EL NARRATORIO. ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO.3. MAYO 2016

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Q

ueridos amigos, transcribo estas líneas con no poco dolor. Esta noche me veo en la penosa necesidad de cerrar mi cuenta de Facebook. El motivo de tal deliberación, acaso asombrosa, no es fortuito. La historia se remonta a cuatro años atrás.

Gris, de ojos asustados, pequeño, lo vi por vez primera en la jaula de una veterinaria; furtivo, veloz, con esa técnica tan precisa que nos caracteriza a los animales de sangre caliente. Entré al local y pregunté por el pequeño que se acurrucaba en una esquina de su cautiverio. La dependienta me dijo que podía tomarlo en adopción. Todavía hoy, mientras escribo, me da la sensación de que sus ojos y los míos son los de la misma especie y que un lazo invisible nos conecta, desde siempre y para siempre. Sé, también, que desde aquel primer encuentro me entiende. No hablamos el mismo idioma; nos entendemos, sólo nos entendemos. Supongo que aquella tarde comprendió, desde el rincón más oscuro de su mente, que lo entendía y que conocía sus pensamientos. Entonces fuimos a casa. Al principio la relación era un poco huraña. Nos mirábamos mucho, eso sí, como midiéndonos, como delimitando terrenos. Al cabo de estos cuatro años cada uno ha sabido tomar su lugar y su función. La comida se servía puntual. La higiene, exagerada, podía llegar a ser chocante, casi patológica. Casi todos los días salía de la casa y regresaba hasta el anochecer, cansado, hambriento. Por eso el plato

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tenía que estar siempre lleno. Su mirada, su profunda mirada lo ordenaba. Había algo extraño en su comportamiento; no era normal. No era sólo la limpieza exagerada y la rigurosa puntualidad en los horarios de comida. No eran las correrías diarias a lugares inciertos. Era algo más que jamás había notado en alguien de su especie. Un día lo vi con la mirada clavada en un libro. Al principio me pareció hasta simpático verlo en esa postura tan inusual. Pero no fue la única vez que noté esa actitud casi meditativa. Era como si de pronto pudiera entender los signos impresos, cada palabra, cada idea. Nunca nos dejamos de mirar. Algunas veces hasta llegamos a establecer una comunicación lúdica. Nos lanzábamos corchos viejos o pequeñas pelotas de estambre. En algún momento me pareció increíble ver como una de sus extremidades se flexionaba para asir, o intentar asir, la pelota o el corcho, alguna vez lo logró, salvando la brusquedad de su tacto. Más sorprendente fue cuando lo vi jugando (creí que sólo estaba jugando) con un bolígrafo. Dicen los que saben, es casi natural el paso de la lectura a la escritura. Otro día estaba frente al teclado del ordenador. Apretaba las teclas de manera brusca y desordenada. Tal delicadeza se reflejaba en su mala ortografía y su pésima redacción. Aún hoy puedo recordar su primer intento: “my nomvre ez…” Entonces se percató de que lo había estado observando en sus primeros intentos de escritura frente al teclado de la computadora. Diré 7


que no se inmutó en lo más mínimo. Me miró, eso sí, como mira un discípulo. Pero el alumno siempre supera al maestro. Aquella vez inclinó ligeramente la cabeza, como reconociendo que lo hecho no estaba muy bien. Supe que no se daría por vencido hasta depurar su técnica. Pronto aprendió a escribir mi nombre al lado del suyo. Al principio era una serie de apreciaciones sobre esto y aquello. Alguna vez escribía sobre algo recientemente leído. Al final encontró en la escritura el medio ideal para entablar comunicación conmigo y con el exterior. Me pedía que modificara su dieta, que no resultaba del todo grata por lo que de monótona tenía. Quería que lo aseara con regularidad, con exagerada regularidad. Hizo que pusiera decenas de fotografías suyas en mi perfil de Facebook. Luego comenzó a dormir en mi cama y a exigir atenciones cada vez más soberbias. A resumidas cuentas, se adueñó de mi departamento, de mi vida, de mi cuenta en la red y hasta de mis amistades. Con temor a parecer soberbio, diré que más de uno de mis contactos alabó mi cada vez más refinado estilo. Él, por supuesto, estaba feliz; podía verlo en sus ojos. Ahora

que

entenderán

las

razones

por

las

que,

determinantemente, me veo precisado a cerrar mi cuenta. Debo, eso sí, registrar una nueva, a fin de afirmar mi identidad. Sé que tus ojos me seguirán buscando. ANDRÉS GALINDO México Twitter: @andresrsgalindo http://www.misimposturas.blogspot.mx 8


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asi nunca salía de su casa. En las escasas veces que lo había intentado en los últimos años le había parecido que las piernas no la sostenían, que la cabeza le daba vueltas, que irremediablemente se iba a desmayar y la iban a encontrar

muerta ahí, en el pasillo de su piso. Las únicas imágenes del exterior que tenía eran las que podía observar desde la ventana cerrada de su habitación. Ni siquiera osaba salir al balcón ya que sentía mareos y le parecía que podía caer al vacío en caso de un hipotético desmayo. Apenas abría lo necesario la puerta del departamento y la mayoría de las veces pedía que le pasaran las cosas por debajo. El temor a que algún delincuente pudiera entrar en su vivienda era casi tan grande como el horror que le despertaban los espacios abiertos. Si notaba que alguien se acercaba a su vivienda o escuchaba el ruido de las puertas del ascensor al abrirse, espiaba a través de la mirilla, mientras estrujaba su ropa con nerviosismo conteniendo la respiración. Exhalaba aliviada cuando comprobaba que esa persona iba en realidad a visitar a otra gente. Sólo abría la puerta a una sobrina que la visitaba cada tanto y a la señora de la limpieza que venía a ayudarla una vez por semana. Nadie más entraba. Ella había creado su propia prisión. El primer incidente lo tuvo una mañana en la que iba a ducharse. Ese día, al ingresar al baño, le pareció notar que alguien la seguía, pese a que sabía perfectamente que estaba sola. Luego cuando estuvo frente al lavabo sintió un violento empujón que la lanzó directamente contra la 10


mampara de vidrio de la bañera. Ésta se fracturó en varias partes y una de ellas le hizo un corte en el brazo y parte de la espalda. Cuando un par de días más tarde contó el hecho a su sobrina notó que la mujer la miraba con desconfianza. “¿Quién te va a empujar? Si estabas sola ¿Estabas sola?”. Fue en vano que ella le explicara que no había visto a nadie y que había sentido perfectamente en su costado algo como una mano que la empujaba y le había hecho perder el equilibrio. La mujer se limitaba a mirarla con pena y le decía frases huecas llenas de lugares comunes para luego rematarlas con un “a ver cuándo vamos a dar una vuelta y tomamos un poco de aire”. La siguiente vez en que sintió una presencia extraña fue unos días más tarde cuando quiso armar el árbol de navidad como hacía todos los diciembres de cada año. Al abrir las cajas donde tenía los adornos encontró casi todos destrozados y recubiertos por una sustancia pegajosa que no pudo identificar. El árbol tenía todas las ramas arrancadas

y

las

pequeñas

hojas

de

pino

de

plástico

estaban

desperdigadas por toda la caja. Pensó en una venganza de la chica de la limpieza, a la cual trataba francamente mal, pero luego recordó el empujón del baño y temió que lo que sucedía en su casa era algo mucho peor. Fue la primera vez que tuvo deseos de salir del departamento, pero el miedo a poner un pie afuera la paralizó. Notó que con los días la presencia agresora que parecía acompañarla intensificaba su accionar. Encontraba permanentemente objetos caídos en el comedor y lo que provocaba los fenómenos, fuera lo 11


que fuese, parecía ensañarse con las fotografías. Las que tenía colgadas en la pared y las que estaban apoyadas sobre los muebles aparecían en el suelo con los vidrios destrozados. La mujer se limitaba, resignada, a levantar los trozos y echarlos en el cesto de la basura. Cuanto más trataba de tener una existencia normal, más se manifestaba la presencia, agrediéndola con tirones de pelo. Incluso en varias oportunidades había recibido fuertes bofetadas dadas por algo que ella no podía ver pero que sentía como si fuera una mano invisible. La mujer de la limpieza la miraba con sorna cuando ella le comentaba el asunto y su sobrina continuaba tomándola por una vieja loca pese a que para ese momento tenía numerosas marcas en su cuerpo que certificaban el hecho de haber sido agredida físicamente. La sobrina le ofreció que fuera a vivir con ella una temporada pero el horror de dejar su vivienda y salir al exterior no le permitieron aceptar. El desenlace se produjo un día de verano de muy elevadas temperaturas. Para ese momento ella estaba cubierta de lastimaduras provocadas por “La Presencia”, como ella la denominaba, y pasaba gran parte del día en la cama. Empeorando la situación, los cortes de luz hacían que faltara el agua, que se le pudriera la comida en la heladera y que no pudiera distraerse mirando la televisión. Decidió que era hora de salir de su casa, de volver al mundo exterior. Se levantó y sintió el primer golpe. Fue directo en sus piernas. Trastabilló y cayó, pero siguió adelante. Nuevos golpes llovieron sobre ella.

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Llegó a la puerta de salida. La abrió, miró el pasillo y la luz de emergencia que brillaba tenuemente en el fondo. No se veía a nadie y sólo se escuchaban unas voces en otros pisos hablando a los gritos del corte de luz. La cabeza le daba vueltas y transpiraba copiosamente. Pidió ayuda. Nadie le contestó, seguían discutiendo a los gritos. Se horrorizó al darse cuenta de que la única posibilidad que tenía era bajar por las escaleras. En la oscuridad, “La Presencia” le tiraba de los pelos, la abofeteaba y la hacía caer una y otra vez. Se tomó de una de las barandas y comenzó a descender. “La Presencia” le golpeó las muñecas y las piernas al mismo tiempo. No se pudo sostener más. Sintió cierto alivio, algo de paz. Uno de los vecinos la halló unas horas más tarde cuando volvía de su trabajo y subía las escaleras. Pero ya no había nada que hacer. FEDE MARONGIU Argentina http://www.facebook.com/fedemarongiu666 https://twitter.com/fedemarongiu666 http://musicextreme666.blogspot.com

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Cuidado con el odio, que puede abrir la boca y hacerte comer tu propia pierna como un leproso instantáneo. Anne Sexton

S

entada sobre el inodoro de un viejo departamento, Tamara enrolló papel higiénico y separó las piernas. Se puso de pie. Subió la bombacha. Apretó el botón del inodoro. Abrió la canilla de la

pileta y se lavó las manos con abundante agua y jabón. Acercó la cara al espejo del botiquín, acomodó un mechón de su pelo turquesa. Tuvo la sensación de oír la voz de Leandro, pensó que hacía mucho no lo iba a ver, antes por lo menos le llevaba un ramo de nardos o le quitaba el pasto crecido de la lápida. Llenó el cepillo de pasta dental, y cepilló hasta sangrar las encías. Se enjuagó la boca varias veces. Salió hacia el living, se detuvo frente a la ventana. Ahí abajo estaba la avenida iluminada y vacía y más allá la sombra gigantesca del autódromo. Siguió hasta la cocina, había revistas y diarios por toda la mesa, blisters de medicamentos y pilas de jabones de tocador sin usar. Pasó los dedos por la silla donde Leandro había comenzado a morir. Recordó cuando él dijo que pensaba dejarla por otra. Ella no se detuvo a llorar ni a implorar, le puso el boxeo en la televisión, y dijo que era libre de hacer lo que quisiera, que no había rencor, que sólo se quedara con ella aquella noche. Luego bajó a comprar cerveza y cocaína. Al volver, destapó una botella y se puso a amasar para hacer pizza. A la segunda cerveza, cuando Leandro fue a orinar, ella tomó el revólver que él había dejado 15


sobre la mesa y lo puso arriba de la heladera. Con una cuchara pisó pastillas de Rivotril, Tiarix y Femiane, lo mezcló con la cocaína y separó tres líneas sobre la mesa. Leandro volvió y enrolló un billete. Aspiró, y subió el volumen del televisor donde dos minimosca se golpeaban como chicos en el centro del ring. Tamara separó más líneas y sintió lástima, pensó en desistir, pero ya Leandro aspiraba con tanta fuerza que luego echaba la cabeza hacia atrás en la silla. Iba a continuar con la cerveza y con la cocaína hasta que los ojos se le pusieran en blanco y luego vendrían las convulsiones que lo tirarían al piso, y Tamara serena frente a la ventana, mirando las luces del autódromo mientras que el olor a vómito y a mierda se hacía más intenso.

