EL NARRATORIO. ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO. 25 MARZO 2018

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 3

NRO 25 - marzo 2018 ISSN 2591-3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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Índice EL SONIDO DE LA TRISTEZA RAÚL ARIEL VICTORIANO 7 CORPUS, CORPUS, CORPUS… OVIDIO MORÉ 13 EL MARATÓN DE LAS VIUDAS JUAN C,CABEZAS AGUILAR 18 PRELUDIO PATRICIA ANGULO 22 FRAGILIDAD DE LAS COSAS INCOMPLETAS PAULO NEO 26 AIRE MARINO LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 28 JUVENTINO HERIBERTO DUARTE ROSAS 35 LOS ÚLTIMOS MINUTOS DE BÉRENGER DE LACROISILLE – DANIEL FRINI 39 A PESAR DE TODO KARLA MARIANA LÓPEZ ARAGÓN 43 EL MAGNÍFICO ANA BUSQUETS FARIÑA 46 ILAMATL VERÓNICA MIRANDA OSNAYA 48 ITHACA 37 LAURA FOLCH 51 GÉNESIS EN PAUSA POLDARK MEGO RAMÍREZ 53 DE MUERTE NATURAL MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 57 EL CASO MEDIA CUCHARA RICARDO BUGARÍN 59 EL SEGUNDO FILO TAMBIÉN MATA CARLOS M. FEDERICI 61 ESE DESEO QUE TENEMOS A VECES DE DESAPARECER COMPLETAMENTE CRISTIAN BERNACHEA 66 CAPERUCITA Y EL LOBO EN LOS TIEMPOS DE LA ERA DIGITAL MARÍA GABRIELA BRAZÓN HERNÁNDEZ 70 ¡SOÑÉ CON LUISA Y CON LA BICI! MIGUEL ÁNGEL DI GIOVANNI 72 BENITO, EL ZAHORÍ MARÍA CARMEN HINOJAL AMORES 76 CICUTA JUAN PABLO CIFUENTES PALMA 80 LAS EMPANADAS YOLANDA SA 85 ROSSINA, LA CUBANA OSWALDO CASTRO ALFARO 90 PAPÁ ALVARO MORALES 94 LA PETICIÓN SOFÍA LUDLOW CÁNDANO 97 BAPHOMET DAMARIS GASSÓN PACHECO 100 5


MI ADIÓS A SAMUEL LACEY L.CONDE CARHUANCHO 104 AROMA GIANCARLO UBILLÚS CELI 108 RECUERDO JAVIER FEBO SANTIAGO 113 LOS ESPEJOS DEL BAÑO ADRIANA MONICA LAMELA 116 LA MUJER DEL ÁTICO NATALIA MARTÍN 121 EL TIEMPO Y EL CAOS JOSÉ ÁNGEL PIÑERO PÉREZ 124 DOS MADRES SEBASTIÁN GONZÁLEZ 129 LA INTRÍNSECA DIFICULTAD DE LOS PEONES JORGE URETA URETA 133 LOS ÚLTIMOS CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS 137

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añana me tengo que morir. Esta fue la última frase que Andrés dejó escrita, así, sin punto final. Fue en ese momento que oyó una melodía de amplia tesitura, lejana, flotando en la noche. Le costó distinguirla entre los suaves murmullos que llegaban desde la calle, a esta hora, pasados unos minutos de las doce. Llevaba mucho tiempo tecleando mientras la inquietud se le evaporaba en la habitación. Necesitaba volcar en el papel el estado de ánimo en que se encontraba, la tristeza que le embargaba el alma. La noticia de hoy le había partido el corazón en mil pedazos y no se podía recomponer. Escribía en una Remington sobre papel. Lo ayudaba un poco escuchar el golpeteo de las letras cuando apretaba las teclas; la secuencia de los pequeños impactos le iba marcando el ritmo del texto, se daba cuenta en ese solfeo si iba por buen camino, y ese trajinar le amortiguaba algo de su pena. Le gustaba el traqueteo monótono del carro al avanzar, lo aliviaba de esta pesadumbre aplastante. Esta noche quería estar solo. La sencilla melodía lo había distraído de su trabajo. Había quedado con las manos sueltas a ambos costados de la silla, abrumado, y se había recostado sobre el respaldo. Con la cabeza volcada hacia atrás, prestaba atención al silencio interno que lo envolvía, con la mirada hacia arriba, hacia la nada, pero con la mente indagando más allá, para tratar de descubrir si verdaderamente había oído esa armonía distante o era solo una fantasía de su imaginación. Esperó un rato en esa posición, pero la suave tonada no se hizo presente. Aprovechó para levantarse, estirar las piernas y servirse un trago. Volcó el brandy en una copa de cristal panzona. Era de paredes curvas y muy delgadas; la había fabricado su abuelo, cuando era joven, soplando la masa viscosa y candente recién salida del horno de vidrio que tenía en el fondo de su casa. Andrés la puso sobre la mesa ratona y después tomó el primer sorbo, con el cual se calentó la garganta. Estaba levemente reclinado hacia adelante, con los ojos cerrados, cuando percibió nuevamente la textura característica de la pieza musical. Alzó el rostro; ahora sí tuvo la certeza, era una armonía de notas graves a la distancia. Se levantó, fue hacia la ventana y la abrió con suavidad. Desde allí la escuchaba más nítida; parecía que venía desde lejos, más alto que los árboles del jardín, pero no estaba seguro. Llevó la vista más arriba, por instinto, quizás, pero no vio más que el cielo estrellado y, así, con las dos manos tomadas del marco, sintió que la congoja le oprimía más el corazón. Recordó que esa misma tarde le habían dado la noticia. Mónica, su ex esposa, a la que tanto había querido, a la que hacía tanto tiempo que no veía, a la que 8


nunca había olvidado, había muerto. Y ya entrada la noche, el manto sombrío de la tristeza le ceñía el alma y los recuerdos que conservaba de ella se repetían como una convulsión interna, un maltrato intermitente de la memoria. La melodía había cesado, pero había sido tan suave, tan tenue, que ahora hasta dudaba de haberla escuchado, le echaba la culpa a la desgracia que rondaba su cabeza, la de esa muerte imposible. Andrés volvió al brandy, se sentó en el sillón y dejó la ventana abierta. La oscuridad le traía el aroma dulzón de los jazmines en la brisa tersa del verano. Le gustaba, hoy buscaba cualquier excusa para distraerse. Se sentó con los pensamientos, ocupados en traerle las imágenes guardadas de Mónica, e hizo lo que acostumbraba siempre que tomaba en esa copa cuando todavía estaba con ella. Con la punta del índice, tocó apenas la superficie del líquido añejo color marrón oscuro y mojó el aro circular del borde. Sujetó firme la base con la mano izquierda y comenzó a frotar la circunferencia con el dedo mojado por el alcohol de la bebida. Lo deslizó un poco más rápido hasta que el cristal empezó a vibrar produciendo la nota dulce de la frecuencia natural de la copa, un sonido suave que invadía la habitación y se escapaba por la ventana. Así lo hizo dos veces y aguardó, no sabía qué, tal vez solo deseaba mover un poco la quietud del aire. Estaba en un estado de tristeza tal, que cualquier aleteo hubiera sido suficiente, cualquier pequeño movimiento que lo sacara de su encierro, para seguir escribiendo su dolor. En ese pensamiento estaba, cuando percibió la misma melodía que llegaba desde afuera; ahora estaba seguro. Pasó el índice nuevamente sobre el borde de su copa con el fin de lograr una nota más extensa que la anterior, esperó y recibió la respuesta del otro instrumento, que llegó haciendo vibrar el aire nocturno. «Un ángel», pensó. Repitió otra vez el rito para estar seguro y volvió a recibir la contestación. Entonces, apresurado, salió a la calle, sin tener en claro el sentido de su urgencia. Ya en la vereda, bajo la lumbre que arrojaban las luminarias y que se filtraba a través del follaje de los árboles, miró hacia ambas esquinas con impaciencia. No vio nada, se decepcionó, y advirtió que se había comportado como un tonto. «¿Qué estoy buscando? —se preguntó—, ¿qué quiero ver?». Y, a pesar de esa desilusión, comenzó, sin embargo, a caminar, primero lento y luego más de prisa, hacia Charcas, buscando algo sin saber qué. Cuando llegó, miró hacia Thames. No había nadie a esas horas caminando por ahí. Luego miró hacia el otro lado, hacia Malabia, y permaneció quieto, parado con las manos en la cintura. Le parecía que la cadencia sonora se afilaba, ahora parecía salida de la pequeña caja de un violín. «La noticia de la muerte de Mónica me está quitando la cordura», pensó. 9


Así estuvo un tiempo, nunca supo cuánto. Bajó la cabeza, pensó que lo mejor sería volver, seguir con el trago que había dejado sobre la mesa ratona y seguir escribiendo, intentar despejar la melancolía para hacer a un lado los recuerdos de ella. Sabía que con la tristeza nunca había podido; siempre lo desmoronaba, y hoy lo había hecho salir a perseguir un fantasma de ese modo tan ridículo. «Tratar de espantar la tristeza es un acto imposible —pensó—, solo por un rato se logra, y a veces ni siquiera eso, es un estado del alma que solo el tiempo lo disipa». Giró su cuerpo y enfiló de regreso, y fue entonces que sintió el impacto: se había tropezado con alguien. Primero lo sorprendió el golpe, luego vio que el sujeto vestido de negro se caía al piso, y después escuchó un crujido, un ruido a cristal roto. En la semioscuridad no le vio la cara, era una silueta que se había presentado de improviso y, así como apareció, se levantó. Andrés se quedó quieto, lo vio correr, el pelo largo le caía en cascada sobre los hombros, pero no podía asegurar que fuese hombre o mujer. Cuando llegó a Charcas, la figura se detuvo, se dio vuelta y se quedó mirándolo debajo de la sombra de los plátanos tenuemente iluminados por los focos. Tenía un arco de violonchelo; lo apoyó sobre su brazo como si fuese un violín, comenzó a frotarlo como a un instrumento de cuerda y fue entonces cuando Andrés reconoció la sutil textura sonora que se había filtrado por su ventana. Era un brazo de cristal en un cuerpo de cristal. Así estuvo haciendo música con su propio cuerpo mientras él lo miraba absorto, alucinado. La combinación de las alturas y el ritmo era tan triste que enlutaba todo el espacio, no había lágrimas suficientes para tolerarla, hacía temblar los pétalos de las flores en la oscuridad. Y, oyendo esa sinfonía celestial, Andrés se fue vaciando, sintió que la humedad que tenía en el alma se iba esfumando como la niebla, el corazón se le aquietaba, su espíritu entraba en la calma luego de la tempestad, las tinieblas de su interior se aclaraban, la hoguera de su cerebro daba paso a la pena leve y la hacía menos dolorosa; todo cedía. Así estaba cuando la figura de cristal dejó de emitir el delicado concierto y fugazmente se perdió en la calle lateral. Desapareció sin hacer ruido; Andrés no escuchó los pasos de su carrera, fue como si se hubiese ido volando. No había testigos. Estaba turbado, no sabía cómo describir lo que había sucedido, no podría contarlo siquiera, le dirían loco. Había quedado estupefacto. Volvió sobre sus pasos. Había dejado la puerta abierta, sin darse cuenta, por la ansiedad de descubrir de dónde venía el sonido. La cerró y se tiró en el sillón mirando al techo. Seguía triste por la noticia tremenda de la muerte de Mónica, ese amor inolvidable. No podría dejar fácilmente de pensar en ella, pero ya no estaba abrumado, 10


ya no pensaba en la muerte. «¡Qué raro!», se dijo en un susurro. Él, siempre dispuesto a la tristeza, a la seducción de la melancolía, ahora estaba menos agobiado. «¿Por qué?». La música del ángel le había traído el sosiego. Cuando se acercó a la copa para tomar el sorbo que quedaba de brandy, vio que al lado había un dedo de cristal, un anular completo, delgado, de mujer. Se preguntó cómo había llegado ese objeto hasta aquí, lo observó intrigado. La única explicación que le pasó, fugaz, por su cabeza, fue que el sujeto vestido de negro había aprovechado el momento y entró a su casa cuando él salió a la calle seducido por la melodía, justo cuando estaba en la esquina de Charcas, antes de que se atropellaran. «¿Qué vino a hacer esa figura trasparente?», pensó. Y tomó, mientras meditaba, la pequeña pieza de cristal entre sus manos, la giró, y pudo ver la alianza, también transparente, con la letra M, igual a la que usaba Mónica. Se sintió torpe. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo miedo; no sabía qué hacer. Dejó la pieza sobre la mesa y retiró la mano. Estuvo así varios minutos, confundido, mirando con atención la inicial del anillo, obsesionado, en una espiral de reflexiones que no explicaban el enigma. Solo cuando se alcanzaron los extremos del razonamiento, su mente se iluminó y entendió la calidez del amor que nunca se había extinguido entre ellos. Era ella quien le había mandado al ángel. Pero quiso confirmar la fascinación de su hallazgo, todavía con la duda, con el temor de que tamaña felicidad fuese demasiado en su vida, esa insensatez de poder recuperar su presencia, aunque sea a través de ese llamado íntimo, en el silencio de alguna soledad. Lentamente introdujo su dedo índice y palpó con la yema el fondo mojado de brandy que quedaba en la copa. Luego lo sacó y comenzó a deslizarlo sobre el borde, obteniendo una nota más aguda que antes, que invadió toda la habitación. Se detuvo, aguzó el oído y, con una delicia inexplicable, sintió, a través de la ventana, la presencia del conjunto armónico, del tono inconfundible de la respuesta. Lo hizo otra vez para asegurarse, con la ansiedad sobre la piel, y nuevamente llegó la música del ángel. Bajó la frente y por fin se desbarrancó, pudo llorar de tristeza, con lágrimas, como los chicos, sacando toda la pena afuera, liberando la congoja. Había recuperado el recuerdo vívido de Mónica. Se levantó, fue hacia la silla y se sentó frente a la máquina, todavía conmovido. Miró con estupor, sin dejar de lagrimear, lo último que había escrito en la hoja puesta en la Remington. Cuando leyó, se tuvo que tomar la mandíbula con la mano para que el llanto no se convirtiera en temblor: Mañana me tengo que morir…pero antes, cuando estés perdido en la tristeza, volvé a 11


llamarme con el sonido de tu copa, que yo voy a estar esperando para contestarte, porque nunca te olvidé. Tu ángel: Mónica Así, sin punto, terminaba la frase. Este cuento pertenece al libro “El sonido de la tristeza”

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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llí, junto a Ramiro, estábamos todos: Jacinto, Curro, Eladio y yo. Como en el dominó se nos había trancado el juego. Apenas cabíamos en el cubículo. Un tufillo acre se levantaba desde la litera en que Ramiro agonizaba, sabíamos que no iba a pasar de aquella noche, bueno… si es que era ya de noche, así lo suponía yo, pues fuera hacía un buen rato que ya no se oían los disparos ni el zumbido de los proyectiles de los morteros que, al caer, provocaban telúricas vibraciones y removían la estructura bañándonos en polvo; tampoco se oía el sonido de nuestras katiuskas. Nos esperaba otra larga noche sin comida y sin agua. Lo de Ramiro era evidente, pero nosotros… ¿cuánto íbamos a durar nosotros si el asedio continuaba? ¿Una noche más, tres días más? ¿Cuánto podía aguantar un ser humano sin comer ni beber? No lo sabía, pero a esas alturas estaba convencido de que ya éramos hombres muertos, que éramos carroña para los gusanos. Yo había perdido toda esperanza. Si el enemigo nos encontraba, antes que lo hicieran los nuestros, nos iba a meter una bala en el cogote a cada uno…, y chirrín chirrán, y si los nuestros no nos encontraban pronto, y para eso era necesario que el asedio acabara y que alguien confiara en que aún podíamos seguir vivos, entonces nos matarían la inanición y la sed. El edificio que nos servía de albergue se había desplomado sobre nosotros. Tres plantas convertidas en escombros nos estaban sepultando. Inexplicablemente dos vigas se habían cruzado sirviendo de contención a sendos trozos de pared, una a cada lado, y habíamos quedado atrapados en el estómago de una especie de pequeña pirámide. Eladio estaba ido, Araceli hacía ya más de dos semanas que había muerto, o tres, no sé, era imposible saberlo porque habíamos perdido la noción del tiempo. A Araceli los obuses la habían sorprendido en la posta médica, ella era nuestra enfermera. La posta médica, una habitación contigua al albergue, había sido el primer objetivo, quedó pulverizada, la desaparecieron del mapa. Inmediatamente después nuestro albergue comenzó a derrumbarse, blanco de más cañonazos. No nos dio tiempo a reaccionar, no nos dio tiempo a nada, apenas a protegernos, hechos un amasijo de cuerpos, bajo y tras las literas, fue aquí donde una barra de metal de una de ellas, al salirse del acople, le atravesó el pecho a Ramiro. Pero…, volviendo a Eladio, él y Araceli hacía solo un mes que se habían casado, fue antes de que nos destinaran allí, a la región de Huambo. Araceli era la negra más bonita que yo había visto en años, y mira que había visto negras lindas; pero ella tenía un no sé qué que nos volvía locos a todos. Eladio fue el que se llevó el gato al agua, bueno, la gata, y mira que él no tenía na’, era un tipo esmirriado, poco cosa, pero, eso sí, siempre estaba riéndose y con el chiste en la punta de la lengua, además de que era muy cariñoso y se hacía entrañable. Esas fueron las cosas que conquistaron a Araceli: el buen humor y el gran corazón de Eladio 14


Montesdeoca. Ya no quedaba, en Eladio, ni sombra de aquella sonrisa, estaba en estado catatónico, su cara era una máscara pétrea, cetrina, con los ojos velados, perdidos en Dios sabe que parte. Jacinto, a su lado, no paraba de susurrar algo, era una cantinela ininteligible, una especie de mantra que le mantenía enajenado. Jacinto era el más joven de todos nosotros, solo tenía dieciséis años. En Naranjos le esperaba, inmaculada, su novia. Él estaba enamorado de aquella chiquita como un verraco, estaba loco por casarse para poder pisársela, porque Melisa, así se llamaba la jevita, solo le dejaba tocarle sus partes pudendas por encima del blúmer y más na’, ni siquiera meterle un poquito el dedo, ella le decía que eso ya lo harían cuando se casaran. Jacinto se masturbaba varias veces a la semana a cuenta de una foto de Melisa, la misma que llevaba en las manos y a la que le dedicaba aquella cansina letanía. Yo, cuando le miraba, veía a mi hijo Saúl, el que se me había ahogado con catorce años en la laguna Los Bueyes; como él, Jacinto se iba a ir para el otro mundo sin haber templado nunca, virgen. Frente a mí tenía la litera donde agonizaba Ramiro. Curro no se separaba de él, se había quedado dormido sobre el pecho de su hermano taponándole la herida; ellos eran gemelos. A pesar de que él no tenía ni un rasguño, Curro se estaba muriendo a la par que Ramiro. Mi madre decía que la gente también se moría de tristeza, que a eso le llamaban pasión de ánimo. Curro se había alistado voluntario para no dejar solo a su “yunta”, así se decían el uno al otro. Ramiro siempre había sido muy temerario y mujeriego, Curro no, era más prudente y era bastante modoso. Yo nunca había visto gemelos tan idénticos físicamente a la vez que tan distintos en carácter y temperamento. Ramiro era sanguíneo y Curro era melancólico. La madre de Ellos, la negra Cachita, era amiga y vecina nuestra de toda la vida; el padre de ellos, Ladislao, era un bala perdida, había abandonado a Cachita cuando los gemelos eran todavía muy pequeños y nunca se ocupó de ellos. Cachita los cuidó y educó bien, eran unos muchachos excelentes. Creo que debían estar rondando los veintitantos años o algo así. No quería imaginarme lo que iba a sufrir esa negra cuando le dijeran que sus hijos habían muerto en aquella guerra ajena, después de todos los trabajos y los sacrificios que ella había hecho para sacarlos adelante. Si alguien sabía de esto era yo, que había sido padre por partida triple y que había perdido un hijo, y esto último es un dolor lacerante que no cesa nunca. Una cosa así, no se la deseo ni a mi peor enemigo, es algo que te deja tan marcado que puedes hasta perder la cordura, “arrebatarte” por completo. Yo creo que por eso mismo, para olvidar esa amargura, para mitigar ese dolor, para suplir esa carencia, me sentía y actuaba como el padre del grupo, y quizás, también, porque yo era el mayor de todos, acababa de cumplir cuarenta y seis años. Por 15


otro lado era el de más alta graduación, el único que era militar de carrera, el que tenía las ideas más claras, el que más experiencia tenía en situaciones de aquella envergadura, y, seguramente por eso, en aquellos momentos, era el único que aún mantenía la cabeza en su sitio, aunque, de vez en cuando, caía rendido por el sopor, un sopor que me noqueaba como un puñetazo en la mandíbula. Luego despertaba y me quedaba como en duermevela, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, entre lo real y lo irreal, hasta que de nuevo caía derrotado en las aguas turbias de la inconsciencia. Ya se lo he dicho, que habíamos perdido la noción del tiempo y que, de una manera o de otra, estábamos todos enajenados, así que eso del corpus, corpus… que me preguntó usted ayer, y me ha vuelto a preguntar hoy al inicio de esta sesión, no sé qué significa, bueno, saber lo sé, es cuerpo en latín, pero el por qué lo decía, eso sí que no lo sé; tampoco puedo precisar el momento exacto en que ocurrió, imagino que fue aquella noche cuando murió Ramiro, y, vuelvo a decirle, si es que era de noche, porque…, ahora vuelvo a estar tan confundido como entonces… Igual Ramiro no había muerto esa noche, o esa tarde o ese día, a lo mejor ya estaba muerto y no nos habíamos dado cuenta. Quiero convencerme que todo lo que vi fue producto de mi imaginación, que todo aquello fue una visión horrenda, una mala jugada de mi cerebro. Me vienen a la mente fragmentos aislados que mi memoria, como si fuera una moviola defectuosa, no puede editar del todo. Mire, lo primero que recuerdo fue ver, a través de una cortina neblinosa, a Curro con el corazón de Ramiro en las manos alzándolo sobre su cabeza, la suya, no la de su hermano, mientras mascullaba una oración en lengua yoruba o algo parecido y luego decía eso de corpus, corpus, corpus, y recuerdo… y esto sí lo tengo muy nítido, ver sobre el abdomen desnudo de Ramiro una bayoneta ensangrentada. Luego debo haber caído de nuevo en el sopor, porque lo siguiente que recuerdo es verlo con la boca manchada de sangre, masticando, y luego con las manos vacías, y ver a Eladio mirándome de hito en hito de manera irracional y buscando, en el agujero del pecho de Ramiro, aquel corazón inexistente. Después no recuerdo nada más; ni siquiera cómo nos rescataron, ni cuando nos trajeron de vuelta, ni cuando llegué aquí, a la Casona. Demetrio, la verdad es que nada de eso que me ha contado pasó exactamente así. Es imposible que usted pudiera ver nada, ustedes estaban sepultados bajo una montaña de escombros y estaban completamente a oscuras. Es posible que haya perdido un poco la noción del tiempo producto del shock, pero solo había transcurrido un día desde que fueron atacados a que fueron rescatados por nuestras tropas. Ve, ve lo que le decía…, entonces yo tenía razón, todo ha sido una mala jugada de mi cabeza… 16


Sí, hasta cierto punto sí, su mente ha fabulado todo eso para protegerle, para esconder lo que en realidad pasó, para camuflar la verdad. ¿Qué verdad? Demetrio, fue usted quien mató a Ramiro. No, no es cierto, no es cierto, miente, usted miente, doctor, usted miente… No, Demetrio, no miento, y mientras antes acepte los hechos, antes podremos tratarle. Todos aquí, en la Casona, queremos ayudarle. Yo le contaré lo sucedido, Demetrio. Me molestan las amarras… quiero irme, sáqueme de aquí, doctor, sáqueme de aquí… No le puedo soltar, Demetrio. Tranquilo, pronto acabaremos. Mire, la verdad es que, aquel día del ataque, ustedes habían acabado de recibir el correo y usted recibió una carta, esta carta que ahora le muestro, la ve, la encontramos en su bolsillo, esta carta se la había enviado su mujer, pero no era para usted, era para Ramiro, su mujer había trastocado los sobres, había metido en el suyo la carta para él y en el de él la carta para usted. Su mujer le engañaba hacía ya mucho tiempo, Demetrio, le engañaba con Ramiro. Basta leer la carta para constatarlo. Noooo, mentira, es usted un mentiroso…, un puto mentiroso… ¡Cállese! Cálmese, Demetrio, no grite… Escúcheme, les entregaron el correo unos veinte minutos antes de que comenzara el ataque, por lo que usted tuvo tiempo suficiente de leer la carta. Me puedo imaginar cómo tuvo que haberse sentido, puedo imaginar el dolor que le embargó al saberse traicionado, máxime cuando la traición le venía de tan cerca, de su propio compañero, su vecino de siempre, de un hombre más joven que usted, y de su mujer, su única novia, la madre de sus hijos, la madre de su hijo muerto. Puedo imaginar todo lo que le pasó por la cabeza; imaginar como la ira le fue emponzoñando hasta hacerle clamar venganza. Sí, Demetrio, puedo imaginarlo, por eso, cuando el primer obús barrió la posta médica matando a Araceli e inmediatamente después los cañonazos siguieron y se desmoronó todo sobres sus cabezas, fue que usted, Demetrio, en ese momento de caos, apuñaló a Ramiro en el corazón. Murió al instante. Solo sus huellas aparecen en la bayoneta, Demetrio, solo sus huellas, porque solo estaban usted y Ramiro. Eladio, Jacinto y Curro, habían quedado atrapados al otro lado de la pared, en el cubículo contiguo. Nooooo…., mentira…, mentira…, corpus, corpus, corpus, corpus…

