EL NARRATORIO - ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO. 5 JULIO 2016

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EL NARRATORIO

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INDICE EL INFIERNO BLANCO SERGIO GAUT VEL HARTMAN 5 NOCHES DE BASEBALL ALBERTO SÁNCHEZ ARGÜELLO 13 EL CALLEJÓN DEL SILENCIO PATRICIA RICHMOND 15 SEGURO QUE SON LAS DOCE JORGE ARIEL REDINI 21 VIVIR SIN NICO MÓNICA ALTOMARI 24 pocha veneno JUAN MARCELO SOSA 30 EHECATL FEDE MARONGIU 32 CARRERA A LA LIBERTAD DaNIEL ABREGO 37 EN LA IGLESIA LEÓN SALCOVSKY 40 LO HAGO POR QUE TE AMO DAMPERJAZ L.J. 45 EN OLOR DE SANTIDAD DAMARIS gASSON 49 OBSESIÓN ADA INÉS LERNER 54 UNA SANTA RAMIRO RESTREPO u 60 LOS MOCASINES DE VAN GOGH MARTÍN ALVARENGA 66 ESE DÍA WINEY CAMACHO FERNáNDEZ 71 después del invierno ebher castillo cadillo 75 UN AMOR DE NOVELA VICTORIA VENTURA H 80 úLTIMO EXÁMEN CARLOS M. FEDERICI 84

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M

iriam despierta sobresaltada, se sienta en la cama. No se trata de un despertar común; no es el despertar de las siete de la mañana, cuando el reloj produce su rutinario estruendo. Todavía es de noche, brillan la luna y las estrellas en la clara

noche otoñal y las sombras se demoran, extrañas, peligrosas; algo pasa con las sombras. La apremia una sensación de angustia; no se siente como quien se acaba de liberar de una pesadilla, sino como alguien que pronto caerá en las garras de la realidad, la peor de las pesadillas. Había estado soñando con Tina, su hija de cuatro años, un demonio risueño y travieso que diariamente pone a prueba la consistencia del universo con sus travesuras. Y en el sueño, Tina hablaba de una casa de muñecas gigante que deseaba colgar, como una pajarera, del raquítico naranjo del jardín. No, definitivamente no se aleja de la angustia; está lista para ser víctima del monstruo que acecha en la penumbra del cuarto, algo ajeno, ominoso, desconocido. —¡Tina! —exclama. Prende la pequeña linterna que siempre tiene en la mesa de noche y orienta el haz en dirección al rostro de su hija, que aparece de pie, junto a la cama—. Me asustaste —dice. Pero se arrepiente de inmediato; ha pronunciado dos palabras tibias, endebles. La sangre se le hiela en las venas. ¿Qué tiene Tina? Una brutal transformación se ha operado en el rostro de la niña, desfigurando las delicadas facciones. Tina la mira con los ojos azules abiertos, pero no la ve; no son los ojos vivos a los que está acostumbrada. No está dormida. 6


No está despierta. Es como si un huracán hubiera devastado los rasgos de la pequeña: la mandíbula cuelga floja de la cara, y un hilo de saliva rosada fluye desde la boca y moja los labios torcidos antes de escurrirse por la barbilla y gotear—. ¡Tina, hija! ¿Qué te pasa? —Extiende los brazos y zamarrea el cuerpo tomando a la niña de los hombros; pero la expresión ausente, imbécil persiste. Por un momento imaginó que estaba dormida, presa de la fiebre, encerrada en el horror de un mal sueño. Ella, su hija, ambas. Lucha contra el enemigo como si no fuera más que eso, un fenómeno onírico que se evaporará al despertar, un producto de la aviesa malicia de las sombras. Pero no. Es inútil. Tina sigue igual; un horror inimaginable, visto u oído, ha marcado a fuego a la niña. Deja de sacudirla y la estrecha contra su pecho, le da calor y le transmite sus palpitaciones. Llora. Deja que las lágrimas ácidas bañen el rostro de su hija como si estuvieran hechas de agua bendita. —Tina, Tina, Tina – canturrea—. ¿Qué haremos? Bruno se mueve en la cama, a su lado. Ronca, protesta. Tiene el sueño pesado; no lo despertaría ni el estallido de una bomba, suele bromear. Él podría ayudarme, piensa la mujer. Lo toca, lo empuja, lo sacude, pero es inútil; Bruno seguirá ausente hasta el amanecer. Sin embargo, hay algo natural y confiable en la forma de dormir del marido, reflexiona la mujer, tranquilizador. La realidad no se ha desmoronado y lo de Tina debe ser algo pasajero, la impresión producida por un ruido, un animal feroz atacándola en las entrañas del sueño. Si se atreviera a prender las luces podría comprobarlo. Pero tiene miedo de lo que puede 7


encontrar en el cuarto de la niña, merodeando por la sala, dueño y señor de toda la casa. Observa a Tina una vez más, separándola de su pecho; busca un signo salvador, un cambio que aliente la esperanza. No. ¡No! La imagen de la otra Tina, la de los ojos pícaros y la risa fácil, que ha visto madurar a lo largo de cuatro años, se difumina en esta otra, una máscara idiota, un fraude urdido por la entidad maligna que tomó el control. No se atreve a concebir otra explicación. Se levanta bruscamente de la cama y Tina se desploma junto al cuerpo del marido. Empuña la linterna y armándose de un valor que no le pertenece da dos, tres pasos, cada vez más lentamente, cuatro, cinco; está segura de que en el cuarto de la niña hallará la explicación. Mueve la linterna en círculos. Nada sobre la cama de Tina, nada sobre la caja de los juguetes, nada en el piso, entre las muñecas de paño y los osos de felpa. El universo infantil está en calma; ninguna animación sobrenatural de los títeres que exhiben sus muecas tontas entre electrodomésticos en miniatura, ningún plasma de origen ignoto agita la atmósfera. Sin embargo... sin embargo, hay un resplandor, una tenue luminiscencia que nimba el monitor de la PC de Tina. Comprende. La máquina ha quedado encendida y el protector de pantalla, un campo negro por el que cruzan fugaces cometas y estallan soles como fósforos que se encienden, compite contra la oscuridad nocturna. Cubre la distancia que la separa de la computadora, segura de que hallará la explicación —y tal vez un remedio— en el altar de ese dios al que ella también venera. Se sienta en la butaca y cierra los dedos de la mano 8


derecha sobre el ratón, mientras la izquierda recorre el teclado en busca de la secuencia que le permita acceder a los últimos juegos de Tina. En efecto: Tina ha estado jugando con un interactivo duro, en el que el manipulador define roles y caracteres. Invoca la repetición y el juego se despliega, como un film. Observa. Aparecen los personajes familiares del universo de la niña: mamá, papá, la abuela, la señora de la limpieza, la maestra jardinera, Tina. Las figuras se mueven y actúan como en la vida cotidiana; se quieren y pelean, se consienten y rechazan. Por un momento todos aman a Tina; a continuación son odiosos monstruos que tratan de obligarla a comer cosas repulsivas, le niegan la satisfacción de sus caprichos, interrumpen sus juegos, no le prestan atención, la reprenden... La realidad virtual construida por Tina parece haber evolucionado desde un sencillo y apacible esquema familiar hasta un conflicto en el que abundan los gritos, se amagan golpes y finalmente se descargan, en particular sobre su propio cuerpo. Pero desconcierta y asusta el poder de transformación del juego. Tina crece y lucha ferozmente, ayudada por la matriz creada por psicólogos y pedagogos; los juegos educativos multiplican los rasgos positivos de la personalidad infantil y potencian sus capacidades latentes... Pero aparece el dolor, el sufrimiento. Si la idea es preparar a los niños para la vida... ¡Pobre chiquita! Ha jugado hasta agotar las posibilidades; en el registro aparece claramente el disparador de su crisis. Furiosa e incomprendida, ha mezclado realidad y fantasía, llegando al extremo de 9


crear un arma, burdamente copiada de un film violento, para liquidar, en rápida sucesión, a todos los responsables de sus frustraciones. Mamá, papá, la abuela, la señora de la limpieza y la maestra jardinera caen abatidas por las ráfagas y Tina, triunfante, patea con saña los cuerpos inertes, mete los dedos en las heridas, se los chupa, se pinta con la sangre la frente y las mejillas. Sólo resta prender las luces, despertar a todo el mundo, cachetear a Tina, meterla debajo de una ducha fría. Debo hacerla reaccionar, se dice, especialmente ahora, que conozco el origen del estupor que la tiene prisionera. Apaga la PC, retrocede sobre sus pasos. Su mente clarea y el amanecer avanza del otro lado de las ventanas. Quizá Tina cayó en un sueño profundo, acunada por los ronquidos de Bruno, el horror disipado como una bruma que barre el viento. Tropieza. El desconcierto dura una fracción de segundo. Ha chocado con el cuerpo de su marido y sabe, como sólo saben las cosas las mujeres, que el hombre está muerto y mientras cae, a medida que se precipita en un abismo más negro y profundo que la muerte misma, verifica que esa es la verdad y ninguna otra. La caída es infinita; no termina nunca de llegar al suelo. Se debate, impotente, aleteando con sus brazos entre oscuras columnas de roca que flanquean el pozo. No logra separar al hombre real, que duerme en la cama y ronca como un oso, del hombre virtual asesinado por Tina; ya nada será igual en la mente de la pequeña, piensa. El rostro, indefenso, golpea contra las baldosas heladas, pero 10


apenas repara en ello, se desentiende del dolor y del espantoso magullón que se debe haber formado en la frente. Se levanta, se peina el cabello con las manos en un gesto automático, fuera de lugar. La casa ha sido tomada por asalto, concluye; la realidad del juego, superpuesta a las débiles e indefensas rutinas de lo cotidiano, en absoluto preparadas para la lucha, ha ganado la primera batalla, pero no la guerra. No sabe si será capaz de torcer el rumbo de los hechos, de recuperar a Tina, o si la perderá para siempre en los meandros

de

la

locura,

pero

debe

intentarlo.

Grita,

aterrada,

infructuosamente. Ahora sí: prende las luces, baña con un fuego crudo y entusiasta las habitaciones de la casa en la que réplicas gigantes de Tina, pegadas contra las paredes, persiguen a las sombras que proyecta su cuerpo. En el suelo, ensangrentados hasta la exageración, los cuerpos descartados de papá, la abuela, la señora de la limpieza y la maestra jardinera, rígidos y fríos, ya recorren el camino que va del rigor mortis a la descomposición. Hace un supremo esfuerzo por eludir el final inevitable, pero no lo logra. La mirada completa el recorrido y se detiene ante un bulto informe. Allí está ella, su propio cuerpo, rígido, irrecuperable. Levanta a Tina de la cama con los ojos cerrados para no ver la mirada vacía de su hija y camina a ciegas hasta el sillón hamaca. Se sienta y empieza a mecerse. Quiere volver al mundo real, pero se extravía en un territorio turbio, que no es sueño ni vigilia: la boca se le tuerce, la mandíbula se le afloja; un hilo de saliva rosada le fluye de la boca, le 11


humedece la comisura de los labios y le chorrea por la barbilla antes de gotear precipitĂĄndose en el vacĂ­o.

Sergio Gaut vel Hartman

Argentina

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Sergio_Gaut_vel_Hartman

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E

sta noche no fuimos a jugar en el claro del bosque. Iván nos convenció de ir a espiar al nuevo guardia del cementerio. Nos dijo que estaba totalmente convencido de que esta vez sí era un vampiro. Me pareció un desperdicio de luna llena, pero los

demás estaban muy emocionados y no les quise quitar la ilusión. Llegamos cerca de la caseta de madera y nos escondimos tras unos matorrales. El viejo no se percató de nuestra presencia, parecía un poco perdido con su uniforme gris lleno de manchas de café. Encendió un cigarro, pero no se lo terminó, una tos seca se lo impidió. Pasó un rato sintonizando estaciones en una radio inter y finalmente se quedó escuchando un partido de baseball. El viejo cerraba los ojos y parecía imaginar las carreras y atrapadas, de vez en cuando esbozaba una sonrisa entre sus labios arrugados y suspiraba. Los muchachos ya se querían ir, pero yo los detuve. Iván estaba desilusionado, pero a mí no me importaba que este hombre no tuviese colmillos, me daba gusto verlo así, gozando el juego en su imaginación, en paz. Cuando se quedó dormido me puse a pensar en mi padre y las veces que intentó enseñarme a batear, él con su paciencia, yo con mi torpeza. Luego los muchachos se levantaron y nos despedimos sin mirarnos, cada uno de vuelta a su lápida.

