EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 37 MARZO 2019

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 4

NRO 37 — MARZO 2019 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE caen hojas prendidas fuego emmanuel lorenzo 7 LA TAN ANSIADA HOSPITALIDAD JOSÉ A.GARCÍA 10 UNA CABAÑA OCULTA EN EL BOSQUE MARIO G. TORRES VALDIVIA 15 MARGINAL

OSVALDO VILLALBA 19

IIMIX

ALEJANDRO RUIZ 25

cruce de vías

ernesto tancovich 27

¡Se va la segunda! gustavo vignera 30 NADA

KARLA TABITHA MOSQUEDA ORTEGA 35

LAS PROFECÍAS EN EL ESPEJO DESDE OTRO LADO

RAÚL ARIEL VICTORIANO 41

REPELENTE CLARIDAD

DANIEL FRINI 38

MARÍA DOMÍNGUEZ 45

LISARDO SUÁREZ

(ilustrado

por

abril cortés suárez) 50 POR QUÉ ESCRIBE SOBRE ELLA FEDERICO ROMAIRONE 52 MI NOVIA ÁRABE

IÑAKI LEGARDA 54

EL ESPECTÁCULO DEBE CONTINUAR ISRAEL MONTALVO 57 31 DE MARZO FACTURACIÓN

DE

LA MARIHUANERA ALEGATO

OSWALDO CASTRO ALFARO 61 EQUIPAJE ANÍBAL

MANUEL

HERNÁNDEZ

SERRANO 65 MEDINA 68

VERÓNICA GONZÁLEZ CANTÚ 70

invisible giancarlo andaluz queirolo 74 A DIOS, GRACIAS EL OGRO Y LA BRUJA

RICARDO

BUGARÍN 80

DIANA MARINA GAMARNIK 82 5


CERCANAMENTE LEJOS

SILVIA A.FERNÁNDEZ 85

el loco de las estrellas ana maría manceda 92 ANTONIO ANTONIA, MI DIARIO

YOLANDA SA 95

elecciones para dummies josé l.díaz marcos 99 la chica de la bicicleta verde mirta calabrese de luca 103 TIERRAS LEVANTINAS DISPUTA FAMILIAR

DAMARIS GASSÓN PACHECO 112

EN LA MISMA ORILLA darío

CARLOS M.FEDERICI 106 OSCAR CALLE ELESCANO 115

emilio paz panana 121

asilvestrada

diana rubio sáez 124

requiem sofía ludlow cándano 127 LA CURA CONTRA EL SIDA

ARMANDO CÓRDOVA

OLIVIERI 133 EL FANTASMA DE MAMÁ

LACEY L.CONDE CARHUANCHO 136

_DISCONNECTED DANIEL OLCAY JENERAL 139 MASCARADA LILIANA CELESTE FLORES VEGA 143

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E

ra un árbol escuálido como ningún otro en el casco exterior de pueblos que hacen frontera en Santa Fe. Se trepaban durante los domingos de enero: se desnudaban el pecho de las camisetas y disimulaban sus costillares entre las ramas. Llevaban toda clase de nombres, desde Juan

Ignacio y Ernesto hasta Javier y Ricardo. Pero todos impropios. En esos días todavía se acostumbraba a que el hijo mayor heredara el nombre de su padre tras su muerte. Especialmente si al ataúd se lo había tenido que llenar con tierra. Yo los observaba desde otra realidad, sentado con la pierna ridículamente tiesa hacia adelante y un libro de viajes entre las manos. Trepar un árbol con una rodilla inmovilizada no es sencillo; leer sobre viajes que uno nunca hará, tampoco. La impotencia terminó siendo con los años un factor en común. Era admirable verlos alcanzar la rama mayor, alentarse entre sí y socorrerse, como si la hazaña los hermanara. Los torsos desnudos relucían rubicundos entre el espejo de sudor y los nervios, ocultando con frescura el miedo a la altura. Un grupo de ángeles exiliados trepando hacia no sé qué destino de cielo. Había algo de santidad en su capacidad para reponerse. Empleaban un antídoto opuesto al de sus madres: si no nombraban a la muerte, si no le concedían la palabra a lo que había sucedido, entonces puede que ya no existiera. Nada revertiría lo ocurrido ni ocuparía los lugares vacíos en la cabecera de la mesa a la hora de cenar, pero esa cofradía sobre los hilos quebradizos del lapacho los mantenía a salvo. El oficio de no nombrar se convirtió en una profecía de supervivencia: una forma de abordar ese mundo partido que nos obligaba a sostenernos en puntas de pie para no despertar a los muertos. A menudo jugábamos a no recordar. Nos convencimos de que no bastaba con cerrar los ojos, fingirnos sordos o cambiar el tema de conversación. Al olvido también había que ensayarlo. Y nos interrogábamos unos a otros sobre los rasgos de nuestros padres, sus pasatiempos o cuándo fue la última vez que nos habían montado sobre sus piernas para contarnos una historia o limpiarnos las lágrimas de las mejillas amoratadas. Habíamos inventado un método de asignación y recuento de puntos, algo confuso y relativo, pero eficiente: cuanto más olvidabas, más puntos se te adjudicaban. Creí notar en la mirada de Ricardo un rubor de vacilación al asegurar que ya no lo reconocería si lo viera caminando en el muelle donde trabajaba y una constricción en la respiración de Ernesto cuando dijo con orgullo que de su padre solo conservaba el nombre. Sin embargo, ninguno dudaba del otro. Nos confiábamos a esa dulce pavura que solo entiende el que encuentra en un 8


dolor el remedio capaz de apaciguar al sufrimiento. Luego ocurrió lo de mi pierna. Las semanas recluido en casa, día tras día inmerso en el panteón en que mi madre había transformado la sala: retratos familiares, flores que recambiaba cada semana, velas encendidas religiosamente y el uniforme con sus condecoraciones cosidas sobre el pecho. Es curioso cuánto se asemeja un uniforme vacío a un disfraz. Ella lo mantenía de pie gracias a un juego de broches que sujetaba a una plancha de madera que había recogido en la calle. Creo que temía que se fugara a mitad de la noche; quizás lo hubieran encontrado flotando en el río, espalda arriba, en la mañana siguiente. Los uniformes no olvidan, no corren esa suerte. Tampoco yo. No trepar a ese árbol me excluyó de las cofradías de la desmemoria. Debí cargar el lastre de mi nombre, como también soportar el peso de la sonrisa de mi padre y repetir entre sueños la tarde en que me enseñó a clasificar las llaves y a distinguir los motores. Yo no pude expiar la tragedia. A los otros los observaba con envidia. Un lisiado con memoria que veía cómo ellos recuperaban su inocencia. Contaban hasta tres. Se turnaban para encogerse, chasqueaban los labios, doblaban las rodillas, entrecerraban los ojos lívidos y se tomaban de la mano. Contenían la respiración y fruncían el ceño curvando las cejas hacia la nariz, desafiando la irremediable gravedad del pasado, que todo atrae hacia su núcleo de la repetición. ―Uno. —Dos. —Tres. Y se dejaban caer sin más desde lo alto del lapacho, se precipitaban al vacío como rezagadas estrellas heridas o una aislada garúa de hojas prendidas fuego.

EMMANUEL LORENZO

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/EscritorEmmanuelLorenzo Instagram: @emmanuellorenzoescritor

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S

i se detuviera a pensar en el tiempo que llevaba recorriendo aquel camino le sería imposible decir cuándo había comenzado. Tampoco podría decir hacia dónde se dirigía. El calor que azotaba la rala vegetación golpeaba de lleno contra su cuerpo; el polvo que se levantaba a cada paso lo envolvía

como una nube metiéndose en la nariz y en la boca, secándosela, recordándole la sed que no dejaba de perseguirlo. Apenas podía sentir la lengua debajo de la capa de tierra que se adhería a la poca humedad que perduraba en ella. Sus ropas eran grises por ese mismo polvo, tan fino y volátil como las cenizas; sentía como penetraba en cada poro de su piel, en los bolsillos de su desgastada ropa, entre su cabello descuidado y crecido, así como en la barba de varios días. El cansancio volvía torpe sus movimientos y lentas sus reacciones. Necesitaba agua para aplacar tan atroz sed, necesitaba un descanso para recuperar las sensaciones de su cuerpo, necesitaba comida para continuar. Como una cicatriz que señala la existencia de una antigua herida, el camino continuaba hasta donde era posible ver. Incluso parecía extenderse del otro lado del horizonte. Pero el cansancio era tanto que apenas sí pudo dar un paso más antes de caer desvanecido en medio del camino sin atender al lugar en el que se encontraba. Sin forma de saber cuánto tiempo había quedado inconciente, sin poder recordar qué hacía allí, por qué resultaba tan importante continuar adelante o por qué, de manera imprevista en medio de tanta desolación, una sombra cubría su cuerpo. Giró, a duras penas, la cabeza y se encontró con un ciprés que marcaba el inicio de un camino lateral. El recuerdo de las viejas tradiciones revivió su cansado cuerpo, sus exhaustas energías y la voluntad de ingresar en aquella finca. Incorporar le resultó en extremo difícil. Sentía los brazos y las piernas pesados, como si cada uno de los músculos que los componían hubiera perdido movilidad, elasticidad y la capacidad de sostenerlo. Las rodillas crujían cada vez que daba un paso; los tobillos apenas resistían su peso. Unos metros después del primer ciprés, se encontró un segundo árbol idéntico al anterior. Aquel descubrimiento le devolvió parte del ímpetu que sintiera antes de desvanecerse; sentía que recuperaba la motivación necesaria para continuar. Pero fue al descubrir el tercer ciprés que sus energías se revivieron por completo, junto con la visión, aún a lo lejos, del techo de la finca a la que conducía aquel camino. Pensó en correr la distancia que aún lo separaba de aquel lugar; pero incluso con las nuevas 11


fuerzas que sentía, piernas y brazos continuaban igual de pesados y cansados que al despertar. Descubrir un cuarto árbol, en perfecta línea con los anteriores, un quinto luego de ese y más adelante un sexto, hasta completar el camino hacia la casa lo hizo dudar de cuanto sucedía. Las tradiciones tenían su límite, el resto quedaba a la voluntad de cada uno el creer o no, pero era necesario conservar una cierta cuota de veracidad. Con cada paso que daba, el camino se tornaba menos abandonado, incluso crecía algo de césped, aunque descuidado, junto a los árboles, algo que no había encontrado antes en su caminar. Continuó avanzando lentamente sin recuperar el completo funcionamiento de sus piernas, por lo que cada paso se transformaba en un dolor imposible de describir con palabras. Ni con gestos, ni exclamaciones, ni siquiera con los gemidos que solo aquellos que sufren las peores aflicciones pueden proferir. En silencio continuó sufriendo como lo había hecho siempre, como desde pequeño se le enseñara que debía ser. Finalmente alcanzó la puerta y llamó con tres leves golpes que quebraron el silencio. Tanto demoró la atención de su llamado que comenzaba a creer que no habría nadie allí cuando la puerta se abrió sin hacer ruido. —Solicito derechos de hospitalidad —dijo bajando la cabeza y sin mirar a quien abriera—, mis piernas no me responden de la manera adecuada para postrarme frente al señor de tan bella finca —completó. La nueva respuesta se demoró en llegar casi tanto como la anterior. Sabía que no podía levantar la mirada hasta que la puerta fuera abierta de par en par, y solamente entonces podría ingresar y solicitar comida, un sitio donde sentarse, y quizás algo más. La sucesión de cipreses similares lo habían confundido. Le permitieron ingresar, sentarse y comer hasta saciarse con la comida ofrecida; pero, luego del polvo del camino y la pérdida de sensibilidad en su boca y lengua, sabía tan desabrido como la nada misma. Luego de la comida, luego de beber el agua suficiente para quitarse el regusto del polvo del camino, sintiendo algo similar a la comodidad, recordó la duda que lo atenazara al llegar allí. —No tengo palabras suficientes para agradecer la hospitalidad de tan bien dispuesto anfitrión. Si me permite, en cambio, tal vez pueda usted, responder una 12


duda que se despertó en mí al ingresar a su finca —dijo contemplando el camino por la puerta que había quedado abierta. Miró a los ojos al inesperado anfitrión, recorrió cada detalle de su rostro durante el tiempo en que se encontró allí dentro y, aún así, sería incapaz de decir nada sobre él. Por más que los mirara, aquellos rasgos no quedaban en su memoria; tan pronto como apartaba la mirada los olvidaba y debía volver a mirar lo que creía ya conocer. La luz allí dentro resultaba más extraña, ominosa, irreal, que bajo el inexorable sol exterior. Entendió el silencio como una invitación a continuar, ya que de no haber querido hablar, una sola palabra hubiera sido más que suficiente para detenerlo. —En mi pueblo teníamos una vieja tradición sobre la hospitalidad. En ella se dice que el viajero que encuentra un ciprés en la entrada de cualquier finca, sabe que hallará allí un plato de comida disponible. Si hay dos cipreses el viajero recibirá ese plato de comida en la misma mesa que su anfitrión, en señal de respeto mutuo. Si, en cambio, encuentra tres cipreses, además de la comida el viajero podrá solicitar un lugar donde pasar la noche. Nuevamente el silencio le invitó a continuar hablando, con la seguridad de quien no incurre con sus palabras en falta alguna. —En tres acaba la numeración. La hospitalidad no avanza más allá de esas pequeñas ayudas. En su camino he visto mucho más que tres cipreses. Eso me lleva pensar que esta finca bien podría ser otra cosa, ya que el único otro lugar en donde deliberadamente se encuentran esos árboles es en los… —se detuvo al darse cuenta la insolencia que estaba a punto de cometer frente a quien respondiera de manera tan conspicua su pedido de ayuda. —En un camposanto —completó el anfitrión. Su voz resonó con una fuerza inaudita en aquel lugar, como si el sonido de sus palabras reverberara al chocar con cada objeto del interior de aquella estancia, incluso a pesar de que la puerta continuaba abierta de par en par. —No pretendía decir eso —comenzó a excusarse ante su anfitrión e improvisando una reverencia en señal de disculpas. —Uno al que las almas de quienes ansían continuar con sus vidas, siempre acaban por llegar… —agregó el anfitrión sin atender a últimas las palabras del recién llegado y cerrando, con el sordo ruido del chocar de madera contra madera, como el cierre definitivo de un ataúd, la puerta. 13


JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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C

uando llegué caminando desde los prados, el paisaje de la llanura se veía como a través de unos cristales sucios. En seguida vino a mi mente el olor a trapeador viejo que se abandona en las bateas de latón o cobre, algo así como un manido recuerdo de años vividos, en los que no se

acostumbraba la risa. Desde los árboles de pino, tan tiesos como las estacas que los bárbaros usan para empalar romanos, una pequeña y parda casucha parecía asomar con temor por ver que me acercaba a su puerta. Cualquiera diría, desde la distancia donde la veía, que en cualquier momento huiría aterrada por entre las ramas; que repentinamente, de la parte trasera, iría a desplegar unas enormes alas de polilla y se echaría a volar torpemente, solo por el gusto de no estar más ahí. A pesar de esa ruinosa sensación, seguía avanzando hacia ella, más por un primario instinto de supervivencia que por espontánea voluntad; era ese mismo impulso que hace ignorar el peligro implícito de ciertas ocasiones. Cuando me planté delante de su estrujada puerta pude percibir el aroma como de pan recién horneado. No alcancé a golpear la aldaba. Una joven envuelta en una rara túnica apareció por ella y con su mirada azul, impávida y fría, me hizo entender lo repulsivo de mi aspecto: lleno de escupitajos y sangre, con el cuerpo masacrado por la batalla y sostenido únicamente por el respiro que luchaba por entrar a mis pulmones; pero ella tomó la llaga en la que se había convertido mi mano y me hizo entrar. Al ver las plumas negras que llevaba de adorno en su faldellín, pensé que se trataba de alguna bruja adoradora de algún dios menor, que posiblemente tuviera la certeza que ese mismo dios me había llevado al vano de su puerta para ser sacrificado. Las fuerzas que me abandonaban con avidez no me permitían siquiera seguir elucubrando, me dejé llevar dependiente de su pequeña mano. A un paso de la muerte, después de todo, ya no me importaba lo que me podría pasar. Sin mediar palabra, mojó con un aceite los jirones de tela que llevaba pegados a la piel por la sangre seca y, rezando algo, lamió mi cuerpo, curó los surcos de mis heridas y me dio un tazón de caldo que sabía a tripas de cabra. Mientras comía desesperado el grasoso alimento, ella permanecía parada delante de mí, sin ninguna expresión en su pálido rostro. Cuando acabé de tragar los mazacotes de comida, estiró su delgado brazo y me quitó el tazón bruscamente, me tumbó sobre unas pieles al lado de la chimenea y copulamos; un turbador olor a menta que afloraba de su boca y del sudor que goteaba de sus pechos provocó que me desvaneciera lentamente, entrando en un sueño profundo. 16


Al despertarme tuve la extraña sensación de haber dormido demasiado, al punto que el pasado ya no importaba, la choza parecía ser parte de mí ahora. Busqué a la muchacha para preguntarle quién era y agradecerle por el auxilio. Salí al cobertizo y noté que los árboles se habían multiplicado inexplicablemente y tenían un tono amarillento desde las hojas hasta sus troncos, y se mecían al viento pero sin emitir sonido alguno. A lo lejos, una mancha negra, con un atado de leños a la espalda, se acercaba cansina a la choza, pensé que podría ser la muchacha que me auxilió, así que corrí hacia ella para aliviarla de su pesada carga. Al ver que corría hacia ella, paró en seco su marcha, con una actitud de esperar lo peor cuando llegase a donde se encontraba. Al llegar a su lado noté que se trataba de una anciana, le pregunté hacia dónde se dirigía y con una voz entrecortada me dijo: “Hacia la cabaña”. Probablemente, traté de explicarme, la mujer que me ayudó vivía con su madre o su abuela. Una vez adentro, la anciana se dirigió a la alacena y muy nerviosa se puso a mover varios frascos. Le pregunté por la joven con la que vivía. Fingió no haberme escuchado y prosiguió su búsqueda con más ahínco. “Señora, ¿me escucha?, ¿entendió lo que le pregunté?”. Le volví a interrogar y ella respondió: “Veo que ya te has recuperado, ahora vete para que pueda sanar yo o me quedaré con tu muerte”. Un lapidario frío entró en mí por la nuca, retrocedí hasta la puerta y salí a toda prisa de la choza. Llegando al llano, la primera idea que tuve fue la de regresar a mis tierras; pero recordé lo que había pasado, tuve mucho miedo de que los soldados siguieran ahí, decidí rodear por los médanos del sur para ver mi campo desde lo alto de las montañas y así estar seguro de regresar. Subiendo por el límite del campo, aparecieron, como una sombra maldita por el mundo, la guardia escolta del escuadrón del norte. Creí que ahora sí había llegado mi fin, no tenía dónde esconderme, cabalgaron decididos hacia mí, quedé estático, amarrado al suelo por el pavor y también resignado a que ese momento era el final de mi existencia. Cuando iban acercándose, un olor pútrido se dejaba percibir, sus rostros reflejaban la furia y el odio a todo lo ajeno a su pueblo. A poca distancia aumentaron la marcha y desenvainaron sus espadas. Quise correr para alargar unos segundos más mi vida y no lo hice, sería indigno ser muerto por la espalda. Estiré los brazos y cerré los ojos esperando el golpe que me arrancara de la vida. El estrépito de los caballos retumbaba sobre la tierra acompañado del sonido del metal contra el cuero. Pude oír el bufido de las bestias a mi lado y el gruñido de los soldados, exaltados por el fragor del trote. Pasaron de largo. Volteé 17


extrañado hacia donde se habían ido, vi a la mujer parada, estoica, delante de su choza, esperándolos como si fuera un encuentro pactado desde hace mucho. Corrí con todas mis fuerzas para intentar defenderla, pero iban en caballos endemoniados y yo, solo era un simple hombre con dos piernas.

MARIO GAVINO TORRES VALDIVIA Perù

Facebook:Mario Torv

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Basta que alguien me piense para ser un recuerdo. Oliverio Girondo

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l agua de la ducha le golpea la cara. Está sentado en el suelo, recostado sobre los azulejos del baño con la cabeza ligeramente recostada hacia atrás por lo que ve llegar los chorros de agua. Hace mucho tiempo que el agua sale fría, pero eso ya no le importa.

Diego cierra los ojos y trata de detener la oleada de recuerdos que se amontonan en su cabeza mezclándose como naipes en manos de un crupier. Las imágenes de partidos de fútbol en la canchita del club se confunden con las peleas con otras barras y el aguante en la tribuna de Barracas Central los sábados que juega de local. El Pelusa está presente en todos los recuerdos. Se conocían desde el colegio primario, que a duras penas habían terminado, con la complicidad de la directora que quería sacárselos de encima. El Pelusa tenía un hermano dos años menor, el Rulo y aunque tenía la misma edad que Diego, parecía mayor y hacía valer su autoridad ante ambos. El Pelusa era un líder natural. Con ellos había empezado aspirando pegamento en la placita del barrio. Después vinieron los arrebatos donde el Pelusa marcaba a la víctima y después repartía el botín como le daba la gana. En la cancha era el que aguantaba los trapos. Cuando jugaban al fútbol Diego quedaba ronco de gritar “pasala” que aunque estuviera mejor ubicado, el Pelusa siempre quería hacer el gol. Cuando fueron más grandes empezaron los robos a mano armada: supermercados chinos, quioscos, estaciones de servicio. En una de ellas, cuando escapaban después de asaltar la estación de servicio de Vieytes e Iriarte, un policía le disparó al Rulo. Diego le hizo de escudo y recibió el impacto en el brazo. El Rulo le dijo que sería su hermano para siempre. El Pelusa ni siquiera lo llevó a curarse. Siente dormidas las piernas, quiere encogerlas pero no puede. ¡Si pudiera poner su mente en blanco! Alguna vez leyó que se podía pero no creía que fuera cierto. Ya no podía enfocarse en otra cosa que en el último golpe. El Pelusa lo había citado en el bar para contarle que tenía algo especial. Lo acompañaba su hermano. Primero sintió curiosidad, y después un poco de inquietud cuando le contó de qué se trataba: había seguido durante tres semanas al dueño de una casa mayorista de envases y descartables del barrio de San Cristóbal. Pero la idea no era asaltarlo en el local, sino en su casa en Vicente López que era una zona más tranquila. Los sábados el local cerraba a las dos 20


de la tarde y el tipo se iba después a jugar al golf a un club de Olivos, y regresaba a su casa a eso de las ocho de la noche. Allí lo esperarían. En la cuadra no había casilla de vigilancia privada, como es usual en la zona. La más cercana estaba a dos cuadras. Pelusa dio las instrucciones: —Vos, Rulo sos el encargado de levantar un auto chico y rápido, un Gol, un Clío o un Peugeot 307 o 308, por ejemplo. Vos —dirigiéndose a Diego— andá a verlo a Miranda y conseguí los fierros. El sábado a las cinco de la tarde nos encontramos en la placita. Vos y yo lo primereamos cuando se abra el portón, y vos Rulo te quedas de campana con el auto en marcha. El sábado, las cosas, en principio, se dieron como las había planeado el Pelusa. Se habían quedado en la esquina, en la calle lateral por donde pasaría el Audi del empresario. Cuando lo vieron pasar, Diego y El Pelusa bajaron y caminaron por la vereda de enfrente escondiéndose detrás de los árboles. Cuando abrió el portón del garaje y enfiló el auto, corrieron y se metieron con él. Una vez adentro, lo sacaron del auto amenazándolo con sus armas, y en medio de insultos entraron a la casa por la puerta interna, que daba a la cocina. Una mujer, lavando algo en la pileta, gritó cuando los vio entrar. —¡Calláte! —le gritó El Pelusa, mientras agarraba al tipo de la ropa y le apoyaba la pistola en el pómulo— ¿Quién mas está en la casa, hijo de puta? —Mi hija, nadie más —balbuceó el hombre con el miedo reflejado en su rostro, mientras la mujer, tapándose la cara con las dos manos, había comenzado a llorar. Pasaron todos a un living enorme, con sillones de cuero y aparadores de madera lustrada y mucha cristalería. También un televisor de los planos grandísimo. Nunca habían estado en una casa así. —Aquí no hay nadie —dijo El Pelusa sacudiéndolo— ¿Dónde está? —le preguntó a la mujer, que seguía llorando— ¿Dónde está, carajo? —repitió gritando. —Arriba, en su dormitorio —dijo entre sollozos —Andá a buscarla —le dijo a Diego señalando una escalera que debía llevar a los dormitorios, mientras le gritaba a la pareja— ¡Sentados en el sillón y sin moverse o los cago a tiros la puta que los parió! Diego subió despacio y llegó a un pasillo con puertas a los dos lados y una en el fondo, entreabierta, que dejaba ver un botiquín sobre un lavatorio. Abrió la puerta de la derecha y pudo ver un ambiente amplio, una cama grande y muebles que parecían 21


muy finos. Abrió la otra puerta de golpe y sintió que el corazón le daba un salto. La chica, sentada frente a una computadora, también se asustó. —¿Qué hacés aca? ¿Quién sos? —preguntó —Tranquila, no te vamos a lastimar. Vení conmigo abajo. Solo queremos la guita y nos vamos. Mientras le hablaba la observaba. Era muy linda. Tendría unos diecisiete o dieciocho años, pero solo se notaba por su cara aniñada. El cuerpo parecía de una mujer más grande. Con tetas muy paradas que se marcaban debajo de la remera. Pelo rubio, largo, atado en una colita atrás. Se paró despacio. Ya no parecía asustada. Tenía unos shorts de jean muy apretados de tiro bajo que dejaban a la vista su ombligo con un arito. Diego volvió a pensar que era muy linda pero no dijo nada. Bajaron en silencio. Cuando aparecieron en la escalera, la chica bajando delante, el Pelusa lanzó una exclamación. —¡Mamita! ¡Qué caramelito! ¡Cómo te voy a comer! El padre se levantó del sillón de un salto y gritó: —¡A ella no la toques! Te vamos a dar lo que pidas… No pudo terminar la frase porque el Pelusa le golpeó la cara con el caño de su pistola y se desplomó en el sillón con la cara sangrando. —¡Claro que me vas a dar todo lo que quiero! ¡Pero no me vas a decir a quién puedo tocar o no, hijo de mil putas! Andá cantando donde tenés la guita, los dólares y las joyas de tu mujer. Vas a ir con él arriba —lo señaló a Diego— y le vas a dar todo calladito, mientras yo me quedo acá cuidando a la nena. Mientras hablaba se fue acercando a la chica y la agarró de pelo. La chica intentó resistirse y la abofeteó. Después le dio un beso, apretándola contra la pared. Le pasó las manos por las tetas y le desprendió el botón del short. La chica empezó a llorar y buscó la mirada de Diego. Los ojos de la piba parecían pedirle auxilio. No aguantó más y tratando de parecer calmo, dijo: —¡Dejala Pelusa! ¡Es una pendeja todavía! —¿Qué te pasa cagón? ¿Te volviste marica? Después te la dejo a vos. —¡Dejala te dije! —y se acercó para intentar que la soltara. —¿Qué hacés boludo? ¿Te volviste loco? —y le dio un golpe en la cara con el mango de la pistola. Diego sintió que la sangre le corría sobre el ojo izquierdo. En ese instante el tipo aprovechó y se lanzó sobre el Pelusa tirándolo al suelo. La pistola se le soltó de la 22


mano, rebotó en el piso y quedó fuera de su alcance. La chica corrió y se abrazó a su madre. Diego le gritó al hombre: —¡Volvé al sillón carajo! ¡Quedate quieto! El Pelusa rodó sobre su cuerpo tratando de recuperar su arma. Cuando la alcanzó encañonó al padre. Con determinación, Diego martilló su arma, apuntó y disparó. Una, dos, tres veces. El cuerpo del Pelusa se estremeció con cada impacto y quedó, ya muerto, con los brazos abiertos en cruz y una expresión de asombro en el rostro. Diego dejó caer la pistola. En ese momento la puerta de entrada pareció estallar y se precipitaron adentro un montón de uniformados. El hombre gritó: —¡No tiren! ¡Estamos todos bien! Ya en Ezeiza, esperando el juicio oral, Diego se enteró por el defensor de oficio que un vecino los había visto entrar y había llamado al 911. Al Rulo lo sorprendió un poli, de civil, que llegó en bicicleta y que, cuando estuvo cerca del auto, manoteó la puerta y lo redujo. Recién después llegaron más móviles. Y cuando escucharon los disparos entraron forzando la puerta. Aunque el comerciante había declarado a favor de Diego, explicando que los había protegido contra el otro ladrón, igual lo fajaron bastante en la comisaría. Hacía dos meses que los habían trasladado a Ezeiza, y estaba en un pabellón separado del Rulo. Esa mañana cuando estaba en las duchas, notó que algo raro pasaba cuando todos los que entraron con él se fueron de golpe. Miró hacia la puerta y vio entrar al Rulo con otros dos y supo que todo había terminado. Los que estaban con el Rulo lo sujetaron de los brazos. No ofreció ninguna resistencia. El Rulo se acercó y lo agarró del pelo. —¿Cómo pudiste? ¡Traidor hijo de puta! ¡Yo te creía mi hermano! ¡Esto es por Pelusa! Tres veces la faca se incrustó en su vientre. Lo soltaron y se fueron. Apretándose la herida con las dos manos se sentó en el suelo y se apoyó contra los azulejos, mientras el agua de la ducha le golpeaba la cara. Piensa en la piba de Vicente López. ¿Se acordaría de él? Una arcada lo hace vomitar dejándole sabor a sangre en la boca. Siente que le falta el aire. Abre los ojos y 23


todo es borroso. Quiere gritar pero ningún sonido sale de su boca. Todo su cuerpo se estremece como en una convulsión y después solo oscuridad.