OVIDIO MORÉ Cuba

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i marido falleció en extrañas circunstancias. Fue atropellado a siete u ocho cuadras de su trabajo mientras atravesaba una avenida muy transitada. Lo fuera de lo común es que todos los días tomaba un bus que lo dejaba al pie de su trabajo. Nada más debía bajarse, saludar a los guardias y registrarse en el reloj biométrico de control de ingreso. Pensé en un principio que fue en busca de un café para el desayuno, sin embargo, el “atropellamiento y muerte de Bernardo Valle”, como se llamó el proceso de la Policía se dio a las 7h50 de la mañana, diez minutos antes de la hora regular de ingreso a su empresa cuando todavía no había registrado su ingreso en la empresa. Lo atropellaron frente a un semáforo. Una camioneta 350 lo lanzó por los aires. La misma dueña del vehículo me llamó desesperada, una vez encontró la tarjeta de auxilio personal en la billetera del “occiso”. Observé las imágenes obtenidas por las cámaras policiales durante la etapa procesal del juicio. El informe agregaba que: “a las 7h47 de la mañana de un martes 22 de marzo, el ahora fallecido (Bernardo Valle), intentó cruzar a toda velocidad la avenida República, de la ciudad de Quito, a la altura de la avenida Almagro, a una distancia relativa de veinte metros de la línea cebra sin respetar el cambio de luz que, para el momento de su muerte, estaba en rojo, lo que constituye una clara contravención del peatón”. Aguanté el llanto al contemplar las imágenes de mi esposo aterrizando sobre el asfalto. Bernardo estaba tan apurado que prácticamente es él quien termina chocando al vehículo. La conductora jamás se percató que un hombre vestido de terno se acercaba por un costado a la parte frontal del vehículo. Lógicamente con esa evidencia resultaba infructuoso levantar cargos. Aún en la sala de video con el policía, le solicité ver de nuevo la muerte de Bernardo, me resultaba extraño que a escasos segundos del accidente, una deportista con audífonos cruzaba la misma avenida sin inconveniente alguno por la línea cebra. Debió estar escuchando alguna canción al máximo volumen para no darse cuenta del caos que se había armado a sus espaldas. Bernardo era un tipo inteligente y cuidadoso, ¿por qué haría algo tan estúpido?, —pensaba—. ¡Qué imprudencia!, —agregó el Policía—, mientras aplastaba la tecla stop de la videocasetera. Solo atiné a decir: terrible. Una semana después del funeral regresé a la zona del accidente. Necesitaba revivir los hechos. Y es que aún después de las exequias, me parecía inconcebible haber perdido a mi marido por una distracción, una tontería injustificable. Una vez arribé al lugar y como si fuera una repetición instantánea, pasó a toda velocidad la misma 19


corredora que distinguí en el video policial. Lucía unos elegantes audífonos Adidas, un top deportivo, una camiseta strech y una licra que se fundía con un cuerpo bonito y fuerte. Su tranco era tan sólido que resultaba difícil seguirla, sin embargo, lo hice: debía hablar con ella. Me puse a correr, esquivando charcos de agua, aceras rotas, vendedores de empanadas y peatones con destino a sus oficinas. Parecía que mi vida se jugaba en esa persecución absurda, en ese esfuerzo excesivo que mi cuerpo aceptaba, lo cual me extrañaba, pues nunca he sido una atleta ni aficionada siquiera. La corredora, sin duda, era profesional, pues a cada segundo aumentaba la distancia entre nosotras, hasta que se tornó un pequeño punto gris y rosa que zarandeaba su cola de caballo a (una distancia relativa) poco más de cien metros. Sudaba, jadeaba, sin embargo, descubrí que en mi interior se había encendido una caldera y que podía correr sin preocupación alguna. Después de unas ocho cuadras, el calor en las pantorrillas, la incomodidad del tiro del pantalón y un creciente dolor de pies no lograban derribarme. Seguí y seguí, hasta que descubrí a la corredora trotando en el mismo terreno frente a un semáforo en rojo. Casi ahogada le toqué la espalda. Asustada regresó a ver, me ofreció agua en un impulso solidario, mientras yo abría y cerraba la boca reclamando aire. Tomé el primer bocado de agua y, enseguida, lo escupí sobre el piso, apenas podía sostenerme. La mujer soportó mi peso hasta dejarme en una parada de autobús. No podía articular palabra, intentaba recuperarme, pero no podía ni abrir los ojos, pues el sudor superaba mis cejas, lastimándome. Después de unos segundos, comprobé que la atleta tendría unos veintiocho años y lucía muy bien. Sus piernas eran largas, fuertes y contorneadas. Se arregló la cola de caballo y ató los cordones de los zapatos con suma prolijidad, esperando que recuperara el aliento. Hasta tanto se topaba las puntas del pie; demostrando soltura y vitalidad. Le restaba energía para seguir. Detuvo el cronómetro de su brazo de forma abrupta, tomó unos sorbos más de la botella de agua que gentilmente me había acercado. ¿Está mejor la señora?, —me preguntó—. Recién entonces entendí que ella no se había percatado de la persecución previa. Con seguridad, para ella, era tan solo una mujer afectada por el calor o enferma. Le dije que me encontraba mejor. Intenté erguirme, pero sentí un fuerte mareo, la tomé de un brazo y le solicité ayuda pues “investigaba la muerte de mi esposo”. Puso cara de intriga, sin embargo contestó afirmativamente, “siempre y cuando la esperara en la parada de bus, hasta terminar el entrenamiento”. Pensé que era una forma educada de justificarse, sin embargo, treinta minutos después estaba de regreso. 20


Tomamos un taxi y nos dirigimos a un elegante condominio, ubicado, prácticamente frente al lugar del atropellamiento. No dejó de arreglarse la cola de caballo en el espejo del ascensor, mientras tanto yo le comentaba del video de la Policía y cómo mi esposo caía muerto en el acto. El ascensor llegó al quinto piso. Se abrió la puerta y cuando ella se disponía a abrir la cerradura eléctrica se quedó inmóvil, pues le conté que mi marido se llamaba Bernardo Valle. Cambió de expresión, “se desencajó”, como dicen en la calle. Sin querer, en su rostro se dibujó en ese preciso momento toda la verdad y ambas, a la par, la descubrimos. Lo recuerdo ahora dos años después a punto de terminar el primer maratón de mi vida. Ha pasado mucho tiempo, desde que hablé con Dominique (sí, así se llamaba). Desde que me abrió las puertas de su casa y me dejó divagar por la sala, la cocina, mientras se diluía en tramas de tristeza. Yo la miraba impactada sentada en su sala de espera. Sobre una repisa de madera: la foto de ella y mi esposo abrazados. Linda foto, atiné a comentar y era cierto, pues ella se veía bella y bonita, Bernardo, en cambio, estaba gordo y feo, (como siempre) y era claro que le doblaba la edad. Me acerqué a escasos centímetros de su rostro, la atleta se inquietó quizá pensando que la iba a golpear, pero no era esa mi intención. Tomé el retrato de ambos y lo puse en sus manos. Eso fue todo. Faltan treinta metros para la meta, hay cientos de personas. Pienso que para Bernardo, Dominique era algo así como su victoria, la única razón para correr como un loco por la ciudad, su escape en procura de la felicidad. Es probable que el día de su muerte se retrasara por mi culpa, a lo mejor demoré un poco en plancharle la camisa o no encontraba el par de medias que combinara a la perfección con su pantalón, ya no lo recuerdo. Dominique no lo esperó. Decidió entrenar, seguro algo molesta por la demora, por romper su rutina, sin saber que detrás suyo Bernardo se quebraba sobre el asfalto. No hubo aplausos para el final de ese amor. A mí, en cambio, una marea de palmas me recibe en la meta. Levanto los brazos, beso la camiseta donde escribí mi nombre, nada más que ni nombre.

JUAN CARLOS CABEZAS AGUILAR

Ecuador

Twitter: @liberjuan

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aura retuerce su pelo atrás de la ventana hasta sentir dolor, mientras intenta matar la zozobra que la invade. No deja de mirar el reloj y la calle. Falta un cuarto de hora para las quince. Si quiere llegar a horario debería salir en diez minutos de su casa, pero llovizna. Se le cruza por la cabeza faltar. Por un momento siente alivio, eso dura lo que un respiro: es viernes y tiene lección de Solfeo, Teoría y Piano. No pudo estudiar; podría hacerlo ahora en vez de mirar para afuera hacia un lado y al otro de la calle como una desesperada, piensa; pero no lo hace. Solfeo no es necesario, hasta le resulta fácil cantarlo. En cambio para dar Teoría, necesita leer: síncopa, contratiempos, anacrusa. No puede aburrirle más todo eso. Decide darle una leída, cree que algo va a recordar. Descorre la cortina y de un salto llega al escritorio. Tiene todo allí, incluso el libro abierto que ha tratado de leer luego del almuerzo y no ha podido. Solo piensa en que llueve y en eso que la atemoriza. Eso de lo que no puede hablar. Sus ojos recorren el texto. Apurados intentan llegar al final; pero no puede hacerlo. Antes necesita espiar otra vez. La calle está desierta y mojada. Los vidrios, empañados… ¿o es su mirada? Tiene que dejar de pensar en eso. No tiene por qué repetirse hoy solo porque llueve, sin embargo es lo que ya sucedió. Tiene que concentrarse en la lección de piano. Le conviene dar primero Jinete Salvaje de Schumann, después que elija Sarita. El Hanon, desde el uno al diez, también es fácil. Mira otra vez por la ventana, no deja de llover. Mete adentro del bolso el Czerny. Le duele la panza. La otra vez que había tormenta también faltó por lo mismo y Sarita le puso falta y la clase siguiente la mandó al piano viejo dos horas. Tiene que ir. Hace frío, se pone la campera y agarra el paraguas. Al colgarse el bolso, siente que la tonelada de libros la aplastan, que le piden que se quede en casa, que no salga. Quieren cuidarla, piensa; pero cargada como un burro sale a la calle igual. En el umbral de su casa mira para todos lados y se larga a la vereda sin ver dónde pone los pies, se va atropellando entre las baldosas flojas y los charcos que se forman en las veredas viejas. Llueve de costado, finito pero constante. Atraviesa el camino sin detenerse en nada. Al llegar a cada esquina echa un vistazo otra vez hacia todas partes. Faltan cinco cuadras y no ha visto nada. Decide bajar y caminar por la calle, pocos autos andan a la hora de la siesta. Laura tiene doce años. Sabe bien que no debe aceptar subirse al auto de ningún extraño por más que llueva o que se lo pidan con una sonrisa. Aunque sean conocidos, tampoco, le ha dicho su madre. Que no, que muchas gracias, que prefiero caminar. Pequeñas defensas aprendidas que no le sirven de nada ahora mismo. Ella es obediente y su madre le tiene confianza, pero a ella no le sucede eso. Lo de la confianza. No ha podido decirle por qué no quiere ir a piano los días de lluvia. O que la acompañen, ya

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es grande, se dice. No tiene claro si es asco, culpa, vergüenza o es que no quiere preocuparla. Este año ya le pasó varias veces. No han sido seguidas, pero sí suficientes para que le den ganas de vomitar cuando se acuerda o ataques de llanto atrás de la ventana antes de salir. Más cuando llueve como hoy. Tampoco siente valor para contárselo a Sarita. Ella pondría el grito en el cielo y le preguntaría qué clase de niña es que mira eso. Iría a preguntarle a Adria que es perfecta y ella le diría que no. Que ella obvio que no. Que qué horror. Entonces se sentiría peor, porque a ella sí. Al llegar a casa de Sarita siente alivio, está sofocada. Se apoya en la puerta cerrada y respira hondo. Adria, ha llegado antes y está en el piano de cola. El metrónomo le avisa que ha comenzado la lección de su compañera. El pulso constante de la melodía acompaña el maldito medidor del tempo. Lo odia. Tanto como a ese piano destartalado al que se le despegan las teclas y en el que va a tener que tocar hoy, hasta el momento de la lección. También odia la lluvia. Y a ese hijo de puta. Al final se hubiera quedado en su casa fingiendo un dolor de panza mayor que los de costumbre, pero hubiera tenido que mentirle a su madre y no se atrevió… Mejor empezar con Bach y practicar. Abre la partitura y mira el pentagrama. Detrás de ella, sobre un calentador pequeño hay en ebullición una lata con hojas de eucaliptus. El murmullo de las hojas batiéndose en el agua caliente le atrapa los ojos y el olfato. Respira profundo: es el olor del invierno en el conservatorio. Por primera vez siente algo de tranquilidad y comienza a tocar el preludio. Deja sus manos centradas en el arpegio y agradece al cielo, o a quien sea, el valor que tuvo para salir a la calle y llegar a tiempo. Ama el momento de tocar el piano. Ya va a volver el sol y con él, los días lindos, piensa. Entonces sus manos se dejan llevar por la melodía. Sus dedos se deslizan en breves caricias, volcándose sobre el teclado, se siente agradecida. Está a salvo y en verdad no es ella quien está ahí, sino Rachel, la chica que cruzaba la pradera en un caballo blanco y se pierde entre árboles otoñales y… (Casi lo olvida…) Sarita vendría a tomarle lección de un momento a otro, pero aún no. Todavía hay tiempo para que Rachel atraviese el campo, como una saeta, sin ser vista y llegue al refugio de su amado sin despertar sospechas. Lleva en la cintura un cuchillo corvo de acero blanco. Tan valiente es la muchacha que desconoce el agobio de la sombra que provoca el miedo. ¿Acaso a Rachel nunca le ha pasado lo que a ella? Tal vez por eso iba armada. ¿Cómo se puede contar una cosa así? ¿Con qué palabras? Ella no es tan valiente. No posee ni una pizca del encanto de Rachel, ni el caballo blanco, ni el pelo resplandeciente, ni la caperuza de terciopelo azul que se abre al viento como un par de alas y mucho menos ese amado tan hermoso que va a salir a su encuentro en el camino dentro de dos o tres

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compases. De ella no gustaba nadie. Nadie la esperaba en ninguna parte, salvo... Ella tampoco iba a gustar de nadie. ¿Tan feos podían ser los hombres? —Estás tocando cualquier cosa Laura —gritó Sarita desde la habitación lindante— ¡Concentrate por favor! Laura pegó un respingo en el taburete, enderezó su espalda, posicionó bien las manos y comenzó el preludio desde el principio. —Dos veces más —ordenó Sarita—, ahora voy y te lo tomo. Laura hizo el esfuerzo de repetir la lección. Los dedos le temblaban. No era por eso, seguía lloviendo y quedaba un cuarto de hora para que la clase terminara. Hoy no le iban a tomar lección de Solfeo y Teoría, por falta de tiempo, pero igual le iba a ofrecer a Sarita quedarse un rato más y darla. Tampoco la tranquilizaba eso. Respiró profundo y se llenó los pulmones del aroma de eucaliptus medicinal otra vez. Quiso tener todo el invierno dentro. Y el verde casi gris de las hojas como algodones flotando en la lata del calentador y el cielo tormentoso también. Porque el camino ondulado de árboles mullidos y ocres protegían a Rachel de cualquier intruso que quisiera dañarla. Sus manos otra vez entraron a jugar sin tregua sobre las notas y le daba igual errar o no llevar el tempo correctamente. Lo que quería era escapar con su heroína y la música era como una alfombra mágica. La llevaba lejos. De a saltitos, en dos o tres acordes y un arpegio, podía jugar a que era otra. Ya no Rachel que era inalcanzable. Podía ser Diana, que algunas veces se equivocaba, o mentía o faltaba y todos la querían igual. Diana era de verdad. Tenía nombre y apellido. Era su hermana, pero tampoco a ella se animaba a contarle que los días de lluvia, camino a la clase de piano había un hombre con gabán azul que la esperaba y al verla venir, se abría el abrigo y, desnudo, le mostraba sus miserias.

PATRICIA ANGULO

Argentina

Blog, El otro cielo: http://delamanodelhorizonte.blogspot.com.ar/ Instagram: @elotrocielo29

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os pies de la niña son endebles, tienen la fragilidad de las cosas incompletas. La escalera es empinada, el borde de los escalones, filosos. El padre, descuidado, olvidó cerrar la puerta. La niña se aburre, deja los muñecos tirados en la alfombra. El gato se retuerce en el sillón, cambia de posición y sigue durmiendo, ajeno al mundo. La niña se para y camina hasta la puerta. Se apoya un poco, siente que la madera se mueve. Intuye la oportunidad. Sabe que no se trata del pasillo o de la escalera, es un portal a la dimensión desconocida. Atraviesa el umbral. Una vez fuera, duda un poco. Desde el borde de los peldaños alcanza a ver la vereda, llegan los ruidos de la calle, el sol que se refleja en los autos, algunas voces de niños. El padre espera que el agua hierva para preparar café. El ruido de la pava lo percata del silencio en la casa. Recién entonces llama a la niña. Se asoma a la sala y descubre el juego interrumpido, la televisión muda, el suave ronquido del gato, la puerta abierta de par en par. En el pasillo, la pequeña espalda vista a medias, las botas blancas con ribetes rosados, el pelo enrulado y largo. El padre corre. La niña, como si esperara aquel preciso momento, da un paso resuelto que se quiebra justo en el aire. El padre alcanza a ver como la niña rueda, como el brazo se dobla, como la pequeña mandíbula se desencaja, como la frente se abre, como el chorro de sangre forma un charco en la vereda. Con desesperación, la toma en sus brazos, la envuelve en sus ropas. Mientras atienden a la niña, el padre deambula en la sala de espera de urgencias del hospital. Minutos después, llega la madre. Usa un traje entallado y tacos negros. El peinado es perfecto, las uñas son largas como estiletes. Se abrazan en silencio y luego ella pregunta: —¿Ya se murió? Una enfermera se abre paso entre la fila. En la calle se detiene un taxi, un foco relampaguea apenas, colgando boca abajo como un murciélago viejo. Es verano en el pueblo. En la casa, algunas moscas se posan sobre el charco rojizo y pegajoso.

PAULO NEO

Argentina

Web: www.pauloneo.com Twitter: @pauloneoweb Facebook: Paulo Neo

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“Usted se empeña en no aplicar mi precepto –contestó Holmes moviendo negativamente la cabeza-. ¿Cuántas veces le tengo dicho que, una vez eliminado todo lo imposible, la verdad está en lo que queda, por improbable que parezca?” Arthur Conan Doyle, El Signo de los Cuatro, 1890. “El mundo está lleno de cosas obvias que a nadie se le ocurre, ni por casualidad, observar”. Arthur Conan Doyle, El Sabueso de los Baskerville, 1902.

E

l inspector Robert Ledru se despertó sobresaltado, como le venía ocurriendo desde las últimas semanas. Su respiración estaba acelerada y sus ropas humedecidas. ¿Había tenido una pesadilla? No podía recordarlo. Tenía sed, así que caminó hasta la cocina en busca de un vaso de agua. Sobre la mesa del comedor todavía se encontraba la botella de whisky de la noche anterior. Bebió lentamente el agua mientras trataba de recordar lo que había soñado. Era una noche de luna llena, por lo que podía ver perfectamente la habitación sin necesidad de encender una vela. Ahí fue cuando notó arena de playa en el piso de madera. ¿Había estado ahí antes de que se fuera a dormir? No le dio importancia al asunto y decidió volver a la cama. Hacía una semana que el inspector Ledru había llegado a la ciudad costera de Le Havre, en la región de Normandía, para investigar la desaparición de unos marineros. Sus jefes en la Sûrete, la policía nacional de investigaciones francesa, creyeron que era mejor que se alejara por un tiempo de Paris debido a su estado de salud. Diez años atrás había sido diagnosticado de sífilis y en los últimos meses la enfermedad había avanzado hasta alterar algunas de sus funciones mentales: le costaba dormir y sufría cambios en su estado de ánimo. A esto se sumaban las consecuencias en su psiquismo de los últimos casos que debió investigar. Por ello consideraron que el suave aire marino de la zona del Canal de la Mancha era lo que necesitaba para su salud, y le asignaron el caso de los marineros desaparecidos. La mañana ya estaba avanzada cuando la puerta de su habitación comenzó a sonar con insistencia. Seguramente sería un oficial de la policía local para informarle de novedades en torno al caso que estaban investigando. Ledru se levantó con dificultad y fue hasta la puerta. Cuando la abrió se encontró con el joven inspector Clezió, también de la Sûrete, acompañado de un agente local. Buenos días inspector Ledru —lo saludó— ¿Tuvo usted una noche tranquila? Las ojeras y los ojos enrojecidos fueron toda la respuesta que el inspector Clezió necesitó. Antes de que Ledru pudiera hablar, el otro tomó nuevamente la palabra: Vengo a informarle que nos han asignado otro caso con carácter de urgencia.

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¿Otro caso? —preguntó Ledru—. ¿Ya no estamos a cargo de la investigación de los marineros desaparecidos? Ese caso queda a cargo de la policía local hasta que nos ocupemos de uno nuevo que preocupa a las autoridades de la región —respondió Clezió—. Anoche un turista parisino fue asesinado a trescientos metros de aquí. Debemos actuar rápidamente, el cuerpo permanece en la playa y si la marea sube podemos perder importantes pistas. Además supongo que las autoridades quieren que el cuerpo sea quitado de la playa lo más rápido posible para que los turistas y vendedores puedan ingresar al lugar. Lo esperaré aquí afuera mientras se viste —fue lo único que respondió Clezió—. En el camino lo pondré al tanto de lo que hemos investigado. Pero antes de que Ledru volviera a ingresar a su habitación, el joven inspector habló nuevamente: Inspector Ledru, para mí es un honor poder trabajar en este caso junto a un héroe nacional. Ledru no respondió. Odiaba los halagos, pero lo que más odiaba era que le recordaran su condecoración de Héroe Nacional. ¿Qué había ganado con ella? Su mundo entero se había transformado después de eso. Se sentía a gusto cuándo debía perseguir asaltantes callejeros, asesinos del bajo mundo o desmantelar células anarquistas clandestinas. Para el rudo policía que era, estos sectores constituían la “escoria social” que había que barrer. Pero en 1884 le asignaron un caso de mayor importancia: había información de un posible atentado contra el presidente Jules Grévy. “Esos anarquistas nuevamente”, pensó Ledru. Rápidamente sus investigaciones le demostraron lo equivocado de sus conjeturas. La conspiración estaba organizada por la Hermandad de la Orden Secreta, una sociedad formada por banqueros, industriales, comerciantes, abogados, médicos, militares y miembros de la antigua nobleza. El trabajo de Ledru permitió frustrar el atentado y desarticular la orden. Por sus servicios recibió una condecoración de manos del presidente, pero ya nada sería igual. Si la “parte sana” de la sociedad era capaz de cometer delitos, entonces su concepción social estaba equivocada. ¿En quién podría confiar ahora? Quizá la misma Sûrete, de la que estaba tan orgulloso de pertenecer, también estuviera implicada en crímenes de este tipo. Sus superiores advirtieron los cambios en su personalidad y pensaron asignarle un lugar donde estuviera más tranquilo. Normandía fue la solución. El nombre de la víctima es André Monet, propietario de una boutique parisina —dijo Clezió mientras se dirigían a la escena del crimen—. Estaba en 30


Normandía para descansar por prescripción médica. Padecía “fiebre cerebral” debido a las tensiones de su trabajo. Otro más que llegó buscando curación en el aire marino. ¿Posible móvil del crimen? —preguntó Ledru. Descartamos el robo. Tenía su cartera y la billetera consigo. Tampoco le habían quitado el anillo de boda ni ninguna otra prenda. ¿Venganza? Tenía anillo de bodas, ¿qué hay de su esposa? Telegrafiamos a su esposa en Paris y nos dijo que era su primer viaje a Normandía. No conocía a nadie en la región, así que no creo que tuviera enemigos. El caso es interesante. Bueno, ya hemos llegado. Es hora de echar un vistazo a la escena del crimen. La víctima yacía sobre la arena, de espalda y con los brazos levemente extendidos. Se podía apreciar un orificio de bala a la altura del pecho. Sus ojos abiertos parecían mirar al cielo. Ledru se acercó y los cerró cuidadosamente. Miró alrededor, había pocas pisadas. Eso era bueno, la escena del crimen no había sufrido alteraciones de importancia. ¿Posible hora del deceso? —pregunto Ledru. Calculamos entre las dos y las cinco de la mañana —respondió un policía. ¿Quién encontró el cuerpo? Un pescador de la zona. Lo vio entre las 5,30 y las 6 horas, cuándo se dirigía a su trabajo, e informó inmediatamente a la comisaría. Ledru miró nuevamente la arena de la playa. Las pisadas todavía no se habían borrado. Se distinguían correctamente las botas del pescador que se acercaban al cuerpo y luego se alejaban dando pasos apresurados. También había unas pisadas que correspondían al calzado que llevaba puesto la víctima. Pero lo que llamó la atención del inspector era un tercer tipo de pisadas hechas por pies descalzos que se acercaban a la víctima y luego se alejaban en dirección contraria. Ordenó inmediatamente que hicieran unos moldes de yeso para evitar que se borraran y pudieran ser analizados en profundidad. Ledru permaneció bajo el fuerte sol durante más de una hora siguiendo las pisadas hasta que ya no se distinguían, y buscando evidencia alrededor del cuerpo. Los demás policías y los transeúntes que se congregaban tras el cordón policial lo observaban en silencio. Finalmente habló para decir que el cuerpo ya estaba en condiciones de ser retirado. Cuándo un policía le preguntó si quería interrogar a algún testigo o a los turistas que paraban en las cabañas cercanas, se limitó simplemente a responder:

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No es necesario, ya sé quién es el asesino. Su enigmática respuesta desconcertó al resto de los policías. Mientras Ledru se alejaba rumbo al lugar donde estaba parando, el inspector Clezió corrió tras él para preguntarle cómo había descubierto la identidad del asesino. Ha hecho un buen trabajo, joven —se limitó a responder—. Te recomendaré para una promoción. Por la tarde, el inspector Ledru se presentó ante la comisaria de Le Havre. Tras pasar por la morgue para preguntar si habían podido extraer la bala del pecho de la víctima, se dirigió a la oficina del comisario. Inspector Ledru —dijo el comisario mientras se ponía de pie para recibirlo— estamos confundidos con su declaración de hoy. ¿Cómo es que conoce la identidad del asesino? Señor comisario —dijo Ledru— acabo de pasar por la morgue y me entregaron la bala que extrajeron del pecho del señor Monet. Con esto acabo de confirmar mi hipótesis sobre la identidad del asesino. Le voy a relatar todo lo que descubrí hasta el momento y luego me dirigiré a Paris para informarle al Comisario General de la Sûrete. Le pido que no obstaculice mi partida y que telegrafíe a Paris cuándo salga de aquí para informar de mi llegada. El comisario aceptó. Ledru se puso de pie para cerrar la puerta del despacho. A la mañana siguiente arribaba en ferrocarril a la ciudad de Paris cargando simplemente un bolso de mano. Se dirigió al edificio central de la Sûrete Nationale y una vez allí pidió hablar con el Comisario General. El comisario de Le Havre había telegrafiado y su superior lo estaba esperando. Inspector Ledru —comenzó diciendo el Comisario General—, tengo que confesar que estamos confundidos por la forma enigmática que actuó en Normandía. ¿Se encuentra usted bien de salud? ¿El aire de mar obró de manera opuesta a la que esperábamos? Señor Comisario —respondió Ledru—, voy a presentarle la evidencia recolectada en el caso del asesinato de André Monet que permitirá aclarar la situación. Abriendo el bolso de mano que cargaba desde Le Havre, extrajo la bala que unas horas antes había estado en el pecho del señor Monet. Esta bala corresponde a un Mauser ´86 de fabricación militar alemana. A continuación sacó su arma reglamentaria, un Mauser modelo 1886, y abrió el tambor. Le faltaba una bala. ¿Qué está queriendo decirme Ledru? —preguntó el Comisario General. 32


Voy a presentarle la siguiente evidencia. Estos son moldes de yeso de las pisadas que se encontraron cerca de la víctima y que, casi sin ninguna duda, pertenecen al victimario. Podrá notar que le falta el dedo pulgar del pie derecho. Ledru se quitó la bota derecha y le mostró al comisario que carecía de pulgar en ese pie debido a un accidente ocurrido en su adolescencia. El comisario no sabía cómo responder a la situación. Y la evidencia final —volvió a decir Ledru—. Esta es la ropa de cama que yo mismo llevaba puesta la madrugada en que se cometió el crimen. Podrá notar que en ella hay restos de sal marina y arena de playa. ¿Va a confesar que es usted el asesino? —preguntó el comisario. No puedo confesar —respondió el inspector— porque no recuerdo los hechos, pero la evidencia me incrimina. Hace mucho que padezco de sonambulismo y en el último tiempo mi estado mental se ha visto cada vez más alterado. Si soy capaz de matar estando dormido constituyo un peligro social y exijo que se me ponga bajo custodia. Desconcertado, el jefe de la Sûrete ordenó que fuera detenido en un calabozo hasta que el médico oficial diera su diagnóstico. El doctor Pierre de Lasallé se reunió al día siguiente con la cúpula de la Sûrete para dar sus impresiones. En la reunión también estaban presentes el Ministro del Interior y el alcalde de Paris. Si damos por cierta la declaración del inspector Robert Ledru —comenzó diciendo el médico policial—, podemos sostener que estamos ante un cuadro mórbido conocido como “sonambulismo homicida”. Todavía no ha sido incluido en la clasificación de las psicopatologías de Kraepelin, pero se han recolectado varios antecedentes en los últimos años. En 1878 un hombre en estado de sonambulismo mató a su hijo tras golpearle reiterados veces la cabeza contra la pared. Jean-Pierre Falret, Gilbert Ballet y otros eminentes profesionales de la medicina mental han dado cuenta de acciones homicidas llevadas a cabo por personas con alteraciones cerebrales, muchas de las cuales tienen su origen en la sífilis, enfermedad que le fuera diagnosticada al señor Ledru diez años atrás. Si a esto sumamos la evidencia física aportada por el mismo inspector, tenemos suficiente información para dar por cierta su hipótesis. Sin embargo hay una prueba más que podemos realizar para despejar las dudas. Una pistola con balas de fogueo fue dejada en la celda donde estaba prisionero el inspector Ledru. Durante las primeras noches no sucedió nada, pero en la quinta se

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levantó en estado de sonambulismo, tomó la pistola y disparó en reiteradas ocasiones contra el guardia que lo vigilaba. Tras esto se volvió a acostar. A las pocas horas se despertó sobresaltado, pero sin recordar nada de lo que había sucedido. Fue la prueba que buscaba el doctor Lasallé. Ledru fue recluido en una institución mental en las afueras de Paris, donde permaneció el resto de su vida. Con el paso de los años su estado de salud fue empeorando debido al avance progresivo de la sífilis sobre su sistema nervioso. Se cuenta que algunas noches rememoraba los hechos de Le Havre, y a la mañana siguiente corría a entregarse a la oficina del Director de la institución, a quién confundía con el Comisario General de la Sûrete.