Alberto Sánchez Argüello

Nicaragua

Facebook: https://www.facebook.com/Alberto-Sánchez-Argüello-escritor-nicaragüense-768722183206413/?fref=ts Twitter: https://twitter.com/7tojil 14


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E

ra estrecho y oscuro. Nunca había reparado en él, a pesar de abrirse en medio de la Gran Vía, entre la floristería y el elegante taller de costura de la célebre Pilar Pardo. Todas las tardes, al salir del conservatorio, me paraba delante del gran

escaparate de su tienda. Mientras contemplaba embobada los maniquíes, soñaba con el vestido perfecto, el que encargaría algún día para mi debut en el Auditorio. Aquella tarde pasé como siempre por delante del callejón, sin verlo, directa hacia el nuevo modelo que dos dependientas estaban colocando en medio del ventanal. Lo había encontrado: negro, hombros al aire, mangas amplias de encaje y una falda de capas de gasa en cascada. ¡Un vestido para volar tocando el violín! Entonces la oí. Una melodía triste que sonaba dentro del callejón. Me asomé y, al fondo, vi a un hombre ante la mansión desvencijada que cerraba el corredor abierto entre las casas de la avenida. Avancé y me dejé llevar por las hermosas notas que escapaban de su acordeón. Cerré los ojos, igual que él, y tuve la sensación de que el tiempo se había parado dentro de las sombras que nos envolvían. Cuando terminó la canción volví a la realidad y le contemplé a la escasa luz que llegaba desde la calle principal. Viejo, melena blanca y arrugas hasta en su mirada vacía, que me hizo comprender que era ciego. Me agaché y deposité unas monedas en su sombrero. Sin decir nada me di la vuelta y, al llegar junto al escaparate de la tienda, escuché 16


su voz dándome las gracias. En ese momento leí el nombre escrito en un letrero

de

cerámica

sobre

la

pared,

“Callejón

del

Silencio”,

e,

impresionada todavía por la música brillante que seguía girando en mi cabeza, no pude evitar un escalofrío. Tras los instantes que había pasado en la penumbra, me costó caminar bajo la luz intensa de la tarde. Llegué a casa y bajé las persianas. Olvidé las partituras que tenía que estudiar y practiqué durante varias horas la melodía que no podía dejar de tararear. Al día siguiente, al salir de clase, fui al callejón. Allí estaba el viejo acordeonista, tocando la misma canción. Me acerqué sin hacer ruido, dejé el estuche en el suelo, saqué el violín y me uní a él. Cuando acabamos sonrió mirando al vacío. —Hueles a violetas —me dijo. Me pidió que esperara y entró en la casa, que parecía abandonada. Al cabo de un momento salió y me entregó un cuaderno de partituras. Estúdialas —me ordenó— y vuelve mañana. Al salir a la avenida la luz del sol hirió mis ojos. Llegué a casa llorando y tuve que dejar una habitación casi a oscuras para recuperarme. Estudié las notas del cuaderno y ensayé toda la tarde y parte de la noche, hasta que caí rendida. Pasé la mañana encerrada, luchando contra el brillo del sol que se filtraba por los visillos atormentándome los ojos. Por la tarde me puse unas gafas oscuras y corrí a mi cita con el músico. 17


La dependienta de la floristería, una mujer mayor, estaba regando las plantas expuestas en la acera. Me acerqué y le pregunté por la casa del callejón. Me contó que había pertenecido a un músico muy importante, uno de los mejores directores de orquesta de su época. Pero una enfermedad repentina le dejó ciego y cayó en una profunda depresión. Su mujer le abandonó y, pasado un tiempo, él desapareció. Desde entonces la casa estaba cerrada. —¡Pero yo le he visto! —protesté. Toca el acordeón todas las tardes ante la puerta, ha tenido que escucharle. —Yo sólo te he oído a ti —me dijo sonriendo. Y siguió regando sus flores. La luz me molestaba cada vez más y me refugié en las sombras que me esperaban. —Buenas tardes, Violeta. Toca para mí. Saqué el violín y toqué. Toqué como no sabía que podía hacerlo, dejando que mis dedos dibujaran las notas y que el arco las acariciara sobre las cuerdas, estremeciéndolas con el temblor de los amantes que se recorren la piel por primera vez. —Estás preparada. Descansa; mañana será tu gran noche. A pesar de las gafas de sol, los ojos me ardieron al sentir el resplandor de la luz que quedaba en la calle. En cuanto llegué a casa bajé las persianas y corrí todas las cortinas hasta dejar las habitaciones completamente a oscuras. 18


Apenas pude dormir, preguntándome qué habría querido decir el anciano sobre lo de la gran noche. Dediqué la mañana siguiente a intentar aliviarme los ojos con baños de manzanilla. Por la tarde, antes de mi hora habitual de salida, llamaron a la puerta. Era un repartidor que me entregó una caja alargada. La llevé al dormitorio y la abrí. Casi no veía, como si un velo negro hubiera caído sobre mis ojos, pero reconocí al instante de qué se trataba. Era mi vestido, el mismo precioso vestido que soñaba con llevar en mi debut ante el público. Y entendí el mensaje. Me lo puse y me imaginé ante el espejo que casi no me devolvía ya ningún reflejo. Con el estuche del violín bien agarrado bajo el brazo, salí de casa al anochecer, manteniendo los ojos cerrados durante todo el camino que sabía recorrer de memoria. En el callejón no había nadie, pero la puerta de la casa abandonada estaba abierta. Entré y escuché su voz: —Adelante, Violeta. Toma asiento. Me senté en la única silla libre, en medio de los violinistas, tras los que una hilera de violonchelistas cerraba un espectral semicírculo de miradas vacías. —Señores, ha llegado nuestro primer violín. La orquesta está completa. Toquemos. Dio un par de golpes con la batuta sobre el atril y, a su señal, comenzamos a interpretar al maestro Piazzolla como nunca nadie lo 19


había hecho. Las notas del “Libertango” detuvieron el tiempo y, lentamente, echaron el telón sobre mis ojos para siempre.

patricia richmond

España

Twitter: @PatriciaRichm_ Blog: patriciarichmond.blogspot.com.es

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Y

a deben ser las doce seguro que son las doce rubia muy rubia era la niñita muy rubia y me gustaba todos los días no escucho los pasos por el pasillo pero tengo hambre seguro que

son las doce porque tengo hambre no me gusta tener hambre rubia me gusta parecía un angelito alta en el cielo pero no escucho los pasos tengo hambre ya deben ser las doce un día va a entrar sola y si es la rubia lo mismo que la niñita alta en el cielo la vi subiendo y me gustaba más que antes todos los días porque parecía un angelito si el guardia se queda atrás tengo que ser rápido para empujar la puerta tengo hambre ya va a venir seguro que son las doce y voy a escuchar los pasos por el pasillo y si es la rubia y entra sola el guardia se queda atrás yo la vi subiendo como un angelito aunque me gustaba la niñita rubia todos los días me gustó más cuando la vi subiendo aunque a la niñita le seguía apretando el cuello hasta que después me trajeron acá pero yo la vi subiendo y los demás no la vieron ahí me parece que son los pasos ojalá sea la rubia y tengo hambre porque ya son las doce seguro y tengo que ser rápido para empujar la puerta y dejar al guardia afuera sí son los pasos por el pasillo me traen la comida que suerte alta en el cielo a ver si es la rubia sí sí sí es la rubia ahora empujo la puerta rápido me apoyo contra la puerta el guardia se quedó afuera pero quiere entrar no va a poder porque estamos los dos contra la puerta y le aprieto el cuello tengo hambre y la comida se desparramó toda por el piso pero no importa sigo apretando fuerte y el guardia grita y sigue queriendo entrar ya la veo subiendo subiendo rubia 22


alta en el cielo es un angelito hermoso una maravilla sí sí sí la veo la veo y es hermoso seguro que son las doce abrieron la puerta me agarran me agarran me tironean pero ya no importa alta en el cielo subiendo subiendo yo la vi ellos no la vieron entonces no saben yo la vi subiendo qué hermoso el angelito deben ser las doce y tengo hambre y la comida la veo por el suelo y veo el cuerpo tirado era la rubia y el guardia se quedó atrás y estuve rápido muy rápido y fue hermoso alta en el cielo el angelito pero tengo hambre seguro que son las doce.

Jorge Ariel Redini

Mendoza, Argentina

Facebook: www.facebook.com/jorge.redini

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H

oy me fijé en el almanaque de la cocina y falta un día para volver a ver a Nico. Ya hace un mes que no está en casa, dijo ayer la abuela. Yo miro sus juguetes, su cama vacía al lado de la mía y me dan ganas de llorar. No hay un día que no lo

extrañe. Hasta me enfermé y tuve que faltar un montón de días al cole. Trato de que mamá no me vea tan triste, porque ella lloró mucho cuando papá se lo llevó. «Me tiene agarrada —le decía a la abu— me amenazó con llevarse a Jero también». Tuve mucho miedo de que papá me llevara. Es muy malo papá, me grita y le grita a mamá y a la abu. Al único que quiere papá es a Nico. «Es porque es su hijo» dice la abu. A mí me reta todo el tiempo: «Jerónimo estás castigado», «Jerónimo no vas a comer postre», «Jerónimo hoy no salís a jugar». ¿No podría haberme dicho «Jerónimo hoy me llevo a tu hermanito» así yo lo escondía donde él no pudiera encontrarlo? Es malo papá, muy malo. Mañana lo trae a Nico pero sólo por unas horas, «Va a ser terrible cuando se lo lleve de nuevo» —le dice mamá a la abuela. «Es un hijo de puta. ¿Qué le cuesta dejártelo aunque sea unos días?» —dice la abu.

«Nada le cuesta, pero está

decidido a castigarme, voy a tener que matarlo para recuperar a mi hijo». Matarlo. Al padrino de Lucas, mi amiguito de la esquina lo mataron, fue para robarle el auto, dijo la abuela. Lucas me contó que lo enterraron en un parque con muchas flores. Lucas llora, lo extraña mucho a su padrino. «Cuando alguien se muere no lo volvés a ver hasta que te morís vos también» —me dijo. A mí no me importaría no volver a ver a papá. Me acerco a mamá y le pregunto si lo va a matar a papá para que vuelva 25


