EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 18 AGOSTO 2017

Page 1

1


EL NARRATORIO

2


EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 18 - Agosto 2017 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

Pixabay Copyright: EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS AUTORES, QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y ORIGINALIDAD DE LOS MISMOS. Bajo Licencia Creative Commons Atribución-NoComercialSinDerivar 4.0 Internacional

Director y Propietario:

Federico Marongiu Propiedad Intelectual:

N° de Registro 5.319.848 En la Web:

www.issuu.com/elnarratorio www.elnarratorio.blogspot.com E-mail:

elnarratorioblog@gmail.com elnarratoriodigital@gmail.com

3


ÍNDICE LA YERRA ALINA TORTOSa 5 EL OLOR DE LA SALIVA DEL DEPREDADOR ENRIQUE TRUJILLO GAMBOa 9 RESURECCIONES LUCIANO ANDRÉS VALENCIa 14 LA CELDAS NO TIENEN VENTANAS MARCOS TABOSSi 18 NO RETORNABLE MANUEL DE JESÚS DÍAZ SALVADOr 22 DELIRIO KASSANDRA HAKLUYt 26 RIVALES MÓNICA C. ALTOMARi 31 AJEDREZ ELIZABET JORGe 34 MEMORABLE ARNOLDO ROSAs 38 S CARLOS ENRIQUE SALDIVAr 44 LA BARCA AMBULANTE GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLo 48 DÍA D IRVING ARTHUR CHÁVEZ PONCe 55 VENTANAS LUIS FONTANa 61 LAS RUNAS ZANDRO ZÁs 64 PAPELES ÁLVARO MORALEs 71 EL MAESTRO Y EL DISCÍPULO GUILLERMO DUBERTi 76 ¡¡VACA A ESTRIBOR!! RAMÓN MARTÍNEZ VENTURa 80 JUGADORES MARÍA STAUDENMANn 84 UNA HISTORIA DE HARRAT -ÚLTIMA PARTE- RUDY QUISPE ARIRAMa 89 DOS HOYOS CARLOS M.FEDERICi 99 ENAMORADO JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLe 107 ENTRIPADO ROLANDO J.DI LORENZo 111 ESPEJOS...SERGIO NUÑEz 116 LA CITA ADRIANA SALINARDi 119 POR UN PEDAZO DE PAN YOLANDA Sa 121 AMALIA ENAMORADA FRANTZ FERENTz 125 LA CONTIENDA LUIS AMARO DÍAZ CONTi 131 OLVIDO JAVIER JUSt 135 LA VID DE PAN DAMARIS GASSÓN PACHECo 137 LA MÁQUINA DE LA FELICIDAD ANA CAILLET BOIs 140 MENTALIDAD SACUDIDA KRISTOFF ROJAS GÓMEz 142

4


5


C

on los dedos peinó hacía atrás el mechón que le caía sobre los ojos cuando se agachaba a recoger el hierro caliente del fuego. Caminó hasta el cepo y esperó que Camilo levantase la cola del ternero para despejar el anca en el

área donde él iba a estampar la marca de la estancia. Se sintió el sonido sibilante del pelo del animal al quemarse y el olor que despedía. ¿Olor o aroma? se preguntó Juan. El terreno fangoso alrededor del tubo le recordó la posibilidad de resbalarse y quemar al hombre que sostenía la cola del animal. Esta idea surgía todos los años durante la yerra. Un pequeño traspié y marcaba al hombre. Volvió el hierro al fuego poniéndolo en el orden indicado: a la izquierda de los otros dos, para seguir trabajando con el primero de la derecha, que ya estaría caliente. El humo se le metía en los ojos. A pesar de la temperatura baja, sintió calor. Se aflojó el pañuelo de algodón que había anudado al cuello y abrió el segundo y el tercer botón de la camisa de viyela. Había marcado cien terneras y ahora venían los terneros. Ese, el que sostenía Camilo, era el primero de la serie. Sentía en la espalda y en el cuello la tensión de los últimos días y el deseo en el vientre. Ese deseo que lo torturaba desde que había visto a Camilo por primera vez. Estaba con su novia cuando el encargado lo llevó a presentárselos. Las preguntas e inquietudes que lo habían perseguido encontraron respuesta en el cuerpo terso y ágil del joven, en los mechones oscuros sostenidos por una vincha roja y en la mirada velada por pestañas espesas. Se sintió atravesado por esa mirada que no alcanzaba a ver del todo. Reprimió el impulso de tocarlo. Qué locura —se dijo en el momento— he perdido el control. No. No lo había perdido aún —reflexionó dándose ánimo— dado que no lo había tocado. Pero el impulso no lo abandonó ni entonces, ni con el correr de los días. No dormía de noche y le costaba tolerar a su novia. Es cierto que años de buenos modales y de códigos de conducta estrictos le ayudaban a disimular. O casi. Marina se daba cuenta de que algo estaba mal. Se había dado cuenta desde un principio, antes que él mismo, que había tomado su poco interés en tener sexo con ella como su forma de ser asexuado. Marina no se había entregado, no había desistido de la relación con él, lo encontraba atractivo y le gustaba pensar en un futuro juntos. Quizá esto también fuese un reflejo sobre la sexualidad de ella, y el resultado de una educación religiosa intensa, en la que el acento estaba puesto en la procreación y no el disfrute sensual y erótico. O quizá tuviese miedo de dejarse llevar por impulsos que no comprendía bien. En cualquiera de los dos casos la actitud de ella lo había salvaguardado de tomar decisiones. Se había podido relacionar con los posibles miedos y prejuicios de ella, como no lo podría 6


haber hecho con una actitud abierta y expectante. Desde su adolescencia había evitado el contacto con las mujeres y con los hombres. Le había escabullido a la pasión sosteniendo una indiferencia cortés que pasaba por buenos modales y, en algunos casos, por una actitud de ternura y respeto. Sintió nauseas. Se detuvo en el momento de marcar el animal siguiente y volvió atrás para dejar el hierro. Le temblaba la mano. No se animó a mirarlo a Camilo, quien soltó la cola del animal y salió del cepo. —¿Lo suelto? —preguntó. —Sí. —contestó él—Soltalo. Marina lo tomó de la mano: —¿Te sentís mal? Le costó articular las palabras, sentirse mal no era algo que en su familia se hiciese en público. Y con una sonrisa forzada se volvió hacía el pequeño grupo de amigos que invitaba todos los años a la yerra: —Tomemos una copa de vino y seguimos. Fernando, su mejor amigo desde el colegio, descorchó dos botellas y sirvió el vino. Cuando hubo repartido los vasos de plástico, que reemplazaban las copas, levantó el suyo y dijo, mirándolo: —¡Por Juan y sus terneros! —¡Por Juan y sus terneros! —repitieron los demás. Marina también levantó su vaso, sonriendo con tristeza y parpadeando. Nunca la incluían en sus brindis. Siempre esperaba que la mencionasen, después de todo, ella lo acompañaba a Juan. Quizá tuviese que ver con el colegio de varones al que habían ido, con el rugby, vaya uno a saber… Y, siguiendo un viejo hábito, se convenció de que no tenía importancia. Camilo y Benítez, el encargado, también levantaron sus vasos tímidamente, sin repetir el brindis. Benítez parecía preocupado, y Camilo abstraído. Los varones le hicieron bromas a Juan y las mujeres se reunieron alrededor de Marina. La noche antes Benítez le había anunciado que Camilo había pedido permiso para traer a su novia a vivir con él en el campo, descartando su acuerdo, como en otros casos en ocasiones anteriores. Un dolor agudo le atravesó el corazón, a la vez que contestó, vacilando: —Si…., claro… —esbozando una sonrisa que no terminaba de definirse. Entonces, se dijo en silencio, entendí mal. ¿Cómo podía ser? El intercambio de miradas, gestos… No habían llegado a tocarse, pero desde que llegó él sintió en su 7


cuerpo cada movimiento del joven y le pareció que él también sentía los suyos. Esa sonrisa irónica con la que contestaba sus preguntas sobre el estado del ganado o lo que fuese. El movimiento lento con que le entregaba algo, sosteniéndolo aún después que Juan lo había tomado. Cabía la posibilidad de que se hubiese equivocado. Sin embargo…un sentimiento de seguridad fue desalojando a la desazón. No se había equivocado… no podía haberse equivocado… él que tanto había cuidado no involucrarse en el pasado en situaciones ambiguas, para no dejarse llevar por sentimientos que no comprendía bien, esta vez había estado seguro. Sí, seguro. Sonrió relajado: —Sigamos con los terneros, así después pasamos al asado. Las marcas estaban al rojo en el fuego que Camilo había atizado mientras los demás charlaban. Benítez retuvo otra vez al ternero por el cuello en el cepo. Camilo le tomó la cola levantándola para despejar el anca. Juan se acercó con el fierro candente. El joven, por primera vez ese día, lo miró a los ojos desde el fondo oscurísimo de los suyos. Juan visualizó la idea. Acercándose despacio, levantó el brazo lentamente sobre el cuarto trasero de la ternera, deslizándolo a último momento sobre la nalga de Camilo, quien acababa de cambiar de posición, dándole la espalda.