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: http://www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar/

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M

ató a su hija mientras la amamantaba. La gente, el pequeño corro, no creía lo que había oído, y no porque dudase de la narradora, sino porque no concebía que algo así pudiera pasar, por supuesto las mujeres, pero tampoco los hombres. La mujer dejó de hablar, pero

no como un recurso para crear su relato, pues no era necesario, sino para permitir a cada uno de los oyentes que asimilase y pensase sobre lo que había dicho. Porque eran palabras duras, porque provenían de tiempos duros, que se creían pasados pero que no tardarían en volver. Eso solo eran palabras, no era la primera vez que pasaba una mujer por la granja pidiendo comida, techo y dando a cambio historias más escabrosas que las que la realidad les hubiera mostrado antes. Pero en este relato la imagen era poderosa pues la madre al mismo tiempo que alimentaba a su hijo, le cortaba el flujo de aire a los pulmones. Preguntas. Para qué molestarse entonces en amamantarlo; no era mejor dejarlo morir sin más, como con tantos otros se hacía. Respuestas. La madre estaba loca. La historia era mentira. O, esas cosas solo pasan en México. O ni una cosa ni otra, sino un verdadero signo de que los tiempos iban a cambiar a peor otra vez como tantas anteriores al norte de la frontera. Aunque estas historias de viejas les deban la ventaja de poder huir antes de que todo ocurriese. Una ligera esperanza dentro del horror, y por eso agradecían en realidad de buen grado las historias de esas viejas que antes habrían sido recibidas a pedradas y con jaculatorias. No se comentaba entre ellos pero, quien más o quien menos, empezaba a empacar ropas de viaje y los pocos objetos de valor que tuviesen, y los escondían en el fondo de los graneros, a mano para cargarlos rápido en mulas y en carros recién reparados para huir de allí. Esa decisión la habían tomado de forma inconsciente, disimulada, sincronizada también, y con la sincronía de no saber adónde habrían de ir ahora si todo llegaba a pasar en realidad. Mientras tanto el lactante del relato ya había muerto.

ALEJANDRO RUIZ

España

Twitter: @alejandroruizcr Facebook: https://m.facebook.com/alejandro.ruizcriado

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V

iví hasta mis doce años en una ciudad pequeña crecida a partir de un nudo ferroviario. Parte de las horas que madre dedicaba a atender la boletería y padre la cabina de señales yo solía apostarme en la pasarela tendida sobre la playa de maniobras para observar el ir y venir de los

trenes. Era ese laberinto de rieles el punto de encuentro de dos ramales que llamábamos el norte-sur y el este-oeste, aunque el del norte se desviaba un tanto al noroeste y el del este se quebraba notoriamente hacia el sudeste. El tren que circulaba en sentido norte sur parecía recién salido de fábrica. Dejando adivinar el olor de pintura fresca se deslizaba por los rieles con un rumor parejo y agradable. Desde el estribo de la locomotora el guarda, luciendo sombrero de copa y librea escarlata, saludaba agitando la bandera verde con el monograma dorado de la empresa. El maquinista, empuñando una pistola de boca ancha disparaba cada tanto bengalas fucsias o amarillas. Al divisarme, los pasajeros agitaban con inexplicable júbilo pañuelos y tricornios. La sirena que lo anunciaba reproducía la frase inicial de Rhapsody in Blue. Solo oírlo llegar desde el punto del horizonte en que las vías convergen, verlo aumentar velozmente de tamaño y pasar raudo bajo la pasarela para ir decreciendo en la dirección opuesta, me hacía partícipe de una breve fiesta que se reanudaba cada quince minutos. El que circulaba en sentido inverso, en cambio, ostentaba manchas de herrumbre y hollín, chorreaduras de grasa, raspones como cicatrices mal curadas, grafitis ilegibles o indescifrables. Parecía estar dotado de ruedas octogonales que golpeteando el acero hacían evocar el taller de forja de los infiernos. Tras los vidrios astillados o ausentes los pasajeros dormían o fingían haber muerto. A falta de parabrisas, el maquinista iba embozado con trapo negro y antiparras, mientras que el guarda, perpetuamente ebrio, dirigía groserías a quienes aguardaban en los cruces a nivel. A su paso iba dejando un reguero de botellas plásticas, cartones, cadáveres de humanos y animales, neumáticos descartados. Una vagoneta, que llamábamos “la basurera” lo seguía recogiendo esos rezagos. Por aquellos días una nueva gerencia se había propuesto mantener a toda costa el buen aspecto de la red. De este a oeste transitaban exclusivamente formaciones remolcadas por locomotoras de vapor. Toscos simulacros de pasajeros habían sido instalados tras las ventanillas, mientras un muñeco inflable que se bamboleaba convulsivamente, tiznado de pies a cabeza, oficiaba de maquinista. Cada tanto, con estruendoso flush, la válvula soltaba una espesa nube de vapor blanquísimo que por un instante se imponía a la 28


negrura del humo que soltaba a borbotones la chimenea. Al pasar bajo la pasarela me envolvía repentinamente su noche bituminosa en estrépito de silbato y campanadas. El que procedía del oeste era enteramente blanco y se deslizaba sin producir el menor sonido. Por momentos se desvanecía en el aire y luego de varios intentos recobraba su forma, aunque con algunas diferencias, como si le costara recordarla. Maquinista, guarda y pasajeros eran figuras pálidas, casi traslúcidas, sin relieve, que parpadeaban como personajes de viejas películas en blanco y negro. Me intrigaba que cada una de aquellas formaciones circulara en un solo sentido, como si las vías se interrumpieran al filo de un abismo donde irían a despeñarse luego de concluir su único viaje, mientras que desde la otra punta fábricas enloquecidas despachaban uno tras otro nuevos trenes. O como si entre una aparición y otra recorrieran un circuito ignorado por los mapas, antes de reaparecer en el punto del horizonte que les había sido asignado. Lo cierto es que habiendo anotado día tras día el número estampado en el frente de cada convoy debí ceder a la evidencia de que no se repetían. Y suponer que en algún punto del trayecto alguien lo sustituyera por el correlativo siguiente parecía un exceso de fantasía. Una tarde me vi, como en un sueño, acodado en el vagón de cola del tren de vapor. No había crecido. Me reconocí por aquel suéter de rombos verdes y amarillos que llevo puesto en la foto desteñida de mi sexto cumpleaños. Al divisarme me saludó con las dos manos, alborozado. La sorpresa hizo que no atinase a responderle. Con una tristeza que no me abandona lo vi hundirse para siempre en el horizonte. Tiempo después la decisión oficial que eliminó el servicio ferroviario nos obligó a mudarnos a una ciudad grande. Nunca más volvería a la pasarela que, me cuentan, ha sido desmantelada.

ERNESTO TANCOVICH

Argentina

Facebook: @letrasdetancovich

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-¡S

e va la segunda! —fue el grito gauchesco del Pedro, apoyando sus labios contra el micrófono. Yo rasgueaba con fuerza la guitarra al promediar la estrofa. Que pena me da saber que al final de este amor ya no queda naaadaaaa…

Sabía que el Pedro no estaba bien conmigo. Mejor dicho, estaba muy cabrero conmigo. Él se había enterado de que la Rosita había vuelto y yo, como era habitual, le estaba arrastrando el ala. La Susana, o sea su hermana, o sea mi esposa, no sospechaba nada. Yo cuidaba muy bien la hacienda, no quería que se mezclaran las yeguas. Pero siempre tuve claro que el amor es como un bicho que cuando pica… difícil encontrar remedio. Por eso para mí la cosa era simple: la Susana en casa con los gurises y yo de vez en cuando picoteaba la florcita de la Rosita. Ése era mi estado ideal, aunque me mandasen al mismísimo infierno por eso. La peña del sindicato de los camioneros estaba repleta de trabajadores que festejaban su día. Mi cuñado el Pedro en primera guitarra y voz, el Tucu, eximio percusionista, y yo en segunda guitarra y áspera voz, éramos el grupo folclórico El Relincho del Tucumán. Si bien yo era de Junín y Pedro de Valentín Alsina, el Tucu, el único Tucu, o sea el Tucumano, fue el que nos bautizó hace ya más de dos décadas. Y seguimos relinchando por peñas, fiestas de cumpleaños, casamientos, bar mitzvah y cualquier otro tipo de celebración donde podamos rascar unas monedas y despuntar el vicio de cantores. El Pedro era muy pacato. Hacía ocho años que se había casado con la Felicitas, tenía seis hijos y el lobizón venía en camino. No era del Opus, pero como si lo fuese. Católico recalcitrante, fácil de catalogar como chupacirio, no fumaba, no chupaba, morfaba lo justo y cuando pasaba una china con buenos pechos miraba para otro lado. Iba a misa todos los domingos y fiestas de guardar. Para él todo era pecado, todo debía ser moderado y todo se hacía para agradar a Dios. Un reprimido insoportable. Él no aceptaba mi estilo de vida y me había dado un ultimátum: —No le metas más los cuernos a la Susi, o le cuento todo este fin de semana y que pase lo que Dios quiera —me dijo amenazante mientras afinábamos las violas. 31


Yo sabía que no me había delatado hasta el momento, no por ser mi amigo y compañero de conjunto ni por ser cobarde, sino porque no se bancaría que su hermana se divorciara. Todo por “el qué dirán”. Le hubiera dado con la fusta en el lomo, pero la violencia no es una de mis características. Soy cantor telúrico desde chiquito. Los versos y payadas son mi vida y quizás eso haga que tenga tanto amor a flor de piel. La gente en la pista agitaba los pañuelos —algunos medio pegoteados pero los revoleaban igual— para hacer notar que eran buenos bailarines de la música autóctona. Otros —los que estaban más picados por los litros de tinto que se habían mandado durante el asado que les pagó el delegado— pegaban unos alaridos desafinados con ánimo de hacernos los coros, como si supieran las letras. Los parlantes acoplaban y nosotros nos mirábamos como si estuviésemos dando un concierto de gala en el teatro Colón. Yo le había pedido a la Rosita que me pasara a buscar, siempre me gustaban los mimos de ella después de los shows. Bajamos del escenario en un intermedio. Las chapas del tinglado estaban hirviendo y el lugar se había convertido en un horno. Yo estaba famélico y deshidratado, quería clavarme un chori y poder conversar un poco sobre la sentencia de muerte que me había anticipado mi cuñadito. —Negro, ¡déjate de joder che! ¡Si yo la quiero a tu hermana, la respeto y nunca le hago faltar nada! ¿O no? —le pregunté para abarajarlo de entrada y que no me anduviera con vueltas. Siempre tuve como premisa que el que pega primero pega dos veces, aunque yo era consciente de que estaba más para el castañazo que para las caricias. —Venite, vamos a la parrilla y nos comemos unos choripanes, así te explico. Yo sé que me vas a entender —lo apuré mientras se sacaba el poncho chivado y dejaba la guitarra en el atril. El Pedro estaba transpirado, transpiraba profundo y ácido el animal. Y pensar que comía sano. El Tucu se quedó firmando autógrafos a algunas chinitas que nos habrían confundido con “Los Nocheros”, pero después de la tos convulsa. Ya frente al parrillero, le pedimos dos choris. El Pedro quiso tomar una Coca Light, el muy puto. Yo me adelanté y le dije al pibe que servía las bebidas: —“Coca”… ¡Qué “Coca”! Nada de “Coca”… traenos dos vasos grandes de vino que tenemos mucho que conversar como hombres. El Pedro no se quedó muy conforme. Mustio como ramo de nicho sostuvo el 32


sanguche en una mano y en la otra el vaso de novi, de puro precavido me encargué de que tuviese las dos manos ocupadas. La discusión se puso pesada. El tipo se había obsesionado conmigo y quería romperme los huesos. ¡Qué vergüenza! Tantos años de amistad, tantos años de compañerismo, tantos años de zambas y chacareras, para tirar todo por la borda por una simple pollera. Se tomó el vino como si fuera agua fresca de pozo. Me sorprendió lo encendido que se había puesto. Nunca lo había visto así, parecía poseído. Le pidió otro vaso de vino al pibe, y otro, y otro, y me seguía insultando. Por un momento pensé que los organizadores de la peña nos iban a tirar a la calle agarrándonos por el forro del culo sin pagarnos un mango. El Tucu se acercó para calmar los ánimos. Yo ya no sabía que decirle. De un momento a otro llegaría la Rosita y se iba a pudrir todo. —Bueno, bueno, acá no ha pasado nada, somos todos amigosssss —decía el Tucu mientras se interponía entre los dos y nos separaba. El aliento a vino berreta del Pedro ya abombaba, y eso sumado al tufo de su sobaco era una baranda peor a la que sentíamos cuando íbamos a tocar a ese club de jubilados que quedaba cruzando el puente de la Noria. Tito, uno de los organizadores del sindicato, se acercó para que volviéramos al escenario y arrancáramos rápido ya que se empezaba a bajar el entusiasmo de los comensales y quería tenerlos bien al palo cuando decidiera brindar y decir unas palabras con motivo de las inminentes elecciones. En medio de la multitud vi que aparecía la Rosita, linda y pechugona como siempre. ¡Qué belleza! Solo deseaba que el Pedro no se zarpara y le dijera algún disparate. Yo confiaba en que, a pesar de que estaba medio en pedo, jamás iba a faltarle el respeto a una dama. Vi también que no venía sola sino con otra china, más linda y más pulposa. Se la veía de ida y de vuelta más buena que comer los pollos de la estancia de Don Zoilo con la mano y limpiarse la boca con el mantel. —Lucía, mi prima —nos la presentó la Rosita, dulce y amorosa como siempre. Al Tucu se le fueron los ojos a la pechuga, pero al Pedro esta vez parece que el vino lo había desinhibido y le metió un beso en la mejilla que parecía lengüetazo de Gran Danés. Todavía se debe estar secando la saliva la piba. De carne somos, dijo la empanada y me di cuenta en ese momento de que la taba había caído para mi suerte. 33


—Sacanos una foto con las chicas —le susurré al oído al Tucu mientras le pasaba mi celular último modelo que me vendió un pibe, medio guaso, que decía que los traía de Taiwán. Yo me puse al lado de la Rosita y el Negro abrazó a la Lucía quedando del lado izquierdo de la foto. El Tucu sacó como siete. Por suerte ahora no se gastan los rollos como antes. Hice un control de lo que había registrado y con gran satisfacción vi que al menos en una estábamos bien en foco y con los ojos del Pedro apuntando al medio de las tetas de la Lucía. Le di un piquito a la Rosita por ser tan gauchita. El Pedro apretó los dientes con ganas de achurarme. Subimos al escenario para cantar los últimos temas, nos calzamos las violas y saqué una foto a la multitud que se agolpaba para seguir la fiesta. Mientras ajustábamos el sonido, el Pedro volvió a querer intimidarme diciéndome: —¡Ya vas a ver vos! Yo me reí en su cara. Tomó la púa y arrancó con el punteo más enérgico que nunca. Tras los primeros acordes, le respondí: —¡Ya vas a ver vos, cuando le muestre a la Felicitas! Y al ver su cara de susto me di cuenta de que había recuperado las riendas. El Pedro cerró los ojos y con su dulce voz empezó cantando: Yo quisiera olvidarte, me es imposible mi bien, mi bieeennn, tu imagen me persigue, tuya es mi vida y mi amor tambieeeeénnnn... Y seguimos a dúo hasta finalizar el estribillo, pero esta vez me adelanté con un “¿se va la segunda?” desde el fondo de mi alma, mientras le hacía un guiño cómplice a la Rosita por ser la primera, tan buena amante y compañera.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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I

, I wish you could swim. Like the dolphins. Recordé cuando mi madre me regaló mi primer LP, era de Little Richard y un tocadiscos cuando tenía doce años. Al escucharlo, me enamoré para

siempre de la música. Mis amigos decían que aquello era de viejitos, que para qué quería eso si podía escuchar música en mi celular, no me importaba en lo absoluto, yo no les hacía caso porque para mí, era lo máximo. De ahí nació el apodo que me acompañaría hasta el final de mis días: “el viejo James”. Recuerdo con una breve sonrisa cómo guardaba todos mis ahorros, incluso ayudaba a descargar mercancía en un supermercado que estaba cerca de mi casa, todo para tener dinero y comprar discos, era mi único vicio. Like dolphins can swim. Para cuando tenía quince años, ya contaba con una colección enorme de vinilos. Construí con mi padre un librero enorme y lo bastante ancho para poner mis discos. Me recuerdo ahí, parado frente a mi librero, los LP´s como si fueran libros, todos acomodados por género y en medio, mi tocadiscos. ¡Qué belleza! Siempre me preguntaban cuál era mi favorito y yo siempre respondía que no solo era uno, pues cada suceso importante de mi vida, cada que algo me marcaba, yo lo relacionaba con un vinilo y ese era mi favorito para esa situación, así que no podía elegir solo uno. Though nothing, nothing will keep us toghether. A los dieciséis años, algo terrible sucedió, mi abuelo murió, él me había regalado meses antes, en mi cumpleaños, el vinilo “That´s the way it is” de Elvis Presley. Se convirtió en mi favorito para recordarlo. Luego, comencé a tocar el piano, tiempo después, mi maestro me regaló un LP de Fats Domino, fue mi inspiración. Lo escuchaba una y otra vez y me imaginaba siendo él. Pronto, descubrí que tenía un excelente oído. Podía sacar en el piano casi cualquier canción que yo quisiera. Había encontrado mi camino en la vida. Quería hacer música siempre. We can beat them, forever and ever. Recuerdo mi primera cita, jamás creí que encontraría al amor de mi vida con solo diecisiete años. Una morenita hermosa, recuerdo su sonrisa y se me salen las lágrimas, es la más bonita que había y he visto en toda mi vida y su voz, ¡tenía una voz extraordinaria! El primer día que salimos me cantó Tutti Frutti, sin saber que esa había sido la primer canción que escuché cuando mi mamá me regaló mi primer vinilo. 36


Ahora, tiene unido a él dos de mis recuerdos más felices. Me casé con ella a los veintidós años. Oh, we can be heroes just for one day. También recordé cuando mi mamá enfermó, se fue muy pronto. Una semana antes de fallecer me dio una caja grande roja, tenía una hoja pegada que decía: Me alegra tanto haberte regalado aquel disco cuando tenías doce años, sin saberlo, te entregué en las manos tu destino, sigue siendo el músico tan increíble que eres, siempre estaré orgullosa de ti. Abrí la caja. El vinilo “Heroes” de David Bowie. Ella sabía que lo había buscado por años, no sé cómo pudo conseguirlo. Muchas veces intenté escucharlo pero no pude, mi corazón se destrozaba, sentía las lágrimas clavándose en mis ojos con solo tocar la caja. Tenía veintiséis años, me había graduado de una de las escuelas más reconocidas de música. I, I will be King. And you, you will be Queen. Hace unos instantes, terminé un concierto, eran las cuatro de la mañana, venía con mis amigos de la banda y decidimos pasar a cenar. Había mucha gente a pesar de la hora. Ya sentados en el lugar, un grupo de chavos llegaron con armas, bajaron las cortinas del local, y gritaron que nos tiráramos al suelo, todos obedecimos. Por lo que pude ver, estaban borrachos o drogados o tal vez ambas, no lo sé. Alardeaban con que solo habían pasado ahí por diversión y comenzaron a disparar a todos en la cabeza, uno por uno. Sabía que era el fin, nunca imaginé que todo acabaría a mis veintisiete años. Entre disparos, gritos, miedo, discretamente saqué mi celular, me puse los audífonos y le di play a la canción “Heroes” de David Bowie. Though Nothing will drive them away. We can be heroes just for one day. Se dice que, cuando estás al borde de la muerte, ves tu vida pasar, eso me sucedió. En cuanto puse la canción, tuve todos estos recuerdos en solo dos estrofas. Gracias mamá, por mi primer y mi último vinilo. Cerré los ojos, nada. Estallido junto a mí, el siguiente, fui yo. We can be heroes, just for one day…

KARLA TABITHA MOSQUEDA ORTEGA

México

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E

ntre Maitines y Laudes del dos de julio del Año del Señor de mil quinientos cuarenta y uno, Mosén Miquel bajó a las cavas de la Abadía de Nôtre-Dame d’Orval, cerca de la muy Cristiana Villa de Florenville, entre los bosques de Watinsart y Houdrée, en busca de una botella del

licor fabricado por los monjes cistercienses, para llevárselo al Abad, a la Sala Capitular. El hermano Miquel llevaba solo una semana en el Monasterio, por lo que los pasadizos subterráneos le eran desconocidos; y a pesar de las indicaciones recibidas, la luz escasa de las candelas hizo que desviase su rumbo y llegase, sin querer, a las mazmorras, las mismas donde, casi cinco siglos antes, Pedro el Ermitaño incitara a Godofredo de Bouillon para marchar a Jerusalén, a la Primera Cruzada y donde, se dice, estuvo guardado el Grial. Tratando de encontrar el camino, Miquel abrió una vieja puerta de goznes herrumbrosos y entró a una pequeña habitación de no más de dos varas de alto. Allí encontró el espejo. Estaba en el centro de la estancia, tapado con una tela de hilo, muy vieja, que se deshizo al tocarla. Era extraño, más ancho que alto, muy opaco y apenas reflejaba las velas. Mosén Miquel pasó su mano por el marco, y en cierto instante el espejo cobró vida. Asustado, el monje cayó hacia atrás, sentado contra la pared cercana a la puerta. Allí quedó petrificado, mientras el espejo le mostró cosas increíbles. Entre vahos de vapor, vio altísimos castillos de vidrio nunca imaginados, carrozas que se movían sin caballos, sendas oscuras y enormes por las que caminaban multitudes con curiosos vestidos; máquinas gigantes que remontaban vuelo como los pájaros; en los mares vio naves sin velas y que no eran de madera. Vio armas que no existían y explosiones gigantes y guerras que desafiaban la imaginación. Vio luces brillantísimas y de colores extraños. Y el espejo le habló en idiomas desconocidos y le hizo escuchar músicas nuevas; le mostró pestes mucho peores que la Peste Negra y enfermedades sin nombre y muertes atroces. Miquel vio barcos flotando fuera de la Tierra, y a la Tierra desde la Luna; y vio que la tierra era redonda. Y conoció el hielo que flota en el mar y animales rarísimos… La sucesión de cosas extraordinarias continuó durante horas. Finalmente Miquel, con una enorme aflicción en el pecho, ya incapaz de soportar lo que veía, tomó una piedra desprendida de la pared de la celda, y la arrojó a las imágenes. El espejo estalló en un fogonazo apagado. Y quedó en el suelo. Mudo. 39


Destruido. Hasta dentro de unos cuatrocientos cincuenta años en el futuro nadie volvería a ver un televisor de pantalla de cristal líquido de cuarenta pulgadas. Mosén Miquel, Miquel de Nôtre-Dame, Nostradamus salió al sol del dos de julio del Año del Señor de mil quinientos cuarenta y uno, en Orval. Su vida había cambiado para siempre. Era ya la hora Tercia.