Nico. Se enoja, me zamarrea, «¿Por qué escuchas todo lo que hablamos los grandes, por qué no estás jugando en tu habitación?» Me lleva de un brazo a mi cuarto. «Nadie va a matar a nadie —me dice— la gente buena no mata a nadie». Enciende la tele, me pone una película y se va, cierra la puerta. Me acuesto en la cama de Nico y miro la peli que es de un chico que se llama Kevin y que se queda solo en su casa en Navidad y se pelea con unos ladrones, es muy graciosa. «Esta es mi casa y voy a defenderla» —dice el chico. Los ladrones son unos tontos y caen en todas las trampas que les pone Kevin, ahora pisan los autitos y se caen al suelo. Yo nunca me caí, a pesar de que papá siempre me retaba cuando alzaba a Nico y bajaba la escalera «Lo vas a tirar, ¿No ves que es muy pesado para vos?» —me gritaba y me sacaba a Nico y me daba un pellizco fuerte en el brazo o me tiraba del pelo. Es malo papá, más malo que los ladrones de la peli, porque me robó a mi hermanito y ahora, tengo que extrañarlo como si estuviera muerto. La abu entra en mi cuarto y me trae chocolatada con vainillas: «¿Cómo está mi nietito?», me besa y me abraza. La abu se va y yo sigo mirando la peli, la madre de Kevin vuelve a la casa para buscarlo, mi mamá también volvería, mamá me quiere. Termino de ver la película, al final la policía se lleva a los ladrones y el chico se abraza con su mamá. Voy corriendo a la cocina a buscar a mami que está cocinando y la abrazo fuerte. Ella me sonríe y me dice que vamos a ir a buscar un regalo para Nico, yo la persigo por la casa mientras se cambia la ropa y le cuento la película y nos reímos juntos. Vamos a la juguetería de la avenida y le compramos una pelota y un 26


perro rojo. Mamá me dice que elija algo para mí y yo no sé con qué quedarme, porque me gustan todos los juguetes. De golpe veo los autitos, son chiquitos como los que tenía el chico de la película. Se los señalo a mamá y espero. Mamá mira el precio y me dice «Podemos comprar cuatro». Yo me elijo uno rojo, uno amarillo, una patrulla y una ambulancia. Volvemos a casa y comemos milanesas con abu, «Hoy, a dormir temprano para que mañana puedas jugar más con Nico ¿Le vas a prestar tus cochecitos?». «Claro» le contesto. Me dan un flancito con dulce de leche y me mandan a dormir, mamá me tapa. «Sos mi hombrecito querido» —me dice y me besa. Me pone la tele en un canal de dibujitos «Media hora» me dice y la deja para que se apague sola y se va. Yo me duermo recordando la película. «Esta es mi casa y voy a defenderla» repito en voz alta y me duermo contento. Me despierto a las diez con el timbre del portero eléctrico. Me levanto y corro a la puerta gritando «Es Nico». Mamá me atrapa de un brazo y me dice «Tranquilizate, ya sabés como se pone tu papá»

Me

quedo quieto, la abuela abre la puerta, ahí están papá y Nico, que se desprende de la mano de papá y viene corriendo a abrazarnos. Mamá llora y lo besa mucho, la abuela nos abraza a los tres y papá nos mira enojado. «Vos Jerónimo ¿No me vas a saludar?». «Saludá a papá» me dice la abu. Me acerco y le doy un beso, tiene la cara rasposa y fría. «¿A qué hora venís a buscarlo?» Le pregunta mamá a papá. «Me voy a quedar acá, no lo dejo con vos ni loco querida» le contesta. Mamá va a decir algo, parece enojada, pero la abuela no la deja. «Gerardo, vení que 27


te preparo un rico café». Papá y la abu se van a la cocina y nosotros tres nos quedamos juntos, abrazados. «¿Podemos ir al cuarto?» le pregunto a mamá, «Claro» dice. Tomados de la mano, Nico y yo, corremos por el departamento. «Despacio» grita papá desde la cocina. No le hacemos caso. Mamá se mete al cuarto con nosotros y se queda mientras le muestro a Nico mis autitos nuevos, después se va. «Voy a ver a la abu, no hagan lío». Nico se sube sobre su cama y salta, está contento, revolea el perro y rebota la pelota contra los muebles. «Pará nene que mamá se va a enojar» le digo. «¿Te gusta estar acá, Nico? ¿Me extrañaste?» le pregunto, pero él se ríe y sigue saltando y no me contesta. Yo intento abrazarlo pero él no se deja. «Yo te extrañé mucho» le digo y él me empuja y entonces jugamos a la lucha, yo despacito como me enseñó mamá para no lastimarlo. Paramos de luchar porque Nico quiere hacer pis y yo aprovecho para ir a ver qué pasa en la cocina. Mamá y papá pelean como siempre «Por favor, dejámelo el fin de semana. No puedo llevarlo a ningún lado aunque quiera, si no tengo un peso. Dejámelo, el lunes a primera hora te lo llevo». Papá habla despacio y yo no lo escucho pero mamá llora y la abuela dice «Gerardo, por favor, sé razonable». Ahora la abu también llora y yo quiero gritarle a papá, decirle «Esta es mi familia y voy a defenderla». Me vuelvo a mi cuarto y busco los autitos, doy vuelta la llave de la puerta de casa y, sin hacer ruido, salgo al pasillito que lleva a la escalera que va a la calle. Hago como Kevin, pongo los autitos en el primer escalón, el de arriba de todo, me quedo mirándolos y dudo porque me da lástima que se terminen rompiendo, 28


pero de golpe lo veo a Nico que sale del baño y viene corriendo y gritando a ver qué estoy haciendo, y ya no me importan nada los autitos. Levanto a mi hermanito en brazos y con cuidado empiezo a bajar la escalera. Papá no me hace esperar, sale como un loco de la casa, «Lo vas a tirar» me grita. Yo sigo bajando sin hacerle caso. Papá pisa la ambulancia, resbala, pega un grito y cae como los ladrones de la peli. Queda tirado al lado nuestro, primero tiembla y después se queda quieto, muy quieto. «Dios mío» —dice la abuela tapándose la boca. Nico llora, y mamá me mira y mira los autitos «¿Qué hiciste? —me grita— ¿Qué hiciste?».

MÓNICA ALTOMARI

Argentina

Twitter: https://twitter.com/MonicaAltomari?lang=es

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C

uando la Rosarito se le entregó al Chano en la sementera sin saber que Pocha la venía siguiendo, ardió Troya y también Sodoma y Gomorra juntas. Pocha atacó como una leona del Serengueti. Rosarito, semidesnuda, saltó el cerco de ramas sin

tocarlo salvándose por un pelito de que no le reventara la cabeza con un palo y, cual cabra desgaritada, desapareció en el monte mientras intentaba a la carrera ponerse sin éxito la bombacha. Pocha salió en su persecución pero Chano la detuvo, la zamarreó, la cacheteó y la tiró al suelo hasta que se tranquilizó. Aquella tarde llevaron a la pobre Pocha al hospital para que le lavaran el estómago, porque sintiéndose más despechada que Medea de la Cólquida y en su afán de dejar este mundo como digna mujer latina de sangre caliente, se liquidó una bolsa de veneno para ratas como si se tratara de grageas de chocolate. Desde aquel día, cada pelea grande terminaba con ella en el hospital

porque

siempre

elegía

desahogar

sus

penas

ingiriendo

sustancias tóxicas, de allí que la gente del pueblo la bautizara con el mote de Pocha Veneno.

Juan Marcelo Sosa

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/marcelokraken.sosa Bio: http://biosdelosblogsh.blogspot.com.ar/search/label/Marcelo%20Sosa

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L

o que parecía ser un alarido me despertó. Era desgarrador y me devolvió a la realidad luego de varias horas de dormir recostado en el suelo húmedo de este recinto donde me han arrojado. En mi sueño estaba bajo el sol del verano en algún

lugar solitario con vegetación tupida y mar. Traté de recordar los detalles para poder regodearme en el placer que me había provocado mi viaje onírico. Había en él un barco, similar a aquel en el que habíamos llegado unos días atrás; también una playa con arena de color muy claro, casi blanco. En un lugar así habíamos desembarcado, maravillados por tocar tierra luego de una travesía de casi dos meses y por la exuberancia de la naturaleza que nos rodeaba. Llegamos al atardecer y decidimos acampar cerca de la vegetación que delimitaba la playa de la selva circundante. El capitán Ramírez de Segovia, un veterano de decenas de viajes de exploración, daba las indicaciones, los demás lo obedecíamos ciegamente y, con los materiales que traíamos a bordo, más algunas ramas y hojas, construimos unas improvisadas chozas. En el medio de la arena hicimos un hueco en el cual encendimos una fogata más que nada para tener alguna luz ya que el clima era caluroso y húmedo. Ramírez decidió que uno de nosotros montaría guardia y establecimos relevos cada dos horas. La noche pasó sin novedades, pero al amanecer notamos que alguien nos había estado espiando. En la espesura hallamos huellas de varias personas. Eran rastros de calzado de un tamaño similar a los nuestros. 33


Ramírez de Segovia estableció un puesto de vigilancia para nuestro barco y el resto de nosotros se aprestó a introducirse entre la vegetación para buscar el mejor lugar donde construir un asentamiento. Nos internamos en una zona de muy densa arboleda que casi no nos dejaba ver la luz del sol. Pasados unos kilómetros ya varios de nuestros hombres se habían perdido de vista. No volvimos a saber de ellos. Árboles y más árboles, nada más había delante nuestro. Ramírez continuaba avanzando gritando cada tanto para que nadie se detuviera y amenazando a aquel que así lo hiciera. Sin agua, sin animales que pudieran servirnos de alimento, en poco tiempo estuvimos agotados. Ese fue el momento exacto en que los salvajes aparecieron. Primero en silencio, sin decir una palabra, nos rodearon. Luego, el caos. Se lanzaron sobre nosotros en medio de terribles alaridos, casi inhumanos, sobrenaturales. Vi caer a Ramírez de Segovia frente a varios salvajes que lo golpeaban y apuñalaban con sus armas, primitivas pero efectivas a la hora de matar. Uno por uno fueron exterminados nuestros compañeros. Los pocos que quedábamos, apenas cuatro, fuimos retrocediendo, pero cada vez el círculo de estos seres abominables se estrechaba en torno nuestro. Cuando creíamos que era el final, los salvajes se abalanzaron sobre nosotros y nos golpearon furiosamente. Perdí el conocimiento. Cuando desperté ya estaba en este lugar oscuro, húmedo, donde sólo se escuchan los sonidos más espantosos.

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Dos de los salvajes ingresan en mi improvisada celda, me toman uno de cada brazo, sujetándome fuertemente y elevándome del suelo. Me cargan hasta la puerta y el sol me ciega luego de días en la más profunda oscuridad. Cuando mis ojos se acostumbran a la luz solar puedo ver que lo que antes eran sombras ahora ha tomado la forma de unos seres de piel oscura, algunos con coloridos plumajes sobre sus cabezas, otros con los rostros pintados. Todos me miran escrutando cada milímetro de mi cuerpo. Se oyen fuertes gritos de fondo. Entre el sonido de esos alaridos escucho algo que parece un nombre “Ehecatl”, repetido una y otra vez. La multitud se mueve, algunos saltan, todos me observan con grandes ojos y con las bocas abiertas que emiten sonidos que no comprendo. Busco con los ojos de dónde provienen los gritos desgarradores, todos parecen estar tranquilos. Escudriñando entre la gente me doy cuenta de que lo que he pensado que son alaridos, son en realidad los sonidos que emiten unos silbatos. Veo a varios de

los sujetos a mi alrededor sosteniendo estos

instrumentos en sus manos y soplando fuertemente en ellos. Son como pequeñas calaveras humanas y aquellos indígenas que están pintados con más colores son los que los ejecutan. Subimos lentamente la escalinata que lleva a lo alto del templo. La multitud aúlla enardecida. Los dos salvajes que me llevan me apoyan sobre una roca. Noto que está húmeda. Me recuestan sobre ella dejando mis

extremidades

colgando.

Sujetan

mis

brazos

fuertemente 35


apretándolos contra el costado de la roca. Mientras el sol me ciega veo la silueta repleta de plumas, veo sus brazos elevarse y en el extremo de éstos, el puñal de piedra que toma envión para descender sobre mí. Cierro los ojos esperando el impacto final. Todo se vuelve negro. Mis ojos no ven, pero mis oídos todavía escuchan los alaridos. Los alaridos y un coro de voces repitiendo una y otra vez: Ehecatl, Ehecatl.