luciano andrés valencia Argentina

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l pie derecho le faltaba un calcetín, y qué coraje terrible hizo Juventino ante el frío de las cinco a eme, de aquel invierno de enero. Bajo la cobija su pie dormía desnudo y reseco, cenizo. Paralelo al izquierdo, que se regodeaba calientito en el calcetín café de algodón. En algún agujero de la niñez de Juventino se coló un recuerdo: su mamá preparándolo para dormir. Las manos de su madre abrazando y cobijando sus pies, mientras le decía que el frío y las enfermedades entran por ahí. Habría que taparlos bien para luchar contra las noches heladas. No hubo fría noche siguiente en la cual Juve no se asegurara de portar calcetines para recostarse. Despertar por culpa de ese frío que aborrecía era motivo para traer la cara chueca durante el día. Evitó poner el pie desnudo en el suelo y buscó entre la cobija el calcetín perdido. Y estaba en el centro de la cama. ¿Cómo carajos llegó hasta ahí? pensó. Luego de ponérselo, saltó a la rutina: Estufa: agua para el café Patio: regar el obelisco Patio: encender el boiler Pasillo: apagar la luz de la calle Puerta: abrir y recoger el periódico Periódico: hojearlo de atrás hacia adelante Pasillo: hojearlo de atrás hacia adelante Estufa: agua lista Mesa: taza, café soluble, dos cucharadas. Azúcar, una cucharada. Bebió el café, tomó su ropa y en la regadera, sobre su espalda, cayó un chorro frío y ¡AAAH!, gritó Juventino. Luego de a poco se fue calentando. Seguro sería una excelente película muda, si sucediese más apresuradamente. Dos huevos estrellados, frijoles, tortillas y una segunda taza de café. Era el desayuno de Juve, antes de salir a la cerrajería que tenía en el centro. Aseguró las puertas y se dirigió al andén de la calle, donde estacionaba su Datsun ´78. Los vientos que arrastraba el frío cubrieron de polvo el auto amarillo, y alguien había aprovechado para dejarle un mensaje a Juventino, en el vidrio de atrás: ¡LÁVAME MALDITO CERDO! Juventino frunció el ceño al verlo. Desnudó toda su dentadura echando la quijada al frente, volteó hacia todos los puntos cardinales. Berreó. Toda su fuerza salió de su dedo índice contra el vidrio y respondió al mensaje: ¿PORQUÉ NO TE RAYAS LAS NALGAS? Lo hizo con más fuerza y consiguió una letra más oscura que la que perpetró el dedo del delito en el vidrio polvoso del Datsun. Anduvo las siete calles que separan su casa de la cerrajería. Todo normal. El 36


tránsito en la tercera, silbando el “alto” y el “siga”. El cielo huérfano de nubes. En la acera los transeúntes: un desfile de máscaras que van y vienen. A Juve nunca le nacen las dudas sobre las personas que no conoce. Desde que mamá se fue cuando él muy pequeño, solo vivió con su padre, hasta que también murió y lo dejó solo con el negocio. Con la casa y con el Datsun. La soledad no le hace mal, o al menos eso piensa. Papá murió y el cabello de Juve se fue muriendo también. “Ya llegó el pelón de la cerrajería”, se dijo a sí mismo como a diario. Era como una bienvenida propia, pero sin las sonrisas. La cerrajería era una cosa pequeña. Tenía espacio para llaves en la pared: grandotas, chiquitas, delgadas y gordas, doradas, plateadas, cafés, grises, oxidadas, felices, enfermas, mareadas. ¡Deprimidas! Juve lo llama el trastorno pospuerta, llaves que extrañaban el cerrojo que abrían o el candado que botaban. Hay espacio también para Juve y un mostrador con cajones para las herramientas, los trapos, un banco, la basura y dulces de nuez. Y encima del mostrador, la máquina para hacer copias de llaves. Que al cabo de un tiempo volverán y serán atormentadas por el trastorno pos-puerta. La boca de Juventino es ahora pinball, un dulce de nuez salta entre sus muelas y su paladar y sus dientes y sus labios, mientras con su mano pasa un trapo por el mostrador. Eso ocurría aquella mañana cuando un señor se acercó riendo, la panza del tipo se movía de arriba abajo al compás de su risa. ¿Ya viste lo que le pusieron en el vidrio a ese carro? se dirigió a Juventino y su risa bajaba de volumen. Juve, con la cabeza agachada lo miró y movió su cabeza de izquierda a derecha. El hombre de la carcajada quería una copia de la llave del cerrojo de la puerta de la entrada de su casa. La dejó y dijo que volvería después del mediodía. Juventino le dijo que estaría lista antes del mediodía. Apenas el sujeto se había ido Juventino tomó el trapo y se dirigió a donde el Datsun. En la orilla de la calle. Y talló hasta dejar libre el vidrio de la conversación de polvo. Tomó una llave nueva para la copia del burlón. Encendió la máquina y sacó la copia. Una nueva llave brillante, exactamente igual en forma a la opaca llave de la esposa del cliente. Las colocó en el muro junto al mundo de llaves, para que esperaran. Otro dulce de nuez haciendo ruido en la boca de Juventino y se sentó en su banco. Entrecruzó los dedos de sus manos y puso la mirada en el suelo. Pensó en lavar su Datsun o no. Pensó en el sujeto que se burló de la pinta de polvo y sobre que ya debería volver para no pensar en que volverá y quizá, se dé cuenta de que el vidrio trasero del Datsun está limpio y reirá de nuevo a carcajadas con la boca y con la panza. 37


Pensó también en la cena y no ahondó mucho en las posibilidades para comer. Consideró en repetir huevos, frijoles y café o pasar por pan dulce y comer con café. Cuando pensó en la panadería se le ocurrió también comprar bolillos y ponerles frijol y acompañarlos con café. O hacer unos tacos con el frijol y las tortillas que hay en casa y pasarlos con un buen café. Pasó el mediodía y en cualquier momento podría llegar el cliente. No había llegado nadie más. Ese día nadie necesitaba copias de llaves, ni candados nuevos, ni reparar ningún cerrojo. Solo estaba solo, ahí en la cosa pequeña que era la cerrajería, Juventino y el universo de llaves. Los dulces de nuez y el silencio. El sol estaba matando al día cuando el cliente regresó. ¿Ya está la copia, no? Juve, con la cabeza agachada lo miró y movió su cabeza de arriba hacia abajo. Se la entregó. El tipo puso veinte pesos en el mostrador. Juventino le dijo que eran veinticinco. El tipo puso cinco más sobre el billete y se fue. No dijo nada del Datsun. No se carcajeó. Juventino cerró su local. Prendió su Datsun y tomó el camino de regreso. Al pasar la primera calle decidió que la cena serían tacos de frijol y café. Y que el carro lo lavaría después. Hay poca gente en las calles al instante del paso de Juve. Los oficiales de tránsito no son necesarios silbando en la esquina. En el andén de la calle se estaciona el amarillo Datsun. Juventino ha llegado a casa. Su mirada de siempre en el suelo, al poner el pie en la banqueta vio un charco seco de sangre y se detuvo de golpe. Era ese rojo de sangre que ya le han pegado los rayos del sol. Oscura, convertida en parte del suelo. Al charco le sigue un camino de gotas: grandotas, chiquitas, delgadas y gordas. Juve sigue el camino de sangre con una mirada chiquita. Lo lleva hasta la puerta de su casa. Alguien había botado el cerrojo y ahora sus llaves no eran necesarias. La puerta está abierta pero no deja ver el interior de la casa. Juve toca su cabeza calva y voltea hacia todos los puntos cardinales parado sobre gotas de sangre. Seguro sería una excelente película muda, si sucediese más apresuradamente. Caminó hasta la entrada sobre el caminito de sangre observando el agujero de la falta de cerrojo. Juventino abrió la puerta.

HERIBERTO DUARTE ROSAS

México

Twitter: @HeribertoDuarte

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ray Bérenguer de Lacroisille ha sido torturado. Hoy es sábado, once antes de las calendas de noviembre del año de Gracia del Señor de mil trescientos siete. Hasta hace diez días, Fray Bérenger era Turcoplier de los Pauperes Commilitones Christi Templique Solomonici, la Orden de los Caballeros Templarios; y ahora está en la Tour Grosse de la que fuera la Fortaleza del Temple en París, y en manos de los verdugos que dirige Guillaume Imbert, Inquisidor General de la Fe en Francia y confesor de Felipe IV, el Hermoso. Fray Bérenger ha sido sometido al strappardo; le ataron dos grandes campanillas de bronce a sus testículos, a modo de burla; y también pasó por la squassation, con lo que le han dislocado hombros y brazos, y quebrado las piernas en varias partes. Ha sido fustigado y le han arrancado tiras de piel y carne con garras de gato. Le han sacado las uñas de los dedos y en su lugar han colocado clavos candentes; y le han quemado las plantas de los pies con planchas de metal al rojo. Fray Bérenger ya se reconoció sacrílego, hereje, apóstata, idólatra, sodomita y simoníaco. Ha declarado que él y sus hermanos del Temple escupieron sobre la Santa Cruz, renegaron e insultaron a Cristo, rindieron culto a dioses paganos, veneraron a vírgenes negras, adoraron al Bafometo y practicaron ritos obscenos, incluso el Osculum Infame. Fray Bérenger no sabe de las intenciones del rey Felipe, de su canciller Nogaret y de su chambelán Portier de Marigny, ni de la indecisión del Papa Clemente V. Está solo y desnudo en una celda sin, siquiera, el confort de un poco de paja sobre la fría piedra del piso. Desconoce que su Gran Maestre Jacques de Molay ha caído, también, en desgracia y está prisionero a unos cuantos pasos de él. Supone, sí, que no es el único cautivo. Cree haber escuchado a los verdugos cuando nombraban a sus amigos Fray Robert de Plessiez y Fray Reinald de Milly; y entre idas y venidas de los continuos desmayos, le parece haber escuchado las súplicas de su Senescal, André de Périgord, que venían desde una celda no muy lejana. Sin embargo, el dolor que siente en algún lugar de su pecho es infinitamente más fuerte que aquel que le provoca la tortura. Fray Bérenger respondió afirmativamente a todas y cada una de las aseveraciones de sus inquisidores; no por temor al tormento, sino como resguardo para no delatar a la única persona que le importa: Cécile de Monssac. Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos participaron en orgías en las que no había mujeres, mientras pensaba en los destellos de los hermosos y grandes ojos negros de Cécile. 40


Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos reverenciaban al demonio encarnado en un gato, mientras recordaba una radiante y franca sonrisa dorada. Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos quemaban niños y bebían sus cenizas mezcladas con vino consagrado, durante la celebración de la Santa Misa, mientras evocaba unas trenzas azabache, que brillaban como el ébano de Santa Helena a la luz del sol. Dijo que si cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos afirmaban que Cristo había sido un falso profeta, y que no había padecido en la cruz para la redención del género humano, mientras rememoraba la tersura de una piel blanquísima y el rubor del decoro de su amada. Pero Fray Bérenger de Lacroisille jamás vio a Cécil de Monssac. Ni siquiera sabe si existe. Hace más de diez años, en uno de sus tantos viajes por el Rousillon, oyó la cansó que trovaba Amanieu de Sescars, y se extasió ante aquella declaración de amor que imaginó suya: La belleza y el bien que hay en mi dama me tienen gentilmente atado y preso. Y Bérenger imagina que no es la Inquisición quien lo tortura. Sueña que es Cécil quien maneja la fusta o arranca sus uñas, y delira que ella le canta, aunque las palabras solo suenan en su mente afiebrada. No está curada la llaga que me hiciste, amor, cuando me heriste con tu cruel espada. No le importa el Temple, ni su Maestre, ni su Senescal, ni sus compañeros. Está dispuesto a firmar cualquier confesión, y hasta renegar de la gracia del perdón ofrecido por los domínicos, si se lo ofrendasen. Está dispuesto, incluso, a inventar cuanta maldad le insinúen y ponerla en boca hasta del mismísimo Papa, si se lo ordenasen. No sabe por qué, pero espera de manera ardiente la sesión de tortura venidera en la que le arranquen la lengua con tenazas para asegurarse de que ni en el delirio de la fiebre que lo abrasa va a nombrarla. Yo ardo sin ser quemado en vivas llamas de amor. Fray Bérenger soporta todo sin desmayarse porque teme pronunciar su nombre y que sus jueces se interesen en ella, y la busquen. Le espanta la idea de que Cécil exista, y los verdugos de la inquisición la encuentren y la sometan al espanto por el 41


puro placer de apagar su hermosura.

DANIEL FRINI

Argentina

Facebook:facebook.com/DanielFriniEscritor/ Blog: danielfrini2.blogspot.com.ar/ Twitter: @dfrini Instagram: danielfrini Ivoox: ivoox.com/podcast-audiotextos-daniel-frini_sq_f1418104_1.html

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e voy a morir. Te dije mirándote a los ojos con la voz pausada y serena que tanto te asusta. Cállate y no digas eso porque no me gusta. Me voy a morir y un día tú también. Recité como sentencia. Pero seré un fantasma y vendré a asustarte todos los días y te susurraré al oído un buuuuuu quedito hasta que se te ponga la piel chinita y cada vellito de tu cuerpo se erice. Me miraste de soslayo con esos ojos que pones mientras aprietas los labios, mientras te susurraba al oído y veía muy cerquita la poesía de tu piel de gallina. Me levanté de la cama descalza y fui a la cocina de nuestro departamento en el centro y serví dos tazas de café, el tuyo con hielos porque no te gusta lo caliente. Nos sentamos en el petate al lado de la mesita que compramos aquel día en la lagunilla, sin decir palabra, mirándonos como si fuéramos un abismo conocido, me levanté para poner un disco en la tornamesa que me dijiste que no comprara pero que después descubriste que era una gran adquisición. Sonó "La canción" de siempre y los dos clavamos aún más la mirada en nuestras tazas de café. Habíamos hecho el amor hacía unos minutos, quedito y firme al mismo tiempo como quien se despide porque tiene que irse y no porque quiere, recorriendo con nuestros dedos índices y la mirada cada centímetro de nuestro cuerpo, como tratando de fotografiar cada detalle, perdidos en la erótica de la despedida y la injusticia del hasta pronto, fundidos en una explosión de palabras y letras confusas representando el infinito. Regalándonos el mejor de nuestros orgasmos juntos, cansados, felices y jadeantes fluyendo en un mar de palabras. Me acerqué a ti y te di un beso profundo y largo como el que nos dimos la primera vez, cuando terminamos de recuperar el aliento apuramos el café y nos abrazamos. La luz, amarillenta y rojiza comenzaba a colarse por la enorme ventana de la habitación, se reflejaba entre el montón de libros y libreros de nuestra casa y eso solo era símbolo de una cosa: el momento de partir estaba cerca. Nos desperezamos del abrazo y el amor que nos envolvía y te sentaste en tu silla favorita mirándome y enlistando todo lo que me hacía falta meter en la maleta, muy en tu papel de checklist viviente, sentí tu mirada lasciva cuando viste mi reflejo en el espejo de la puerta porque todavía andaba en calzones como me gusta andar. Sonreímos con la mirada cómplice de quien comparte un buen tomo de vida, nos dedicamos una mirada de deseo larga y sincera para luego vestirnos con la ropa que cubre los cuerpos conocidos y memorizados, revisamos por última vez el orden de las cosas y el contenido de la maleta, preguntaste tres veces si no olvidaba nada y si el pasaporte, las tarjetas y el dinero ya estaban en la bolsa. Silencio. El encanto de lo nuestro, la magia, pues, lo que nos mantuvo vivos por tanto tiempo a pesar de todo, fue lo maravilloso de lo cotidiano, el amor en tus ronquidos y 44


la felicidad de quedarme dormida con las gafas puestas y la seguridad de que me las quitarías. Ahora pues tenemos que morirnos, subir al avión y darnos la vuelta a la espera de volver a encontrarnos en otro aeropuerto en algún lugar perdido donde el pasado y el futuro no existan, donde viajar contigo sea lo único que cuenta. Voy a morir, como cuando te subiste al avión hace tres años y con suerte nos encontramos a la vuelta. Voy a morir y mi epitafio rezará "Viajera insaciable" y tirarás mis cenizas en Punta Cometa y tiraré las tuyas en el lugar de tu preferencia y quemaremos los pasaportes y entonces nos encontraremos... o no, en alguna sala de cine o en una librería o en alguna calle de las tantas que recorrimos juntos. Ojalá vinieras conmigo, ojalá no hubieras perdido el rumbo, ojalá existiera el hubiera y ojalá el dolor que sentimos ahora se desvaneciera y se quedara en medio del Atlántico o en un hoyito a tres metros bajo tierra y estuviéramos haciendo la maleta juntos dispuestos a cruzar el mundo con las ganas nuestras de siempre de devorarlo y caminarlo todo. Lo pensé, no te lo dije. Nos dimos un beso largo de nuevo y sonreímos. Te aviso cuando llegue.

KARLA MARIANA LÓPEZ ARAGÓN

México

Twitter: https://twitter.com/GdlSmith Instagram: https://www.instagram.com/km_aragon/

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la última habitación de la casa solo se podía acceder por el patio. Mi abuelo había mandado tapiar la puerta de acceso desde la casa el mismo día que permitió que el viejo se quedara. Acá, en la casa grande, disimulados tras un closet de oscura madera, podíamos contar los ladrillos con que se había acatado su orden. El hombre era un pariente lejano de la abuela Lorenza, mi bisabuela, que llegó un buen día con un recado de familiares. Dijo llamarse Gerónimo, así con G, porque, según nos contaba después, era el nombre de un noble jefe indio del pueblo apache, orillado por la historia, aunque a él en el pueblo todos lo conocían por el sobrenombre de Suleiman, como El Magnífico, e incluso le adjudicaban dotes adivinatorias. Abuelo decidió que colocaran una cama y un baúl en el cuarto que, el propio Gerónimo, mas tarde, se encargaría de llenar con toda clase de revistas y periódicos que leía con desespero. Vestía un abrigo negro en cualquier época del año, y cuando cruzaba por el patio el aire se impregnaba de un extraño olor, mezcla de jazmín y comején. Mi madre lo veía pasar desde la ventana de la cocina, y muchas eran las tardes en que lo invitaba a tomarse un plato de sopa. El viejo aceptaba y se sentaba a la mesa con la dignidad de quien viene ahíto de un banquete, aun cuando esa fuera su primera comida del día. Se sentaba derecho frente al plato y, sin ruidos, sorbía la sopa con delicadeza y aires de príncipe oriental. Yo lo observaba desde el otro extremo de la mesa, desconsolada ante mi plato de sopa. Cuando el hombre terminaba de comer, le cambiaba su plato por el mío, y el viejo, con aire de conspirador, se ocupaba de vaciarlo con la misma delicadeza y parsimonia de siempre. Mamá nunca se percató de este trato callado entre el viejo y su hija. En aquellos años yo estaba casi convencida de ser, porque así lo aseguraba mi madre, la única niña en el mundo que odiaba aquel plato sustancioso, humeante y oloroso a yerbas del patio. Muchos años después conocí las historietas de Mafalda.

ANA BUSQUETS FARIÑA

Cuba

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ebajo de un hongo, vivía Ilamatl. Tenía la sabiduría de los miles de años en la Tierra. Había caminado cientos y cientos de kilómetros hasta su nuevo hogar: México Tenochtitlán. Primero se apostó en una chinampa muy cerca de Tlatelolco, pero las serpientes eran su principal enemigo. Buscó entonces un lugar más tranquilo y supuso que Xochimilco sería ese lugar. Las flores, los juncos, los axolotls, le provocaron una alergia terrible. Por ese entonces Ilamatl no se llamaba así, aún era joven, una linda ichpochtli, con su piel dorada por el sol y sus trenzas amarradas en tres tantos sobre la cabeza, haciendo una hermosa corona de cabellos negros, que adornaba siempre con cempasuchil, fuera o no temporada. En busca de un nuevo lugar, llegó al Xitle, volcán que hacía mil años había hecho erupción dejando asentamientos cercanos llenos de piedras y zonas áridas. Fue así que Ilamatl se quedó en el ombligo del ombligo del volcán. Allí hizo su casa, debajo de una piedra semiporosa, por donde podía filtrar el agua de kiauitl, dadora de la vida. Poco después, encontró que bajo los hongos tenía techo y comida, así que hizo su casa debajo de una gran amanita. Ilamatl se fue haciendo cada día más vieja. Alejada de los humanos, había sobrevivido muchas desgracias, sola era feliz. Pero un día vio pasar a un grupo de personas que se lamentaban a viva voz, lloraban y sufrían la muerte de un ser querido. Los siguió, hasta el Mictlampan. No pudo más que lamentar el sufrimiento de esos pobres. Con un bastón hecho de caña, se acercó hasta ellos. Les dio los buenos días amablemente, y el sentido pésame de rigor. Los humanos la trataron de forma cordial y le invitaron del itacate. Mientras comía y bebía se sintió capaz de extrañar el calor de los humanos. Suspiró muy hondo, antes de dejar salir un pensamiento. Hacía cientos de años que no charlaba con los humanos, que no podía sentirse alegre de hacerlo. En su condición de anacoreta, Ilamatl había desarrollado ciertos poderes, pensó dos veces antes de decirlo. Hurgó en su corazón, escarbó en sus sentimientos, y por fin lo pudo concretar en un hermoso regalo. Pasó su mano por la frente del doliente. Y le dijo: no te preocupes, te prometo que cada año podrás recibir a tus muertos en casa. Sé feliz, por ellos que ya están con Mictlantecutli. Era un don para esa familia, cada año podía recibir a sus muertos, Ilamatl vio que podía hacer feliz a muchos más. Fue y extendió el don a todo México Tenochtitlan. Ilamatl enseñó a aquellos antiguos el arte de la ofrenda. Habría que traer los objetos preciados del difunto, que como imanes servirían para hacerle llegar a lo que en vida fue su hogar. La fecha la regía Meztli, porque en ella se guardaban los secretos del corazón, y en el corazón es 49


donde se lleva el alma de los recordados, de los muertos que amamos. Esto fue en un principio, cuando Ollin danzaba entre los sembradíos de cempasúchiles. Ollin era un padre severo, pero era el que llevaba las semillas de un lado a otro, dador de la vida y amigo de Meztli, de Atl, y Ehecatl. Se reunieron los dioses en la noche infinita, departieron entre ellos y les pareció una gran idea permitir a los muertos el retorno en una fecha especial. Se hicieron cómplices de Ilamatl, la abuela eterna de los humanos, y con ella ordenaron el cosmos para que a través de las salas del Mictlan los muertos regresaran con sus seres queridos. Ilamatl sigue bajo ese hongo, en el ombligo del ombligo del Xitle, al sur de lo que ahora es la Ciudad de México, y que en un tiempo fue la gran Tenochtitlán. De vez en cuando, cuando llega el día de muertos, asoma sus ojos de abuela gigante bajo la nube de contaminantes. Llama a Ollin y Ehecatl para que despejen el paisaje, se sienta en las colinas de la sierra azteca y comienza a cantar esa historia. Y sigue cantando su canción, y viento, sube hasta el Sol, y Sol le da color a las flores de los muertos, por eso las flores llevan el dorado del Sol. Y sigue cantando su canción, allá donde Meztli lleva en el corazón el nombre de los recordados, donde Ehecatl trae los susurros de quienes lloraron la pérdida de sus amados. Ilamatl es mi abuela, y mi abuela tiene largas trenzas, una sonrisa eterna y sus historias me despiertan mientras ella duerme en la mecedora.

VERÓNICA MIRANDA OSNAYA

México

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a detuvo el semáforo en la esquina de Lavalle y Libertad. Fue cuando aparecieron mágicamente los anteojitos para ver ciertas cosas. Le pasa desde pequeña. Con solo girar la cabeza unos centímetros hacia la derecha, pudo observar que una caterva de chicos del secundario apuraba el paso para llegar al ILSE, gente dentro del bar con sus conversaciones, sus ideas, su micromundo, colegas de traje y corbata, gente vestida con ropa de marca de dudosa procedencia. Puso a resguardo el celular dentro de la mochila. Algo detuvo su atención, un hombre uniformado custodiaba la camioneta de traslado de detenidos. Estaba parado en la vereda girando de un lado a otro su cuerpo y su Ithaca 37, en forma de abanico, en dirección a la puerta de acceso a un juzgado y, por otra parte, a la puerta del móvil. Parecía un chico con un palo de escoba jugando al poliladron. Ella sintió la necesidad de tirarse al piso, cuerpo a tierra, pero no lo hizo. Pasaron por su mente muchas cosas en ese pequeño lapso. Vio chicos gritando, gente corriendo, mirones que nunca faltan, un colega que tal vez quiso hacerle una broma al hombre armado. Qué fácil es desencadenar una tragedia. Imaginó sangre avanzando por las baldosas grises hacia el cordón de la vereda. En su cabeza múltiples detonaciones, personas vestidas de civil gatillando armas. El resplandor de la pólvora, la cara desgarrada de la gente que comprendía que no era un sueño, que eso, en verdad, estaba ocurriendo. Fijó su vista en un muchacho y lo imaginó herido en una pierna, pasado de dolor —por excesivo— con toda la lucidez para saber que eso que colgaba de su rodilla derecha hacía instantes fue su pierna. Ulular de sirenas, tiros, gente gritando, gente tapando las bocas de quienes gritan o susurran con el fin de salvarles la vida. Todo, en el tiempo que dura el cambio de rojo a verde. Rojo: rojo sangre. Sabe que incluso ella hubiera podido tomar el arma y cambiar el destino. Amarillo: nadie es tan santo o ni tan cuerdo como cree. Verde: apurate que ya viene el colectivo.

LAURA FOLCH

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os datos eran precisos, tan precisos como la tecnología más avanzada y sobreviviente podría asegurar. La tormenta estaba próxima a terminar y ello significaba una sola cosa: era el momento de prepararse para la segunda fase de la misión. Atrás quedaba el invierno nuclear que había azotado al mundo por un siglo y medio. El domo tenía rajaduras y daños en su estructura, pero había resistido mucho más tiempo del que tenía previsto, y aunque ya no funcionaba correctamente, había cumplido su cometido. Hacía un siglo y medio atrás, el domo había sido el lugar en el cual la humanidad resistiría al fin del mundo. Ocho mil embriones humanos fueron criogenizados hasta que la Tierra fuera nuevamente habitable. Para cuidar de las cápsulas en estasis, se contaba con una enorme población de científicos y asistentes mecanizados dotados de la más avanzada inteligencia artificial de la época. Los autómatas vigilaban cada detalle del domo; se desplazaban sobre sus orugas, lo observaban todo a través de sus sensores ópticos. Con el pasar de los años la parte superior de la estructura sufrió serios daños por filtraciones, tormentas, agua y polvo. Las zonas subterráneas permanecían inactivas en espera de la señal prevista para iniciar la ectogénesis humana. Las mentes más brillantes calcularon que el clima sería amable en cuarenta años pero habían pasado ciento cincuenta y la tormenta recién menguaba. Una unidad J5 se conecta a la consola matriz con su extensión articulada, algunas luces parpadean y otros circuitos sueltan chispas. Una luz de alerta avisa que una nueva fuga de energía tiene a ese sector del domo funcionando al 13% de su capacidad. El último asistente funcional se desconecta de la consola recalculando las probabilidades de éxito de la misión. Sus demás compañeros hace mucho que son chatarra o tienen los circuitos y cables corroídos. El J5 toma una decisión; debido a los desperfectos doscientas vainas habían devenido, así que se salta los preparativos y procede con la fase dos. El autómata ingresa los comandos del procedimiento en la primera zona subterránea del domo pero sufre un desperfecto producto de años sin mantenimiento y lo que fue un parpadeo para él terminan siendo días. Cuando logra reiniciarse las vainas ya estan en el sector inferior aunque otras cien se han perdido en el proceso. El robot sigue recalculando. El éxito de la misión peligra y una corriente eléctrica lo sacude. El J5 desciende a la zona dos y cierra la bóveda, impidiendo que se corrompa el proceso. 54


El J5 es el único testigo del renacimiento de la humanidad y su inteligencia le permite razonar sobre aquel acontecimiento más allá de su programación, lo que significa que gracias a su esfuerzo los humanos podrán repoblar la tierra, pero una alarma de alerta lo sacude y sus extremidades se mueven erráticamente ¿miedo? El autómata se conecta al sistema y se da con la terrible sorpresa. Hubo una filtración de agua y parte del cableado se encuentra estropeado, este debe ser reemplazado, sin la energía constante el proceso de ectogénesis no podrá concretarse y el contenido de las vainas morirá, la humanidad perecerá. Rápidamente el J5 regresa hasta la zona de chatarra (antes de repuestos) y busca los elementos necesarios. Con cierta impotencia toma el escaso material que aún está en condiciones de ser utilizado, todos los repuestos están estropeados tras siglos de abandono, ni siquiera podría rescatar material de sus colegas desactivados pues ahora no son más que oxido y herrumbre. Reúne lo que puede y desciende a la bóveda, sin embargo su batería interna vuelve a fallar y se desactiva; pasa un parpadeo cuando se reinicia. Llega al sector dos y observa, con algo parecido al terror, como sobreviven solo el 50% de las cápsulas en estasis. El J5 estuvo inactivo mucho tiempo, ahora las vainas contienen fetos de casi siete meses pero muchas vidas se han perdido. Se desplaza hasta la zona del desperfecto, desenrolla el cable y comienza a reemplazarlo por el dañado, cada centímetro que avanza el tiempo corre y más vainas se pierden, puede ver en un enorme panel como las cápsulas con cadáveres pasan a una luz roja y empiezan a superar a las verdes con seres vivos. Por fin le faltan diez centímetros de cable para lograr la conexión segura pero el material de repuesto se terminó. El J5 tira del cable en un intento por alargarlo pero es imposible. Mientras recalcula sus opciones su programación repite extractos de grabaciones que hizo de los científicos que lo construyeron, los ve jóvenes, luego viejos, luego muy pocos y por fin solo queda la imagen de una ingeniera de cabellos canos y profusas arrugas que sonreía mientras atornillaba la placa del pecho del J5, placa donde se sitúan sus circuitos centrales. De inmediato abre su pecho y de su panel auxiliar extrae el pedazo de cable que le falta, corta en un lado y otro recuperando el material, creando una fuga de energía que lo drenará en cuestión de minutos, termina su tarea y gira para contemplar como el enorme panel anuncia que el proceso de la fase dos está en perfecto funcionamiento. Las 3561 cápsulas sobrevivientes terminarán su fase de gestación y los niños nacerán de manera exitosa. Cuando las vainas estén listas para nacer se abrirá el tercer sector donde nuevas máquinas se activarán y se encargarán de cuidar y criar a esta nueva generación de 55


humanos. Con suerte los sectores inferiores estarán en perfecto estado. El asistente autómata modelo J5 estira sus brazos para tocar las vainas en estasis pero están muy lejos, llenas de vida, de esperanza. Se queda sin energía y se apaga. *** Años más tarde, las puertas del Sector Tres se abren, dejando salir a un grupo de pequeños seres cárnicos vestidos con ropa ligera, humanos de seis años que saben caminar, hablar, contar y leer, todo gracias a las máquinas que los criaron. Máquinas sometidas estrictamente a los sectores tres y cuatro del domo. Los pequeños saltan y derrochan energía, futuros hombres y mujeres juegan explorando entre la chatarra, viendo con ojos curiosos el exterior por primera vez, pasan corriendo hacia la salida de la bóveda donde la luz del sol es clara, cálida y bondadosa, y la naturaleza verde lo domina todo; corretean ignorando el cuerpo inerte de una unidad J5, derrumbada frente al panel central de ectogénesis, que parece observar de manera complacida para toda la eternidad.

