se transforman en un ruido de cascos de caballos que se aleja. Soledad. Silencio. Entre las nubes la luna que te ríe. 49
Marte que se achica y no hablamos del miedo que imponés. El empedrado sigue siendo empedrado pero es diferente, la calle y las aceras son angostas, seis metros de pared a pared. No hay luces ni edificios, solo casas antiguas. No es Londres, aunque parece. No era Londres, o es London, o era... estás tan atontado que ya ni sabés quién estás, ni dónde sos... te quedás quieto unos minutos hasta que la quietud te trae la claridad. No hay carteles indicadores, pero el callejón es, sin duda Bucks Row. Sabés que es improbable, ya no imposible, comprendés por qué robaste un bisturí en la clase de anatomía, por qué te quedaste en el bosque como absorto, esperando la hora señalada. De por qué, día atrás, en la mostración, como insisten en llamarla en medicina, preguntaste por el libro del doctor Polly Nichols. De que después corregiste, Doctora Mary Ann Nichols. No le diste importancia a la respuesta: “No conocemos a ese autor en esta cátedra” Ahora, 31 de agosto, Nichols cae y hacés el trabajo rápido, sin la prolijidad infundida en la clase magistral. Levantás el trofeo jugoso. Tantas veces adquirido. Tantas veces saboreado. Sabés todo, como si lo hubieras estado viviendo todo en sucesivas reencarnaciones. La bruma te alcanzará otras veces y te llevará. Quizá luego todo suceda en alguna otra vida. Salís corriendo, cerrás los ojos... sabés que en algún momento, Whitechapel se convertirá otra vez en diagonal 77. 50
Un perro se cruza y lo pateás. Estás a salvo. Marte es grande otra vez. Adivinás la luna creciente bajo el horizonte. Te preparás para el 8 de Septiembre, para el 30, y para el 9 de Noviembre. Apretás los dientes y la sangre explota. La Plata, Siglo XXI, 2003, lugar seguro, tiempo seguro. Tantas veces alguien hará lo mismo...
PATRICIO PERALTA R
Argentina Bio: https://patricioperaltar.wordpress.com/acerca-de/
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A
bel José nació no sé qué día de un mes cualquiera. Cuando lo vi por primera vez, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión con su vestimenta “unisex”, un pantaloncito corto azul y una franelita muy
desteñida. Estaba parado al lado de la ventanilla de mi auto y me miraba con sus inmensos ojos grises, su rostro sucio, muy sucio y su cabello corto enmarañado. Esta gran ciudad donde la riqueza y la pobreza riñen a diario, se ha convertido en una urbe de indigentes y mendigos. Miré al niño con cierta lastima, saqué una moneda y la puse en su mano rápidamente con temor a que me contagiara. Apenas escuche un — “gracias señorita”. Después pensé, —¿de qué me podría contagiar? Porque en verdad no parecía enfermo y su mirada profunda me perturbó. Si contara esto a mis amistades y compañeros de trabajo, no lo creerían. Yo tan mundana, tan ejecutiva, que solo me importaba lo mío, debo confesar que esa mirada y esa voz me turbaron. Como pasaba siempre por esa esquina, un día me sinceré conmigo misma. ¡Quería verlo de nuevo! Muchas veces el sonido de la bocina del auto de atrás me avisaba del cambio de luz del semáforo. Era como si un impulso, un anhelo que no comprendía, me decía que lo buscara. Después de varios días, por fin lo vi. Estaba parado al lado de una muchacha que cargaba un niño de meses en los brazos. Era una chica joven y estaba tan sucia como él. Tomé la decisión de hablarles, de preguntarles cosas, de por qué estaban allí y el niño no asistía a la escuela. Busqué un lugar donde estacionarme y me bajé del auto apresuradamente. Cuando me acerque, 53
la muchacha me miró con extrañeza y recelo como quien ve a un fantasma. Bueno, —y allí comenzó mi interrogatorio. Primero le pregunté tonterías para que no desconfiara. Me dijo que tenía veinticuatro años y el niño siete. Embarazada muy joven de un hombre mayor que al comentarle su estado desapareció y nunca más lo vio. Huérfana desde muy pequeña, quedó al cuidado de una tía paterna y gruñona y un tío abusivo y borracho que la maltrataba. Víctima ella misma de la gran tragedia social y moral que afecta a gran parte de la sociedad. Nunca fue a la escuela. Se crió prácticamente en la calle, donde la sobrevivencia
y
buscar
un
bocado
de
comida
es
la
prioridad
fundamental, sin importar los medios que para ello se requiera. Cuando su tía se enteró de su embarazo la botó de la casa. Con un niño no había cabida para ella allí. Desde ese momento su calvario se agudizó aún más. Después que Abel José nació se fue a vivir con una señora que conoció en el hospital donde dio a luz. Era un ranchito, en una invasión, muy lejos del centro de la ciudad. Poco a poco se fue convirtiendo en una indigente, en una pordiosera pidiéndole dinero a cualquiera. Le miré la cara y vi sus ojos brillantes. Sé que le daba vergüenza llorar. Casi teníamos la misma edad. Se llamaba Lucia. Le pregunté por el otro niño; —el que tenía en los brazos,—me dijo que no era suyo, que se lo prestaba una vecina para que se rebuscara y compartiera con ella lo que conseguía. —¡No ve que cuando a una la ven con un bebe casi siempre le dan algo! —¡Dios mío! —Pensé —de cuantas tonterías nos quejamos, — de los zapatos que no podemos comprar, de adquirir el último modelo de 54
móvil, y de tantas otras cosas. Ahora la que tenía un nudo en la garganta y a punto de llorar era yo. Como puede alguien vivir así, bueno esto no es vida, es una tortura, un castigo muy grande. Le di algo de dinero y le prometí ayudarla. Me dijo que siempre estaba por allí, pero moviéndose ya que el policía de la esquina la regañaba y le decía que no estorbara el paso de los vehículos. Y así religiosamente todos los días ella me esperaba, casi nos hicimos amigas. En el corto intervalo de espera del semáforo, me conto muchas cosas de sus vivencias. El sufrimiento que reflejaba su rostro me partía el alma. Me dijo que le hubiese gustado ser maestra. Antes de llegar le compraba pan, galletas y alguna que otra chuchería para Abel José. Le insinué de la manera más diplomática que pude, que se aseara un poco, era muy bonita y no merecía estar en esas condiciones. Me dijo que en el ranchito donde vivía no había agua, tenían que comprarla y era muy cara. Me encariñé con el niño y hasta lo comenté en el trabajo. Era tanta la atracción hacia él, que mis compañeros me jugaban bromas y me decían que tuviera mis propios hijos. Transcurrido un tiempo, una mañana al llegar al semáforo no los vi. Los busque insistentemente con la mirada y no estaban. Les habrá pasado algo —pensé. No me dio tiempo de preguntar, cambió la luz del semáforo y tuve que seguir. Pasé todo el día nerviosa y malhumorada. Al otro día lo mismo. No estaban. Empezaba seriamente a preocuparme. A los tres días estacioné el auto más adelante, donde pude. Me acerqué al policía que dirigía el tráfico y le pregunté por Lucia y el niño. No sabía dónde estaban. Pero me comentó que una patrulla pasó por allí y los 55
agentes le dijeron que se quitara del semáforo sino la pondrían presa. Ya han pasado seis meses que no los veo. Sigo pasando todos los días por allí y miro a los lados con la esperanza de encontrarlos. Pienso qué habrá sido de ellos, dónde estarán y siento un dolor punzante y una gran angustia en mi corazón.