HÉCTOR PRAHIM Argentina www.facebook.com/hector.prahim

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orro con todas mis fuerzas. Es medianoche. A medida que avanzo por la ciudad desierta voy despertando a los perros de la cuadra que me ladran. En la esquina uno me muestra los dientes. Trato de esquivarlo. Es un perro negro. Se agacha un

poco, se mueve para el lado a donde yo voy. En la carrera lo enfrento. Le encajo un puntapié que lo hace rodar a un costado. En el impulso casi se me cae el revólver. El perro se recupera y me sigue un tranco más. Lo dejo atrás. Llevo la respiración controlada, los pasos a un ritmo vertiginoso. Doy vuelta a la esquina. A treinta metros veo una parejita que se despide en la puerta de una casa. Bingo. Una moto espera. La pareja se franelea. Subo a la vereda. Otra vez los perros de mierda. La parejita está tan caliente que no me registra. Lo agarro al pibe de la campera y lo tiro al piso, le apunto a la cabeza. Le pido las llaves de la moto, la pendeja grita. La empujo para atrás, cae de culo. Grito que me de las llaves. El pibe saca las llaves del bolsillo y me las tira. Las tomo del piso. Le doy una patada en la espalda. Me subo a la moto, arranco. La parejita se abraza en el piso. II Celeste hacía la última ronda de vigilancia, estaba por el tercer piso del paseo de compras, debía llegar al subsuelo, recorrer los estacionamientos y fichar. El supervisor le pidió que se quedara una hora más. Ella dudó un momento, necesitaba el dinero. Había quedado en encontrarse con sus amigas para ir a bailar. Se negó. Había pasado 18


una semana complicada. A su hijo, Bastian, le salieron dos dientes y estuvo toda la semana molesto. El padre del niño desapareció, apenas se enteró de que estaba embarazada. No necesito esto, le dijo. Celeste terminó la secundaria a punto de parir, estuvo un año con su hijo, bancada por su madre. Le salió esta oportunidad de trabajar y no la desaprovechó. Casi a medianoche se tomó el tren que la llevaba a la zona Sur. Iba a salir a divertirse, desde que nació su hijo que no lo hacía. III Esta moto es un caño. Una máquina como esta tengo que tener. Voy a ochenta por la avenida. Vuelo sobre las cunetas en las esquinas. Llego al barrio haciendo quilombo. Otra vez los perros me reciben. En la esquina, El Pepo me dice que no tiene nada. Le digo que llame a la Vieja Irma que vamos para allá a buscar. Voy hasta mi rancho, la Negra no está. La llamo al celular y no me contesta. Hija de puta. Cada vez que vengo, la pibita no está. Pero esto se termina acá. Ya le corto todos los víveres. Llamo al Pancho por celular, le digo que tengo una japonesa XT1200 caliente. Arreglo por cinco lucas, en dos horas. Joya. Voy a buscar al Pepo. Nos rajamos hasta La Cañada. Esta noche sale delirio de pasta. Volamos por Zapiola rumbo a Quilmes. El Pepo me grita al oído, que la moto es una máquina. Le respondo con el pulgar para arriba. Tres cuadras antes de llegar paro en una Shell. Le digo al Pepo que se quede ahí con la moto. Voy a entrar a la villa caminando. Le pregunto si tiene el fierro. Me dice que sí. Me voy. Me doy vuelta para mirar. El Pepo apoyado 19


en la moto se prende un pucho. Le mira el culo a una pendeja que entra al local. IV Celeste y sus amigas quedaron en encontrarse a la una y media en la estación de servicio. Fue directo para allá. Bajó del colectivo y caminó una cuadra, se había puesto un jean ajustado y una remera corta. Era una noche calurosa. Mandó un mensaje a sus amigas para confirmar la hora. Le contestaron que estaban atrasadas. Se detuvo para leer el mensaje. Resopló. No se iba a ir hasta su casa para hacer tiempo. Decidió entrar a la estación de servicio y comer algo, se dio cuenta de que no había comido nada en toda la tarde. A metros de entrar a la estación de servicio, un pibe apoyado en una moto la seguía con la mirada. Le tiró un cabezazo y dijo: Hola, morocha. Ella sonrió. Lindo pibe, pensó. Hacía tanto que no salía con alguien, que había perdido el training. No puede ser tan difícil, pensó. Pidió una hamburguesa, papas fritas y una gaseosa. Echó una mirada al pibe que fumaba en la puerta. ¡Qué linda moto!, debe ser cara, dijo. V Camino por los oscuros pasillos de la villa. Palpo debajo de la campera. Acomodo firme el chumbo. Me cruzo con gente que deambula por los pasillos, como hormigas. A medida que avanzo escucho gritos, pendejos llorando, gente que se ríe a carcajadas. En uno de los ranchos, 20


un nenito está sentado en la puerta. Miro para adentro, está oscuro, se escucha la tele a todo trapo. Sigo de largo. Hay perros dentro de la villa, no ladra ninguno. Es como si fueran de otro planeta. En una curva del pasillo se me aparecen dos tipos. Se abren para dejarme pasar por el medio. Me arrimo a una de las paredes del pasillo. Ni mamado les doy la espalda. Me enfrentan, preguntan a dónde voy. Le digo que voy a lo de Irma, trato de avanzar. No se mueven. Hablan entre ellos, uno dice que cree haberme visto antes. Digo que vengo siempre, que no quiero bardo. Se me acercan. Me pongo en guardia. Me dicen que no me pase de vivo, porque no salgo de acá. Se van. El quilombo se huele en el aire, como el olor a mierda. Después de comprar, le pido a Irma si me deja merquear una línea ahí. Me pongo insistente antes de salir. Dice que no, grita para que me vaya a otra parte. Me llama falopero de mierda. Salgo echando putas. Le pego una patada a la puerta. A este villerío no vengo más. La gente de la Irma empieza a seguirme. Apuro el paso. Si corro acá soy boleta. VI Celeste comía la hamburguesa en la estación de servicio. Sus amigas llegaron y se sentaron a su mesa. Charlaban divertidas. El pibe que estaba afuera cada tanto las miraba y sonreía. Las dos amigas arengaban a Celeste, decían que él la miraba sólo a ella. Celeste se sonrojó.

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VII En una de las salidas de la villa, me roban todo. Me cagan a patadas. Negros de mierda. Ni amago a sacar el chumbo. Estoy caliente como una pipa. Tengo que hacer algo. Corro a buscar al Pepo. Cuando llego, le digo que vamos a reventar la estación de servicio. Me dice que no, que hay gente. Mira a unas pibitas que están adentro. Discutimos. Le digo que encienda la moto. Que haga de campana. Entro. VIII Celeste vio que el pibe de la moto discutía y forcejeaba con otro. El otro con un arma en mano entró al local y amenazó a la chica que estaba en la caja, que nerviosa empezó a balbucear. La amenazaba con el arma, le gritaba. Dio vuelta al mostrador y le pegó un culatazo en la cabeza. La chica cayó al piso. Celeste y sus amigas se refugiaron debajo de la mesa. Un patrullero estacionaba en la playa. El pibe de la moto empezó a hacer sonar la bocina, se subió a la moto y aceleró en el lugar. Se escucharon gritos afuera, la voz de alto de la policía. El que estaba adentro, tomó a la cajera del cuello y la usó para cubrirse. Un estallido reventó los vidrios del local, que cayeron sobre Celeste y sus amigas. Tres, cuatro, diez disparos. IX Las amigas de Celeste asustadas, están sentadas en la vereda. Celeste sangra. Tiene un corte profundo en el brazo por los vidrios que le 22


cayeron encima, y varias escoriaciones. El pibe de la moto, está en el piso, muerto de un balazo en el pecho. La cajera llora. La atienden en una de las ambulancias. El que entró al local está esposado en la parte trasera del patrullero. Un policía se les acerca y les dice que tienen que ir a declarar a la comisaría. Celeste piensa en su hijo. Se le erizan los pelos de la nuca. Un escalofrío la recorre entera. Cansada, dolorida, sube al patrullero. FABIANA DUARTE Argentina www.facebook.com/fabiana.duarte.522066

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E

nero, 7 p.m., Av. Las Heras —Un momento y un lugar para que se produzca la magia—dijo para sí Eduardo. Era como si en esos días, y a pesar de que suene cursi, aquello que tuviera que ver con el amor o la poesía, se podía hacer realidad. Sobre

todo en esas noches de verano que lo maravillaban y lo hacían “flotar” en una especie de limbo cuando la ciudad se relajaba. La gente que la ciudad había sometido a su presión durante el día, también se relajaba. Pero lo que de verdad deshacía el stress, era ese “todo” que entraba y salía de uno, y que después se esparcía por las calles y las luces como un conjunto palpitante, imposible de separar, de aislar. “Todo” era el gentío caminando sin apuros; los coches que ya no aturdían con sus bocinazos; la tibieza del asfalto dormido; la sombra de los edificios donde empezaban a relampaguear los televisores y la gente cenaba hipnotizada con las falsedades de la dictadura; los árboles soñando con otra selva, de donde emanaba una oscuridad misteriosa y lenta. Todo confabulaba así cuando las ráfagas nocturnas que llegaban del río entraban a Barrio Norte, llenando el aire con un perfume de flores de tilo de alguna plaza, jazmines

de

balcones

olvidados;

la

dulzura

fría

de

una

mujer

indescifrable que entraba a una confitería; la fragancia del café, de la factura; el humo de los taxis, el aroma de las pizzas y los cigarrillos. — Como un vino porteño que embriaga hasta hacernos azules con la noche— El poema podía continuar, pero Eduardo prefería decirlo y olvidarse. Era la forma de comunicarse que tenía él y todos ellos: los

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bohemios actores de un pedazo de sueño improvisado al que llamaban poesía. La reunión era en la casa de los padres de María Rosa, en Recoleta. Fueron los ojos azules de María Rosa los que le abrieron la puerta del 2do. “D”. Los ojos azules achinados, chispeantes por la alegría de verlo. Ella, flotando blanca en una tela hindú, de melenita brillante y suave como una cascada de mentira pero a la vez real, tan real y falsa como ese abrazo exagerado con el que lo recibió —Hooooola Eduardo—y se murió de risa. Eduardo también; como si los dos intuyeran que algo iba a pasar esa noche. Al entrar, se desplegó delante de Eduardo la lujosa armonía de la arquitectura art nouveau catalana de los años veinte. En ese piso, decorado como si allí viviera un viejo embajador de Indochina o Pakistán, había alfombras tejidas de diseño entreverado; máscaras de ébano con una presencia escondida en cada ojo; cortinas exóticas y vaporosas; floreros tallados con extrañas flores secas detenidas en la luz; mesas chinas de teka, viejísimas; y libros, libros y más libros; y todo embrujado por la suavidad de ese verano que entraba por los balcones de Las Heras y Ayacucho. Cuando Eduardo llegó, Aníbal y Marcelo ya estaban ahí, y lo recibieron como era su costumbre: Marcelo, expresivo y verborrágico, con un chiste y una carcajada; Aníbal, pianista triste e irónico, con su afecto y su humor sombrío; aunque el cruce inicial de miradas, no fue el de siempre. Algo estaba en juego, los dos lo sabían.

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Al rato llegaron Mario, Alicia y Diana. Después, en dos oleadas, Luis, Graciela, Ernesto, Mariano, Andrea, Patricia, Leonor, Lucio y Carlos.

Todos

eran

escritores;

jóvenes

escritores.