ALINA TORTOSA

Argentina

Blog: alinatortosa.blogspot.com.ar Facebook: https://www.facebook.com/alina.tortosa Twitter: https://twitter.com/alinatortosa

8


9


-L

os condones ultrasensibles son esos que se ponen a llorar cuando se enteran de que los usamos para coger y no para hacer el amor —dijo Sebastián, y la miró mientras todos le reían la ocurrencia.

—No, yo creo que los condones ultrasensibles son los que se quedan

charlando con nosotras toda la noche, cuando el imbécil de turno se da la vuelta y se duerme —respondió Karla, ocultando su propia sorpresa ante la rapidez con la que había contestado, dedicando un guiño a sus amigas, que festejaron el apunte. Alguien subió el volumen de la música, unos cuantos se levantaron a bailar y los demás continuaron en la composición de ese espantoso collage que son las conversaciones en las reuniones de amigos. Los jóvenes profesores celebraban el fin de las clases en la universidad y la llegada de las vacaciones. Si existiera algo llamado el juego del encanto, habría que decir que Karla manejaba ese juego aquella noche, armada con su belleza y su capacidad para hablar de cualquier cosa. Además, era imposible no fijarse en el vestido corto que llevaba, en sus torneadas piernas de corredora frecuente, ella que vestía siempre pantalones demasiado holgados para sus curvas. Apenas una hora después, sin embargo, esperaba en la calle por un taxi que la llevara a casa. Amparada en la barrera que levantaba cuando quería estar sola, había rechazado a quienes quisieron acompañarla, a los que le rogaron que se quedara un rato más y prometieron llevarla hasta la puerta de su apartamento. Casi toda su vida, esa barrera había dejado en todo el que intentaba acercarse a su brillo distante la sensación de estar empapándose en una lluvia de tristeza y hojas muertas. Siempre había algo, una palabra, una mirada demasiado atenta, un comentario dejado caer al azar, una manera de torcer una sonrisa; algo que abría una grieta, que rasgaba el papel de la máscara y que la convertía en un fluido viscoso que escapaba por esa grieta. Llegado ese momento, tenía que salir, buscar palabras para despedirse, a veces simplemente huir corriendo. Tal vez ella buscaba ese algo que nadie más veía ni escuchaba, algo como una baba espesa bajando por su piel. Se había despedido de todos, no obstante, con el ritual del doble beso, uno para cada mejilla, esa manera de apuntalar una mentira duplicándola. Sintió que su brazo se levantaba solo, en un gesto apresurado para detener el taxi. Algo pesaba en su bolso. Subió deprisa al carro, mientras indicaba con precisión su destino y ocupó el asiento detrás del conductor. Por un momento quiso moverse hacia la derecha, pero permaneció quieta, solo esperando llegar pronto a casa. 10


Había cumplido la promesa hecha a sus compañeros de trabajo, había estado con ellos en algo parecido a una fiesta; esta vez, había engañado por un tiempo la sensación de hastío que siempre la invadía en este tipo de reuniones, a pesar de que todo había seguido el mismo libreto que ella detestaba: la predecible música, las mismas indiscreciones implacables acerca de los ausentes, las mismas insinuaciones torpes. La misma comedia que ella evitaba para encerrarse en su propia farsa, en su propia soledad. Aparte de lo que tenía que ver con sus clases en la facultad, salía muy poco de casa y había convertido su apartamento en una especie de nido de araña, aunque es cierto que el último año se había prometido vestirse con menos seriedad y aceptar invitaciones. Sin embargo, esa frase de Sebastián la había llenado de una niebla oscura, de una asfixia de plomo en los pulmones, la sensación de querer correr sin poder moverse del sitio, como esas mariposas atravesadas por alfileres en los insectarios. ¿Acaso qué podía saber ese idiota de Sebastián? ¿No lo conocía desde hacía años? En realidad, era otro de sus chistes de adulto cautivo en la adolescencia, una dosis más de la pirotecnia inocua que tanto gustaba a sus amigas. No lo había dicho con alguna intención, pero, pensó Karla, a menudo las palabras más hirientes son las que pretenden hacernos reír. Sebastián estaba acostumbrado a quedarse con el protagonismo en las reuniones, con sus treinta y dos años, sus cuatro idiomas, sus ojos claros y su humor de payaso del curso que escondían de manera aceptable, pensaba Karla sin culparlo, su inseguridad de guijarro flotante en medio de la nada. Sebastián contaba, a carcajadas, que antes de llegar a la fiesta, él y su acompañante, su nueva novia, una muchacha guapa que tocaba el violín, o hacía danza contemporánea, o era aprendiz de mandarín, o algo así, habían sido perseguidos a bastonazos por una anciana que sostenía en alto una Biblia. —¡Y ustedes… ¿qué hicieron? —¡Correr, como si nos viniera persiguiendo un sádico! —dijo Sebastián, y esa respuesta provocó nuevas risas de todo el mundo. Karla intentó reír, pero lo único que consiguió fue hacer un gesto desesperado que solo vio el espejo, desde el otro lado de la sala. En ese momento, con la rapidez del ciervo que huele en el aire la saliva del depredador, se puso la chaqueta sobre las rodillas, sintiendo que todos podrían ver las heridas, la piel levantada, la sangre que bajaba tercamente por sus pantorrillas. Decidió que saldría de allí, que tenía que salir de allí, que esperaría apenas unos minutos para 11


salir, para poder respirar, para estar a salvo. Ahora, la noche parecía tranquila y el taxi avanzaba rápido, dejando atrás siluetas de caminantes y edificios, apenas deteniéndose en algunos semáforos, como si…. pensó y sonrió, triste, decepcionada de las tretas de su memoria. Karla, aferrada con fuerza al peso inesperado de su cartera, recostó la cabeza contra la ventana del taxi. Buscando en el paisaje alguna excusa para no pensar, miró hacia arriba y recordó unos versos: Yo levanté la vista y las nubes parecían sonrisas de gatos levemente rosadas y los árboles que pespunteaban la colina agitaban las ramas. Cerró los ojos, y las últimas palabras de esos versos que amaba se convirtieron también en aves oscuras graznando en su cabeza, picoteando sin compasión. El taxista, que sonreía adivinándola en la penumbra, movió levemente el espejo retrovisor. Karla vio por un momento, otra vez, sus zapatos de aquel día entre los árboles, su pesado vestido de novia en miniatura, tan incómodo para correr. Volvió a verse intentando escapar. Volvió a ver a la niña que intentaba huir cuando el aire era solo arena gris en la garganta. Volvió a sentir que sus delgadas piernas de diez años lo estaban intentando, sus pálidas piernas de escolar no se rendían pese a las rodillas que ardían, pese al filo de las piedras y de las ramas secas lastimándola al caerse una y otra vez, pese a la sangre que bajaba por sus pantorrillas y manchaba el blanco delator de su ropa. Sintió de nuevo que los árboles le impedían pasar, que la ataban, cómplices de los zarpazos que finalmente arrancaban la tela de su vestido de primera comunión, cómplices de esa saliva y esas manos adultas que destrozaban para siempre su piel y su inocencia. Un giro brusco del taxi la trajo de regreso, abrió los ojos y desconoció la calle, su mirada, en un instante que duró lo que duran las hojas muertas al caer de los árboles, se cruzó con la mirada del conductor. El impulso palpitó en cada rincón de la mujer que había sido, de la niña que era, para traer el miedo de regreso, y con él la sangre que corría por sus muslos, gota a gota, desde su décimo cumpleaños, el bosque del que jamás había conseguido salir. El taxista habló y Karla sintió que las palabras reptaban por el asiento hasta alcanzarla, ensuciándola: —Tranquila, princesa, que yo sé por dónde es que me meto… Entonces, por segunda vez en esa noche, mientras su mano, como si tuviera voluntad propia, buscaba en la cartera y luego oprimía el objeto contra la nuca del taxista, se escuchó hablando como otra, como esa amada desconocida que, algunas veces, en el secreto bosque de su cabeza, la tomaba en brazos para conducirla a salvo, 12


lejos de los árboles traidores, lejos de esos dientes que mordían sus labios de niña, lejos de ese olor que no había podido lavar de su cuerpo en veinticuatro años, lejos de esa lengua que mojaba y hería su cuello, su espalda, y sobre todo, sus piernas: —¡Mire, granhijueputa, usted no sabe con quién se mete, me deja ya mismo en mi casa si no quiere que lo acabe a plomo! Para qué hablar del miedo del taxista, del auto deteniéndose ruidosamente frente al edificio, de Karla arrojando billetes y monedas contra un vidrio que se aleja, de la llave temblorosa, hurgando desesperada, mil veces, con sus pequeñas uñas, los recovecos de una cerradura imposible. Para qué hablar de todo eso, si lo único que importa es Karla cayendo al rincón, cerrando con todo el peso de su cuerpo la puerta a sus espaldas, abrazando sus piernas, mojando sus rodillas con el cauce de su llanto, gimiendo, tratando de respirar, mientras sus manos se aferran al frío metálico del pesado frasco de perfume de lujo comprado aquella misma tarde.