Nancy Aguilar Quintero
Venezuela Blog: incongruenciaschachiblog.blogspot.com Twitter: @aninagat11 Facebook: www.facebook.com/nancyaguilarquintero
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L
a llanura estaba casi desierta. La falta de plantas comestibles había provocado que los herbívoros abandonaran el territorio. Conseguir comida era algo prácticamente imposible. Todo parecía indicar que esos serían los últimos días de vida de
Diente Sangriento, el Tiranosaurio. ¡Y él que creía haber logrado expulsar a todos los competidores de su región! No había mentira más grande. La única razón por la que estaba solo en aquella planicie era porque todos se habían dado cuenta de algo que él no: la comida se había agotado. Olfateó el aire en busca de alguna presa perdida. Nada. Aguzó el oído para percibir algún movimiento en los alrededores. Ni uno solo. Cerró el único ojo que le quedaba para intentar concentrarse, pero todo fue en vano. Su destino ya estaba escrito. Moriría solo, con el hambre carcomiendo sus entrañas y el fantasma de sus víctimas de antaño flotando alrededor de su cadáver. Agachó la cabeza y decidió no moverse hasta que el sol lo consumiera por completo. Sin embargo, aunque él no se movía, el suelo sí. Primero fue una ligera vibración, luego un notable temblor y al final un terremoto continuo y molesto, de esos que cimbran la tierra misma sin que pueda hacerse nada al respecto. Pero el movimiento no lo estaba provocando la gran montaña humeante. No. Era algo más terrenal que esa temible divinidad de roca. 58
Era otro dinosaurio. Y no se oía como una presa potencial, al contrario, todo parecía indicar que se trataba de una fuente de problemas. Distinguió la silueta a lo lejos. Era uno de esos horrendos depredadores con cresta en la cabeza. Su abuelo le había contado sobre ellos: los despiadados Alosaurios. Jamás en la vida había visto a uno de esos, era una pena que tuviera que lidiar con uno justo en lo que parecía ser el final de su existencia. El Alosaurio detuvo su carrera a unos pasos del Tiranosaurio. Se miraron desafiantes, como si pretendieran infundir miedo en el otro con tan solo la furia emanada de sus ojos. Pero nadie se movió ni un ápice. Diente Sangriento sabía que solo podía hacer una cosa: pelear. Combatir hasta la muerte si era preciso. Si el Alosaurio había llegado hasta él era porque lo consideraba una presa potencial, quizá incluso hasta una sencilla. No podía morir así. El Alosaurio parecía sonreír. Se acercó lentamente y lanzó una sorpresiva
dentellada
sobre
Diente
Sangriento.
Este
esquivó
el
movimiento a duras penas y dio un par de pasos hacia atrás. El sudor le escurrió por el ojo muerto. Dio un par de pasos hacia la derecha y rugió para intimidar al rival. No lo consiguió. Su enemigo se empujó hacia el frente en furiosa embestida. El Tiranosaurio no pudo evitar el golpe esta vez. El cráneo con cresta del Alosaurio se estrelló furioso en el pecho de Diente Sangriento. 59
Esta vez fue el Alosaurio quien dejó escapar un temible rugido. Anunciaba que iba ganando la batalla, y que a su parecer, esta iba a terminar pronto. Pero Diente Sangriento no era un rival fácil de derrotar. Inclinó la cabeza en falsa señal de sumisión y su rival se acercó para rematarlo. Error. Cuando el Tiranosaurio tuvo lo suficientemente cerca a su enemigo le asestó un poderoso manotazo en el ojo izquierdo cegándolo temporalmente… ¡¿Quién dice que las garras de un Tiranosaurio no sirven para nada?! Mientras el contendiente de la cresta chillaba de dolor, el poderoso saurio rey aprovechó el momento para embestirlo con su poderoso cráneo. ¡El Alosaurio salió volando por los cielos! Diente Sangriento no pensaba dejar pasar esta inigualable oportunidad. Corrió hacia donde estaba tirado su rival y lanzó un mordisco furioso. El destino era el cuello del violento invasor. Mas esta vez fue él quien se había confiado… El Alosaurio lo recibió con un violento golpe de cola que se impactó directo en su hocico. Los dos aullaban de dolor, pero también ambos estaban de pie. Se miraron con los ojos buenos inyectados en sangre. Recién se conocían y ya se odiaban a muerte. Se habían conocido hoy, pero se odiarían para siempre. Gruñeron y se lanzaron al ataque. Furiosos mordiscos se sucedían uno tras otro. A veces solo se estrellaban contra sus propios dientes, 60
pero en ocasiones las mordidas eran certeras y conseguían arrancar un pedazo del enemigo. Manotazos, topes, dentelladas; una del Alosaurio, otra del Tiranosaurio… la sangre salpicaba la hierba amarilla que dominaba la llanura tiñéndola de carmesí. No dejaban de combatir y tampoco de avanzar. Cada uno de sus coléricos ataques los alejaba un poco más del lugar en que había iniciado la batalla. Nunca se dieron cuenta. Fue por eso que no pudieran notar que se acercaban a un peligro mortal. A solo unos pasos de ellos se encontraba un interminable pozo de brea. Burbujeaba arrítmico, como si se tratara de piedras cayendo de a poco por un barranco. Esperaba atento un error de los gigantescos lagartos, tan solo un desliz que los condujera a su negra e infinita boca… Fue el Alosaurio quién dio el primer paso hacia el abismo. Tropezó con una roca milenaria que se encontraba tras sus pies. Cayó de espaldas en la brea y manoteó desesperado por salir. La batalla había terminado, pero Diente Sangriento no supo parar. Estaba furioso, hambriento y desesperado, anhelaba con toda su alma conseguir una victoria completa… Concentró toda su ira en un último ataque. Dejó ir su enorme cabeza al frente para dar la mordida definitiva. Lo consiguió. Su mandíbula se cerró voraz sobre el cuello de su enemigo. La sangre de su rival se escurría veloz por su boca hasta llegar a su pecho. ¿Su pecho? 61