Todos

vivían

enamorados de la vida, y sentían que la vida valía la pena en la medida que escribieran y pudieran compartirlo. Todos eran poetas, pero Eduardo y Mario lo eran de una manera más seria, más comprometida. Ellos vivían desde la dimensión que les posibilitaba la poesía, el resto no; por lo menos era lo que los dos sentían. Muchos eran turistas en la Ciudad de los Poetas; Eduardo y Mario residían allí de manera permanente; quizás también morirían allí. Mario era un crítico mordaz de la realidad, sobre todo de la realidad política: no creía absolutamente en nada ni en nadie; razón no le faltaba. Eduardo, por el contrario, sí tenía una fuerte sensibilidad social y una postura política muy definida y militante, a tal punto, que dudó en asistir esa noche por no comprometer a sus amigos. La reunión en casa de María Rosa definiría si el grupo apoyaba o no a alguna de las facciones en pugna dentro de la Sociedad de Escritores a la que todos ellos pertenecían. En realidad lo que después se definió fue otra cosa, y sólo entre tres personas. Todo empezó bien, de manera amable y despreocupada. De a poco, las cosas fueron cambiando. Graciela y Leonor se tensaron, y el grupo lo notó. Eduardo también notó que Aníbal no se separaba de María Rosa, entonces tomó distancia y esperó, con la confianza de un león agazapado en la espesura. Mario tomó un par de tragos y se fue; no le interesaba en absoluto lo que allí se iba discutir. Lo que sí le hubiera gustado ver era 27


en qué terminaba el lance de su amigo, pero no soportaba estar mucho tiempo con gente que no hablara de poesía. Las dos supuestas líderes juveniles que se disputaban el apoyo del grupo, también duraron poco. Cuando se enfrentaron, sacaron a relucir sus viejas disputas y al rato se retiraron medio borrachas y enojadas, con todo y con todos. Así terminó la contienda entre Graciela y Leonor; un encuentro que no llegó a nada para lo cual había sido convocado. Todos festejaron cuando ese par se fue; buenas poetas, sin embargo; sobre todo Leonor, quien murió de cáncer veinte años después. Ya aliviados, los integrantes del grupo se dedicaron a beber, comer y hablar; sobre todo a beber. La noche se había abierto y todos entraban a esa maravilla que significaba estar juntos, sin la hosquedad de Mario, el delirio de Leonor, o la agresividad de Graciela. Por suerte todo se aflojó y la música, que de pronto apareció, completó la algarabía. Había sin embargo algo inquietante: en alguna habitación, como escondidos, estaban los padres de María Rosa. ¿Quién sabe si escuchando? Eduardo lo sabía y tenía que tenerlo en cuenta para sus planes. De pronto el león levantó las orejas. Vio cuando Aníbal entraba al baño, justo en el momento en que María Rosa advertía en voz alta la inminente escasez de cerveza. El león avanzó y se fue con su presa a comprar las bebidas. Ya en la calle, cruzaron Las Heras y se dirigieron a un mini-super, a dos cuadras. De regreso, esperando en el semáforo, Eduardo se acercó a María Rosa y la besó mientras una brisa los rodeaba. Ella sonrió tensa, pero aceptó aquel arranque y le devolvió el beso. Enseguida cruzaron la 28


calle, subieron hasta el segundo piso, y todos festejaron cuando los vieron llegar cargados de latas de cerveza. Aníbal notó al instante que algo había cambiado entre sus dos amigos, algo que lo ponía en guardia, algo que lo hizo acercarse a Eduardo con una sonrisa calculada, aceptando el reto de manera implícita —Salud —le dijo, y levantó su lata de cerveza. —Salud Aníbal —le respondió Eduardo, completamente seguro de estar entrando a una batalla en la que se sentía vencedor. La noche fue transcurriendo, y a medida que las horas pasaron el grupo se fue reduciendo. Cuando los que más habían bebido empezaron a cabecear, Eduardo los condujo a la puerta, despachándolos rápido para acortar la clásica perorata del beodo que se despide una y otra vez. Él se había cuidado de no tomar mucho, contrariamente a lo que había hecho Aníbal, que ya estaba hecho una cuba. A la una de la mañana solo quedaban tres poetas —Bueno, ¿Y ahora qué hacemos?— dijo Eduardo, y Aníbal lo miró como diciéndole ¡Andate! Pero Eduardo estaba entero, y no dejó nada al azar. En un momento en que acompañó a María Rosa a la cocina, le preguntó sin rodeos —¿Con quién querés estar, María Rosa?— Ella le dijo que con él. —¿Entonces qué hacemos con Aníbal? —Vos quedate acá Eduardo...yo le explico— y a los pocos minutos Eduardo abrazaba a Aníbal en la puerta de calle del edificio, igual que lo hacen los boxeadores después del último round: el retador consolando en un inútil abrazo al ex-campeón después del nocaut. A pesar del triunfo, Eduardo sintió que era una de esas experiencias incómodas de la vida. Aníbal era su amigo, un buen amigo, 29


que había estado queriendo tener algo con María Rosa desde hace meses. María Rosa también era su amiga, pero una amiga demasiado bella para seguir siéndolo, y ahora estaba ahí enteramente suya, hermosamente suya, con toda la madrugada por delante, en ese acogedor lugar del universo; incluidos unos padres misteriosos de los que tendrían que cuidarse. Ella, retándolos así; él demostrándole a ella que valía la pena cualquier bronca con tal de estar allí. Se retiraron al estudio; era demasiado descarado si lo hacían en la alcoba de ella. Caminaron despacio atravesando el amplio living, tomados de las manos y en silencio. Las máscaras los miraron, los libros dormían. Ella fue a buscar whisky; él ahora sí bebió sin reparos; primero de su vaso, después de ella misma que se convirtió en un licor abrazador y fascinante en cada arrebato. Ya no le importó si los padres los encontraban, si prendían la luz, si les prendían fuego, o si los filmaban haciendo el amor; todo se iba por un terraplén de nostalgias desbordadas: su amistad con Aníbal, el grupo, la poesía, la política, la Av. Las Heras, el art-nouveau, la dictadura, los padres de María Rosa; sus mismos padres, que no sabían donde andaba; todo, todo, todo. El grupo se deshizo con la partida de Eduardo. A María Rosa, él la volvió a ver al día siguiente. Después tuvieron que pasar tres años. Pero todo había cambiado. Durmieron en la cama de ella; uno mirando al norte y otro al sur. A Mario lo encontró veintisiete años después, ya sin nada en común. Los padres de ella, nunca salieron del escondite, y el bello edificio fue comprado y restaurado por una firma de abogados. 30


Para Eduardo, asomarse así al pasado sigue siendo mágico. Porque todo aquello aún existe y de manera vívida; de una manera que le permite salir de su piel y rejuvenecer en los brazos de ella, en las carcajadas de los chistes de Marcelo, en el piano melancólico de Aníbal, en las horas y horas dedicadas a la poesía compartidas con Carlos, Lucio, Mariano, Diana, Leonor, Graciela, Ernesto, Andrea, Patricia, y los fantasmas tibios de Av. Las Heras 1914, en esa hora de verano que se repite en cada enero, aunque ya nadie piense en eso, salvo él. HERNÁN SÁNCHEZ BARROS Argentina http://hernansanchezbarros.simplesite.com

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T

omó el cuchillo de la mesada y con todo el odio que le subía desde el estómago, comenzó a clavarlo una y otra vez sobre la tabla

de

picar,

mientras

con

los

dientes

apretados

murmuraba: “¡Lo voy a matar! ¡Lo tengo que matar! ¡Lo quiero ver muerto!” Y así fue. I Cuando él faltaba algunos días, ella ya deseaba que no volviera. Y, abandonarlo, no se animaba por temor. “No se te ocurra dejarme, porque te mato”, le había advertido él varias veces. Sin embargo, cuando el médico le confirmó su nuevo embarazo, se armó de coraje y se preparó para huir. ¡No se arriesgaría a perder otra vez a su hijo! Hasta la casa llegaba el estruendo de las explosiones en la playa. Morena creyó que ese era el momento oportuno. Puso una maleta sobre la cama y, con gran nerviosismo, se apresuró a empacar algo de ropa y algunos

objetos

personales.

¿Cómo

pude equivocarme

tanto?

se

preguntó. Se había enamorado como una colegiala de un hombre que apenas conocía. Fue durante el verano pasado, recordó. El desconocido la deslumbró ni bien entró al bar. Rubio, alto, alrededor de treinta y cinco años, atlético, de ojos muy claros y una amplia sonrisa. Vestía jeans y remera azul, que hacía resaltar aún más su bronceado. Era el príncipe con el que siempre había soñado desde que tenía dieciséis. Cuando se

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acercó a la barra y le pidió una cerveza, se la tuvo que reclamar dos veces, pues estaba anonadada. —Bien fría —recalcó el hombre. Morena se apuró con la bebida y le alcanzó un plato con ingredientes. Él no reparó en ella. Más bien parecía estar estudiando el ambiente o buscando a alguien. Al averiguar, se enteró que era buzo y holandés. Pasaron varios días en los que aparecía más o menos a la misma hora, bebía unas cervezas y hablaba con otros colegas. Una tarde, en la que estaba solo en el mostrador, ella se atrevió a iniciar la conversación, mientras le alcanzaba la cuarta cerveza. —¿Qué lo trae por estos pagos? ¿Está de vacaciones o trabaja para la empresa que desguaza el barco hundido? —Soy buzo, experto en explosivos —le confirmó él en buen español pero con acento y sin más explicaciones—. ¿Y tú, qué haces en un bar como éste?... ¿Eres la hija del dueño? —¿De Pepe? ¡No! —contestó ella, sonriendo nerviosa—. Yo atiendo acá en verano. En invierno no hay nadie. Sólo los que trabajan en el barco. Y eso depende de las mareas —aclaró, mientras repasaba el mostrador, por hacer algo. —¿Y qué haces en invierno? —¿En

invierno?

En

invierno,

pinto.

Aunque

todavía

estoy

aprendiendo… Con lo que gano aquí, me pago las clases.

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—¿Ah, sí? —contestó indiferente el holandés, mientras con mirada distraída, recorría el entorno. —¿Vives todo el año acá? —No. Le dije que sólo en verano. Vivo en Necochea. —¿En Necochea? —volvió a mirarla—…He oído que hay unos cuantos europeos allí —comentó interesado. —Sí. Algunos hay. —Dame otra cerveza —y agregó— estoy buscando a un colega. A un tal Ducroix. Es francés ¿Oíste alguna vez ese nombre? —No. Hubo, sí, un francés por aquí hace dos años… Bueno, creían que era “francés”, porque era rubio y hablaba el idioma, pero algunos decían que era belga —comentó ella sirviéndole la cerveza—. Era guardavidas. El holandés ya no parecía prestarle atención. Se mandó la cerveza como si tuviera que apagar un incendio. —Se cree que le dio un calambre o algo así, mientras trataba de salvar a un niño que se había internado demasiado, y se ahogó —siguió contando Morena—. Días después apareció en la playa el cadáver del muchacho —se ubicó frente a él, los brazos apoyados en el mostrador—. A Marcel nunca lo encontraron —. Dio toda esa explicación, ansiosa de prolongar el diálogo, pero él puso punto final a la charla, señalando la copa ya vacía.