FEDE MARONGIU

Argentina

Web: http://musicextreme666.blogspot.com http://www.facebook.com/fedemarongiu666 Twitter: https://twitter.com/fedemarongiu666

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D

espués de tirar a su amo, el caballo decidió galopar hacia la libertad. Corrió durante horas sin detenerse. Dejó atrás los verdes pastos de la granja. Abandonó los deliciosos árboles de manzana y decidió que podía vivir sin su mullido lecho de

paja. Galopó hasta que se le secó la garganta. Extrañó por un segundo los frescos cubos de agua que le ofrecían para calmar la sed. Pero continuó avanzando. Sus ojos se nublaron un poco, le faltaba energía. Echó de menos su roca de sal y los dulces pedacitos de azúcar que le daban como premio por haberse portado bien. Pero no detuvo su carrera. Notó un extraño calor en las patas. La cálida pradera ahora parecía estar hirviendo. Era como si todo quisiera jugar en su contra. Pensó que tal vez era hora de regresar al establo y dormir un poco. Pero pronto recordó que había dejado aquel mundo atrás. Relinchó con furia y lanzó una maldición equina contra sí mismo. Quizá se había equivocado. Sí, estaba sometido a los humanos, pero al menos tenía un techo donde pasar la noche. Sí, en la granja no tenía voluntad, pero sí tenía manzanas, sal y azúcar siempre a su disposición. Sí, allá lo tenía todo, y aquí, no tenía nada, sólo su libertad… Desfallecía… ya no podía correr más… justo en el momento en que estaba decidido a regresar derrotado a la granja, un débil brillo surgió en el horizonte. Era azul, hermoso, cristalino… ¡era agua! A sólo unos metros, un interminable lago parecía llamarlo. El caballo relinchó de gusto y corrió hacía el agua. Bebió hasta que se le inflamó el estómago. 38


Se puso de pie y se dio cuenta de que estaba rodeado por pasto. Era curioso que no lo hubiera notado. Comió hasta hartarse y decidió que era hora de descansar. Se echó en la hierba y se dejó cobijar por las estrellas. Durmió plácidamente y ya nunca despertó. Aquel había sido su último viaje. Él nunca supo que aquel día planeaban sacrificarlo. Era demasiado viejo, y se había convertido en un estorbo dentro de la granja. Lo iban a llevar al establo, a descansar en su mullido lecho de paja. Planeaban darle unas manzanas como última cena. Y para tranquilizarlo, le obsequiarían los últimos pedacitos de azúcar que iba a probar en la vida. Luego le darían un balazo en la sien… Él nunca supo que no había huido de su destino, sino que más bien, había ido a encontrarlo. Murió como nació, libre. Y eso, ni todas las comodidades y lujos del mundo pueden superarlo.

Daniel Abrego

México

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L

a tarde se iba cerrando. Samuel caminaba algo más rápido a medida que se acercaba al lugar. Sus pasos se hundían en un barro esponjoso y aguachento, que avisaba desde hace un

trecho el final del pavimento. El aire iba perdiendo oxígeno atravesado de un manto de humo nauseabundo de leños que apestaban a orina, que se consumían ocultando siluetas movedizas, recostadas o sentadas en su derredor. La iglesia se iba mostrando tras un puñado de arbustos y árboles envejecidos y quemados, con follaje amarillento y frutos picoteados y putrefactos, que añadían más aromas penetrantes. El pueblo había sido llevado unos kilómetros más arriba, dejando terrenos descampados y la iglesia, como vestigio de una religiosidad oscurantista del pasado miserable. Samuel estudiaba antropología y no creía todavía que en ese paraje olvidado, habitara como anacoreta, estático en el tiempo, el padre Hugo. Llegó al portal, desolado, todavía se advertían en la superficie rasguños de aquellos fieles que en tiempos de hambre, desesperados, acudían a pedir favores divinos. Golpeó al tiempo que se anunciaba. Pronto apareció el morador. El padre Hugo también era un olvidado. Su figura encorvada, un leve jadeo acompañaba su saludo, y una sonrisa apenas perceptible, como desganada. Con gesto extrañado lo invitó a pasar. Al interior, el frío y el silencio envolvieron rápidamente los sentimientos de Samuel. Se inquietó. Siguió al religioso con absoluto sigilo hasta que éste murmuró: 41


¿Entonces, conocías este lugar? No padre, escuché hablar de esta iglesia a mi madre y algunos de mis docentes, que incluso me hablaron de usted. El padre no pareció interesarse por quienes hablarían de él, siguió caminando. Samuel, lo seguía. Me interesa conocer su iglesia, su historia, estoy haciendo un trabajo de investigación, quiero captar la espiritualidad del lugar padre, prosiguió algo más tranquilo. La mirada cautivada del estudiante merodeaba curiosa los añejos y oscuros rincones, donde reposaban mesas dislocadas, bancas derruidas, algún atril desvencijado, restos de libros y planillas, en las cuales se podían ver logos de crucifijos impresos en el frente. La caminata dejaba atrás lo que había sido el salón principal de culto y reunión, y se adentraban en un espacio más oscuro, tanto que Samuel se acercó más al padre Hugo para no perder el rumbo. No había luz, la electricidad no parecía llegar a ese sector distante del pueblo, y las corrientes de aire, como consecuencia de ventanas con sus vidrios quebrados o faltantes, no permitían que perduren las flamas encendidas de los candiles. Samuel consultó: ¿Dónde vamos padre? No hubo respuesta inmediata. Al cabo el hombre respondió: Bajemos al sótano, es ahí donde permanecen reliquias muy valiosas de esta casa. 42


Samuel buscaba entender por qué la falta de luz, pero no quería preguntar por temor a una respuesta antipática. Se escuchó el tintineo metálico de un pesado llavero, una puerta abriéndose con espantoso quejido. Silencio…, un sonido verbal, lejano, pero inconfundible, era humano. Samuel advirtió seguro: No estamos solos padre, hay alguien… El párroco continuó su andar y murmuró: Cuidado al bajar, hay una escalera… Samuel

estaba

inquieto,

nervioso,

dudó

en seguir.

Siguió.

Escuchaba respirar cerca, hacia abajo, a alguien más. Casi podía aseverar que era una mujer. Bajaba con lentitud agonizante, tenía miedo, perdida su seguridad y también la confianza espontánea en ese hombre de fe. Alcanzó a exclamar ¿¡Dónde está padre!? Su siguiente paso no tuvo superficie que pisar, cayó varios metros, y golpeó duramente en un suelo húmedo y helado. El padre se detuvo, acarició la pared, y encontró una linterna. La encendió. La luz redonda encandiló la mirada de una pequeña, semidormida, balbuceante. Llegó a decir: Alguien cayó, ¿Quién es? El padre se acercó al cuerpo inmóvil, deformado por el impacto inesperado, luego miró a la anestesiada adolescente, que apenas podía sostener su cuerpecito, inclinado hacia adelante por un prominente vientre. 43


Estoy mareada, padre, me late muy fuerte la panza… El religioso abandonó el cuerpo del estudiante, alzó a la joven y la llevó hacia la salida del sótano. Se dirigió con ella hacia la puerta, pesada y sólida. La abrió. Pasaron unos instantes y de las sombras se acercaban aquellas siluetas humeantes y ennegrecidas, con sus vistas sin brillo, sus gestos absortos, esperando… El padre besó a la niña en la frente, la empujó levemente hacia afuera y espió unos segundos como bajaba las escalinatas quebradas, con un andar tembloroso. Anduvo unos metros y como remolino, fue absorbida por las sombras, sus gritos sordos, desvanecidos, hasta desaparecer, como tragada por el humo repugnante y denso. La pesada puerta de la iglesia se cerró. Retornó el vacío y la quietud.

León Salcovsky

Argentina

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A

ún intento descubrir si te odio por cambiarme la vida, o si te amo por la misma razón, pero de lo que estoy segura es que no volveré a verte en esta casa… ¿Qué si por qué? Umm, ¿recuerdas el patio lleno de hojas secas? Pues bien, lo barrí

(cosa que nunca hacía) para poder vender la casa, igual que lo hice con el mullido sofá tapizado de rojo… sí, ese, en el que te sentabas a tomar cerveza los domingos por la tarde… ¿Qué si por qué lo hice? Bueno, es fácil de adivinar, no podía quedarme sentada esperando a que las deudas se me acumularan, o que regresaras para pagar cada una de ellas. Sí, lo sé, era tu favorito, y el mío también… ¿Qué si no recuerdo que ahí me hiciste el amor por primera vez? Ah, por supuesto, el tapizado rojo camuflajeó la prueba de mi virtud, ¿cómo olvidarlo? Fue después de la cena de acción de gracias. También recuerdo que te levantaste y limpiaste mis piernas con esa toalla mojada que trajiste del baño. De sólo recordarlo la piel se me pone de gallina… ¿Por qué? Um pues estaba fría y yo estaba… ¿cómo explicártelo sin parecer vulgar? Sí, eso, caliente, y no, no soy mojigata. Recuerdo tu cara, con tanta exactitud que casi podría dibujar cada arruga que tenías alrededor de los ojos… ¿Que soy sin vergüenza? Noooo, ¡qué va!, no lo soy, sólo digo la verdad, a tus cuarenta y ocho años ya no eras ningún chiquillo como para decir que tenías la piel de bebé. Sí, ya sé que te cuidabas muchísimo para no aparentar esa edad. Metrosexual te dije más de una vez. Y por eso te odio, ¿sabes?, tanto cuidarte, tanto ejercicio, tantas dietas, tanto hacer por tu salud, para tener un mejor 46


promedio de vida, como para que al final, terminaras de esta manera… ¿Qué si cómo? ¿Es que acaso no te das cuenta? Estás tan frío, cuidabas tanto tu cuerpo y ahora ni siquiera puedo tocarlo. Tu cara está muy blanca, parece papel arrugado y la orilla de los ojos, esa que tanto te cuidabas de las ojeras, están manchadas de negro. Tan manchada como lo están las mías. Noooo, espera, no te acerques, voy a gritar si lo haces. ¿Que si por qué? Pues si serás tonto, se supone que no deberías estar aquí… ¿Que soy mala? El malo eres tú, es más, pregúntale a cualquiera y te dirá que tengo razón…. ¡Por favor! tus amenazas ya no funcionan conmigo, el golpe más duro que me diste fue hace una semana, y fue lo bastante duro que no pude levantarme de la cama… Bueno, tienes razón, hoy me levanté y nadie esperaba que lo hiciera… ¿Que qué? Oh, vamos, tú lo hiciste, ¿por qué no habría de hacerlo yo?... No te acerques, ya te he dicho que no me toques… déjame, si quiero tomar ese cuchillo es mi problema… ¿Que no estoy pensando con claridad? Pues claro que no, si estuviese haciéndolo no estarías aquí parado con ese horrible traje negro. Bien se los dije a los de la funeraria que ese color no te iba bien, pero nunca hacen caso… ¡Caramba! Que me dejes, yo quiero hacerlo. ¿No era pues tu ilusión irnos juntos? El malo eres tú que no me esperaste, ahora no te quejes de que quiera irme contigo…. Sí, sí, a donde sea, sólo déjame terminar con esto y voy contigo a donde quieras…. No, allá no me dejarán entrar, bien sabes que no es de Dios quitarse la vida por simple capricho. Y ya deja de quejarte, es más, no deberías estar parloteando

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tanto… ¿Que por qué? Ay, cielo, ¿pues no sabes que los muertos no hablan?

Danperjaz L.J.

México

Facebook: www.facebook.com/liriojudith.aguilar Twitter: @lirio_93

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E

l olor a nardos y a miedo precedía la presencia del padre Antonio a cualquier sitio al que se dirigiese. Usualmente, los feligreses esperaban su llegada haciendo una doble fila al lado de la puerta de la iglesia, pero nunca veían al padre a los ojos,

pues podían arriesgarse a que esos ojos inundados por las cataratas se fijaran en alguno de ellos y revelaran al resto de la grey sus pecados y pensamientos más oscuros. El padre Antonio fue abandonado a las puertas de la Misión de Santa Fe y los misioneros se encargaron de su crianza; era un niño ensimismado que colaboraba sin chistar en el quehacer de la vida diaria del lugar, pero en cualquier oportunidad que tenía entraba a la biblioteca de la Misión. En ella aprendió por su cuenta latín, griego y árabe, cosa inexplicable para los padres escribanos y curadores, pero el fenómeno lejos de espantarlos los maravilló, otorgándole al niño facultades milagrosas de entendimiento en conjunto con el ya familiar olor a nardos que lo acompañaba. Siendo adolescente se lo asignó como diácono a la compañía del padre Fernando, exorcista de la región, a fin de que lo asistiera en esta delicada labor. Pero a la primera oportunidad, entrando a la casa de una niña posesa, el padre Fernando no tuvo necesidad siquiera de ponerse la sobrepelliz y la estola, ni de acomodar los implementos sagrados, Antonio entró primero que él y con sólo posar la mirada sobre la niña, el demonio que habitaba el cuerpo huyó sin dar pelea, sin identificarse y sin dar razones para su huida. El padre Fernando, asustado y a la vez 50


impresionado, no le preguntó nada a Antonio, pero notó que sus pupilas se veían un poquito menos brillantes que de costumbre. De esta forma, fue consagrado el joven Antonio como cura exorcista, sin que en ninguna de sus intervenciones hubiera siquiera un ápice de rebelión o lucha por parte de los espíritus malignos, asignándosele también una parroquia en donde se suponía podían vivir gran cantidad de herejes y hasta brujos. El padre Antonio empezó a recibir feligreses para la confesión dos veces por semana, pero todos sin excepción salían lánguidos y mudos de ahí. Uno de ellos le confesó a su hermano que, una vez que le pidió al Padre que lo bendijera porque había pecado, éste lo miró a los ojos y le dijo: —No tienes necesidad de decirme que cometes pecado de adulterio con tu prima Marcela, o que le pagas a tus trabajadores muy por debajo de lo que merecen, o que de niño envenenaste las gallinas de tu tío por pura diversión. Eres un alma pecadora y te conozco, así como te conocen arriba y abajo, así que deja de hacerme perder tiempo y dile al señor Macario que venga a verme. ¿Cómo sabía el padre que este feligrés era el único que podía llegar donde el más famoso brujo de la región, el señor Macario? Fue la pregunta que corrió de boca en boca en todo el poblado, y esperaban ansiosos que el señor Macario bajara de las montañas para que se diera lugar tan singular evento. Pero el evento dejó decepcionados a todos, porque el señor Macario salió de la Iglesia tan callado como entró para regresar a sus montañas.