ENRIQUE TRUJILLO GAMBOA

Colombia

Twitter:@gatodelalluvia

13


14


“Estamos sujetos a nacimiento y muerte. La experiencia puede nacer, pero también morir; nuestros descubrimientos pueden ser impermanentes y temporarios” Chögyan Trungpa (Rinpoché), “Comentario” en: El Libro Tibetano de los Muertos.

C

uando Ignacio despertó esa mañana, lo primero que sintió fue el cuerpo frío de Elena que yacía a su lado. Sus párpados abiertos dejaban ver sus ojos vacíos y sin vida. Había sucedido nuevamente, y aunque sabía lo que

tenía que hacer, sintió que nunca se podría acostumbrar al hecho de perderla una y otra vez. Realizó una llamada y a los pocos minutos llegaron un hombre y una mujer, con uniformes de paramédicos, que cargaron el cuerpo de Elena en una camilla y lo cubrieron con una sábana. La mujer miró a Ignacio y le preguntó: —¿Qué quiere que hagamos con ella? —Llévenla al laboratorio e inicien el proceso nuevamente —respondió. —¿Está usted seguro? —volvió a preguntar la joven—. La primera vez que fue resucitada vivió durante varias semanas, pero esta vez fue por menos de 24 horas. ¿Es eso lo que usted quiere? —Sí —respondió—. Aunque solo sea por unas horas, haré que valgan la eternidad. —¿Y cree que es justo para ella tener que volver a morir tantas veces? —Ella no lo recuerda. —No estamos seguros de eso. —Ustedes limítense a realizar su trabajo —dijo subiendo la voz—. Mi esposa está legalmente muerta, así que puedo disponer de su cuerpo a mi voluntad. —Que sea legal no significa que sea justo hacerlo —le respondió la paramédica—. Es peligroso jugar con la vida y la muerte. Cargaron el cuerpo de Elena en una ambulancia y se retiraron. Pasado el mediodía, Ignacio se dirigió a su empresa, porque en unas horas tendría una reunión con accionistas. Elena había muerto en un accidente de tránsito cinco años atrás. La empresa Lazarus S.A. le ofreció inmediatamente sus servicios de resurrección, para los cuales habían obtenido la habilitación para funcionar, y que solo eran accesibles a personas de su nivel económico. Por una considerable suma de dinero ofrecían un tratamiento para volver a la vida al ser querido recientemente fallecido. Incluso si había sufrido un 15


accidente, era posible reemplazar los órganos y tejidos dañados, siempre que el cuerpo no presentara un daño masivo que hiciera imposible su recuperación. Pero las resurrecciones no eran permanentes, solían durar hasta algunos meses la primera vez, y luego el tiempo se iba acortando. Se aseguraba que los vueltos a la vida no recordaban el momento de su muerte. Se decía que la muerte representaba un hecho tan traumático que dañaba las conexiones neuronales del hipocampo haciendo imposible que pudieran recordar lo sucedido. Cada vez que volvían a la vida, creían estar en la fecha de su muerte, pero sin recordar los momentos finales. Por este motivo Ignacio mantuvo su casa igual que cinco años atrás, tratando de evitarle confusiones a Elena después de cada resurrección. Pero había otro factor: su propio envejecimiento, que en cualquier momento levantaría sospechas en su esposa. Por la tarde, apenas terminada la reunión con los accionistas, Ignacio recibió una llamada. Era de la empresa Lazarus para informarle que su esposa había sido vuelta a la vida. Siguiendo sus instrucciones, la llevaron al domicilio y la recostaron en su cama. Le aseguraron que en pocas horas despertaría sin recordar nada de lo ocurrido. Ignacio se retiró de la oficina rumbo a su hogar. Cuando llegó encontró a Elena despierta, sentada en el sofá leyendo un libro. Miró la tapa del mismo: era la novela que había estado leyendo el día del accidente. Eso lo tranquilizó: no recordaba nada. Las palabras de la paramédica esa mañana lo habían dejado intranquilo. ¿Sería posible que recordara algo? Se acercó a Elena y la besó apasionadamente. Ella, sin poder soltarse de sus brazos, le dijo: —Parece que me has extrañado, ¿cómo estuvo tu día en la oficina? —Como siempre —respondió—. Solo pensaba en volver a casa para verte. Esa noche tuvieron una cena agradable y bebieron un vino especial que había comprado para la ocasión. Luego se fueron a acostar. Ignacio se durmió deseando no despertar a la mañana siguiente sintiendo el cuerpo frío de Elena otra vez. A eso de las tres de la mañana despertó con un terrible dolor de cabeza. Elena no estaba a su lado. Pensó que podía estar en el baño, pero no la encontró ahí. Fue en ese momento cuando notó que el aire estaba enrarecido y con olor a gas. Se dirigió hacia la cocina y comprobó que todas las hornallas estaban abiertas, y 16


el gas inundaba la habitación. En una esquina, Elena sostenía un encendedor con el dedo pulgar sobre la rueda dispuesto a encenderlo. Bastaba con una pequeña llama para que todo estallara. —Recuerdo cada una de mis muertes —le dijo Elena. Ignacio no podía reaccionar. La empresa Lazarus aseguraba a sus clientes que eso no era posible, pero la joven paramédica le dijo que no estaban completamente seguros. —¿Creías que no iba a recordar cada vez que moría y me volvían a la vida? — continuó diciendo—. ¿Crees que no noto que tu empezaste a envejecer? Ya no puedo pasar por esto otra vez. Tengo que asegurarme que esta sea la última. —No lo hagas Elena —gritó Ignacio mientras se arrojaba sobre ella. Pero era demasiado tarde. Elena había encendido la llama.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

Sitio WEB: https://plus.google.com/114773697260851717480

17


18


H

acía mucho que no recibía visitas. Mucho tiempo que no miraba otra cara que no fuera la de Luis, mi vecino. Por eso, esa noche estaba como perro con dos colas. Me tocaba el corazón, lo sentía salirse del pecho, y miraba al suelo para

no mariconear. El nene me preguntó dos o tres veces si me pasaba algo, pero no era el momento de contarle lo de los infartos, no quería que sonara como reproche, porque no los tenía. En todo caso, más tarde, cuando saliera el tema de Luis, le contaría que me salvó la vida dos veces cargándome en la chata y llevándome al hospital a tiempo. Estás grande, nene, le dije a Raulito. Vos también, papá. ¿Te quedás a comer? Tengo unos fideos. Sí, pero si cocino yo. Ahora tomemos unos mates, todavía es temprano, me dijo. El nene me contó que había estado preso por robar en una ferretería, y que por eso la ausencia. Que lo perdonara. No dije ni mu. Hubiera querido ganarle de mano en pedirle perdón pero me quedé en silencio. Quise llamar a Luis para que lo conociera, a fin de cuentas el narigón era mi única familia, en ese momento. Pero mi hijo no quiso: mejor no, otro día, había dicho. Quería compartir la cena solo conmigo, en la intimidad. Qué lindo gesto, pensé. Hablaba y me abrazaba, me ponía la mano en el pecho para sentir el corazón, me palmeaba la espalda, me pellizcaba la cintura, y hasta simuló morderme el cuello. Estaba hecho un putazo de cariñoso. Yo estaba incómodo por tanta demostración de afecto, me sentía un poco invadido pero no quería hacer ningún movimiento que el nene pudiera entender como rechazo. Intentaba acompañar, no dejarlo de garpe, pero no me salía más que una sonrisa o un apretón en el brazo. No hablemos del pasado, dijo Raulito. Quiero tenerte cerca de ahora en más, que seas parte de mi vida, sin rencores. Insistí en llamar a Luis. No es que fuera mi confidente, ni mucho menos. Me acompañaba por las tardes, tomábamos mates después de la jornada, descansábamos y veíamos el sol ponerse tras los eucaliptus. Eso era todo. Hablábamos del clima, que es tan importante para nosotros y, porai, algo de futbol. Casi no nos conocíamos ni tampoco nos interesaba. Pero sentía que traerlo al narigón me ayudaría a pasar la noche más distendido. En el penal de Urdampilleta estuve, me dijo Raulito, y que ahora estaba con libertad condicional. No quería volver a delinquir, había aprendido la lección. Tanto tiempo en la sombra sirve para reflexionar sobre los errores o para convertirse en un animal maniatao. Lo veía cortar la cebolla, de espalda. Le miraba el pelo casi rapado, el cuerpo trabajao, musculoso, seguramente había echao tanta fuerza en la cárcel para poder defenderse. Después me le quedé con los ojos clavao en el cuello: ancho, venoso. Le vi dos puntos coloraos, medios ennegrecidos, parecía sangre morada. Estaban separados por unos cinco centímetros, como si lo hubieran inyectao. No pregunté porque no quería traer recuerdos feos de alguna trifulca, 19