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—Dame otra y cierra la cuenta —. Bebió también esa cerveza de un trago, pagó y mientras giraba el taburete dispuesto a irse, se dio vuelta, la miró como midiéndola y sin rodeos, le preguntó: —¿Qué haces a la salida? —¿Yo?... —titubeó. Sorprendida, no encontraba qué decir. —Te invito a comer. Pero no aquí —. Miró su reloj—, te paso a buscar en media hora... ¿Está bien? —preguntó guiñándole el ojo. Y dando por sentada la respuesta, se encaminó hacia la puerta. Morena había quedado boquiabierta por la sorpresa, después loca de alegría. ¡No lo puedo creer! ¡Se fijó en mí!, se dijo, mirando su reflejo en la vitrina donde estaban las bebidas. Era bonita sin descollar, pero sus dieciocho años estaban bien repartidos. Se apuró a ordenar el mostrador. Enjuagó las copas y guardó las bebidas. Sólo quedaban dos parroquianos sentados a una mesa. Le pidió a Pepe que le hiciera el favor de encargarse de ellos. Fue al fondo del local. Se cambió la blusa y el pantalón por una falda. Pasó el peine por su pelo negro, ensortijado, y le dio un toque de color a sus labios. Se miró al espejo y se vio como Jennifer Jones. en “Duelo al sol”. Ella buscó de ver esa película, después de que alguien le había dicho que ella era idéntica. Aunque hubiera querido estar mejor para esa ocasión, se sentía inmensamente feliz. Iba a tener su primera salida con un verdadero hombre. Con el hombre de sus sueños. El

“Nicolao P”, del que sólo emergía la popa, se encontraba

encallado desde hacía años en una angosta y profunda grieta cerca de la 36


playa, hasta que una empresa extranjera lo compró para desguace. Su ubicación hacía muy difícil y peligroso el acceso de los buzos para colocar la dinamita, ya que sólo disponían del tiempo que duraba la marea baja. Un fuerte oleaje en esa ubicación, podría costarles la vida. De ahí que se contrataran a buzos especializados. Del holandés se sabía que se llamaba Vincent van Klingenheimer y que era uno de los mejores en su profesión. El apellido nadie lo podía repetir. Algunos lo llamaban Vincent pero, al final, terminaron utilizando el apodo de “el holandés”. Morena conocía poco de él. Sólo hablaba cuando estaba bebido, de cosas que ella no entendía. Y si le hacía alguna pregunta personal, la dejaba sin respuesta o le decía: ”No hay nada que pueda interesarte”. Aunque introvertido, podía ser encantador cuando estaba sobrio, pero se ponía violento cuando bebía. Entonces repetía una y otra vez: “Tengo que encontrar a Ducroix”… ”Lo tengo que encontrar”. La sola mención de ese nombre, le hacía relampaguear los ojos. II Estaba por cerrar la valija cuando de improviso, como si lo hubiera presentido, apareció el holandés, abriendo la puerta de un puntapié. Aún era de mañana y ya estaba borracho. —¿A dónde crees que vas? —dijo apoyándose en el marco—. ¡Nadie abandona al holandés! ¿Me oyes? ¡Nadie! —Tomó la maleta y la arrojó contra la pared, quedando el contenido desparramado por el suelo. A ella le dio un empujón que la hizo caer sobre la cama. Le arrancó la ropa y la 37


violó. Una tras otra, se podían oír las explosiones de la dinamita en la playa. Esa tarde, cuando llamaron a la puerta, Morena estaba sola. Un hombre de unos cuarenta y cinco años, de aspecto extranjero, campera y gorra negra, le preguntó: —¿Vive aquí Vincent, Vincent van Klingenheimer?... Soy Ducroix —¡Ah!... Ducruá —Morena no pudo evitar una exclamación de sorpresa y luego,

tratando de recobrar un tono de indiferencia,

respondió—, sí señor, pero no está en casa.” —¿Sabe

dónde

puedo

encontrarlo?

—preguntó

el

francés

arrastrando la “r”. —No sé... a esta hora... —titubeó—, realmente no sé. Tal vez, en el bar. El que está frente a la playa. —Muchas gracias, señora —y volviéndose, agregó—, por si no lo encuentro y él regresa, dígale que Philip Ducroix lo estará esperando en el bar…—se quedó mirándola un rato—. Ha sido muy gentil, señora —dijo con una leve inclinación de cabeza, antes de retirarse. Morena cerró la puerta y se apoyó en ella. Se terminó la búsqueda, pensó no sin cierta preocupación. Apenas habían pasado quince minutos cuando, dando tumbos mientras bebía de la botella, entró el holandés, como nunca lo había visto. Ella estaba en la cocina picando verdura.

Le informó de la

aparición de Ducroix y le dijo que éste lo esperaba en el bar, pensando que le daba una buena nueva. 38


—¡Estúpida! ¿Qué has hecho? —le increpó iracundo el holandés— ¿Dejaste ir a Ducroix? ¡Debiste haberlo retenido aquí! —. Se movía como una fiera dentro de la jaula— ¿Lo enviaste al bar? ¿Dejaste que el francés se fuera? —. Se balanceaba de un lado a otro con la botella en alto— ¡Eres una estúpida! —volvió a gritarle furioso— ¡Una estúpida! Entonces, se abalanzó sobre ella para golpearla, pero trastabilló, la botella se le escapó de las manos y voló contra la ventana, rompiendo el vidrio. Eso lo irritó tanto, que comenzó a sacudirla y a pegarle con los puños en la cara y en el pecho. Ella buscó resguardo en un rincón de la cocina y para proteger su vientre se agazapó cara a la pared, cubriéndose la cabeza con las manos. Él terminó dándole puntapiés, mientras vociferaba: —¡No sirves para nada! ¡Eres una inútil! —y sólo la dejó para ir a buscar el revólver y salir de la casa, mientras continuaba gritando— ¡Eres una estúpida! ¡Una… una estúpida! Con gran esfuerzo Morena se levantó del suelo, asiéndose de la pata de la mesa. Se apoyó contra la mesada de la cocina. Apenas se podía enderezar. Le dolía todo el cuerpo, la espalda. Le costaba respirar. Sentía que le estallaba el corazón. Se abotonó la blusa y se quitó el mechón de pelo que le caía sobre la cara, dejando al descubierto su ojo amoratado. Sentía un sabor dulzón en la boca. Tomó un repasador y se secó la sangre que le brotaba de la lengua y del labio inferior. —¡Cerdo! —exclamó—. ¡Estoy harta! ¡Harta!... ¡No aguanto más!

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De pronto, tomó el cuchillo y con todo el odio que le subía desde el estómago, comenzó a clavarlo una y otra vez sobre la tabla de picar, mientras farfullaba entre dientes— ¡Lo voy a matar! ¡Lo tengo que matar! ¡Lo quiero ver muerto!...Cuando vuelva, lo mato... ¡Lo mato! —repitió con firmeza. Morena parecía enajenada. Apoyada contra la mesada, la mirada centelleante fija en la entrada a la cocina, la mano apretando el cuchillo, se quedó esperando el regreso del holandés. El bar quedaba apenas a escasos cien metros de la casa. Había oscurecido. Ella seguía parada inmóvil en el mismo lugar, esperando. El viento golpeaba de tanto en tanto la puerta de la casa que había quedado abierta. Una tenue luz de la calle se filtró en el ambiente contiguo. Poco después, fracasado su encuentro con Ducroix, el holandés volvió hecho una fiera. Con la botella en una mano y el revólver en la otra, empujó la puerta con el cuerpo e irrumpió en la cocina, mientras vociferaba amenazante: —¡Maldita! Por tu culpa lo perdí —. Al tanteo buscó el interruptor y encendió la luz. La encontró tal como ella había quedado aguardándolo. Por primera vez, Morena lo vio como un extraño. Ese desconocido que tenía delante, estaba desgreñado, desencajado y con barba de varios días. Sus ojos relampagueaban y sus movimientos eran torpes y violentos al mismo tiempo. Su sola presencia era aterradora. Estupefacto, él reparó en la actitud de ella.

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—¡¿Qué?!...!¿Tu pensabas matarme?! ¡¿Matarme con eso?! — preguntó con sarcasmo, mientras agitaba la mano en la que tenía el revólver señalando el cuchillo, que ella aún sostenía en la suya. Largó una sonora carcajada pero, de pronto, su cara se transformó, sus facciones se endurecieron y un odio oscuro brilló en sus ojos. Ella, paralizada, retuvo el aliento. —Mereces que te mate por estúpida y traidora —dijo masticando cada sílaba, mientras se esforzaba por mantenerse en pie. Totalmente fuera de sus cabales, sintió la imperiosa necesidad de descargar el arma contra alguien. Levantó la mano, entrecerró sus ojos y le apuntó. —Vince... —lo detuvo una voz inconfundible a sus espaldas. Sorprendido, éste hizo un giró instintivo sobre sus talones, al tiempo que descerrajaba varios disparos a la oscuridad del cuarto contiguo. La respuesta fue inmediata y certera. El holandés tambaleó y, antes de desplomarse de bruces sobre el piso, alcanzó a ver a Ducroix que emergía de las sombras. El francés se acercó y lo observó un instante. —El odio puede ser más profundo que el mar —dijo, arrojando su arma junto al cuerpo tendido y, al ver el desconcierto reflejado en los ojos espantados de Morena, agregó: —Uno de los dos tenía que ser. LIA RENOLDI Argentina http://renoldi9.wix.com/ecfrasis 41


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C

asi ni me acuerdo de tus gestos, de tu sonrisa caída hacia el costado, ni de tus ojos que se cerraban por el humo del cigarrillo. Casi no me acuerdo de vos, y eso me parece espantoso, una abyección, una deslealtad a la memoria y los

buenos tiempos. Es que apareciste de golpe, traído a la fuerza por un comentario menor de Clara sobre las posibilidades remotas de que el bar de Omar funcione. Me habló como habla ella, como le hablaba al mundo: seca, desnuda, sin colorido. Me habló de alternativas y complementos, de tratos formales y cultura en decadencia, todo mezclado, todo a su forma, hilvanando las palabras con saliva venenosa. Lo del bar, mejor dicho, lo de la música en el bar, me hizo acordar a vos y entonces dejé de escucharla. Me pregunté por qué no te recordaba, qué fragmentos de vos se habían hecho polvo en estos años, qué tiempo fue aquel tiempo. Busqué las fotos en el cajón y no las encontré. Le pedí a Mario que me prestara las suyas y me cortó el teléfono, intenté dibujarte con mi arte torpe y desmañado pero sólo logré la caricatura de un fantasma. Se la mostré a Clara y me preguntó si lo había copiado de una revista. Ella tampoco se acuerda. Nadie se acuerda. Nadie quiere hacer el esfuerzo. Lo raro es que desde ese momento no puedo dejar de pensar en vos. Sólo que no hay nada concreto: voces en la noche, conversaciones disparatadas, monólogos insólitos. Pero no tu cara. Pero no tus gestos.

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El bar es un éxito a medias, tal como lo pronosticó Clara. Van los amigos a tomar cerveza y a escuchar música. Yo estoy con ellos, me siento en sus mesas, comparto los vasos, pero miro el vacío de las paredes y los cuadros, el escenario que se agota en sí mismo, la torpe recurrencia de ellos a no nombrarte. Pido entonces que traigan un músico, alguien que se pare frente a nosotros y haga algo que no sea una pantomima. Me dicen que después, que el próximo viernes, que falta categoría en las propuestas. Yo los observo y trato de indagar pero es inútil, todo es inútil cuando se trata de recordarte. En casa todo es más liviano, no hay con quienes lidiar. Miro por la ventana la estación y suena una música en mi recuerdo, una trompeta, un sol mayor soplado con ganas y creo atrapar la cola de tu fantasma. Pero cuando tiro de ella sólo me queda la estela y la música se muere de golpe. Hay una cosa que pesa por sí misma: la música, tu trompeta, o mejor, las ganas de tener una trompeta. Pero saquémosle el frío, eso dijiste una vez y ahora me viene como un martillazo: no te gustaba el frío. Es cierto, la trompeta merece un cálido aliento de la madrugada, una brisa que despierte las ganas de escuchar o adormilarse, un buen vaso de algo fresco que alivie la garganta. Se los cuento con lujos de detalles: una noche, los dos solos, tus ganas de tener una trompeta y tu aversión al frío. Me miran, bajan la cabeza y siguen con la conversación. No les importa o no lo saben. Es indistinto, me obligan a alejarme, a buscar refugio en territorios que me 44


son más agradables que la indiferencia. Ellos no saben. O saben y no lo dicen. Mientras tanto yo persisto en la búsqueda porque presiento que es lo único que puede salvarme. Le pregunté a Clara por qué a mí me pasaban esas cosas y me respondió con evasivas, como siempre hace, construyendo un discurso y una razón basados en la inmoralidad de no vivir el presente, de no valorar lo que se tiene. No me respondió sobre la relación entre el presente y tu trompeta, pero ella nunca responde. Lo peor, descubrí, es que no recuerdo casi nada. Mi vida es un collage de sucesos deshilachados, de frase sueltas, de imágenes borrosas. No puedo recordar y ellos no quieren que recuerde, entonces volvemos siempre al mismo punto: un presente que nos admite y nos deja un lugar en su mesa, que nos da de comer bien mientras lo alabemos, una figura a la que debemos idolatrar más allá de nuestro porvenir. Es que no hay porvenir si no hay pasado. Eso es lo que descubrí. Yo no lo tengo y sí, sospecho, lo tienen los demás. A fuerza de ejercitar y romperme el alma logré unir porciones, metáforas, conexiones flotantes. Llegué a un cuarto de paredes muy blancas con cuadros colgados, una biblioteca y un escritorio. Llegué hasta un hombre de barba rala que me hablaba como un padre pero yo sé que no era mi padre. Mi padre se emborrachaba todos los viernes y olvidaba la dirección de su casa y terminaba en las comisarías de barrios ignotos. El hombre me hablaba y yo le decía que sólo hacía falta una trompeta que sonara contra el viento. Él insistía y yo insistía. No había 45