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El padre Antonio logró lo que sus predecesores jamás soñarían haber logrado, mantener a una población tan atemorizada por el castigo divino que casi eran santos. Su olor a nardos y su conocimiento mantenían a raya las asechanzas del maligno y este hecho no pasó por alto en las altas jerarquías ni en la curia romana, en donde se decidió realizar una entrevista con tan singular sacerdote. El obispo de la ciudad recibió al padre Antonio, y tras una breve charla, comentó con los otros obispos del país lo extraordinario que era el padre, su intensa vocación cristiana y ese olor de santidad que lo envolvía. Los otros obispos se extrañaron de que tan elogiosos comentarios eran dichos de manera maquinal, sin la vivacidad típica del obispo, al que encontraron muerto por una embolia cerebral una semana después. Así el padre Antonio logró nombrarse obispo de la ciudad, pero el obispado o no se enteró o ignoró la algarabía que se formó en el pueblo en donde el padre ejercía su vida pastoral, pues fue una semana completa de celebraciones y de dar gracias al Altísimo por liberarlos del yugo de este extraño personaje. De ahí a ser cardenal fue un solo paso, y tras algunos años de pasearse por la Iglesia de San Pedro en compañía de las cataratas y los nardos, solicitó una audiencia con el Papa en persona. Los curas que lo acompañaron a la oficina del pontífice juran haber visto al Papa sobresaltado ante la presencia del cardenal Antonio, pues en vez de decir las palabras rituales ante su santidad, sólo dijo:

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“No está muerto lo que eternamente puede dormir, y con extrañas eras aún la muerte puede morir”. La audiencia continuó a puertas cerradas, pese a la aprehensión de los curas que esperaban fuera, y cuando ya los nervios y los malos presentimientos los llevaban a tocar la puerta, salió el cardenal Antonio sonriente dejando tras de sí al Papa como si estuviese en estado de hipnosis. Nada dijeron estos curas por temor a represalias, pese a que el Papa cayó en un extraño sopor que lo hizo fallecer a los quince días por consunción, no había ni una gota de sangre en su organismo y su enflaquecimiento era alarmante. Un mes tomaron las exequias del papa fallecido y otro mes las postulaciones de los obispos para la elección del nuevo Papa. No es de extrañar que las postulaciones quedaran reducidas a dos cardenales: El cardenal Antonio y otro más. Y el día elegido se reunió el cónclave a tomar su decisión. Por primera vez en la historia, a tan solo una hora de la reunión, salió humo blanco por la fumata del techo Vaticano.

Damaris Gassón Pacheco

Venezuela

Twitter: https://twitter.com/damarisgasson

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H

oy, recién despunta la aurora y no pude dormir… Igual pero tan distinto de aquel día en que ella cerró los ojos mientras el dolor abandonaba su cuerpo debilitado y el calmante le arrancaba un suspiro de momentáneo alivio.

Ella con sus poderes mágicos y yo, con todo mi amor, habíamos perdido la batalla. No me quedaban palabras ni lágrimas, creía yo, permanecía en silencio mirándola; por momentos sentía la necesidad de no apartarme de su lado y en otros deseaba huir. Involuntarias imágenes de nuestro tiempo juntos volvían a mí, como en una sucesión cinematográfica: las primeras citas en Orden del Fénix, el ajuar que compramos hacía pocos días, aquella cena en la casa de sus viejos, los exámenes finales que rendimos juntos sobre la teoría de la alteración de la Nube de Oort, la vez que fuimos al telo y no teníamos para pagar, el día que mamá la conoció... Increíble, todo había terminado. Ayer nomás nos prodigábamos juramentos de fidelidad, de ser sinceros, de amor para toda la vida. Y se reía. Porque

ella

era

alegre

y

disfrutaba

de

la

vida,

de

las

investigaciones, de cada instante. Decía que no quería ser una novia obesa y se reía sacudiendo esa cabeza pequeña y morena que me volvía loco.

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—Seré la única en tu vida, si mirás a otra te voy a llevar a que Athon te coma las vísceras —y se reía—. "Yo quiero circundarte de serpientes/ ungidas de mortíferas ponzoñas/ para que nadie más se acerque a ti/ sino yo sola" ─recitaba─; nos amaremos y seremos un escudo frente al mundo de los asteroides. Y otra vez mis ojos la contemplaban, tan delgada, consumida por la enfermedad que la envolvió desde que una lluvia ácida interrumpió parcialmente la luz solar mientras trabajaba a cielo abierto con el telescopio. Cuando lo supo, cuando tuvo la certeza, dejó de reír. Sólo sus ojos me sonreían tristes. —Desde otro mundo, usaré mis poderes para estar a tu lado, cuidándote, no me importa qué hay detrás de la muerte, no me preocupa, mi amor será más fuerte, nada ni nadie podrá contigo; yo vendré a verte, te lo prometo... ─Y yo le creía─. Desde lejos velaré cerca de ti, voy a ser el soplo de las brisas vespertinas y voy a perfumar el aire que respires y me reconocerás también en la sombra de tus días ardientes, me verás en las hojas de los árboles y en las noches sin estrellas brillaré para vos. Le prometía que le sería fiel hasta mi propia muerte. Y entrábamos en un delirio que no finalizó el día que acabó su vida: con otra interrupción solar su cuerpo fue abducido por un asteroide que ella había elegido y grandes incendios azotaron el suelo y la vida verde en amplias extensiones. 56


Comencé a ejercer mi profesión, nuestra profesión. Compartía las dudas y los éxitos con su retrato, colgado justo ahí, frente a mi observatorio personal. Mi amor, ¿te parece que los grandes incendios causados por los fragmentos de alta temperatura caerán al suelo? La consultaba como si aún estuviera cerca de mí y me parecía que ella me contestaba, me guiaba. Su foto sobre la cómoda del dormitorio o en un mural del estudio acompañaba mi día desde el alba al anochecer. Seguíamos discutiendo por las perchas del placard y el toallero del baño y sobre la colisión de los asteroides. ─Querido, ¡regá las plantas! ─Estoy ocupado... Y por el control de TV y nuestro programa favorito Colisión Nuclear en Infinito. Y por preparar el café. —Voy a desnudar a tus enemigos —me había dicho. Y cumplió su promesa, me entregó a mi socio en el momento justo: pretendió vender por su cuenta nuestros estudios sobre la causa de grandes extinciones, como la K-T que mató a los dinosaurios. Lo descubrí gracias a ella. Yo sentía el hálito fresco de su aliento en las noches; el aroma de sus rosas en la brisa de mi primavera. —Amor, estoy tan solo —sollozaba. Entonces vientos henchidos de suspiros acariciaron mi frente afiebrada. Una noche desperté de un sueño con sus labios en los míos. 57


Un día cualquiera, simple y sin excusas, empieza un nuevo tiempo para mí. Ni mejor ni peor. Diferente. Porque a pesar de todo he comenzado a olvidarla. Los sucesos cotidianos, los congresos de nuestra profesión, el mundo para el que nos habíamos preparado me atrae con desafíos, oropeles y apariencias. Pronto percibo que mi entorno no sólo no me es ajeno ni contraría mis deseos sino que me deslumbra. Cada vez más me distraigo con pequeños placeres. Aunque ella siempre me da síntomas de su presencia. Está en la gracia de aquella cabecita morena o en la cadencia de la muchacha de rojo, hasta en la risa de Alicia, la secretaria nueva. La del país de las maravillas, le digo, y descubro que Alicia también se ríe. Una tarde me sorprendo pensando en Alicia; y en alguna noche de soledad, yo confuso y tembloroso la acaricio en mis sentidos; debo aceptar que deseo seriamente a esta mujercita moderna, inteligente y coqueta, pero entonces, una idea intrusa enfría mi sudor y tengo miedo: estoy enamorado. Ardiente, enloquecido de amor, quiero fundirme en los ojos de Alicia, pero reaparecen los otros ojos, que en el silencio nocturno brillan desde las estrellas tal como ella me lo había prometido: con suspiros en las hojas de los árboles navega otro aliento y el perfume de otras flores me apartan de Alicia. 58


La otra me hace sentir su presencia. Un día y otro oculto y oculto mi desesperación. Como lo hiciera de niño elevo mis oraciones, pido clemencia y olvido. Pero no llegan. La otra no quiere abandonarme. Lo había prometido y está cumpliendo. Estoy preso del amor de una mujer muerta. Y bien muerta que está, la maldita. Sí, ya la odio. Ahora el camino es librarme de la muerta lo antes posible y retornar pronto a mi vida. Noto que Alicia empieza a sospechar de mi amor, de mi salud mental, o de ambas cosas. Y se aleja. Recurro a sicólogos y brujos. A curas de sueño y pócimas. Al fin, aconsejado por un terapeuta, convenzo a Alicia de casarnos e iniciar un viaje largo. El brujo, que al fin encontró un cliente pudiente, no está de acuerdo. Me dice: Ella no se lo va a permitir. Hoy es el día de nuestra boda. Recién despunta la aurora y no pude pegar un ojo. Abro la ventana de mi departamento. A mis pies la ciudad aún duerme, una brisa fresca envuelve mi vela ligera, abre las alas y me lleva con ella.