DANIEL FRINI

Argentina

Facebook: facebook.com/DanielFriniEscritor/ Blog:danielfrini2.blogspot.com.ar/ Twitter: @dfrini Instagram: danielfrini Ivoox: ivoox.com/podcast-audiotextos-daniel-frini_sq_f1418104_1.html Tumblr: danielfrini.tumblr.com Inkspired: getinkspired.com/es/u/danielfrini/

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¿Q

ué puedo decirte desde aquí?, desde donde no me podés escuchar. Hay un tabique en el tiempo que está muy firme al lado de mi cama, un antes y un después que no puedo remover. Me impide ver al otro lado y quedo confinado, aquí, en una zona blanca, yerma, quedo aislado en una tersa nube

de claridad. Tengo los brazos quietos al lado de mi cuerpo, la cama se parece a un féretro ingrato que me mantiene en este sitio estrecho. No tiene adornos ni asas para permitir el transporte de mis huesos, que supongo encalados cuando observo mi recubrimiento casi transparente atravesado por pálidas venas azules. Tengo la piel adherida a las partes óseas, ya casi me he convertido en un cadáver. No exagero, casi me he consumido. Pero mantengo intactas todas las sensaciones, menos el gusto. Puedo sentir el frío del aire quieto en la habitación estéril. Es muy difícil poder pensar en cosas lindas para decirte porque te veo poco y debo recurrir a la memoria que se apaga lentamente. Seguro que recordás el crepúsculo que vimos juntos aquel día, en Casapueblo, en Punta Ballena, cuando la bola de fuego se escondía entre las hilachas de las nubes y se hundía lentamente en el horizonte del río. Y, por supuesto, tampoco puedo escribir. No me lo han prohibido, no, pero mi sistema nervioso se ha desconectado. Por eso me es imposible, además, poder brindarte una caricia, ni siquiera la que tenía en mente antes de que ocurriera el trágico suceso que me ha traído hasta aquí. Aunque no me lo han dicho hay algo que no funciona bien dentro de mí y, hace que, aunque mis oídos oigan, no pueda hacer gestos ni girar el rostro. Quisiera ofrecerte los labios para que me des un beso. No podés darte cuenta, cuando estás a mi lado, del esfuerzo que hago en el intento de hablarte, pero ni siquiera alcanzo a girar mis ojos para que repares en la tristeza que me invade. Por lo tanto, estás muy distante, tanto como la estrella del universo más cercana al pequeño mundo de encierro que son los límites de mi cuerpo. Ni siquiera mis ojos me obedecen. Estoy encerrado en mi propia cáscara. No sé hasta qué punto me puedo considerar vivo todavía. Las personas de guardapolvo que vienen a verme a diario con cofias y guantes color crema, con instrumentos y agujas, a veces me hablan y esperan que responda, pero no tienen suerte. Ya he intentado hacerlo muchas veces. Ahora ya he desistido y me abandono sin remedio al aislamiento. Me he resignado a dialogar conmigo. 42


Cuando me venís a ver, a vos también te exigen el protocolo de la vestimenta, y eso me acongoja. No podés conocer mis respuestas a las preguntas de tu mirada, pero si pudieras oír mis gritos interiores te pondrías contenta porque aún puedo percibir los estímulos del amor. Las cosquillas que me recorren el pecho cuando te veo son reales, aunque no las registren todos estos aparatos que nos rodean, con relojes indiferentes y luces de colores álgidos que hacen más patético el sitio en el que me tienen confinado sin remedio. Porque en realidad ya no hay regreso para mí. He tenido el último episodio, he cruzado un umbral del que no se vuelve. Asisto a una nueva angustia que me corroe la mente y me aleja del ámbito de tu corazón. Te siento lejana, cada vez que venís, todos los lunes, a sentarte a mi lado. Advierto cómo me mirás, cómo me acariciás con tu mano que pasa suave sobre la mía, cómo se te caen las lágrimas casi sin que te des cuenta. Si hubiese alguna ventana en el tiempo que transcurre, si tuviésemos algún instante, pequeño, para decirnos algo, seleccionaría mis mejores frases, las más lindas que tengo, para tocar tu corazón, sin que se hiele, aunque solo sea para ver el esplendor de tu sonrisa. Pero los he visto y he escuchado a estos gélidos hombres de blanco que murmuran al pie de mi cama, con los rostros endurecidos y abrumados, más por su fracaso para sacarme de aquí que por lo que yo significo para vos. Y no saben que yo escucho todavía. Ya sé que casi he llegado al lugar al que todos arribamos, nuestro destino inapelable, la orilla en la cual el mar de la vida deposita nuestra existencia para siempre. Pero, escuchame, no te maltrates, no vale la pena sufrir por lo que no tiene remedio. ¡Ha sido tan hermoso haberte conocido! Todavía recuerdo la primera vez que nos vimos. Hay días en la vida que son mágicos, tienen más dimensión que los otros que pasan al costado, los que la corriente monótona de un arroyo hace murmurar entre las piedras. Pero ese día, ¡qué bien que lo recuerdo!; el sol brillaba de otro modo, los pájaros de Palermo cantaban estridentes, el río se agitaba alegre moviendo las caderas en su baile contra el Muelle de los Pescadores. Buenos Aires se hamacaba bajo su cielo de gloria porque había nacido una nueva felicidad, una nueva delicia se sumaba a su historia derrotando a la desdicha, a las innumerables pasiones contrariadas de los porteños. La Dama Fluvial revive su esperanza con fortunas como la nuestra. Se alimenta del néctar de los amantes para 43


aliviar las condenas de los miserables desgraciados, de los torturados que vienen a buscar el sustento a la Costanera en los días pesarosos. Desde aquí no puedo ver el cielo que está por encima de los techos del hospital desierto y callado. El afuera me está vedado. Mi lecho se encuentra muy lejos de la ventana y, además, la veo alta. Ni siquiera la atraviesa el brillo de algún astro frío, de esos que transitan el firmamento cuando cae la noche. La luna no pasa por ahí. El encierro me deja inaccesible, alejado e irreparable, un juguete roto recluido en la celda del recogimiento. Mi reloj se va a detener de un momento a otro, y no tengo manera de dejarte las palabras que he pensado para vos, las más bellas. No sé si alguien te las podrá hacer llegar, no se me ocurre el modo de que salgan del cofre del pecho. Quisiera decirte adiós, pero ni eso me permite mi cuerpo. Tendrás que ser vos la que vengas aquí a despedirme cuando llegue mi ocaso. Ojalá que sea un día soleado, no me demuestres la pena de tu alma, decime algo lindo y, solo levantá la mano al irte. Mirame a los ojos antes de desaparecer por esta puerta que va a permanecer muda, dejame tu recuerdo, que se duerma en mi memoria hasta que se apague para siempre. Este cuento pertenece al libro “Escarcha”

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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-¿P

or qué yo no puedo? —pregunté con un matiz de rencor en mis palabras. —¿Y por qué querrías también tenerlo? ¿Te das cuenta de lo que eso significaría? No desees lo que no podrás manejar, mejor agradece que salieras normal y así no terminarás

como la familia loca de tu padre —dijo mamá para ponerle punto final a la discusión—. Ahora ve a comprar las tortillas. Salí de casa iracunda. Podía sentir cómo mis mejillas se calentaban de la furia. Y no se trataba de una molestia originada por mi madre ni por sus palabras, no. Yo estaba consciente de que ella no era culpable, no estaba en sus genes. Si quería buscar algún culpable debía empezar por mí misma y mis “defectos de fábrica”. ¿De qué otra forma podía explicarme el haber nacido sin los “dones” de mi familia paterna? Explico: mi bisabuela fue fundadora del primer ministerio de magia en México. Probablemente no hayan oído hablar de él, claro, porque no es algo que sea del dominio público. ¿Catemaco? Ellos son solo la punta del iceberg. Hay mucho más allá de lo cual no tengo conocimiento y sinceramente no creo tenerlo nunca, a menos que logre echarle mano algún día al grimorio original que contiene todos los datos del ministerio desde su creación, el cual pasó a manos de mi abuela, pero ya que aparentemente tampoco poseía el “don”, este terminó pasando a manos de mi tía, quien al día de hoy lo mantiene guardado en un lugar secreto. Todo esto no lo sabría si no fuera por mi prima. Ella fue la primera en revelarme detalles oscuros sobre la familia y sus orígenes, de los cuales nunca me habría enterado gracias a mi “deficiencia” de nacimiento. Al parecer tengo los pies demasiado aferrados a la tierra o algo así, y eso me convierte en una especie de repelente de lo sobrenatural. Como mi abuela, pero ella ya está muerta. De forma que mi padre y sus hermanos pueden ver y oír cosas más allá de los sentidos, y mientras algunos optaron por seguir la tradición familiar en el ministerio, papá decidió hacer caso omiso de tales “cosas” y fingir que no las percibía. Pero al enterarme de todo y enfrentarlo, no tuvo más remedio que confesar sus devaneos de madrugada, ahuyentando a sombras inexistentes mientras yo siempre había pensado que discutía con la tele. Así supe que todos ellos tenían la capacidad. Todos menos yo. ¡Todos menos yo! Pateé una piedra al ir por la acera hacia la tortillería. La mayoría de las viviendas estaban abiertas y se podía ver a sus habitantes al interior, en 46


una época en la que no nos preocupábamos por intrusos que pudieran entrar a robarnos. A esas horas del día era una calle con vida propia, excepto por la casa del bodegón, a unos metros antes de llegar a la esquina. Una gruesa cadena de metal atravesaba la puerta de madera por encima del picaporte, reforzado con un candado. Días antes habían encontrado muerto en el interior a su dueño, un hombre de mediana edad adicto a algún tipo de droga. Los vecinos decían que el aire aún apestaba a muerto, pero yo ni eso lograba percibir. Era como si hasta el mismo olor a muerte me rehuyera. Me detuve frente a la puerta y me quedé ahí de pie por un instante, como si esperara oír algo fuera de lo común. Era pleno verano y la brisa soplaba fuerte, armando remolinos de hojas secas a lo largo del pavimento que, aunado al cotilleo de los vecinos, me impedía concentrarme. De repente recordé lo que mamá había dicho, que no debía desear algo que no pudiera manejar. ¿Pero ella qué podía saber? No era el gen de su familia el que se había perdido entre sus venas. Imaginaba que así se sentiría el hijo de una larga línea de cantantes famosos que no pudiera entonar una sola nota. Ese pensamiento me volvió a poner furiosa y le di una patada a la puerta. El ruido hueco de la madera provocó un eco que retumbó en toda la calle y me volví, deseando que nadie me hubiera visto, tras lo cual retomé mi camino hacia la tortillería, intentando dejar atrás todo aquello. Para no desvariar en descripciones sin importancia, digamos que todo transcurrió con normalidad lo que restaba del día. Mi molestia seguía latente, pero la furia había aminorado. Fue hasta que llegó la noche en que me vi en la necesidad de salir de nueva cuenta, ahora a la papelería. Como siempre dejando la tarea al último. La papelería se encontraba situada unos metros más adelante de la tortillería, así que salí de casa y seguí la misma ruta que en la mañana. Durante la noche parecía una calle totalmente distinta, con las casas cerradas a cal y canto, al grado de parecer abandonadas de no ser por la luz al interior. Miré al cielo y no había luna, tampoco nubes ni estrellas, era como un gran manto negro que había caído sobre la ciudad, succionando todo el aire. La calma y el silencio eran inquietantes, podía incluso escuchar mi propia respiración. Las hojas secas que en la mañana formaban remolinos alrededor, ahora yacían inmóviles en el asfalto. El sonido viscoso de mis chancletas se intensificaba a cada paso que daba ante la ausencia de viento y ruidos ambientales. No había ladridos, ni griteríos de niños 47


jugando por la calle o en sus casas, ni un televisor encendido a todo volumen, ni siquiera se escuchaban los usuales chirridos de los grillos en verano. Parecía haberme adentrado en el ojo de un huracán de sueño. Apresuré la marcha, pero al llegar a la altura de la casa del bodegón, un traqueteo me obligó a detenerme. Miré la puerta cerrada con candado y esta se hallaba tan inmóvil como todo lo que la rodeaba, quizá un poco más combada después de la patada que le había lanzado horas antes. Contemplé fijamente el candado; el metal reflejaba el brillo de la luz del poste que tenía enfrente, pero había algo que no me cuadraba y no entendía por qué. El brillo pasó de izquierda a derecha, como si bailara ante mis ojos, y entonces comprendí qué era lo que no concordaba. Para que el metal reflejara el brillo de esa forma, el poste debía estar moviéndose detrás de mí, lo cual era improbable pues también modificaría las sombras que proyectaba, así que solo había una explicación: era el candado el que se movía. Otro traqueteo. El candado osciló ante mis ojos y de repente la puerta se sacudió como impelida por una fuerza desde el interior de la casa. Yo salté y eché un rápido vistazo hacia los árboles que la flanqueaban, pero no había un solo movimiento de sus ramas. El aire seguía ausente, así que no podía ser el causante de aquella sacudida. Mi corazón comenzó a acelerarse mientras me preguntaba si de verdad había ocurrido aquello o había sido mi imaginación. Fue entonces que la puerta volvió a sacudirse con mayor violencia. Como si viera mi vida pasar por mis ojos, me pareció escuchar la voz de mamá repitiendo ominosamente que no deseara lo que no podría manejar. Pero yo era un repelente, no podía ser… Un nuevo golpe desde el interior hizo que la puerta se combara hacia el frente, siendo únicamente las cadenas las que impidieron que se abriera de forma abrupta. Nunca mis pies se sintieron tan ligeros como en ese instante que corrí como bala perdida en un espacio vacío, generando a mi paso los únicos brotes de aire que tuvo la calle esa noche. No dije nada. Me convencí a mí misma de que había sido un efecto de mi mente sugestionada y no volví a mencionar mi inconformidad por aquel maldito gen recesivo. Mamá pensó que algo debió haber pasado ante mi repentino cambio y decidió que era lo mejor, pues como ella me dijo más adelante: “No debemos retar a 48


las fuerzas que están fuera de nuestro entendimiento”. Y le di la razón. Aún al día de hoy me pregunto si habrá ocurrido realmente, y a la luz de mis cinco sentidos termino desechándolo. Tal y como he hecho las siguientes ocasiones, tras la llegada de las voces y las sombras. Las niego porque soy un repelente y ellas son las que deben huirme, no yo.

MARÍA DOMÍNGUEZ

México

Twitter:: https://twitter.com/MarianneBossu

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-E

l asunto del amor es sencillo: cuando tienes dinero, todos te quieren; cuando tienen dinero, los quiero a todos. Sus palabras me sacan una sonrisa. —Antes de ir a la universidad no lo hacía por el efectivo, ¿sabes?

Se trataba de asistir a fiestas, circular en coches llamativos, pasear del brazo de los más bellos. En definitiva, un intercambio de bienes y servicios. Asiento mientras la miro por el espejo. —Ahora prescindo del trueque en busca del papel moneda. Estudio mucho durante la semana, porque es la forma de labrarme un futuro. Asiento otra vez. —Estoy cerca de la licenciatura, de haber recibido toda la formación necesaria para liderar una empresa. Durante estos años de universidad he realizado prácticas y he encontrado un nicho de mercado. El esfuerzo tiene su recompensa, decía mi madre. La corbata está bien anudada. Me giro y camino hacia ella, todavía en la cama. —Comprendo los mecanismos del cariño: funcionan como los engranajes de una máquina registradora, suenan como la campana de Wall Street. Conozco tanto esos dispositivos emocionales que los evito a toda costa: son nocivos. Así que ni se te ocurra enamorarte de mí, ¿de acuerdo? Levanto la mano derecha y pongo la izquierda sobre mi corazón. Ella ríe. —La gente camina por la vida sin saber de qué se trata. Los muy bobos intentan calentarse con el corazón de otros. Le doy el dinero y la beso en la frente. —Qué suerte tengo de ver las cosas con tanta claridad. Creo que sigue hablando cuando cierro la puerta.

LISARDO SUÁREZ

España

Goodreads: Lisardo Suárez Twitter: LisardoSuEs Ilustración:

ABRIL CORTÉS SUÁREZ

México

Instagram: @lirbalam Blog: https://abrilcortesblog.wordpress.com/ Deviantart: https://lirbalam.deviantart.com/ 51


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J

uan no puede dejar de mirarla, se pierde en las curvas de sus labios, en el brillo de su sonrisa, en la sinceridad de sus ojos y en la suavidad de su pelo. Pero Juan no puede tocarla, no puede amarla. No se permite quererla más. La quiere, la quiere mucho. Muchísimo. Pero Juan no puede abrazarla. Juan teme rendirse. La piensa en su futuro. La ve en su futuro, un futuro juntos. Juan no

se la puede sacar de la cabeza. Juan no puede más. No tiene chances es lo que se repite todos los días hacia adentro. No sabe qué hacer, esta indeciso y ansioso. Muy ansioso. A Juan se le nota, se le nota muchísimo. Ella ríe y Juan se derrite. Juan se odia por quererla. Juan la quiere pero no se lo dice. La quiere posta, pero no pasa nada. No existe nada más que un escritorio de oficina entre ellos. Una oficina es lo único que Juan tiene en común con ella. Esa oficina es lo único que los une. Juan sabe que es lo único que los unirá. Por eso Juan no se va. Se quiere ir, pero no se va. Si se va todo terminó. Juan lo sufre, pero no se va. No se quiere ir. El cariño que tiene por ella es fuerte, muy fuerte. Pero. Siempre hay un pero. A Juan solo le queda escribir sobre ella. No quiere olvidar, por eso escribe sobre ella. No se quiere ir, por eso escribe sobre ella. No piensa en decirle nada, por eso escribe sobre ella. Juan la quiere, por eso escribe sobre ella. Es hermosa, por eso escribe sobre ella. Juan se sienta a escribir y por eso escribe sobre ella.

FEDERICO ROMAIRONE

Argentina

Instagram: https://www.instagram.com/fromairone/

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S

oñé, lento y bonito. Soñé que me quedaba en Barcelona, que no volvía, y que tenía una novia árabe con un ojo ciego. Soñé que cuando me besaba, su ojo volvía a ver, de repente. Soñé que hablabas mil idiomas, y que yo quería aprender el tuyo, y vos el mío. Soñé que cambiaba de forma, ella, a

veces, y se parecía a vos, o a ti, como quieras. Soñé que ella podía ver más allá del horizonte si quería, y que yo envidiaba su fortuna. Una envidia loca de que ella tuviese a alguien que la quería como yo te quería, a vos, o a ti, como quieras. Las escaleras de la ciudad llevaban, sin quererlo, una y otra vez a tu bostezo, y tu mirada fija y perpetua nunca más miro a otro lado. Las luces se escondieron tras los árboles y el verano pareció nunca jamás haber existido. La niebla descendió como queriendo desatar mis cordones y pasé sin darme cuenta por el lugar en el que tantos años trabajó mi padre. Las llaves del hotel jugaban en el bolsillo de mi chaqueta y el último bus lloró al marcharse, perdiéndose poco a poco su llanto hasta apagarse en el tiempo. Después de tu cariño, atemporal y sincero, mi vida quedará amoblada de posibilidades imposibles, de ficciones construidas mientras llegue el primer tren, pues descubrir que es posible hablar sin frases hechas es hermoso, pero no te deja escapar a su belleza o al recuerdo de la misma. Las calles parecían subir sin tener límite posible, y mi hotel apareció sin que lo buscase realmente. Mientras espero que despierte el recepcionista, a quien veo dormir a través de una gran puerta de cristal transparente, repaso mentalmente tus últimas palabras. Una a una busco sentidos ocultos o paralelos, resignifico tus dichos asociándolos a gestos que no se si realmente has hecho. La cabeza de este hombre pende del borde de la silla y su boca se encuentra totalmente abierta como esperando que la vida vuelva a entrarle por ella. Me veo obligado a dejar el timbre e intentar despertarlo golpeando mis nudillos contra el cristal, una, dos, y hasta tres veces. Al abrirme, le propino una sincera sonrisa y un buenas noches, que a juzgar por su avergonzada respuesta él ya no tendría del todo. Agradezco que el ascensor esté abajo, y me pregunto cómo, tras darte un beso, pude sacar la mano de tu pelo ensortijado. Ya no eres mi novia, mi novia árabe, pero quizás el tiempo no lo borra todo, o por lo menos no puede borrarlo mientras vivimos. O quizás, simplemente, tus manos frías fueron hechas para dar paz a los niños, y también a los hombres que resulten perdidos en su viaje.

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La cama y la habitación están perfectamente acondicionadas para darme el sueño, pero necesito nombrarte miles de veces y algunas más antes de poder dormir. Usar el televisor de compañía o limitarse a escuchar las risas de los viandantes, cambiar la posición corporal varias veces o simplemente dormir sin almohada, alguna fórmula o quizás el cansancio me pusieron en sueño, lento y poco profundo, pero lo suficiente como para soñar con mi novia árabe del ojo ciego.

IÑAKI LEGARDA

Argentina

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B

obo era ya una leyenda de la farándula, la estrella principal de aquel clásico instantáneo del cine que lo convirtió, de la noche a la mañana en “la leyenda”, fue ahí donde hizo por primera vez el acto que lo volvió el icono del pornopop, aquel donde una damisela en apuros (interpretada

por una entonces desconocida Maribel Guardia) intentaba escapar de un grupo de violadores seriales y la única forma de eludir a sus perseguidores fue introduciéndose al ano del payaso, en una escena mítica, donde la podre damisela se aventaba desde un trampolín en maroma suicida y caía en las fauces de ese ano que la devoraba de un bocado y la lanzaba de vuelta para que surcara por el horizonte simulando a un Kal-El pletórico, esquivando a esos infames violadores. “El culo voraz” fue un éxito de taquilla que permaneció meses en cartelera y las regalías por aquella obra le permitieron al payaso realizar su más grande sueño: Su propio circo. En la época en que Bobo materializaba ese sueño los circos ya eran cosa del pasado, muy pocos seguían en vigencia, los cambios de legislación habían hecho difícil su proceder, en primera instancia se había prohibido el uso de animales en vivo, y los fenómenos de circo ya eran no fenómenos, la gente común era tan deforme y extraña como las criaturas de antaño, las damas anoréxicas era algo tan común, bastaba ver youtubers que se mataban de hambre en sus canales, sus videos se volvían virales después de cada muerte. O qué decir de las mujeres barbudas, las nuevas tendencias del feminismo eran más peludas y mach@s que cualquier macho troglodita promedio, o los hombre lagarto, en una época en que las personas se operaban para parecer aliens, era muy difícil lograr que la audiencia se impactara como en antaño. Pero Bobo era un romántico, creció rodeado de ese mundo, sus padres payasos lo llevaron a recorrer el país de octubre en sus giras circenses. Si debía adaptarse a estos tiempos para sobrevivir tomaría como ejemplo lo que hicieron con el circo du soleil o ese nuevo circo del terror. Él haría un circo temático y la mejor manera de hacerlo era con aquello en que se había convertido en un célebre icono. Y así fue cómo surgió el circo nudista del gran Bobo, con sus giras an(u)ales recorriendo el país de octubre de cabo a rabo. Ya llevaba siete temporadas exitosas cuando decidió rehabilitar a sus rarezas: Los siameses se habían separado quirúrgicamente para poder dedicarse a sus sueños, Luke quería ser rapero a pesar de su hermano, que era un devoto cristiano, José estaba harto de la farándula y solo deseaba dedicarse al señor. Sin contar que Yoyo, el hombre que se podía tragar todo (cristales, animales vivos, cuchillos, etc.) se retiraba ese año y tuvo que despedir a los 58


enanos azules por el escándalo que se armó cuando los encontraron en su camerino con ese pobre san Bernardo. A la audición que el mismo Bobo y el hindú ario (su asistente personal) supervisaron se presentaron varios prospectos que prometían ser una nueva camada de criaturas como el Travestiestein de Naucalpan quién en vida fue un “Damo” de esquina revivido en sospechosas circunstancias por un chulo que buscaba ampliar el negocio con las nuevas tendencias como la necromancia sexual o el metasadismo, o que decir de los primos Patiño, que con tal de ganarse un poco de reconocimiento en su mediocre existencia, habían imitado el experimento de esa infame película, pagaron a un cirujano para ser unidos y lograr ser un ciempiés humano, incluso se les ocurrió ponerse una prótesis en forma de cola para poder destacar, o Toby Gómez, hijo no reconocido del activista Lolo Gómez, quien aseguraba haber sido violado y embarazado por Venusinos sin escrúpulos, de hecho, Toby aseguraba que él era un aborto que había tenido su padre en la adolescencia, pero gracias a su origen alienígena, había logrado desarrollarse, Toby era una especie de tumor cancerígeno sin extremidades y un olor nauseabundo, pero era el alma de las fiestas con sus mórbido sentido del humor y los vapores alucinógenos que emitía al embriagarse, “pedos mágicos”, como él lo llamaba. De entre todos los candidatos había uno que destacaba sobre todos, Yeyé, quién afirmaba ser el “serial killer” de la vieja Babel, algo imposible de averiguar por qué Yeyé no tenía huellas digitales, ni cara, de hecho, no poseía piel, sus músculos y órganos estaban a la intemperie, decía que un demonio que habitaba su espalda se la había comido y el agujero cosido (por él mismo) en su abdomen conducía al escritor de su vida. A Bobo ninguna de esas historias le importaba, ni les prestaba atención, creía que Yeyé se le había fundido un fusible con eso que podría ser una variante de la lepra o que Toby fuera un tumor alienígena. Lo que a él le importaba era poder llevar a ese sueño romántico de un circo con sus fenómenos desplazándose por todo el país de octubre, y haría el casting final en vivo, en la función estelar de esa noche. Los Patiño hicieron su debut montados por chimpancés vestidos de traje y sombrero de copa, causando revuelo y ternura, logrando la aprobación del respetable, en cambio, la Travestiestein tuvo una noche nefasta. Al realizar un estriptis en el trapecio, perdió su miembro, al parecer su chulo no se lo había cosido debidamente en la resurrección, y Toby tuvo una sobredosis de mezcalina antes de salir a escena, los nervios lo carcomían al saber de qué su padre estaría entre la audiencia. Ellos carecían 59


de una buena relación y la posibilidad de una reconciliación en vivo lo agobió, tuvo que ser internado de urgencia y ser inducido a un coma para que dejara de emanar sus gases psicodélicos. Y así, llegó el turno de Yeyé, quien estaba ahí para darles el espectáculo de su vida, y tener una audiencia para su muerte. Fue algo que ideó desde aquella noche en que fue descarnado y no murió. Yeyé era un personaje, una ficción escrita cuya única finalidad era entretener con la miseria que era su vida, pero ese agujero en su panza era la entrada para llegar a su escritor, o al menos eso le dijeron los relatos que fueron por él, y que lo usaron como vía para ese encuentro, se cosió el vientre después de que cruzaron e imaginaba que cuando lo abriera encontraría muerto a ese infeliz que lo (d)escribía. Y ante esa audiencia estaba desconociendo su vientre. Mas no cayó un cadáver, solo había un agujero infinito en donde deberían estar sus entrañas. La gente lo miraba, aburridos y fastidiados de que nada pasara. Fue un momento eterno, Bobo tuvo que ir por él y sacarlo del escenario. Fue en ese instante, entre abucheos y rechiflas que una mano se asomó desde el agujero y le mostró el dedo a ese público hambriento. Luego, pasó lo inevitable, el escritor emergió desde esa representación arquetípica de personaje llamada Yeyé, con una goma de borrar, y un bolígrafo en mano. Esta historia no lograba lo que buscaba y Yeyé no era tan interesante como personaje de circo por lo que se disponía a devolverle su piel, la que reescribió sobre su cuerpo. Sin decir ni una palabra procedió. Al terminar, se retiró como si nada, se fue caminando y salió del circo a pie, y a su espalda, dejó a un hombre reescrito, ante un público cautivo, incapaz de comprender que ese había sido un acto único que condenaría a Yeyé a ser un hombre mediocre, incapaz de otra noche de circo.