conclusiones, sólo horas de circular por las mismas respuestas. Después, o antes, la oscuridad helada y las piedras como guarida, esperando que las luces nos vengan a encontrar. Y tu voz, soñolienta, cada vez más cansada, pidiendo entre llantos una trompeta para exterminar a los demonios y yo intentando consolarte, extendiendo apenas la mano porque otra cosa no podía hacer. Soñé entonces con los demonios y sus garras en forma de cuchillo decapitando seres, robándoles el alma y las orejas. Me desperté gritando y pedí por vos, y maldije a Clara por haber hablado del bar y de la música, de esos objetos trágicos que me sacaron del trance amniótico en el que vivía. No puedo armarlo todo. La mayor parte de las cosas están sumergidas y no hay forma de rescatarlas. Nadie me ayuda, pero da lo mismo. Ahora, que enloquecí a todos y amenacé con suicidarme la noche en que el trompetista hizo su presentación en el bar, Clara, en nombre de todos, me habló de la guerra y de mi pérdida, de todas las pérdidas y todos los dolores. Y yo le dije que nunca estuve allí, que las islas son parte de una ficción, de una pesadilla colectiva, y le exigí que me contara la verdad, que me hablara de mí y de vos con todas las letras sin omitir detalles. Pero todo, te juro, se condensó en un periodo tan corto de tiempo que sentí que hablaba de otras personas. No te nombró porque no te conoce. Eso lo deduje de su farfullar constante. Tampoco sabe lo de la trompeta, aunque reconoce que alguna vez se lo dije y lo dije en sueños. Tampoco lo de las manos heladas ni el horror al frío. Ellos no saben nada 46


y esa es la conclusión a la que llegué. Me tratan bien, me dejan hacer, me cambian de tema o me cortan el teléfono. Mientras, yo reconstruyo, armo entre las sombras esa imagen de nosotros pidiéndole a dios otra oportunidad. No recuerdo tu gesto ni tu sonrisa y Mario dice que debe ser porque nunca la vi, que en la noche todos somos iguales. Como decía, ellos no saben, ni siquiera sospechan, inventan tonterías como esa de que nos encontraron acurrucados, muertos de frío tratando de comunicarnos en distinto idioma. ¿Cómo, entonces, podría saber lo de la trompeta? ¿Cómo podría saberlo? PABLO CAZAUX Argentina www.facebook.com/Cazaux.Pablo/

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D

e vez en vez me acuerdo… de mis olas mansas de abril, tan sumisas en su grandeza y tan diáfanas en su bondad, que me subían y me bajaban del azul y majestuoso mar; y yo, Juan sin miedo, iba de aquí para allá,

de arriba abajo y de adentro hacia fuera; y que cuando a saludarnos subían los hipocampos, armábamos con ellos un baile al compás de la marea. Recuerdo que salía de ahí, con el espíritu indomable y el corazón entero, saturado de vida de mar y del aire del cielo; que llegaba a mi hogar rendido; que me sumergía en el sueño y dormía… dormía…y dormía… hasta que me cansaba de tanto que iba y venía sobre mis olas soñadas. Si era el sueño de noche o las olas del día lo que más me gustaba, no lo sé, como comparar la flor con su perfume. Lo cierto es que me pasaba la noche y el día de aquí para allá, de allá para acá y del mar a la nube: baja que te baja y sube que te sube. Luego quién sabe… Algo pasó. Llegó uno de esos tremendos y para siempre vendavales y todo lo cambió: las crestas de mis olas quedaron revueltas, amarilla se tornó la resaca y la corriente violenta. Quise volver a ir de aquí para allá y de allá para acá; pero apenas metía un pie en la boca del mar y su lengua me escupía para afuera. Pasadito el sol, llegaba a mi hogar y ya no podía dormir; echado de cara al cielo, no sólo añoraba mis olas mansas de abril; sino que además, ¡vaya dolor!, mis pies contrajeron de una arena diferente, llagas marinas 49


y ardientes: grutas por donde salían mejillones y cangrejos. Me aplicaban un remedio que agrandaba y creaba nuevas heridas. Luego me las cubrían con vendajes que agravaban más el mal, pues la fauna quedaba atrapada y yo sentía por dentro, como me escarbaba para escapar. Recuerdo que fue entonces que me empezó a frecuentar por las noches un visitante. Ahí mismo, junto a mi cama, se arrimaba a ver que pescaba en mis heridas. Mientras las hundía en agua yo fingía ser nada para no tener que mirar. En mi miedo, evocaba a mis olas amigas, las que me invitaban a entrar. Me escapaba con ellas sin sueño, hasta que me sorprendía el día y entonces podía descansar. El temporal arreció y en el puerto se alzó una muralla; ya ni tantito pude volver a mirar al mar. Comencé a alejarme hasta que a mis olas nunca más volví. Ni a verlas, ni a oírlas, ni a soñarlas… Una noche desperté llorando en el silencio de una ciudad. Por mis ojos corrían los últimos vestigios que me había traído del viejo temporal. El tiempo, y sólo él, me habían curado los pies y entonces empecé a caminar buscando un espejo. Quería verme la edad. Vi uno al fondo de un pasillo. Llegué al final y miré mi imagen: ¡Santo injerto! Ojos muertos de algas y coral, rémoras en la boca, y cabellos de turbio mar. Luego… ¡No! ¡Qué horror! ¿Llagas en el pecho? Sí, pero en lugar de cangrejos, salían pequeñas olitas mansas echando afuera los restos de un corazón partido a la mitad. Tardaron años en desaparecer esas úlceras como agallas; aunque ya acostumbrado estaba al dolor y a la humedad. 50


Ahora, ya no tengo nada, mi cuerpo se ha curado y apenas hoy me he enterado que ya tiraron la muralla; que ya volvieron a juntarse el mar diáfano y el cielo; y que ya regresaron mi olas mansas, las que me invitaban a entrar al mar sin miedo. ¿Qué será de mis viejas amigas? ¿Me serán ajenas? Ojalá fuera alcatraz para remontar el vuelo y bajar a bailar en el vaivén de la marea. Pero, ¡ay!, no sé si otra vez, entre ellas, pueda… ir de aquí para allá… de arriba abajo… de adentro hacia afuera… JUAN CARLOS POZO México www.facebook.com/juancarlos.pozo.39 www.linkedin.com/in/juan-carlos-pozo-5251024b

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V

illalba! El cabo José Villalba saltó de su escritorio como un muñeco de resorte y corrió hacia la oficina del comisario, respirando

agitadamente a causa de su sobrepeso. En el trayecto se llevó por delante una resma de hojas A4 que quedaron desperdigadas por el piso y tuvieron que ser levantadas por la agente Méndez, ya que al intentar hacerlo,

Villalba

perdió

momentáneamente

la conciencia espacial

derramando con su abundante trasero el café del sargento 1ro. Pascual Zamboni —de la División Robos y Hurtos— y tuvo que apurar aún más el paso para escapar de la ira del susodicho. —Te toca el operativo en la cancha de San Lorenzo, a ver si esta vez no hacés papelones —le dijo el comisario. Odiaba todo lo que tuviera que ver con el fútbol: las multitudes, los cantitos ofensivos, el olor a chori y, muy especialmente, las bengalas. Eso no había sido siempre así, cuando era chico iba todos los domingos a ver a San Lorenzo con su papá. Cada semana esperaba ese día con una ansiedad desmesurada en relación con su corta edad, ya que ese era el único momento en donde padre e hijo hacían ejercicio de su lazo familiar. Hasta aquel fatídico día en que un hincha de Boca lanzó una bengala justo en el momento en que la hinchada local desplegaba con orgullo una enorme bandera con el escudo del club y un cuervo en actitud beligerante que abarcaba las dos bandejas. La tragedia no se hizo esperar, la bandera se incendió dejando atrapados a miles de hinchas 53


bajo un infierno azulgrana. Hubo decenas de muertos, entre ellos el padre de Villalba, mientras que este último escapó milagrosamente con vida aunque no ileso, ya que las cicatrices en el cuello que le quedaron como consecuencia de las quemaduras de tercer grado recibidas, servirían como recordatorio permanente de aquel funesto incidente. —Jefe, mándeme a Fuerte Apache si quiere, no tengo problema, pero no me obligue a ir a la cancha por favor. —Mirá Villalba, ahora tenés la oportunidad de arreglar la cagada que te mandaste la última vez, o lo hacés o te vas, ¿Entendido cabo? —Sí, señor. Villalba salió de la oficina con un hondo pesar, no sin antes tropezarse con el fichero que se encontraba a un costado de la puerta. El domingo siguiente se dirigió al estadio de San Lorenzo con sus compañeros de la fuerza. Los latidos de su corazón aumentaban el ritmo con cada cuadra que lo acercaba a su destino. Las imágenes de su última incursión desfilaban por su cabeza como tortuosas diapositivas: la necesidad imperiosa de ir al baño, la costumbre infantil de sacarse los pantalones para orinar, las crueles burlas y posterior robo de los mismos por parte de hinchas que todavía ni habían atravesado la etapa de la pubertad, la vergüenza que había sentido al correr en paños menores frente a todo el estadio. Había puesto en peligro el operativo y dejado en ridículo a toda la fuerza, pero ahora, como le había dicho el comisario, tendría la oportunidad de enmendar aquel oprobio.

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Al llegar a la cancha, la Doce los esperaba con sus habituales palabras de aliento: —¡Botones, hijos de puta! Villalba fue el último en descender del camión, tomó su escudo y bajó los escalones con sumo cuidado. Sabía que un paso en falso podía ser cuestión de vida o muerte en tal situación, aunque de nada le sirvió aquella certeza, ya que en el momento de apoyarse en el suelo, sus piernas fallaron en su intento de sostener su desproporcionada humanidad y lo dejaron caer impiadosamente al suelo. Un grupo de muchachos se burló a unos metros de él. —Che botón, a ver si largás las facturas y te ponés a hacer Pilates. Villalba se incorporó trabajosamente y corrió tras sus compañeros, que ya estaban entrando en el Nuevo Gasómetro. El partido transcurría sin incidentes, Villalba estaba apostado en la tribuna de Boca observando el panorama a la espera de una señal interna que avalara sus futuras acciones. La señal llegó indubitable unos minutos antes de la finalización del primer tiempo. Se dirigió al baño y abrió la puerta. Adentro, un tubo fluorescente parpadeaba al compás de un zumbido por demás irritante. Las paredes estaban repletas de pintadas y el olor a amoníaco de la orina concentrada horadaba las fosas nasales. Villalba se dirigió al mingitorio más alejado, se desabrochó el cinto y se sacó los pantalones, que dejó prolijamente doblados sobre una repisa de mármol a su derecha. No tuvo que esperar mucho tiempo, unos minutos más

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tarde tres adolescentes enfundados con camisetas de Boca invadieron el baño como un malón. —¡Muchachos no se pierdan eso por favor! —dijo uno de ellos señalándolo. —¡Ja, ja! Pero miren esas nalguitas rosadas, ¡dan ganas de hacerlas a la parrilla! Villalba hizo caso omiso a las burlas. Terminó de orinar y luego rebuscó bajo su abultado vientre hasta que encontró el .22 corto que había pegado con cinta pato a la altura del perineo. Lo tomó y apuntó al grupo. —¡Arriba las manos! Los muchachos levantaron las manos y Villalba los guió hasta uno de los cubículos, en donde los inmovilizó con la misma cinta que había usado para ocultar su arma. El rostro de Villalba dejó de ser el de aquel gordito bonachón blanco de burlas. Su mirada implacable y sus rasgos endurecidos bien podrían haber sido confundidos con los de Harry Callahan, aquel policía justiciero y exento de escrúpulos que tanto admiraba. —¿Se sienten con suerte imbéciles? Vamos, alégrenme el día —les dijo apuntándolos con su .22 corto, que su mente distorsionada imaginaba como una Magnum .44. Los hinchas se miraron perplejos hasta que uno de ellos se animó a preguntar: —¿Nos va a arrestar oficial? 56


Villalba, que todavía tenía la mitad inferior de su cuerpo al descubierto, se acercó a sus voluminosos pantalones y sacó dos botellas no retornables de Coca-Cola llenas de un líquido ambarino y a continuación su propia kryptonita: una bengala. Los jóvenes se miraron con horror: —¡¿Que vas a hacer loco?! —dijo el primero. —¡Pará un poco che, calmate, vamos a hablar! —dijo el segundo. —Padre nuestro que estás en los cielos… —dijo el tercero. Villalba se colocó los pantalones en silencio y procedió con gestos parsimoniosos a rociarlos con cuatro litros de nafta mientras los jóvenes se retorcían implorándole clemencia. Acto seguido tomó la bengala y la miró con una mezcla de tristeza y satisfacción. Recordó a su padre, se tocó la cicatriz, visualizó al hincha de Boca que había sido responsable por infligirle aquella herida física y emocional, revivió la vergüenza que sintió en el último operativo, y se convenció, sin un ápice de duda, que lo que estaba a punto de hacer sería la expiación de todos esos demonios. Sin más demora encendió la bengala y la lanzó hacia los adolescentes, que gritaron de dolor mientras el fuego los consumía sin misericordia. Villalba caminó hacia la puerta y, antes de salir, metió la mano en el bolsillo frontal de su camisa y tomó unos anteojos Ray-Ban truchos que había comprado en La Salada y un escarbadientes. Se puso los anteojos, mordió el escarbadientes, se metió las manos en los bolsillos, y salió caminando del baño como en cámara lenta, casi con un aire cinematográfico, mientras las llamas le mordían los talones y le 57


chamuscaban los pelitos de la nuca y los gritos de dolor de los muchachos se confundĂ­an con los de los demonios exorcizados.