ADA INÉS LERNER

Argentina

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S

oy Ignacia Molinares de Céspedes, hija de Alonso Molinares hidalgo de las Suertes de los Fielazgos de la cuadrilla de Blas de Otero, de la ciudad de Aragón, comerciante converso por la conveniencia de conservar la fortuna. Mi madre fue Inés de

Ávila, que llevó una vida desgraciada sólo dedicada a malograr su cuerpo pariendo por los mandatos de mi padre, que tal eran los designios de mi Santa Madre Iglesia. Desde los seis años demostré una imaginación apasionada, que fue estimulada por mi padre quien puso a mi disposición los libros de Romanceros. También, a muy temprana edad empecé a rezar el rosario y a jugar a los monasterios como si fuera una monja. Contra la voluntad de mi padre entré al convento de la Anunciación en 1583 y profesé en 1584. Fui enfermiza desde antes de ejercer la monjería, sufría desmayos y, al parecer, una cardiopatía del miocardio, pero eso nunca los médicos lo supieron diagnosticar, que tal era el estado de la medicina de la época, donde las y los curanderos hacían de las suyas con sus hierbas. Era de alta estatura y de mocedad divina, de rostro redondo y lleno, de tez blanca y encarnada, el cabello limpio, apacible, negro y rizado, frente amplia e igual de hermosa, negros ojos redondos y pequeños, vivos y con gracia, que al reírse, mostraban alegría, nariz pequeña y respingada, labios delgados, manos de niña y muy hermosas, con un lunar en la mejilla izquierda de color negro que contrastaba con el rojo encendido de mi cara cuando lo tenía, y cuando oraba se me 61


encendía como una estrella radiante de gozo ante Cristo a quien tomé como esposo, en un matrimonio de conveniencia, puesto que no quería hombre alguno vista la vida de mi madre y de mi hermana María, quienes sólo vivían sometidas a sus respectivos varones y a las costumbres. Veía en Nuestro Señor Jesucristo sus llagas y me iluminaba en la fe en Dios y entraba en la exaltación extrema de mis sentimientos y pasiones. Mi enfermedad se agravaba y los desmayos y convulsiones eran las manifestaciones de mi erotismo y me avergonzaba y entraba en penitencia flagelándome con cilicio hasta sangrar. Otras veces entraba en éxtasis: en plenitud máxima y una lucidez intensa de poca duración; me abandonaba a una realidad mental, fuera de este mundo, dirigida hacia mí misma, pensando en que sólo Dios es Amor, pero sin lograr apartar de mí la lujuria, el ardor carnal. Me sentía pecadora aún ante el Amor de Dios y me mantenía en confesión y oración. Pero Él no mostraba ningún acercamiento, ninguna palabra de compasión. Y yo sentía una amargura y una malsana zarabanda que me arrastraban a los más desgarradores estados de ánimo. A veces le dirigía reproches, para en otras recriminarme a mí misma y preguntarme si todo no era más que resultado de mi imaginación. Todavía no le confiaba nada a nadie, pues no estaba segura de lo que tenía que confiar. Mi pensamiento era eremítico, pensaba entrar en el mundo de las desdichadas que engrosaban el ostracismo, estaba sufriendo una terrible 62


mutación que a muchas les parecía oscura e incomprensible; mi vida no estaba rota como la de otras encantadas, sólo estaba derrotada dentro de mí misma que aún pensaba en las emociones mundanas. El Señor era mi esperanza, mi fe era una pasión, un delirio que me hacía sumir en días de inconsciencia, hasta el grado de que quienes me rodeaban presumían mi muerte. Mi estado de postración fue tal que se me prohibieron los libros: Itinerario de la Oración, Guía de Pecadores, Obras del Cristiano, El Tercer Abecedario. Todos ellos los quemé y me dije: -Señor tú serás mi libro vivo, tú sin herir dolor causáis, pero estoy dispuesta a vuestro llamado con el rigor que exijáis. Tiempo después lo vi claramente, no con los ojos corporales, Él me dijo que era Jesucristo lo sentía con tanta y fuerte evidencia como la lumbre del sol, estaba a mi lado derecho. Mi confesor, incrédulo, sólo atinó a decirme que era arrogancia. Me dejó sumida en una profunda tristeza y encerrada en mi cuarto se me ocurrió la siguiente reflexión: -Quien se extravía en el camino le queda por lo menos el consuelo del paisaje que puede observar y la expectativa de que a cada paso reencuentre el camino, pero quien se pierde en su yo interior, queda reducido a un sendero muy estrecho y siempre vuelve a su punto de partida y recorre un laberinto sin esperanza de salir de él. Cuando no era Cristo quien erizaba todo mi cuerpo, era un ángel en forma corporal, muy bello y desnudo, quien además me hacía sonrojar. Me dejaba toda aturdida en amor grande de Dios, parecía 63


entrar en comunión copulativa con el Espíritu Salvador y me hería con una daga de oro que colgaba de su mano derecha. Sentía un grande dolor que me producían colosales quejidos, pero de tan excelsa suavidad el sufrimiento que no han de dejar que se quiten para permanecer en Dios, pensaba. Magnificente era mi epifanía: Cristo se me daba a conocer y expiaba mis pecados corporales. Poseía un espíritu ardoroso que no ignoraba las debilidades del cuerpo, por eso me entregaba en cuerpo y alma al Salvador, Él saciaba mis apetitos por medio de la contemplación y la oración me producía un éxtasis orgásmico y mi cuerpo convulsionaba para luego entrar en una paz inconsciente. Al mirar al crucificado me encumbraba hasta el misterio de lo más ignoto, mi reacción era el desvanecimiento y en trance su cuerpo penetraba mi cuerpo. Al despertar me sumía en unas sensaciones que me inspiraban la más excelsa poesía mística. En el desvanecimiento era como si entrara en otro mundo; mi dolencia se exacerbaba, mi salud me traicionaba. El mundo real no tenía para mí suficientes estímulos, no me alejaba de él por mi fortaleza espiritual. Mi vida no estaba rota por la seducción del Maestro, sino subyugada dentro de mí misma. Como mi dolencia no daba síntomas de mejoría, mis prioras y mi padre consintieron en consultar una curandera a tres días de camino en carruajes y bestias. Tal era el desespero, que arriesgaron y arriesgué mi 64


vida en semejante menester. La curandera me hizo esperar tres meses para darme un brebaje que sólo me produjo náuseas, pero no logró acabar con mis desvanecimientos. Al regreso, me resigné a los designios de Dios y tal como eran mis deseos abandoné este mundo diciendo: “Dios escribe derecho con renglones torcidos”.

RAMIRO RESTREPO U.

Colombia

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H

abía vuelto de madrugada con unas copas de más. Los mareos, el paso vacilante y el fuerte dolor de cabeza, consecuencia de una borrachera que me había causado estragos, despejada con una taza de café que me ofrecieran

mis amigos antes de que regresara. Al otro día muy temprano abrí la puerta del dormitorio que mediante el pasillo se comunicaba con el living, y me sorprendió el hallarme ante un desorden de muebles y papeles y libros al azar, muchos de ellos volcados en el piso. Los ladrones que habían entrado se llevaron todo, incluso el reloj de pared, la araña y la bombita de luz de la lámpara colocada en el pequeño escritorio del living. Suerte que mis ropas, que estaban en el placard del dormitorio, se salvaron, en cambio mis dos pares de zapatos y mi único par de zapatillas que habitualmente dejaba entre la cocina y el comedor no estaban. Me miré acongojado, mis pies cubiertos por unas medias grises estampadas con figuras geométricas, me incliné hacia adelante y me acaricié las medias a nivel de los dedos; a mí, a mí justo me tenía que venir a pasar; y en procura de reanimarme, ya es hora de ir al laburo, en patas o en chancletas, no me queda otra. No había nadie que me sacara del aprieto. Los vecinos en su mayoría ya se habían marchado, y no había tiempo para buscar a alguien que llevase un calzado de mi misma medida. 67


Me pasé girando en torno a la mesita ratona miles de veces como si creyera que en esas vueltas el tiempo se detendría para esperarme, sin embargo me detenía yo y el tiempo aceleraba su furiosa ironía. Cuando miré la pared de la izquierda, del lado de donde colgaba hasta hacía poco el reloj de pared, descubrí la pequeña reproducción de una pintura de Van Gogh que estaba allí hacía tiempo, se trataba de sus famosos zapatos azules. Los tomé del cuadro y los palpé y, en seguida, lo torcí desde la puntera y el taco, de arriba abajo y de abajo arriba, repetidas veces. Son nobles y deben ser cómodos y sensibles. Se ve que lo son porque ya los tengo puestos y me resultan increíblemente cómodos, cómo te quiero zapatito, amor a primera vista como ves. Camisa, corbata, pantalón y saco, raya al costado con el peine de dientes finos, todo el ritual mañanero con las medias, que me las pongo al final, y otra vez los zapatos y hasta luego. La calle estaba atestada, me seducía la multitud desde pequeño y no tenía aprensión por lo ocurrido, ¡a quién no lo desvalijaban en estos tiempos! Ya en el ascensor sentía que mis pies se asentaban en plataformas aerodinámicas. Eso de andar navegando por la ciudad con los mocasines, esto de pisar con la punta del calzado para apagar el cigarrillo teniendo en un destello la premonición de que los zapatos podían en algún momento desbordar mi voluntad. Qué manera de hacerme problemas, si el zapato me llevaba a mí y no yo a él. Tranquilo, tranquilo, quizás se me esté 68


yendo la mano dándole a estos zapatos más importancia de la que realmente tienen. Me divertía mucho con ellos. Nadie se daba cuenta que los llevaba excepto yo, que tenía los pasos libres como nunca. En efecto, llevar unos zapatos como los de Van Gogh es tener una bella sensación de libertad y poder. Es como andar sobre una motocicleta por la desgarbada avenida de los sueños. Es también como escalar una montaña, como bajar a la luna. Es muchas cosas esto de llevar los zapatos, es hasta llevar una pequeña flor en el hocico y recibir su aroma. Notaban todo eso en mí y no que llevaba los mocasines azules, pero también sabría mucho tiempo después que había en mi rostro un imperceptible e intenso gesto de tristeza, aunque este sentimiento yo lo camuflara con mi excursión ciudadana en mocasines. Mi hermano menor cumplía años. Una cena en su casa, para toda la familia. Su invitación por teléfono a la oficina. El sábado a las diez de la noche, sí, no te olvides. Les queda bien a todos, sabés. Che, acordate de hacer la denuncia. No van a venir más. ¿Que no van a venir más? ¿Cómo es que estás tan seguro? Se suceden comentarios de rutina con el tema de las jaquecas de su mujer y de sus dos hijos adolescentes, recordándome él que la juventud no era como antes, y este hermano solterón que lo escuchaba aunque se pusiera algo plomo, cuídate, che, que con los tiempos que corren te la sacaste barata. 69


Llegábamos casi al final de la reunión donde el brindis se repetía enfatizando el deseo de buenos augurios que acrecía con mutuos recuerdos

y

sentimientos

compartidos

que

se

actualizaban

espontáneamente entre risas y bromas. No sé en qué momento una furia o un pavor incontenible fluyó de mi mano derecha como un relámpago o con la declinación de un resplandor tras una dilatada vigilia. Encerraba en ella el cuchillo con el cual estaba cortando una porción de torta y dirigí la diestra hacia la izquierda con el filo de la punta. En alguna fracción de segundo mi hermano habría adivinado la intención porque me asió de la muñeca con el pulgar y el índice como una tenaza deteniendo el corte aunque no la sangre que manaba. Me miré la mano vendada y luego me detuve en la reproducción de la pared adonde habían regresado los zapatos, abandonados a su superficie natural e imaginaria. Cuando caí en la cuenta de que el mundo me llamaba, me apresuré a salir. Afuera el frío arreciaba como nunca. De traje y descalzo cruzaba la línea peatonal, luciendo mis bonitas medias estampadas. Publicado en el libro LOS FANTACUENTOS –Ediciones del valle –Buenos Aires, 1998.-

MARTÍN ALVARENGA

Corrientes, Argentina.

Facebook: www.facebook.com/martin.alvarenga 70


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E

n su vida siempre sucedían cosas extrañas, casi tan extrañas como las que te suceden a ti, a mí y a todo el mundo. Pero lo que pasó aquel día fue algo que rebasaba los límites de las cosas extrañas.

La mañana anterior había perdido su empleo, de camino a casa el auto venia fallando y justo al llegar dejó de funcionar. Sentía un fuerte dolor de cabeza quizá debido a las presiones y lo peor, al entrar a su departamento, descubrió una nota en el comedor que terminó de destrozarle el corazón: Me voy de tu vida, creo que no soy lo que necesitas y estoy segura de que no eres lo que quiero para mí. Sobran las explicaciones, simplemente me voy. Cerró los ojos, caminó como si lo hiciera sobre una nube y al llegar a la sala se desplomó. No existían explicaciones para sus miles de preguntas; y aunque no podía responderse a si mismo se preguntó una y otra vez ¿Qué pasa con mi vida? Si todo parecía ir tan bien. ¿Qué fue lo que sucedió? Pensó y pensó por muchas horas y después de mucho pensar, vencido por el cansancio, se quedó dormido. Al día siguiente, seguro de tener la solución de su problema, salió de su departamento y se internó en la primera barra que encontró a su paso, buscó compañía en personas que estaban sin saberlo mucho más solas que él.