POLDARK MEGO RAMIREZ

Perú

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oña Virginia era la persona de confianza de mi madre. Tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años, amable y cariñosa. Debía prepararnos la merienda, la comida, cenaba con nosotras y se retiraba cuando nos había dejado con los pijamas puestos, la cocina limpia y por supuesto, cuando ya hubieran regresado nuestros padres. Además era enfermera, sabía del asma de mi hermana a quién cuidaba de los cambios de temperatura y mis problemas digestivos, así que respetaba y controlaba mi dieta. En fin, sabía qué hacer en cada circunstancia. Fue así que también le tocó lidiar con la enfermedad de mi padre. Él había sufrido un ACV y estaba muy delicado. Tenía un régimen especial de alimentación y tomaba muchos medicamentos en diferentes horarios. La indicación médica era reposo absoluto, razón por la cual aumentó su malhumor y parecía enojado con toda la humanidad. Trataba con prepotencia a Virginia, sin embargo ella se mantenía amable y paciente. Mamá le dejaba todo anotado para evitar equivocaciones y aliviarle trabajo en alguna medida. Fueron tres largos meses hasta que papi recuperó algo de sus fuerzas para colaborar en sus traslados y cambios de posturas. Virginia perseveraba en los cuidados tanto para nosotros como para papá. Él seguía con sus quejas hacia ella argumentando que no acudía prontamente a asistirlo y que sus cuidados no eran eficientes. Esperaba que llegara mamá para acusarla de todo. Ella parecía agobiada ante la sobrecarga de trabajo y el maltrato que recibía a cambio. Esa noche de hace cuarenta increíbles años, Virginia se fue de casa como todas las noches. Hizo la cena, la sirvió, lavó los platos, ayudó a mi padre en su higiene, le administró los medicamentos y partió. Cuando mamá llegó, fue directamente al dormitorio donde estaba papi. Algo le ocurría a él. Tomó el teléfono y entre llantos llamó a la ambulancia. Luego llamó a Virginia. Una y otra vez. Debimos quedarnos con la vecina ya que nunca atendió los llamados, ni al otro día, ni dos días después. Papá murió esa noche en los brazos de mamá, en la ambulancia, camino al hospital. Días después escuché que mamá hablaba con su hermana y le decía que no descansaría hasta encontrarla. Siempre recordaremos aquella noche por la muerte de papá y porque nunca más volvimos a ver a Virginia. Mamá murió hace poco y jamás permitió que la interrogáramos acerca de eso.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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E

l revoque se cayó. Bueno, para ser más apropiado, debería escribir aquí con una mayúscula y en cursiva: Revoque. Ese era el apodo de mi hermano menor, el bonito de la casa. A mí solamente me destinaron el apelativo Fratacho (también lo escribo con una mayúscula y en cursiva) por ser el primero, supongo, y el más manuable de todos. Y para no romper la gallega tradición de la familia, donde los nombres solamente eran un instante legal que se cumplía en alguna oficina, a mi hermana le correspondió ser la Plomada (que también escribo con una mayúscula y en cursiva para no ser menos). Y así anduvimos por el mundo, cargando esa herencia de albañilería en concordancia con los oficios de mi padre. Y entonces, vuelvo al comienzo. El Revoque se cayó. Se quebró una pierna, se fracturó la tráquea, se complicó la historia y nos tuvo en vilo varios meses. La posibilidad de perder el Revoque (aquí sería apropiado no usar mayúscula ni cursiva) sería muy destructiva. Corrijo, entonces. Perder el revoque sería una calamidad en toda la casa. La situación fue superada. Pasaron treinta años desde entonces y ya estrenamos orfandad hace tiempo. Simplemente dejo estas anotaciones. Y, a todo esto, no se me acuse aquí de insensible o desamorado por el tono y la nimiedad de lo relatado pero resulta que del otro lado del puente, nos enteramos hace unos quince días, vive un hombre al que llaman “media cuchara” (no sabría si escribirlo con una mayúscula y en cursiva y por eso lo coloco entre comillas) al que no se le conoce padre ni oficio o profesión declarada. Por algunos vagos rasgos y modo de caminar, se nos hace familiar. A veces aparecen algunas dudas. No sabemos si nuestro padre, tal vez, extendió cimientos extramuros o solo se contentó con lo que había para hacer en casa. Cuando comentamos el caso, nuestra hermana, la Plomada, siempre tan a tierra, tan centrada, nos dijo que nos dejáramos de jugar a los parentescos y que el árbol genealógico hace rato que se ha secado. Desde que estudia para policía, la Plomada está muy letrada.

RICARDO BUGARÍN

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/Ricardo-Bugarin-720309281351325/

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L

a cabeza de Klegg Zangwill tenía la forma de una enorme pera invertida. Estaba enteramente desprovista de cabellos, cejas, pestañas y dientes, pero, en cambio, el pulgar del Taxidermista le había insertado dos ojos de vidrio verde en cuyo fondo relucían oscuros fuegos. Ahora se abría un tajo del color de la carne cruda recién rebanada en la mitad inferior de la cabeza de Zangwill: sonreía. Las sombras del pasillo ondulaban como si tuvieran vida a través de los accidentes de su piel. —Adiós, Bubert —musitó Zangwill—. Buen viaje… Klegg Zangwill había cometido el crimen perfecto. Los pies del hombrecito no producían más ruido que las patas de un gato; y asimismo su vista parecía despreciar la oscuridad, como la del felino. Klegg Zangwill sabía muy bien donde pisaba. Un siseo chirriante: Zangwill reía entre dientes. Podía imaginarse al comisariote estúpido y de anchos mofletes, que se cansaría de rascarse la coronilla parado frente al cadáver y a la flor escarlata abierta sobre la pechera blanca. Bubert había muerto, sin lugar a dudas, de un tiro en pleno corazón. Pero era inútil buscar huellas, porque no existían. No se podía iniciar ninguna pesquisa en procura del arma, pues no había arma alguna. Y no cabrían pruebas balísticas... ¡porque tampoco había bala! La nudosa diestra de Zangwill deslizó la puerta corrediza del pequeño ascensor personal. Los ojos verde oscuro parpadearon ante el golpe de luz. El trago amargo, se dijo. Pero era más seguro que las escaleras. Lo conduciría directamente al subsuelo..., y a la salida de servicio, que daba al penumbroso callejón de la Daga. Desagradable, pero necesario. Ya lo tenía ensayado. Un descenso de apenas dos minutos, y por otra parte se podía distraer gozándose en la confusión del hipotético Comisario Mofletes. Entró. De inmediato las paredes del cubículo se cerraron sobre él; pero apretó los párpados y respiró hondo cinco veces, y entonces dejó de temblar. ¡Maldita claustrofobia! Pero no iba a pensar en eso. Mejor pensar en Bubert, se dijo, y en el flujo negruzco que ya se estaría coagulando. —No te ríes más, ¿eh, Claude? Claro que tampoco había llorado; y eso era lo único que le molestaba a Zangwill: el hijo de una gran perra no había sufrido como se merecía. Se había dormido plácidamente y había abandonado el escenario de sus brutalidades en un 62


mutis silencioso... En fin, había que conformarse; nada es perfecto del todo. El hecho era que Claude Bubert no iba a ensuciar más el aire con su aliento aguardentoso, ni ofendería los oídos de nadie con aquel cacareo que le salía por la boca cuando pretendía reírse. El índice enguantado de Zangwill tanteó para oprimir el último botón. Sintió un leve vahído al iniciarse el descenso. La imagen del comisario cara-de-luna se movió bajo los párpados cerrados de Klegg Zangwill; pero conservaba su expresión aturdida. Pobre tipo. Daba lástima… —¿Pero quién entiende este infierno? ¿Cómo se puede matar a un hombre de un tiro en el pecho..., sin tiro? ¡Pobrecito comisario! Ignorante como una gallina... ¿Qué sabía del subconsciente? —Infeliz —dialogó mentalmente Zangwill con su creación—. Con seguridad que te causan risa esos mistificadores que pretenden hipnotizar. Cómicos de la legua, según tú... Charlatanes de feria, ¿no? Pobre desdichado, ciego. Claro que nunca habrás visto, como vi yo, brotar ampollas en la carne de un hombre dormido, cuando el hipnotizador le asegura que el lápiz con que lo toca es un hierro al rojo blanco. Ah...: el subconsciente. ¡Qué arma! El arma perfecta para el perfecto crimen. —Bueno, una ampolla o dos, vaya y pase (la evidencia le rompería los ojos aún al más obtuso y Don Mofletes cede); ¡pero un disparo en el corazón ya es otra cosa y esa no la trago! ¡Ah..., ser rutinario! ¡Ah, mentalidad de asbesto! ¿Qué sabes tú de las audacias del pensamiento, si apenas alcanzas a pensar lo suficiente como para llenar las formas? Tú ni imaginas los profundos estudios que consumen una vida entera y ajan la epidermis y el alma, en años y años de contracción sin paréntesis. No; tú prefieres llenarte las tripas y reírte como un ganso de lo que no entiendes. Igual que Bubert..., hasta que descubrió, más bien súbitamente, que había vivido equivocado. Muy a pesar suyo. A ti también te va a pesar; aunque no tanto como a él, claro. Con un par de aspirinas y la bolsa de hielo en el cráneo lo arreglas. Desde luego, tu eventual ascenso se convertirá en algo bastante menos positivo; pero de eso no se muere uno. Escucha, viejo: claro que unas ampollas son cosa muy diferente a una herida mortal. Pero todo se consigue. ¿Para qué está el progreso? ¿Y la ciencia, eh, gordito, para qué sirve, si no? Naturalmente que una quemadura es la “A” del hipnotista. Yo llegué hasta la “Z”, y aún más. Y aquí entra la química (no todo ha de ser milagrerías, 63


amiguito): una droga. Un pinchazo en la vena del codo, y listo el pollo. Vamos..., ¡que no es tan difícil! Hasta tú debes estar enterado de la marcha de los tiempos... ¿No eres policía? La porra de goma es obsoleta. Ahora ustedes usan el “suero de la verdad”. Más limpio. Esto es similar, en cierto modo. Solo que actúa directamente sobre el sector del cerebro que gobierna al subconsciente (ah..., ¡ése es mi secreto!); y así convencemos al sujeto de lo que se nos ocurra. Y a tal punto, que su fisiología reacciona en consecuencia. Pero la muerte es todavía un paso más. Y he aquí el toque de genio (y supongo que sabrás disculparme la inmodestia): para obtener el efecto culminante es necesario que, en el instante preciso, el subconsciente del hipnotista sea tan receptivo como el del sujeto hipnotizado. En otras palabras (en tu lengua, gordito), que yo crea, igual que el sujeto, que hay una bala abriéndose camino hacia su corazón; que está a punto de morir; que murió ya..., y él morirá. ¿Difícil de aceptar? ¡Pero no puedes negar el testimonio irrebatible de Bubert a favor mío! El quid está en cómo lograrlo. Fácil. Una dosis algo menos potente de la misma droga que aplicamos a nuestro... paciente, ¡y sanseacabó! —Buen viaje, Bubert... Buen descenso. Una garra de hielo estrujó el corazón de Klegg Zangwill. Descenso. ¿No tendría que haber llegado ya?... Abrió los ojos, y el miedo lo cubrió como nieve derretida. Estaba oscuro. ¡Y el ascensor no se movía! Probó la puerta; primero cuidadosamente, luego con frenesí desesperado. Casi oía el entrechocarse de sus huesos. ¡Estaba atrapado entre dos pisos! Alguna falla en la corriente... ¡Atrapado! ¡Quién sabe por cuánto tiempo! El sudor le corría rostro abajo, metiéndosele a chorros por entre el cuello de la camisa y descendiendo frío por la espalda erizada. No podía ser, no podía ser... Por fin, la propia desesperación le dio el coraje necesario para encender un fósforo. No llegó a gritar. El Comisario Ezcurra no era mofletudo, sino enjuto y de mandíbula bastante prominente; sin embargo, se rascó la coronilla tal y como Klegg Zangwill lo previera. —¡Pero quién entiende este merengue del diablo! —dijo también. A su alrededor, cuatro pares de hombros se alzaron.

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Ezcurra comenzó a pasearse de un lado para otro. Le reventaba no encontrar en quien desquitarse la rabia. —Un muerto de un balazo en el corazón... ¡y no hay ni siquiera bala! Ya basta y sobra para rompernos la cabeza. ¿Pero es eso todo? ¡Ah, no; seguro que no! ¡Todavía falta lo mejor! Ezcurra reflejó en la cara un asco profundo. —¡A mí tenía que tocarme esto! ¿Cómo le voy a explicar al superintendente? Lo del balazo fantasma, vaya y pase... Pero lo del otro tipo, adentro del ascensor..., aplastado como por una prensa hidráulica... Como si las cuatro paredes se hubiesen juntado de golpe..., haciéndolo tortilla... ¿Cómo se explica?... Claro, Ezcurra no era mofletudo pero sí ignorante, y no sabía del subconsciente; por eso habló tanto. De otro modo, se habría limitado a un solo comentario: —Un arma temible, el subconsciente; sí, señor. Solo que tiene dos filos... ¡y el segundo filo también mata!

Cuento e ilustración:

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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I

ba pensando en mil cosas cuando estuve a punto de entrar al baño de hombres. No me pasaba algo así hace años. Elegí el último de los lugares para meterme y apenas cerré la puerta de madera gris, llena de firmas y rayones a la pintura, las arcadas casi me hacen vomitar: el inodoro tapado, el piso enchastrado con agua y barro, y el fuerte olor a orina de innumerables borrachas me descompuso. Bajé la tapa y me senté. Solamente quería llorar y que nadie me viera. El celular sonó y pegué un salto. El aturdimiento era insoportable, un silbido me perforaba los oídos y no dejaba de temblar. La yorugua me contestó un audio que le envié a las nueve, pero ya eran las dos de la mañana. La llamé enseguida. —Escuchame mamita paso por ahí en un rato. ¿Podés? —le pregunté. —Dale mi amor, te espero. ¿Está todo bien? —Sí, sí. Me voy a volver a Santiago, a lo de mis viejos. —¿Pasó algo? Pásate y hablamos si querés. Me quedé pensando en qué decirle, no tenía la relación suficiente como para contarle cosas muy privadas, pero me estaba ofreciendo una ayuda que ni siquiera mis mejores amigos podían darme. —Hablamos cuando vaya, te llamo un rato antes así calentás la pava. —¡Okis! Te espero hermosa. Creí escuchar que entraban, me quedé viendo la mugre acumulada en el rincón: concentrada, esperando. Nadie. Silencio. Como esperando que deje de intentar, llamaron golpeando dos veces, haciéndome caer de espaldas. —¡O... oocupado! —¿Estás bien flaca? —el playero seguro, me vio cuando entré. —Sí, sí. Ya salgo. —Ok —dijo. Salió un rato después. Oí que hablaban afuera, escuché los autos que llegaron y personas que se rieron. ¿Y de qué se podían estar riendo?, mi mundo se derrumbaba bajo las imágenes que me mortificaron por algo que no pude contener. Era una víctima de esta vida de mierda y afuera la gente se reía. No soportaba más todo lo que soportaba. Todas esas máscaras que tuve que usar para poder vivir y cubrir todo lo que no pude superar ya no servirían. Guardé el celu en la cartera y me levanté lista para irme. No podía girar el pomo de la puerta, ni con las dos manos. Estaba encerrada. La taquicardia y los nervios me asfixiaban. El baño se encogía y me atrapaba; quería gritar y no me salía la voz. Respiré profundo; la fría transpiración en las manos me generaba descargas eléctricas desde los dedos hasta las muñecas y en la garganta una horca me apretaba dejándome sin aire. Me senté de nuevo y me abracé fuerte, saqué de mi mente esas imágenes con sangre y me concentré en qué debía hacer porque la policía de Santiago seguro ya 67


estaba alertada de mi llegada. Les bastaba hacer una simple llamada desde Buenos Aires para comunicarse con mi familia, no podía ir a la casa de mis viejos. Tampoco podía ir a la terminal de micros, ese era un lugar obvio para que me agarren. No tenía mucha guita para gastar, la uruguaya me iba a tener que prestar algo. Aunque tal vez la Betiana ya sabía todo porque la gorra le cayó en algún momento. Pasaron muchas horas desde que le mandé el mensaje y fue tiempo suficiente como para que la ubiquen y le pidan su colaboración. ¿Pero cómo la podían ubicar? Era imposible… no, no era imposible, dejé el facebook abierto en la netbook. Era muy sencillo, les hice todo el trabajo yo. Ya sabían quién era y dónde estaban los lugares a los que podía llegar a huir. Huir, ¿Y por qué iba a huir? Me podrían haber secuestrado. Esa hipótesis la deberían haber manejado. En la casa hubo gritos y nadie me vio salir sola. Si, entonces tenía tiempo. ¿Cómo podían saber que fui yo?. Era la última sospechosa. Entonces recordé su cara, era mi sobrina y yo la cuidaba. Todos los que me conocían sabían que la amaba con locura, era mi orgullo. Me decía tía y nos confundían como hermanas. Nos sacábamos miles de fotos por día. (Era imposible que sepan que fui yo. Por lo menos un tiempo) Traté una vez mas de abrir el pomo y este con un simple click giró, me extrañó en un primer momento, pero estaba demasiado apurada como para tratar de entender qué le pasó a la puerta. Así que al pararme me sostuve con el pomo y cuando se abrió un poco hacia adentro, el celular sonó desde el interior de la cartera. El número era privado, pensé unos segundos si atender o no. La sola idea de que podía ser alguien que ya sabía de mi situación me aterraba pero igual atendí. —¿Hola? —pregunté. El silencio del otro lado era raro, de a poco empecé a distinguir una risa que se hacía cada vez más audible y llegué a reconocer. —¿Tía? —sonó como respuesta y sin darme tiempo a reaccionar golpearon la puerta tantas veces que la sacudían con fuerza. Traté de girar de nuevo el pomo para cerrarlo, pero fue imposible; tuve que sostenerlo con mi cuerpo. El inodoro vomitaba un líquido negro licuado con un ruido visceral, mis pies se empaparon junto con la cartera que en algún momento se me cayó. Mis gritos se desvanecieron cuando oí su risa arriba de mi cabeza. Miré sin querer hacerlo y ahí, apenas asomada, esos desorbitados y sanguinolentos ojos sin vida, pálidos, con el pelo negro que caía hasta mis hombros y sus manos a ambos lados de su rostro. Me miraba con la profundidad del vacío de la muerte. Desapareció de a poco, junto con la risa y los golpes en la puerta. Mis piernas se vencieron y grité hasta que las lágrimas no pararon. No sé si en algún momento entré en shock, pero mil imágenes volaron por mi 68


cabeza, y unas vinieron como una epifanía: “encuentran muerta a joven con síndrome de Down en su casa” o “se investiga a la familia de la chica asesinada” titulares de los noticieros que pasaron hasta que el último de ellos me trajo a la realidad: escapar como sea. Dejé de llorar y agarré la cartera del piso que chorreaba. Tomé aire, me paré y cuando me hundía de nuevo en esos pensamientos, abrí. Corrí a la salida y las luces empezaron a fallar, se encendían y apagaban rápido. Agarré el picaporte, pero no pude moverlo. Unos golpes me hicieron dar vuelta del espanto: los tres inodoros desbordados, las puertas, junto con la luz no dejaban de enloquecer. Los gritos y las lágrimas no me alcanzaban para desahogarme, y fue mucho peor cuando la risa de mi sobrina volvió, más áspera mezclada con agonía. Entonces las piernas no me aguantaron y caí al piso helado y húmedo. Mi corazón estaba a punto de colapsar. Bastó que la luz parpadeara y me quedase a oscuras un segundo para encontrarme con ella delante mío cuando el baño se iluminó. Mirándome a los ojos se agachó y me clavó las uñas en la cara. Los inodoros estallaron con chorros que llegaban al techo, y el espejo del baño se partió. Ella se me vino encima gritando. Resbalé con la mierda que ya llegaba hasta mi. Dimos unas vueltas en el piso hasta que pude ponerme sobre ella y con las dos manos la ahorqué. Con un último zarpazo me rompió la remera tiñéndose con mi sangre, el corte era profundo y me ardía. Sentada sobre el cuerpo inerte de mi sobrina tuve un horrible deja vu. Me levanté lo más rápido que pude y con las dos manos en el picaporte tiré y abrió. Afuera tres patrulleros me esperaban con los policías apuntándome directamente. —¡Tirate al piso! Hice lo que me pidieron, el pecho no me dolía y al mirarme me reí: la remera estaba rota y con sangre, sí, pero esa sangre no era mía. Así llegué a la estación de servicio, cuando me vieron los playeros llamaron a la policía. Me tiraron al piso y entre dos me esposaron. Con el paso de las horas fueron a mi casa y encontraron a mi sobrina. Los noticieros se llenaban de novedades sobre mi historia y a los dos días, salió al aire el titular que tanto temía, porque en la autopsia encontraron mi semen.

CRISTIAN BERNACHEA

Argentina

Blog: https://666hitokiri.blogspot.com.ar 69


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E

mpezaré diciéndoles que este no es un cuento cualquiera. Ocurre en un bosque citadino, con una caperucita inédita y un lobo infinito, vegetariano y new age. Biólogo y amante de los animales. Caperucita escritora no tenía tiempo para citas al viejo estilo. Decidió crearse un perfil en Tinder. El lobo le sonreía a la pantalla del celular. Una caperuza escritora, con lentes y un aire un tanto nerd, le venía como anillo al dedo. Algo novedoso, un cambio radical en su estilo. ¿Que perdía? Nada. Acababa de colgar con la abuela: esta le había dicho, por enésima vez, que su nieta había tenido un compromiso de última hora. Entonces, iba a darle la oportunidad a esa nueva aplicación. Concertó la cita y estuvieron de acuerdo en encontrarse en el bosque a las afueras de la ciudad. Era día de entrega y caperucita después de teclear el último párrafo del escrito se vio en el espejo, y salió. El lobo esperaba ansiosamente en el claro del bosque. Vestía unos jeans vintage y una camisa de algodón orgánico. Las manos le sudaban, era noche de Luna llena. Momentos después caperucita en algún lugar del bosque rompía en llanto desconsoladamente. Estaba perdida, se le estaba haciendo tarde para su cena romántica con el lobo y había dejado el iPhone en la mesa antes de salir... Quizás no fue buena idea probar con las citas de la nueva era tecnológica. Se podía ir olvidando del bendito Tinder. Para una despistada como ella, era necesario volver a los viejos métodos. En lo que encontrara la manera de salir del bosque, llamaría a la abuela y le diría que sí: finalmente aceptaba salir con la cita que le había planeado. Después de todo, no estaría tan mal salir con aquel lobo del cuento. Y es que cuando el destino habla... los demás que se queden callados.