tan común en los penales. La salsa hervía en el fuego cuando le indiqué dónde estaban los fideos. El nene se dio vuelta, se me acercó, y empezó a lamer la cuchilla donde había restos de cebolla. *** Cuando me acerqué a la casa de Raúl vi que había un auto y me llamó mucho la atención porque nunca recibía visitas. Esa tarde habíamos estado mateando y no me había dicho nada de que estuviera esperando a alguien —aunque tampoco era tan raro que no me contara. Era un tipo callado, como metido pa’ dentro, vio. A veces dejaba entrever que algún mal había hecho en la vida y que se sentía arrepentido, como si esa soledad fuera el castigo que merecía. A mí no, yo elegía y sigo eligiendo estar solo. No es que no pueda, si quisiera, tener una patrona. Pero no me gusta mucho la gente, sabe. Por eso, aunque Raúl era un hombre güeno, no me interesaba ahondar en su vida. Cada uno con sus penas. A veces decía cosas raras, hablaba de la reencarnación. Cosas de mandinga. No era un tipo leído sobre el tema, lo suyo era pura corazonada. Creía que en cada vida se pagan los errores de las anteriores y qué se yo que otro bolazo. Estaba convencido que había sido pollo, mire que disparate. Vaya a saber de dónde sacó esa pavada. Di vueltas a la casa antes de golpear. Tenía curiosidad pero a la vez no quería que me tomaran por chismoso. Pasé por la ventanita de la cocina que estaba entreabierta y sentí olor a estofado: una delicia, como pa’ chuparse los dedos. Se escuchaba, de adentro, un ñato que cantaba a capela. Me decidí a golpear y me atendió un muchachito que asomó media cara, no más. Me dijo que era el hijo y que Raúl estaba ocupado con la comida. Me pareció que era una manganeta: que no me abriera la puerta, que Raúl no me atendiera. Por eso decidí llamar a la policía. *** Tocamos el timbre y nos atendió enseguida. Dejó la puerta abierta, dijo que estaba cenando y se volvió a la cocina. En el piso había charcos de sangre y las paredes estaban escritas pero no se entendía lo que decía. Más bien parecían palabras en otro idioma. José me cubría la espalda y fuimos hasta la cocina a punta de pistola. Cualquier cosa podía pasar. Tal vez el masculino estaba allí, agazapado, esperando que lo siguiéramos para dispararnos desde algún escondite. A medida que avanzábamos el olor se hacía cada vez más ambiguo: por un lado parecía una mezcla de perro podrido, chancho con pelo quemado y cloacas, y por el otro, ya cerca de la cocina, sentía el olor a comida, algo dulzón, que me hizo acordar al tuco de mi madre. Supuse que era cierto aquello de que estaba cenando, que tal vez, después de la 20


masacre, le había dado hambre. De todas formas me parecía una locura, como si alguien pudiese cenar un pollo a la portuguesa dentro de las cloacas. Cuando abrí la puerta de la cocina empezó mi pesadilla. Hoy mismo sigo sin creer lo que vi, y por eso sueño muy seguido con aquella imagen. Después de ese día estuve tres meses con licencia psiquiátrica. Cuando volví ya no pude hacer operativos, no me sentía preparado. De modo que me pusieron con tareas administrativas. Sigo en tratamiento: ahora duermo sin pastillas, pero tomo otras para la depresión. Mi vida se detuvo en ese momento, cuando abrí la puerta de la cocina y lo vi sentado a la mesa, con el repasador atado al cuello, hablándole al vaso —como si le estuviera contando un secreto— mientras cortaba un pedazo de corazón y lo comía. Después enrollaba las tripas con el tenedor —como fideos— y se lo llevaba a la boca. En el piso se veían los huesos, las vísceras desparramadas, un pie. La cabeza la había puesto en la alacena y los ojos estaban dentro del vaso al que le hablaba. Primero vomité, después me desmayé y ya no me acuerdo más nada. José hizo el resto. Cuando le conté a un colega del penal de Urdampilleta, me dijo que algunos presos se habían quejado porque a la noche se escuchaban, de la celda de Piñel, muchos ruidos extraños contra las paredes y el techo, como un aleteo desesperado, como si hubiera un pájaro enorme que quisiera escapar. Nadie dio lugar a las quejas porque las celdas no tienen ventana y los presos son muy mentirosos, con tal de salir cinco minutos para hablar con alguien son capaces de inventar cualquier historia.

MARCOS TABOSSI

Argentina

Sitio Web: www.marcostabossi.blogspot.com.ar Twitter: @marcostabossi Facebook: Marcos Tabossi

21


22


Abstemio: un hombre débil que se rinde a la tentación de negarse a sí mismo un placer. Ambrose Bierce

N

o retornable, puedo leer en la botella mientras los altavoces se desbordan de un rock blues trágico, la ceniza cae sobre el cristal. No retornable, puedo leer en la botella mientras pienso en ella. No

retornable ¡abandona toda esperanza! puedo leer en la botella mientras el sol penetra las cortinas provocando esa migraña. No retornable, ¡déjate de estupideces!… Ya no hay café en la alacena, la leche está hecha grumos y el corazón de una manzana se pudre en el suelo mientras es atacada por un ejército de hormiguitas furiosas. Hay vómito en el suelo al que se le ha hecho una costra por los días expuesto al ambiente, prolongando la estadía de un olor rancio por todos los rincones. Hace varios días que ya no vengo a dormir a casa, la he convertido en un almacén del recuerdo y la melancolía; es por eso que me enferma permanecer aquí más de una hora. Así que solo vengo por las mañanas y al venir solo me da tiempo de tomar un baño y cambiar mi atuendo, de noche duermo en el cuarto de algún hotel barato abrazado a Nora —quien está casada— un par de piernas prestadas. Pasó un año desde la ruptura y justo en tiempo y forma ella me contactó, me pidió encontrarnos en el lugar y la hora en que nos citamos alguna vez para entregar las llaves del departamento que fuera nuestro. Sus labios ardían en el labial rojo con el que le encantaba marcar el vaso del que yo bebía, la sombra en los ojos siempre le dio profundidad a su indigente mirada, tierna o lasciva, siempre cambiante. Sus formas delicadas estaban envueltas en el traje de oficinista que le va tan bien; falda negra de la que rebozan sus delineadas caderas, camisa blanca en la que su busto se pronuncia con elegancia, también saco, su claro cabello castaño enredado con meticuloso cuidado. Era la misma de siempre, la que me incitaba a tomarla en el estacionamiento antes de dejarla en el trabajo, en la regadera, la de las medias rotas por detrás, en la cocina por las mañanas, la que los domingos dormía en mi pecho después del sexo, la que soñaba con el futuro y hablaba en plural, la que se preocupó en mis noches de desaparición. Ella estaba aquí hiriendo mi alma con su buen aspecto, ojos brillantes, piel rosada y buen aroma. La odié los primeros minutos, ya después no pude hacer más que flotar. Nos pusimos al día después de este largo silencio, sus asuntos y mis asuntos, una anécdota chusca y la deliberante pregunta de cómo vas con tu amor, el maldito amor que parece tan importante. Evadí el tema y le pregunte sobre el trabajo. —Me 23


ascendieron —me dijo. Yo sigo igual —respondí. Reímos, caminamos por el centro comercial, comimos helado y me cuestioné a mí mismo ¿qué estaba haciendo sonriendo de nuevo? Como siempre junto a ella de forma natural, no una simple mueca tiesa, no una formalidad seca. Reímos mucho y miré mucho sus ojos, me hundí una o dos veces en esos ojos, sus ojos que se agrandan cuando me miran, es en ellos donde habita la que me quiere. Nos despedimos con un fuerte, cálido y lacerante abrazo donde me perdí unos instantes. —Nos vemos el siguiente año —le dije, ella me dijo —mejor la próxima semana. Le acompañé a su vehículo, allí con prudencia me acerqué a la comisura de su labio, ella se adhirió a mi labio inferior y lo mordió con intensidad. Se perdió entre el tráfico de una gran avenida, yo movía la mano con el pecho endurecido mientras me hacía pequeño en su retrovisor. Todo siguió con normalidad durante la semana, trabajé sin esperanzas, me emborraché el miércoles y padecí la mañana del jueves, cociné algo simple el viernes, almorcé, dieron las seis, a las siete pasé a visitarla a su trabajo y fuimos a cenar a un bar, bailamos un poco. Yo como siempre con mis pasos mecánicos, ella se lució meneando sus caderas que me hacían recordar el bello ritmo de su monta, ella lo sabía y se condujo con prudencia hasta acercarse las doce, cuando sentados en el auto, en mi pecho reposaba y oía el agitado pero imperceptible, a simple vista, latido de mi corazón y comenzó con el jugueteo habitual de su personalidad distendida, una sonrisa, una mirada aprehensiva, besos que no se consumaban, carcajadas, abrazos envolventes de placer, hedores dulces y mordisqueos ferales. Todo eso que me hizo quererla la primera vez y la segunda, de nuevo resultó, la segunda con más gusto, con la añeja espera de ese placer ya conocido. La noche fue pacífica, el jugueteo nunca llegó a tanto pero su sonrisa arraigó a cada gesto y cada mirada la esperanza ciega de la vuelta al amor, la vuelta al refugio tibio de su regazo. Volver implicaría dejar atrás lo dicho, lo sostenido y lo firmado, el perdón que no nos pudimos otorgar y la desmemoria de los ardientes dolores que nunca dejaron de pulular. Implicaría dejar atrás las noches de libertad, como la primera vez que la conocí: moderar mis actitudes, exaltar virtudes que no poseo. Volver a la rutina del despertar con el sol en la cara y un aroma a crema corporal que aromatiza una piel recién hidratada por los vapores del baño matutino. Los desayunos de fin de semana en que sus padres preguntan cómo va el trabajo, la profesión, como va resultando eso de ser escritor. Implicaría reconocer a todas las amistades que en común perdimos, retomar proyectos y planes, implicaría volver a ser parte de algo más 24


grande y más complicado de lo que puedo controlar. Todo esto por un poco de amor, un poco de ese vicio que te trastorna y cambia al punto en que solo te reconoces en el otro; tu bondad se refleja en la dulzura con que te mira. Y eso no es lo peligroso, lo peligroso es volver al día a día de afectos mutuos a esa línea continua de noches y mañanas que lo vuelven todo pesadamente eterno y monótono. A lo mecánico e insensible de los besos por costumbre, caminar de la mano bajo las frías luces del centro comercial intentando diluir el aburrimiento en algún escaparate. ¡No retornable! pienso mientras me aferro a su talle. ¡No retornable! pienso mientras echo dentro el último sorbo de cerveza para darme valor. ¡No retornable! mientras subo al coche, arranco y ella se vuelve pequeña en el retrovisor. ¡No retornable! mientras me pierdo entre miles de matrículas en el tráfico de luces traseras.