No, ¡No podía ser posible! La sangre que adornaba su pecho no era del Alosaurio. Era suya… Esa había sido la última maniobra de su contrincante. Mientras él se perdía en el frenesí del combate, el saurio de la cresta le había prendido del pecho con un rencoroso mordisco. Diente Sangriento pensó en zafarse de aquel ataque, pero tendría que soltar el cuello de su rival y eso no estaba en sus planes. No se detendría hasta que hubiera extraído el último aliento de vida del cobarde invasor. Y el Alosaurio sabía que solo la muerte le esperaba. Así que decidió no irse solo. Se aferró con sus últimas fuerzas al pecho de su enemigo y se resignó a morir. Así fueron hundiéndose poco a poco en el pozo de brea. La ira los consumía a tal grado que jamás lo notaron. Ni siquiera cuando la infinita negrura penetró en sus fosas nasales y oídos dejaron de atacarse. Se hundieron juntos, entrelazados por la furia y el odio. Cuando los paleontólogos los encontraron se llevaron una enorme sorpresa. Habían encontrado dos esqueletos de depredadores del periodo jurásico
perfectamente
conservados.
Trataron de
separarlos
para
examinar a fondo los restos, pero fue imposible. La mandíbula del Tiranosaurio ejercía demasiada presión sobre las vértebras del Alosaurio, y los dientes de este estaban profundamente clavados en una de las costillas del saurio rey. Como apartarlos suponía un enorme riesgo de romper los especímenes, decidieron que sería mejor dejarlos como estaban. 62
Cuando tiempo después fueron exhibidos en una amplia sala de un museo de Historia Natural, un visitante curioso le preguntó al guía de turistas el motivo por el cual los esqueletos estaban entrelazados. El guía sonrió y respondió: Hay batallas que nunca se terminan. Supongo que estos dos simplemente se odiaban demasiado.
Daniel Abrego
México Facebook: https://www.facebook.com/loscuentosdevientodelsur/ Twitter: https://twitter.com/Viento_del_Sur1 Blog: https://vientodelsurweb.wordpress.com/
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M
ientras
admiraba
el
horizonte
con
ojos
expresivos,
entusiasmados y alegres, se formaba una amplia sonrisa en el pequeño Din a pesar de la brisa gélida que le daba al rostro y que revolvía su cabello en diferentes direcciones.
El horizonte se apreciaba levemente de un tono anaranjado en la mitad. Entre tanto, el firmamento aún estaba cubierto de un manto oscuro y gris conjuntamente con las nubes más cercanas. El niño se encontraba en lo más alto de una colina, en donde se podía contemplar un maravilloso paisaje, una vista espectacular completa de la ciudad que lo vio nacer hace ya trece años. De pronto, pequeños puntos de luz diminutos se iban encendiendo poco a poco en las edificaciones, dando un pacífico entorno relajado y mágico. Un nuevo día estaba a punto de comenzar. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, absolutamente todo el panorama cambió. Ruidos atroces provenían desde el cielo y la tierra, el niño veía como aves de metal volaban rápidamente, cortando así, a las inocentes nubes que se cruzaban en su camino, las aves dejaban caer a su paso objetos extraños de ellas. Del mismo modo, vio como grandes animales de metal con ruedas caminaban uno tras otro por la carretera cruzando la entrada principal de la ciudad. Aquellos seres empezaron a botar fuego hacía las viviendas más próximas, personas con casco salían de las brutales bestias e ingresaban a las viviendas a la fuerza, duraban unos cuantos minutos allí dentro y salían con salpicaduras de sangre sobre sus uniformes, mientras tanto, 65
otros soldados daban empujones a la gente y los metían en jaulas como animales salvajes, prisioneros. Desde lejos se percibían las grandes columnas de fuego mezcladas con gritos y llantos desgarradores provenientes de la pobre gente de la ciudad, se distinguían a kilómetros seguidas de ensordecedoras explosiones continuas por todos lados. Razón por la cual, los pequeños ojos del muchacho se hicieron cristalinos, lágrimas de un tono color triste-amargo es lo que brotaban de ellos mientras se deslizaban por sus mejillas, mientras sus rodillas le temblaban hasta el punto de caer sobre ellas en el pasto húmedo de aquella madrugada. El chico sin darse cuenta, un misil inesperado caía a una distancia moderadamente de su posición. Aún así, el impacto fue atronador cuando cayó y lo suficientemente fuerte la onda para hacer volar por los aires al pequeño. En ese transcurso de tiempo solo deseó despertar ya de la pesadilla en la que se encontraba, solo deseó encontrarse de regreso en su cama mientras se imaginaba a sus padres despertándolo y dándole un acogedor abrazo para decirle que todo estaría bien, que tan solo era un mal sueño y que nada malo pasaría. Din pensaba que por suerte ninguna persona en el mundo sería capaz de dañar a otra, que la gente se quería como hermanos ayudándose mutuamente y que no existían espacio para rivalidades ni peleas, que por suerte siempre existía la amabilidad entre ellos. Al menos así él lo veía cada día en el pueblo en el que vivía y que por suerte, cosas malas nunca suceden en la vida real… 66
Y así es como la luz de la mirada del pequeño se apagó por completo, aquella mañana no fue igual que muchas otras anteriores, ni nunca lo sería para aquel infortunado pueblo. Ahora Din duerme eternamente con la esperanza de despertar, de nuevamente pasar días felices al lado de su humilde familia y haciendo lo que era propio de él, como todo niño de su edad, pequeñas travesuras y jugando alegremente por los alrededores.