ISRAEL MONTALVO

México

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H

oy, a las once de la mañana, mi vida alcanzó el punto de inflexión que temía y quedó dividida en dos partes: los ochenta años recorridos y los meses que me quedan. Sucedió en el parque cuando descansaba en una de las bancas que rodean la pileta. Al comienzo

tomé el juego de los niños como algo natural y predecible, pero conforme la intensidad del mismo aumentó, envejecí de pronto. No toleré la bulla ni las carreras alrededor mío y hasta les llamé la atención. Me miraron asustados y se fueron, dejándome avergonzado delante de los demás. En ese instante empecé a odiar a la humanidad. Tomé aire, resoplé, aclaré la mente y decidí regresar a casa para evitar que el sentimiento se desbocara. En el camino me di cuenta de lo infeliz que empecé a sentirme y me angustié con la desazón de sentirme un viejo amargado, anacrónico, con ganas de que la muerte no demore mucho. Con ganas de adelantarla. El departamento que alquilo es pequeño. Vino con los muebles necesarios para vivir cómodamente y solo añadí el televisor de pantalla plana. Para llevar una existencia decente dispongo de agua caliente, teléfono fijo y cable. También wi-fi que no uso por carecer de computadora y Smartphone. La renta la cancelé con anticipación y está pagada hasta fines de marzo del próximo año. Incluye el costo de los servicios y mantenimiento de áreas comunes. Un pago anual bastó para desentenderme del problema. No me concierne si la tarifa de uno de ellos incrementa porque la cancelación por adelantado compensa las posibles alzas. Me puse de acuerdo con el propietario y consideró un buen negocio tener el billete completo. Una de las cláusulas del contrato de arrendamiento no considera la devolución del pago si decido unilateralmente irme, por lo que una de mis tareas es seguir vivo. Hasta ahora lo voy logrando y quedan pocos meses de esfuerzo. Una vez a la semana la señora Jacinta viene por ropa sucia y la devuelve limpia y planchada en la siguiente visita. Ese día aprovecha para hacer la limpieza semanal y yo desaparezco hasta la hora del almuerzo. Todo es metódico, ordenado y aburrido. Parezco un robot anciano al que las baterías se le acabarán indefectiblemente, sin chance de ser cambiadas. El desayuno es frugal y me satisfago con una taza de café instantáneo y galletas de soda con mantequilla. A la una de la tarde, Benita envía con Renata el almuerzo. La adolescente lo sirve y regresa para lavar los platos y ordenar la cocina. En la noche me contento con hojuelas de maíz y yogurt natural. Procuro no beber mucho líquido para orinar solo una vez en la madrugada. Lo sucedido en el parque hace dos semanas desenfocó lo que me resta de vida. 62


Procesé el incidente y saqué conclusiones para hacer menos miserable mi existencia. El panorama no es muy simpático y ya estoy acostumbrado. ¿Cómo llegué a esta situación? A nadie culpo y, como dice el dicho, uno es arquitecto de su propio destino. No tiene sentido recordar las estupideces cometidas que me llevaron a la soledad ni reseñar cómo me convertí en ermitaño social. Lo concreto es que no tengo a nadie en el mundo, ningún familiar cercano. La única comadre que me bendijo con el parentesco espiritual murió hace poco y el ahijado está desaparecido hace años y probablemente enterrado en alguna parte desconocida. Nunca fui sociable y los pocos conocidos que tengo son personas que hacen las labores diarias de una casa. Puedo afirmar que mi cadáver sería encontrado por Renata a la hora del almuerzo. Por lo menos no quedaría pudriéndome y apestando el edificio. El teléfono está casi de adorno y si tuviera la suerte de cogerlo para hacer una llamada de auxilio, sería a los bomberos o al serenazgo. Antes de odiar a la gente, pelear con los semejantes y envidiar la buena salud decidí reprogramarme. La navidad se acerca y, tal como en las últimas cinco, a las diez de la noche calentaré las lonjas de pavo horneado y el puré de manzana comprados en el supermercado. Beberé una copa de borgoña, brindaré por mí y me desearé felices pascuas frente al espejo. Media hora más tarde iré a dormir y a esperar el fin de año para repetir el mismo ceremonial. Miraré por la ventana los fuegos artificiales y apagaré las luces para empezar enero en la cama de siempre. He decidido darme el gusto de mi vida. En la mañana recogí el boleto aéreo para Río de Janeiro. En dos días me confirman el alojamiento y asiento en una de las tribunas del sambódromo. También contraté el tour al Pan de Azúcar y Cristo Redentor. Por nada del mundo me perderé el Maracaná ni las chicas de Ipanema. Seré un turista venerable, el imán para los asaltantes y objeto deseado de las prostitutas. No me importa. Puedo morir en Río y sino, tengo el plan para el 31 de marzo, el último día del alquiler del departamento. No tengo a quién dejar mi pensión y casarme con Renata para que herede no me convence. Le dejaré el televisor y mis ahorros en un sobre para sus estudios universitarios. Es una forma de agradecer las atenciones diarias conmigo. Sé que lo hace a regañadientes pero intuye que conseguirá algo de mí. Si regreso entero de Río a fines de Febrero, la misión final de mi vida será no fracturarme la cadera. Si esa desgracia ocurriera mi reprogramación cambiaría. Me convertiría en un paquete de huesos adoloridos que nadie cuidaría después de la cirugía. Afortunadamente el Seguro 63


Social me protege y caería en sus garras despiadadas. El mundo se volvería negro y creo que moriría en el camino a la sala de operaciones. Ruego a Dios que no pase nada malo para llegar a fines de marzo. Ese día, después del almuerzo, una vez que Renata se vaya, dejaré la nota explicativa y el dinero para ella. Beberé el fin de mi vida en el sillón de la salita. No habrá disparo, sangre en las paredes ni mi cabeza destapada. Moriré dormido, sin dolor ni bulla. Será el homenaje limpio que me haré. Un sencillo ritual para la despedida del solitario que se abandonó porque así lo quiso, sin ganas de joder a nadie más. Antes de irme a Rio debo conseguir la sustancia. He investigado y decidido que no será inyectable porque es difícil ubicar la vena o clavarla en cualquier músculo. Lo sencillo y rápido será tomar la dosis mortal del fármaco que paralice el corazón. Lo puedo comprar en la farmacia de un hospital público, previa receta falsa obtenida de un mal empleado sanitario. Todo se quiere, todo se compra. Está decidido, bien planeado y el resultado será exitoso, de perfil bajo, sin escándalo y sobre todo, dentro de las cuatro paredes de la cueva en la que me sepulté yo solo. Me iré a ritmo de samba y caderas brasileras.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook:Oswaldo Castro

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V

olaba en una línea de bajo coste. El billete le había costado menos de quince euros ida y vuelta. Destino: Bruselas. Metió lo imprescindible en su mochila y salió a buscar ese maravilloso viaje. Al ir a recoger el billete le sorprendieron con que no podía llevar una mochila tan

abultada en cabina. “Política de la empresa”. Le dieron una etiqueta para la mochila y el resguardo para recogerla. Cuando estuvo limpio el avión, es decir, cuando le quitaron el polvo y algo de la basura de los anteriores viajeros, pasaron por la puerta de embarque y se dirigieron a pie a la aeronave. Estas compañías pagan para estar cerca de las puertas de embarque, pero no para acceder directamente. Hay que reducir costes al máximo. Al pie de la escalerilla del avión estaban los dos carros donde los viajeros dejaban sus pertenencias. Allí la puso con cuidado, no fuera a extraviarse. Solo un operario controlaba cómo dejaban las cosas, sin intervenir. Por otra parte, pensó que casi era mejor. Las maletas se pierden sobre todo en el traslado desde que las dejas en facturación hasta que no llegan al avión. El viaje fue normal. Sin más. Solo una ligera molestia debido a que la distancia entre los asientos es mínima y su envergadura le obligaba a tener las piernas en el pasillo. Y había que retirarla cada vez que pasaba alguien… A la hora convenida llegaron a Charleroi, casi a setenta kilómetros de la capital belga. Otra de las especialidades de estas compañías: dejarte a tomar… viento. Esta vez los recogió un autobús. El avión estaba muy lejos y seguramente ya no habría otro vuelo. Los dejó en la zona de entrada. Después pasarían la aduana y saldrían, al fin, a fumarse un cigarrillo y a buscar el modo de llegar a Bruselas. Pasados unos minutos, la cinta se puso en marcha. La serpiente negra empezó a moverse. Los equipajes facturados y los bultos de mano fueron saliendo de la boca de dientes flácidos empujados por seres que más que depositarlos, los tiraban. La gente se apiñaba con desespero para recoger sus pertenencias. Él no tenía prisa. Otra vez su envergadura le permitiría ver desde lejos la mochila. Pero no salía. Y no salió. Al cabo de veinte minutos solo quedaban él y una maleta de mano de color morado que daba vueltas y más vueltas en soledad. La cinta paró y la maleta quedó a su alcance. Muy enfadado fue a poner una reclamación. Medio en francés, medio en inglés, explicó que su mochila no había llegado. Mientras estaba allí, oyó su nombre por megafonía y poco después aparecieron dos policías fuertemente armados junto a él. Le pidieron que les acompañara. 66


En las dependencias de aduanas se encontró con la maleta morada. Un policía que hablaba castellano le dijo: —¿Esta es su maleta? —No señor, yo llevo una mochila que, por cierto, no ha llegado. —No. Esta es su maleta —volvió a decir recalcando el “esta”. —Ya le he dicho que no. Mire —dijo enseñando el resguardo—, compruébelo usted mismo. El policía pasó el resguardo a sus compañeros. Hicieron las comprobaciones necesarias y lo guardaron como prueba. —Bien. Queda detenido arrestado por intento de introducción de materiales explosivos en el Reino de Bélgica. —¡Qué dice! Una policía abrió la maleta: contenía su ropa y dos pastillas de C4. —¿Esto es suyo? —Sí, la ropa sí. Eso otro no sé que es. Y esa maleta no es mía. —El perro lo ha detectado nada más dejarlas en el carro. Ahora necesitamos que nos diga para quién lo traía. —Pero si no es mía. Yo solo traía una mochila… —Déjese de tonterías, el resguardo de la maleta y el de billete es el mismo. No nos mienta. ¿Para quién trae los explosivos o es que quiere usted cometer un atentado? Mientras, a la salida del aeropuerto, un hombre abrió su maleta metálica, sacó la mochila del pobre desgraciado que estaba detenido y dejándola en la acera se alejó hacia el coche que le esperaba.

MANUEL SERRANO

España

Facebook: https://facebook.com/serranovlc Blog: https://raniamvlc.blogspot.com

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E

staba harta, no importaba cuanto afanara, su hueco solo crecía y crecía. Así que retomó su búsqueda: tabaco y romo, sodas azucaradas y videojuegos, espeleología y sexo, pero nada la llenaba. Hasta que un día, andando por la marginalidad, tropezó con La Palabra.

Esta se le presentó en forma de ministerio evangélico bulloso con cánticos

pegajosos y personas en trance, la gran familia que antes no había tenido ni querido. Ya seducida, de inmediato asumió las tareas y deberes que se le asignó: participar en los programas de lectura para los peques e ir con La Palabra a su finca cada fin de semana. Pero estando en uno de esos fines, la duda la sedujo nuevamente. Entendió que La Palabra solo se preocupaba por lo mundano, la carne, no el espíritu. Solo había caminado en círculos. Mas, ahora, no quería abandonar a su nueva familia, ya no estaba en edad para eso, decía. Así que prefirió confiar en las enseñanzas de su libro de reglamento. Puso su mano derecha sobre el mismo, cual fuera a dar testimonio en un tribunal, buscó entre sus fábulas hasta que encontró al señor Mateo; arrancó la página del veintiséis, depositó en su interior retazos de la zarza y enroló el contenido en un largo y delgado tubo para luego, con la llama que se le apagaba, encenderlo, y así entregarse a La Palabra una vez más.

ANÍBAL HERNÁNDEZ MEDINA

República Dominicana

Página WEB: http://anibalhernandez.carbonmade.com

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L

"La tarea más laboriosa de los amantes no consiste en hacer el amor sino en deshacerlo”. Juan Gelman

ucía era amiga de mi familia, cuando tenía treinta y cinco años de edad se estaba enfrentando a un inminente divorcio. Vino a mi casa a hablar con mis padres pues, aunque ellos eran amigos de Ramón, su próximo exesposo, ella quería tenerlos al tanto de lo sucedido. Sabía que por la

separación podría perder el cariño y apoyo de todos aquellos amigos que formaban parte de la vida de ambos. A pesar de la circunstancia, al llegar a mi casa, se veía increíble; había adelgazado un poco y con ello sus finas facciones se habían definido aún más. Su silueta curvilínea se mantuvo pero el quiebre en su cintura se volvió más prolongado. Sus torneadas y firmes piernas la mantenían en pie aún con un poco de esperanza. Vestía unos ajustados jeans, una playera negra con botones al frente, unas sandalias de piel y llevaba el cabello en un chongo alto del que escapaban unos mechones de cabello que formaban unas finas ondas en su cuello y oreja. Cargaba un enorme bolso tejido y nunca se retiró del rostro unas oscuras y grandes gafas. Lo común era verla sonreír, esta vez fue diferente. Se sentó en un sillón de la sala, mi madre fue a la cocina y papá y ella hablaron durante horas. Me pareció incorrecto siquiera acercarme a saludarla. Pasaron algunas semanas después de esa visita y pensé en ella cada día, ¿qué sería de su vida?, ¿dónde viviría?, ¿qué haría? Tenía una intensa necesidad de verla y hablarle. Aunque prácticamente tenía el doble de mi edad la sentía muy cercana a mí, conmigo era amable y cariñosa, no estaba dispuesto a perderla. Me di a la tarea de encontrarla, fue muy sencillo, mi padre escribió su nuevo número y dirección en la agenda familiar, tachó el nombre de Ramón y escribió Lucía. Sabía que él, así como yo, se negaba a sacarla de nuestras vidas. Supuse que la encontraría por las mañanas pues Lucía siempre trabajó por las tardes. Llegué al domicilio y con la mano temblando y la garganta enmudecida me dispuse a tocar el timbre. Salió pasados unos segundos que me parecieron eternos. Me miró sorprendida y me regaló una honesta sonrisa. Me invitó a pasar y acepté avergonzado, ¿qué pretendía yendo?, ¿qué podía decirle? Había llevado mi capricho de verla demasiado lejos. Ella vestía una blusa de algodón blanca, sin sostén, unos leggins negros y unas 71


pantuflas. Llevaba el cabello suelto y despeinado. Parecía que había llorado, sus ojos vidriosos e hinchados la delataban. Era una belleza. Cualquiera en esa circunstancia se vería desastrosa pero Lucía era sensual en todo momento. Alcancé a ver el contorno de sus senos. Eran diferentes a los que yo había conocido. Los senos de mis novias y amigas era puntiagudos, asimétricos y regordetes. Los senos de Lucía eran redondos, caían un poco y parecían dos gotas; sus pezones no estaban en punta sino pegados a su piel. Parecían dos perfectos frutos, jugosos, redondos y maduros. Me dejó solo un momento y regresó de su habitación con una sudadera. Como todo un pendejo le di mis condolencias por su divorcio, le pedí que no dejará de visitarnos y le repetí una frase que había oído de mi madre hacía apenas unos días: “él no te merecía”. Al escucharme decir eso Lucía comenzó a llorar, me miró con ternura y mientras sollozaba me agradeció mis palabras. Muy lejos de cualquier comportamiento lógico de mi parte me acerqué y la abracé. Nunca la había tenido así entre mis brazos. Ella siempre me saludaba con abrazos fuertes y enérgicos, en un par de ocasiones sentí el roce de sus preciosos senos, me llegó a provocar erecciones que siempre lograba disimular de inmediato. Pero nunca la había abrazado de esa forma, intentaba protegerla de su propio dolor; de su realidad; incluso de mí, que al estar ahí le recordaba aquello que pensábamos había cambiado para siempre. La apreté contra mí y puso su mano sobre mi pecho, aún portaba su anillo de casada, acaricié su rostro y la besé... no paró de llorar, ni detuvo el beso. Tocó mis dientes con su lengua y tomó mi rostro con ambas manos. Me parecía alucinante. Estaba viajando a un lugar del que nadie sabía su existencia, solo ella y yo. Ambos nos mantuvimos en silencio todo el tiempo. Levantó mi camiseta y siguió besándome, comenzó a acariciar mi espalda y pensé por un segundo en Ramón. En sus estúpidos chistes, en sus comentarios obscenos que siempre decía. En aquella mujer de la que solo habló con mi padre. Recordé su cara de orgullo la primera vez que llevó a Lucía a mi casa. Recordé la vez que acarició sus nalgas cuando estaban en mi cocina y pensaban que nadie los veía. Ese Ramón que ella apenas conocía y que todos ya despreciábamos desde hacía tiempo. Lucía me regresó al hermoso momento, abrió el cierre de su sudadera y se quitó la delgada camiseta blanca. Miré sus senos, eran tal y como los había deseado siempre: grandes, suaves y redondos. Perfectos. Los mordí con mi esperada torpeza, los apreté. Ella, condescendiente, me permitió todo. Nos desnudamos por completo y apresurado busqué mi cartera. Desde hacía un año cargaba con un condón que le había robado a 72


mi padre. A años de distancia de ese suceso supongo que si él supiera cómo lo usé, estaría orgulloso de mí. Me llevó a su cama; me acostó; lamió la palma de su mano; la pasó entre sus piernas y me puso el condón. La penetré. Ella dirigió todo. Se sentó, se movió y gimió como quiso. Yo estaba estupefacto ante su hermosura. Me volví herramienta de su dolor, placer y venganza. Estaba dispuesto a ser lo que ella quisiera mientras pudiera seguir dentro de ella. Aún sentada sobre mí, me dio la espalda y dirigió mi pene hacia su ano. La penetré nuevamente. Fue una sensación increíble, no pude resistir mucho y muy a mi pesar eyaculé. Lancé un grito en seco y ella se retiró. Se acostó a mi lado y nos miramos en silencio por casi una hora. No nos pertenecíamos, no nos amábamos, nos deseábamos y al no tener impedimentos, nos tomamos. No sabíamos que esa era la última tarde que Lucía sería soltera. El fin de semana siguiente mi madre comentó en el desayuno que Lucía y Ramón habían vuelto a estar juntos y los veríamos por la tarde para celebrar su reconciliación. Lucía y yo nunca volvimos a ser los mismos. Hoy en día nadie sabe lo que hicimos, pero si ella y yo coincidimos en el pasillo, o cruzamos una mirada durante una comida o durante una fiesta, Lucía me regala una mirada que es exclusiva para mí y nadie más podrá merecer, ese es mi alegato.

VERÓNICA EDITH GONZÁLEZ CANTÚ

México

Twitter: Doña Clito @veroglezcan

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Somos siluetas, fantasmas huecos, desarraigados, que se mueven entre nieblas. Virginia Woolf

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l trabajo es sencillo, le explica el señor X a John Connor. Nosotros cubrimos el vacío en la vida de nuestros clientes, vacíos causados por la pérdida o el alejamiento repentino de un ser querido. Una joven señora queda viuda, nosotros enviamos a alguien lo más parecido a su esposo

difunto para cubrir ese espacio. Un hombre pierde a su esposa luego de cincuenta años de feliz matrimonio, nosotros enviamos una dama para maquillar su dolor. Un hijo abandona su hogar para siempre, nosotros enviamos un joven que llene esa habitación vacía. Y todo por unas horas, o por el tiempo que el cliente lo solicite. En conclusión, señor Connor; somos una especie de salvavidas que las personas que contratan nuestros servicios piden a gritos. Pero en el fondo solo somos unos espectros, seres invisibles que después de acabado el tiempo del contrato, volvemos a nuestra vida común, a nuestros trabajos comunes, hasta el momento en que alguien solicite nuestros servicios otra vez. Isaac lleva a John a la sala de archivos, donde le muestra los estantes llenos de files. La habitación de tres por tres metros tiene dos paredes con estantes metálicos color gris llenos de folders manila. Cada folder contiene los datos de los espectros; desde el nombre completo, pasando por los hobbies, estudios y datos familiares, hasta series de fotografías de cuerpo entero y de busto. Isaac lleva trabajando en ese lugar cinco años, pero ahora era el encargado de pasar los datos de cada folder a la computadora. Imagínate, John, en esos estantes hay más de cinco mil personas, eso significa que tenemos miles de datos personales, miles de fechas de aniversarios y recuerdos. Puedes imaginar la cantidad de fotografías que hay en esos archivos. Perturba de solo pensarlo. Este es un trabajo de tiempo completo, y alguien de la entera confianza del señor X tiene que hacerlo. Esa persona soy yo. Cada día llego temprano por la mañana y salgo entrada la noche. Soy el que cierra las puertas de la oficina. Raras son las veces que me muevo de mi sitio para almorzar o para ir al baño. Suelo traer mi comida aquí y comer junto a la computadora. Música de fondo acompaña mi jornal, la música más confortable posible. A veces algo de música clásica; Donizetti, Chopin, Liszt, Offenbach. Nunca Salieri, Monteverdi ni Beethoven. Nunca. Para variar escucho algo de Bebop; Gillespie, Monk, Parker. Nunca Evans, Tyner, ni Morgan. Para mí el 75


postbop es el tumor maligno del jazz clásico. Cuando el señor X me dio esta responsabilidad, dejé de ser un espectro. No vas a tener tiempo para nada más, me dijo el día que me mostró esta sala por primera vez. Y maldita sea, tuvo razón. Llevo en esto cerca de un año y no voy ni a la mitad del trabajo. Cuando toda esa información esté en el disco duro, será más fácil ubicar a los espectros. Por el momento se sigue haciendo de forma manual. El nuevo sistema los ubicará por fisionomía. Con la ayuda del escáner introduzco la imagen de la persona a suplantar, el sistema lo busca en cuestión de segundos y aparecen en la pantalla tres opciones, mínimo dos. Entonces es el señor X el encargado de seleccionar la mejor opción, sobre todo basándose en su aspecto físico. Luego el sujeto seleccionado pasa por maquillaje, en donde manos expertas lo dejan lo más parecido posible a la persona que va a suplantar. Ese mismo día se manda la fotografía de la persona seleccionada al cliente y se cierra el trato. Nunca dan marcha atrás, o al menos nunca lo han hecho en el tiempo que llevo trabajando aquí. Me preguntas si hay gente que contrata este tipo de servicios. No te imaginas cuántas, John. No tienes ni idea. El peor temor de la gente es quedarse sola. Los seres humanos somos criaturas sociales, no podemos vivir como ermitaños. Podemos pelear todo el día con alguien, pero basta un par de horas alejados de esa persona para extrañarla horrores. Es el miedo a la soledad lo que los empuja a sociabilizar, y es ese mismo miedo el que guía a nuestros clientes hacia nosotros cuando pierden a un ser querido. Tienes una esposa durante cuarenta años y esta se muere de un paro cardíaco. No sabes qué hacer con esa soledad adquirida, te vuelves loco en tu casa, entre esas cuatro paredes que compartiste con esa mujer por cuarenta años. ¿Qué haces? Para eso estamos nosotros, John, para responder esa pregunta. Una pareja joven que se conoce en la escuela primaria, se enamoran en la secundaria y se casan en la universidad. Él viaja por trabajo al interior del país, ella le dice que mejor vaya en avión, que es más seguro, pero él decide ahorrarse ese dinero e ir en bus. De pronto, en mitad de la noche, el bus se desbarranca doscientos metros. Mueren cuarenta personas, entre ellos, el esposo que no quiso tomar un avión. De madrugada, ella recibe la noticia, no sabe qué hacer, tiene que ir a la morgue a reconocer el cadáver. Lo ve sobre una cama metálica, trata de no mirar pero al final sabe que tiene que hacerlo. Enfrentarse a la realidad. Luego el llanto lo dice todo. Una historia de ensueño que se termina por una mala decisión, por un mal cálculo. ¿Qué hace la joven en ese caso, John? Ahí estamos nosotros, para responder esa pregunta. 76


Tres semanas después de inscribirme en la empresa, recibí mi primera comisión. Estaba trabajando cuando mi celular comenzó a sonar. Aló, dije, y una voz gruesa, como de locutor de radio antiguo, me indicó que tenía que ir a la oficina a las ocho de la mañana del día siguiente. Ahí estuve veinte minutos antes, vestido de traje negro, con zapatos negros, y oliendo a 212 de Carolina Herrera. La recepcionista llegó a las ocho en punto y apenas me vio, llamó por teléfono y luego me hizo pasar a la oficina de Isaac, quien estaba ahí desde las siete de la mañana. Aquí tienes los datos de tu primer cliente, me dijo alcanzándome un file.