Manuel de Jesús Díaz Salvador

México

25


26


D

esperté sola, semiacostada en una cama que no era mía. La habitación estaba oscura excepto por unas lucecitas rojas a mi lado. Quise ponerme en pie pero no podía moverme. No recordaba cómo llegué ahí.

En la pared de enfrente había una ventana. Seguramente me encontraba en un

hotel, en una recámara con vista al mar. ¿Y mi novio? Entró una mujer. No encendió la luz. Le pregunté si era mi amiga Katy. Solamente sonrió antes de dejar unas cosas, no sé cuáles, sobre las lucecitas. Tenía mucho sueño, más sueño que nunca. Seguramente estaba en una playa, en mis vacaciones ideales a modo de luna de miel. Me dormí otra vez. Había muerto Steve Jobs, de quien no soy fanática, y de pronto me di cuenta de que yo era su sucesora, heredera de su conocimiento. Los fundadores de grandes compañías como Coca-Cola habían escondido huevos de pascua en internet para que los simples mortales los rastreáramos y nos hiciéramos ricos. Tenía mi celular nuevo, tecnología 3G con teclado qwerty. Mi novio no estaba, dijo que iba a una entrevista con unos amigos, que luego llegaría a casa. Yo llevaba días intentando memorizar datos para una clase de mi universidad. Vi o escuché un camión de Coca-Cola en la calle. Debía tratarse de “The Real Santa”, el verdadero Santa Claus que iba a dejarle regalos a los bailarines. Mi primo de Estados Unidos no era fiestero, no que yo supiera, pero el auténtico espíritu de las fiestas electrónicas era estar conectado con la familia, así que me enviaría muchísimos obsequios de alguna forma mágica y misteriosa. En algún momento abrí la puerta y entró una señora a la que debía darle un recado. Antes de que se fuera le entregué una bolsa con basura. A la fecha sigo preguntándome si esa señora existió o no, si en verdad fue a mi casa y le di un recado, y si en serio la despedí con una bolsa llena de basura (eso explicaría el que no haya regresado). ¿O solo fue una de tantas visiones que tuve sin saber que eran parte de mi primer colapso psicótico? Ya no debía seguir memorizando datos para la clase pues mi universidad no tardaría en darme una licenciatura honoris causa. Y maestría, y doctorado, y el reconocimiento con que siempre soñé. Cuando por fin llegó, mi novio se encontró con un montón de barajas rotas en el piso, mi dotación restante de marihuana en el excusado (tomé tres fotografías del 27


suceso: la yerba en su bolsa, en el WC estático, y dando vueltas al momento que jalé de la cadena), y conmigo usando una diadema de luces fosforescentes. Me había asomado a la ventana para gritar algo sobre el Generation Next de Pepsi, la Penny del programa The Big Bang Theory en definitiva era una alusión sexual, y Sheldon Cooper tenía que ver con el proceso shell de Windows. Había una conspiración amorosa que involucraba a grandes creadores como George Lucas, y la consigna secreta de que se usara la historia de Star Wars pero en versión infantil para que los niños comprendieran las grandes lecciones sin asustarse. (Un año más tarde, por cierto, salió Angry Birds versión Star Wars.) Supongo que mi novio se comunicó con mis padres al día siguiente para decirles que al fin había perdido la cabeza, algo que la mayoría de mis conocidos me auguró al menos en una ocasión. Mientras él dormía yo escuchaba voces y más voces: le preguntaba mentalmente a Gaby, mi amiga del siglo pasado, cómo despertar del sueño, y ella me contestó que como si fuera un no cumpleaños. Iba a ir a una fiesta titánica con los Beatles, mis amigos iban a pasar por mí en helicóptero en cualquier instante, aunque yo no era Kassandra sino una Mónica y otra Mónica y una Eréndira y otra Eréndira. La mañana siguiente yo estaba convencida de que mi novio me llevaba con él porque nos íbamos a mudar de casa, pero debíamos salir con cuidado porque los nazis estaban por capturarnos. Mi novio también era mi hijo, algo tenía que ver con el misterio de la Santísima Trinidad y la Virgen María, algo que la noche anterior me hizo taparme y destaparme varias veces con una cobija. Íbamos en su carro, entró a su oficina a avisar que se tomaría el día, y cuando regresó se encontró con que un señor desconocido le entregaba el estéreo que yo dejé en el piso de la banqueta porque no tardaba en llegar un estéreo mejor a mis manos. No recuerdo exactamente qué tanto hice o dije o aluciné ni en qué orden, pero sí que di vueltas y vueltas alrededor de mi mesa del té como un robotito, hablando mucho más rápido que de costumbre (hoy día se me traba la lengua a cada palabra) y segura de que había encontrado el jardín secreto de mamá, el de Sandy Bell. Mientras la empleada doméstica lavaba los trastes, yo veía que su rostro se transformaba en el de mi alumna de aquel entonces, y veía que mi vientre se inflaba y se desinflaba en cuestión de segundos. ¿Y mi bebé?, empecé a preguntar en voz alta. ¿Quién me lo quitó? Al día siguiente llegaron mis papás. Habían viajado toda la noche. Yo llevaba al 28


menos cuarenta y ocho horas sin dormir. Luego de evaluar el nivel de mi extravío mental, me subieron a la parte de atrás del automóvil. Seguramente me llevaban a un festival internacional a que yo presentara mi libro, porque en las paradas de autobús vi afiches del libro de un amigo que ya no me habla (si se puede decir que te "habla" alguien porque a veces te daba un like en Facebook). Llegamos al hospital. Grité ante la vista de cualquier persona que tuviera un portafolios porque ahí estaba mi bebé, el bebé que los nazis me habían robado de ese vientre que crecía y que se desinflaba al instante. Mis papás ya no sabían cómo hacer para que yo me tranquilizara. Luego supe que era un neurólogo el médico que me entrevistó y a quien le dije que mi novio el antidrogas debía haberme dado LSD disuelto en un vaso de agua. El librero de su consultorio se llenaba y se vaciaba a la velocidad de un pestañeo, igual que mi vientre sin el bebé que nunca tuve pero que no aparecía. Desperté sola, en una cama con respaldo inclinado. Estuve al menos dos días acostada y sedada en una habitación de hospital que yo pensé que era una habitación de hotel en alguna playa. Y se podría decir que tuve vacaciones pagadas pues el chiste costó veinte mil pesos. Dos amigos de mi novio me visitaron y yo ni me enteré. Cuando el neurólogo me dio de alta, él fue el primer sorprendido al decir que mi examen antidoping demostraba que no había nada en mi sangre excepto metabolitos de cannabis. A la fecha mis padres insisten en que me metí otra cosa y que me niego a decir qué. De regreso a casa, a la casa de la que supuestamente me iba a mudar en esos días porque ahora tendría una con alberca y jardín… Una semana después, en un chequeo con el neurólogo, este preguntó si quería antidepresivos porque me veía apagada. Le dije que no quería nada de eso. Pude haberle aclarado que así soy desde que tengo uso de razón, pero estaba decepcionada porque mi bebé robado en realidad no existió. Creo que lo que más me deprimía era el hecho de que mi mejor amiga, mi planta sagrada que remediaba desde mi insomnio hasta el túnel carpiano y que me salvó de la anorexia, me hubiese traicionado de aquella forma. Negué que hubiera sido eso, tan así que a las tres semanas ya había conseguido una bolsa que me duró una quincena, y triunfal grité que no había sido ella, que no me había pasado nada. Dejaba 29


de consumir un tiempo, luego conseguía y me daba gusto por el tiempo que durara. Y así hasta que tuve una recaída psicótica en marzo, poco antes de la primavera. Yo estaba convencida de que el equinoccio primaveral era para que nos reuniéramos las brujas con poderes mentales, soñé con el símbolo de trisquel, y le dije a una amiga que interpreta los sueños que su abuela le había heredado ese don. Pasé una noche en la ducha tomándole fotografías a la luna en cuarto menguante, que según era la sonrisa burlona del gato de Alicia. Mi novio ya no le avisó a mis padres, se podría decir que ya conocía el procedimiento, así que me llevó a una clínica más cercana y mucho más económica, y pidió que me inyectaran un antipsicótico llamado Sinogan mientras yo recitaba nombres de medicamentos y le preguntaba al doctor si él tenía algo que ver con mi amigo tal, a la enfermera le preguntaba si ella era Mafalda, etcétera. Los médicos creyeron que era efecto de la melatonina, y me prohibieron volver a tomar la hormona del sueño. Increíblemente, permití que sucediera tres veces más. Tal era mi negación ante la maravillosa e inocua planta, la única droga que no es droga porque según no causa adicción. Cualquier “usuario responsable” que lea esto dudará de la veracidad de mis palabras. Mi última recaída psicótica fue antes de mi cumpleaños, llevaba meses sin consumir pero quise darme el gusto y así lo pagué, aunque la diferencia ahora fue que en algún momento me di cuenta de que estaba “en el viaje”, fui consciente de mi propia locura y pude controlar entre comillas la situación sin que pasara a mayores con terceras personas. Hace tres años y un mes prometí que nunca más me pasaría. Y tengo serias intenciones de cumplirlo.