MARÍA GABRIELA BRAZÓN HERNÁNDEZ Venezuela

Twitter @marelaga Instagram: @marelaga Facebook: María Gabriela Brazon Hernandez Tumblr: https://www.tumblr.com/blog/marelaga

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P

apá me regaló una bici, la amarillita me da vergüenza usarla. Y peor si me ve Luisa. Ya voy a cumplir nueve años. ¡Esta es rodado veinticuatro! Y además mañana vamos a ir a ver a San Lorenzo contra River. Cuando vi la bici, me puse como loco. Pero después… no sé, es medio de nena. Papá me dijo que tenía esa forma porque era de paseo. Lo del color de nena es porque el rojo cuando queda un tiempo al sol, se destiñe un poco. No es rosa-rosa, dijo papá. Eso le expliqué a Ruli que fue el primer amigo que la vio, pero él, dale que dale con que era de nena. Y encima, usada, dijo. Sí, le contesté, pero vos por más que me digas que tu papá te va a comprar una de cross, todavía tenés que andar en esa verde loro de nenito. Listo, toda la mañana la pasé andando solo y pensando en la cancha. Paré con la bici cuando mamá me llamó a comer milanesas. ¡Qué ricas! Bah, las de la tía Margara son mejores. Y al suertudo de Pipo, mi hermanito, lo llevó la tía a pasar el fin de semana a su casa. Seguro va a comer los ravioles caseros y también budín de pan. La tía siempre hace esas comidas como de fiesta cuando vamos. Pero bueno: si Pipo no está, no le tengo que prestar la bici. Igual no sé si llegará a los pedales, aunque seguro que podría andar parado, como la bici tiene el caño así, porque es de paseo. Mamá dice que siempre está haciendo esas cosas para llamar la atención porque es más chiquito. Comí y salí otra vez con la bici. Busqué a Ruli de nuevo. Él no quiso salir, dijo que la mamá no lo dejaba. Pero yo sé que es porque, al lado de mi bicicleta, le da vergüenza andar en la bici chiquita. Mejor, así doy todas las vueltas a la manzana para el lado que quiero. Ruli siempre quiere dar la vuelta al revés, pero a mí me gusta para este lado. Lo que pasa es que Luisa vive más cerca de la esquina del kiosco y por donde voy, tengo toda la cuadra para verla si ella está en la puerta. Ahora cada vuelta que daba pensaba, seguro está en la puerta. Nada che, no salía. Paré para tomar agua. También me sequé la transpiración. Seguí pedaleando. Al ratito nomás, cuando doy vuelta a la esquina, allá estaba Luisa en la puerta de su casa. ¡Uy! ¿Qué iba a hacer si me pedía prestada la bici? Y… qué iba a hacer… se la tenía que prestar. Pero de esquina a esquina, le dije, si das la vuelta manzana y te ve mi mamá no sé si me dirá algo. Pero ella, salió rápido diciendo sí, sí, sí, llegó a la esquina y dobló nomás. Ufa, espero que no esté mamá o papá en la puerta. Cuando apareció del otro lado me tranquilicé, ella bajó y me dio un beso y me 73


preguntó si no era una bici de chicas, y yo le iba a decir lo que dijo papá, pero — parece de nena—, dije mirando el piso. Bueno, chau Luisa. Chau Migue, hasta mañana. No, mañana voy a la cancha con papá. Ah, dijo como desilusionada, y entró a su casa. Yo seguí dando vueltas manzanas, estaba contento por la bici, pero cuando pensaba en Luisa, me olvidaba de la bici. En una de las vueltas la veo a mamá esperándome, bueno Migue a bañarse, basta por hoy de bicicleta. Me bañé, y jugué solo con los soldaditos. Sin mi hermano no es igual, así que como ya casi era la hora de cenar, ayudé a mamá a poner la mesa, mientras miraba la bici. Mañana viene Alfredo, dijo papá. Papá es de San Lorenzo y Alfredo, el vecino, es de River. Yo era de San Lorenzo, pero ahora me está gustando River porque el hijo grande del vecino me insiste, no sé, todavía no sé. Eso de que me lleve para que gane San Lorenzo no me gusta, y además papá no me está diciendo la verdad con la bici. Comí un poco y me fui a dormir. Sentía las piernas pedalear solas a pesar de estar quieto en la cama. Me dormí rápido y soñé. Estaba con Luisa dando vueltas manzanas. Una y una. Cada vez que nos bajábamos para pasarnos la bici nos dábamos un besito. La bicicleta en el sueño era bien roja, y de cross. Mis vueltas manzanas eran cada vez más rápidas, y en la última, llegando a la esquina había un bebé en la vereda. Cuando me voy acercando, veo que es Ruli pero como si tuviera dos o tres añitos. Yo iba parando. Él, como si nada, venía derecho a la bici. Frené justo justo, y el bebé, con sus manitos agarra los rayos de la rueda de adelante y grita: ¡mía, mía, mía! La cuestión es que me termina despertando mamá. ¿Migue vas a ir a la cancha con papi? No ma, quería andar en bici… ¿Cómo? dijo papá. Dale vestite rápido, gritó desde la cocina. Todavía no me había despertado del todo y ya estábamos tomando el colectivo. Papá, anoche tuve un sueñ… pero él con el vecino no paraban de hablar, si jugaba este jugador o el otro, que iban a ganar, que iban a perder, y ufa. Igual, este sueño no se me iba a borrar como otras veces. En la cancha un chico no ve mucho el partido, están todos parados gritando, ni veía la cancha. Mucho grito y brazos y espaldas y cabezas, puras cabezas. Igual, entre papá y Alfredo cuidaban que no me aplastaran, y yo todo el tiempo queriendo contarle mi sueño, en eso: gol de River. Papá ahora tenía una cara... encima Alfredo le hacía chistes. Lo único que yo 74


quería era irme y andar en la bici de mi sueño con Luisa. Por suerte terminó el partido. San Lorenzo perdió. Papá pensaba que estaba triste por eso. Alfredo me decía, Migue tenés que estar feliz ¿Vos no sos de River? Basta. Papá, dije casi llorando, yo te quería contar el sueño. Caminamos hasta la parada del colectivo. Todos callados. Me senté del lado de la ventanilla, papá al lado y Alfredo atrás. Algo del partido hablaban ellos, y yo, pegaba la cara contra el vidrio con rabia. Estábamos llegando cuando papá pregunto por el sueño. Ufa, dije, y sin dejar de mirar por la ventanilla, le conté que en mi sueño la bici no era de nena.

Miguel ángel di giovanni

Argentina

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H

abía sido un año de sequía, pero el día en que vino al mundo Benito, el río, que iba tan seco, se desbordó de su cauce a causa de una gran tormenta. Por eso su madre, barruntando la furia del temporal, al acabar de parirlo, pidió que fuera santiguado con el agua del canalón. Como nombre le impusieron el de Benito, y fue conocido desde aquél día como “El niño de la tormenta”. Por eso a nadie extrañaba que a Benito le gustaran tanto los fenómenos atmosféricos. Se decía que podía predecir de manera certera la llegada de la lluvia. Siempre estaba olisqueando como un perro la tierra seca y las raíces de los árboles, pues presentía la humedad aun sin verla. De tanto forzar la nariz, esta se le acababa poniendo roja como un pimiento. Por eso, al verle la cara tan pálida y la nariz de esta guisa, todos sacaban los paraguas, con la certeza de que, en breve, comenzaría a llover. Aquel don hizo de Benito un ser admirado. A cada casa que acudía tenía derecho a sentarse a la mesa, a la hora de comer. Llevaba siempre una cuchara, un tenedor y una fina navajita que guardaba en un estuchito de piel de cabra. Cuando Benito sentía el olor a guiso sacaba sus cubiertos, y como uno más de la familia, se sentaba a comer del gran plato comunal, donde unas veces había verduras salteadas, otras habas cocidas, que debían dar de sí para el sustento de todos los miembros de la familia, incluido él, que con pulcritud, se ponía la servilleta bajo la barba y comía despacito, las viandas que generosos le ofrecían. Hay que decir de Benito que comía muy poco, aunque parezca raro, solo comía tres cucharadas o tres pinchaditas en cada hogar. Con lo cual, la merma de alimento apenas se notaba. Luego Benito acudía a la casa siguiente, en la que realizaba idéntico ritual: solo tres bocados. Así, al acabar la ronda, Benito había comido como un señor, y los buenos paisanos no habían padecido escasez por su glotonería. Por eso su panza estaba abultada, de perfil parecía un tonelillo de regular tamaño, que a duras penas podían transportar sus piernas tan delgadas. Gustaba Benito también de tomar postre, para ello caminaba hacia la tahona de Don Miguel en la que le esperaba algún dulce de miel, que eran sus favoritos. Y así completaba su menú el bueno de Benito. El don de Benito le había proporcionado un buen trabajo: era zahorí. ¿Y cómo no iba serlo?, si con la sola ayuda de su olfato y de una ramita con forma de cayado lograba encontrar manantiales escondidos en lo oscuro de la tierra. Un día que buscaba con su varita de avellano un lugar para construir un pozo, sintió una especie de convulsión por todo el cuerpo. Lo sintió sobre todo en los brazos, que comenzaron a temblarle de forma violenta. Benito sintió pavor ante aquella extraña manifestación que puso en vilo al personal. Al momento, se echó a tierra. Después echó a correr gritando como poseso: ¡Sacad a la gente de las casas! ¡Algo terrible está a punto de ocurrir! 77


Todos le hicieron caso, mientras él seguía tembloroso, agazapado cerca de una roca. Fue en aquel momento, cuando los últimos parroquianos se echaban a la calle, cuando una extraña luz lo inundó todo. La tierra tembló derribando casas, y el estallido de cristales fue tal, que aún se pueden ver las astillas clavadas en los árboles. En ése instante de la llegada del temblor, Benito, sin saber cómo, perdió su preciado don. Y no supo cómo ni cuándo volvería a sentir el fluir del agua bajo la tierra. Desde aquel día, se sintió desgraciado. Culpó a la propia tierra de su rechazo, y, como un prófugo, abandonó su hogar y a la gente que le quería. Recorrió pueblos. Durante los años que fue peregrino conoció lugares hermosos y cultivó el don de hacer amigos. Acudía a las ferias, donde en una pequeña carpa, relataba historias fantásticas, imaginando bellos cuentos que gustaban a los pequeñines. De nuevo, Benito se sintió feliz, había conseguido llegar al corazón de la gente y con su fantasía había creado para ellos un mundo maravilloso y feliz. Pero una vez más, el tiempo le jugó una mala pasada. En aquel rico lugar, el cielo se ensombreció y se pasó lloviendo días y días. No se podía salir a la calle porque los arroyos tomaron las aceras. La buena gente no podía cultivar en aquellos charcos perpetuos y hacía muchísimo frío. El sol nacía enfermizo tras las montañas y la noche helaba los hogares sin leña seca que prender. Benito estaba de nuevo triste. Llegó a pensar que era él el causante de tanta desgracia. Convencido de ello, subió a la montaña más alta. Le costó mucho pues era ya viejo y sus fuerzas estaban mermadas: tenía mucho frío y no cesaba de llover. Pero aun así, logró penetrar en una de las cuevas. Decidió quedarse allí, como rehén de la montaña, para ver si con su sacrificio volvía a nacer el sol fuerte y sanador. Pero por desgracia, no fue así; el pueblo, en el que seguía lloviendo sin parar, se convirtió en una gran balsa donde la gente huía a punto de ahogarse. En pocos días, le habían seguido hasta la montaña. Unos decían que era él, el verdadero salvador, que con su ejemplo les había impulsado a dejar el pueblo. Todos estaban ateridos, traían sus pocas pertenencias y apenas cabían en el refugio, pero Benito, sintiéndose apoyado por sus ánimos, se vio de la noche a la mañana convertido en el líder de aquellos desgraciados. Y animándoles al calor de las brasas, relataba para ellos fábulas de lugares ricos donde la abundancia manaba en forma de espléndidas cosechas. Como apenas cabían en las cuevas, Benito aconsejó excavar uno de los túneles. Las gentes, llenas de esperanza, se contaban que quizás al otro lado encontraran ese país que con tanta benevolencia les había relatado. Animados a lograr lo imposible, cavaron sin cesar hasta lograr atravesar el vientre de la montaña. Fuera inspiración o necesidad, el caso es que al otro lado se encontraron con una tierra llena de verdor, 78


donde campos vírgenes esperaban sus manos para fructificar. Allí el sol lucía radiante. Las gentes le besaban las manos: había nacido un profeta y con ello una nueva vida para Benito. Comprobó asombrado como podía de nuevo sentir el olor profundo del agua. Pronto el nuevo paraíso tuvo gentes que vivieran en él. Casas nuevas se irguieron sobre la tierra y, en pocos años, todo volvió de nuevo a su ser. Benito, que nada tenía, todo poseía, cada día volvía a visitar a sus gentes, casa por casa, con la cuchara, el tenedor y la navajita, preparado para gozar de su gran familia.

MARÍA CARMEN HINOJAL AMORES

España

Facebook: María Carmen Hinojal Amores

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L

a caravana se prolongaba silenciosamente cual víbora acuática, y aceleradamente, sin detenerse a mirar atrás, rumbo a su destino. En algunos existía el cansancio del correr de esas horas tormentosas, sin llegar a tener la expresión de la desesperación. Aquel viejo sentimiento permanecía escondido. ¡Adiós, Remigio! ¡Adiós, Remigio! se escuchaba el clamor de la tierra. ¿Y el del alma? Una mirada sin sentido, perdida en el tiempo, poco a poco se dejó arrastrar por la corriente. Una corriente que no discriminaba, que se llevaba a todos por igual, ¡esto es igualdad! pensaba. Algunos encabezaban la comitiva; la gran mayoría prefería permanecer a la expectativa, un acto de camuflaje, observando más que participando, con un manantial de sentimientos contenidos, con una sonrisa que denotaba tranquilidad cuando había desesperación en ellos. El doctor Mendoza, uno de los mejores fisicoquímicos del país, y su esposa Margarita, una estudiante de bioquímica, se olvidaron de su estatus y del honor conseguido con trabajo, sus gemidos eran como el lloro de muchas almas que no descansan. “Se fue uno de los nuestros” le decía constantemente a su esposa. Poco a poco se fue encontrando cada vez más solo. Aquellos que en algún tiempo fueron sus amigos, ahora le daban la espalda, lo aislaban, lo exiliaron en su universo. Ante el mundo era un maestro, uno talentoso, un sabio, pero ante su espejo no era más que un ermitaño, un errante que no encuentra el camino, un científico que ha perdido su fórmula. Siempre quiso ser alguien importante. La ciencia lo llamaba desde el fondo de un abismo sin límites, había nacido con la dote, había nacido un genio. La caravana pasa por afuera de uno de esos tantos pueblos fantasmas. Los pocos sobrevivientes, extienden su pañuelo blanco en un único grito, un grito que hace temblar las cimientes del camino. Mientras sus amigos participaban en las típicas pichangas de barrio, con aquellos arcos improvisados, con esa pelota de trapo, con la entrega de una final del campeonato mundial, su mente, cuerpo y alma se enfocaban en comprender a Einstein. Matemática fue como tomarse un vaso de agua. Se convirtió en un prodigio. Dejó de ser aquel niño aislado, esa criatura que era objeto de burla por parte de sus compañeros. Lo que carecía en palabras, desplante y personalidad, lo recompensó con la perfección, la genialidad y la erudición. “¡No fue mi culpa!” —pensaba el doctor Mendoza, deteniéndose a escuchar el clamor de la gente que acompañaba a su amigo en este último camino.— “¡él se lo

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buscó!”. El atardecer comenzó a dar una nueva vista al paisaje físico y espiritual. Todavía quedaban muchas horas para llegar a destino. A medida que se acercaban, nuevas voces salían para despedir a este hombre. ¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo? dijo el doctor Mendoza. ¡Por supuesto! contestó. Si el mundo se entera de esto... ¡no quiero ni imaginar lo que pasaría! Su mirada se pierde en la lluvia que cae afuera, en aquellos que corren en busca de un abrigo, ¡viene un temporal! se decía. ¿Porqué me tengo que callar? —lo encaró, sorprendido por la reacción de su amigo Mendoza. ¡Porque este descubrimiento lo cambiaría todo! —le gritó. ¡Silencio! Es mejor que hablemos en mi casa. Mendoza no sabía que decir. Se encontraba completamente atolondrado por la sorpresiva declaración que le dio su amigo. Se sentía engañado, la envidia se apoderaba cada vez más de sus actos. Era imposible concebir que aquella remota posibilidad de alcance haya sido exitosa. Esa idea descabellada de la cual participó con energía en sus inicios, y que abandonó ante el desengaño de los resultados, era ahora una realidad. ¡Si lo que dices es cierto! —expresó.— ¡No lo creo! La caravana se encontró con otro pueblo fantasma. Como si fuera una reiteración, la gente alzaba sus pañuelos en un solo grito. Lo único diferente era el clima. Se fue el sol para dar lugar a la inminente lluvia, así como la calma del comienzo daba lugar ahora a los recuerdos que traían demasiadas preguntas. ¿Crees que soy un mentiroso? —dijo. Intentaba encontrar alguna debilidad en su postura, algo que evidenciara su mentira. Pero lo único que encontró en ese hombre, era la placidez que se alcanza al culminar un sueño. Ningún atisbo de duda, ningún detalle que le diera esperanza a su incredulidad, ninguna señal que permitiera salvar a ese hombre. ¿Qué es lo que vas a hacer? trató de calmarse. Si era verdad lo que escuchaba deseaba saber cuáles eran sus próximos movimientos. Pues mostrarle al mundo la verdad —dijo. ¡Claro! Seguramente... ¡Tengo pensado realizar en público mi descubrimiento! La sangre hervía en sus venas. ¡Ese secreto no puede salir a la luz! —pensaba.

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Dejar que eso ocurra sería un suicidio... Con razón el gobierno sospechaba. En ese caso... permíteme ayudarte. —necesitaba ganarse su confianza, mal que mal ellos habían sido grandes amigos, aunque también fueron enemigos en otro tiempo. ¿Por qué mierda abandonaste el proyecto? —se retaba, demasiado nervioso, para disimular su creciente ansiedad. ¡No te preocupes! —le dijo. ¡Este trabajo es de los dos! Habían dejado hace unas horas el último pueblo fantasma. Ahora solo existía desierto, un desierto que traía recuerdos, un desierto que clamaba por agua, por la vida que se lleva en esa hilera. ¡Él compartió su descubrimiento! —era la lluvia que empezaba a descender como una novia atrasada que llega corriendo a decir “acepto”. — ¿ Y tú?... ¿qué hiciste por él? Necesitaba con urgencia una salida, alguna puerta de escape que lo sacara de esa situación. Ante sus ojos tenía a un hombre que era un prodigio, un creador, un amigo, un muerto... ¡No!, Es tu trabajo. —se sentía muy mal.— ¡Solo déjame ser tu ayudante! ¿Mi ayudante? —le dijo.— ¿Acaso no fuiste tú el que me ayudó cuando comencé a soñar despierto? ¿Acaso no fuiste tú el que me acogió en su hogar, con tu familia cuando me encontraba solo? ¿No fuiste tú el que me hablaste de que éramos una moneda? Tú eras cara y yo sello... ¿Qué crees? ¿Se me fueron los humos a la cabeza? ¿Voy a abandonar a mi amigo?... pues no señor, no soy un mal agradecido. Este proyecto sin ti no hubiera resultado. Este proyecto es nuestro, Mendoza, ¡nuestro!. Por primera vez vio al hombre y no al genio. Estaba dispuesto a compartir su descubrimiento con la persona que lo abandonó, que le dijo que era un demente. Su corazón clamaba por misericordia, pero la orden era inflexible. Debía morir. Se sintió el ser más miserable de la tierra, las lágrimas caían a raudales por sus mejillas. ¿Por qué lloras? Las fuerzas comenzaron a dejar su cuerpo. En cualquier momento se desvanecería como el hielo en el sol desértico. Llegó hasta a dudar si era realmente un daño a la humanidad dar a la luz este conocimiento. Una excusa para no matarlo, ¡una excusa! ¿Tú sabes que después de esto nada será igual? —aún lloraba aunque cada 83


vez mas resignado.— ¿Eres consciente de que puedes causar un gran daño?. La lluvia caía como látigos de Jesucristo ante Pilatos... “¡Me lavo las manos!”. La comitiva continuaba su marcha rumbo a “Canaán”, la tierra prometida, rumbo a su descanso. Por favor, Mendoza —expresó.— ¿Por qué no cumples de una vez con tu trabajo?... ¡mírame, amigo! —una mano en su hombro.— ¡Es mejor que termines de una vez lo que quieres hacer! Solo quiero que sepas que tarde o temprano se sabrá la verdad y nadie podrá detenerla. La lluvia calmó su actuar para escuchar ese diálogo del alma. ¿Lo sabes? —exclamó Mendoza, como si hubiera sido descubierto su mayor pecado, con la sensación de inocencia al verse descubierto. ¡Solo tuve que ver tus ojos! —comentó, no sabes mentir, nunca has podido controlar esos sentimientos que te atormentan. ¡Por favor!... ¿Por qué no dejas las cosas como están? ¿Por qué no huyes? Lo miraba tranquilamente, a pesar de tener la posibilidad de suplicar por su vida, de recurrir a esos sentimientos nobles de amistad, se mantenía firme en su propósito. ¿Huir? —preguntó— ¿Acaso Aristóteles, Newton, Einstein, Galileo o cualquier otro huyeron? ¿No te das cuenta?... Eso que ves como un futuro caos mundial puede ser la salvación. ¡No! —dijo Mendoza—. ¡Nunca ha existido luz en la oscuridad! La mirada fija en sus ojos, una leve sonrisa que significaba “no te preocupes”, “es tu deber”; si había que terminar algo debía ser ahora. “Esto viene de Oriente y es muy efectivo” —recordaba las palabras que escuchó en una de aquellas reuniones en secreto. ¿Conque es cicuta con lo que me matas? —le dijo.— ¡Siempre supe que no tenías fuerzas para terminar un trabajo por tu propia cuenta!

JUAN PABLO CIFUENTES PALMA

Chile

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E

ntreabrió los ojos, porque había escuchado un ruido, ¿o le había parecido? Subió la sábana, tapando sus hombros. Toda ella estaba recostada de lado, mirando la pared. Silencio, solo oía su respiración. Por los orificios de la persiana comenzaba a filtrarse luz. El perro que dormía en el piso se removió. La puerta entornada cambió de posición y apareció la silueta grotesca de Raúl, enfundada en un viejo conjunto de algodón que usaba para dormir. Amalia percibió el suave arrastre de las chancletas acercándose a su cama y se quedó inmóvil, después, el aliento agrio, desagradable. El hombre levantó por un extremo la sábana, dejando al descubierto las piernas delgadas y encogidas de la niña. Ante la intrusión, el perro se levantó y comenzó a estirarse. Raúl se quedó parado un minuto al lado de la cama, no se atrevió a nada más. Fue un minuto tenso para los dos, dónde se mezclaba el miedo y la excitación. Finalmente salió, el chucho lo siguió hasta la cocina, esperando que se acordara de él. —Amalia, arriba, a lavarte la cara, ya está listo el desayuno, —llamó Susana desde la puerta.— Tu ropa limpia, la dejé en la silla. —Ya voy abuela, esperame, no te vayas, ya voy, —le contestó la niña, vistiéndose apurada. Desayunó leche tibia con cascarilla y un pan con manteca y azúcar. —No se entretengan al salir de la escuela, después del almuerzo hay pedido para entregar, —dijo Raúl con voz autoritaria. Por el camino, Amalia tironeó del brazo de la mujer, que todos los días la acompañaba hasta el establecimiento, a unas cuadras de la casa. —Abuela, ¿cuándo viene mamá?, la extraño. Me prometió que me llevaría con ella cuando termine la primaria. Falta un mes ¿Te escribió? Espero que no se olvide, — le dijo. —Viene para Navidad, tené paciencia, ahora apurá si no querés llegar tarde. Amalia la escuchó y trató de contar los días que faltaban. Después del almuerzo, Raúl salió, fue al galpón y volvió con varias cajas de empanadas. Agregó un remito y lo introdujo en una bolsa. —Son para la Pizzería de Vito. Hay que retirar el pago de la semana pasada, volvió a repetirle a Susana. Que te ayude la gurisa. Después pasen por la Mayorista. Traigan salamines, una pieza de jamón cocido y dos hormas de queso. De regreso, se lo encontraron en la cocina, tomando limonada con ginebra. Su mirada se fijó en Amalia y recorrió su cuerpo alto y delgado que comenzaba a redondearse en algunas partes. —¿No te habrás quedado con un vuelto, no? —preguntó, dirigiéndose a Susana, mientras recibía el dinero, lo contaba y guardaba en el bolsillo de su pantalón. 86


Después se acercó y acarició la cabellera de Amalia, que inmóvil esperaba que se fuera. Se quedó unos instantes disfrutando de ese contacto y su mano siguió deslizándose por la espalda de la niña. Sintió el temor de ella, que se escurrió con la excusa de buscar los útiles de la escuela. Susana solo vio un gesto amable del tío hacia su sobrina. El hombre salió, mientras se decía: “Paciencia, Raúl, paciencia, tengo que ganar su confianza”. Entró en el baño y en posición de orinar, tras un corto manoseo, consiguió aliviarse. El agua del depósito se llevó todo. Amalia volvió y se puso a hacer los deberes. La abuela arreglaba el dobladillo del vestido azul, su preferido, mientras escuchaba la lección de historia. Cenaron solas en la cocina. Al lado de la casa, construida de material, con un jardín adelante y un patio detrás, dónde estaba la pileta de lavar y el horno de barro, había un galpón con paredes de ladrillo y techo de chapa. Dentro se veían dos mesadas de granito, una heladera de dos puertas, una cocina con horno a gas, una picadora de carne, una cortadora de fiambre, varias tablas de madera colgadas. El piso era de baldosas, las ventanas tenían mosquiteros y el lugar estaba aseado. Mercedes preparaba las mejores empanadas del barrio. También tortas y servicio de lunch a pedido. Venía tres veces por semana para realizar su trabajo. El salario era un porcentaje de las ventas y ese mes había sido bueno, podría comprarse un vestido. El patrón se tomaba atribuciones que soportaba para no quedarse sin trabajo. Algunos lo sabían y se extrañaban porque su comportamiento y sus maneras eran de señora. Habían pasado dos semanas del nuevo mes, cuando se abrió la puerta y entró Raúl. Apoyó la billetera en la mesada y con gesto lascivo le dijo: —Bajáte el pantalón, estoy apurado. Allí contra la mesada. —Señor Raúl, yo, yo no quiero. Soy su empleada y le va bien con mi trabajo. No le va a gustar si me voy, —lo amenazó. —Jaja, —rió Raúl.— Colaborá que estoy caliente. Te tengo una buena noticia, pero antes, a lo nuestro. Se quitó el cinturón y desabrochó la bragueta. Mercedes cedió una vez más, prometiéndose que sería la última. —No vas a quedar embarazada, —le susurró al oído Raúl, mientras la penetraba con placer. Los dos se acomodaron la ropa sin mirarse. Raúl contó los billetes y se los ofreció diciendo: —Es tu última semana de trabajo. No estás cómoda conmigo y encontré quién te reemplace. El miércoles prepará las empanadas como siempre. El viernes le mostrás 87


las instalaciones a la nueva y la vas a ver a Susana que te pagará el saldo. Para Mercedes el mundo se había desplomado. El miércoles, antes de llegar al galpón, pasó por el mayorista de harinas y le encargó una bolsa de pureza 4 ceros. Esto lo hizo para justificar su presencia en el lugar. Salió, y como una sombra, se acercó por una vereda lateral hasta el fondo, dónde había amontonados unos sacos con una cruz roja pintada sobre la arpillera plástica: alguien le había contado que estaban contaminadas con un hongo y no se podían usar. Con un cortaplumas afilado abrió un extremo y con un cacharro de aluminio que trajo, sacó alrededor de dos kilos de esa harina que volcó en una bolsa. Más tarde, ya en el galpón, preparó la masa para las empanadas, usando la harina contaminada. Al relleno le agregó semillas trituradas del árbol del paraíso. Trabajó en soledad. «Cuando los clientes de Vito, prueben estas, no van a salir del baño. El gordo te va a cancelar los pedidos Raúl» pensó Mercedes, terminando con el repulgue. Guardó las empanadas en la heladera y se fue. Al día siguiente, por la tarde, Amalia con su abuela volvieron a lo de Vito con la nueva entrega, retirando el pago de la anterior. A los dos días llegó Vito a la casa. El hombre estaba desencajado y no paraba de putearlo. —¿Qué es lo que me mandaste, la concha de tu madre? Vino Bromatología, requisaron todo: quesos, fiambres, embutidos, prepizzas, las empanadas. Me clausuraron el negocio. Estoy en la ruina. Hay una docena de clientes internados por intoxicación y están trabajando para determinar la causa. Tirá todo lo que tenés guardado porque vienen por vos. Tuve que denunciarte, así como a los demás proveedores. Raúl estaba pálido y no entendía nada. Ese hombre se había vuelto loco. ¿Qué tenía que ver él, con el problema sanitario de Vito? —Cuando encuentren al responsable, vas a venir a pedirme disculpas, —le dijo.— Soy un amigo, nunca te haría una trastada así. Compro la harina por bolsa cerrada. Los rellenos se cocinan dos veces a la semana y se guardan en la heladera. El lugar de trabajo es un quirófano, anda a ver, no vas a encontrar nada fuera de lugar. —Quiero que saquen la faja de clausura, lo demás no me importa, —dijo Vito y se fue. Mientras tanto, Mercedes consiguió trabajo en un restaurant sobre la ruta que unía Concordia con Federación. Alquiló una pieza en una casa cercana. Se dio cuenta que había dejado sus delantales y pañuelos para la cabeza, en el galpón de la propiedad de Raúl. Los necesitaba, tenía que recuperarlos. 88


Iba a aprovechar sus horas libres, tenía franco hasta el mediodía. Un remisero la alcanzó hasta su antiguo barrio. Entró al galpón con sigilo, tratando de no hacer ruido, todavía tenía la llave. Buscó su ropa que estaba colgada en percheros en el fondo. Todo seguía igual a como lo dejó. «Amalia está todavía en el colegio y la abuela por allí. ¡Qué lástima, me gustaría saber qué pasó con mis empanadas!» pensó con odio contenido. Estaba guardando la ropa, cuando la puerta se abrió de golpe y en el umbral apareció la figura robusta de Raúl. No podía esconderse, tendría que enfrentarlo una vez más. —¡Qué sorpresa, tenía el presentimiento de que volverías para robarte algo! le dijo con voz socarrona. ¡Mostrame lo que te llevas! —Solo volví por mis cosas, las necesito ¿Todo bien por lo de Vito, no le reclama mis productos?, —agregó punzante. El comentario, prendió una luz roja en la mente de Raúl y lo sacó de quicio. Recordó la acusación del comerciante; la duda de la venganza se volvió una certeza y sin pensarlo se abalanzó sobre ella y descargó un golpe tras otro en el rostro y cuerpo de Mercedes, hasta que la mujer cayó. —Nunca más, nunca más, te vas a burlar de mi, —gritó desencajado, viendo cómo la cabeza caía sobre un perno de hierro que sobresalía del piso y quedaba allí, inerte, con sus ojos abiertos y una mirada sorprendida. Recién entonces se dio cuenta de lo sucedido. Lo empapó un sudor frío. Se agachó y sin mirar, con una mano, bajó los párpados para eludir el último contacto. —Mierda, me fui al carajo, —pensó y arrastró el cuerpo hasta la heladera, sin darse cuenta que dejaba un reguero de sangre. En ese momento, unos golpes resonaron sobre la puerta de entrada. —Tío Raúl, un señor quiere verte, —escuchó la voz de Amalia, desde afuera. —Ya voy, gritó aterrado, ya voy. —Empujó el cuerpo y lo escondió detrás de la heladera. Muy nervioso y sin pensar, abrió la puerta, pero enseguida se dio cuenta de que estaba condenado. El visitante alcanzó a ver la oscura mancha de sangre sobre el piso de baldosas claras. —Venía a revisar el galpón y tomar muestras, —dijo.