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Cobró venganza contra la vida, contra su destino, contra su suerte y finalmente, cuando perdió la consciencia del tiempo y los prejuicios, dejó salir a un viejo títere que habitaba en lo muy adentro de su ser. El viejo títere lloró, gritó, se estremeció y después de sufrir lo suficiente como para cautivar la atención de el mundo entero, se burló de su desdicha. Recorrió día tras día, una a una todas las barras de la región. Bebió las sobras de las botellas, pidió limosnas, contó viejas historias, cantó incluso para conseguir un solo trago y cuando ya nadie lo soportó, cuando ya nada podía hacer para conseguir algo de tomar, se sentó cerca de la entrada, junto a un viejo bote para la basura. Junto a él, también tirado, sucio, escupido incluso, y sin ningún valor aparente, encontró un viejo libro. Un libro de muchas hojas, lleno de viejas historias, de grandes enseñanzas, un libro despreciado por muchos, valorado por pocos y necesitado por todos. Tomó entre sus manos aquel libro, y lo abrió. Se detuvo por largo rato observando detenidamente el libro, de la misma forma en que un joyero examina un valioso diamante. Fue entonces que comprendió su propio valor, fue entonces cuando entendió el por qué ambos se encontraban en el suelo. Se limpió las manos, tomó delicadamente aquella valiosísima biblia entre sus brazos, se levantó y se fue de aquel lugar. Ese día su vida cobró su verdadero valor.

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Y ese día comprendió que las personas y las cosas valiosas únicamente valen, cuando se encuentran en manos de alguien que tiene un valor similar.

winey camacho fernández

Google+: https://plus.google.com/114618868530337416956

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«Es mi sombra, la que razona, la que está aquí para amortiguar cualquier efecto que yo pueda sufrir.» Sophie Hannah

N

o debí venir aquí, los parques siempre me conducen a llorar desconsoladamente y no acordarme hasta la madrugada, cuando las luces de la patrulla acaban por despertarme. Y desde

luego,

no

logro

comprender

por

qué

lo

hago.

Simplemente sé que después llego a casa con una pizza en manos, sin una constipación y rasguño alguno. Carla, algo desconcertada, termina abriéndome la puerta y, como siempre, bajo el denso amanecer del barrio de Belén, refunfuña preocupada: «Zoe, debes de tomar tus pastillas antes de salir, ¿está bien?», y yo cumplía con eso. Ahora que llevo media hora aquí sobre la banca, tengo la cruda certeza de que Claudio no vendrá y mi ser se volverá más intolerante al igual que el clima, o quizá mucho más. En algún momento pensé que me amaba, ahora ya no. Sólo sé que no es por él por el cual lloro siempre, sino es una cuestión fiel a mi quimera. Algo dentro mío, algo muy mío. Irremediablemente, el solo pensar en todo lo que tuve que gastar y todo lo que demoré para tener este cabello cepillado, el rostro espolvoreado y los labios brillosos, siento desvanecerme. Así llegase no le tomaría la palabra, le reprocharía por tocarme a toda noche sosteniéndome entre sus muslos y no importarle mis lágrimas manchando mi suéter tan pegado sobre mi cintura y mis pechos. Así como quejarse siempre de mi tic nervioso, desfachatadamente. Si llegara le diría: «Lo nuestro se acabó». Sería perfecto. 76


—¿Siempre haces esto? —alguien me sorprende desde la calzada, entumece su boina negra y me encanta su torpe caminar. —¿Hacer qué? —contesto—. ¿Eres especialista de la psique o algo así? –añado de pronto y me siento rara. Intuyo que sabe mucho de mí. Pero no sé si observe mi llanto. Calculo que no pasa de los cuarenta. Yo me anticipo, si llega a preguntarme le diré que no paso los veinte. Me creerá. Sobre todo aquí, bajo las frondosas matas de la arboleda. Luego, inexorablemente, no logro comprender cómo ha llegado a diluirse; paso mis manos sobre el cabello y volteo repetidas veces a responder a esta quizá ilusión de invierno. No veo a nadie, nadie llega a parecerse a él. Vuelvo al asiento y creo oportuno encender un cigarrillo, no me queda ninguno. «¡Eso no te ayudará en nada, Zoe!», recuerdo la voz de mi madre, me viene igual. Sólo deseo que el chico de rostro amarillo y zapatillas desgastadas apareciera ahora con su risita estúpida: ¡Cigarros, chicles…! Lo necesito urgente. Pero ahora recuerdo lo que me dijo la otra noche: «Si todo sale bien en el hospital con mi mamá, mañana no vendré». Son más de las siete y juro que no vendrá. Camino más relajada ahora que me alejo del parque, me limpio las lágrimas y veo el cielo arroparse de nubarrones. De pronto un legionario de perros pasa por mi lado y juro que se me eriza la piel. Un miedo a que me arranchen el hueso que llevo para Niki, mi gata. Al acercarme a la segunda cuadra veo las luces reflejándose en las vitrinas, pienso en

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volver a la pista, pero quedo encantada con los vestidos de novia: blancos, rosas, lilas, azules; todos los colores, todos espléndidos. —Pensé que ya no te encontraría, —una alejada voz se aclara y finjo no oírlo— perdón por dejarte así —.Continúa y llego a ver al mismo tipo del parque subido en un auto. Me alegro, no sé por qué. —Fui al estacionamiento, pretendían confiscar mi auto —se excusa y llega a mí atravesando la acera— ¿Ya cenaste? —. Cambia intempestivo de tema. —Todavía —contesto al instante escondiendo mi bolso. —Ven, súbete, conozco un restaurant fabuloso —yo asiento. Subimos un tramo largo y nos recluimos dentro de un restaurant algo elegante. Él pide algo ligero y yo también. Entre copas de vino y champán me revela ser escritor. Eso me gusta, sobre todo su mentón, el único lugar donde lleva barba. No tardamos mucho y salimos. Damos algunas vueltas y termina observándome: —Mm… te queda bien el laceado; también el cerquillo y el lazo. Le agradezco por el cumplido y creo olvidarme de Claudio. —Y ahora, ¿adónde vamos? —digo inoportunamente. —No lo sé, si quieres te llevo a tu casa —logra responderme. —No, a mi casa no —él frunce el rostro y parece preguntarme por qué. —Siempre me obligan a tomar pastillas, no lo soporto. —Bueno, por hoy me hospedaré en algún motel, ¿me acompañas? 78


—Sí, claro que sí. —me siento animosa. Ingresamos a la habitación, sitúa el vino Ribera del Duero junto a dos copas y luego nos desvestimos. Pronto me confiesa que siempre me veía desde el bar de enfrente llorando sobre el parque y no había hallado otra ocasión para hablarme como hoy. De mi parte, yo le agradezco. Me regocijo entre sus brazos, ya no pienso en Claudio, ya no pienso en Carla. No lo sé, pero la noche parece aletargarse; entre un auspicioso dormitar logro despertar bajo una enmarañada de sábanas manchadas por el vino; y a Félix, como dijo llamarse, no lo hallo por ningún lado, solo mi bolso, y sobre ella, mi receta: En la mañana: una fluxitina, un biperideno y dos risperidonas. Inmediatamente me pongo a llorar desconsoladamente, y desde luego, no logro comprender por qué lo hago.

Ebher Castillo Cadillo

Perú.

Facebook: www.facebook.com/ebher.castillocadillo

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|

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M

i historia de amor con Adonis fue siempre de novela. Un amor puro y verdadero por un hombre que era todo lo que yo siempre quise tener. Atento, cariñoso, tranquilo, alegre, familiar... Pero desgraciadamente, todo acabó para siempre

como en las novelas suele acabar: llega otra mujer y zas, romance roto para siempre porque ella está embarazada de él, él es el padre y la otra pobre chica queda llorando en la playa solitaria mirando el atardecer. Pero lo cierto es que en mi caso no fue así. En mi caso, supe por terceras personas que estaba enamorado de otra mujer, y llevaba con ella, justamente, el mismo tiempo que conmigo. Un hombre enamorado de dos mujeres. ¿Lo sabría ella? Desconozco ese detalle, pero yo, si estoy con un hombre, quiero que ese hombre sea para mí y esté conmigo, no quiero que comparta la cama con otra mujer. Anticuada o como el mundo me quiera llamar, pero soy así. Lo más triste de mi caso, es que cuando él me llamó para quedar una vez supe la verdad, yo estaba ilusionada. Creí que me pediría matrimonio, que me diría que viviéramos juntos... Locuras de amor. Quería cortar conmigo porque había conocido a otra persona y se sentía más completo con ella que conmigo. ¿Conocido? Según mis fuentes llevaba el mismo tiempo con las dos, ¿cómo qué conocido? No lloré, porque la rabia me consumía hasta el llanto. Me levanté casi cual zombie y me dirigí a la salida del restaurante olvidando en la mesa el bolso y en el respaldo de la silla mi abrigo. Por suerte un camarero me lo recordó

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antes de cruzar la puerta y me los entregó. Sé que habló, dijo algo, pero desgraciadamente no sé qué fue lo que dijo. No lo recuerdo. Durante mucho tiempo, demasiado quizás, no lo sé, estuve en mi apartamento sin decir una palabra a nadie. Dejé de ir a trabajar y me despidieron. Me dio igual. Las facturas se acumulaban en el suelo sin ser recogidas ni pagadas. También me daba igual. La vida había dejado de tener sentido para mí. Había sido traicionada, utilizada y manipulada por un hombre al cual le entregué el mejor año de mi vida y que le dio sentido a toda mi existencia. Finalmente, acabé por intentar suicidarme. Si, ya lo sé, un hombre no se merece eso de una mujer, pero yo no veía otra salida, estaba hundida. No sabía qué hacer. Por suerte o por desgracia, eso aún no lo sé, resultó que de las pastillas con las que yo intentaba suicidarme no quedaban suficientes en el frasco y tan solo me dejaron dormida por un espacio de tiempo que aún no sé cuanto fue. Mas cuando desperté, me di cuenta de que mi mejor amiga estaba allí. Había forzado la puerta para entrar al no tener noticias mías desde hacía semanas. Al parecer había estado muy ocupada, me había estado llamando al móvil varias veces durante varios días para informarme de que se casaba, pero yo no cogía el aparato. Lógico que no lo hiciera: estaba apagado por decisión mía y cortado por falta de pago. Y como ya se había casado y yo no había aparecido, fue a ver que me pasaba antes de irse de luna de miel a París.

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Al verme en las circunstancias que me vio, decidió retrasar un par de días el vuelo y encargarse no sólo de mis facturas, también de lavarme, vestirme y acostarme en una cama con las sábanas limpias. Incluso limpió el piso. Me disculpé y conté un poco por encima qué había ocurrido. Ella dijo que lo entendía y me enseñó una foto de su boda. Cuando la vi quise morir, porque el hombre con el que se había casado, era mi Adonis. ¿Cómo decírselo? Fácil, mordiéndome la lengua. Pero ¿sería capaz otra vez de mirarle a la cara y tratarle como si nunca nos hubiéramos conocido?

Victoria Ventura Highlander

España

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84


E

staban bastante alejados uno de otra cuando la vio por primera vez. Sus mesas eran dos icebergs en el comedor al aire libre de aquel hotelito centroeuropeo. Había unas cuantas parejas en

torno, compartiendo mesa y sentimientos; también alegres grupos de cinco, seis o más comensales, aunque no se sufría de exceso de población, dado que se hallaban a confortable distancia de los centros turísticos de moda. El rumor de las conversaciones, el tintineo de platos y cubiertos, el cálido gorgoteo del bon vin en su periplo de la botella a las copas, ascendían como plumones de sonido hacia las nubes abrileñas. Desde su sitio podía distinguir bien el perfil de ella, y por cierto que no dejó de advertir, emocionado, la clásica pureza de sus líneas. El traje la ceñía como un guante; igual que la cabellera esparcida sobre los hombros, era del color de la noche. Algo más abajo, la blanca V del escote se abría hasta el punto exacto en que la fantasía se encabrita. El carraspeó. Le acometió un sobresalto, al volverse ella de súbito. Aún a la escasa luz del crepúsculo, y a través del trecho que los separaba, comprobó que los ojos de la mujer eran de un tono maravillosamente violeta..., como jamás los viera él fuera de una pantalla cinematográfica. Aventuró una inclinación de cabeza, a guisa de saludo, sin pararse a pensar si resultaría correcto; ella le correspondió, aunque sus labios borgoña no se curvaron.