Tienes que estar en el restaurante El Madrigal a las tres en punto. Creo que no tienes que pasar por maquillaje. Vi la foto de la mujer y quedé impresionado con su belleza. Hay gente hermosa que no es para nada fotogénica. Una vez hace tiempo vi en una revista Cosmopolitan, una foto de Julia Roberts que me hizo olvidar a la hermosa mujer que representó a Vivian Ward en Pretty Woman. Lo mismo me pasó cuando vi una foto de Uma Thurman ebria en un diario sensacionalista. No pude creer que aquella mujer tan poco agraciada era la misma que me deslumbró con su belleza al interpretar a June Miller en la película Henry y June. Pero ese no era el caso de mi primer cliente; ella se veía realmente hermosa en la fotografía, por lo que no pude ni imaginar cómo sería cuando la tuviera frente a mis ojos. Después de recibir el file de mi primer cliente, regresé a casa, no sin antes llamar a la cafetería y decirle a mi jefe que no iría a trabajar hasta el día siguiente debido a un problema de salud. Su tono de voz me indicó que no me creyó la mentira, pero igual me dio el permiso. En el exterior del edificio donde se ubicaba la oficina de la compañía de espectros, pedí un taxi, quien en menos de veinte minutos me dejó en la puerta de mi apartamento. En casa me di una ducha fría, luego me acicalé frente al espejo por espacio de una hora más o menos. Al ver la fotografía del difunto esposo de Dolores Dalton, así se llamaba la que iba a ser mi primer cliente, entendí por qué el señor X me había elegido a mí para suplantarlo. El parecido que teníamos era indudable, como si ambos fuéramos hermanos gemelos separados al nacer. A las dos de la tarde salí de casa vestido con un impecable traje azul, una camisa gris, y unos zapatos color café. El taxi me llevó a El Madrigal en menos de treinta minutos. En la recepción del lugar, indiqué el nombre de Dolores Dalton y un mozo me llevó hasta una mesa ubicada al fondo del salón, cercana a una ventana que daba a la calle. Allí 77


esperé, en la compañía de Jack Daniels, a que ella llegara a la pactada cita. Cuando el reloj marcó las tres y diez de la tarde, llegó ella. Su belleza captó mi atención desde que la vi cruzar la puerta del restaurante. Era mucho más hermosa en persona de lo que era en fotografía. Un mozo la llevó hasta la mesa que estaba ocupando desde hacía media hora. Me puse de pie para recibirla, y cuando me vio, sus ojos parecían no poder creer lo que estaban viendo. Se le notaba fastidiada, por lo que el silencio se hizo incómodo mientras esperábamos nuestra orden. Ella no dejaba de mirarme de reojo, y yo no sabía cómo iniciar una charla para aflojar los nervios iniciales. Una botella de vino tinto nos sirvió para relajar los músculos. A la tercera copa ya estábamos conversando como viejos amigos que no se veían desde hacía mucho tiempo. Salimos del restaurante a las seis de la tarde, luego de vaciar dos botellas de malbec Zuccardi. Fuera del restaurante, la tarde llegaba con una tersura de ensueño. Ideal para dar un paseo por el malecón, pensé. Y así lo hicimos. Con el río corriendo libre junto al malecón, conversamos de la vida, pero sobre todo dejé que ella me hablará de la suya. Oí atentamente la historia de su romance con Ignacio, el hombre a quien estaba suplantando esa noche. Atravesamos un puente de piedra y llegamos a una plazuela bastante agradable, con robles centenarios cubriendo con su sombra las banquitas de acero forjado que se ubicaban al lado del camino de piedra. Las luces de los faroles le daban ese toque de renacimiento francés, cayendo en perpendicular sobre la calzada de canto rodado que se contorneaba entre el césped recién cortado de aquel bello rincón de la ciudad. Entonces, empujado por aquel airecillo sensiblero que circulaba libre por ese parque, y sin poder contener las ganas de acercarme a esa hermosa y triste mujer, no se me ocurrió mejor idea que arrebatarle un beso como recuerdo de una hermosa velada. Pero qué crees que estás haciendo me dijo ella, entre ofendida y ofuscada. Perdón… yo pensé que… no volverá a ocurrir, lo siento le dije. Eso no fue lo pactado me respondió. Y luego me pidió que la acompañara

a su casa. Nunca más volví a verla, así como no volví a ser llamado por el señor X para otra suplantación. Ya no era uno de sus espectros. Por una mala decisión en mi primer día de trabajo, había pasado de ser un suplantador de identidades a un fantasma sin empleo; el mismo ser invisible que servía café en una cafetería de ciudad.

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GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO

Perú

Blogs: elcuentarium.blogspot.pe emisorreceptor.blogspot.pe

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L

a priora había dispuesto que esa comida sería una especie de homenaje para las últimas reclusas. El gobierno, en gratitud a la colaboración estimada de nuestra comunidad, entregaría con beneplácito todos los recursos a que se

habían hecho acreedoras la madre Idelma y sus acólitas. Llegaban tiempos de bonanza. Se reconocían las actas contributivas y la guerra a la ignorancia quedaría ya arrancada de estas tierras. Toda la jornada fue un ir y venir por patios y galerías. La mantelería de damasco y la vajilla reluciente daban a la ocasión un aspecto festivo pero no menos austero. La imagen de Nuestro Señor y de su Santa Madre había sido retirada de la hornacina y presidía la sala. Esa noche, como corolario de la causa triunfante, volverían las setenta y siete mujeres custodiadas a la vida civil. Cada una reencausaría su vida en el espacio distinguido que le correspondía por sangre y por herencia en una sociedad que, a partir de ese momento, volvería a gozar de la libertad que intentaran usurparle. Toda la dignidad de autoridades estaba presente. Los pasos protocolares fueron todos rubricados y el banquete, en la sala perfumada de jazmines, fue todo un pedir de boca. Dios había escuchado y el Hombre había respondido, fueron las palabras precisas de la priora. Como a eso de la medianoche se deshizo el milagro. Todo fue una gran confusión. Era como si un gran torbellino hubiese penetrado y se hubiese posicionado de los asistentes. Fue un caos, una hecatombe. Cada comensal fue quedando inerte sobre las baldosas entre exclamaciones y corridas. Parece que la jefa de cocina, una díscola zambita, equivocó los aderezos.

RICARDO ALBERTO BUGARÍN

Argentina

Facebook: Ricardo Bugarin

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H

acía mucho tiempo que la bruja había decidido que no amaría más. Ya había sufrido bastante. En secreto, por supuesto. Nadie nunca sabría de sus penas de amor. El príncipe del cual se había enamorado la detestaba. Ella había

proferido la maldición que separó para toda la eternidad a la pareja perfecta que formaban el príncipe y la princesa pequeña. No lo había hecho porque estuviera enamorada de él. Todavía no. Lo había hecho porque se lo encargó el padre de la princesa, que no quería que su hija lo abandonara. La bruja había cumplido el encargo con su habitual minuciosidad y la maldición fue exitosa. El príncipe no entendió qué vendaval había arrasado con sus sueños, aunque intuyó que ella había sido la responsable y se llenó de odio. Y eso fue lo que la enamoró. Una de sus canciones favoritas decía así: “Y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado”. Ella la cantaba y se reía con una risa oscura, que sonaba como si un cristal se hubiera hecho trizas. Pero ese amor unidireccional y no correspondido la lastimaba más de lo que toleraba aceptar. Así pasó el tiempo y la pena de amor se le instaló en todo el cuerpo y se adueñó de ella. Su hermosura se acentuó, otorgándole a su rostro la frialdad de una estatua de hielo. Sus brujerías se volvieron cada vez más dañinas, más eficientes. No era una bruja buena, como había soñado alguna vez. Era mala. Muy mala. Ese día, el sol brillaba implacable en el cielo. Ella detestaba los días soleados y brillantes, pero se había quedado sin muchos de los ingredientes que debía usar en sus pócimas. No tenía más remedio que ir al bosque a buscar varias de las plantas que después se transformarían en maldiciones, enfermedades, dolores o hechizos. Había elegido un sendero muy sinuoso que le gustaba en particular porque allí se encontraban las plantas venenosas y, sobre todo, las que tenían más espinas, las que lastimaban las manos al tocarlas. Desde lejos, en vez del silencio profundo que la acompañaba siempre que se adentraba en esa parte del bosque, se escuchaban unos ruidos semejantes a hojas secas que se iban deshaciendo pero no les dio importancia. Después se sumó algo parecido a la canción que ella se cantaba en secreto, aunque la letra era otra: “En los cuentos de hadas las brujas son malas y en los cuentos de brujas las hadas son feas…”. Intrigada por saber quién era el audaz que usaba el mismo sendero sinuoso que ella y ¡que además cantaba!, se escondió detrás de un arce retorcido que la protegía de ser vista y esperó… 83


Pasó un tiempo que no supo determinar si había sido corto o largo, tan concentrada estaba en escuchar la canción que se iba acercando más y más. De pronto, un ogro vestido en varios tonos de verde, con un andar pesado y ágil a la vez, ocupó todo el espacio. La música envolvió cada una de las hojas del arce y las corrió como si fueran una cortina. La bruja quedó expuesta ante la mirada del ogro, que le sonrió. Esa sonrisa, enorme como su cara, tenía una tristeza tan antigua, tan solitaria que la bruja no pudo menos que reconocerse en ella como si fuera un espejo. Hizo un gran esfuerzo para clavarle la mirada más amenazadora de su arsenal tenebroso, pero el ogro, sin dejar de cantar ni de sonreír, la tomó de la mano. Todos los pájaros del bosque se escaparon muertos de miedo, ninguno quería ser testigo de algo que presentían terrible. Un silencio atronador volvió a adueñarse del bosque. El ogro y la bruja se miraron durante un tiempo eternamente efímero. A ella se le cayeron a pedazos todas sus defensas y no hubo magia alguna que pudiera invocar para que acudiese en su auxilio. A él se le borró del rostro la tristeza. A ella se le olvidó el recuerdo del príncipe imposible como si nunca hubiera existido. A él se le aparecieron infinidad de canciones nuevas con las que seguiría descorriendo velos. A ella se le desarmaron los hechizos y el hielo que anidaba en su corazón. A él se le ocurrió que además de la mano podía acariciarle la cara. Y así, con asombro, sin miedo, de estreno, se amaron bajo el sol. *Basado en la canción homónima de Rubén Goldín

DIANA MARINA GAMARNIK

Argentina

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E

1989 l atardecer es el momento en que las actividades cotidianas dan paso a las ansiadas horas de descanso. Me quedo pensativa, mientras me cepillo cuidadosamente las manos debajo del chorro de agua de la bomba; nunca parecen estar lo

suficientemente limpias. Nací y vivo en una chacra a unos kilómetros de Mar del Plata, tan cerca y tan lejos de todo. Mis padres le dicen el campo, pero es un humilde trozo de tierra con algunos animales de granja y un par de hectáreas de siembra. Vivimos esperando el próximo año, que será mejor, pero nunca lo es. Son tantas las cosas que malogran una cosecha, que ya hemos perdido las esperanzas de comprar un campito lindero para agrandar nuestra tierra. Y para colmo de males solemos encariñarnos con los animales que criamos y que pronto pasan a ser parte de la familia. En la escuela donde voy, ya nadie se ríe cuando digo que mi mascota es Pepa, una oveja que tengo desde que era chica. Nadie se ríe, después de que hace un año le rompí un diente al insoportable de Pablito por reírse de mi oveja. Me seco las manos y subo corriendo la loma donde está el molino, siempre con Pepa acompañándome. Junto al molino hay un enorme tanque australiano que en verano usamos de piscina. Me trepo al armazón del molino y, mientras mastico unas galletitas, miro las luces de Mar del Plata. Desde que tengo memoria he mirado la ciudad al atardecer. Con el paso de los años he visto como crecían los edificios, reemplazando a las construcciones bajas de cuando yo era pequeña. Miro los coches que van hacia la ciudad por la ruta cercana e imagino la vida de los ocupantes. Hasta les he puesto nombres de fantasía a algunos de los que pasan todos los días. Y sueño con estar algún día dentro de esos autos yendo a la ciudad. Me veo vestida elegantemente y con las uñas de las manos inmaculadas, sin rastros de tierra. Me imagino que voy al cine o a cenar a un restaurante y sonrío con un poco de tristeza. Mi familia tiene escasos recursos económicos y si bien jamás pasé hambre, la comida que tomamos a diario es muy sencilla, hecha con las cosas que nosotros 86


mismos cosechamos. Mi papá, además de ocuparse del campo, es mecánico y siempre tiene alguna changa para hacer, pero pocas veces hemos visto el dinero de esos arreglos que hace. La mayoría de los vecinos viven como nosotros, al día, y pocos tienen para pagarle en efectivo. Pero, en una especie de trueque informal, intercambiamos productos. Yo me pongo feliz cuando viene Don Mateo a arreglar algo, porque la mujer de Mateo hace unos dulces riquísimos y siempre nos paga con alguna delicia envasada. Me apuro a subir unos pasos más arriba en el armazón de hierro del molino, porque es la hora en que siempre vuelve de la ciudad el señor Hernández. Tiene un auto rojo y plateado que me fascina, aunque no tengo idea de qué marca es. A lo lejos veo que viene el tren de las siete y el coche frena esperando que termine de pasar. Alcanzo a ver a los hijos de don Hernández, sentados en el asiento de atrás, ambos con sus uniformes azules y blancos del colegio privado donde van, riéndose. —¡Alejandraaaaa, bajate de ahí, que ya está la comida lista! —grita Laura, mi mamá, sacándome de mis ensoñaciones. Bajo corriendo; a mi mamá nadie la hace esperar con la cena preparada. Hoy me siento rara y comí bastante poco de la carne al horno con papas que hizo mamá. Estaba riquísima pero yo no tenía hambre. Ni siquiera me quedo mirando televisión en el comedor después de cenar. De pronto siento ganas de estar sola. «Te estás por hacer señorita», resuena en mi cabeza la voz de mi abuela. Subo a mi habitación y me animo un poco viendo mi cuarto; es hermoso. El año pasado mi regalo de cumpleaños fue una cama nueva con un acolchado en rosa y blanco, con almohadones haciendo juego. También pintamos las paredes y pusimos dos cuadritos, uno con marco violeta y otro con marco fucsia. Mi papá pintó la cómoda, que yo tenía desde que era chica, de color blanco. Y mamá la decoró con unas guardas de papel de empapelar; parece la habitación de una princesa. A Micaela, mi mejor amiga, le encantó y de copiona se compró un acolchado parecido. Igual no me importa, somos como hermanas y entre nosotras no hay celos ni rivalidades. Me tiro sobre la cama, pensando, y el auto rojo del señor Hernández me viene a la mente. Pienso en cómo será la casa de él y sobre todo pienso en Marcos, el hijo 87


menor. Por algún motivo, últimamente siempre pienso en Marcos. Prendo la televisión para ver un capítulo repetido de «¿Le temes a la oscuridad?». Me da bronca que repitan tanto los episodios, pero igual lo veo siempre, ya que Gary me hace acordar a Marcos, aunque este no usa lentes. Esa noche duermo mal, dando vueltas en la cama y soñando con irme a estudiar a la ciudad. La secundaria, que recién empiezo, ya se me está haciendo eterna. Amanece lloviendo y me pongo las botas de lluvia para ir hasta la ruta, donde pasa un colectivo a recoger a los chicos que vivimos en los campos. Micaela está sentada sobre un tocón de eucalipto, repasando el manual de geografía. Hoy tenemos un examen y ella, como siempre, estudia poco y nada en la casa. Siempre pone la excusa de que su hermanito la molesta. Pero yo sé la verdad. Micaela está saliendo con Pablo, el que me hacía bromas por Pepa. «Menos mal que ya se puso una funda en el diente que le rompí», pienso, riéndome. —¿Las capitales y ríos de todos los países de Europa van en el examen? — pregunta Mica con cara de estometienerepodrida. La miro con un poco de enojo, resignada a tener que pasarle las respuestas de la evaluación. —Vos, tranqui. Yo te ayudo. Por algo somos como hermanas ¿O no? —le respondo, abrazándola. 2018 La luz del sol me encandila. Vengo manejando con mucha precaución por la ruta 88, mientras mis pensamientos vuelan, confundidos. Es la víspera de Navidad y voy a pasar un par de semanas con mis padres. Ya pasaron seis meses de la última vez que vine a verlos. Ahora sí puede llamarse campo a la antigua chacra de mis padres. Con los años las cosas han mejorado y los ahorros alcanzaron para ampliar el área de cosecha, aunque los animales de granja siguen siendo mascotas. Empiezo a ver paisajes conocidos; campos y granjas de gente amiga de toda la vida. Estoy muy sensible y cada árbol o montecito familiar, me emociona. «Las hormonas te están manipulando», pienso, mientras cambio la emisora de 88


radio que vengo escuchando. Me cansé de oír los reportes zonales del clima y de anuncios de la parroquia del padre José. Hasta donde puedo recordar, ya ha habido tres padres José en la iglesia que está sobre la ruta, justo delante de la estancia de los Hernández. Trato de recordar los rostros de cada sacerdote o sus voces, pero algunos se han diluido con el tiempo. Pero el primer padre José, de ese sí me acuerdo. Fue el que nos preparó a muchos de los chicos para la primera comunión y el que, luego de las clases obligatorias de catequesis, nos daba leche chocolatada con tortitas fritas. Por un momento extraño su voz; me hubiera encantado que hoy estuviera aún a cargo de la iglesia. Tan ensimismada estoy con esos recuerdos que no veo un camión que me hace señas para adelantarse y por la brusca maniobra que hago para evitarlo, me voy a la banquina. Me pongo a llorar del susto que pasé y por el miedo de tener que enfrentar a mis padres. La última vez que discutí con ellos fue cuando me fui a Mar del Plata a estudiar. Ellos no estaban de acuerdo con que viviera sola e hicieron todo lo posible para que me quedara en el campo. Como siempre terminaron cediendo, y me fui a la ciudad con muchos sueños y poca plata en la cartera. Tuve suerte y encontré un lugar hermoso para alquilar, cerca del trabajo de medio día que había tomado y a solo veinte minutos de colectivo de la facultad de derecho. Fueron años duros, mis padres me enviaban todo el dinero que podían, pero nunca alcanzaba. Al año, me di cuenta de que abogacía no era mi carrera. Me sentí bastante mal por haber perdido un año pero apenas empecé el profesorado de historia, supe que esa vez sí había acertado. Terminé mis estudios en seis años y, gracias a la dueña de la pensión donde me alojaba, pude conseguir entrar a un instituto privado. Si bien eran pocas horas, pronto pude ir agregando otros colegios y hoy en día vivo tranquila y casi podría decir, feliz. Mientras sigo manejando, pienso en mi infancia. En las cosas que años atrás me eran tan importantes. Pienso en Marcos y en cómo terminó en la cárcel, víctima de los manejos turbios de su padre. El señor Hernández (aunque llamarlo señor es una exageración, más dicha por costumbre, que por mérito) vivió toda su vida en una 89


farsa. Había estafado al menos a cuatro personas y por cobarde, arrastró a su hijo en su caída. Pienso en el auto rojo y plateado que tenían, en los lujos que me imaginaba que gozaba su familia cuando yo era chica y me da tristeza. Ya estoy a menos de cinco minutos de casa, pero las ganas de hacer pis hacen que me detenga a un costado del camino, buscando algún arbusto para usar como improvisado baño. Aprovecho la bajada para arreglarme un poco. Me peino mi cabello negro, atado en una cola de caballo y me pongo un poco de brillo en los labios. Como hace bastante calor en diciembre, me cambio los shorts de jean y la remera, por un vestidito con mangas cortas. Me miro en el espejo del auto y asiento con satisfacción. Hay que reconocer que el embarazo de cuatro meses me sienta bien. Ya han pasado las épocas de las náuseas y los mareos y hoy me siento absolutamente espléndida. Me pongo a reír emocionada cuando veo a Micaela, hamacándose en la tranquera de entrada al campo. Parece mayor que la última vez que la vi. Se la ve algo ajada o descuidada pero igualmente mi corazón late de alegría al verla agitar una rama de eucalipto, a modo de saludo. La abrazo fuertemente y juntas, de la mano, vamos hasta la casa, mi casa. Mis padres se ven bien. Papá algo más gordo y mamá con más canas. Pero me siento aliviada al verlos juntos, esperándome. Entrar a casa y oler los aromas familiares de mi infancia, hace que me relaje. Tomamos la leche con la torta que mamá había preparado. Mi favorita, bizcochuelo de chocolate con arándanos adentro. Salimos al porche y les cuento de mi embarazo, de que voy a ser una mamá soltera ya que siento que mi novio no es lo mejor para mi hijo y para mí. Luego de un largo silencio, quizás el tiempo justo que se toman para digerir la noticia de que serían abuelos, ambos me abrazan. Entro a la casa y voy directo a mi habitación. El acolchado rosa y blanco está como siempre, aunque el rosa se ve algo más desvaído. Acaricio a las muñecas y libros de cuando era pequeña y siento una reconfortante sensación de calidez. Salgo al parque y voy directo al viejo molino, aunque esta vez solo trepo dos escalones, por precaución. Miro a lo lejos a la ciudad, como tantas veces la había mirado de niña. Al verla sé que todo está bien. Yo he vuelto a casa.

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SILVIA ALEJANDRA FERNANDEZ Argentina Facebook: https://www.facebook.com/silviaalejandra.fernandez.146

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or primera vez en mi vida me siento mortal. Ahora viajo por la cornisa de mi destino presintiendo el abismo de la muerte ¡Yo, que creí estar cerca de Dios! Año tras año entre las paredes del laboratorio; fórmulas, telescopios, complejos sistemas computarizados. Las madrugadas nos

sorprendían a Ricardo y a mí, analizando, discutiendo, filosofando sobre la extraordinaria energía que captábamos a millones de años-luz. Necesito contarlo, dejarlo escrito, porque lo que me ocurrió demuestra que el poder más asombroso que tiene el hombre es lograr gobernar su mente, irónicamente con mi cerebro tan trabajado no lo pude hacer. He comprobado que un linyera tiene más sabiduría y equilibrio para errar por este mundo que mi propia persona. Hace seis meses mi colega y amigo murió, la ciencia tan avanzada no pudo con su enfermedad. El dolor que experimenté fue tan terrible que trataba de enmascararlo, evaluando de manera sistemática el poder de los virus, esas partículas que son un eslabón entre los seres vivos y lo inorgánico y de cómo pudieron vencer un cerebro tan evolucionado como el de Ricardo. En el momento que él murió sentí, el crack. Nosotros, hombres maduros, estábamos cerca de llegar a la comprobación de la Singularidad del Universo. Estos estudios nos elevaban a una claridad de pensamiento que rozaba la religiosidad, sentíamos que estábamos cerca del secreto de Dios. Luego, todo se derrumbó, fue nuestro propio Big Crunch. Pasaron los meses, el trabajo quedó estancado, ya no podía seguir solo. Comencé a deambular por la ciudad. No sé por qué extraña razón evadía los lugares mundanos y glamorosos para internarme en las zonas más oscuras, insondables, miserables de la noche. Yo, que venía de un universo que brillaba desde el origen del todo, me arrastraba en la oscuridad total, pero a la vez sentía el impacto de algo nuevo, asombroso. Comencé a sentir el dolor y el placer de mi carne, a experimentar la sensualidad de la obscenidad. Me rebelé contra mi estilo de científico atildado y fui logrando cambios en mi aspecto antes de vagabundear por la zona prostibularia de la ciudad, hasta conseguir una verdadera metamorfosis. Mi mujer y mis hijos no notaron mi transformación, para ellos yo seguía hasta el amanecer con el rito de la investigación. Y, a mi manera, estaba descubriendo no el origen del universo, sino lo que pasa en la vida subterránea de nuestra sociedad. Llegaba a mi hogar con un agotamiento total. Me dolían las piernas por los tacones altos, la cara me ardía de tanto fregarla para sacarme el maquillaje y el sentido de culpa por la vejación sexual comenzó a ser reemplazada por el placer. Perdí el 93


temor al rechazo social y cada noche era un desafío, no quería ni justificarme ni culparme. Era dueño de mi vida, de mi destino. A veces, en soledad me preguntaba si no estaba en la búsqueda del desafío final, la muerte. Conocí el cinismo, la mentira, la abyección. Cuando el cansancio me vencía y un atisbo de angustia comenzaba a germinar, buscaba a mi nuevo amigo, el linyera y juntos recostados sobre el puente, paliando el frío de la noche con un té caliente al lado de una pequeña fogata, mirábamos las estrellas. Me admiraba su sapiencia empírica respecto al cosmos. Pude saber de bellezas y conocimientos que jamás hubiera sospechado. Pero estos momentos especiales terminaron a los pocos meses, mi amigo decidió seguir por otros caminos. No tengo más deseos de escribir, vacié mi existencia. Con el tiempo, Alberto desapareció, la búsqueda por parte de la familia fue angustiosa. El mundo científico quedó conmocionado. Mientras esto ocurría, los linyeras se reunían bajo el puente, como en congreso, para escuchar las historias del vagabundo sobre la amistad y las constelaciones. La harapienta comunidad lo llamaba “El loco de las estrellas”. Un invierno muy crudo el vagabundo fue hallado muerto. Entre sus harapos solo tenía un cuaderno con extraños relatos sobre la muerte de un tal Ricardo, datos del cosmos, apuntes sobre virus y una foto en la que se veían a dos científicos de espaldas mirando una gigantografía en la que se destacaban estrellas muy brillantes. Curiosamente, algunas constelaciones parecían figuras de ángeles mutilados.

aNA MARÍA MANCEDA

Argentina

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ariela cumplió quince años y me ofreció este diario: le habían regalado tres y no pensaba usar ninguno. 20 de marzo Mariela es la única que interpreta lo que quiero sin preguntas.

Estaba tan linda con su vestido rosa, entallado debajo del pequeño busto, mientras que yo, chato, flaco, de blanco y negro, con corbata apretándome el cuello, me paseaba por el amplio salón. Me presentaron a Sofía ¡Qué mujer! El cabello le caía en ondas, tenía sombra verde sobre los párpados, los labios pintados de rojo, un vestido azul con arabescos blancos ajustado. ¡Cómo me hubiera gustado ser como ella! Me apuró con un ¿Bailamos? Y yo la seguí hasta la pista, el ritmo de rock que sonaba en ese momento me permitió lucirme. Cuando cambió a un tema de Eros Ramazzotti, todas las parejas se acercaron, sus cuerpos se unieron. Me sentí ridículo pero imité a los demás. Un muchacho que bailaba cerca mío me guiñó un ojo y sonrió con complicidad mientras apretaba más a su compañera. Ese gesto me traspasó y me llenó de placer. Estoy confundido. 16 de julio Me atrae el mundo de las mujeres, hoy fui a visitar a mis primas, me siento cómodo con ellas y sus amigas, me gusta ayudarlas a cocinar, usar el delantal floreado, servir la mesa. Mi padre no lo entiende, si entra en la cocina, salimos los dos. Noto su enfado, él es mecánico y su sueño es que aprenda lo que él hace. Odio la suciedad, la grasa, el frío de los metales. Este año me recibo de perito mercantil, los números se me dan pero prefiero el diseño, los colores. Con mi hermano, tres años mayor, no me hablo, lo escucho contar sobre sus conquistas, cómo las desviste, las besa, las penetra, habla de pasión, de poder. No lo entiendo, siento rechazo. 10 de febrero Hoy fui a casa de Mariela y le pedí que me enseñara a depilarme. Llevo el cabello largo pero recogido, mi cara es lampiña y dicen que bonita, como la de una mujer, pero la camisa y los pantalones ya no los soporto. En unos días viajo a Villa Gesell, comienzo mis vacaciones y por dos semanas todo va a cambiar. Desde que trabajo me puedo pagar un alojamiento personal. 13 de febrero 96


Compré ropa de mujer y lencería de encaje, blanca y negra. La guardé en la valija con algunas prendas mías. Estoy ansioso por lo que va a venir. 14 de febrero Compré un par de sandalias con un poco de taco y un manojo de piedras de imitación que brillan y transforman mis pies en los de una reina. 16 de febrero Tomé sol en el solárium del Hotel, no me animo a exponerme en la playa, pero estuve paseando por la orilla del mar con un par de shorts y un pareo multicolor. Sentí las miradas lascivas sobre mí, escuché piropos, me veo mujer. 17 de febrero Ayer a la noche fui a una discoteca con un grupo bullanguero del hotel, vestida como me quiero ver, de mujer. En el local nos separamos, me integré a los que bailaban, solos o acompañados. Volvía a la mesa para descansar cuando sentí una mano en mi hombro. Te invito a un trago, me gustas, dijo. Acepté y después bailé con él. En un momento me arrinconó contra la pared y empezó a manosearme, cuando se encontró con mis genitales, no le gustó, me abofeteó y se perdió en la oscuridad parpadeante de luces. Tomé mi abrigo y como una sombra abandoné el lugar. 18 de febrero Dormí hasta el mediodía, me duché, almorcé y salí a caminar. El sol se mostraba de a ratos, se levantó viento y la tarde se volvió desapacible. Entré en una peluquería, me pintaron las uñas de las manos y de los pies, me lavaron y peinaron el cabello. Me vestí sugerente. Cuando me miré en el espejo me vi hermosa. 19 de febrero Estoy viva y solo te lo puedo contar a vos, papel rosa; voy a desayunar. Ayer, después de cenar, fui a disfrutar de un show de varios conjuntos musicales: guitarras, órgano, batería. Me asignaron una mesa a compartir con otras mujeres. Aplaudí, tomé un poco de alcohol. Salí a bailar cuando sonó la música electrónica. La luz era intermitente, no había rostros. Volví a la mesa vacía. Entonces fue cuando sentí fuego sobre mi espalda. Te vendría bien un poco de agua fresca, susurró una voz grave. Me di 97


vuelta y tomé el vaso sin mirarlo. Respiré hondo, cerré los ojos y fui consumiendo el líquido lentamente. Él se sentó a mi lado. Así estuvimos un rato. Comenzó a sonar música lenta. ¿Vamos? preguntó. Me levanté y caminé hacia la pista. Me tomó por la cintura y puso la cabeza sobre mi hombro, giramos un tiempo, bajó su mano de la cintura y con suave presión acarició mi cola. Esto es lo único que quiero, me susurró. En ese momento descubrí su rostro, me gustó. Solo tenemos que aclarar algunas cosas, le dije. Escuché: Lo que vos quieras, me tenes en un puño. 6 de julio Adiós papel rosa, hace varios meses que trabajo en la concesionaria de autos de Gabriel Urquiza. El asesoramiento y venta se me da bien. Conozco un poco de autos por la presión de mi padre y siempre acierto el modelo y el color que va a elegir el comprador. Lo demás, como río que baja al mar. Gabriel me aseguró que yo, Antonia, le cumplía todas sus fantasías sexuales. Había terminado la búsqueda para él.