YOLANDA SA

Argentina

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E

sta noche voy a encontrarme con el hombre de mi vida en el bar de siempre. El mismo antro de luces de neón quebradas, aquellas que en días olvidados dibujaron copas y burbujas centellantes. Nuestros encuentros siempre han sido en ese lugar plagado de turistas y sonámbulos decadentes. No me gusta contradecirlo y los antecedentes del local me tienen sin cuidado. Solo quiero verlo otra vez y, fiel a su sugerencia, estaremos ahí antes de la medianoche. Es el momento en que él nunca se encuentra con gente conocida. Así es Jorge, receloso y detallista, como si fuéramos a enfrentar al fin del mundo. Frente al espejo doy un último vistazo a mi facha. No tengo dudas sobre mi aspecto y luzco preciosa. Temprano compré una blusa coquetona que deja ver mis hombros más de la cuenta y mis senos medianos, justo para el tamaño de sus manos, están divinos. La faldita que llevo puesta es tan corta que despertará sus deseos. Aunque no lo apruebe mostraré mis hermosos muslos más allá de la imaginación. Jorge sabe que le pertenecen y puede recorrerlos hasta mi entrepierna perfumada. Las sandalias de taco alto que me han prestado elevan mis piernas torneadas, resaltando mi trasero erguido, presto para un mordisco excitante. Jorge, esta noche te voy a volver loco. Repaso una vez más mis cabellos castaños alborotados y me envuelvo en una nube de Pure Poison de Dior. Como siempre, Jorge está esperándome al fondo del pasadizo, en la mesa de la derecha que escoge por discreción. Está bebiendo ron cubano y al costado del vaso el consabido cenicero de cerámica despostillada, lleno con colillas de cigarrillos apagadas. Es una muestra sutil de su impaciencia. El local retumba con música colombiana y la barra está ocupada por fantasmas atascados en copas a medio terminar, enfrascados en el rito de la desesperanza aprendida. Son sobrevivientes nocturnos que intentan hablar idiomas desconocidos. Fuera de ese ámbito reservado a la soledad invisible, algunas parejas bailan, conversan, ríen o se besan impunemente. El bar nos acoge con hambre de seres humanos incautos e indefensos. Los soñadores del destino buscan cariño, ternura o presumen derrotas anticipadas. Me acerco caminando muy sensual. Siento que el tiempo se ha detenido, despertando los deseos lascivos de hombres anónimos. Solo tengo ojos para Jorge. El escenario circundante no existe y no oigo algún piropo desfachatado ni me extrañan los ademanes celosos de las mujeres. Jorge se incorpora, me toma de las manos y me besa suavemente los labios. —Rossina, estás maravillosa —me dice al mismo tiempo que apura un trago—, ¿qué te provoca? —Tú sabes, pero bien helada, hace calor. 91


Con un leve movimiento de cabeza la azafata entiende el mensaje y presurosa coloca una cerveza. —¿Hace cuánto tiempo nos conocemos? ¿Dos años? Jorge asiente y me devora con la mirada. Cruzo las piernas hasta el punto que mi hilo dental es evidente. Me le acerco provocativamente, asegurándome que me huela y le pregunto al oído: —¿Esta noche vas a hacerme el amor? —De todas maneras. Pero antes, bailemos. Estoy de acuerdo y nos deslizamos hasta la pequeña pista de baile para iniciar un vallenato. Lo menos que me interesa es seguir la música y el ritmo. Solo quiero estar entre sus brazos, llenarle el cuello con besos y aspirar su olor de macho prehistórico mezclado con lujuria. Mis pezones cosquillean cuando rozan su camisa y sus manos ásperas en mi cintura están a punto de hacer perder el equilibrio a mi calzón. Totalmente húmeda y excitada ansío abandonar ese lugar de mala muerte. A duras penas termino el baile y necesito recuperarme de la turbación que me invade. Le humedezco los labios con la punta de mi lengua y le pido sentarnos para conversar el tema pendiente, esquivo y frustrante. —Amor, te amo desde el primer momento que te vi. Por esas cosas de la vida, no nos hemos frecuentado como realmente debió ser. Nunca te he sido infiel, te he respetado y mi corazón está guardado solo para ti. Jorge vierte ron en el vaso y añade dos cubos de hielo. Levanta el trago preparado, lo contrasta contra la luz mortecina del techo, lo agita y bebe un sorbo largo y sostenido. Me observa detenidamente y la mirada que me lanza es diferente a la clásica con la que me sedujo. Cuántas veces nadé en el azul profundo de sus ojos y las noches que perdí el rumbo recordándolos son insufribles. —Llévame a Cuba, te lo ruego. Quiero regresar contigo a mi hogar. Los dos en el mar de mi tierra, tomándonos el ron que tanto te gusta, amanecernos con el zumbido de los mosquitos, desayunar plátano frito con café… —Por ahora no se puede —me ataja sin mucha cortesía, girando la cabeza para otro lado, como acostumbra para no discutir conmigo. —Siempre es la misma mierda, chico, jamás vas a poder, ¿sabes por qué? Porque no tienes los cojones para dar el salto como yo, cuando dejé atrás mi historia, ¿recuerdas? Es más, nunca me has hecho el amor en estos años, ni siquiera sexo casual como lo haría cualquiera de los hombres que me desean… Jorge se excusa para ir al baño. Hay mucha gente aguardando turno en un sitio tan estrecho. Supongo que esperó pacientemente y desahogó la vejiga. Se lavó las 92


manos, arregló el cabello sudoroso y encendió un nuevo cigarrillo. Estoy segura que Jorge regresó a la mesa y alcanzó a divisarme en la puerta del bar. Debe haberme visto siendo llevada de la mano por un hombre que luego acarició mi cadera para pellizcarme la nalga derecha. Me aseguré que no notara mi llanto disimulado por haberlo perdido.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

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-S

iempre... siempre... siempre estaré a tu lado..., hijo mío la voz sale entrecortada, tartamudea; y lo sabe, tanto que se lamenta. Y el lamento es como un sollozo; y es peor, más patético. Y comienza de nuevo. Hijo mío... Hijo... Tú que eres mi hijo, y que te amo. Siempre estaré

contigo y sabe que aún suena falso. Y desde debajo de las camillas volcadas se eleva el gruñido y parece que el aire tiembla en vibraciones en aumento. No se atreve a mover. Hijo... se detiene. No. Ahora no. Debe tomar aliento primero, lograr tranquilizarse un poco o llegar a un estado letárgico que le permita flotar el camino hacia el fin. Piensa en llorar, en abandonarse, darse por vencido, dejarse caer en el piso húmedo del laboratorio. Pero ni eso puede; sabe lo mal que puede resultar la falsa opción de darse por vencido. Intenta concentrarse, respira hondo, busca ese momento exacto en el que pueda abstraerse del caos que lo rodea. Gira hacia la izquierda para dejar de ver el cuerpo mutilado de Alice. Lo hace muy despacio, no por pasar desapercibido pues sabe que cada uno de sus movimientos es seguido y supervisado, sino para no llegar a ver al doctor Marshall, o lo que queda de él debajo de la ensangrentada túnica blanca. Las luces parpadean. Una de las hojas de la puerta doble se ha torcido hacia atrás como un soldado herido que se resiste a caer, las goteras del techo se derraman sobre los equipos destrozados en el piso o entre la mezcla de escombros y pedazos de escritorio, sillas, y estantes que antes estuvieron llenos de muestras y de archivos. En el aire se respira el humo. Hace unos minutos que lo otro ha desconectado las alarmas sonoras. Toma aliento, se concentra. Abre los ojos. Delante ve una pared manchada de sangre y otras cosas. Se tranquiliza; tal vez sea lo mejor que pueda conseguir hoy. Debajo, la cosa gruñe. Respira hondo. Hijo, mío hijo... Siempre..., siempre, siemp..., estaré... y se frena. Las camillas se sacuden. Siente la masa informe, casi como si la viera, lista para atacar, para perder la después de todo humana paciencia, rodeándolo. Piensa que debe tranquilizarse. La situación es sobrenatural y no tendría por qué estar preparado para eso. Al instante cambia de opinión. Tiene una profunda educación académica, debería estar preparado para cualquier situación, más cuando se experimenta en la vanguardia de la ciencia y más allá de toda ética. Piensa que veintitrés

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años de experiencia como genetista es lo máximo que se puede pedir al intentar considerar a alguien capacitado para enfrentar una situación como esta. Por otro lado, ha recibido entrenamiento militar. Se convence. Debajo es como si el bulto de escombros palpitara. Presiente el ataque. Se apresura. Y esta vez sí, como un encantamiento mágico, que no solo necesita las palabras correctas sino la exacta pronunciación y un sentimiento específico, como si todos los intentos anteriores hubieran sido burdas performances, lo dice. Hijo mío. Te amo. Siempre estaré a tu lado. Te protegeré. Y juntos superaremos todo. Y suena perfecto. Aunque su falsedad sea entendida por los dos involucrados, por lo menos suena bien, casi como algo que con el tiempo, con los años y la repetición, pueda volverse auténtico. Y del otro lado el gruñido se acalla y el nivel del escombro desciende. En su lugar dos largos tentáculos se deslizan en silencio desde debajo de las camillas. Lo abrazan con ternura, o por lo menos con ese sentimiento que es como una petición de ternura, o un reclamo. Lo rodean por la cintura hasta los hombros y durante un instante la deforme cuña que al principio fue una mano parece estar a punto de palmearle la espalda. Él cae de rodillas. Apenas contiene el llanto; hace ya media hora que ha vaciado el contenido de su estómago y de sus intestinos. Por debajo se desliza lo que pudo ser el tronco, y dos retorcidas venas rojizas inyectadas en sangre se acercan a su mejilla. Intenta girar la cabeza pero el tentáculo lo aprieta y lo expone. Y la informe boca imprime un beso prolongado en su mejilla. Escucha el gruñido que viene como desde el fondo de un pozo. Articula algo. Escucha. Dice. ¿Papá?

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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C

uando iba a dejar los zapatos en el balcón, una chica ya estaba ahí, no me gustó que llegara antes pero le grité sin querer: Hey, no lo hagas. Esas palabras se me resbalaron a pesar de ya estar decidida, giró su cabeza y me vio. La chica decidió contarme por qué estaba ahí, la verdad no le importó mucho decir una historia que, de seguro, ya has escuchado antes. —Creí que me amaba, éramos tal para cual, pero él me dejó y no puedo parar de llorar. —¿Estás jugando? Solo estás molesta porque no puedes tener lo que quieres, da gracias que no te arrebató algo importante para ti y que tu familia te adora. Bajó la mirada y su pelo pareció crecer cuando el viento quitó su listón. — Ahora me siento mejor.— Al decirlo ella desapareció. Tiempo después volví a ese mismo sitio. —Muy bien, ahora lo haré.— Pero no me dio tiempo de quitarme los zapatos porque una joven ya estaba ahí. No me gustó que llegara otra persona antes pero grité lo mismo que la última vez. Pero en este caso la joven tenía una mirada solitaria, derrotada, con los hombros encogidos. Le pregunté por qué hacía lo que hacía. —Me siento muy sola, no soy buena en la escuela porque no tengo nada de especial. No soy linda y envidio su felicidad, es una que nunca puedo obtener.— Lloró un poco. —No pertenezco, a ningún sitio. —Vaya que tienes agallas para venir aquí, no me creo que te rindas tan fácil. El mundo es más grande de lo que crees y hay gente lista para apreciarte y enseñarte, tu familia siempre te recibe con amor y eres buena en otras cosas que nadie más puede ¿verdad? Ella lloró con una sonrisa. —Creo que me dio hambre, soy excelente preparando postres, ¿quieres? Yo acepté. Y así fue como poco a poco fui hablando con aquellas personas que me encontraba ahí, acariciaba sus heridas y ellas aprendían a curarse por su cuenta. Sin embargo, muchas personas ayudan a otras en un intento de curar sus propias heridas, no es fácil, porque no pueden compartirlo. Es un anhelo de ayuda que no se escucha, se ve y apenas alguien lo sabe, pero hay algunos pocos que lo ven y los que lo ven no lo dicen. Otro poco de tiempo después volví a subir a recoger mis zapatos blancos que había olvidado en el balcón y esta vez me sorprendió lo que vi. Ahora era una mujer que tenía los mismos problemas y heridas que yo, después de tantas personas. Ella traía 98


un impermeable azul. No le grité porque la encontré antes de que pasara al otro lado de la valla, aún tenía los pies en el suelo y habló con anticipo. —Vine aquí con la esperanza de borrar las heridas que se me han contagiado en mi corazón y duelen cada vez que llego a casa. —Sus palabras resbalaron con facilidad y yo, al contrario, no paraba de temblar. “De todos modos no importa.”, pensé brevemente, pero terminé diciéndole algo que ni yo me creí: Por favor, solo… detente. No, no, no… ¿Qué debo hacer? Yo no la puedo detener porque no tengo el derecho, aún así, ella tiene que irse porque me duele el corazón de solo verla, me tengo que asegurar de eso ¿Eso se puede? Ahora soy yo la persona que llora y ella la que sonríe. No me gusta esto para nada pero ¿es eso tan raro? Ella pasó de mi lado sin verme y dijo al aire. —Supongo que no lo haré hoy. — Y desapareció. Vuelvo al mismo lugar donde ha pasado una y otra vez, ahora no hay nadie. “Qué alivio.” Solo soy yo, yo misma y nadie; nadie se entrometerá y nadie lo hará por mí. Procedo con dejar los zapatos blancos en el balcón, me quito el impermeable azul, me desato el listón de mi pelo y parece crecer. Estiro mis brazos y mis dedos cuando me aseguro de pasar la valla, siento el vacío bajo mis pies, eso me provoca cosquilleo en todo mi cuerpo y canto. Ahora, esta mujer va a saltar para emprender el vuelo desde el centro de la tierra hacia el cielo para tocar las nubes.

SOFÍA LUDLOW CÁNDANO

México

Twiter: @SofiaLuCa18 Blog personal: https://elmundodesofialabruja.blogspot.mx/

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Para Aleister Crowley

E

n el fondo de mí mismo soy una mujer, lo sé y lo saben las pocas mujeres con las que he estado y por las que he tenido que pagar. No es que me desagraden del todo, admiro la hermosura de sus cuerpos redondeados, la tersura de su piel y esa especie de luminosidad que poseen cuando están felices, pero no me despiertan (ni yo a ellas) ningún tipo de curiosidad. Para empezar, cuando ven mi micropene se decepcionan, y cuando comenzamos a charlar y perciben mi sensibilidad se les despierta el instinto maternal y quieren ser mis amigas, no mis amantes. Yo, por otro lado, tampoco me siento atraído por una mujer dominante y masculinizada, siento que son una farsa y que pierden su esencia femenina y sutil, esa que las hace mágicas y poderosas. Pero no puedo evitar observar a los hombres, esos de grandes cuerpos viriles y mentes despiadadas que me subyugan y me llaman a rendirme ante ellos. Los que parecen leones tras la caza de su presa, los infames, los inteligentes, los patanes. No he tenido aún un encuentro íntimo con alguno pues temo inmensamente el rechazo, pero conocí a un hombre al que le dicen el Maestro Oscuro y temo y ansío al mismo tiempo su contacto. Este hombre me atrae y me repele porque es considerado un renegado social, Los periódicos de la época le llaman: «el hombre más perverso del mundo», «el rey de la depravación», «el hombre al que nos gustaría ahorcar», «el caníbal», «la bestia humana». Lo he visto en diversas reuniones y por intermedio de algunos conocidos fui presentado a él, tomó mi mano con fiereza y viéndome directamente a los ojos me dijo: —Te estaba esperando, ven a reunirte conmigo. El Maestro Oscuro me observa, estoy seguro. En la última reunión de la secta, cuando hablaba sobre el libro que le fue revelado, clavó su mirada en mí y una pura corriente eléctrica me recorrió por entero. Tiene unos ojos que te traspasan y que te clavan como si fueras una mariposa disecada y aunque tiene esposa y la grey femenina se le ofrece sin pudor, presiento que algo de mi esencia le atrae, le invoca. Ha llegado el día de la iniciación y estoy que no quepo en mí del gozo. El Maestro Oscuro en su última homilía recitó esta frase especialmente para mí: «Entonces dice el profeta y esclavo de la bella: ¿Quién soy y cuál será el signo? Y así ella le contestó, doblándose, una lamiente llama de azul, toda tocante, toda penetrante, sus hermosas manos sobre la tierra negra y su cuerpo cimbreño arqueado para el amor y sus suaves pies sin dañar las pequeñas flores: ¡Tú sabes! Y el signo será mi éxtasis, la conciencia de la continuidad de la existencia,

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la omnipresencia de mi cuerpo». Todo está preparado, las bestias para el sacrificio y el bebé sin bautizar y me ha encargado a mi vestirme de virgen pues ése será mi papel. ¡No puedo dejar de temblar! Se acerca a mí mientras sus principales acólitos hacen los sacrificios y me da un largo y profundo beso en la boca mientras acaricia mi espalda y mis nalgas. Me coloca semi agachado frente al altar y acaricia mi escroto. Mi erección es tan fuerte que no sabría hasta qué punto sigo teniendo un micropene y embiste, y yo grito, en una mezcla de dolor y lujuria que me hace caer desfallecido al piso con la sangre corriendo por mis muslos. Los acólitos me llevaron de vuelta a mis aposentos casi sin poder caminar, me bañaron y me metieron entre las sábanas. Permanecí ahí por unos cuantos días. Ahora no temo ser la mujer que debo, y actúo y me visto en consecuencia. Acompaño al Maestro en cada paso que da y me considera uno/una de sus más querido(a)s apóstoles. Hemos progresado, tanto que el Maestro fundó la Abadía de Thelema y convivimos aquí iluminándonos con sus enseñanzas: «Haz lo que tú quieras, será toda Ley», y «Amor es la ley, amor bajo voluntad». Sin embargo, todo se oscureció para mí debido al individuo ese mal llamado; Día de Amor (LoveDay). Pese a haber llegado con su esposa, este hombre capturó la atención del Maestro, dedicándole homilías y fuertes miradas, tal y como hizo conmigo. No soy celosa, estoy clara de que el Maestro mantiene relaciones con casi todos, pero ha dejado de buscarme y ya ni me presta atención por él, la nueva presa que despierta su instinto de caza. Posee esa suerte de candidez entre viril y femenina que imagino vio en mí, pero estoy encendida de furia y no tardaré en eliminar cualquier obstáculo que se interponga entre mi amado y yo, lo juro por mi voluntad. Salimos expulsados de la abadía por órdenes del mismísimo Mussolini debido a que la esposa del individuo ese nos acusó de haberlo envenenado, aunque hubiese quedado claro que se intoxicó con agua contaminada. ¿Lo defendería tanto de saber cómo gemía cuando estaba con el Maestro? El Maestro algo sospecha, ya que al consultar las cartas del tarot de Toht elaboradas por él mismo, se le habla de asesinato con el nueve de espadas pero no de quién, pues el arcano mayor del Loco (que no deja de aparecer en cada tirada) no posee la fuerza divina ni del varón ni de la mujer; por el contrario, incorpora los elementos de ambos pues manifiesta cualidades de ambos sexos. Finalmente aquí estamos, en el lecho de Muerte del Maestro. Parece mentira que toda esta aventura, este intenso estilo de vida lleno de drogas, lujuria, disipación y

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asesinato acabe así. Pero lo más extraño de todo es que justo antes de expirar, el Maestro me vio a los ojos y supo que yo maté a Loveday por amor a él, como si estuviera viendo la escena a través de mis pupilas. Se estremeció ante la posibilidad de haberlo mantenido engañado durante tantos años, y solo atinó a expresar: —Estoy perplejo.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: @damarisgasson

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L

a brisa de la montaña golpea nuestros rostros y revuelve nuestros cabellos sueltos. Después de haber caminado por tres horas, al fin llegamos a la cima. Sentados en la cumbre, Marcelo me toma de las manos. Él, tan hermoso, me muestra una sonrisa e intenta abrazarme, intenta que confíe en él, que lo quiera como él me quiere. Yo, algo desconfiada, me dejo llevar hasta que sus labios me atrapan. Y me dejo atrapar, y pienso en todas mis fallidas experiencias pasadas mientras él me besa. En su boca, puedo entender que me ha estado esperando. Marcelo me quiere y yo a él. —Te quiero, Liz —me dice y no le respondo. Desconfío. Desde que empezamos a salir se mostró como el mejor de los amigos. Me preguntaba por cómo me había ido en el día, me daba las buenas noches y me demostraba que pensaba cada momento en mí. Pero así lo hacen también los que no aman, los que hieren y mienten, te llenan de miel y al final te dejan con un sabor amargo en la boca por no ser como se mostraban en un principio. Uno nunca sabe cuándo te clavarán el puñal. Si algo me ha enseñado la vida a palos es que se debe estar preparado para el final y yo me voy preparando incluso antes de empezar. Es un tormento saber que esto terminará. Marcelo no sabe pero ya me lo imagino llorándome y odiándome a la vez. Él no sabe ni quiere enterarse que no estoy completa, rechaza la idea de oírme hablar de mi pasado. Piensa que, quizás, si le cuento de cómo fui plenamente feliz con otra persona no podría competir con ella. Ya amé y me amaron. Destruí y me destruyeron. Fallé y me fallaron. He vivido sin una pieza del corazón desde que Samuel me dejó y a pesar de que esa pieza volvió, nunca logró encajar nuevamente en mí. Solo traté de colocarlo cual rompecabezas en mi vida, y al ver que no encajaba lo abandoné. Desde ese entonces no soy la de antes. Vivo incompleta y desearía que Marcelo me completara por fin. Pero sigo temiendo. Debo reconocer que Marcelo es una pieza demasiado hermosa para mí. Su corazón es demasiado grande, y sé que me quiere con firmeza pero aún la idea de que todo terminará ronda mi cabeza y no me deja vivir. Soy un desastre. Nadie es totalmente perfecto para mí. O no me quieren lo suficiente, o me quieren demasiado. Desde Samuel, vivo incompleta pero yo creo que mejor. Haberme quedado con él habría sido mi fin. Fin de mis aventuras personales, fin de mi libertad, fin de las ganas de probar algo nuevo siempre. Hubiera caído en el aburrimiento, me conozco. Así que si terminamos nuestra historia, fue para bien. Él está mucho mejor sin mí y yo sin él. Cada año que pasa Samuel y yo nos llamamos unas cuantas veces y hablamos de 105


los momentos que vivimos juntos, siempre terminamos llorando al teléfono. Pero luego, la vida sigue sin él y Samuel continúa sin mí. En ocasiones siento que nunca viviré una experiencia con tal intensidad como la que viví con él. —Cuídate mucho, por favor —me dice Samuel al colgar la última vez que hablamos. Y me lo pedía en verdad, me lo decía con una voz quejumbrosa, como si supiera que no le escucharía. Sabe que no soy buena, ni siquiera conmigo misma. Le hice llorar infinidad de veces y yo me hacía trizas cada vez que lo dejaba. Sin embargo seguíamos juntos después, haciéndonos daño, destrozándonos de a poco. De pronto, una voz suave interrumpe mis recuerdos. —Nunca he sentido esto, así como cuando estoy contigo —dice Marcelo. Le creo, esos ojos son difíciles de engañar. Cuando miras a alguien con deseo, se nota. Cuando miras a alguien con odio, se nota. Cuando miras a alguien con amor, no hay vuelta atrás, se nota a kilómetros. Quisiera decirle lo mismo, quisiera decirle que jamás me he sentido tan bien como estando con él, que jamás me besaron como me besa él, que jamás me había sentido flotar como él me hace sentir. Mas no sé mentir, sí lo he sentido, con Samuel. Y aun siendo tan inolvidable, sé que se acabó. ¿Qué aún quiero a Samuel? No. Son solo sus recuerdos y las posibilidades de lo que pudo ser los que me atrapan en estos muros de hierro. Son nuestros días de relajo en el parque de la esquina, las tardes en el campus de la universidad riendo de todo y nada a la vez, las noches de música interminable en las que bailábamos sin descansar, son todos esas memorias las que no salen de mi cabeza. Y puedo entender que lo que extraño no es a ti, Samuel, lo que extraño son esos momentos que nos hacían tan especiales a los dos. Y ahora estoy aquí, junto a Marcelo, imaginando finales posibles en mi cabeza. Aceptaré ser parte de su vida, dejaré que me ame, lo amaré. ¿Y luego nos destrozaremos? Eso me mata ahora. El saber que todo terminará. Quisiera vivir plenamente mi felicidad con él. Quisiera decirle que me encanta, que disfruto del tiempo con él, que todo estará bien. Pero algo me frena, el recuerdo imborrable de Samuel alejándose de mí, diciéndome que quiere a alguien más, que ya no volverá. Deseo intensamente empezar una historia diferente con Marcelo, pero es el miedo que me lo impide. ¡Al diablo todo! Adiós Samuel, quizás nunca nos despedimos realmente. Adiós a nuestras pláticas telefónicas, adiós a tu voz, tu risa, tus historias, tu crueldad, tu egoísmo, tu cinismo. Ahora sé que no te quiero más, ni como alguien real ni como un fantasma que aparece en medio de la nada para hacerme creer que no puedo ser feliz 106


sin él. Adiós. —También te quiero, Marcelo —al fin lo digo en voz alta. Una historia nueva acaba de empezar y esta vez es una historia sin final.