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De todos modos, el hombre prefirió atribuir un cierto brillo particular a aquellas pupilas relucientes... Sin saber cómo, se halló de pie a su lado. Ella elevó la mirada en su dirección, y dos facsímiles diminutos de la llama de la vela que alumbraba su mesa bailotearon entre un tremolar de pestañas intrigadas. —No quisiera resultar impertinente —se oyó decirle, igual que si una fuerza misteriosa le dictara el “bocadillo”—, pero no pude menos de notar que cena sin acompañante..., como es también mi caso... —y esbozó una sonrisa, al tiempo que encogía los hombros. —No —repuso ella. —¿N-no..., qué? —Que

no

resulta

para

nada

impertinente.

—Una

perfecta

dentadura asomó, fugaz—. Tenga la bondad de sentarse, señor... —Eh..., Aldo —dijo él, y obedeció. —¿Aldo..., nada más? —¿Acaso es necesario más, señora..., señorita...? —Christine. No..., basta con eso, Aldo. Ya frente a frente, se le secó la boca; y eso no era frecuente en él. Un jugo dulzarrón, largo tiempo aletargado, comenzó a espesarle la sangre de las venas. ¿Sería posible?, pensó. ¿Estaría concediéndosele al fin la oportunidad de enterrar definitivamente el pasado?... Se dedicó a observarla, sin hallar una mácula en aquel rostro de muñeca animada..., salvo por el maquillaje, quizás demasiado espeso, casi teatral.

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—¿Ya pidió la comida? —inquirió. Como ella agitara la cabeza, hizo una seña al mozo, a quien sabía atento, y éste trasladó su sopa de tortuga, humeando todavía, al flamante baluarte—. ¿Vino...? —sugirió. Christine insinuó un delicado ademán de asentimiento. —No tengo apetito —advirtió, con acento cadencioso—, pero será un placer brindar con usted, Aldo. Ambos se servían con fluidez de la lengua francesa, si bien cada uno le imprimía su acento particular; señal de que se trataba de un idioma prestado. Al hombre le costó retener una sonrisa, y ella, que había sorprendido el abortado gesto, alzó la ceja izquierda y parpadeó. —Discúlpeme —se excusó Aldo—. Es que... fantaseaba, ¿sabe usted? Bueno, algunas veces, esta imaginación mía... —¡Pagaría por saber adónde lo estaba llevando ahora!... —sonrió Christine. Hicieron una pausa, en tanto les servían el espumoso beaujolais. Luego del choque sutil de las copas, los ojos femeninos seguían interrogando, de manera que por fin, y no sin alguna timidez, él confesó: —Es que me acordaba de aquellas viejas películas de espías, con la Dama de Negro y el Galán Maduro y Solitario. Si llevara usted un velo... Ella posó la sonrisa sobre el filo de su copa. Luego señaló con el dedo: —Se le enfría la sopa, Aldo.

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Su ocasional acompañante meneó la cabeza. Apoyó los codos sobre el mantel bordado, y la barbilla en el hueco de las manos. Mirándola con intensidad, le habló en voz baja y clara: —Ya no me importa la sopa —declaró—. Dígame qué ha pensado usted de mí. —No vaya a creer que yo no tengo también mi poquito de... imaginación —y le lanzó un guiño de lo más gracioso—, aunque es probable que no resulte tan activa como la suya... Yo sólo puedo acordarme de una película: actuaban Cary Grant y Grace Kelly, dirigidos por el gran Hitchcock, en el marco encantador de la Riviera... —Ah, sí, algo de un ladrón misterioso... Ya la recuerdo. Romántica, ¿no es cierto, Christine? Los labios borgoña se arquearon, sin separarse esta vez. —¿No será usted uno?... —¿Un qué? —Un ladrón, igual que el personaje de Cary Grant..., elegante y cauteloso como un gato. —No —rió él—. Robar no figura en mi nómina de pecados. Además, en la película que comentábamos, Cary Grant hacía de ladrón..., pero de ladrón retirado. Un conjunto de violines había comenzado a sonar, en tanto. Los intentos

de

indagar

algo

más

sobre

ella

fueron

blandamente

interrumpidos por las armonías de Strauss.

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—Tenemos suerte de que este hotelito sea de corte clásico — comentó Aldo—. ¡Sería terrible que nos arruinasen este anochecer con las estridencias de alguna banda “heavy”! Christine entrelazó los dedos, ágiles y flexibles, rematados en largas uñas brillantes como perlas. —Conque me había resultado un tradicionalista... —murmuró—. Me gusta..., porque así soy yo, también. —¿Tradicionalista? ¡Ajá! ¿Y qué otra cosa es, además de eso? —Mujer... —Lo miró a los ojos—. ¿No contiene el concepto un universo entero? Aldo asintió. Audaz, cubrió la diestra de la joven con la suya, salvando diagonalmente la barrera de las copas. La mano masculina — en cuyo dorso se insinuaba ya la queratosis— se sintió refrescada por el suave estremecimiento que le comunicó su presa. —Así, pues..., mujer —propuso—, será todo sin preguntas. ¿Estamos de acuerdo? —Sin ninguna clase de preguntas. —Los dedos de ella coquetearon entre los de él—. ¡Justo lo que yo tenía pensado plantearle, Aldo! Desde aquel momento fueron indisolubles. En las mañanas, muy temprano, paseaban por el bosque, colmado de pequeños retazos de belleza que Aldo no perdía ocasión de comentar, valiéndose de floridas metáforas y de conmovedoras añoranzas. Christine, por su parte, sorbía sus palabras, sin apartar los ojos del rostro de él. El corazón del hombre se dilataba, henchido de una euforia desusada. 89


Un día, durante una de aquellas excursiones, ella lo acorraló: —Tú eres escritor... ¡No te atrevas a negármelo! Esa imaginación que tienes..., tus frases, tan elaboradas... —¿No habíamos dicho “sin preguntas”?... Pero, bueno, todo sea por darte el gusto. Sí, soy escritor..., o lo fui. —¿Rico y famoso? —Christine, juguetona, aniñada en su conjunto sport, le rodeó el cuello con los brazos—. Vamos..., ¡no exageres la modestia! —Ni rico ni famoso, lo siento infinitamente. ¿Y qué me dices de ti, eh? —Rica, bastante; famosa..., ¡hmmm!..., no. ¿Lo dejamos así, Aldo? Así lo dejaron. A él le complacía el misterio, la suerte de irrealidad de la aventura. Imaginaba estar viviendo la trama de un film de Jean Negulesco..., tan pasado de moda como su chaleco a rayas finas. Lo disfrutaba. Se reconocía anticuado en muchos aspectos, y al parecer ella coincidía con él en eso, no obstante la diferencia de edad entre ambos. Su mutua relación, cálida hasta el umbral de la pasión, respetaba, pese a todo, el linde de sus respectivas habitaciones. ¿Para qué forzar las cosas?, se decía él. Ya no era un jovencito, ciertamente..., pero en el sitio mágico que cohabitaban parecía como si las horas se estirasen al doble de su lapso normal. ¡Ojalá aquel otoño durase cien años!

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Se le antojó a él de pronto darle una sorpresa. Levantándose al filo del alba, se escurrió en dirección al poblado. Reía para sí, como rapaz travieso, al imaginar la expresión de Christine cuando viera su regalo... —Ese —le indicó al único joyero que encontró—, ¡el de diamantes, sí! Solícito, el semicalvo hombrecillo envolvió la cajita con primor artesanal. Un lazo rosa completó el efecto... Aldo sonrió con deleite. —¡Felicidades, monsieur! —oyó que le deseaba el comerciante. Todavía era temprano, pensó. Dio unas vueltas por el pueblecito, aunque no había gran cosa que ver, en realidad. Le llamó la atención la antigua iglesia gótica, demasiado grande para las exiguas dimensiones de la plaza junto a la que se erguía, y también el minúsculo teatro, engalanado en aquella ocasión como para algún acontecimiento especial. Se acercó, miró, preguntó... Poco después regresaba al hotel, absorto en el paisaje que huía por fuera de la empañada ventanilla del ómnibus. Había

empezado

a

soplar

un

viento

bastante

fuerte,

advirtió.

Seguramente caería un chaparrón antes de que se pusiera el sol. No le dijo nada durante el almuerzo. Horas después, sentados muy juntos en un banco de piedra, al abrigo de miradas indiscretas y un poco intoxicados por el perfume de las rosas y los trinos de los pájaros, cambiaron sus cotidianos arrumacos. Hubo pequeños besos voraces y abrazos rápidos y espasmódicos, y ella ronroneó, como siempre terminaba haciéndolo, al apretarse contra el hombre.

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—¿Eres feliz? —susurró Christine. Los ojos violeta profundo devolvían una doble imagen del rostro masculino, y aún a esa reducida escala no dejó él de notar el cambio de su propia expresión, aunque la mujer parecía inconsciente del detalle. —¿Feliz? —le retrucó—. ¿Y eso qué significa? Lo miró intrigada. —Ese... tono de voz... —¿Tono? ¡Te estás imaginando cosas! —dijo, sin énfasis. Y añadió, como al acaso—: Habíamos quedado en que era yo el imaginativo... ¿Te gustaría una muestra de... imaginación, ya que estamos en el tema? —No te... entiendo. —Christine se apartó algo de él, a fin de mirarlo mejor—. ¿Estás queriendo decirme algo? —Imaginemos —continuó Aldo— que estuvieses a punto de rendir un examen..., digamos, de conducir. ¿No te haría falta un automóvil para practicar? —¿¿... ?? —¿Y si el examen fuera... de actriz dramática? ¿Qué usarías para... ensayar tu acto? ¿Un “partenaire” sui generis? ¿Alguien muy solitario y muy confiado? El rostro de ella perdió el color. Desvió los ojos; luego volvió a enfrentarlo. —Lo averiguaste —dijo, ya sin fingimientos. —Ajá. Pero fue obra de la casualidad. Había ido al pueblo..., ya no importa

para

qué,

y

pasé

cerca

del

teatro. Mañana están de 92


celebración...: ¡rinden el examen final los aspirantes al elenco estable! Tu foto te favorece mucho: felicidades. La joven bajó la cabeza. —Así que ya lo sabes... —musitó—. No existe “Christine”; Milva Stompani, sí. Extrajo un papel plegado del bolsillo de su abrigo. En el folleto figuraban todos los detalles. Aquel grupo practicaba el método de Stanislavsky (igual que lo hicieran, en su tiempo, Brando y otros famosos), y a cada alumno se le asignaba una tarea específica. —Mi familia es... fabulosamente rica. Me mimaron demasiado... Estoy acostumbrada a hacer mi capricho, y ya herí a unos cuantos, pero... Se detuvo. El también había sacado un papel del bolsillo. Estaba arrugado, así que sus dedos lo extendieron parsimoniosamente sobre la falda de ella. PSICOPATA ASESINO HUYE DE EXCLUSIVO SANATORIO SUIZO Berna, 16. Beltrán Fornios, conocido novelista latinoamericano radicado en Suiza, a quien se declarara inimputable del homicidio en serie de siete mujeres jóvenes, escapó esta tarde de su celda del hospital L'Auberge. Se cree que ha logrado salir del país... El estrujón inexorable de las manos ahogó su grito. Un manto de oscuridad se abatió sobre Milva Stompani, mientras, en lo alto, el primer relámpago hendía las nubes. Imponiéndose al retumbar del trueno, sonó la voz enronquecida de Beltrán: 93


—Tampoco existe Aldo..., ni el olvido, ni la felicidad, ni nada. ¡Todo es una trágica mentira! ¡Una farsa grotesca! Y la lluvia fue el gélido sudario de la octava víctima. ¡Ambos habían reprobado su examen final! Este cuento, junto con “Guardián” y "Del mismo barrio" (de próxima publicación en EL NARRATORIO), se originaron en sueños del autor y forman parte de la trilogía intitulada "La estofa de los sueños".

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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96

www.elnarratorio.blogspot.com https://www.facebook.com/el.narratorio/ elnarratorioblog@gmail.com


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