KASSANDRA HAKLUYT

México

Twitter: https://twitter.com/kassbloodkisser Página web: https://todomepasa.com/tag/kassandra-hakluyt

30


31


V

olver a verlas después de tantos años me provocó la misma repulsión que cuando era niña. Nunca me habían gustado, nunca había entendido su devoción por ellas. No las toques, son muy valiosas, me decía mientras

me tomaba de una oreja y me sacaba de la buhardilla. Yo las odiaba, no eran como mis Barbies: vestían ropas antiguas con olor a humedad y había algo en sus rostros que me hacía pensar en la muerte. Pasaba mis días tratando de obtener la atención de mamá y organizando ataques contra sus muñecas que nunca concretaba. Una tarde en la que ella salió finalmente me animé, enterré cinco muñecas en el jardín, las dejé con la cabeza afuera para que ella las viera. A mamá no le gustó el cementerio, me pegó mucho, creo que esa vez fue la única. El día de mi cumpleaños número once, mamá salió de casa muy temprano, volvió al mediodía muy animada. Traía consigo una gran caja de cartón que le dio a mi niñera para que le cargara. Imaginé un gran regalo para mí y las seguí hasta la buhardilla. Mamá hablaba sin parar, decía que había comprado el lote en una subasta a muy buen precio, que eran alemanas, de principio de siglo. Grande fue mi decepción cuando destapó la caja y sacó la cabeza de un muñeco: era un bebé de color rosado y le faltaba un ojo. La odié, pero ella no se dio cuenta, siguió sacando cabezas que colocaba amorosamente sobre la mesa: cabezas de niñas, de princesas, de geishas; cabezas rubias, morenas, con sombreros; cabezas con los dos ojos, con uno solo, con las cuencas vacías. La niñera la miraba con extrañeza y yo, por primera vez, supe a qué se refería papá cuando hablaba con el abuelo y decía que algo andaba mal con mamá. Esa noche soñé que mamá me sacaba la cabeza y la ponía en una caja y yo desde allí la veía jugar con sus muñecas. Después de eso empecé a alejarme, era como si temiese un contagio. Me hice amiga de una niña que se había mudado a nuestro vecindario recientemente y pasaba las tardes jugando en su casa. Creo que en esos días mamá comenzó a empeorar, aunque yo no me daba cuenta del todo. A mis doce, papá consiguió mi tenencia y me fui a vivir con él a Europa. Por un largo tiempo no supe de mamá. Cada tanto me mandaba una postal, un regalo que no me gustaba, un libro que no leía. Siempre creí que algún día volvería a verla, no pensé que la muerte se la iba a llevar antes que yo tuviera el valor para reencontrarme con ella. Supe que la hallaron en la buhardilla tirada en el piso, abrazada a la muñeca que más quería. Hoy, mientras espero al experto que va a venir a tasar la colección, las miro y me pregunto cuál de ellas será, cuál tuvo el honor, a quién le dijo sus últimas palabras. Me acerco a las 32


vitrinas y las observo y parece que me miraran burlonas. DespuĂŠs de un rato las escucho y cuando se dan cuenta que las miro me hablan, me llaman huerfanita, pero ya no siento rabia.

MĂ“NICA C.ALTOMARI

Argentina

Twitter: https://twitter.com/MonicaAltomari

33


34


Apertura:

P

one en marcha el reloj y comienza a rascarse el bigote. Gesto odioso que yo tendré que soportar, seguramente, hasta el fin de la partida. Además, tiene cara de estúpido. Abre con peón 4 rey; (P4R), y detiene el reloj. Le respondo con una jugada en espejo, (P4R) y espero. Él levanta la vista, deja

por un momento su bigote en paz y señala el reloj. Odio jugar con reloj, no volveré a repetir esa palabra, tampoco las notaciones algebraicas, que me resultan tan tediosas como la medición del tiempo. Pero no puedo asegurar que no repetiré la palabra estúpido. Carlos Arredondo, así dijo llamarse cuando se anotó, juega con blancas por haber ganado un certamen; no dijo cuál, ni cuándo; lo que demuestra que es poco caballero. Saca el alfil de la reina y lo planta amenazando a la mía. Este movimiento llama la atención del público (estamos jugando en el patio del colegio el torneo anual de profesores versus ajedrecistas del barrio, a beneficio de la cooperadora. Otra estupidez: hubieran recaudado más vendiendo tortas). Ahora al calor sofocante del patio se le suma el calor humano. Mi malestar no se suma, es constante. Practico ajedrez para distraerme y, aunque parezca una paradoja, lo practico para no pensar. Yo juego. Saco el caballo del rey, mi táctica es sencilla, utilizo maniobras simples para obtener alguna ventaja transitoria. La estrategia es más complicada, por eso le devuelvo el tiempo a Arredondo. Él parece ser una de esas personas que pueden dedicar toda la vida a ensayar las posibilidades infinitas que pueden darse entre treinta y dos piezas, y sesenta y cuatro casillas. Tiene, lo leo en su cara, la estúpida convicción de confundir inteligencia con pericia en el ajedrez.

Medio Juego: El patio, el calor y los murmullos parecen suceder en otra dimensión. El minutero corre. Arredondo está concentrado, lo que acentúa notablemente su cara de estúpido. En la próxima jugada sacaré el alfil para preparar un enroque. O mejor, el caballo de la dama. El caballo, porque es la pieza más libre de este juego. Las demás piezas se mueven en línea recta, o en diagonal, el caballo, puede combinar ambos sentidos. Por supuesto que la dama también puede, pero siempre dentro de una línea. El caballo quiebra la línea: salta. Si yo fuera ese caballo y la manzana en la que está el 35


colegio mi base, podría saltar a la manzana de enfrente y después a una en diagonal, ¿a la derecha o a la izquierda? A la derecha está la estación Belgrano R, a la izquierda mi casa y frente a mí, Arredondo, que después de pensar seis minutos, retrocede su alfil. Yo puedo dudar seis minutos, seis horas o seis años, pero no puedo retroceder. El tiempo corre. Mi rival se impacienta mientras miro fijamente el caballo que pondré en juego para defenderme. Debí hacerlo hace dos jugadas, tal vez ya sea tarde. Muevo el caballo y le devuelvo el tiempo a Arredondo, para que lo apremie a él. El aire del patio va impregnándose de olor a torta recién horneada y a café, lo que logra que el público se disperse y yo pueda respirar. Arredondo resopla por la nariz, me mira, arquea las cejas. Creo que aprovechará la distracción del público y del árbitro, que camina por entre las mesas, para decirme algo. Yo tendría que decirle que quiero abandonar, pero eso no se avisa. Si abandonara tendría que ver la satisfacción en su cara de estúpido, y eso no se soporta. El calor de este patio tampoco. Suelto un suspiro desde lo más profundo de mi paciencia. Arredondo llama al árbitro para solicitarle un breve permiso —así dice— para ir al baño. Por fin sola, pienso, un segundo antes de que mi celular comience a sonar dentro de la cartera. Cuando intento leer el mensaje, el árbitro me dice: —Señora, el celular tiene que estar apagado. —No importa, no voy a contestar. —Igualmente es un elemento de distracción, apáguelo, por favor. Iba a responderle que elementos de distracción me sobran, pero no dije nada y lo apagué. Yo sabía que la llamada era de Pablo para preguntarme a qué hora volveré a casa. Creo que a ninguna, creo que no volveré, quiero abandonar, y eso no se avisa. En la estación Belgrano R habrá algún tren para comenzar a alejarme. Arredondo está de regreso. Se sienta, carraspea y pone en marcha el cronómetro (algún ajedrecista me corregiría diciendo que no es un cronómetro: es un reloj doble, cuya finalidad es medir el tiempo individual de cada jugador, mientras el jugador piensa). Es absurdo pensar contra reloj. Arredondo debe tener la idea de que es una ciencia. Qué estúpido. Moveré el caballo en la próxima jugada, aunque me cueste una torre. La torre es una pared circular, en el círculo hay un rey y una dama. Si la dama, que ya no soporta el encierro, se atreve a montar a caballo, podrá salir del círculo y de sus celdas, del tablero y de este patio caluroso.