SEBASTIÁN CUENCA
Ecuador Facebook: www.facebook.com/Clestqnk/notes
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a vida de Silvia era lo que podríamos denominar vida de Ricitos de Oro en la casa de los Osos; Ni muy dura ni muy blanda, ni muy caliente ni muy fría, solo normal. A veces le daban ataques de tedium maximus, pero por lo general los
resolvía practicando un hobbie o cualquier otra actividad interesante. En medio de ese tedio, obtuvo información sobre una droga medicinal llamada Ayahuasca, la cual se administraba en un ritual que duraba aproximadamente ocho horas y que era supervisado por un chamán experto en dirigir la vivencia. Como varios de sus amigos se entusiasmaron con la idea, se decidió, llegaron a la hacienda con sus respectivos bolsos de dormir, ropa cómoda y sin haber tomado ningún tipo de medicamentos. En el sitio los recibió el chamán y sus ayudantes y les dieron a tomar un brebaje oscuro sumamente amargo. Silvia, un poco escéptica, se recostó en su bolsa de dormir y cerró los ojos, al rato escuchó a algunos de sus compañeros vomitar y pensó: «O están payaseando, o este brebaje no me está haciendo efecto, pensar que me gasté un buen dinero en esta tonte...» ya no supo más de ella de manera consciente. Se vio en una nueva realidad, en una ciudad ultramoderna con una cúpula protectora, en donde la gente vestía monos ajustados de un material flexible y a la vez resistente. Ella misma vestía uno de esos, y por una extraña capacidad de conexión mental o espiritual, sabía que el hombre que caminaba a su lado en ese momento era su mascota en la vida presente, por lo que le preguntó: 69
—¡Benito! Mi querido gato, ¿Cómo es que eres ahora un hombre?, ¿Y cómo es posible que yo lo sepa? —Querida mamá, la razón por la que hoy soy hombre y te vine a buscar es que estamos en el futuro y gracias al amor que nos tuvimos evolucioné y reencarné en humano. De hecho, soy tu hijo y mi nombre actual es Felipe y el tuyo Susana. Pero no te puedo llevar a que conozcas a tu futura yo, porque se podría generar una distorsión en el tiempo. Estás aquí por el brebaje que tomaste y porque la Última Presencia autorizó tu viaje temporal y el conocimiento que de él obtengas; pero te lo advierto, así como no se puede modificar ningún suceso del pasado, tampoco se puede alterar el futuro, está prohibido. Tampoco puedes hablar con tus padres, hermanos, familiares o amigos de tu yo presente, solo conmigo. Así que iniciaron la inspección de ese extraño futuro, en el que Felipe le explicó que la cúpula que cubría el continente americano se debía a que estaban en la zona “segura”. El resto de la tierra estaba desprotegido, ya no existía capa de ozono, y eran frecuentes los choques de meteoritos y hasta el alcance de las explosiones solares. Todo esto a raíz de la última guerra nuclear entre Estados Unidos y las naciones alineadas con el Islam, por lo que el resto de la población humana, animal y vegetal había mutado de forma aberrante. —Hijo ¿Cómo es posible que haya sucedido esto? —Porque nosotros, los humanos, no oímos y desobedecemos, es nuestra naturaleza. La cúpula incluye parte del océano, todo el 70
continente con el pulmón del Amazonas totalmente recuperado y las mayores reservas hídricas. Aísla perfectamente a la zona segura del resto de la tierra, y permite expulsar el exceso de dióxido de carbono, conservando el oxígeno. Los subhumanos y el resto de la naturaleza sencillamente, mutaron y se adaptaron a las nuevas condiciones. Ni que quisiéramos podríamos ayudarlos, la cúpula nos protege y nos aísla. Felipe, entre muchas de las cosas novedosas que le enseñó a Silvia, le mostró la invención más importante de su Yo futuro: Un programa informático en el que se mostraban las noticias a nivel mundial, con media hora de antelación, solo los habitantes de la zona segura tenían acceso al programa y podían beneficiarse de él, los habitantes de la zona desprotegida ya no se consideraban humanos y por tanto, de nada se les avisaba. Mientras Silvia maravillada veía un avance de las noticias en la tableta electrónica de su futuro hijo, empezó el anuncio de una nueva noticia. Locutor 1: —Estimados televidentes, dentro de media hora una explosión solar que alcanzará las zonas de la antigua Siria, la India y Afganistán matará a más de 5 millones de subhumanos, vea las imágenes en vivo, Nancy Locutora 2: —Si Suart, afortunadamente esta es otra catástrofe natural que no afectará a la zona segura, ahora pasamos con los deportes… Por instinto o intuición, Silvia tocó la pantalla de la tableta electrónica e impulsó sus dedos hacia la izquierda. Con esto logró dar 71
retroceso a la noticia, y manteniendo la pantalla fuertemente presionada, la noticia se borró. La alegría y el sentido de justicia dieron paso al miedo, cuando Felipe le gritó: —Mamá, ¿qué hiciste? Ahora los vigilantes te van a capturar y a matar, tenemos que huir. Y así lo hicieron, Felipe le dio acceso a Silvia a los portales temporales y se despidió: —Mamá, elige una época y un lugar en el que te sientas segura, no hay garantías, pero por favor, no hagas nada más que pueda perjudicar la temporalidad. Silvia eligió su propio tiempo, pero escogió a Venecia para residir, soñando con la belleza de las góndolas y la relajada vida italiana que quería experimentar. Cuando llegó, las bombas y el tiroteo invadían el lugar. Todo era un puro caos, muertos en el suelo y la sangre teñía de escarlata los canales. En ese momento escuchó una fuerte voz envolvente que le dijo: —Pobre mortal, te di el privilegio con el brebaje mágico que ya no podrás tomar de acceder a los portales temporales; pero, al igual que los primeros pecadores, desobedeciste. El tiempo no es lineal, es circular, no se puede alterar. Aquí te quedarás, en este nuevo presente que tú misma creaste.