LACEY LISBETH CONDE CARHUANCHO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/lisbethllcc

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L

a noche cae sobre la ciudad y con ella llegan los recuerdos. Y es que siempre recordó momentos, palabras y lugares. Pero nunca antes recordó un aroma como lo hacía en esos momentos. Y era en medio de esa soledad, en ese silencio, entre esas cuatro paredes inquietantemente blancas, que la estaba recordando. Y entonces, a mitad de la noche, decidió salir a su encuentro. Las miradas lo seguían a cada paso, a cada latido, como interrogándolo, como susurrando a sus espaldas. Miradas vacías, llenas de indiferencia, apatía y burla, como ajenas a su felicidad. Su recuerdo empezaba a golpear mientras avanzaba por lugares nuevos y alejados. Mientras voces enigmáticas, metálicas, átonas y sin vida le iban indicando el camino. Se sentía pequeño, con unas ganas infinitas de desaparecer. Con ganas de correr, de huir. Y de pronto estaba buscándola en medio de rostros nuevamente indiferentes. En medio de gente de caminar apurado, aburrido, triste, como ese cielo de octubre. Minutos que parecieron horas. ¿Era ella? No. La veía en cada silueta, en cada rostro. “Cielo triste dame una señal”, imploraba. “Dime que vendrá pronto, que todo será como siempre”. Y de pronto la luna la llevó ante él, así como el sol lo hizo la primera vez. Iluminando cada paso que daba, parecía flotar en medio de todo. Su sonrisa encendió la noche mientras se olvidaba del mundo. Nuevamente su presencia, sus ojos, sus ojeras, su tristeza y su alegría. Nuevamente su piel, su aroma y los veinte minutos de toda la vida. Nuevamente los lunes, las canciones y los silencios. Nuevamente solo ella y él. Llegó a la hora acordada. Cuando la vio aparecer, no cabía dentro de él tanta felicidad. La miraba fijamente y con cierta tristeza pudo comprobar que había olvidado algunos trazos de su rostro. Pero a pesar del tiempo y la oscuridad, le seguía pareciendo hermosa. —¿Cómo has estado? Hace tanto que no nos veíamos. Quiso abrazarla, pero se contuvo. —Hace una eternidad, ¿el tiempo siempre es cruel con nosotros, no? Caminaban muy juntos, casi tocando sus manos. Se miraban de reojo sin decir nada, sonriendo de vez en cuando. —Es la misma de siempre —pensó. Quiso decir algo, pero se le adelantó —¿Aún tomas café? 109


—Siempre que sea en buena compañía, claro que sí. Sonrieron al mismo tiempo. La noche estaba fresca, la luna brillando en todo lo alto y el cielo estrellado como testigos silenciosos de una pasión sempiterna. Guardó la frase, mientras suspiraba. —El lugar se ve acogedor, sentémonos y pidamos el café, tenemos mucho de qué hablar. Se apresuró a retirar la silla para que pudiera sentarse primero, le alcanzó la carta mientras la contemplaba. Veía como se mordía ligeramente los labios, indecisa. Sus pequeños ojos vivaces se movían de lado a lado y su nariz se arrugaba repetidamente como un tic nervioso o tal vez para evitar que se le cayeran los anteojos. —¿Te molesta si enciendo un cigarrillo? La miró intrigado, como intentando descifrar alguna trampa en su pregunta. —Pensé que habías dejado de fumar. —Una de las tantas promesas no cumplidas —sonrió avergonzada— además ¿no crees que un café, un cigarrillo y buena compañía es una buena combinación? —No tengo nada que refutar a eso, así que adelante. La vio levantar lentamente la mano y, entre aquellos dedos largos, el cigarrillo que fue a parar entre sus labios. Labios carnosos y provocativos. Imaginó el sabor picante disparándose a su cerebro y a sus pulmones preparándose a recibir ese golpe de calor lleno de cangrejos. A través de la llama del encendedor la vio cerrar los ojos mientras aspiraba el humo. Aguantó por un momento la respiración y tras unos segundos, que le parecieron interminables, vio como lo expelía por su nariz y su boca entreabierta. Parecía en trance, como a punto de explotar. Quedaron un momento en silencio a la vez que el ambiente se saturaba de olor a tabaco y café. —¿Recuerdas nuestras conversaciones? —preguntó sin dejar de contemplar sus labios. —Como las voy a olvidar —Levantó la mirada y se llevó un dedo a la sien como tratando que no se le escape la idea— ¿Cómo le decías? Ah! Sí, los buenos tiempos. Volvieron a sonreír. Era bellísima. El cabello largo y amarrado dejaba al descubierto su cuello sinuoso, perfecto, que desembocaba en unos hombros salpicados de pecas. Y un poco más abajo, unos pechos turgentes amenazando salirse. Qué ganas infinitas de sentir su corazón, de acurrucarse en ellos, de embriagarse con ellos. Seguía 110


embelesado, en un viaje etéreo. —¿En qué piensas? —En aquel viaje que hicimos a las playas del norte. ¿Recuerdas cuando caminamos de madrugada por el puerto, por la orilla del mar, descalzos? Se ruborizó. Encendió un nuevo cigarrillo y ensayó una sonrisa. Lo miró con ternura. —Claro que lo recuerdo. Fue nuestro primer viaje. —Bajó la mirada. —Fue una noche como esta, con luna y estrellas. —No te olvides de los cigarrillos. También los hubo. Ambos estallaron en risas. —¿Te puedo preguntar algo? —Habló como susurrando. —Claro, para eso estamos acá. Pero antes que digas algo, quiero que sepas que no tienes idea de cuánto extrañaba tu risa, tu mirada, nuestras conversaciones. No sabes cuánto te extrañaba. Mantenía la mirada fija en ella. Fue acercando lentamente su mano. Quiso tocarla. —Yo también he pensado mucho en ti. No sabes cuanta falta me has hecho. Todo este tiempo ha sido muy difícil para mí. Me preocupo por ti, aunque no lo creas. Te he buscado por mucho tiempo. Quiero saber cómo estás. —¿Cómo estoy? —Dudó.— He estado peor. A veces no sé donde estoy o hacia donde estoy yendo. Me estresa y me aburre el silencio, sobre todo en las madrugadas. La verdad es que no puedo dormir y no dejo de pensar en ti. La vio secándose disimuladamente las lágrimas. No quería hacerla sentir mal. Era lo último que haría mientras estuviera vivo. —Te he traído algo para alegrarte. —Dijo abruptamente. Sacó de su maleta una bolsa donde había un cuaderno con tapa azul. Sus hojas amarillentas amenazaban despegarse y la tinta desaparecer. —Léelo cuando puedas. Tal vez encuentres algunas respuestas. O a lo mejor nos volvemos a encontrar entre esas páginas. Suspiró. Aun no entiendo que nos faltó, si todo nos sobró. —Prometo leerlo —dijo secándose las últimas lágrimas.— Pero tú debes prometerme algo. Abrió los ojos y se le borró la sonrisa. —Lo que sea, dime. —Promete que te vas a cuidar y que nos volveremos a ver. Se abrazaron. No quería soltarla, pero sabía que debía dejarla ir. 111


Al abrir los ojos, aun tenía su aroma impregnado en él. Seguía mirando la luna a través de la ventana. Tocó su bolsillo, algo lo incomodaba. Eran los cigarrillos. Quiso encender uno pero no quería que su aroma desapareciera. ¿Qué debía hacer? ¿Salir a buscarla y pedirle que lo estrechara nuevamente entre sus brazos para volver a empaparse de ella? Su aroma desaparecía lentamente. Encendió un cigarrillo. Ya no le importaba nada. Las canciones seguían hablando por ellos, mientras el fuego aumentaba y el círculo se iba cerrando lentamente. No podía evitarlo. Se iban alejando mientras el círculo se estrechaba más y más. Las lunas los iban alejando, las canciones seguían luchando y los enmascarados finalmente estaban a punto de triunfar. Pero aún no era tarde para decir te quiero, que todo era real, que estaba aquí, allá y en todos lados. Que la respiraba, la olía, la sentía. Un grito. Ahí estaba, la veía. Se miraban con ojos suplicantes. Las lágrimas no podían aplacar el fuego. Un último te quiero, un último beso, los últimos veinte minutos, un último escrito, un último lunes. Gritó su nombre. No la veía. La busca pero no la encuentra. Se oyen risas. Vuelve a gritar. Ahora solo hay silencio y dolor. El círculo se estaba cerrando. Le pedía insistentemente respuestas a la luna. El aroma se desvanece. No más cigarrillos, no más cuadernos azules. El aroma se esfuma. Un ruido agudo y ensordecedor. Las paredes blancas. Inhala. El café. Su aroma. ¿Dónde está? ¿Por qué se tuvo que llevar su corazón? Quiso salir, correr, huir. —¡Luces apagadas! ¡Hora de dormir! Siente que todo se oscurece. Nos volveremos a encontrar. Al final de la calle, al final de estas líneas. —¿Listos? ¡Buenas noches! El enfermero ordena apagar las luces. Todo es silencio. Va cerrando los ojos. Su aroma ha desparecido, y el somnífero empieza a hacer efecto.

GIANCARLO UBILLÚS CELI

Perú Twitter: @gubc WordPress: gubillus.wordpress.com

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Q

uerida Carmen Delia: No soy bueno escribiendo cartas. Lo sabes. Sí soy bueno recordando. No es lo mismo, pero es algo. Es posible que no sepas lo bueno que soy recordando. Es evidente. ¿Te acuerdas cuando discutíamos quién era la mejor actriz del cine norteamericano? Tú decías que era Hilary Swank, y yo, más mentalmente que verbalmente, que era Annette Bening. ¿Te acuerdas cuando le dieron el Oscar a Russell Crowe, por Gladiator en 2001, o cuando le dieron el Oscar a Denzel Washington, por Training Day en 2002? De seguro no te acuerdas. Decías que no se lo merecía Crowe, sino Javier Bardem. Decías que Washington estuvo bien, pero que Crowe estuvo mejor. Me acuerdo perfectamente. De lo que no me acuerdo bien, es de si estuve en desacuerdo contigo. Lo más probable es que no. Te complacía en todo. Por eso me fuiste infiel con mi tío en nuestra propia cama. Aun lo niegas, pero qué importa. El perfume de mi tío es inconfundible. Es un perfume que pocos usan. ¿Quién de nuestros amigos y conocidos usaba el primer perfume fabricado para hombres en 1991 por Carolina Herrera? Ninguno. Yo me acuerdo perfectamente. Recuerdo que mi padre le molestaba regalándole el 212. ¡Qué importa! Nada de ese pasado importa. Te perdoné, aunque nunca has pedido perdón. Sé que no hay nada que perdonar. Te conocía y tú me conocías. Me aceptaste como soy, y yo te acepté como eres. No eres mala. La verdad, ser fiel es una carga muy pesada. Antes del primer beso hiciste la advertencia. Probé suerte, más bien, probé la mala suerte. Me creía el gran conquistador. Fallé. Contigo es diferente. Es una ruleta rusa en una montaña rusa. ¡Difícil! Respondo a tu hermosa carta, no para decirte que te odio, que ya no te amo, o para decirte que te he olvidado. Es imposible. No te voy a olvidar nunca. Soy bueno recordando. No lo sabes. Es obvio. Pero intento recordártelo. Te escribo ahora, después de un largo tiempo, por pereza y por mis dos amores. Amores que están muy cómodos, sumergidos hasta el cuello, en aguas termales con vista al mar. No hay otra manera de disfrutarlos. Necesitan de un entorno que les provoque estabilidad y plenitud. Te cuento. Mi primer amor, es un amor por mí mismo que me ha ayudado a encontrar el verdadero amor. Decidir amarse es el primer paso, porque son muchos pasos. La vida requiere de muchos pasos, tú lo sabes. ¿Cuántos has dado tú? De seguro, incontables. No los contamos, aunque deberíamos. Así la vida tendría una sensación clara del tiempo. Por lo tanto, si el primer paso no es firme, los demás se tornarán trémulos. No tan trémulos para percibirlo de inmediato. Te engañarán, te ensombrecerán, te seducirán hasta que llegues a caer. De espalda en el piso sin alfombra, o en el fango mojado, todo dependerá de la retrospectiva. Y yo, soy 114


bueno recordando. Por último. Mi segundo amor. No sé si aún te acuerdas de mí perfume. No. De seguro que no. No eres buena recordando. Es el primer perfume que Karl Lagerfeld, lanzó al mercado en 1978. Si quieres saber quién es mi segundo amor; un amor que puedo decir que es un gran amor; es muy fácil. Huele la almohada que está al lado de la de tu madre. Un abrazo fuerte…

JAVIER FEBO SANTIAGO

Puerto Rico Twitter: https://twitter.com/JavierFeboStgo?s=03 Facebook: https://m.facebook.com/profile.php?id=605703782

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odavía me recuerdo afirmado sobre la barra de aquel bar en el Paseo Costero, de frente al río, aguzando mis sentidos una y otra vez para evitar que Roberto atente contra su vida. En este momento parece tan lejano; ahora es “hoy”. Pero este “hoy”, no convoca en absoluto el caudal de mi nostalgia. A menudo, los recuerdos se fundan al estilo de Juan de Garay sobre la orilla del Paraná; al menos a mí me pasa eso. En este hoy, me cuesta entender por qué algunos viven perezosamente a expensas de otros, sin la menor huella de consideración. Y fuera de este hoy, es notable todo lo que recuerdo de la solapada imagen de mi amigo: de pie frente al espejo del cuarto de baño, llevándose la mano hacia donde una blanca cicatriz, rastro infame de su última operación, le atravesaba el pecho desde el ombligo hasta la tetilla izquierda. Soy Eduardo Zimmel, matemático. Tengo cuarenta y cinco años y llevo dos décadas fascinado por las cuestiones del Universo y la numerología: he publicado varios artículos al respecto entre los cuales, puedo nombrar: Perdido en la vía láctea, Lejanamente Sur y Lluvia de números. Siempre he pensado que mi afición matemática me facilitó comprender la visión de mi amigo Roberto, urdiendo la amplificación de su dolor proyectado en el espejo. La trampa no era lógicamente obvia; más bien un condimento muy tenue y particularmente casual. Estaba mucho más cerca de ser una trampa virtual y he renunciado a pensarlo de otro modo. Guié mis pensamientos hacia lejanas arenas tibias y después hice un gran esfuerzo para volver a recordar. Las arenas se dejaron llevar por una fuerte brisa del Este. Mis pies crepitaban mínimamente sobre ella. No supe disimular mi fracción de pánico. Fue entonces que regresé a este lugar. Es fácil decir “amén” rodeado de fieles en una capilla. Sin embargo, rodeado de las luces terribles de mi nostalgia, el verano se presentaba doloroso. No había opción. Nunca hasta hoy su imagen me había dolido tanto. Así que llegué allí apenas amanecía. Y ahí estaba; midiéndome lánguidamente con la evocación de un Roberto que se delata atropelladamente con cada gesto. Se rasca la ceja izquierda; gira la cabeza y observa a un lado y a otro, para detectar hasta qué punto llama la atención. Entre tanto intenta prender su pipa. Advierto que contengo la respiración cada vez que él me mira fijamente antes de seguir conversando. Lo he visto elevarse y caer; renunciar en labores exitosas y porfiar en 117


otras insignificantes. Y lo mismo ocurría con sus mujeres, aunque nunca alcancé a entender del todo esos trapicheos inesperados. Mucho menos los otros: porque, aunque he permanecido a su lado cuanto he podido, lo he visto derrumbarse lentamente, allende su supuesta firmeza. Y he aprendido que la evolución en el hombre es lo que abre las puertas de la autenticidad. Y que lo que se eterniza en él contrariamente, puede provocar transiciones sí, pero negativas en su mayor parte. La silueta de Roberto se forja sobre el vidrio empañado, de un modo francamente insólito, alterándose, toda vez que Roberto se refriega el pecho, encogiéndose como adolorido al principio, enderezándose con displicencia, y girándose por momentos de perfil. Lo mismo me atormentaba Barrena, con escaso contraste. Él me describió una situación, en la cena de fin de año relacionada con la sugestión de la cicatriz y su génesis. Yo no estuve allí; era el ambiente de los ex alumnos del Instituto Americano de Ciencias. Vino y me dijo: “¿No te vas a presentar en público para no exponerte a que critiquen tu último libro?”. Igual decidí no ir; no dar explicaciones. No nada. Hubo variadas opiniones al respecto y la mayoría seguramente estaría esperando mi asistencia a ese intercambio flemático y de sobradas repercusiones. Barrena estaba sentado junto a Roberto. Este, tuvo una repentina lipotimia, probablemente porque la escasez de aire lo condicionaba mucho. (Roberto cuadra perfectamente con el rasgo aturdido de las personas claustrofóbicas). Luego intentó brincar por arriba del puntal de una cristalera (lo imagino). En el instante en que acabó de rodar, Roberto estalló en risotadas. “La moza señaló temblando el tajo que se había hecho en la camisa y arrodillándose junto a Roberto que continuaba riendo, intentó ayudarlo”. Contó Barrena y agrego yo —lo escribo en este momento— “la moza, ¿habrá podido entender al menos una octava parte de los acontecimientos con la conciencia precisa? O, ¿solo fue un reflejo ceñido a los hechos?”. Y contaba Barrena. “Los compañeros presentes que estaban sentados contemplando la escena también se reían, no sin cierta reserva. Lo sostuve para que se incorporase, sin decir una palabra”. Para cuando terminó la cena, las orejas del pobre Roberto posiblemente ardían como hogueras. Barrena, afirmado en la barra del bar, filtró el relato sin detalles y sin reír. Y en algún momento entre sus largos tragos de whisky y pitadas de cigarro, se volvió hacia mí y dijo: “¿Qué opinás vos de la situación, che? Yo pienso que De Lucca no tiene 118


todos los patitos en fila. Eso le pasa; los muchachos del Instituto se han reído, pero eso no nos impide en absoluto la inquietud. ¿Estás al tanto del chismorreo? Se apunta a que padece algún tipo de neurosis o estrés. No me mires así; no estoy delirando. Sin dudas hay algo de eso. ¿Vas a negarlo? No me digas que vos mismo no lo has advertido. Seguro que sí. ¿Y sabés algo más? Vos me preocupás más que él. Tenés un par de conferencias por acá que completan de modo inexcusable tu carrera. Y perdoname la franqueza, pero tengo entendido que las vas a suspender para acompañarlo en un viaje. Deberías resguardar más tu crédito, entérate. “Fragmentar la luna es la clave”, ¿te acordás de eso? Me viene al pelo para que veas más allá de tus narices solidarias: porque las conductas adquiridas son como la castidad y volver a empezar no está entre tus mejores opciones. Me fastidia que no seas capaz de verlo; ¡De Lucca está grande ya para que le juegues a la niñera che! “Pasame el hielo. Gracias”. Voy a dejar en el tintero aquel encuentro, no sin antes repasar el lugar de la cita: un bar céntrico con servilletas ajedrezadas, negras y blancas, las bandejas picarescas, con dibujos de alto matiz erótico, y vasijas de vino tinto también en blanco y negro. Desentierro la silueta de Roberto, dilatada, muy dilatada, frente al espejo empañado del baño; la desentierro sí. Y la extraño. Ahora es “el día de hoy”, y las partículas de “lo ocurrido” son apenas una desnuda presencia. No obstante, por momentos, es tanto más complejo este “hoy”, que aquel presente, y entonces se vuelve inevitable soltarse y llorar. Suele volverse cruel una idea cuando es más palpable y real que la situación. De otra suerte, ahora mismo Roberto vagaría libremente por los corredores, tranquilos, disfrutando del Parque Norte; entiendo que eso no es hoy; quizás ni tan siquiera un desliz de la memoria. Puesto que ciertamente ahora no queda ya ni un asomo de Roberto en el Parque Norte, en donde si hay uno, es matemáticamente posible que sea en el aire; huela a Axe chocolate; en los corredores del parque, o entre las dunas de una playa, o en la sala de reuniones. Y la Luna al anochecer se torna purpúrea flotando sobre la fuente de la rotonda y ambos nos desgarramos una remera polo que se enreda en mitad de un poste de luz para caer dos segundos después sobre la ruta. De todos modos, me provoca celebrar que hoy, en los medios, sus descendientes recuerdan montones de escenarios, y lo ven encabezando triunfal. No está, pero ¡si estuviera! Imposible y no obstante, tan considerable. Todavía, si retrocedo y me agacho unos milímetros, puedo distinguir su silueta observando el valle. Cierro entonces los ojos y veo los espejos y el actual lucimiento del ocaso que

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impregna mis sentidos. Fijo al mismo tiempo el recuerdo en otra cosa; las dunas vacías, abandonadas ¡las veces que ocupamos ese vacío, Roberto, Pame, el Chino o yo o todos juntos menos el que fotografiaba! envueltos en una borrachera agreste. Las dunas tienen una textura dorada, sobre fondos azules. Había una casilla de bañero, al pie de la orilla, a esas horas solitaria. Siempre repaso esas fotografías, sentado en el viejo sillón de la tía Tania en mi habitación y me dejo llevar por el aire urbano que atraviesa el ventanal, infiltrándose como lluvia cruda o como vaho sobre mí. Ahora no tengo los espejos del baño frente a mí, pero ¿qué habrá detrás de sus duplicados? Tal vez las veces que nos reímos hasta caernos de bruces en la arena y me pregunto: ¿ya en ese momento Roberto se rompía? ¿Tendría entonces el alma amotinada, destinada a mutar en sombras? Es cruel, pero ese todavía, tan próximo, no es más que remembranzas; y si me doy vuelta y poso mis ojos sobre la puerta que da al vestíbulo, el “hoy” de las dunas abrillantadas, vacías y solitarias, sigue siendo apenas un recuerdo. Cierro los ojos con violencia; ahora. La silueta de Roberto se deshace.

ADRIANA MÓNICA LAMELA

Argentina

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a mujer del ático era una de esas personas extraordinarias que nacen una vez cada quinientos años y que parece imposible que existan en este mundo de humo y ceniza. Pero si tienes la fortuna y el privilegio de toparte con ella, estás en el deber de agradecerlo y, por tanto, de contarlo. La conocía desde hacía más de diez años, cuando me mudé al diminuto piso debajo del suyo. Todos los vecinos eran personajes peculiares, acostumbrados a lidiar con la soledad, entre quienes me sentí una más y a los que tomé cariño enseguida. Pero aquella mujer... Aquella mujer era especial. La abuela —como yo la llamaba— era una mujer alta, algo encorvada y enérgica. Su cabello lucía gris, corto y alborotado. Tenía los ojos de un verde esmeralda que llamaba la atención y que relampagueaban cada vez que reía. La definía su buen talante y esa sabiduría sencilla que otorgan los años. Tras una losa de carácter y genio escondía un corazón de oro. Me encantaba escucharla discutir sobre cualquier tema, menos sobre política. Afirmaba que las ideologías, llevadas al extremo, ya le habían robado demasiadas cosas como para que le hicieran perder saliva y tiempo en los momentos de paz. Gustaba de acudir a exposiciones de pintura y sentía predilección por los artistas noveles. Decía que transmitían la alegría que los más expertos eran incapaces de plasmar. También asistía al teatro siempre que podía permitírselo y disfrutaba de la música, de los recitales de poesía y las tertulias literarias, de las que era asidua. Su casa era una biblioteca repleta de libros de toda clase e idioma, incluso podías encontrártelos en los lugares más insospechados, como el armario de las escobas o en los estantes del baño. Cruzar el umbral de su habitación era adentrarse en un pequeño santuario. La ventana daba al patio interior, por lo que la estancia solía hallarse en penumbra, apenas iluminada por la escasa luz de la lamparita de la mesilla. Sobre el cabecero de la cama, un enorme Cristo crucificado presidía el cuarto, acompañado por un retrato a carboncillo del abuelo y una veintena de estampas de santos colocadas sobre el tocador, junto a las fotos de hijos y nietos. La abuela había tenido siete hijos y por lo que relataba, su marido había sido el mejor hombre sobre la faz de la tierra. No obstante, su esposo no era el único al que la mujer del ático mencionaba con tanto amor como admiración. Antes de casarse, había conocido a un joven algunos años mayor que ella, dueño de una librería de viejo llamada "La flor", heredada de sus tíos, los cuales habían emigrado a América en busca de mejor vida. A aquel joven y a ella les apasionaba el arte y no tardaron en hacerse amigos, 122


compartir sus novelas predilectas o ir al cine para luego debatir los puntos fuertes y débiles de las películas. Finalmente, durante la guerra, el joven tuvo que exiliarse y llevarse consigo todos los libros prohibidos que pudo. Jamás volvieron a verse, pero desde entonces, cada tres meses, la abuela recibía un libro entre cuyas páginas siempre descubría una flor seca, como única firma de su remitente. Yo, no sin cierta picardía, intentaba tirarle de la lengua para que me contase algo más. Ella lo percibía y se deshacía en elogios hacia el padre de sus hijos mientras perjuraba que con el librero solo tuvo una bonita amistad. Sin embargo, creo que la abuela comenzó a envejecer el día que él se marchó. Durante los últimos años, la abuela casi no salía de casa, pasaba el rato en la sala de estar, bordando, escuchando la radio y rezando un rosario de mil cuentas. Se iba marchitando día a día y ella era consciente de su deterioro, pero decía que con ello se le regalaba la oportunidad de vivir y amar la pobreza en su propio cuerpo. Sabía que le quedaba poco tiempo, pero no le daba miedo. Afrontaba la situación con una entereza que me desbordaba. “En toda realidad hay poesía. Aprenda a observarla”, me enseñaba. Muchas veces me pedía que le leyera una de esas novelas que se sabía de memoria. Sospechaba que lo hacía para que la dejase a solas con sus pensamientos, porque cada vez que levantaba la vista, la sorprendía con la mirada perdida en las gotas de lluvia que lamían el cristal o en el sol que sellaba la ventana de luz cálida. Todos los recuerdos parecían pasar ante sus ojos en un instante. A los meses de fallecer, vi a un anciano de largas barbas blancas frente a la lápida de la abuela. Permanecí en silencio a varios metros para no molestar. Antes de irse, colocó un objeto sobre la tumba. Cuando me acerqué y advertí lo qué allí había abandonado, adiviné quién era aquel desconocido. Un libro y una rosa como último homenaje terrenal a una amistad eterna. Lo que nunca supimos fue que el responsable de esos regalos creados de magia, tinta y papel, además era —bajo seudónimo— su autor. Su musa le sonreía ahora desde el Cielo.

NATALIA MARTÍN

España

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l martes cinco de mayo del presente año, a las 08:17, el conductor de un Mercedes Benz gris metalizado sufrió un ligero desmayo en el trayecto hacia su centro de trabajo. Durante los instantes en los que estuvo sin control, seguido por leyes elementales de la mecánica, el vehículo trazó un movimiento rectilíneo, y, dibujando una línea tangencial a la circunferencia de la rotonda en la que se hallaba, terminó impactando contra una farola situada en una transitada calle peatonal aledaña al lugar de los hechos. El impacto, que según el atestado de la Policía Local y los informes de Urgencias no causó daños de consideración ni al conductor ni a los viandantes, provocó el colapso y derrumbamiento de la farola que había detenido el rumbo errático del vehículo. Tampoco recibieron daño alguno los escaparates de las tiendas cercanas que se libraron del desastre por milímetros. Piezas de metal y plástico pertenecientes a la mencionada farola y al vehículo quedaron esparcidos a lo largo de decenas de metros de calle. Ese mismo martes cinco de mayo, a las 08:29 José Díaz se disponía a cruzar el semáforo que unía los barrios residenciales de la ciudad con el centro histórico, para afrontar el que sería su penúltimo laboral antes de una merecida, aunque no muy deseada jubilación. Puntual hasta el extremo y apegado a la rutina como la única forma humana de lucha que podía desarrollar contra el caos que impone la vida, Don José pasaba todos los días exactamente por los mismos lugares y a las mismas horas de camino a su trabajo y a la vuelta del mismo. Dice la anécdota que el filósofo alemán Kant era tan puntual que los comerciantes de su localidad ponían los relojes en hora al ver pasar al pensador en su paseo de rutina. Bien se podría decir entonces, que con la puntualidad de José se podían poner en hora los relojes del mismísimo Kant: Todos los días, salía de su domicilio a las 08:07, a las 08:12 pasaba por el kiosco del Juan, el Boliviano y le saludaba con la cabeza mientras este colocaba los periódicos. A las 08:19 giraba hacia la derecha para tomar la calle del Bingo. A las 08:29 llegaba al semáforo de la rotonda, tenía que esperar aproximadamente treinta segundos, pasar y continuar su ruta hasta que finalmente a las 08:42 entraba en las instalaciones de la empresa GAMASA, donde desarrollaba su empleo de administrativo desde hacía más de treinta años. Así pues, cuando José se encontró el día cinco de mayo a las 8:29 de la mañana con un dispositivo de seguridad policial alrededor del coche accidentado, una farola yaciendo en el pavimento y dificultándole el paso y trozos de plástico y metal por todo el suelo de la calle, sintió, además del natural fastidio por el contratiempo, una predisposición negativa, un miedo atávico al desastre del que quería renegar, pero que no podía apartar de su mente. Realmente, el dispositivo policial y la farola derribada en

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mitad de la calle esa mañana primaveral no alteraron la ruta de José más que los escasos minutos que tardó en rodear el cerco y en pasar por encima de algunos de los pedazos de chatarra que había esparcidos por el suelo. Aún así, al llegar a su oficina, cinco minutos más tarde de lo acostumbrado, no logró desprenderse de la desazón existencial que le acompañaría todo el día. Sara se apresuraba hacia la redacción. Si llegaba tarde otra vez, pensaba, tendría que vérselas con el idiota de su jefe y adiós a las prácticas, a la beca y a su futuro lejos de allí. Ya tenía dos avisos. A ella no le gustaba ser desordenada, a nadie le gusta ser así, pero ella tenía un método, dentro del caos, no lo entendían, pero daba resultado. Ese no era el día de aplicarlo, era el día de ser puntual y poner buena cara a su superior. “Señor, sí señor”. Si aprobaba las prácticas podría irse de una vez por todas de esa aburrida ciudad donde todos los días pasaba exactamente lo mismo. Era un reto trabajar encontrando noticias en un lugar donde nunca pasa nada. A veces le daban ganas de prender fuego a la redacción y así provocar por fin una noticia de interés. Sin embargo, lo que hacía era dejarse llevar por el ritmo monocorde de la ciudad. Estaba harta de encontrarse a la misma hora con la misma gente todas las mañanas. Al salir de casa, en la bocacalle, el barrendero comenzaba la jornada. Estaba segura de que si contaba las baldosas, siempre lo encontraba barriendo la misma, más adelante una madre siempre azorada, con dos niños pequeños colgados del brazo, se apresuraba hacia un colegio cercano y en la puerta de la Iglesia de San Benito, antes de salir del barrio antiguo, el tipo con cara de funcionario que pasaba todos los días exactamente a la misma hora por allí. Este era su reloj particular, el tipo aburrido. Si lo encontraba a la altura de la puerta de la iglesia, iba en hora, si lo encontraba más abajo, iba tarde, si lo encontraba más arriba, cerca de la redacción... bueno eso nunca había pasado, se imaginaba que si pasara eso, es porque ella llegaba pronto o él tarde. Pensar eso y suceder fue todo uno, pues precisamente ese día no vio al anodino hombre en su lugar pertinente, sino que lo encontró mucho más arriba, casi donde comenzaba la calle, lo que significaba que aún iba en hora. Ir corriendo la mitad del camino había hecho recuperar algo del tiempo que había perdido durmiendo. Llegaba justo para entrar a la hora exacta y dejar a Hernández con un palmo de narices deseando suspenderle las prácticas y rabioso por dentro. Otro día salvado por los pelos. Algo más arriba, en esa misma calle, la sensación de euforia palideció cuando vio una farola derrumbada en el asfalto y un automóvil con el capó prácticamente partido a la mitad debido sin duda al impacto contra la barra de metal. Aunque su instinto periodístico le instaba a acercarse, la barrera policial y a la prisa la hicieron desistir, así que se dirigió a buen ritmo otra vez