YOLANDA SA

Argentina

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eyendo el periódico: «Candidato político inicia la campaña electoral besando al hijo de su máximo oponente». ¡Pues también es mala sombra! Si ya se equivoca antes de empezar, ¡qué hará si gana! Aunque tampoco creo que eso le preocupe mucho: ¡con decir que es un montaje de la oposición…!

¡No sé para qué se presenta nadie a las elecciones! ¡Si la profesión de político es

la peor valorada en las encuestas! ¡La peor! Ya te lo advierten desde pequeño: ¡Estudia, hijo, que no acabes como tu tío el alcalde! ¿Cómo? ¿De político? ¡No: perseguido por los pensionistas! ¡Pues se presentan! Supongo que será por aquello de la erótica del poder, que tampoco tengo muy claro en qué consiste: ¿rebajas en los sex-shops? ¿Coche oficial con asientos abatibles? ¿Guardaespaldas bien… armados? Las elecciones son una especie de Operación triunfo, pero al revés: ¡aquí gana el más nominado! Y hay varias categorías, como en el fútbol, organizadas en función del tamaño del sillón en el que se quiera encajar el culo: municipales, autonómicas, generales, europeas… Como en OT, no importa si no sabes cantar, pero sí conviene que tengas un buen look. Para ello, deberás hacerte unos cuantos trajes a medida: Señor político, ¡qué traje más chulo lleva! ¡A que sí! ¡Pues si viera los otros! Deben costar una pasta… ¿Se los paga usted? ¡Ya empezamos! ¡Claro que me pago mis trajes! ¡¿Y de dónde saca pa´ tanto como destaca?! ¡Porque, según su declaración de bienes, solo es titular de la tierra de una maceta y de un Lada sin frenos! En confianza, y sin ánimo de destapar ningún chanchullo, ¿tiene facturas? Sí: ¡de tibia y peroné! Me las hice esquiando. Creo que no me ha entendido. Usted a mí tampoco. Las elecciones se dividen en tres etapas: Campaña electoral. En esencia, consiste en presumir que uno es el menos negado y el menos corrupto de cuantos confluyen. Y, para demostrar al menos lo primero, se promete lo que haga falta: bajar impuestos (sin decir de dónde), crear empleo (se busque o no), eliminar listas de espera en la sanidad y así tener derecho a

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ponerse malo sin esperar turno… Da igual que los políticos sean de derechas, de izquierdas, de arriba o de abajo: ¡todos prometen lo mismo! ¡Y consiguen hacerlo, además, sin que se les escape la risa! Su mejor aliado son los mítines: una especie de recitales en los que la gente aplaude como si creyera lo que escucha. Digo yo, que será para agradecer el merchandising recibido: banderines, llaveros, gorras, bolígrafos… ¡Hasta preservativos con el anagrama del partido! ¡Qué te lo montas con alguien de la oposición y jodes el doble! Los políticos salen a la calle, ¡y se ponen de un cariñoso! ¡Hasta los más antipáticos! Y aquí es donde meten la pata si no se fijan. Como dice el periódico, besan al niño equivocado: ¡Uy, qué confianzas con el enemigo! ¡Si ya decía yo que tenía cara de tránsfuga! Jornada de reflexión. Como su nombre indica, se utiliza para darle vueltas a la cabeza: «Ya sé que es el candidato de mi partido, ¡pero, últimamente, no dice más que tonterías! ¡¿Y si cambio el voto?! ¡Total, si no firmo la papeleta, quién va a saber que es el mío?!». La auténtica reflexión debe ser la de los candidatos. Uno se los imagina encerrados en su despacho: «¿Se lo habrán creído? ¿Lo olvidarán fácilmente? Y, sobre todo: si gano, ¡¿cómo escaño lo cumplo?!». Jornada electoral. Suele celebrarse en domingo y uno se presenta en el colegio (improvisado en uno también de enseñanza por estar vacío) con toda la familia (perro incluido). Por si están los de la tele. Para ejercer tu derecho de sufragio, conviene ser mayor de edad y presentar el DNI1 auténtico. Si presentas otro, se ponen bordes y todo son pegas. ¡¿Y por qué dicen que el voto es secreto?! ¡Si todo el mundo está atento a ver qué papeleta coges! Saben de qué partido eres y quieren asegurarse de que has reflexionado como Dios manda. ¡Pero cometen un grave desliz: dejan que te escondas detrás de una cortina para meterla, con perdón, en el sobre! ¡Y ahí es donde les das el cambiazo! Otra cosa: ¿para qué sirve el voto en blanco? ¡Pues eso: por si están los de la tele! Porque para otra cosa… Puedes encontrarte con algún encuestador al que también le importe un pito que los votos, supuestamente, sean secretos: Disculpe, ¿sería tan amable de decirme 1

En España, Documento Nacional de Identidad.

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a quién ha votado? No. De pequeño, me enseñaron a no revelar votos a desconocidos. Es para un sondeo… Ya… ¿Pagan algo? Nada. ¡¿Nada?! Entonces su sondeo no es de fiar: a ese precio, nadie es sincero. ¡Y menos en política! La jornada electoral termina con el escrutinio. Por cierto, ¡vaya palabreja! Escrutinio… Que si no tienes diccionario, ni te enteras de que cuentan los votos. Si el político elegido no es el de tu partido, no puedes evitar lamentarte: ¡Qué mala suerte! ¡Y encima no estaban los de la tele! Yo, como voté en blanco… El ganador encaja el culo en el sillón al que optaba y, si no lo fastidian antes con una moción de censura, se olvida de besuquear críos durante cuatro años. Los demás candidatos no han ganado, pero tampoco han perdido. ¡Porque en las elecciones nadie pierde! ¡Antes muerta que sencilla! Si ha salido el que ha salido, no es porque haya obtenido más votos, sino porque los suyos son más grandes. Ya lo dice el refrán: «¡El voto grande, ande o no ande!». A los no ganadores, pero tampoco perdedores, solo les queda la posibilidad de amontonarse en un megapartido llamado oposición cuya tarea principal, como su nombre indica, es oponerse a todo lo que proponga el de los votos grandes. Si este propone, por ejemplo, una ley anti-botellón, pues a contradecir el invento: ¡¿Han pensado de qué vivirán los fabricantes de papel de liar?! ¡¿Y los fabricantes de tapones para los oídos?! ¡¿Han pensado cómo quedarán sus casas si los adolescentes no pueden emborracharse en plena calle?! ¡Son ustedes unos necios y unos…! Mejor me callo, porque se me calienta la boca y… ¡Qué bien lo haces! Fíjate, que hasta yo te creo… ¡Shsss, que están los micrófonos abiertos! Estas peleas, ¡y muchas otras!, son la consecuencia de las elecciones y será la ocupación de los políticos hasta que, por suerte para todos, tengan que volver a besar niños.

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS

España Blog: www.la-estanteria-2.webnode.es 102


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a veía pasar casi a diario por mi calle, era una chica preciosa, el cabello le caía sobre los hombros como una cascada rojiza, iba montada en una bicicleta verde. Me llamaba la atención el color verde brillante y lo cuidada que tenía la bici.

Deduje que debía ir al instituto que estaba al otro lado del puente viejo. Cada

día aguardaba a que pasara, ella pedaleaba muy de prisa por lo que el tiempo que tenía para admirarla era muy corto. Siempre llevaba una bolsa de colores colgada del manillar, un vestido con florcitas azules, casi nunca usaba pantalones como las otras chicas, y su mirada fija en el camino sin desviarla ni por un momento. Llegué a cambiar algunas de mis rutinas para asegurarme que cuando ella pasara yo estaría allí para mirarla, solo eso, porque no me atrevía a hacer nada para lograr entablar un diálogo, por más simple que fuera, y llamar su atención. Averigüé su nombre inventando que mi abuela necesitaba aspirinas, otro día gasas, al siguiente vendas elásticas. En la farmacia traté de olvidarme de mi maldita timidez y pude hablar con Alice que era compañera de clase de la chica de mis sueños. La hija del farmacéutico era algo antipática pero, con paciencia y tratando de agradarle, me contó que Clarice era la mayor de cinco hermanos de una familia alemana, que tenía que cuidarlos y ayudar en su casa aparte de estudiar. No sabía mucho más acerca de ella, era muy callada y siempre parecía preocupada. Los días se hacían interminables, Clarice no había vuelto a pasear en bici por mi calle. Yo dejaba las cortinas del salón abiertas para vigilar, con los consiguientes reproches de mi madre. Tenía una vaga idea del barrio donde ella vivía, decidí entonces coger mi vieja bici y salir a ver si la encontraba por esas casualidades que tiene la vida, aunque esto no ocurría por más que lo intentaba. Uno de los días que daba una vuelta de reconocimiento, como me gustaba decir, siempre con la esperanza de encontrar a Clarice, tomé por el puente viejo, un lugar casi emblemático de mi pueblo. No podía creerlo, pero sí, ahí estaba ella, por lo visto cruzaría el puente. Apoyé la bicicleta en el muro para esperar, mi oportunidad había llegado y estaba decidido a hablarle. El corazón me latía muy fuerte, trataba de calmarme y pensaba: “Manuel, tranquilo, qué cosa podrás inventar para hablar con ella, ¡Piensa hombre, piensa!” Mientras estaba en esas cavilaciones Clarice se acercaba en su bici verde.

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No sé cómo pasó, todo ocurrió de pronto, aquella visión me angustió y sorprendió de tal modo que solo sé que cogí la bicicleta, pedaleé como nunca hasta no sentir las piernas, el puente me pareció infinito, llegué sin aliento, ella estaba encaramada en el borde mirando hacia abajo mientras se inclinaba, su cabello rojo se agitaba con el viento, su vestido con flores se hinchaba como la vela de un barco a la deriva, mis manos trataban de alcanzarla, solo conseguía rozar apenas su cuerpo frágil. Por fin logré atraerla con fuerza hacia mí tirando de su vestido, los dos rodamos por el suelo, nos hicimos daño, las piedras sueltas se nos incrustaron en la espalda y en las piernas, pero eso ya no importaba. La mantenía aferrada a mi cuerpo, ella lloraba desconsolada mientras nos mojaba la llovizna fría que había comenzado a caer. Ese día pasé de ser un adolescente imberbe a ser una persona responsable en pocos minutos. No podía reprocharle nada, ni preguntarle el porqué, solo sentía que debía abrazarla muy fuerte. A nuestro lado su bicicleta verde abandonada en el suelo brillaba aún más con las gotas de la lluvia. Era un testigo mudo de una tragedia de la cual habíamos escapado los dos.

MIRTA CALABRESE DE LUCA

Argentina - España

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l alba de los tiempos, cuando el mundo era joven: Acurrucada entre sus largos brazos, Zwga, con los ojos apretados, abandonándose al deleite del cálido contacto de aquel cuerpo dormido, evocaba instintivamente el momento dichoso en que lo había

encontrado.

¿Cuántas lunas hacía de eso?... Su estrecha frente se arrugó por el esfuerzo de concentración; pero enseguida desistió de ello y la cóncava superficie retomó su lisura. No importaba el tiempo, no importaba el espacio, ni de dónde había venido él, ni quién era, en realidad. Recordó cómo, al hallarlo tendido a la entrada de la cueva, ahogó un gruñido de temerosa sorpresa. ¿Quién era ese?... Se había acercado, con medrosa precaución, parpadeando y echando ruidosamente el aire por la ancha nariz aplastada. Nunca había visto a alguien que se le pareciese; no en toda su tribu, al menos. Comenzó a rodear, cautelosa, aquella forma yacente, soltando a su pesar ahogados gañidos de asombro. Era más alto y más blanco de carnes que ella o que cualquiera de sus semejantes; su piel estaba cubierta de un suave vello claro, muy distinto a la pelambre hirsuta de su gente; y su cara… Una sensación extraña la había recorrido, al contemplar absorta el cráneo alargado, la nariz finamente modelada y la boca, entreabierta, de labios finos y sensitivos. Zwga, por supuesto, no entendía de nociones de belleza o de armonía, pero cedió a una irreprimible atracción hacia ese ser desconocido, tan ajeno a todo lo que conocía y tan envuelto en un misterio que intuía casi imposible de desentrañar. Parecía casi muerto de hambre y de cansancio. Zwga observó las huellas marcadas en el suelo. Venían del poniente, y eran innumerables. ¿Qué distancia habrían recorrido aquellos pies que, ahora lo notaba, estaban cubiertos por una especie de cueros que los resguardaban del contacto directo con la tierra? Sacudió la cabeza: era demasiado para ella. Lo que urgía, ahora, era prestarle auxilio. Tomó la calabaza hueca que le colgaba de la cintura y aplicó su cuello a la boca del hombre, levantándole la cabeza para ayudarlo a que sorbiese el agua. Él reaccionó al sentir el frescor de las primeras gotas. Sus ojos se abrieron lentamente, y Zwga dio un respingo, porque eran del color del cielo, y no del de la tierra, como los de ella y los de su tribu. Por su parte, el hombre se sobresaltó al verla; impulsivamente, se arrastró hacia atrás, apoyándose en los codos. Pero la fatiga pudo más. Volvió a caer, desmadejado. 107


Con la cabeza ladeada la miró fijamente unos instantes; luego suspiró y le hizo señas de que deseaba más agua. Zwga le entregó la calabaza, y él apuró un trago interminable. Por fin le devolvió el recipiente, con un “¡Ahhh!...” satisfecho, e intentó esbozar una sonrisa. Ahora fue ella quien lo miró con desconcierto, pues le era extraña esa expresión facial de gratitud. Soltó un sonido interrogante: —¿Uhh?... Ya más repuesto, el hombre se incorporó hasta quedar sentado. Con sonrisa franca: —Gracias —musitó—, gracias… —¿Ahh?... —Veo que no sabes hablar, monita… Pero fuiste muy buena al darme agua. ¡No podía más de sed! ¿Podrías indicarme dónde estoy? ¡Porque no tengo idea de cuánto anduve! Solo sé que caminé hacia el sol…, días y días…, hasta que no pude más. Zwga pugnaba por entender aquella extraña lengua, tan sonora y modulada, que agradó a sus oídos. Venciendo su timidez, estiró una mano para dar unas palmadas en el hombro del extraño en señal de amistad. Él pareció comprender sus intenciones, pues movió la cabeza de arriba abajo varias veces, siempre con la boca curvada, y sus dientes, blancos y parejos, brillando al sol. La luz se hizo en el menguado cerebro de Zwga, y entonces palmoteó sobre el suelo, al tiempo que decía: —Nohd. Nohd. —Ya veo. Así que esta es tu tierra, ¿eh? ¿Es muy grande tu pueblo? ¿Mucha gente? Trató de expresarse por medio de gestos y ademanes, a ver si se hacía entender por aquella criatura que parecía de tan escasas luces, pero la respuesta le llegó antes, en forma por demás inesperada. Una lanza rústica, de madera, pedernal y cuero se clavó en el suelo, rozándole una pierna. Saltó sobre sus pies, alarmado, al verse rodeado por un grupo de seres peludos, semiencorvados y de piernas cortas. Todos esgrimían lanzas, agitándolas en manifiesto son de amenaza. Alzó ambos brazos, con las manos bien abiertas. —¡Amigo! ¡Amigo!... ¡No quiero pelear! ¡Soy amigo! Aquello solamente los puso más fuera de sí. Cerró los ojos, sintiendo ya el 108


pedernal hiriéndole las carnes, pero tuvo una defensa inesperada. Zwga se puso delante de él, escudándolo con su cuerpo, y apostrofando enojada a los otros. Los pechos descubiertos oscilaban al ritmo de su furia. Parecía ejercer alguna autoridad sobre ellos, porque vacilaron y se miraron entre sí, como indecisos sobre qué partido tomar. —¿Ehú?... ¿Uhé?... —¡Bahú! —gritó Zwga, en tono de mando. Ellos menearon repetidamente las cabezas, ensayaron algún gruñido de protesta, pero acabaron por someterse. Zwga, entonces (¡lo recordaba con tanta satisfacción!), asió a su protegido por un brazo y lo condujo dentro de la cueva, al mismo tiempo que le dirigía suaves sonidos tranquilizadores. No en vano era la hija de Kwgo, el líder. ¡Guay del que la contrariase! Kwgo objetó, al principio, como ella lo había esperado. Pero con arrumacos fue debilitando su resistencia. A regañadientes, el intruso fue aceptado entre los miembros de la tribu, aunque los ojuelos de estos siguieron expresando desconfianza, cuando no hostilidad, durante bastante tiempo… ¿Cuántas lunas habrían transcurrido?... Zwga sabía que los días se habían ido deslizando con mucha mayor celeridad desde que él llegara y se juntara con ella, a solas en su refugio. En un comienzo ella no se había atrevido a insinuársele, ¡porque era tan extraño y singular y tenía unas actitudes tan distintas a las que jalonaran la vida de ella y de su gente!... Pero poco a poco captó un efluvio de receptividad de parte de él, venció escrúpulos y, atónita ante su propia osadía, llegó a ofrecérsele, como si se tratase de un tribeño más… No sin cierto pudor instintivo (el “pudor” racional aún no era atributo de aquellas mentalidades) recordó “su primera vez”. Con delicadeza, él la había disuadido de su postura inicial, y sus fuertes brazos le hicieron girar el cuerpo hasta que quedaron encarándose. No lo entendió, pero como estaba dispuesta a complacerlo en todo, omitió toda resistencia. Y acabó por disfrutarlo, para su sorpresa. Él también “sabía más” de esos asuntos, igual que de todo lo demás. Paulatinamente había ido introduciendo nuevas prácticas dentro de la tribu. Ahora todos llevaban protección en los pies, y también se cubrían mejor el cuerpo con las pieles, habiéndolos instruido él en la forma de tejerlas, con agujas hechas de ramas de árbol pulidas. No más carne cruda, sino asada a las brasas de ese fuego que, hasta entonces, solo habían usado para calentarse en las noches y para encender teas. 109


También les enseñó a hacer sopas, usando legumbres y los huesos del asado, que antes despreciaran. La desconfianza iba desapareciendo; hasta el propio Kwgo, eterno gruñón recalcitrante, llegó a apreciarlo, cosa que llenó de alegría a Zwga. Ella no había dejado de estudiarlo, y cada día que pasaba su misterio la intrigaba más. Aquellos rasgos finos, su caminar erguido, la lengua suelta y dúctil, que pronunciaba sonidos mejor modulados y mucho más complejos que las guturales exclamaciones del léxico de ellos… Aquel mirar profundo, sombrío, en cuyas azules profundidades se ocultaba quién sabe qué secreto, quién sabe qué enigma, que escapaban al exiguo alcance del razonamiento de ella… Menos lo comprendía, y más atada se sentía a él. Algo le decía que si por alguna causa lo perdiera, ella moriría instantáneamente. Una vez, en torpe caricia, dejo resbalar sus dedos chatos por la frente de él, y manifestó su curiosidad ante la hendidura que palpaban sus rugosas yemas. —¿Uhh?... ¿Zug? —No, monita, no —dijo él con gravedad—. No es una herida… —y en un susurro ahogado—: Es mucho peor que eso. —¿Ahh?... —No te preocupes. Ya no tiene importancia. Piensa mejor en el hijo que vas a tener. Y en los que vendrán después de él… —Soltó una risa baja y acre—. ¿Pero para qué te hablo de todo esto? ¿Qué podrías comprender? —¿Gug? ¿Pug? —Sí, ¡hijo! O hija, qué sé yo… Eso ocurre después que uno hace lo que hacemos nosotros casi todas las noches… ¡Ah! ¿No sabías que una cosa deriva de la otra? ¡Mejor así, para que te angusties menos, monita! ...Ahora, apretada junto a él —ese “Kan” o “Can”, como creyó entender que se llamaba—, Zwga se sentía dichosa, aunque al mismo tiempo, desde lo más hondo de su ser —donde moraba un cúmulo de misterios que jamás develaría—, un desasosiego que no alcanzaba a interpretar se abría paso por entre las dulzuras de sus sensaciones inmediatas, enfrentándola, bien que no se apercibiese de ello, con la incógnita de algún tiempo futuro, para el cual su restringida razón no estaba preparada. Era de noche en Nohd, y la Historia continuaba… Milenios más tarde. Tennessee, 1925. El Juicio de Scopes, o “del Mono”: En medio del sofocante calor, que obligaba al exasperado fiscal, William Jennings Bryan, a abanicarse continuamente con una pantalla de lienzo, Clarence 110


Darrow, el abogado del profesor de Secundaria John Scopes (reo de “corrupción moral”, por haber intentado imbuir de las sacrílegas teorías darwinianas a “cristianas mentes juveniles”), no trepidó en denigrar a la Biblia (aunque bien se había servido de sus versículos, un año atrás, para defender a los homosexuales asesinos, Leopold y Loeb) como argumento principal en contra de la acusación. Luego de varios irónicos cuestionamientos, levantó en alto el libro y se dirigió a su oponente en tono de suprema ironía: —“Salió, pues, Caín, de delante de Jehová, y habitó en tierra de Nod, al oriente del Edén. ”Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc…” ¿De dónde salió ella, eh? ¡La señora de Caín! ¿De dónde cuernos la sacó, si no había nadie más sobre la Tierra? ¡Contesteme a eso, y luego convendré con usted en que todo lo que hay escrito en este libro (que es un buen libro, pero no es el único libro) es la verdad!... En su asiento de primera fila, el cínico periodista H. L. Mencken se volvió hacia su vecino con sarcástica sonrisa: —¿De dónde la sacó? ¡Je-je!... ¡No me extrañaría que ese hijo de mala madre se hubiese acollarado con una Neanderthal!

CARLOS M. FEDERICI

Uruguay Wikipedia: Carlos M.Federici

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T

ranscurría otro día. Otro día de despertar en la madrugada para atender a la hermana que permanecía postrada en la cama con «espina bífida abierta». Otro día que parecía un bucle; la repetición constante de los días transcurridos desde que murió su madre y le fue transferida la

pesada responsabilidad de Ana. El mielomeningocele (que es el término científico) es la forma más grave de la condición de espina bífida. El conducto vertebral queda abierto en varias vértebras en la parte inferior o en la parte media de la espalda. Las membranas y los nervios raquídeos sobresalen a través de esta abertura en el nacimiento y forman un saco en la espalda del bebé, y generalmente los tejidos y los nervios quedan expuestos. María sabe todo esto, pero quien diga que es agradable limpiar llagas, pústulas o sacos neurales de entrada miente. María no se tragaba la historia de los cuidadores abnegados que, sometidos a la obligación del cuidado de familiares en estado terminal, se auto proclamaban felices y realizados. Le era pesado, le era incómodo y le daba asco. Su hermana, además estaba demente y el maltrato y las groserías estaban a la orden del día. María no podía y no quería creer que tuviese que resignarse como Sísifo y su roca; rogaba en su interior, clamaba por el final del martirio de ambas, hasta el punto de no importarle si la muerta era ella misma. Ya estaba llegando al punto de responder a los golpes de su hermana, con contención al principio, pero las bofetadas ya volaban y se hacían más fuertes. El cansancio la volvía más huraña y las contracturas en la espalda, de tanto cargar a Ana para asearla y moverla, se volvían cada vez más grandes y dolorosas. Una en particular le preocupaba, ya tomaba proporciones de vejiga y le afectaba hasta para caminar, la tocaba claro y la sentía acuosa y móvil, diferente al resto de las contracturas. Las exigencias del día le hacían olvidar esta nueva incomodidad, mas pasaban los días y su salud se veía cada vez más deteriorada. En cambio, Ana mejoraba. No eran cambios radicales ni palpables, pero mejoraba. Su tono muscular estaba aumentando, tenía cada vez menos llagas y pústulas y el saco neural parecía estar absorbiéndose. No gritaba ni maldecía tanto, pero el silencio malévolo con que la miraba la ponía más nerviosa que antes. Ahora sentía miedo de entrar en el cuarto de Ana, se obligaba a entrar para llevarle la comida, cambiarle la ropa de cama y bañarla, pero Ana no dejaba de observarla con una cínica sonrisa. No hablaba, por más que María le preguntara por cómo se sentía o qué pensaba. 113


María recordaba ahora que su madre se deterioró muy rápidamente antes de morir de una supuesta esclerosis lateral amiotrófica. Esta enfermedad consiste en la destrucción de neuronas implicadas en la motricidad muscular voluntaria. Los síntomas y signos principales son la rigidez, la atrofia y otras alteraciones de los músculos, que conllevan dificultades crecientes para tragar comida y líquidos, para hablar e incluso para respirar; este último problema suele provocar la muerte. Lo extraño es que la enfermedad se desarrolló en el término de dos años, sin dar antes signos visibles de su existencia; o no para María al menos, que la verdad sea dicha le traía sin cuidado el destino de su madre y su hermana, siempre que no interfiriera con el de ella. Mas ahora puesta a pensar en el asunto, recordó cierta súplica velada en los ojos de su madre, a pesar de que siempre le contestaba con optimismo y sin quejas. Como si algo le asustara, como si le persiguieran. Asumió como era lógico que la súplica fuera por ayuda, no por temor a su hija enferma. Parecía que se desarrollaba una suerte de intercambio entre ambas. La salud de una por la otra. María estaba aterrorizada por el deterioro de su cuerpo y evitaba entrar al cuarto de Ana por horas. Su hermana ni rechistaba, parecía que ya no necesitaba de sus cuidados. Solo sonreía. Una de esas noches María escuchó un estruendo en el cuarto de Ana y rengueando llegó hasta allí. La vio de pie, perfecta casi, bañada y vestida, lista para marcharse. Ana la sostuvo en brazos cuando se tambaleó, pues en ese momento la espalda de María cedió. Solo le dijo: Acuestate hermana, y vete acostumbrando, quizás envíe a alguien a cuidar de ti, pero lo dudo. Tu odio y el amor de nuestra madre me nutrieron y salvaron, muchas gracias. La acostó en la cama hedionda que estaba abandonando. María no podía ni gritar ni moverse, pues yacía paralizada en la cama. Ana se volteó parada en la puerta, agitó la mano en señal de despedida y se marchó silbando.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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Este cuento está inspirado en un poema de Margaret Román.