36


Final: En las otras mesas los jugadores han terminando sus partidas. Arredondo, seguramente, prepara otra de sus jugadas aprendidas de la Wikipedia. Yo solo pienso en abandonar. Ya no juego, solo espero que concluya el tiempo.

ELIZABET JORGE

Argentina

Facebook page: https://www.facebook.com/elizabetajorge/

37


38


A

las cinco y media de la madrugada se encendió el televisor anunciando la hora de levantarse. El ruido y el resplandor la inquietaron ligeramente en la cama. Giró sobre sí misma, poniéndose boca abajo, y sacudió manos y

pies como si nadara de pecho entre las sábanas. Abrazó la almohada, la pasó hacia atrás de la cabeza, apretándose con ella la nuca y los oídos para amortiguar la voz engolada del locutor que desde la tele transmitía las noticias. Un minuto después, gruñó con desencanto y, con violencia, se sentó de vista al clóset. Sin pensarlo más, se levantó. La luz pálida del amanecer irrumpía impúdica por las rendijas de la persiana vertical que cubría la ventana, alumbrándole el camino al baño. Abrió las llaves de la ducha para entibiar el agua y, mientras esperaba, se posó en el váter a orinar y evacuar, con la convicción profunda de que hoy, sí, sería un día memorable. —¿Un día memorable? Ajá. Así sintió: Memorable. Estaba harta de que las mañanas, las tardes y las noches transcurriesen secuenciales, sin más diferencias que las que marcan el cambio lumínico al ir o regresar del trabajo, de lunes a viernes, o la programación televisiva durante el ocio de los fines de semana. Muchas veces ha intentado torcerle el curso a las horas, pero alguna fuerza telúrica, poderosa y desconocida, hace que el rumbo se reoriente y el río de su vida permanezca manso y tranquilo en el cauce mil veces trajinado. Por ejemplo, en lugar de tomar el autobús que la lleva a la estación Chacaíto, donde habitualmente se apea y agarra el metro hasta Capitolio para después caminar la cuadra escasa que la separa del bufete de abogados donde trabaja, se monta en otro autobús que la lleve a la estación Altamira. En el trayecto, la radio informa de una manifestación de empleados públicos que tranca la vía a lo largo de la avenida Francisco de Miranda. Entonces el autobús se desvía y, en lugar de seguir hacia el Este como corresponde, dobla hacia el Norte, deteniéndose invariablemente en la estación Chacaíto. El chofer grita de mal humor: ¡hasta aquí llego y me devuelvo!; el que quiera se baja, sino, ya sabe, no hay paso más allá. En otras ocasiones decide no almorzar el consabido Menú Ejecutivo que ofrecen a precio módico en el restaurancinto al que suele acudir diariamente en la planta baja del edificio donde está su oficina. Ordena una crema de cebollas y un centro de lomito con yuca —lo más costoso de la escueta carta—; pero, quizá por la inercia de la costumbre, Manolo, el mesonero que consuetudinariamente la atiende, le dispensa el consomé de pollo, la pasta al pesto con plátanos fritos, el flan casero que pauta la oferta del día. ¡Ay, señorita, mil disculpas! Como siempre pide el Menú, uno se 39


confunde. Cómaselo que está delicioso. Y mucho más barato que lo demás. ¡Y fresquecito! Que se lo digo yo que siempre estoy vigilando la cocina. Y, ¡qué remedio! En alguna oportunidad ha intentado tentar la suerte: esconderse en un cine hasta muy tarde, entrar en algún bar, pedir una copa, esperar a que alguien le invite un coctel, y negarse a ir al encuentro del hombre casado con el que mantiene una relación oculta desde hace varios años. Inventarle una excusa cualquiera y dejarlo con las ganas. Sin embargo, termina a las puertas del hotelito de sus citas, y sube las escaleras, y repite el ritual que con su amante siempre repite. —¿De verdad? ¿Ha sido así? ¿Lo ha intentado? Ajá. Pero hoy, al sentarse en el inodoro, tuvo la certeza contundente de que sería un día distinto, uno que no podría olvidar. Por eso se bañó con melindre y esmero, lavándose la cabeza con champú y acondicionador, tarea que tenía más que reservada para los domingos, cuando había tiempo de sobra. Al salir de la ducha, el sol salpicaba rabioso el vestier y la habitación, indiferente a las barreras que pudieran ofrecerle las persianas y las paredes que, desde la ventana, lo separaban de esos espacios. La voz del locutor del noticiero, entrevistando a un político que hacía maromas para justificar la reciente nacionalización de las empresas eléctricas, rebotaba contra los muros, el techo y el piso de cerámica, resonando con ecos de ultratumba. Se enjugó el torso, los brazos, las piernas y los pies con meticulosidad y, desnuda frente al espejo que recubría de extremo a extremo la pared del lavabo, se dispuso a moldearse el pelo con cepillo y secador. Esperó que el flujo del viento estuviera a la temperatura correcta, observándose sin piedad las texturas de la piel en las diferentes zonas del cuerpo. Unas veces pensaba que no estaba mal para ser una mujer próxima a cumplir cuarenta años, y otras se recriminaba por no haber prestado más atención a los cuidados que su cutis merecía. Quizá, si se hubiese humectado cada noche, si no se hubiese expuesto tanto a las inclemencias del trópico... —se decía con un rictus de amargura dibujado en la boca—; pero de inmediato sacudía la cabeza y con orgullo comentaba que, a pesar de todo, aún levantaba piropos y recogía miradas lúbricas en la calle, sin mencionar cómo su amante se ponía en cada encuentro, con solo verla soltarse el sostén. ¡Y con razón!, reafirmaba, aprobando la estampa que se reflejaba en el espejo. —Eso es verdad. Aún es bella. Comenzó el secado del cabello por el lado izquierdo. Enroscaba en el cepillo algunos mechones y le aplicaba el aire cálido con movimientos continuos de la muñeca. Una y otra vez, hasta que el pelo caía sin ondas y con volumen. Un trabajo 40


paciente y metódico, que hay que hacer sin saltarse ni un rizo: para lucir, hay que sufrir. Todavía se afanaba con aquella área de la cabeza, cuando el secador hizo amagos de morirse, y volvió a soplar más fuerte que antes, y dejó de trabajar de manera repentina. Tal cual, se acallaron las voces del locutor y el político en la televisión, dejando un vacío tenso en el ambiente. Se fue la luz, se dijo. ¡Maldito gobierno! No terminó de murmurar la frase cuando la electricidad regresó con fuerza. El televisor habló con estruendo. El secador sopló iracundo. Hubo chispas en el tomacorriente. Sintió calambres en la espalda. Un hormigueo en el cuello. Una torsión en el cerebro. Y la luz se fue de nuevo, dejándola inmersa en la terrible oscuridad del apagón. —¡¿Oscuridad?! Si era de día. Si el sol de la mañana inundaba la pieza. Tú lo dijiste: «indiferente a las barreras de la persiana y las paredes». ¿Cómo iba a estar a oscuras? También ella se extrañó. Si es de día, se dijo. Si hace un momento el sol entraba a chorros por la ventana. Pero la oscuridad estaba allí y la envolvía de arriba abajo, de izquierda a derecha, de la cabeza a los pies, desnuda-desnudita como estaba en el vestier, frente al lavabo, aún con el pelo húmedo y a punto de cumplir cuarenta años. Una oscuridad tan fuerte, tan densa, tan pesada que le impidió avanzar hacia el cuarto, hacia la ventana. Como si una mano invisible y extraordinariamente fuerte la retuviese clavada en el sitio, impidiéndole incluso pestañear, respirar, abrir la boca para gritar. Como cuando niña le sobrevenían ataques de asma. Siempre ocurrían de noche y se despertaba sobresaltada, con un pito atragantándosele en la garganta, taponeándole la tráquea, amoratándola hasta que papá llegaba a la carrera y le aproximaba el inhalador y le aplicaba los dos bombazos de esteroide que paulatinamente le devolvían la capacidad de respirar. De pronto, un caleidoscopio de colores surgió en la negrura de la habitación... —¡¿Colores?¡ ¡¿En la oscuridad?! Eso es un sin sentido. Los colores requieren luz, son luz. No hay manera de tener colores en la oscuridad. Cualquiera que haya cursado bachillerato sabe eso. Cualquiera. Y, por supuesto, ella lo sabía. Educación Artística había sido su materia favorita. ¿Cómo puede haber colores en la oscuridad?, se preguntó. Y, ¡tan vivos! Imposible. Pero allí estaban. Saltando, alternándose en la nocturnidad de la mañana como fuegos artificiales en Disney World. Ella sentía que eran hermosos, e intentaba definir qué figuras evocaban. Decidió que eran flores. Flores titilantes. Cayenas. 41