HERNĂ N PAREDES Argentina www.facebook.com/hernanguillermoparedes

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A

bro los ojos vertiginosamente, de pronto me encuentro inmerso en una completa oscuridad. <Tic-tac-tic-tac…> Escucho las manecillas del reloj, van dando su natural recorrido lentamente, el pasar del tiempo no se

detiene para nada, su transcurso ni se interrumpe, ni se frena ni se obstaculiza debido a mis acciones o pensamientos. <Tic-tac-tic-tac…> Me levanto, trato de buscar mi celular, no lo encuentro por ningún lado, la habitación está cubierta de un color oscuro intenso, más que de costumbre, al fin lo noto, no puedo distinguir nada de lo que existe a mi alrededor. <Tic-tac-tic-tac…> Cada vez el sonido del efecto mecánico del reloj se va incrementando, nunca lo había percibido tan fuerte, empieza a molestarme, a fastidiarme, la cabeza me da vueltas unos instantes. <Tic-tac-tic-tac…> Mis manos no pueden palpar nada, es como si estuviera aislado en la nada, ni las paredes del dormitorio se encuentran ya. Me empiezo a desesperar, por más que doy vueltas no reconozco ya el lugar. <Tic-tac-tic-tac…> Doy un paso, luego otro, acelero la marcha, empiezo a correr desesperadamente, con esta acción las manecillas dan su recorrido más deprisa, lo percibo. Finalmente me canso y me doy cuenta que no llego a ningún lado sigo aquí atrapado en la nada. <Tic-…tac-…tic-...tac> Repentinamente las manecillas se detienen. Un atronador sonido de campanas se distingue a la lejanía, han marcado

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una hora desconocida, aún así me cubro con las manos los oídos, pues el ruido es insoportable, una risa macabra se suma y mezcla entre tanto. De pronto las luces se encienden repentinamente desde un lugar incierto, me encuentro indefenso y desprevenido, me encuentro en un callejón, en donde al final de éste al parecer se aprecia una luz aún más intensa que se enfoca sobre un espejo. No distingo ninguna salida. Me doy cuenta que ya no puedo correr, ni siquiera caminar normalmente, empiezo a cojear. Me duele cada parte de mi ser, como si algo me carcomiera por dentro, empiezo a temblar mientras avanzo, combinado con un dolor agudo, un dolor intenso dentro de cada hueso que almacena mi cuerpo. Sigo avanzando y por alguna extraña razón me empiezo a encorvar, si no lo hago me causa más dolor. Mi mente quiere llegar al final, ya no importa nada, sólo quiere saber lo que le espera al final del camino. Como un acto heroico finalmente llego a mi destino, me encuentro plantado frente a un gran espejo gigante con bordes dorados, la imagen que me muestra se divisa nítida, tan clara que me sorprende, pero aún más me sorprende lo que veo, parece algo irreal pero…!Soy yo! Mi piel se encuentra arrugada y seca, logro ver mis manos, mis dedos desfigurados llevados en diferentes direcciones, cabellos blancos que casi ya ni tengo, se distinguen por mi cabeza y rostro, visto un traje empolvado, muy antiguo con sombrero mientras todo mi cuerpo tiembla. Espontáneamente la imagen se empieza a mover, mantiene una sonrisa

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con los ojos muy abiertos, la mirada de un lunático, como alguien que ha perdido la cordura completamente. Finalmente forma una mueca. <Tic-tac-tic-tac…> Escucho nuevamente el reloj, veo a mi reflejo temerosamente, sus ojos se han ido, solamente quedan dos grandes agujeros negros, la piel se empieza a desgarrar, como si alguien la jalara por detrás lentamente con un tirón, luego queda la carne tan roja que se va disolviendo como si alguien arrojara sobre ella una especie de ácido corrosivo que la carcome, quedan los órganos que van cayendo uno por uno al suelo, al caer van estallando en un millón de partículas indescriptibles, ahora solo queda un esqueleto inmóvil, los huesos se van convirtiendo en pequeños granos de arena que la brisa del viento se va llevando de a poco. He visto cómo acabará mi vida, me arrepiento de no haber disfrutado mi tiempo joven, pienso que lo hubiese aprovechado de otra manera, al fin y al cabo somos esclavos del tiempo, el tiempo es prestado donde un cuerpo terrenal no dura por siempre. <Tic-tac-tic-tac…> Lo sé, mi turno y hora han llegado… SEBASTIÁN CUENCA Ecuador www.facebook.com/Clestqnk/notes

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Me llamo Pedro y de piedra no provengo. Me abro como un merengue con el agua de un beso. Si alguien quiere un sí, lo doy para estar de acuerdo. Me parto en dos pedazos por ver a mi rival contento. Preferiría sentir la muela antes que morder a nadie. Al primer golpe del martillo, se me afloja el andamiaje. Debía llamarme Acuario y tener por apellido Arenas. ¡Me llaman Pedro y de piedra nada tengo!

PEDRO NEL NIÑO MOGOLLÓN Colombia

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A

pareció, un día cualquiera, una novela de su autoría con su nombre completo, para que no haya dudas. Sus críticos de siempre leían y releían con deleite las metáforas y los colegas desmenuzaban sus párrafos hasta la última figura, releían y

ya se hablaba en los foros. Novelas, poemas, cuentos... El mundillo de las letras se conmovía y los expertos decidieron que eran obras originales, inéditas, que alguien había tenido acceso a sus archivos y decidió publicarlos en la red. ¿Por qué así? Cualquier editorial lo hubiera aceptado gustosa. Se estaba perdiendo ventas seguras el privilegiado –posiblemente familiar, amigo íntimo- desconocido, envidiado por muchos, seguramente. Había sido un escritor prolífico en vida. Pasó el tiempo, medida convencional de nada, y nuevas obras... Hasta que se convirtió en una obra póstuma tan extensa que la certeza derivó en dudas metafísicas. Y ahí ya hubo una sola certeza: la necesidad de escribir no puede detenerla ni la muerte. ADA INÉS LERNER. Argentina http://yosoylaescritura.blogspot.com http://empezarporcerrarlosojos.blogspot.com

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C

risóstomo era un tipo ridículo, peripatético dirían otros; buen conversador cuando se tomaba unos wiskis con sus amigos; autoritario con sus trabajadores, a quienes no les permitía ni un segundo de pérdida de tiempo. En estricto sentido, era un

capataz de industria. Un burgués bien pragmático: ”menores salarios más acumulación personal” era su gran consigna. —Tú concepción es falsa y contraproducente, Crisóstomo —le decía su amigo Benefactor (su padre era un latinista con pretensiones humanistas). A los capitalistas les va mejor si son inteligentes y pagan bien, porque los obreros pueden gastar más y ese gasto es ingreso para ustedes. —No me vengas con sofismas, todos tratamos de pagar los peores salarios y por eso estamos llenos de plata. El problema es el gasto familiar: los servicios públicos están caros, las universidades donde estudian mis hijos, que aquí entre nos no sirven ni para desvestir novias, tienen matrículas por las nubes, los impuestos de los tres automóviles valen un ojo de la cara, el gobierno nos esquilma con el diez por ciento de impuesto a la renta, las contribuciones por valorización nos disminuye más nuestra renta, los diezmos para la salvación del alma es otro gasto superfluo, la vanidad de mi señora me ahorca todos los días. Este país está invivible, y fuera de eso tengo que pagar la seguridad privada, porque los pobres y los delincuentes pululan; por donde camino me los encuentro, qué miedo y qué asco.

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—Por eso, Crisóstomo: si los ricos fueran más inteligentes y pagaran más seguridad social, necesitarían menos policías y menos gorilas con armas, vivirías más tranquilo, disfrutarías mejor tu riqueza — le decía Benefactor. —No me convences, hombre. Yo estoy seguro que las “armas os darán la libertad”, no sé quién lo dijo, pero es un axioma. Crisóstomo vestía con pulcritud y elegancia, pagaba asesor de imagen obligado por su mujer y por su vanidad de marica, que tenía bien oculta. Esta última le ocasionaba más erogaciones que los otros gastos juntos. Renegaba del costo del asesor de imagen, porque creía que sabía vestirse, pero el dominio de su mujer era absoluto. Doña Barbarita, no permitía que le dijeran de otra manera, era una mujer vanidosa que vestía a la usanza de la última moda en París o Nueva York, solía visitar a sus amigas a tomar el té, a celebrar los cumpleaños con ostentosas fiestas, salir de vacaciones con ellas, nunca con su marido a quien despreciaba, pero no podía desperdiciar su billetera, aunque ya ni besos en la mejilla se daban. Ella tenía bien guardado sus amoríos en playas europeas con golfos juveniles; también sus amigas de viaje lo hacían y guardaban bien sus apariencias en Belén Playero. Sus maridos eran muebles viejos con plata; aunque ninguno pasaba de los cuarenta, y no querían malgastarla en divorcios y repartición de bienes. Nuestro capataz de industria había encontrado, a los veinte años, su Adonis en Saint Tropez. Era un mozuelo de quince años, de esos 68


chicos europeos preocupados sólo por la buena vida, que encontró asoleándose en la playa y sin ningún complejo se le sentó a su lado, lo invitó a un Martini en las rocas. Se le presentó como industrial de Coscurantismo y le propuso una cita en su hotel a las ocho de la noche. El mozo vio la oportunidad de dinero y aceptó sin objeciones. La cita se cumplió con exactitud, salieron para la ópera y regresaron al tálamo, como lo llamaron desde entonces. Durmieron la noche juntos y sellaron el pacto de verse cada seis meses en cualquier parte del mundo, todos los gastos por cuenta de Crisóstomo más la prima de 500.000 euros por las emociones sensuales y sexuales que sentía el cuarentón. Mientras Crisóstomo era monógamo, Barbarita era una ninfómana incurable, en cada viaje no se tiraba menos de seis mancebos. —No me gusta la rutina monogámica —les decía a sus amigas—, es mejor diversificar el placer. —Pero te cuidas —le insistían algunas de ellas. —No siempre, con las borracheras a veces se me olvida; tranquilas que no pasa nada, escojo jóvenes de buena alcurnia. —No creas eso de la buena alcurnia. La promiscuidad a veces no perdona y a esos golfos sólo les interesa el dinero. Barbarita empezó a sentir los ganglios linfáticos inflamados, sarpullido, fiebres recurrentes, dolores de cabeza y fatigas. —Consulta un médico. —le dijo su marido. —Son malestares pasajeros. 69


—Deja de ser tonta; esos síntomas los estás padeciendo hace más de dos meses. ¿Si de pronto es SIDA? —¿Y si lo es? —Pues nos separamos de apartamento, eso es contagioso —le dijo el zoquete prejuiciosamente. La testaruda por fin aceptó consultar un médico; esperó los resultados de los exámenes una semana y estos salieron positivos. Tal como dijo el marido, se separaron. Un buen día se encontraron por casualidad en Saint Tropez. Ella estaba

completamente

acabada

por

la

enfermedad.