Damaris Gassón Pacheco
Venezuela Twitter: La Dama @damarisgasson
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a luz rojiza fluye a través de las cortinas, iluminando de manera intermitente las perfectas caras de variadas y exóticas muñecas dispuestas en el anaquel. Algo despertó a Helena, no tenía conciencia de la hora, el calor que irradiaba la
calefacción hacía pesada la atmósfera. Aún medio dormida captó la belleza que provocaba la luz en las imágenes de las muñecas. De pronto escuchó un llanto de persona adulta, sonaba único en el silencio nocturno de la ciudad. A los tropezones se fue acercando a la ventana, su grácil cuerpo de trece años recibía los flashes de la luz rojiza, como si en su andar un duende la fuera fotografiando. Su cuarto queda en el primer piso de la casa paterna, desde esa posición se observa el inmenso cartel luminoso que se encuentra en el negocio de la acera de enfrente, dominando el paisaje urbano. La calle estaba mojada por la pertinaz lluvia invernal, pero lo que más le atrajo la atención fue el soberbio arce que disimulaba su desnudez emitiendo la luz del cartel. Al bajar la vista vio a un hombre sentado a los pies del arce, las manos en la cabeza, llorando. Transmitía tanta soledad que la niña sintió deseos de bajar y poder consolarlo ¡Imposible! Luego de un rato el desconocido se fue tambaleando. Helena ya no podía dormir, sintió vergüenza de ir hacia sus padres, prendió la luz y buscó un libro para entretenerse, miró el reloj, era casi la una de la mañana. Al fin decidió anotar en su cuaderno de “Memorias” lo sucedido, la había impactado el dolor del hombre y la belleza de las imágenes. 74
Desde esa noche, Helena encontró una necesidad misteriosa de esperar la oscuridad, ver el juego de luces que brillaban en las muñecas y la posibilidad que regresara el extraño al árbol rojo. Su joven mente fantaseaba con distintas historias en las que involucraba al desconocido. Hasta que una noche escuchó en la calle murmullos y quejidos, saltó de la cama y corrió hacia la ventana. Una pareja se besaba apasionada bajo el árbol, sus cuerpos fusionados se movían rítmicamente. En una de las contorsiones que los amantes ejecutaban, la niña pudo ver el rostro de la mujer, éste tenía una expresión que Helena jamás había visto en ninguna persona, sus ojos abiertos, claros, transmitían un éxtasis cercano al sufrimiento. Toda la escena parecía irreal, la soledad de la calle, el árbol desnudo y la pasión de la pareja delatada por los destellos rojos que jugaban entre las ramas invernales. Luego que se fueron, no pudo dormir, ni leer, ni escribir. Sentía sensaciones nuevas, sus manos recorrían el joven cuerpo sorprendido, la noche se le hizo interminable. Los padres de Helena se sorprendieron ante sus cambios de actitud. Se la veía más determinante, sus posturas de niña mimada e hija única se diluían ante una mirada que transmitía ferocidad y rebeldía. Por las noches se iba tarde a acostar, se negaba a estar pendiente si la pareja volvía. Una noche volvió a acontecer lo del hombre llorando, pero lo más sorprendente aconteció un lunes. El cansancio luego de una jornada escolar intensa hizo que fuera más temprano a su cuarto. Luego de leer un rato apagó la luz y al mirar a las muñecas su sorpresa fue muy grande al ver que las mismas brillaban bajo una luz 75
azulada. Se acercó a la ventana y descubrió que el cartel de propaganda ya no era el mismo, lo suplió otro, de distintas características que emitía una luz azul. Anunciando la primavera, el arce lucía sus ramas con brotes como si fueran millares de zafiros. A los pies del árbol yacía una joven tapada con una capa negra, en partes abierta, por la que sé entrevía un vestido de tules, como de bailarina. Buscó su cara, cuando la luz azul la mostró, reconoció a la amante desconocida, estaba desfigurada y con una expresión de terror. Helena se fue a acostar, esta escena la había impresionado de tal manera que sintió su niñez huyendo para siempre, se tapó la cabeza con la almohada y lloró. Los días primaverales comenzaron a alegrar la vida, el invierno dejó su energía para que ésta se desplegara. Las noches eran tranquilas, solo rompía la armonía el aullido de las sirenas policiales y de las ambulancias. Una tarde, casi a la finalización de las clases, Helena volvía del colegio, los pájaros aturdían en el frondoso arce, unas vecinas pasaban con sus compras, conversando de manera alterada: —Ella lo mató —¿Quién, la bailarina? —Sí, se querían mucho, pero él la celaba y parece que le pegaba, llegó a desfigurarla. Helena no quiso escuchar más, aparecieron en su mente imágenes dispersas, caras de sufrimiento, el tul de la mujer bajo la capa, su cara de terror. Aceleró el paso, no podía contener las lágrimas, sintió asco y rechazo hacia algo pegajoso que se adhería a su cuerpo adolescente. Sintió la necesidad de estar con sus padres y sentirse de nuevo pequeña, muy pequeña. 76
Ana marĂa manceda
Argentina Web: https://murmullosenlapatagonia.wordpress.com Facebook: https://www.facebook.com/anamaria.manceda
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e escondió detrás de la pared que daba a la pasarela. Vio muchas personas cruzar sin decidirse. Podría ser cualquiera, pensó, eso era lo de menos. De pronto apareció, bella como la había imaginado, distraída como la necesitaba; escribía en su
teléfono móvil. Todo perfecto, no venía nadie más. La siguió con rapidez, la golpeó y le quitó todo. Corrió sin volver la mirada. Fue fácil. Lo difícil fue darse cuenta en qué se había convertido.