“R

ecortaré la silueta de mi voz para que la lleves en el bolsillo, para que se mezcle en la simetría de tus pasos y dibujen caminos”, fue lo que escribí como quien dibuja a alguien que camina solo y busca sentirse acompañado. Doblé el papelito y

lo metí en mi bolsillo, no sin antes mirarlo a él. Él, un total desconocido que terminaba de recitar un poema de Benedetti entre aplausos apagados por la indiferencia de muchos en el huarango de La Cantuta. Tenía el cabello desordenado como Rimbaud de niño, y la timidez casi vergonzosa de Chatterton al esconder angustiado sus escritos en el morral que le colgaba del hombro. Lo último que pensé encontrar en una universidad de educación es a un poeta, dónde enseñaban a ser poetas. En qué facultad dictaban ese curso, fue lo primero que pregunté a Rosa que estaba discutiendo con José Carlos sobre las elecciones del Centro Federado de Pedagogía. Yo, Camila Destares, una voraz lectora de poesía y literatura con DNI recién estrenado me sentía totalmente estafada por mi yo postulante del año pasado. Cuándo fue que decidiste ser profesora de educación primaria Camila, me pregunté, ¿cuándo?, será acaso aquella vez que te metiste de voluntaria para enseñar a leer y escribir a los niños de Huaycán, acaso ahí fue que descubriste tu vocación para enseñar. Claro que no Camila, recuerdas aquella vez que preparaste tu clase con esmero y dedicación para que ningún mocoso te preste atención, recuerdas que te pasaste toda la clase hablando de los cuentos de Kipling mientras todo el salón hacía bulla y que antes que terminara de tocar el timbre ya no había nadie salvo tú y tus papelotes pegados en la pizarra. Recuerdas tu frustración cuando llegaste a casa llorando y le contaste a Mamá que ningún niño te había prestado atención y Mamá en su sabiduría profunda te contó, que un tal Sócrates hace mucho tiempo dijo que el único que aprende cuando se enseña a los demás es uno mismo, ¿recuerdas Camila? Claro que lo recordabas, pero eso no importaba ya que la docencia te venía como una maldición, como un anatema, como una tradición en la familia. Cuando me respondía a mi última pregunta existencial, el Rimbaud cantuteño había desaparecido, lo busqué con la mirada por los pastos verdes del campus universitario. Si pudiera mi mirada llegar hasta los pedregales del río Rímac, quizá con algo de suerte, lo hubiera encontrado. Rosa y José Carlos discutían sobre el papel transformador del docente en la sociedad, una discusión encarnizada que poco o nada me importaba, así que decidí interrumpirlos con la predecible alarma de que el burrito nos estaba abandonando. 116


Corrimos despavoridos con nuestras copias en la mano por la rampa que conecta la biblioteca principal con el campus. José Carlos logró alcanzar el bus universitario, golpeó la puerta para que abrieran mientras la muchedumbre gritaba negativas soeces dentro del bus. Con el corazón retumbándonos en el pecho llegamos y subimos los tres al burrito. Eran las seis de la tarde cuando el portón principal de la UNE se abrió de par en par y el burrito salió majestuoso e imponente hacia el centro de Lima. El primer tramo de la carretera de salida es una pequeña montaña rusa con dos desniveles conectados cada dos minutos que provocan una segregación natural de adrenalina junto con algunos gritos exagerados que se confunden con las risas estruendosas de todos, nosotros no fuimos la excepción. Vamos a sentarnos en las escaleras, dijo Rosa mientras se sentaba encima de su mochila. Nosotras, en el peldaño al lado del chofer y José Carlos en el peldaño del lado de la puerta. José qué opinas de la didáctica, preguntó Rosa. ¿Cuál didáctica? ¿La que nos enseñan los profes de la Cantuta? ¿La que enseñan en otras universidades? ¿La que aprendemos nosotros mismos in situ en nuestras prácticas pre profesionales? ¿A cuál de ellas te refieres?, escuché decir con cierto sarcasmo a José Carlos. La que nos enseñan los profes pues compañero, dijo Rosa mientras movía el rostro con señal de desaprobación. ¡Es una mierda!, eso es, una completa mierda, no nos sirve ese tipo de didáctica. Al menos no con los niños que nosotros enseñamos, nuestros niños lo último que piensan es en aprender. No los culpo, tantos hogares disfuncionales que existen en nuestra sociedad, la mitad de mis niños van al colegio sin desayunar, sin dormir, no hacen las tareas por estar cuidando a los hermanos menores. La única didáctica que nos sirve es la del amor, la de la paciencia, la del compromiso y la de la comprensión. Propongo una didáctica del amor, como el lema de las chicas de inicial, ¡todo con amor nada por la fuerza!, ahí está nuestra didáctica compañera, dale palos y esteras a un cantuteño en la comunidad más alejada y él te hará un colegio, dijo José Carlos con una firmeza y convencimiento que nosotros siempre admirábamos. ¡Palmas combativas carajo! ¡Bravo, así se habla compañero! celebramos Rosa y yo. Al llegar a la entrada de Huaycán se bajaron la mayoría de estudiantes y por fin pudimos sentarnos, yo me coloqué al lado de la ventana y pensé en el Rimbaud cantuteño. No hay imagen más nostálgica que un rostro pegado al vidrio de la ventana y más aún si es de mujer, pensé mientras veía mi reflejo perderse entre la ribera del río y la oscuridad ruidosa. “Porque el frío sopla y deshace las huellas, las hojas de fuego, los sueños de arena”, escribí en un papelito, lo doblé y lo metí en mi bolsillo, y con mi rostro pegado a la ventana me quedé dormida. 117


Un lunes en la mañana por la entrada de Pedregal encontré al Rimbaud cantuteño comprando su desayuno en puesto ambulante, tenía el cabello mojado y peinado hacia atrás, llevaba el mismo morral rebalsando de hojas sueltas. Hola, ¿tú eres el que leyó a Benedetti la semana pasada en el huarango no?, le dije con toda la valentía que mi timidez conoce. Me miró perplejo por cinco segundos, lo sentí desconcertado, pero luego su sonrisa iluminada me demostró lo contrario. Vas para la universidad, me preguntó, yo voy por ahí, te acompaño, así de paso conversamos, me dijo. Mientras reaccionaba a sus palabras ya caminábamos juntos por la bajada de Pedregal. Un largo minuto estuvimos en silencio, yo no dejaba de jugar con mis pulseras mientras lo miraba de reojo, hasta que le pregunté: ¿Eres poeta no? Acto seguido, el Rimbaud cantuteño se echó a reír y frotándose la barbilla me dijo que no lo era, que era un estudiante de filosofía del quinto ciclo pero que sin embargo gustaba mucho de la poesía. Escribir poesía es algo muy serio, dijo mientras observaba el río avanzar por debajo del puente, ¿alguna vez has escuchado al río a las nueve de la noche?, si no lo has hecho, deberías. Ser poeta es algo serio, es tan serio que ellos son los que deberían gobernar el país, dijo con cierta solemnidad hasta que le interrumpí. ¿Qué Ministerio del Perú le darías a un poeta y por qué?, le pregunté con total seriedad. Vaya, vaya, que difícil pregunta, dijo y no pudo evitar reírse. Es una pregunta con truco, ja ja ja. Déjame pensar y te respondo después del almuerzo, qué te parece si nos vemos más tarde, me dijo, y yo le respondí que ya porque tenía otra pregunta para él. Pero que sea sin truco, me dijo sonriendo y se fue no sin antes decirme su nombre. Arthur se llamaba, como Rimbaud. Luego del almuerzo nos encontramos en el huarango del campus, llegó esta vez con el cabello desordenado y con una sonrisa enternecedora, era idéntico a Rimbaud pero con los ojos negros oscuros. A ver, cuál era la pregunta que querías hacerme, me dijo, coqueteándome. Lo miré a los ojos, desafiante y le dije: ¿Cómo se enamoran los poetas? Luego de perder su mirada en mis labios me preguntó: ¿Cómo sabes tú cuando estás enamorada? Es una pregunta con truco, yo nomás hago preguntas con truco, le dije, pero igual te voy a responder. Yo no haría el amor con alguien de quien no esté enamorada, no lo haría jamás. Pues, en la poesía es lo mismo, dijo, no hay más prueba de amor que vivir plasmado para siempre en unos versos. En internet leí que si un poeta se enamora de ti, nunca morirás. Quiero ser inmortal, le dije riéndome. Pues, cuídate de que ese poeta no sepa nunca de tu plan macabro porque huirá de ti y se esconderá en un lugar muy lejano y nunca más volverás a encontrarlo, y déjame decirte 118


que solo una vez en tu vida se te cruzará un poeta, uno que sabe decirse poeta. Se puso de pie y comenzó a arreglarse el cabello y me dijo que al día siguiente habría un recital de poesía en la facultad de sociales. Te espero en la tarde aquí mismo, me dijo y se fue caminando pausadamente hacia la biblioteca central. “Recortaré la silueta de mi voz para que te susurre siempre al oído el lenguaje de las estrellas, de la lluvia tibia, de la inocencia del amor y entonces recuerdes que siendo mortales somos eternos”, escribí en un papelito, lo doble y lo metí en mi bolsillo. Al día siguiente nos encontramos en el huarango, me solté el cabello cuando él apareció y pude sentir su mirada recorriéndome. Ya estás lista, me dijo, ya va a comenzar el recital, hay varios chicos que leerán sus propios poemas, vamos a ver qué tan buenos son. Entramos al auditorio principal y nos sentamos en la penúltima fila, unos chicos ya estaban recitando a viva voz con performance incluida. Qué te parecen sus versos Arthur, le pregunté, pero estaba distraído y no le volví a dirigir la palabra. En eso, me tomó de la mano y me pidió que le acompañara, qué es lo que pasa le pregunté totalmente consternada. Entonces Arthur se subió encima de la silla y comenzó a gritar: ¡Esos no son versos, carajo! ¡Eso no es poesía! Y bajándose de la silla gritó: ¡Esto es poesía!, y me tomó de los hombros y me besó. Todo esto pasó en pocos segundos que cuando tomé conciencia de aquello ya me encontraba saliendo raudamente del auditorio. Como dos fugitivos tomados de la mano cruzamos la puerta entre gritos y aplausos de chicas que juraban que aquella situación les parecía la más romántica. Llegamos cansados de tanto reírnos al gramado del campus, en eso Arthur se echó al pasto y, estirando los brazos, dijo: ¡Siempre quise hacer eso! Ja ja ja. ¿Qué es lo que siempre quisiste hacer? ¿Besarme?, le pregunté. No, eso fue un acto pasional, me respondió. Pues, yo sí quiero besarte, le dije y lo besé. Ese día nos besamos en el pasto, las bancas, la biblioteca, incluso volvimos al auditorio más tarde para repetir el beso, y el beso continuó en el Chosicano que nos llevaba a casa. Viajábamos en silencio por toda la carretera central, los faroles aparecían y desaparecían de nuestra vista. Escucha esta canción, me dijo, y me puso los audífonos. Pero está en inglés, le dije, cómo se llama la canción, pregunté. Se llama Alone Again de Gilbert O’Sullivan, me dijo mientras me abrazaba. “Recortaré la silueta de mi voz para que la lleves en el bolsillo porque estamos condenados a la playa del olvido”, había escrito en un papelito, lo doble y se lo metí en el bolsillo de su camisa. Arthur nunca morirás, le dije recostada en su hombro. Camila, ambos seremos eternos, me respondió.

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OSCAR CALLE ELESCANO

Perú Facebook: : https://www.facebook.com/oscar.calleelescano

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ra primero de secundaria, ya lo habían cambiado de aula tres veces. Supuestamente, los menores de primero son los más tranquilos ¡nada pueden hacer los nenes! pero Darío era un caso particular. Llegó al aula con una mala actitud. Nadie podía controlar a esa fiera

que, aunque lo ocultara, guardaba cierto dolor en su mirada. Era como un oso dentro de una jaula esperando a salir para su función en el circo. Pero así es la vida de los animales y de los estudiantes incomprendidos: nadie se pone en sus pellejos. Darío no era mal tipo con sus congéneres, con ellos se divertía y payaseaba. No tenía temor a la papeleta ni a las llamadas de atención. Posiblemente, por él, la tutora se tiñó el cabello unas cien veces en el año. Ni qué decir del auxiliar que, en paz descanse, siempre tenía que estar hablando con él. Era el típico chico palomilla que deja sus huellas en el corazón y en el hígado de sus docentes. Darío pasaba los ratos mirando por la ventana (se había ubicado estratégicamente), pasando la voz a quienes pasaban por ahí y molestando a quienes estaban a su costado. Siempre tenía su encendedor en la mano. Tenía ese particular don de escaparse del aula y llegarle altamente el sermón del profesor. ¿Quién podía entender a este fuego infinito? Poco a poco, el muchacho de piel oscura, se transformó en una leyenda viva. Quizá podemos exagerar con leyenda viva, pero ¿quién no se asombra con el tamaño de esas agallas y locura? Un día, mientras el mundo seguía en su rutina, Darío comenzó a jugar con el fuego y la cortina. El fuego, pequeño como una pulga, se extendió como un río. Darío había vuelto a hacer de las suyas: había quemado una cortina. No hubo mayores peligros, solo una mancha negra en las cortinas que, de por sí, ya estaban negras por la suciedad. No podemos negar que en aquel colegio tenían poco cuidado con la limpieza, siempre sus autoridades fijándose en otras situaciones y en otros medios de producción capital. Ese año acabó con anécdotas y con un Darío que poco pudo hacer con el año. Se fue del colegio por haber reprobado. No le quedó otra, pensamos en no volver a verlo y creer que su leyenda se había apagado como el fuego de su encendedor. Los rumores señalaban que un par de veces lo habían visto fumando por alguna esquina oscura y es que entre la tierra del Morro y de Hipsterland siempre hay espacios para escapar. Pero los años pasaron y el muchacho volvió para cuarto de medio (un no escolarizado siempre arregla todo). 122


Nos cruzábamos por los pasadizos, este seguía siendo el mismo pequeño demonio de siempre. No me tocó enseñarle, la vida era misericordiosa conmigo. Pero a veces Dios juega con las almas de los caídos y al año siguiente debimos toparnos. Darío había vuelto a repetir y es que, quizá, pensó que en la repetición estaba el gusto. Cayó de nuevo, entre mis manos. Quería abandonar el curso, confiando en que yo era una persona cruel. Pero jamás le di razones para temer. Hasta le di la oportunidad de usar el celular en un examen y jamás olvidaré la frase que recordaré más allá de mi muerte: «Ni en Google está la respuesta» Así Darío conoció realmente lo que era usar un fuego que no solo quema cortinas, sino también neuronas. El año acabó. Yo me fui y Darío se quedó. Acabó el colegio sin quemar una cortina más. Y es que un profesor jamás le va a dar importancia al sobón o al traidor (esos que hablan bonito delante y se comportan como lacras por detrás) que se parece al hombre cuerpo de sapo. Los profesores se acuerdan de los estudiantes originales, de los que son el demonio encarnado, pero sin maldad en su interior. Esos que son reflejos de lo que uno fue de criatura. Pero jamás olvidaremos el año en que quemó la cortina, en que los padres de su enamorada lo odiaban y en que no pudo encontrar la respuesta del examen en el celular. Darío, por ello, siempre será un cuento encerrado en el cuerpo de un loco con alma de niño.

EMILIO PAZ PANANA

Perú

El Edén de la poesía: https://edenpoetico.wordpress.com/

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espués de horas y horas andando, con el hambre protestando en su vientre y a pesar de haber dormitado en los momentos en los que sentía más frío, Jane sentía que sus pies iban a reventar por el esfuerzo.

No sabía cuánto tiempo había pasado y los páramos de aquella zona se le

hacían cada vez más peligrosos y seguros a la vez. Había huido sin despedirse de nadie pues se sentía tan humillada que no tenía otra salida. ¿Cómo había podido ser tan boba para enamorarse de aquel hombre? ¿Cómo había podido ni siquiera imaginar que aquel hombre le correspondía? Ella era fea, demasiado baja y demasiado escuálida. ¡Y aquel hombre nunca había querido a nadie! No había más que ver lo qué había hecho con aquella pobre mujer… ¡Ya se lo podía quedar la señorita Ingram para ella sola! Los dos eran igual de arrogantes, superficiales, poco humildes… ¡Igual de malas personas! En mitad de esos pensamientos, la joven miró sus pies y se encontró con que su vestido estaba roído hasta más arriba de los tobillos. Los zapatos estaban igual de estropeados o más; si no fuera por el miedo a pisar algo que no debía, se hubiera deshecho de ellos sin pensarlo. Y sus pobres pies se lo agradecerían. Su estómago volvió a rugir por enésima vez. Cómo le gustaría ser un hombre, coger una escopeta y cazar algún animal para saciar su hambre. Pero no era un hombre, era una mujer en aquella maldita sociedad donde ellas no tenían nada que decir. ¿Qué diantres? ¿Por qué aquello era así? Ella misma había demostrado con creces que una mujer podía ser tan capaz como cualquier varón. No era la reina celta Boudicca, ni mucho menos, pero su inteligencia y valor superaban al resto. Ella había soportado la muerte de sus padres siendo niña, el maltrato de su tía y su primo, había sobrevivido a las epidemias mortales del internado para señoritas donde había sido abandonada… Así que sí, ella y cualquier otra mujer que se lo propusiera, podían hacer mucho en aquel mundo reinado por los hombres. Anduvo tanto que ni siquiera sabía cuántos días llevaba allí perdida entre el paisaje silvestre. Finalmente, se quedó dormida sin darse cuenta en mitad de una ladera angosta de uno de los páramos más húmedos. No fue hasta que la despertó el mordisco de una ardilla en el tobillo cuando se dio cuenta de que ya era hora de buscar ayuda en algún pueblo de los que había bordeado. Aunque fuera anónimamente, como una forajida. Al fin y al cabo, ya nada le 125


importaba, pues lo había perdido todo al mismo tiempo que perdió a su prometido.

DIANA RUBIO SÁEZ

España

Twitter: https://twitter.com/loba_silvae Blog: https://jehanne-novela.blogspot.com/ Instagram: https://www.instagram.com/loba_silvae/

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urante tres años, entre 1936 y 1939, la Guerra Civil Española llevó a miles de personas a huir del país para salvar sus vidas y las de sus familias. Hombres, mujeres y familias enteras huyeron a Francia o pidieron asilo en Latinoamérica.

Muchos se fueron en el barco Aquarius, otros optaron por la ruta que

atravesaba la cordillera de montañas Los Pirineos. El flujo de esta frontera montañosa no se detendría hasta 1945. La frontera de los Pirineos se volvió un lugar que significaba estar a salvo, ser libre del sufrimiento, dejar de ser acosado por el miedo de la persecución, la tortura y la muerte. ¿Tienen una idea de lo que es dejar la ciudad e irse por ese lado? ¿Sabes lo que les pasa a las personas que no pueden resistir el camino? Ella se acostumbró a que la gente ya hablara en susurros, con las ropas hasta el cuello para que algún mirón no fuera capaz de leer sus labios y hacer el increíble esfuerzo de mantener la mirada tranquila. Los adultos lo podían hacer fácil, ellos habían puesto las reglas. Los jóvenes como ella y los niños se ajustaban a esas reglas y si su perspicacia y lucidez se los permitía, podían sobrevivir con esas reglas y encontrando otras. A diferencia de los adultos, los jóvenes como ella no tenían el lujo de pensar tan aprisa, ahora tendría que desarrollar esa habilidad, sobre todo por sus hermanos pequeños, ambos apenas le llegaban a la cintura y ella no rebasaba la altura de un metro con sesenta. Me hago a una idea. Siseó ella en respuesta al hombre que tenía en frente. El hombre estaba tenso, él tenía fuentes que le permitían ayudar a las familias españolas separadas y con pocos recursos a pasar por la frontera de manera clandestina. Porque si ella y sus hermanos no habían tenido la suerte de poder huir en barco a México, la habilidad les permitiría cruzar las montañas. Ahí tenían a sus abuelos paternos a quienes ellos atesoraban y les enviaron una carta con el hombre frente a ella como mensajero. Ellos los esperaban en Francia, a los pies de las montañas en una villa granjera. ¡Morirán en esas montañas, se irán como si nunca hubieran existido! Él seguía intentando convencerla de no seguir. Si con trabajo sobrevivían los adultos, ¿qué esperanza de vida tendrían los más débiles? “Solo son unos críos”. 128


Todos vamos a morir, es una parte natural de la vida, pero si no tienes un propósito, incluso cuando dejas este mundo, ya estás muerto. El hombre se petrificó ante tal determinación, no supo distinguir si era valentía o necedad, pero fuera lo que fuera, la mirada chispeante de la joven le dejó claro una cosa, era consciente de que ahora no solo era responsable de su vida, también de sus hermanos. Él conoció a sus padres, y toda la ciudad vio como fueron fusilados junto a otros que apoyaban la oposición ante Franco, mientras los niños estaban en casa. Como nadie los conocía tan profundamente como él, nadie más sabía que tenían hijos, salvo él; su humanidad lo inclinó a cuidarlos escondidos en su ático. En la noche los guió a un establo de venta de animales, tomaron una mula que nadie quiso comprar en la feria. El animal era fuerte y joven, les ayudaría en el camino aunque tal vez no llegaría al otro lado. Guardaron los pasaportes y los documentos debajo de la ropa, cerca del pecho. Ese era ahora su objeto más preciado. Ella sabía que no podían pasar por las calles, las pezuñas harían ruido, tampoco pasar por la luz. Los túneles y pasar debajo de los puentes era la mejor opción. Controlar la respiración, extender los sentidos y asegurarle a sus hermanos que quien guardara silencio hasta llegar a la montaña ganaba el chocolate que ella traía. Las raciones de comida se verían reducidas a trozos casi minúsculos, seguramente tendría que cazar o recolectar, incluso robar, aunque esa idea le desagradaba. “Solo como último recurso”. Pensó. La guardia y la policía vigilaban todos los pasos, menos uno. El más angosto, inclinado y boscoso. A duras penas sería un paso seguro o factible, un loco lo intentaría; pero ella no tenía la fuerza para luchar contra los guardias o la certeza de tener a sus hermanos seguros, tampoco conocía a alguien con tanta confianza como para que los ayudara a mover a los guardias de ahí. No tenía contactos, solo a ella y a sus hermanos, su mundo. Les prometió el paraíso al otro lado, si eso los mantenía vivos... Era ahora o nunca. Llegó la noche, se ocultaron bajo un conjunto de arbustos frondosos y cubiertos de nieve. Traían tres capas de ropa y solo unas cuantas mudas encima de la mula. Ella no podía dormir, así que se dispuso a escribir y pensar… “Blanco o negro, cuando salgo más allá, con la esperanza de cambiar el destino. Aunque el cuerpo se congele, arde el alma; en la oscuridad la distancia se vuelve infinita. Sigamos adelante, confío en mis luces. Porque las respuestas siempre están donde tiene

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presencia la confusión”. Ya no había forma de contar las horas, solo sentir el pasar del tiempo con los elementos de la naturaleza. Los descansos tenían que ser frecuentes para distraer a sus hermanos y dejar que jugaran o la mula recuperara el aire. Ella creyó colapsar varias veces, más cuando pasaban por delgados caminos donde apenas la mula podía deslizarse y los mareos más los nervios le nublaban la vista y el pensamiento. Pero no se lo podía permitir, no a ellos, jamás. Toparse con otras personas era un rito complicado. Confiar y no, acercarse y tomar distancia prudente, ser discreto para pedir algún recurso o indicación. Solo en una ocasión se toparon con un grupo de gitanos, cuando llevaban casi dos semanas entre las montañas. Por un momento pensaron que estaban perdidos, pero ese grupo les dio alivio. No estaban perdidos, solo iban lento. Al ser tantas personas, los pequeños se sentían confiados y animados, ella dudaba, todo el tiempo. Con esas personas, las caminatas, el crujir hambriento del estómago, el frío que atravesaba la piel y volvía de piedra los músculos se hacía tolerable. Los adultos sabían hacer fuego y apagarlo. De ellos aprendió muchas cosas. Pero “los lobos siempre siguen las manadas grandes”, se recordaba. En las noches ella se separaba de ellos, dormían aparte y una noche, ocurrió. “Jóvenes vestidos con piel de bestias, andan juntos en medio de las tempestades. Cuando llegan, otro horizonte se disuelve en la luz de los ojos de aquellos que quieren despertar. En ese momento esperé, donde nada se mueve. En el momento indicado, sigo adelante, incluso si no vemos. Incluso si es difícil, iré en el camino con aquellos que dieron un último aliento de calor. Ya sospecho de la mirada de las lechuzas, los lobos no paran de buscar, aunque ellos entraron tras nosotros y se perdieron, nosotros seguimos como uno solo”. Una mañana, trepó a un árbol y pudo ver un camino, rodeaba el lago y los ríos congelados. El viaje se alargaría a dos días o más. Sabía que el hielo se rompería pronto, entre más grande el lago, más delgada la capa. ¿Entonces qué sigue? Dijo su hermanito, que iba sentado sobre la cruz de la mula. La menor estaba dormida sobre la espalda de él. Se sorprendió de lo fuerte que se habían vuelto sus hermanos, la obedecían, hacían berrinche y lloraban, pero la seguían, porque ella era su seguridad ya que quizás no comprendían toda la situación, pero sentían la realidad, tal vez más que ella. Rodearemos el lago y seguiremos el río. 130