Él

estaba

acompañado de su mancebo. —¿Qué haces por aquí en esas condiciones?-le indagó él. —Tal vez pasando mis últimos días ¿Y tú? ¡No te conocía esas debilidades!

RAMIRO RESTREPO U. Colombia GOOGLE +

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N

uestra ciudad —a veces pienso— está situada en un plano intemporal, una especie de punto impreciso entre el notranscurrir y el no-devenir.

Fue en Ondo, la parte alta de la ciudad (reflejos duros en aristas de

vidrio y paredes metálicas, agresiva policromía que el blando mecer del Ondomac mitiga en sus reflejos), donde la encontré. Así la vi: un tableteo de franjas verdes y negras, labios cuidadosamente delineados, manos perfectas y anteojos redondos para sol. Su falda anaranjada apenas sobresalía por debajo del ancho cinturón. Recuerdo que me quedé inmóvil mirándola. Ella estaba del otro lado de la vidriera de un bazar, con una pequeña cerámica en forma de pera entre los dedos. De pronto levantó la mirada y encontró la mía (lo sentí, aunque las gafas oscuras le ocultaban los ojos, que sin ningún motivo en especial supuse verdes) y se sonrió un poco. Yo no supe qué hacer (aunque parezca tonto); luego el flujo de viandantes se interpuso y ya no la vi más. Seguí caminando lentamente por la avenida, golpeándome contra hombros anónimos y murmurando “permisos”. Fue mucho después, ya tarde en la noche, que la volví a encontrar. Como de costumbre, regresaba a mi pieza de Mac, los suburbios de la ciudad, con la mente ocupada solamente por ideas difusas que no significaban nada en concreto. Las aguas del canal despiden un olor desagradable a esa altura de su curso; y son turbias. No hay mucha luz por ahí. 72


Ella estaba parada junto a una de las escasas columnas de alumbrado. Su piel parecía amoratada bajo la luminosidad violácea del gas de mercurio. Llevaba el rostro desnudo de maquillaje, una sencilla blusa y una pollera marrón; y, sin embargo, por alguna razón inexplicable, me resultaba mucho más turbadora que cuando la viera antes. La miré al pasar. La expresión de ella no cambió, aunque noté que me reconocía. No sé hasta hoy cómo fue que volví sobre mis pasos y me detuve frente a ella. —Usted —dije. No contestó. No hizo sino mirarme, sin parpadear, sin sonreír. No le dije nada más. De repente, algo extraño le oscureció las pupilas (que, después de todo, no eran verdes sino pardas) y miró ansiosamente hacia todos lados, aún por sobre mi cabeza. Se oyeron pasos desde la oscuridad de un callejón cercano. —¡Viene Otto! —dijo—. ¡Váyase, por favor, váyase!... Sentí su ruego como dedos sobre la piel. Me fui. —Otto… me cuida —explicó, días más tarde, sentada frente a mí. Nos habíamos vuelto a ver. Unas veces en Ondo, y ella era la elegante señora que discurría con la gracia de una corriente fresca entre las luces de colores y el apuro impersonal de la multitud urbana. Otras veces en Mac, y entonces ella era la cuasi-mujerzuela de vida incierta

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cuyo secreto no acertaba a penetrar. Pero ambas facetas se tocaban en una misma arista sombría: Otto. —No sé lo que sería de mí sin Otto —añadió ella, sonriendo con una ternura que me dolió. —¿Siempre fue así? —le pregunté—. ¿Otto… cuidándote siempre? Me miró por sobre el alto vaso de té helado que sostenía. Tocó el borde con los labios y después lo depositó sobre la mesita. Noté las huellas de sus dedos sobre el vidrio empañado. —Siempre —me respondió—. Y siempre será igual. Adelanté el torso hacia ella, en equilibrio sobre dos patas de la sillita metálica del bar. Me ardían los ojos. —¿Por qué? —exclamé. Se quitó las gafas oscuras y me miró de frente. Vi que algo opaco flotaba detrás de sus pupilas. —Porque… De súbito surgió la alarma en sus ojos, se movió inquieta, se retorció las manos y el color de su cara se esfumó. —¡Viene Otto! ¡Tienes que irte! —No lo veo —protesté, volviendo la cara a todas partes. —¡Viene, te digo! —Sus manos tensas me estrujaron un brazo—. ¡Vete, por favor, por favor, vete! Le vi lágrimas de angustia al borde de los ojos. Me levanté y me fui sin mirar para atrás.

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Después, mientras erraba por la ciudad, esperando que la tarde se impregnara de noche por completo, pensé en ella. Ahora nos veíamos casi a diario. Nos sentábamos a una de las mesitas del bar “Kanal”, con las aguas golpeando blandamente a nuestros pies, mientras bebíamos té frío muy despacito. Y en Mac, a veces, de noche, nos reuníamos junto a la margen del Ondomac y caminábamos durante horas, siguiendo la línea quebrada de sus orillas de piedra, uno al lado del otro, sin hablar ni tocarnos. El final era siempre el mismo. Ella presentía la llegada de Otto, me urgía casi con desesperación para que la dejase y, tras obedecerla, no hacía yo sino imaginar el momento de volver a encontrarla. Nunca me atreví a mirar atrás, cuando yo me alejaba y venía Otto. No sé cuánto tiempo estuvimos así. La imagen misteriosa de Otto me obsesionaba, aterradora como una silueta entrevista detrás de un vidrio esmerilado… Soñaba con él, vistiéndolo con rasgos ora infernales, ora diluidos como el humo. Todo quedaba relegado, sin embargo (terrores y fantasías), cuando ella y yo estábamos juntos. Sentía entonces como una plácida somnolencia, un embotamiento vago en el que los deseos y aún las mismas ideas se licuaban y se difuminaban hasta desaparecer; y hubiese podido permanecer a su lado…, sólo permanecer a su lado, aún sin mirarla siquiera, por el resto de mis días.

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Pero, en esa época, el Ondomac se encabritó. Hinchado por lluvias remotas, saltó de su cauce de granito como una bestia elástica. Un azote gigantesco sacudió a la ciudad. El súbito golpe líquido me arrancó de mis sueños. Ya no tenía techo sobre mí; sólo un cielo color ceniza. El agua me envolvía, helada, hasta la altura del cuello. Algo forzó a mis músculos a salir de su entumecimiento, y nadé hasta el precario islote que formaba sobre la superficie de las aguas rabiosas el techo de una casa. Intenté abrigarme, ciñéndome el cuerpo con ambos brazos. Gotas frígidas me resbalaban por la piel y formaban glóbulos cristalinos en las puntas del vello de mis piernas. Había rugidos en torno mío; alguien gritó una vez. Pero no pude ver a nadie. Solamente el monstruo desbocado, lanzando coces húmedas en todas direcciones, y algunos restos indefinibles a la deriva. De pronto resbalé, sentí un golpe en la sien y ya no supe más. Desperté oprimido por la calma. La ausencia del caos resultaba más horrible, en cierto modo, que el caos en sí mismo. Me dolía el frío en todo el cuerpo. Refugio, retumbó en mi mente, muy adentro. Tengo que buscar algún refugio. La mitad de la luna brillaba en el cielo, negro, con pocas estrellas. Debajo, una lámina oscura apenas interrumpida aquí y allá por bultos irregulares. No se oía otro ruido que el de mi sangre golpeándome dentro 76


de los oídos. Tenía los dientes fuertemente apretados para evitar que castañeteasen. Todos los músculos me temblaban; habían desaparecido mis manos y mis pies. Pero me podía mover. Comencé a saltar de uno a otro de los bultos semisumergidos, como hacen los osos polares sobre las cimas de los icebergs. Ondo, pensé. Si pudiera llegar a los edificios más altos… Mi sentido de orientación debía hallarse trastornado, pero era lo único con que contaba. Seguí brincando en dirección de la luna. El ejercicio me cansaba, aunque no me producía nada de calor. Por fin divisé una prominencia negruzca delante de mí. Aquello me proporcionó nuevas fuerzas. Obligué a mis piernas a dar saltos más largos. Cuando estuve a su lado reconocí lo que era: el piso superior del edificio de la Central Eléctrica, una inmensa estructura de vidrio, metal y cemento armado, con más de ochenta plantas. No estaba en Ondo, al fin y al cabo, pero para mis propósitos servía. Las ventanas me cerraron el paso con su macizo de oscuridad. De pronto tuve miedo. Las nubes (¿de dónde habrían venido?) cubrieron la luna. Me mordió una ráfaga de aire glacial. No me podía quedar a la intemperie, pensé; y no me quedé, aunque me sacudía una sensación casi de náusea física al introducirme por el agujero de un cristal. Pisé sobre agua. Aquello me hizo estremecer.

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Gradualmente, mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. Era una amplia habitación vacía. El suelo estaba completamente inundado, hasta media pantorrilla. Había un gran mueble-archivo de metal que ocupaba toda una pared, y nada más. Moví el agua con un chapoteo denso al caminar hacia el negro hueco de una puerta. Quizá la habitación vecina estuviese seca. Necesitaba abrigo, comida, calor… El agua parecía retenerme por los tobillos; y, en ese momento, se agudizó hasta lo intolerable la sensación de miedo informe que me oprimía. Sin embargo, supe que tendría que entrar. No podía retroceder. Las nubes debieron abrirse, porque, de súbito, una luz azulosa se coló por algún hueco y me reveló la escena. Me detuve. El agua se movía lentamente, en olitas minúsculas producidas por alguna corriente de aire, y lamía con sonido apagado los costados de un bloque de piedra, en el centro de la habitación. Varias ramas verdes, de laurel quizás, colgaban de la piedra y rozaban el agua con las puntas. Olí flores. Se me secó la boca. Había una forma blancuzca extendida sobre el bloque, inmóvil. Sin necesidad de acercarme más, supe quién era; y adiviné que no tenía vida. De pronto, me encontré a su lado. Mi mano se ahuecó sobre el cabello mojado, que manaba hacia los lados y desaparecía por sobre las

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aristas del bloque; pero no lo toqué. Aún así me transmitió su frío, distinto al de las aguas y el viento y al de mi propia carne. Mis dedos resbalaron por sobre la piedra y palpé un relieve de contornos familiares. La luna brilló más fuerte (las últimas nubes se habrían ido), y así vi la inscripción, trazada en forma grosera con algún instrumento inadecuado: DESCANSA EN PAZ Y más abajo: OTTO . . .La había cuidado siempre. Aún después de muerta.

Este cuento forma parte de la trilogía "LA ESTOFA DE LOS SUEÑOS".