JOSÉ LUIS TROCONIS BARAZARTE
Venezuela Facebook: https://www.facebook.com/troconis Twitter: @1troconis Página web: www.troconisb.blogspot.com
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stoy tendido sobre la arena, a la sombra de una caseta, y me siento como el diablo. Porque detesto la playa. No es que deje de reconocer todas sus cacareadas virtudes en
cuanto a salubridad, reposo físico y mental, tonificación y otras yerbas; incluso, desde ese punto de vista, hasta me inclinaría a considerar a la playa como un sitio muy recomendable. Lo haría, sí, a no ser por un par de detalles de lo más molesto que, de estar en mis manos, con gran placer suprimiría: la ubicua y fastidiosa arena y la apretujada humanidad. A pesar de todo, estoy tendido sobre la susodicha arena, contemplando el mar y barajando ociosas reflexiones acerca del panorama circundante, en tanto aguardo el regreso de mi señor hermano, el magnate..., único responsable, por otro lado, de que yo me encuentre aquí ahora, gracias a una invitación suya que no podía permitirme desatender. Miro a las olas. Ese azul zafiro...: una ficción ilusoria, bien lo sé, En verdad, solo con aproximarme lo suficiente estaría en posición de apreciar la realidad. Un matiz verdusco sucio, moteado por las manchas coloridas de las mallas, a más de la colección de objetos que oscilan sobre los espumosos lomos: cáscaras de frutas, vasitos de cartón arrugados, taruguitos de madera y alguno que otro espécimen bastante menos casto. En cuanto a la arena... 81
Un
resplandor
cromático
captura
mi
mirada.
Enfoco:
el
cuadriculado detonante en negro y amarillo de una encantadora toalla se extiende frente a mí. Y una hilera de huellas de plantas desnudas —¡tan pequeñas!— desemboca en sus vecindades. Con eso basta. Mi desbocada fantasía de novelista esboza en cuestión de segundos el retrato de mi supuesta vecina. Pues de seguro que ha de tratarse de una mujer, según lo indican esas huellas tan menudas, a más del gusto obviamente femenino del diseño de la toalla. Una mujer bonita, sin duda; de lo contrario todo el asunto carecería de interés. ¿Rubia? ¿Morocha? ¿Pelirroja, tal vez?... Tengo una marcada predilección por las rubias, lo confieso, a pesar de que a dos de esas en particular debo agradecerles mis últimas noches de conteo de ovejitas... Sí, positivamente ha de ser una hermosa rubia mi hipotética compañera de las arenas. Ahora es otro el interés con que mis ojos se fijan en el concurrido mar. Trato de adivinar cuál de las nadadoras podrá ser la dueña de la llamativa toalla aurinegra y de los piececitos leves, que tan adorables huellas saben imprimir. Y, de pronto, brota de las aguas una visión alucinante. Rubia, en efecto. Rubia platino. Un cuerpo dorado e incitante como durazno en sazón..., e igual de mórbido. Un breve pretexto de malla color blanco. Y unos pies diminutos que la están trayendo —¡loado sea Dios!— directamente hacia la toalla que tengo tan cerca de mí. 82
Se sienta, la rubia, y se frota la dorada y húmeda piel con seductora suavidad, usando la toalla bicolor. Se tiende. Se estira... Suspiro. Ahora mi problema cambia. No se centra más en el quién sino en el cómo. ¿Cómo entablar conversación con la adorable desconocida? Porque ya mi ardiente imaginación ha decidido que la tal preciosidad y yo estamos destinados a relacionarnos..., una relación íntima, claro. ¿Por qué, si no, vamos a ver, yo —que abomino de la playa, como todo el mundo sabe— estoy aquí, sobre esta arena urticante, justamente en el mismo momento y lugar en que la chica —la chica de mis sueños, vaya de una vez para siempre— exhibe su belleza tremebunda sobre la cuadriculada toalla?... ¡Imposible dudarlo! Algo, alguien, enormemente sabio y previsor, nos ha reunido hoy, aquí, ahora, para compensarme por fin de esa amarga soledad en la que he vegetado durante tantos años. Solo que..., ¿cómo iniciarlo? ¡He aquí el dilema! —¿Tendrías fuego, por favor? En un principio me rehúso a creerlo. Pero finalmente debo rendirme a la evidencia indubitable de mis sentidos. En mí se fijan los cegadores ojos verdes, para mí suena la sedosa voz..., y termino por ser yo mismo el que, con mano temblorosa, enciende el cigarrillo que sostienen los afilados dedos de mi beldad playera. 83
¡Ella se ha encargado de romper el hielo!... El resto debería ser pan comido. Se trata, en definitiva, de elegir las palabras adecuadas y ¿acaso no vivo yo de eso? —Ehh... Ahh... —¡Qué preciosa cigarrera! —se admira ella. —Eh... Sí. Es de... Voy a decir “de mi hermano” (como el idiota que soy), pero a tiempo me contengo. —Es un... recuerdo de familia —improviso—. Oro incrustado. ¿Le agrada? —Mucho —y agita, sonriendo, la platinada masa de pelo. —Bonita —digo, a mi vez (¡bendito ingenio mío!) señalando la toalla. Ella ríe. Yo la imito. Deposito la cigarrera junto a las otras cosas de mi hermano —el reloj “análogo” suizo, la remera Cardin, el walkman estéreo, el celular, el pantalón color arena— y me apoyo sobre el codo derecho, para parecer más “canchero”... Y seguimos con lo de las sonrisas. Quince
minutos
después,
charlamos
igual
que
antiguos
condiscípulos. El sitio que compartimos, algo apartado de la multitud, favorece el clima de intimidad que ha surgido entre ambos. Acaba de confiarme que se llama Nora y que tiene veinte años. Yo le he dicho mi nombre, mi apellido, mi dirección, mi teléfono, mi currículo profesional; le he contado también sobre mis estudios, mi 84
trabajo actual, mis gustos y aversiones, mi pasado, mis secretas tragedias, mis ocultos temores, mis ilusiones más acariciadas. Incluso, ¡vaya!..., le he insinuado mi admiración creciente hacia ella. ¡Hay que ver las ironías que tiene el destino! Hacía lustros que no me ensuciaba los pies con arena de playa, porque a la playa nunca pude soportarla..., y hete aquí que nada menos que en una playa me vengo a encontrar con la mujer soñada. Y es evidente que congeniamos... Noto que me observa con ternura, sin demostrar aversión ante los miembros pálidos y flacos que emergen de mi short y de mi camisa blanca: es claro que se interesa más en lo que llevo dentro que en esta desgarbada apariencia mía. En poco tiempo más (me atrevo a pensar), acaso... —¡Che, premio Nobel! ¡Vení! Me llaman desde una sombrilla, a veinte o treinta metros de distancia. Mi hermano magnate y su séquito de amigos. Ahora recuerdo que había alguno de ellos que se interesaba en conocerme, pues había leído un par de libros míos. Suspiro. Sería una descortesía muy notoria el no ir a saludar, por lo menos... Hay veces en que la fama pesa. —¿No me disculparías un segundo, Nora? Unos amigos quieren... Su sonrisa me afloja las rodillas. ¡Es tan tierna y comprensiva! —¡Pero cómo no! Atendé, nomás, que aquí te espero... Y los ojos verdemar sellan la promesa con un brillo especial. Acudo. 85
Estrecho alguna mano. Digo un par de insulseces. Oigo, sin escuchar, las palabras de no sé quién. Río, porque me parece que los demás se están riendo. Después me pongo serio de nuevo. En verdad, mi mente está en otro sitio... Por fin hallo la forma de excusarme. Me despido. Corro..., vuelo, más bien. Llego. Y tengo que mirar durante un buen rato antes de aceptarlo. Ella se ha ido. Para siempre: lo sé. Porque con ella —con el hechizo de su piel de durazno, la magia de sus pies menudos, la bicromía de su toalla y los resplandores de su pelo de plata— se han ido también la cigarrera, el reloj suizo, el walkman estéreo, el celular y las ropas de mi bendito hermano magnate. Lo único que queda son las huellas. Durante un largo instante permanezco inmóvil. Luego doblo las rodillas y las hundo en el suelo ardiente e, inclinándome, revuelvo la arena con las dos manos hasta que desaparece toda señal de las huellas. Los granos diminutos e hirientes vuelan por el aire y se me meten en los ojos, arrancándome lágrimas. Odio la playa. ¿No lo dije al principio?