Porque ahí está el paraíso. Dijo él, como si fuera un mantra. Ella asintió, tranquila. A mitad del camino del río congelado, se ocultaron en una cueva; la tormenta de nieve era atroz. A sus hermanos les cedió casi todas sus capas de ropa pero seguían tiritando, también tenía que pensar en la mula obediente, ¿qué habrían hecho sin ella? Tal vez no habrían durado sin su calor y su fuerza, tenía que pensar y pronto, más pronto que cuando estaba al inicio del camino, en los desniveles de tierra. La cueva sirvió como refugio donde prendió un pequeño fuego como los gitanos le habían enseñado. Ahí contó cuentos a sus hermanos, chistes y anécdotas graciosas que les gustaría que pasaran, entonces vio unas pequeñas flores salvajes creciendo en el calor de la tierra y de la cueva. “Las flores no son muy diferentes a nosotros, si bien, aparentemente se desvanecen, ellas no se van realmente. Mientras existan el sol y la luna, las flores nunca se irán. Sí, lo recuerdo todo, pareciera solo un parpadeo; el Sol se va a buscar la tierra prometida y la luna se queda como es habitual, pero cuando las flores se cierran y se abren, como todos los días, ellas, nunca son iguales como el día anterior. Sentiré la luz en mi piel, sin tener miedo de los lados malos. Vamos, no pierdas el rumbo, sigue buscando. Si no puedo encontrarlo donde estoy mirando, obviamente está donde yo no estoy”. Sus ropas empezaron a quedarle holgadas, le daba sus raciones a sus hermanos, de otro modo no durarían. Las raíces comestibles se quedaron bajo la gruesa nieve de la tormenta de hacía una semana, el agua no era problema pero las ardillas eran difíciles de atrapar. Sin darse cuenta, cayó sobre la nieve y no abrió los ojos hasta que sintió un dulce calor en todo su cuerpo. Se alzó y vio que estaba en una cabaña, ¿y sus hermanos? La casa era de una sola habitación, sus hermanos dormían a sus pies y una pareja de ermitaños estaban sentados al otro lado del cuarto. Te trajeron llorando, se agotaron cuando trataron de subirte a la mula, ¿de dónde sois? Ella no contestó. Si existe una oportunidad para arrepentirse y regresar, este es el momento para hacerlo, a secas. Ya… no tenemos un lugar para regresar, lo único que podemos hacer es 131


seguir adelante. Se alzó y dio dos pasos hacia la pareja ermitaña Si vosotros no estáis dispuestos a buscarlo, entonces no hay duda de que nosotros lo haremos. Como agradecimiento, les regaló la mula. “Me espera ahí, en ese mismo sitio, donde no existe una conciencia para recordar el viento. Incluso si no lo veo; donde la sombra despliega todos sus velos, de ese modo recuperaré lo que buscamos. En un nuevo día volveré hacia esa tierra para tocar su corazón. Iremos hacia ella, para tocar el amor otra vez a través de las olas del destino”. El aroma era muy ligero, pero era el de la lavanda y hierba húmeda, llevado por un aire gentil. La primavera estaba cuesta abajo, a unos días de las tierras libres. ¡El paraíso está justo enfrente, lo sé! Exclamó su hermanita cuando pudo olerlo también. ¡Seguro que aquí todos sonríen! Dijo su hermanito. Ella suspiró y tocó la hierba tierna con las manos, miró a sus hermanos correr; ver verde jamás la había puesto tan feliz, pero algo cambió, el aire, era pesado, se abalanzó sobre sus hermanos, para protegerlos. “Me lancé a mi misma, me guío con solo imaginarlo. Ahora veo sus rostros, todos estamos cansados, pero veo el amor en sus brazos. Tan simple… Tan afortunado…” A una semana de terminar la Guerra Civil, miles de personas llegaron a Francia huyendo; el Gobierno francés los cifró en 440.000 solo en su territorio, en su mayoría fueron puestos en Campos de Concentración y otros en Campos de Refugiados hasta 1945. Muchos de ellos murieron antes de ser liberados. “Los nuevos templos serán los caminos que llevan al encuentro. El hombre con fe es peregrino, nunca instalado, sino siempre caminando. Es el hombre que no espera sentado, sino que sale a buscar por los caminos de la vida”. (Juan 2:13-25)

SOFÍA LUDLOW CÁNDANO

México

Twitter: @SofiaLuCa18

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ra una calurosa tarde de verano. Virgilio yacía nauseabundo en el chinchorro que colgaba en la sala de su casa. Todo estaba revuelto, gran cantidad de platos sucios se amontonaban en una enorme torre en el fregadero. La ropa percudida rebasaba la cesta que tenía en su cuarto

y ya había comenzado a reciclarla, poniéndose de nuevo lo menos sucio... Había bebido durante la noche anterior hasta el amanecer. La resaca era insoportable y, para colmo, una mosca le revoleteaba alrededor hasta posarse sobre sus labios despertándolo electrizado. Ya habían transcurrido ocho meses desde que Virgilio había recibido la noticia de ser portador del virus del SIDA. Su vida había cambiado para siempre y ahora comenzaba a sentir el cansancio de su carrera de fuga de la enfermedad, evadiendo la realidad, en espera de un milagro que lo salvara; de una esperanza que le diera nuevamente brillo a su vida. Estaba desahuciado. Ya nada tenía importancia para él. Había dormido durante toda la mañana hasta entrada la media tarde. Cuando la mosca lo despertó, estaba sediento, muy sediento por las copas de la noche anterior. Se levantó para tomar algo que le calmara la sed, percatándose de que no tenía agua filtrada en la nevera. Pensó que tomar agua directamente del chorro podía resultarle peligroso en su condición de enfermo de SIDA, sobre todo después de haberse enterado de la alarma emitida por las autoridades municipales sobre una supuesta epidemia de hepatitis, de modo que decidió aguantar su sed y esperar hasta que el lento gotear del filtro de piedra, marca Pasteur, llenara una cantidad de agua suficiente para calmar su sed. Regresó al chinchorro y se tendió nuevamente. Al cabo de unos segundos, cerró los ojos para ver si podía dormir un poco más, al menos hasta que pudiera tomar suficiente agua. De repente, allí estaba de nuevo la mosca fastidiándolo, revoloteándole alrededor de la cabeza, rozándole las orejas y mejillas. Se levantó de un brinco, decidido a montarle caza mortal. La mosca trasladó su espacio aéreo hacia las esquinas superiores de la habitación para dificultar la tarea de su encarnizado enemigo. Virgilio tomó el paño de la cocina y lo estiró como un látigo. Intento derribar la mosca con el paño pero esta volaba esquivando los ataques con maestría y precisión. Pasaron unos minutos hasta que Virgilio sin saber si le había atinado, dejó de ver a la mosca. Se acostó de nuevo y se durmió. Al despertar eran las cuatro y media de la tarde. El sol se introducía intrépido a través de las persianas, dándole de lleno en la cara. Recordó el agua que tenía llenándose en el filtro de piedra y se levantó. 134


Al llegar a la cocina vio que el agua rebosaba la jarra. Se dirigió al fregadero y levantó la jarra para servirse un poco en un vaso. Ya no soportaba más la sed. Tenía los labios resecos y la lengua pegada al paladar. Se sorprendió al ver que en el fondo de la jarra llena de agua, yacía ahogada la maldita mosca. Decidió hacer caso omiso a tan repugnante escena y, con una cuchara la sacó, no sin dificultad, del fondo de la jarra para beber finalmente el agua que tanto deseaba. No le importó que el animal más inmundo y cochino del planeta hubiera contaminado la pureza, al menos visual, del agua que bebió. Bebió sin importarle tampoco, que al tratar de sacar la mosca del agua con la cuchara, esta impregnó con su sucio cuerpo peludo, toda el agua de la jarra con las cochinadas que se adhirieron al cuerpo durante los revoloteos de su efímera existencia. No obstante, para el bien de Virgilio y en total desconocimiento de él, a partir de ese momento todo iba a cambiar: La mosca había dotado al agua de Virgilio, con la combinación y dosis homeopática exacta de los elementos necesarios para revertir la enfermedad. Todos pensaron en un milagro y la humanidad jamás supo cómo curar el SIDA.

ARMANDO CÓRDOVA OLIVIERI

Venezuela

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N

o me acuerdo del rostro de mi madre. Es más, el primer “recuerdo” que tengo de ella es verla caminando de un lugar a otro mientras papá me decía que había muerto en un accidente. Desde aquel entonces, él me veía con preocupación cuando le contaba que mamá

permanecía en la casa. Yo la veía, siempre de espaldas, pero la veía al fin. Una vez estaba ella afuera, caminando. La seguí. Mamá caminó hacia el bosque hasta llegar a un acantilado que daba hacia el río. La llamaba pero no respondía a mis gritos. Cuando estuve a punto de alcanzarla, volteó a verme y se lanzó al precipicio con las manos en su cuello. Aún, si cierro los ojos, puedo sentir el miedo que emanaba y su desesperación. Al ver tal episodio emití un grito infernal. Mi corazón se mostraba salvaje y quise saltar a alcanzarla hasta que alguien me tomó del brazo. Era mi padre quien me cargó sorpresivamente y me llevó a casa. Fue la primera vez que lo veía asustado. Me prohibió ir hacia el río mientras yo observaba con miedo sus mejillas rojas y las venas sobresalientes de su frente a punto de explotar. ¡Papá, no está muerta, tú mientes! ¡Eres mentiroso! le grité con desconsuelo. Se derrumbó. Me rodeó con sus brazos y me pidió que ya no siguiera a mi madre, que lo escuchara, que fuera obediente y que me portara bien. Pero la seguía viendo, sé que pude haber presenciado su rostro, pero no lo recuerdo. A veces escuchaba a mamá gritar y llorar en las noches. Pensaba que papá la castigaba por haberse portado mal y que la quería esconder de mí. Una noche fui a llorarle a papá que la perdonara. Grande fue mi sorpresa cuando al llegar a su puerta, que estaba entreabierta, los vi en una extraña posición. Ella estaba sobre él en su cama, y le rodeaba el cuello. Mamá, se notaba muy oscura, parecía una sombra gris y lloraba. Corrí asustada a mi cuarto. Al siguiente día le pregunté a papá sobre tal escena. Sus ojos se tornaron tan grandes al mirarme que me asusté mucho, mi corazón sintió que algo no andaba bien y corrí a abrazarlo. Entonces me abrazó también y me pidió que no temiera, que todo estaba bajo control, pero no era cierto. Ese mismo día a las diez de la mañana salimos de casa y no volvimos más, al menos no juntos. Papá nunca más habló de mi madre y yo dejé de preguntarle sobre el pasado cuando él enfermó. Después de veinte años, decidí regresar a mi casa de la infancia. Ayer lo hice y 137


encontré a Martha. Ella la ha habitado desde aquel entonces y me confesó que no pudo quemar ninguna de nuestras pertenencias, aunque mi padre le había indicado que lo hiciera después de que nosotros nos mudamos. Ahora que mi padre ha muerto, Martha pidió que me lleve todo lo que quisiera rescatar. Bajé entonces al sótano y encontré unos cuadernos de mamá. Deben ser sus diarios. Leí sobre unos “malnacidos” quienes le arrebataron la felicidad y la libertad. Vi una foto de mi padre y una jovencita muy bella. ¿Es que, quizás, papá tuvo otra hija? Mis dudas se despejaron cuando pude encontrar en sus escritos que el causante de su miserable vida era el hombre con quien compartía su cama. Lo describía como un maldito que la tomó a la fuerza mientras era adolescente. La jovencita de la foto era, sin dudas, mamá. Entonces la entendí. Habían encontrado el cuerpo de mi madre en el río, a diez kilómetros del pueblo con signos de haber sido ahorcada. Yo tenía cinco años. Martha me cuenta que algunos vecinos sospecharon de mi padre. Pero, al no haber pruebas, nunca pudieron acusarlo. Aún siento la presencia de mamá. Pienso en su vida, siendo tan joven y criando a una hija producto del abuso, nada debió haber sido fácil. De pronto, mientras recorría mis pasos de niña en la casa, escuché un ruido afuera. Corrí hacia la ventana y ahí estaba. Preciosa. Por fin contemplo su hermoso rostro. Entonces le dije que papá había muerto, que era libre, que descansara. Su rostro dibujó una media sonrisa y un suspiro de alivio. Sus lágrimas caían y llegaban hasta sus labios. Nunca quise abandonarte, mamá. Nunca quise causarte tristezas. Descansa tranquila. Seca tus lágrimas y sigue tu camino. La vi caminando mientras se alejaba. Siento que me perdonó.

LACEY LISBETH CONDE CARHUANCHO

Perú

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no: Tractatus de la dialéctica silente. La vida. El lenguaje. Asimilación. La muerte. La cálida pantalla manifiesta el algoritmo ulterior. #204 aprovecha los últimos momentos del día para asimilar definitivamente los procesos

en paralelo que continúan visualizándose, emergiendo en el horizonte, para luego descender. Mañana cumple quince años y apenas comience la jornada laboral, Los Corresponsales escoltarán su andar hasta el umbral de La Puerta, cruzará hacia el otro lado. Sabe que morirá, hoy lo notificaron. Es la ley natural, burocrática y formal. No obstante, si bien tiene claro que su pronto deceso es tal, desconoce cómo opera la muerte; es la primera vez que oye dicha verbalización. Dos: Nacimiento-Reboot. Input. Geometría. Mantra. Parte 1_ Reclutado a los seis meses de edad, Número de Serie #204, sin malformaciones, eliminado del registro nacional, fue derivado al aula virtual, resguardando el protocolo de escolarización, al realizar la pequeña incisión quirúrgica en la parte trasera de su cráneo. A través de dicho input, la conexión al programa de educación y estimulación se da por iniciada, enseñando de manera sistemática obediencia, roles sociales, sus funciones como recluta, limitando el espectro de palabras a lo necesario con tal solo introducir un extenso y polvoriento cable en el tronco encefálico de cada niño y niña. Pueden comprender, mas no hablar. Eso solo lo pueden hacer Los Corresponsales y El Directorio. En una inmensa y geométrica habitación iluminada, durante la primera infancia, son cuidados por brazos metálicos que cuidan la asepsia de los reclutas y del lugar, brindan una simulación de cariño efectiva, generando independencia, autovalía y seguridad personal significativa. Cada pequeño ser humano cuenta con un casco de acrílico, que a través de un monitor en la parte delantera reproduce de manera uniforme la estimulación cognitiva y sensorial necesaria al período evolutivo. Aquellos que no logran alcanzar el nivel promedio, son eliminados de la división. Mantra familiar: El tiempo es dinero. Ya con cinco años, el programa de educación y estimulación pasiva se suspende, y al tener todo el conocimiento adquirido retenido en su cerebro, son puestos a disposición de Los Corresponsales. Durante los posteriores diez años, son reubicados en sectores laborales. El 140


Directorio genera divisas a partir de estafas bancarias, utilizando a los niños como hackers, estableciendo tres áreas: I) Desarrollo y gestión de gusanos y malware espías, II) Ejecución y proliferación del virus y III) Administración de fondos y base de datos; siendo los niños y niñas ascendidos de sector en sector a medida que crecen física y mentalmente. Parte 2_ #204 siente un vacío palpitante en la boca del estómago. Su piel manchada por la ausencia de luz natural, exceso de tierra y humedad, se eriza al igual que cuando sintió aire fresco por primera vez en aquella grieta del búnker; y la palabra muerte, sin sentido manifiesto, se convierte solo en un sonido, aire ausente de matices, ausente pero real. Los ojos aplanados y ojerosos intentan reconstruir en binario, presenciaausencia, una vida ejemplar. No siente hambre por saciar, no existe asidero al cual aferrarse. No es necesario. Al igual que un anciano que ha visto generaciones de un yo reproducido hasta el hartazgo, siente una necesidad por descansar. Recuerda su andar exitoso en cada división. La primera reprimenda. El dolor del castigo. La satisfacción. El amor incondicional a El Directorio. La sensación de tener todo y no necesitar más. No tiene claridad de sus reacciones físicas. Solo siente y le aterra sentir, todo es nuevo e indocumentado en su base de datos. Recuerda uno de los pocos sueños que tuvo en su vida: era un dígito parpadeante en un eterno vacío catódico. El sudor. La desesperación. La caída. La luz al despertar. La soledad. Bajo una secuencia lógica de comandos, en donde cada acción-situación es consecuencia de otra… —¿Qué significa «muerte» cuando, en perspectiva, muerte ni siquiera se encuentra en el horizonte? Tres: Engranaje. Reciclaje. #204 agradecido de la oportunidad de servir a El Directorio, y ser reconocido como un número par ejemplar, es bendecido con la eutanasia. Nunca cuestionó su actuar y tampoco el de otros, mucho menos el de sus superiores, pese a la evidente obesidad de Los Corresponsales a diferencia de la delgadez de los niños y niñas, como también la aromática vestimenta que los adultos utilizaban. Imaginar una vida distinta, resultaba imposible, El Directorio lo necesitaba, era su deber ayudar a quien le dio un 141


sentido, día a día. El futuro es ahora, y el ahora es la nada. Es lo que los adultos pueden ofrecer. El miedo se mantiene indescifrable en la piel de #204, y su vida se reduce a ser alimento para la comida del futuro, mientras El Directorio se convierte lentamente en carne podrida dominada por el miedo simbólico, consciente e inevitable de la palabra «muerte».

DANIEL OLCAY JENERAL

Chile

Página Web: http://cyber-ind.tumblr.com/ http://danielolcayjeneral.tumblr.com/

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na tarde lluviosa los Llantos Cansados del Bosque llegaron a mi vetusta mansión como errantes viajeros solicitando posada. Por ser amigos de los Elfos les abrí mis puertas cerradas y les ofrecí buen vino añejo, aquel vino que no se libó en nuestras nupcias y que dormía sus

sueños alcohólicos en la bodega cerrada. Al atardecer, el Séquito de las Penas arrimó a mi retiro pidiendo asistencia para la Infanta de la Melancolía a quién traían herida de muerte envuelta en una mortaja. Les cedí aquella alcoba de paredes color rosa colonial ahora olvidada en invierno, condenada a no conocer estío y que nosotros habíamos destinado para la niña que naciera de nuestras noches de desvarío. Ya había caído la noche cuando la Dama de las Angustias llegó desesperada para contarme su último infortunio y la recibí en la acogedora salita virreinal. Le dije a mi anciana nodriza que nos sirviera té amargo cuando el Heraldo de las Sombras se anunció con la borrasca… me traía una carta amarillenta, aquella carta que mi amado nunca me pudo enviar. Subí las escaleras y entré a aquella habitación que aún en su muerte yo llamaba nuestra alcoba. Me arrojé sollozando al mullido lecho de doseles de tul perla, aquel lecho que hubiera sido el altar para nuestros ritos de amor. La luna anunció medianoche y llegaron los Preludios evocando su memoria con las notas luctuosas de un violín escondido en la penumbra de la enramada… me puse de pie y atisbé por el ventanal detrás del cual la noche también lloraba. La Tempestad desgarró los viejos árboles, el viento azotó el ventanal, los cristales se quebraron con estruendo… y fueron como puñales de luna en mi pecho. Bajé las escaleras y el espejo me devolvió mi imagen: Pálida como una aparición y con el albo camisón manchado de sangre. En el gran salón, a la luz de mortecinos resplandores, una orquesta fantasma tocaba las notas del Danubio Azul. Mis misteriosos invitados danzaban en fantasmal Mascarada ocultando sus rostros con antifaces y caretas de fantasía, atravesé el salón entre los espectros de la noche arcana. Salí y me enfrenté cara a cara con la borrasca; el viento y la lluvia azotaron mi rostro… pero él me llamaba detrás de la ignotía nocturna como todas las noches me buscaba en sus sueños de ultratumba. Se encontraba de pie junto a la pérgola desbaratada por la tempestad. Hermoso como un espectro, magnífico como un príncipe envuelto en su capa de tinieblas y muerte... la lluvia escurría por sus largos cabellos oscuros. Me sonrió, yo me acerqué y 144


él me tomó entre sus brazos, acarició mi mejilla y tomando mi mentón me besó en los labios… su boca tenía sabor a licor y sangre. Me tomó de la mano y juntos regresamos a la mansión, antes de pasar el umbral él me levantó entre sus brazos. Eres mi novia más allá de la vida y de la muerte me dijo apasionadamente. Atravesamos el salón y los espectros nos abrieron paso para descubrir un altar que parecía haber emergido del mismo averno. Un sacerdote excomulgado vestido de negro estaba dispuesto a oficiar. La Dama de las Angustias me puso un velo pero no fueron azahares, fueron “no me olvides” las flores que coronaron mi tocado de azul. Los dos nos arrodillamos ante la impía ara. ¿Tomas a esta mujer para amarla, protegerla y respetarla más allá de la muerte? le preguntó el sacerdote excomulgado. La tomo y juro amarla eternamente respondió. ¿Aceptas a este hombre para amarlo, obedecerlo y respetarlo más allá de la muerte? me preguntó el sombrío oficiante. Acepto y juro que seré suya para siempre respondí. Entonces yo os declaro unidos más allá de la misma muerte, una noche al año el tiempo se detendrá y vosotros seréis los dueños de esas horas, del ocaso al alba la carne será carne, la sangre será sangre y los Dioses dormirán mientras que vosotros os amáis dijo el sacerdote excomulgado. El sombrío oficiante alzó un cáliz de plata y nos lo ofreció. Beban de este cáliz la consagración de vuestro amor para la eternidad y vuestra condenación a la no muerte para siempre añadió con acento funesto. Bebimos… era sangre, la sangre de los santos y mártires. Luego nos dio la comunión en una patena de oro. Coman de este pan, serán como los Dioses pero no olvidarán su humanidad y sufrirán por vuestra propia inmortalidad concluyó nefasto. Comulgamos y luego nos besamos apasionadamente. Un abismo de sombras se tragó el altar y al sacerdote excomulgado, no nos importó de donde había salido el elegido del averno… estábamos casados desde aquí a la eternidad… ¿bendecidos o maldecidos?, no lo sabíamos. Ya en nuestra alcoba, como esposo y esposa, él me tumbó suavemente sobre el lecho. Bella como la Dolorosa me susurró al oído. 145


Me quitó el camisón que estaba manchado de sangre y sus manos acariciaron mis pechos con suavidad y dulzura. Intentó quitarme los fragmentos de cristal que tenía clavados como si fueran puñales de niebla y lluvia. No me los quites le dije quiero que tu amor me duela las noches en las que estarás ausente, húndelos en mi corazón voluptuosamente. Él desabotonó su camisa y dejó su pecho al descubierto, me abrazó apasionadamente y los puñales se hundieron en mi corazón al empuje viril de su peso. La borrasca cesó pero se escuchaban unos ecos de rugidos en el viento. Las farolas bañaban de luz fantasmagórica el patio toledano y mis invitados continuaron con su Mascarada en el gran salón. Besos, caricias y abrazos encendieron la lujuria… al verme desnuda entre sus brazos y a merced de sus deseos rutiló la inocencia en sus ojos siempre fulgentes de malignidad, era fiero en la batalla pero pacífico a la hora de amar. Sus manos sacrílegas eran delicadas para las caricias, sus labios blasfemos eran dulces al besar… él era un demonio y me entregó su castidad. Destrocé su inocencia amorosamente despertando al guerrero a los placeres de la lubricidad… él me había enseñado de iglesias convertidas en hogueras, yo le enseñé que la pasión al desatarse en un lecho quema más. Saciado el deseo nos quedamos dormidos un instante, él me cobijaba entre sus brazos y yo apoyaba la cabeza en su pecho. El alba vestida de rosa asomó en los ventanales... y su abrazo se hizo gélido, en su pecho se silenció el latido… él era un espectro venido de la tumba. La alborada anunciaba la hora de los ángeles tranquilos, la noche había cedido su dominio. Yo velaré por ti desde las sombras me dijo al tomar su capa eres mi dama y mi diosa… te he condenado a ser mía más allá de la muerte, perdóname... Su voz se quebró como un sollozo, posó sus labios sobre los míos y acarició uno de mis rizos que caía sobre mi frente. Se envolvió en sombras y tomó el sendero de la muerte. Bajé las escaleras tras él. En el jardín la mañana se despertaba pero en el salón era noche cerrada. Las doncellas del Séquito de las Penas me atraparon y entre jaleos me vistieron con ropajes mortecinos… a mi cintura enlazaron un rosario de perlas, alborotaron mis cabellos, me ciñeron una corona de lirios y terminaron mi tocado con un velo de tul que cubría mi rostro. Las lloronas se apartaron cuando se acercó la Dama de las Angustias, ella me ofreció un espejo oscuro donde se reflejaba la noche y se abría el portal al Valle de las Sombras. El más digno señor de los Llantos Cansados 146


del Bosque me ofreció una vela ambarina que yo sostuve en mi mano. Salve Celesta exclamó sois la reina de la Mascarada, sois la Dulce Muerte. El salón giró a mi alrededor mientras rompía una cascada de arpegios, la noche sempiterna invadió la mansión cerrada y se encendieron fantasmales candiles azules. El estruendo de cascos en el patio arrasó una melodía, los Caballeros de Mont Morte habían llegado y se presentaron como los paladines enviados por mi esposo para velar por la seguridad de mi refugio. Salí a descubrir la noche tras el velo, atravesé el jardín y me detuve junto a la pérgola… la luna azul y gélida derramó sus rayos sobre los lirios de mi corona fúnebre. Los puñales los llevo en el pecho como alfileres sujetándome su recuerdo, es hora de que los guerreros guarden sus espadas exclamé mi mansión donde la noche es eterna abre sus puertas, bienvenidos sean todos aquellos que aman las tinieblas. Llegaron los guerreros cansados con sus espadas rotas, estaban sedientos y les di de beber vino y cerveza, luego encontraron el descanso entre los brazos de mis doncellas. Los cánticos de guerra fueron desterrados, muchos descubrieron que eran poetas bajo un hechizo de gótico romanticismo. Rivendel en penumbras, mascarada de vampiros. Desde entonces la alborada no se atreve a asomarse por los ventanales de la mansión maldita en donde los fantasmas danzan, las tristezas sonríen y los duelos cantan... yo soy la Señora del lúgubre feudo. Las armaduras se guardaron en el desván. Mis caballeros visten capas de negro terciopelo y mis damas miriñaque, mantilla y tafetán. Cuando nos cansamos de los bailes y las largas charlas, organizamos una comparsa en noche de niebla o de borrasca… entonces es el espanto que recorre los caminos. Los Caballeros de Mont Morte como esbirros, Los Llantos Cansados del Bosque, el Séquito de las Penas, Vampiros de Drama y Doncellas de Tragedia forman la marcha alucinada guiados por la mortecina luz de mi cirio que nunca se apaga. Si deseo invitar al baile a un músico, un soñador o un poeta basta con que lo visite en sus sueños rotos o me cruce en su camino cuando extravíe la senda. Como una Valquiria escoge guerreros para el Walhalla escojo a mis caballeros, pero no con una lanza… basta que levante mi velo y lo ciegue con la luz de mis ojos… o que con un beso robe su alma. 147


LILIANA CELESTE FLORES VEGA

PerĂş

Blog: Memorias de una Dama Blanca http://lilinaceleste.blogspot.com Facebook:https://www.facebook.com/lilethoficial

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