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al semáforo para intentar cruzarlo antes de que pusiera en rojo y ganarle algunos segundos más al reloj. Pero no lo logró. Aprovechó para mirar la hora en su teléfono y comprobar que llegaba bien. Pero no llegaba bien. Eran cinco minutos más tarde de lo que creía, su cálculo milimétrico se iba al traste. El corazón le latía desbocado. Era imposible que llegara puntual. Adiós al aprobado, a la beca, adiós al adiós de la ciudad. En un intento suicida comenzó a cruzar el semáforo en rojo entre los coches, que pitaron y lanzaron improperios mientras la esquivaban. Llegó al otro lado, teléfono en mano, la cara roja del esfuerzo y el susto y el corazón palpitante y aprovechó el subidón de adrenalina para correr hasta la redacción. A las 09:06 estaba enfrente de la puerta. Se armó de valor para aguantar la regañina de su jefe. Su estrategia sería capear el temporal como pudiera. Era bien capaz de dejarla sin la beca por esa estupidez. Por llegar cinco minutos tarde. Había incidido mucho en eso, en la puntualidad. Pero parecía que solo con ella. Y eso la llenaba de rabia. Cruzó el umbral, saludó al conserje, y subió hasta el primer piso por las escaleras, intentando retrasar lo inevitable. Cuando empujó la puerta de cristal y fue a fichar, vio que todos los que estaban allí, obedientes corderitos atemorizados, clavaban la vista en ella. Decidida a hacer frente a aquella caterva de pelotas, intentando disimular el susto y los nervios, todavía con gotas minúsculas de sudor en la frente, entró con paso digno y la cabeza alta y retadora. Silencio. Se dirigió hacia su mesa, y una vez instalada frente al ordenador preguntó a su compañera. No se atrevía a sentirse completamente aliviada hasta no tener la certeza de que no había registro de su última falta. —¿ Y Hernández? —dijo susurrando. —Todavía no ha llegado —le respondió su compañera en el mismo tono confidencial— Qué raro, el nazi del reloj. Antonio Hernández Alguiés salía ese mismo día cinco de mayo de su chalet en las afueras para, tras un breve trayecto en automóvil, llegar al centro de trabajo y comenzar su jornada laboral. A sus cuarenta y dos años, Antonio creía, que por fin todo le estaba yendo bien. Tras años de intentar sin éxito dedicarse a escribir, de esfuerzos vanos, de incomprensión de la familia, de vivir en pisos y estudios de mala muerte, ahora podía escribir: Columnas y artículos sueltos para varios periódicos Además estaba terminando su segunda novela. La primera, "Palabras vacías", había tenido una tibia acogida y, eso sí, bonitas palabras por parte de la crítica. A veces creía que era todo por Ana. Desde Ana todo había cambiado. Se inspiró, se centró, le contrataron en el periódico, y ahora esperaban un niño. Se sentía extraño conduciendo ese coche familiar, añoraba su viejo Peugeot con cientos de miles de kilómetros en sus

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ruedas. La vida trae cambios, y esta vez eran para bien. Miró por el retrovisor lateral antes de incorporarse a la carretera principal. Resopló. En diez minutos estaría en la redacción. Todo iba bien. Por fin como quería, se repetía. La última rotonda antes de entrar a la ciudad, levantar el pie del acelerador. Atención que ese no se entera de nada. Todo iba bien, Ana le había dado suerte.... Pero ¿Era lo que quería? Por supuesto que era lo que quería, llevaba años buscando eso. El problema es que llevaba unos días, diría que unos meses sintiendo... cosas, cosas diferentes, como hacía mucho tiempo que no sentía. O quizá fuera su típico autoboicot para ser infeliz. Lo que le pasaba e intentaba borrar de su mente era Sara. La chica nueva de prácticas. Tenía algo, algo que lo atraía de forma absoluta e innegable, bueno, no lo atraía, esa no era la palabra, lo encandilaba. ¿Está enamorado de una veinteañera desconocida, como en una mala comedia romántica? ¿Era eso la famosa crisis de los cuarenta? ¿Perder los estribos así? La chica sin duda pensaba que era un cretino. Era la única manera que había encontrado de protegerse, a él y a Ana y al niño, de sí mismo. Estrictas normas de trabajo y una barrera de frialdad entre jefe y empleada. Pero ese día quizá intentara hablar con ella, decirle lo que sentía. Se reiría de él, por supuesto. Pero no podía callárselo más, seguir con esa desazón El bebé nacería en unos meses. Y Ana, ese ser angelical, que le habría llevado hasta allí que había mostrado ternura y confianza donde los demás solo le habían otorgado rechazo y resentimiento. ¿Se merecía eso? Pero, ¿Se merecía que el resto de su vida fuera una mentira? Notó cómo se le aceleraba el corazón, y la vista se le nublaba. Sus manos se volvieron inconsistentes, y la oscuridad, seguida de un martillazo metálico, fue lo último que sintió. Don José Díaz abandonó la oficina a las 15:35 como hacía todos los días. La penúltima jornada laboral de su vida había transcurrido sin contratiempos. Prometió pasteles a sus compañeros para celebrar su último día de trabajo y salió a la calle con una sonrisa dibujada en su rostro, aunque la sensación de desastre inminente que albergaba desde la mañana no se desvaneció hasta que, de camino a su casa, volvió a pasar por el lugar del accidente y comprobó que no quedaba rastro del mismo. La vuelta a la cotidianidad inalterada y los rayos de sol primaverales le pusieron de buen humor. A las 15:55 volvió saludar a Juan el Boliviano, impertérrito en su quiosco. Después José siguió su camino con la satisfacción de saber que esta vez, el caos no había logrado imponerse.

JOSÉ ÁNGEL PIÑERO PéREZ

España

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unca tuve interés hasta hoy en saber de dónde venía esa marca que tengo que imita un segundo ombligo. ¿Cómo no me di cuenta antes? Si era más que obvio: tenía una segunda madre. Mamá y papá se rieron de mí. Sé bien lo que significa el gesto de desatornillarse la sien. Cuando les planteé mi hipótesis los vi mirarse con preocupación. Tengo muy en claro que sobreactuaron la forma cómplice en la que me ignoraron (aunque era habitual), eso los delató. Y afianzó mi idea de que iba por el camino correcto. Su actitud me dejó en claro que estaba solo en esto, pero ¿por dónde empezar a buscar? No hacía falta ser tan inteligente. Tengo treinta años. El hospital en donde nací todavía sigue en pie, es más, está lindo el Zubizarreta. Hacía rato que no iba aunque muchas veces iba a la plaza Devoto, la mejor de capital. Debo reconocer que la estrategia inicial fue muy buena pero no así el resultado. Pregunté en recepción por algún médico “que hiciera partos” (siempre fui malo para datos específicos). De ser posible uno que hubiera estado el 29/6/1986 y siguiera aún en el hospital. ¿La fecha les suena? Nací el día y a la hora que empezaba a jugarse la final del mundial de México 86. Cesárea de urgencia. Parece que la anécdota era famosa, según me contó una señora entrada tanto en años como en kilos. Los tres médicos que habían sido asignados al parto me odiaban (la señora remarcó ese dato) porque se habían perdido casi todo el partido. Habían programado todo para poder ver tranquilos el encuentro pero no habían contado con la urgencia de una madre primeriza. Tan solo la enfermera seguía en el hospital. Pensé, debo reconocer que prejuiciosamente, que mucho no le gustaría el fútbol y que sería la menos enojada (o que el tiempo podía haber aplacado algo el sentimiento) pero otra vez me equivoqué. Fanática de Bilardo resultó ser. Sí, de Bilardo, quería ver todo el partido para disfrutar la posible consagración del vilipendiado DT. Me contaron que no solo había insultado durante todo el parto, sino que además me había maldecido. Muy bien no le salió, bueno por lo menos hasta acá mi vida no ha sido tan mala. Cuando ya no quiso hablarme más me hizo sacar como era de esperar. Hubiese sido peor que fuera el enfermero que pasaba las puertas agachado y de costado. Como dije, tan bien no me había maldecido la enfermera. Mi siguiente paso fue fingir interés en una charla con el tío Adalberto, con el objetivo de saber cuáles habían sido las posibles candidatas. Dicho de otra manera, las mujeres que hayan tenido sexo con papá. Me tomaré un descanso en el relato, después del escalofrío sigo. Listo. Gracias por esperar. Por suerte papá no fue tan picaflor (frase dicha por 130


primera vez por un tiranosaurio pero descriptiva para el caso) y tenía solo tres opciones probables. La primera fue fácil de ubicar porque era una prima de mi tío. Fue también fácil de descartar, no había tenido hijos. La segunda también fue fácil de encontrar, era la dueña de la fábrica de pastas del barrio, Nogoyá antes de llegar a Sanabria. Un boludo tu viejo, podría ser millonario — sentenció el tío, no solo exagerando, sino también reduciendo el tema del amor a una mera conveniencia financiera. Fui tres veces a comprar en una semana. Fiel a mi estilo (al que muchos tildan de insoportable por el hecho de hablar mucho), me enteré de que las dos chicas que atendían eran sus hijas y que había tenido suerte porque no quería varones, dos partos, dos nenas. Descartada también. Aunque las pastas eran ricas y a buen precio, no fui nunca más. A la tercera la encontré de casualidad. Le estaba contando a Mirna, la panadera de Sanabria, que mi padre no andaba muy bien de salud (mentira, era solo para sacar charla), cuando una señora que me venía mirando desde hacía un rato me dijo: Así que sos el hijo de ese hijo de mil putas. Por un momento pensé que mi papá podría ser también hijo de múltiples madres pero de inmediato caí en la cuenta de que era una forma de decir. De puro perspicaz entendí que debía indagar el motivo del enojo, mil putas eran muchas y solo se juntaban para casos extremos. En resumen: mientras esperaba un hijo de papá, este la había engañado con mamá y la había dejado cuando perdió el bebé. Me disculpé en nombre de mi padre y al escuchar que la señora dijo que solo deseaba que muriera lenta y dolorosamente, entendí que no había vuelta atrás, el odio de la señora hacia mi padre estaba arraigado. Después de tanto investigar y descubrir cosas que jamás me hubiera imaginado, me decidí a jugar mi última y mejor carta: ir a ver a un cirujano para que me dijera que era esa segunda marca. Pensándolo bien debería haber sido la primera. Fui al hospital Ramos Mejía, lo más alejado posible de mi querido Devoto, cosa que nadie me conociera. Como en toda esta travesía, el inicio fue incómodo. La cara de la recepcionista cuando le planteé que quería ver un cirujano para que me viera esa marca que tenía. Podría jurar que casi se le salen las cejas de la cara pero me dio un turno con el clínico, argumentando que así había que hacerlo. Confieso que no la escuché, me senté a esperar que me llamaran, y ya se sabe, todo llega. El buen hombre me hizo preguntas sobre las cuales no tenía ni la más remota idea de cuáles eran la respuestas. Qué sé yo si me habían operado cuando era chico. Mamá y papá no eran de hablar mucho conmigo. Al no saber responder me dijo que averiguara en el hospital en el que había nacido, ahí debería haber una historia clínica 131


y que no podía hacer mucho más. Al final me dijo que podía ser una operación relacionada a lo nefrológico. No pregunté nada, me fui repitiendo mentalmente esa palabra, pedí una lapicera en el bar y la escribí en mi mano. A esta altura, ya desconfiaba del equipo de parto, pensé si no me habrían marcado porque les hice perder la final del mundo. No sería muy profesional. Descarté la hipótesis debido a que, seguro, mis padres hubieran hecho juicio por mala praxis, obvio no por mí, sino porque cualquier billete que pueda venir sin esfuerzo los excita desde siempre. Otra vez se me hizo la luz. Fui corriendo a ver al abuelo, él seguro sabía. Y así fue. Primero me escuchó, creo que fingiendo interés, después se rascó la barbilla cerca de diez minutos sin emitir siquiera un sonido; por último dijo: Yo no sé si naciste boludo o te vas perfeccionando. Mil veces te contamos que te operaron a los dos años. Después de la frase suspiró y casi que se durmió en la posición en la que estaba. Finalmente, había resuelto mi problema: todo se debe a mi serio problema de memoria.

SEBASTIÁN GONZÁLEZ

Argentina

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dornadas con retratos polvorientos, las paredes recordaban la hidalguía de antiguos combatientes. Aquellos que hicieron fama por su preclaro linaje, estoico batallar, y extraordinarias partidas, descansando en las historias de los más veteranos en el deporte. Entre el bullicio de los lugareños y a un lado del saturado salón esperaba Rubén, mordiendo su velludo dedo gordo con dolores que irradiaban desde diversos puntos de su cuerpo, de repente por haber estado tanto tiempo de pie. Se encontraba dentro de la Higuerilla, el coliseo más famoso de la provincia. —¿Dónde se habrá metido? Hoy se enfrentaba Huesocorto, su gallo, con otro que venía desde muy lejos: Bermellón. Había oído numerosos rumores acerca de este animal, como que era del tamaño de un niño, que se ostentaba imbatible en los duelos, o uno en particular que Rubén encontraba difícil de creer. Queriendo comprobarlo al saludar al gallero del animal y, después de pedirle ver el ave, este le respondió que esperase hasta la hora del juego. —¡Al fin llegaste, Ninán! —exclamó. Un joven de piel morena, cabello lacio, en sandalias y pantalón raído se acercó con un gallo blanco entre sus manos. —Aquí está, padrino, bien limpiecito del corral —indicó Ninán, entregándole el animal y dejando caer de su espalda una gran alforja de tela—. ¿Era verdad el chisme? —preguntó. —No lo sé, ahijado, ¡no quiere mostrarlo! —aseveró Rubén, examinando el plumaje de Huesocorto— ¿Qué te dijo mi compadre? —Que confiaras en tu gallo, padrino. Es bueno, bien agudo —respondió Ninán—. Y que no le pongas nada encima porque van a creer que tienes miedo. Van a creer que Huesocorto no tiene casta. Bajo el techo de caña y madera, en medio del olor a plumas y tierra húmeda, la gente caminaba hacia pequeñas ventanillas donde se pedían las apuestas. Al fondo, un umbral llevaba hacia las graderías al aire libre. Una mujer con un bebé en el aguayo murmuró entre risas algo a su pareja, mirando a Huesocorto de reojo y ocultándose la boca con los dedos. Rubén lo advirtió, contribuyendo aquel episodio en su molestia. —¿Y cómo será? —insistió Ninán— ¿Qué hará con eso en el duelo? —¡Quién sabe! —contestó Rubén, paseando luego la lengua por sus dientes—. Aposté mi coche, ahijado. 134


—Uy… —Ninán se frotó la cabeza—. Eso no se hace, padrino. Eso no se hace —masculló, chasqueando los dedos—. ¿Por cuánto lo tasaron? —Cinco mil soles. —Buena plata. Es bastante, pero si no gana… —¡Lo sé, carajo! Una puerta de madera en aquel salón llevaba directamente a la arena donde peleaban las aves. Suspendida en aquella entrada, una mirada sanguinolenta se paseaba entre los apostadores y el público. Su nombre era Tubino, y era el dueño del coliseo la Higuerilla; haciendo además en los días de espectáculo de vigilante. —Estaba pensando en las espuelas de metal —insinuó Rubén. —¿Crees que asusten a un animal así de raro, padrino? —No lo sé —terció, rascándose la mejilla y soltando pequeños cabellos rojizos que volaban de su rostro—. Ojalá y San Andrés nos ayude. —¡Dos minutos! —gritó Tubino desde el otro lado del salón. Rubén volteó hacia él y saludó asintiendo con la cabeza. Se agachó hacia el animal, lo tomó de las patas. —Hay que ver cómo se siente, padrino, si está de acuerdo —añadió Ninán, acuclillándose también—. ¿Qué opinas, Huesocorto? ¿Te ponemos las espuelas? El ave meneó la cresta y se inclinó hacia arriba: —Están adelantándose a los hechos —manifestó el gallo con suavidad—, creo que esto es totalmente innecesario. —No te confíes, Huesocorto, ¡tienes que ganar! ¡No podemos echárselo a la suerte! —hablaba Rubén, apretando al gallo contra el suelo. —Tranquilo, padrino —intervino Ninán, mirando a la gente que se acumulaba alrededor— hagámoslo de una vez. Ninán fue hacia la alforja y sacó las cuchillas. Rápidamente se las alcanzó a Rubén, que comenzó a ajustarlas una a una en las patas del ave. Al terminar lo levantaron y se dirigieron hacia Tubino, que revisó el gallo. —¿Ya está listo el otro? —preguntó Rubén. —Sí, lo está esperando —dijo Tubino, regresándoles a Huesocorto—. Voy a dar el aviso. Ninán partió hacia las gradas y Rubén entró a la arena con el gallo entre las manos. Frente a él, un hombre barbudo, con sombrero de paja y descalzo, los esperaba, sosteniendo un gallo rojo. La arena estaba rodeada por banquillos que se elevaban en serie tras una delgada madera roja que cercaba el ruedo. Los espectadores gritaban, alzando los boletos que habían comprado en sus apuestas. 135


Una grave voz anunció en una de las esquinas del coliseo: —Silencio a todos, se va a dar inicio a la pelea. Los dos galleros soltaron al unísono a los animales y se retiraron del lugar. Huesocorto estiró su cuello e hinchó el pecho, abrió las alas y sus diminutos ojos castaños. Se acercó lentamente a su adversario. Bermellón, un gallo rojizo, majestuoso y corpulento, confirmaba los rumores: tenía dos cabezas. Una que lo observaba y otra pendiendo a un lado. —¿Te dolió cuando lo cosieron? —supuso Huesocorto. —Sí, y me siento terriblemente avergonzado —aseguró Bermellón, tapándose con un ala. —¡Vamos! —increpó Tubino— ¡Comiencen! —Es lo terrible de los elementos de persuasión —continuó el gallo rojo—, ¿qué sentido tienen, sino reflejar la estupidez de nuestros dueños? Huesocorto bajó la vista hacia sus espuelas: —Ojalá que pudieran estar aquí, y hacer esto entre ellos —habló, sonriendo. Bermellón suspiró: —Exacto, pero no pueden. No sabrían qué hacer con los peones. —Terminemos esto —sugirió Huesocorto—, mientras más rápido, mejor. Los dos gallos caminaron hacia la mesa dispuesta en medio de la arena y se sentaron, cada uno, frente al tablero de ajedrez.

JORGE URETA URETA

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K

engzauh, el Capitane de la flota, se hizo presente ante el Conzejo Reale para exponer el resultado de la misión. Le Reyni, que tenía casi cien años, pero podía expresarse con asombrosa lucidez, lo observó con sus bellos ojos rasgados y le pidió que empezara. Para el valeroso soldade aquella no significaba una misión más, al contrario, constituía un hecho que quedaría registrado para siempre en los anales de su historia. Le seguía los pasos el Primer Generale Izdroghus, el taleiniano en el que más confiaba. ***

—Nunca he estado ahí, siento gran curiosidad por ese lugar —dijo el Generale, al mirar a través de la gran pantalla maestra el planeta al cual se dirigían. —Volver en otro momento no es una opción, se nos ha prohibido la entrada a esta galaxia para siempre. La última tropa ya se retira. Nos iremos tras ellos en cuanto enviemos la cápsula —respondió el Capitane. —Es cierto, pero... ¿será lo correcto? Tal vez no merecen esto. —Déjeme decirle algo —el Capitane señaló la cápsula de criogenia que se ubicaba en el área cero, donde solo ellos dos tenían acceso—, la estirpe de estos seres ha causado más estragos en nuestro planeta que los Argubitz y los Tutem Gubons. Suena inverosímil que nuestra raza haya adoptado esta medida; no obstante, ya está decidido. —No me refiero a eso —dijo el Generale, tocándose el enorme rostro—, me refería a que no puedo creer que se les permita vivir. Ellos no merecen esta segunda oportunidad. ¿Y si en aquel mundo a donde les enviaremos hay vida inteligente? —Negativo, Generale. —Siempre hay una posibilidad. —Los macro-exploradores que enviamos hace tres tiempos plus descubrieron que las enormes bestias que cubrían dicho planeta desaparecieron en su totalidad debido a un radical cambio climático, producido por la caída del asteroide Fuego Cambiante 6. De hecho, aquel globo es hoy muy parecido al nuestro, excepto por... —Sí, lo sé todo. Aún está muy frío, no podríamos sobrevivir ahí, no serviría como colonia para los taleinianos. No obstante, estos seres sí pueden adaptarse. —Exacto. Son más recios que nuestra raza y más feroces también. Sobre el tema de si es justo permitirles vivir… agradézcaselo a Le Emperatoris, ella es muy compasiva. Nuestro Reyni hace todo lo que ella le aconseja. ¡Gloria al Imperio Taleiniano! —¡Gloria a los taleins grandes y pequeños! Pido perdón por estar en desacuerdo con la medida tomada. Mire a esas criaturas, totalmente deformes y peludas. No son como nosotros, nuestra piel es tersa y clara, nuestros ojos son grandes y hermosos. 138


—Es cierto, empero, nuestras leyes nos impiden exterminarlos en su totalidad. Su capacidad de reproducción es asombrosa, son como aquellas pequeñas criaturas, los Zacs que siempre tienden a procrear. Con conservar a un macho y una hembra es suficiente. —Si es que no se matan entre ellos primero. Pero si hubiese allí vida inteligente... —No la hay. Hemos revisado todo de palmo a palmo, solo existen algunos seres medianos y pequeños, por completo irracionales, los cuales se alimentan de organismos no evolucionados. No les importará que pongamos a estos dos invasores entre estos. Como usted dice, quizá se maten estos dos uno al otro ni bien despierten. Según Le Emperatoris, tienen derecho a ello, si así lo desean. —Es increíble que los hayamos tenido junto a nosotros tantos tiempos plus. —Mascotas, generale, mascotas, así empezó. Por negligencia, nuestros ancestros los abandonaron en los bosquezes, se hicieron salvajes y se empecinaron en devorar nuestra carne. Mi familia fue... no… un soldade jamás debe permitir que el pasado le apabulle. —Mis padres también fueron... si pudiera, yo... sacaría mi arma y los ejecutaría. Luego daría un informe falso. —NO. No. Somos soldades, le debemos todo al Imperie. Además la nave que nos precede, y que ha fijado para nosotros las coordenadas del terreno de destino, tiene también la misión de confirmar la llegada de la cápsula a aquel planeta con los dos cuerpos. Es interesante cómo de millones de mundos la gran matriz seleccionó un par de miles, de los cuales este fue el más apropiado para ambos seres. Es precioso, aunque no es perfecto. Hay organismos que de seguro les causarían daño, acelerando su muerte. Son casi invisibles. Estos salvajes se acostumbrarán a las micro-criaturas que allí habitan, además tendrán que convivir con grandes peligros hasta el día en que su raza llegue a su fin por sí misma. —Los dos últimos Ghosnigz. Al menos nuestro hogar ya se encuentra a salvo de ellos. *** «Antes de empezar mi informe, Su Reyni, quisiera que me permita hablarle de los Ghosnigz, esa raza que nos persiguió durante mucho tiempo e incluso aprendió a utilizar nuestras armas en contra nuestra. Sus colmillos probaron mucha sangre taleiniana. A pesar de que padecimos una época de caos y oscuridad, al fin conseguimos acorralarlos en el último rincón de Talein. Entenderá que no podíamos

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conservar a ninguno como prisionero. Al intentar alimentarlos, los guardianes perdían uno de sus ocho brazos. Nadie en su sano juicio habría hecho algo en favor de esos... Ni siquiera su servidore». El Capitane movió su larguísimo cuello y continuó: «Sin embargo, por ordenes de Su Bellezia Omnipotentis, hemos conservado dos especímenes congelados desde hace dos tiempos. De inmediato los derivaremos al planeta seleccionado, con el fin de alejarlos de nuestra civilización para siempre». Le Reyni se sujetó con dos dedos los tentáculos que le servían de barba. Le Emperatoris movía su pequeña trompa, asintiendo. Sus ojos brillaban con un fulgor de satisfacción. *** —Hemos llegado —dijo el Generale—. Este es el punto central cósmico, lanzaremos la cápsula dentro de cinco micro-tiempos. «Iniciar el proceso de descriogenización mediante vía calorífica». —No sé cómo el universo ha podido dar a luz abominaciones como estas — dijo el capitane—; ojalá no las engendre nunca más. Espero que no se desarrollen. Ojalá mueran en ese mundo que no es el suyo. Que me perdone el gran Jlohigpu, Amo de la Misericordia. —No se preocupe, Capitane. Por favor, le cedo la gracia. —Hágalo usted, Generale, y hágalo rápido, antes de que despierten. Aquello último era improbable, empero, El Generale observó aterrado la cápsula donde ambas criaturas yacían flotando dormidas en posición vertical. Accionó el mecanismo de envío. La cápsula salió disparada, viajando a grandes velocidades con dirección a aquel planeta. En cuanto se despertasen, la cápsula se rompería y conocerían su nuevo hogar. El Generale miró en la sala de mandos a los kadetz, y cuando percibió la llegada de la nave de vigilancia, la última de los taleinianos, se dispuso a realizar el viaje de regreso. *** —Hizo lo correcto, Generale Izdroghus, lo felicito. Nuestra civilización rinde tributo a la Piedad, y eso fue una soberana muestra de ella. Nuestra más grande Divinidade Virtuose los bendice a usted y a sus soldades. —Podrían dañar las formas de vida de aquel planeta. —Le entiendo, pero no es vida inteligente. Era lo único que podíamos hacer. Ahora nuestro precioso mundo, Talein, ha quedado purificado de todo agente 140


lacerante. El Generale entendía. Arrodillado frente al consejo, pensaba en aquel mundo celeste. —No se deje atormentar, usted es una de nuestras mentes más puras, le necesitamos. El taleiniano sonrió. Se puso de pie y dijo: —Honrado de servirlo, Mi Reyni; honrado de servirle, Mi Emperatoris. Me retiro... Pero Le Emperatoris tenía una pregunta para él: —¿En verdad, Generale, esas dos criaturas eran los últimos? —Así es. Los buscadores Multoncz, que cubren hasta por debajo de la corteza taleiniana a velocidades cercanas a la luz, revisaron todo. Aquellos eran los dos últimos monstruos. —Generale —replicó Le Emperatoris—, sabe que no se nos permite expresarnos así. Debe llamar a esos seres por sus nombres particulares o, en todo caso, sus nominaciones comunes. —Pido disculpas por insultar a los Ghosnigz. Y sí, le dimos un nombre a cada uno. —Entonces puede retirarse, Generale. —Le Emperatoris miró a Le Reyni, quien movió su cuello extenso hacia ella, su amplia boca sin dientes se abrió en un gesto que reflejaba la luz, haciendo relucir su nívea piel y su enorme cabeza calva. Ambos sentían una gran melancolía. *** —Tengo entendido que es un secreto —dijo el Generale Izdroghus—, sin embargo, al registrarse en nuestro Papeles Universale, será hecho conocido. Yo no lo sé y quisiera saberlo. ¿Podría, por favor, decirme, Capitane, qué nombres les dieron? —Denominaciones simples, elegidas al azar, Generale —respondió el Capitane Kengzauh mientras observaba con cierto remordimiento el planeta dejado atrás. Al cabo de un par de micro tiempos, mirando con fijeza a su interlocutor, añadió: —Los nombres, para el macho y la hembra, son «Adane» y «Eve». —Como bien dijo, nominaciones anodinas, intrascendentes —mencionó el Generale.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR rosas

Perú

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