CARLOS MARÍA FEDERICI
Uruguay Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici
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amuel salía del bar junto con Marina, la chica que conoció hace unas horas. La noche era fría y las nubes tenían preso el fondo de luces estelares y el faro plateado de la luna. Se dirigían rumbo a su apartamento, pues ella aseguraba que el
suyo estaba en remodelación y por tal no podían ir allí. Avanzaron a trompicones, ella tomada del brazo del galante joven de gabardina obscura y sonrisa pícara. El whiskey había tomado cuenta de más en ambos, aunque a leguas se podía ver que Mar, como la apodó Samuel mientras le invitaba un trago, estaba menos abrumada por el alcohol. Subieron al deportivo de él y un cuarto de hora más tarde estaban llegando. Era un lujoso departamento ubicado en La Condesa, en el piso número doce de una torre de veinticuatro. Marina tomó la iniciativa y colocó un vinil en el tocadiscos, que comenzó a girar con música electrónica bastante acorde para lo que ambos esperaban de aquella noche. Mientras Samuel, detrás del bar, terminaba de verter el azúcar y las rodajas de naranja sobre el mejor whisky que tenía; preparaba un par de Old Fashioned. De pie, en medio de la enorme sala de muebles decorados con piel y terciopelo, un estilo retro pero con tintes minimalistas, bailaban al ritmo de la música. Ella comenzó a mostrarse más cariñosa que en el bar, y con cada trago que daba al coctel lanzaba una mirada coqueta a su pareja. Él, encantado por sus fugaces ráfagas de erotismo, la tomaba de la cintura por momentos y poco a poco se acercaba a su oído 88
susurrando lo bien que se veía con ese vestido. Pero cuando intentaba arrancarle el primer beso de la noche, ella desviaba aquellos carnosos labios carmesí mientras decía con sorna: —¿Solo te gusta mi vestido? Entonces ya dentro, presa de la trampa sensual que le habían tendido, y que con tanta ingenuidad no quiso evitar, Samuel le detallaba todo lo que le era atractivo en ella; el manantial de rizos castaños que la bañaba hasta por debajo de los hombros, y que solo servía de énfasis a aquel par de almejas, un poco rasgadas pero lo suficientemente redondas para dejar ver las bien resguardadas y preciosas esmeraldas que tenía por ojos; sus cálidas y sonrosadas mejillas, que se pintaban con cada palabra; las contorneadas piernas bailarinas que al andar parecían flotar por el éter; la esbelta cintura que, según él, nunca vio moverse otra igual a esa. Y mientras terminaba de hacer su declaración, Marina comenzaba su rito: rozaba su cuerpo entre los pasos de baile, con pequeños y suaves deslices de arriba a abajo, de pecho y de espaldas, sin dejar de sentir una parte de él sobre ella, y sin dejar que la tocara. La excitación ya había sobrepasado los límites de Samuel e, intentaba cada que veía sus labios, quitarles el sabor. Pero seguía sin ceder, aún continuaba el proceso de seducción. Se detuvo la música y ambos aprovecharon para hacer su siguiente movimiento; uno corría a la barra y rellenaba los pequeños vasos, esta vez más cargados que la vez pasada, pero antes de regresar a la pista de baile, sacó de algún lado un par de cuadros de papel 89
absorbente a los que les impregnó dos gotas de ácido lisérgico, para después dirigirse a la consola y poner otro vinil de música más acorde; la otra se sentó por un momento en el sofá, mientras de su bolso sacaba tres pastillas, dos rosadas y una blanca de buen tamaño, que escondió con un hábil movimiento en la palma de la mano. Se volvieron a ver en el centro de la sala, donde no le entregó el vaso hasta que le explicó los efectos del papel y de cómo tenía que guardarlo debajo de la lengua. Entonces sí, brindaron por haberse conocido. Con el primer trago Samuel la dejó un momento a solas con la música para ir al baño. Y cuando vio que éste cerró la puerta, fue a la mesilla donde había dejado su vaso y echó dentro las pastillas. Provocando una leve efervescencia que disolvió con prontitud utilizando el mezclador. Ya venía de regreso. Una vez reanudado el baile entre ambos, que esta vez era más bien una danza retorcidamente liquida, y después de otro par de tragos, llegó el primer beso. Para sorpresa de Samuel ella había tomado la iniciativa: Se colgó de su cuello dando vueltas al ritmo de la psicodelia, en lo que él vagaba con sus largos dedos por la suavidad de su espalda al descubierto por el escote del vestido, para ir a terminar en sus firmes y confortables nalgas que tanta fascinación le provocaron desde que la vio sentada en el rincón del bar; ella mordisqueaba, a veces con fuerza, a veces con curiosidad, su oreja derecha, hasta provocarle un leve sangrado que no rasgó la atmosfera en la que ya estaban envueltos, así seguía por el cuello abriéndose paso a dentelladas hasta conseguir 90