CARLOS MARÍA FEDERICI Uruguay Carlos María Federici en Wikipedia

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C

uando la Paula se dio cuenta de que le había llegado la hora fue a la iglesia, le pidió perdón a Dios bajo juramento, y se tiró del campanario. —¿Adónde irá ahora la Paula que le vendió el alma al

diablo? —dijo la Sara, y agregó— siempre fue una descarriada. —Hay que buscar el cuerpo —dijo el cura párroco. —Yo la vi volar —dijo un niño que estaba en la calle. —No —dijeron las mujeres que estaban tejiendo acolchados para los pobres— la Paula cayó en la arboleda que está detrás de la iglesia. —Hay que buscarla —hablaron todos a coro. —Formemos patrullas —dijo don Braulio, el viudo, que recién se enteraba de lo sucedido. Se formaron las patrullas; el pueblo entero buscó en los techos, la copa de los árboles y todo lugar que pudiesen registrar, pero el cuerpo de la Paula se había esfumado. La Paula, vivita y coleando, sentada en un cumulonimbus, una nube típica de tormenta, miraba a todo el pueblo que, convulsionado, seguía buscándola. —Es imposible saltar —pensó la Paula y muy acongojada se preparó para ver su propio velorio. Don Braulio y las hijas, cansados de buscar y de tanta habladuría, fueron a la funeraria y pusieron punto final al asunto. —Preparen todo, se vela a cajón cerrado —dijo cortante el marido, tal vez viudo, don Braulio. 81


La casa velatoria estaba repleta de gente cuando la hija de la Sara comenzó a llorar con tanta angustia que contagió a los presentes, y también a la Paula que desde su nube miraba todo lo que ocurría y nunca pensó que la hija de la Sara la quisiera tanto. Justo cuando partían para el camposanto se desató una tormenta tremenda, la lluvia levantó un muro transparente a través del cual era como si las personas se disolviesen y un viento arrollador arrastrara todo a su paso. La nube sobre la que estaba la Paula se deshizo en millones de gotas y ella se precipitó desde cinco mil metros de altura, quedando al lado del féretro, esta vez bien muerta. Enorme fue la sorpresa de los deudos, pero ahora la cosa tenía el color (negro) de los servicios fúnebres que todos conocemos. El cortejo salió de la cochería, y como en el pueblo de la Paula el cementerio queda a pocos metros de cualquier parte, los familiares y vecinos decidieron cargar el ataúd sobre los hombros, bajo la lluvia que arreciaba. Pero lo hicieron con tan poca fortuna que todos empezaron a resbalar y cayeron de bruces sobre el lodo. La confusión y el susto, al verse atrapados por esa masa achocolatada y pegajosa, produjo que varios fueran víctimas de ataques cardíacos. Otras personas, en su afán de socorrer a los caídos, se fueron enterrando más y más en el fango y desaparecieron de la superficie de la tierra. No hubo una sola familia que no experimentara la pérdida de uno, dos o más parientes. ¡Un verdadero cataclismo! Los pocos habitantes que quedaron vivos, al contemplar la magnitud de la catástrofe, no soportaron tanto dolor y se fueron muriendo uno a uno. 82


Cuando la tormenta pasó, la única persona viva del pueblo era el cura párroco quien, desde el campanario, repetía la historia de la desaparición y caída de la Paula, y narraba entre sollozos la trágica muerte de toda la gente del pueblo. Nadie hubiera creído semejante cuento. Pero por suerte no había nadie escuchándolo. ANA MARIA CAILLET-BOIS Argentina www.facebook.com/ana.cailletbois

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Venía tan rápido por la avenida que todas las luces, eran como la cola de un cometa odiaría que salga el sol y me encuentre lejos de mi calle donde hay luna llena, cada vez que el cielo se vuelve blanco me tragué la tarde como a una bolsa de clavos mientras te azotan con fuerza te dicen: "ten piedad“ Toda la humanidad camina por un témpano, unos quieren ser otros y otros no son nada córtenme en pedazos y háganme otra vez mientras te azoto con fuerza Te digo: “¿ten piedad?". JAVIER CUELLO (Seudónimo: NEGU) Argentina www.javinegu.blogspot.com.ar www.astrovendaval.blogspot.com.ar https://www.facebook.com/Letras-en-la-sangre-670661719726483 84


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Por qué los vivos tienen conciencia de que morirán ECLESIASTÉS 9:5

D

esde la aurora dorada hasta el crepúsculo naranja, recordé mi vaga existencia. Era el último día de mi vida y en cualquier instante sufriría un infarto que acabaría con ella. Caminé distraído por las calles de la ciudad sumido en la más

honda melancolía mientras mi corazón débilmente palpitaba. En mis ojos se podía percibir la angustia y la desolación que, desde el día en que fallecieron mi esposa y mi hija en un incendio, fueron consumiendo mis energías. Semanas más tarde, el doctor me recomendó tranquilizarme y evitar cualquier tipo de enojo o sentimientos que alteraran mi estado de ánimo. ─Unas vacaciones no le vendrían nada mal, después de todo ─me dijo. A partir de ese momento me refugié en la oscura soledad de mi habitación, ignoré las instrucciones del médico e hice un sinfín de actos que fueron deteriorando mi salud. Poco a poco mi existencia fue volviéndose absurda, la vida me dio nauseas… ¡me dio tanto asco! y preferí hundirme en la tristeza hasta sentirme culpable por la muerte de mi familia. Como consecuencia de su fallecimiento me preguntaba todos los días ¿Qué habrá más allá de la muerte? ¿Será una oscuridad fría y tenebrosa? o ¿marchamos al cielo o al infierno?... durante meses busqué las respuestas de esas preguntas en todas partes sin encontrarlas. Anocheció. 86


La luna se erigió en el cielo salpicado de estrellas y aplacó el bullicio de la ciudad. A lo lejos resonaban los aullidos de los perros y prolongué mi periplo por las calles de la ciudad. Los ecos de mis pensamientos torturaban mi conciencia cegada por los temores de morir en cualquiera momento. Cada minuto transcurrido aumentaba el dolor de mi pecho. Perdido en la inhóspita noche decidí sentarme en la banca de un parque. En el centro de éste se encontraba una versallesca fuente de mármol. ─¡Dios, si eres bondadoso, mata a este miserable gusano que ha sufrido tanto! ─exclamé con todas mis fuerzas al firmamento estrellado que me contemplaba con pesar. Rompí en lágrimas. Miré una vez más al firmamento y noté que una estrella azul descendió del cielo hasta llegar a la fuente. ─¡Estoy alucinando! ¡Estoy alucinando! ─ exclamé. Me acerqué a ella y de pronto la estrella azul se transformó en un ángel de alas imponentes. Ágilmente se sentó en la fuente, muy pensativo. Comenzaba a respirar con más dificultad, el ángel observó mi debilidad y me ofreció asiento. ─Vengo a darte consuelo antes de tu fallecimiento ─dijo. La luna brillaba. Los perros continuaban ladrando. La oscuridad era vasta. Observaba al ángel minuciosamente como si un niño lo estuviese viendo. 87


─¿Vienes a llevarme al cielo? ─ le pregunté. El ángel movió la cabeza. ─Ya te dije que vengo a darte consuelo antes de tu fallecimiento ─repitió con paciencia. En ese instante recordé las preguntas relacionadas con la muerte, tenía una oportunidad y no debía de quedarme con la duda, quizás sabía algo relacionado con ese tema. ─¿Qué sucede cuando morimos? ─ le pregunté intrigado. Comenzaba a perder la conciencia, el dolor dentro de mi pecho era insoportable. ─Está escrito: los muertos no tienen conciencia de nada en absoluto, ni tienen más salario, porque el recuerdo de ellos se ha olvidado. ─¿Quién dijo eso? ─Dios, por medio de Salomón. Medité por unos segundos. La luna se ocultó en las nubes, los perros silenciaron sus ladridos. Estaba en plena agonía y dije con mis últimas fuerzas: ─Dios dijo que los difuntos no tienen conciencia de nada ni de nadie ¿Por qué diría eso si él jamás ha muerto?. SILVIO JOVARNY México www.facebook.com/jovany.lopez.11794

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o está bien meterse en casa ajena” la frase de su madre le

“N

retumbaba en la cabeza desde temprano. Maggie respiró hondo, se puso unos guantes y tomó del tablero de la cocina las llaves de la casa de Inés, su vecina. Había

planeado todo minuciosamente. Era cuestión de minutos: entraba, buscaba la computadora, bajaba las fotos en un pendrive y volvía sana y salva. Dudó antes de salir de su propio departamento pero de inmediato se dio ánimo. Ése era el preludio a su libertad, la posibilidad de sacar a su marido de su casa y de su vida. Recorrió el pasillo sin hacer ruido. Eran dos departamentos por piso. Es que con Inés lo compartían todo: El piso quince, el marido y, felizmente, la mujer que les hacía la limpieza. Mientras ingresaba al departamento de su vecina se dijo que tenía que comprarle algo a su mucama, pues de no haber sido por ella, nunca hubiera sabido nada de fotos ni de cuernos. La casa de Inés estaba encantadora como siempre, impecable como ella. Maggie la insultó por lo bajo e intentó concentrarse en la búsqueda de la computadora. No estaba en el living, ni en el comedor, ni en la biblioteca, ni en la cocina. Empezó a impacientarse. Con desagrado penetró en el dormitorio. Miró con odio la enorme cama de hierro de estilo romántico. Era una suite como la de ella, pero estaba decorada con buen gusto. Sintió furia y un calor que la sofocaba hasta ahogarla. Abrió la ventana. Un fuerte viento refrescó su rostro y cerró violentamente la puerta del dormitorio. Cerró la ventana. La computadora portátil estaba ahí sobre la mesa. Se precipitó sobre ella y consternada comprobó que no 90


tenía la batería puesta. Comenzó a buscarla pero en el dormitorio no estaba. Accionó el picaporte de la puerta recientemente cerrada por el viento, pero se había trabado. “Ahora sí que la hice bien” dijo en voz alta. Estaba encerrada, y no había otra salida salvo las ventanas. Intentó abrir de nuevo, tiró de la manija y hasta forcejeó, pero no tuvo éxito. Un coqueto reloj antiguo que estaba sobre una biblioteca, dio las once horas. Maggie recordó que a la una del mediodía, Inés volvía del gimnasio. “¿Qué voy a decirle cuando llegue y me encuentre acá?” Histérica, comenzó a caminar de un lado a otro. Buscó algo que sirviera de destornillador, revolvió los cajones de la cómoda y encontró una pinza de depilar. Trató de meterla en la cerradura, hizo palanca y se le partió en dos. Con furia la arrojó al suelo. Buscó el teléfono, quizás podía llamar a alguien para que la sacara, pero era un aparato inalámbrico y la base tampoco estaba en su lugar. Maggie la imaginó en otro lado de la casa junto con la batería de la computadora. “Mierda” dijo en voz alta. Se sentó sobre la cama, evaluó sus posibilidades: No podía pedir ayuda a nadie, no podía gritar, no podía abrir la puerta y no podía colgarse de la ventana de un piso quince. La única persona que iba a poder sacarla de ahí era Inés. Levantó la pinza rota del suelo y comenzó a poner todo exactamente en su lugar y a buscar el escondite apropiado. De seguro Inés iba a buscar un cerrajero. “En cuanto abra la puerta y se descuide me voy, y acá no pasó nada”. El balcón no servía, pues el ventanal que comunicaba con él se cerraba y abría desde adentro. El baño era un lugar demasiado obvio. Se dirigió al placard pero estaba tan repleto de 91


cosas que era imposible introducirse en él. Se tiró al suelo, y probó de meterse debajo de la cama. Entraba perfectamente y con el aparatoso acolchado Inés no la iba a ver. Encendió el televisor sin voz y se miró una novela. Una menos cuarto se metió bajo la cama. El reloj dio la una y luego las dos. Acalambrada y dispuesta a enfrentar a Inés, salió de debajo de su escondite. “Al diablo con todo, cuando venga le digo a qué vine y qué pienso de las tipas como ella”. Volvió a encender la tele, el reloj dio las tres. Se sirvió chocolates de una caja que había en la mesa de luz. Los imaginó a los dos en la cama comiéndolos, se metió dos en la boca y encabronada, se fue al baño. La puerta estaba trabada “Me cago en las malditas puertas de esta casa” dijo mientras le propinaba una fuerte patada. La puerta cedió y Maggie cayó de bruces sobre el frío mosaico del baño. Desde su puesto pudo ver la mano inerte que salía de la bañera. Tardó un poco en atreverse a mirar el cuadro completo. Inés estaba muerta, sumergida en un baño de sangre. Sin poder soportar las ganas de orinar, se sentó en el inodoro con los ojos cerrados. El ruido de alguien que accionaba la manija de la puerta trabada del dormitorio la alertó. Como disparada por una flecha, salió del baño. La voz de su marido se oyó desde el otro lado: —Inés, por favor, abrí la puerta. La voy a dejar, te juro que la voy a dejar. Te amo ¡Inés! Abrí o voy a tirar la puerta abajo. ¡Inés! Maggie no emitió sonido alguno. Apagó el televisor y se metió debajo de la cama. Esperó pacientemente a que él embistiera la puerta y se dirigiera al baño y luego corrió hacia el pasillo, atravesó a toda 92


velocidad el hall del piso quince y entró en su departamento. Se quitó los guantes, colgó las llaves en el tablero de la cocina y guardó su pendrive; después tomó el teléfono y discó 911 “Vengan pronto —dijo con voz desesperada— que hay un intruso en el departamento de mi vecina”.

RENATE MÖRDER Argentina. www.renatemorder.blogspot.com

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