pescarse de su labio inferior, para después hacerlo partícipe en un largo y nada infantil beso. El termostato corporal de la pareja fue subiendo en grandes cantidades, la primera señal fue el juego de manos que ambos se propiciaron. Ya con descaro él jugaba por debajo de su vestido, dejando al descubierto sus marcadas piernas por los apretones que le había dado. Mientras, ella soltaba cortos gemidos que le nacían desde la entrepierna, subían por los nada despreciables níveos senos, y que al salir por la garganta se fundían con la música. En lo que con sus ágiles manos buscaba, sin encontrar nada pero sin dejar de buscar, quién sabe qué dentro del pantalón de Samuel. La camisa de este fue la primera prenda en tocar el suelo, seguido de sus pantalones y el diminuto vestido rojo de ella. Sin arrancarse los interiores y aguantando el desenfreno de la pasión que se desbordaba por el balcón hasta doce pisos abajo, avanzaron a la alcoba en medio de un mar de manotadas y lengüetazos multicolor. Ya dentro, ella lo empujó a la cama mientras comenzaba la segunda parte de su rito: un sensual baile, sirviendo de pretexto para que lo poco que le quedaba de ropa saliera volando por toda la habitación, dejando al descubierto el principio del placer, que con la media luz rojiza que proyectaba la lámpara ubicada en una esquina, se pintaba como un ángel caído dispuesto a todo. Entonces se lanzó sobre él, y lo que siguió después se transformó en un acto de mera inefabilidad. Pues ambos nadaban en un mundo de éxtasis gracias al lisérgico y al alcohol. 91
Al rato que se agotó la excitación pero no el efecto del papel secante, Samuel comenzó a sentir más extraña de lo usual la percepción de los objetos a su alrededor, a la vez que toda la habitación giraba con frenesí. Yacían ambos desnudos sobre la cama; ella fumaba cannabis de un pitillo que había tomado de un cajón, mientras él desesperaba en su interior por aquella extraña sensación que lo mareaba con el solo hecho de intentar fijarse en el espacio. Pidió que le pasara el cigarro para intentar relajarse, pero al contrario de lo esperado todo empeoró. La visión se le volvió nebulosa y todo se pintaba en escalas de grises, las manos comenzaron a temblar en esporádicos espasmos y los párpados parecían aumentarle de peso con cada segundo. En medio de aquel inexplicable vértigo, veía a Marina relajadamente recostada con los senos erectos al aire, tan reflexiva e imperturbable. Expidiendo grandes caladas de espeso humo por la nariz y la boca, con la mirada penetrando el infinito espacio anegado de estrellas de mil colores que seguro estaba contemplando en el obscuro cielo raso. Decidió cerrar los ojos y dejarse llevar por la macabra corriente que lo hundía cada vez más, quizá solo era un pequeño lapso de mal viaje, pensó. Pero poco a poco fue perdiendo la noción de lo que pasaba, hasta que se hundió en un mar de penumbra sin fondo. Cuando fue despertando (o recobrando el conocimiento mejor dicho), sintió que la cama estaba húmeda y a la vez comenzaba a quemarle la piel. Quiso levantarse pero una dolorosa punzada le arrebató el esfuerzo. De a poco su visión fue despabilándose hasta que lo 92
sorprendió con que estaba recostado en una cama improvisada con cubos de hielo, sumergido en la tina de baño. No recordaba casi nada de lo ocurrido hace unas horas, pero de algo estaba seguro y es que no había entrado a esa habitación en ningún momento de la noche. Al menos no después de que se fueron trenzados por la pasión rumbo al cuarto. Gritó a Marina con las fuerzas que pudo permitirse, pero no recibió respuesta. Solo así se dio cuenta del error que cometió; la noche, el alcohol, las drogas, la música y el sexo, quería salírsele todo junto mezclado con el rencor, el odio, la frustración y el dolor, por la garganta, aunque tuvo que reprimirlo, pues a tiempo se dio cuenta que de nada serviría ya en aquella deplorable circunstancia; una larga sierpe color carmín con escamas de nylon le daba vuelta en el costado izquierdo del torso. Un agudo zumbido dentro de su cabeza casi lo devolvió al sopor cuando vio la magnitud de la herida. Pero como pudo, aguantando el dolor y tomando suficiente aire más que fuerza, la cual era casi nula, salió de la tina y arrastrándose por todo lo largo del vacío departamento, consiguió llegar al teléfono y marcar. Casi diez minutos después, los cuales parecieron horas infinitas perdidas en el tiempo, llegaron un par de detectives acompañados de la unidad de paramédicos y varios policías. No hubo necesidad de atar cabos, pues todo apuntaba a que aquella fechoría maestra estaba premeditada. Fue imposible levantar denuncia alguna. Más que por no recordar ningún dato, excepto el nombre, que seguramente era falso, ni 93
siquiera el rostro de su amante nocturna, por el hecho de que aquella delirante fiesta se celebró con su aquiescencia. Ya tendido en la cama del hospital, después de haberle suministrado los analgésicos y antibióticos correspondientes ante este tipo de cirugías, y de hacerle los análisis y exámenes necesarios, se dieron cuenta de que el corte, la extracción y la sutura, habían sido efectuados por un experto. El procedimiento parecía hecho en un quirófano profesional. Incluso por su sangre ya corría un antibiótico capaz de prevenir cualquier infección antes de que pudiera pedir la ayuda necesaria, además de una larga lista de diversas drogas, y un fuerte analgésico capaz de dormir a toda una cuadra de caballos. Aunque no lo suficiente para llegar a matarlo. Aquello no se trataba de cualquier decisión arbitraria, sino que era el trabajo de un profesional en la materia que sin duda alguna no era la primera vez que cometía aquel delito.
Edgar Alberto Vera Galeana
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