Ixoras. Gardenias. Petunias. Dientes de León. Y escuchó una voz. —El televisor, supongo. No. Seguían sin electricidad. Era una voz que se escuchaba, pero no salía de ninguna parte, como si le hablaran directamente en las inervaciones del tímpano. Creyó reconocer en el tono a su padre, con esa gangosidad de tabaco que tuvo en los últimos tiempos. Sin embargo, tardó en entender las palabras. ¡Dos deseos! Eso me dice. ¡Pídeme dos deseos! Y se rio. Una risa de ¡sí se me ocurren tonterías!: Papá ofreciéndome regalos, cuando nunca pudo comprarme ni una muñeca. ¡Qué locuras! No obstante, la voz insistía: ¿Qué pierdes? Pídeme dos deseos. Las flores luminosas se alternaban en la oscuridad girando como galaxias, en elipses recurrentes, y se dejó hipnotizar por el espectáculo, arrullada por la voz que le apremiaba: ¡Anda, di! ¡Solo dos! ¡Puedo complacerte! Y se sorprendió al oírse decir en susurros: Viajar. Sí. Siempre he querido viajar. Conocer mundo. Ciudades de postal. ¿Y el otro deseo?; le dijo la voz acompasando el baile de las luces multicolores. ¿El otro? No sé. Viajar y… ¿Puedo pedirlo después? ¡Seguro, cuando quieras!, escuchó que le respondían al iluminarse de nuevo la estancia y pudo verse en el espejo. Le fascinó el peinado, el maquillaje, la blusa azul marino, el bluyín, la correa de cuero curtido, el collar de perlas que lucía, pero, por sobre todo, la emocionaron los zapatos que calzaba: unos U.S. Keds. Idénticos a los que siempre quiso tener en su adolescencia y que la falta de recursos le impidió comprar. ¡Guao!, exclamó. —¡Qué disparates dice! ¿Ropa? ¿Peinado? ¿Maquillaje? Si estaba desnuda, recién bañada y secándose el pelo antes del apagón. A ella no le extrañó. Le pareció natural estar así como estaba y, sin darle más vueltas al asunto, agarró su cartera y se dispuso a salir. Afuera había una ciudad hermosa y añeja, cruzada por un río helado, sembrada por doquier con torres de piedra e iglesias coronadas con cúpulas de bronce reverdecidas de tiempo, donde las cigüeñas pernoctaban tras cumplir su misión de transportar por el mundo bebés por nacer. Le recordó a Praga. —¿A Praga? Si ella no conoce Praga. Quizá sí. De fotos, de películas, de sueños. No sé. Pero se la recordó. Caminó por veredas estrechas y húmedas. Llegó a un puente de piedras musgosas y, recostada al brocal, contempló la copa de los árboles, las techumbres de los viejos edificios y retazos grises de cielo reflejándose en el río. Cruzó al otro extremo de la ciudad y entró a una plaza atiborrada de artistas que cantaban melodías melancólicas, dibujaban paisajes de ensueño, representaban escenas de circo, simulaban estatuas famosas. 42


Compró mandarinas a una anciana que le picó el ojo al cobrar. Se fue comiendo a gajos su fruta hasta que las campanas de un tranvía la llamaron, invitándola a embarcar. ¿A dónde va?; preguntó a un colector de mirada fiera y rostro pétreo que se apostaba en la puerta. A Constanza, por supuesto; respondió el hombre extrañado de la pregunta. A dónde más podría ir. Solo a Constanza va esta ruta. ¿Constanza? Nunca escuché hablar de ese sitio; le comentó ella llevándose un nuevo gajo de mandarina a la boca. ¿Dónde queda? El colector la miró con ojos mudos, se encogió de hombros, y precisó: Más allá del Guayamurí. Bastante más allá. Al oírlo, a ella le pareció sentir como se perfilaba con trazos firmes y perfectos una pequeña población de algarabía plácida y remansos de fuego. Viva y quieta. Atolondrada y precisa. Pudo verse recorriendo esas calles tenues y rudas, esfumándose en la calina vaporosa de la madrugada. Embelesada por esas imágenes, se subió al vagón. Ah, si él estuviese conmigo, exhaló al sentarse contemplando el paisaje por la ventanilla. La campana del tranvía alborotaba colores de mamey y pitahayas al alejarse en el crepúsculo. —¿Se fue? Ajá. —Entonces, ¿no viene? Yo que usted, no la esperaría. El hombre bajó la mirada, curvó la boca con un gesto triste, y dio cuatro ligeros movimientos afirmativos de cabeza. Suspiró: —Pensó en mí al alejarse, quizá vuelva… De pronto, como si una iluminación lo sorprendiera, alzó los ojos y me miró inquisitivo: —Y, tú, ¿cómo sabes todo lo que me has contado? Ya no escuchó la respuesta. Apenas un breve silbido seco de metal filoso sesgando el aire, un breve silencio, la campana de un tranvía invitándolo a embarcar.

ARNOLDO ROSAS

Venezuela

Twitter:@arnoldorosas Facebook: https://www.facebook.com/arnoldo.rosas.10

43


44


S

obre el camino pedregoso de una taciturna noche se ha escrito un poema que a la noche alumbra con fidelidad. Para ello, me desbordo tan inútil como miel en un páramo, como un cielo mal despejado, como el mar silente, y es aquí donde inicio.

No era más que un pez que golpeteaba en la noche, que atribuía sus sentimientos a una flor desencantada. Su nombre era S. Amaba su mirada mucho más de lo que adoraba el atardecer de aquella noche blanca cuando renací en la playa; en el ocaso anterior se había secado la mar total y lloré, lloré con desconsuelo, era un niño huérfano en las tibias arenas del desierto, donde cada grano me llamaba diciéndome: ven, de cara hacia la duna, pero no quería ir, mi pequeñez me impedía darme cuenta de la tristeza consciente, del alma magullada, para colmo en el desierto hubo tormentas de polvo que derrotaron mi fragilidad. ¡Sí! Yo la amé, la amé más que cada litro del agua del mar, más que las coquetas peñas de las penínsulas, más que las adorables brisas o las ondulantes olas de la grata inmensidad que representa este océano de figuras en éxtasis, de aromas exquisitos y recuerdos plenos. Mis caminos pasajeros pretendían encontrar el rumbo de una semidiosa a la que tanto amé, la amé más que al atardecer, cuando nací de nuevo. La adoré como a esas pequeñas y a la vez magnánimas cosas que nos hacen felices con solo pensar en ellas; ha de imaginarse lo que se siente una vez que se tiene en carne y vértebras el objeto del querer, el cúmulo de sensaciones es inasible, indescriptible, como si el ser amado estuviera compuesto de líquido y resultase imposible sostenerlo con las manos, con los labios. Es imposible adorar tanto, y al mismo tiempo no se puede con tanta belleza, con tanta majestuosidad, pues uno explota. S apareció con el mar que ella hizo renacer, tal como si fuera una extensión milagrosa de su cuerpo, una divinidad entre sirenas, hasta mi esencia llegó y la contemplé, no tenía ser distinguible, pero la vi; yo era un fragmento de universo, pero aun así la miré, y con su amor volví a la vida, ya como adulto, como un poema desgarrador, como una llamarada nocturna salpicada de emoción y de sombra, pues para que la luz brille debe haber primero tinieblas; no obstante, estas quedaron mermadas pronto, cuando la radiante forma de S se aproximó y me envolvió con su fabulosa presencia, en ese momento sentí la luminosidad aplastarme —de modo placentero, claro—, cubrirme y abrirme los ojos de tal manera que pude escrutar los misteriosos meandros de lo impenetrable. Un estallido en mi bajo vientre lo fue todo, 45


una dicha que solo ella pudo lograr, una y otra vez; yo deseaba que ese instante se extendiera para siempre, pero, como muchas de las cosas más preciosas de la existencia, el encuentro fue momentáneo, aunque podría jurar que duró cien mil vidas, millones de años. De hecho, lo recreo a cada rato en mi mente, las mismas sensaciones surgen ante mí y ya no sufro por haberla perdido. Soy consciente de que esa dicha fue de una sola ocasión, tengo los pies en la tierra, aunque no me molestaría que la locura me invadiese, la insania amorosa, pues, pese al tiempo transcurrido, aún gozo el hecho con potencia. ¡Sí! La amé, amaba su mirada mucho más de lo que amé las flores de todos los jardines del mundo, el aroma del placer erótico o la sensualidad del arte en mis venas, la amé más que mi anarquía vigorosa, que mis doce talentos, la amé más que a mis ojos, que mi gusto, que mi olfato, mucho más que mis oídos, que mi tacto, que mi cerebro... y que mis sueños. Adoraba su mirada, en su mirada tenía el poder para salvar al mundo, para colmarlo de una portentosa demencia, de una sana desilusión; era un poder tan intenso, que ahora siento tan lejano, y que se pierde en mil caminos que no recorro, porque si lo hiciese me perdería yo también; no obstante, a veces se me ocurre emprender aquellos viajes, con timidez, por medio de mis meditaciones, y lo que encuentro durante mis travesías emocionales es algo que me satisface bastante, que intento recrear, y, aunque no lo consigo de modo perfecto, logro disfrutarlo en demasía, hasta el punto que termino sudado y con una risa escandalosa en la soledad de mi habitación, en mi casa, cerca del muelle, donde vivo solo hace años. S, sí que te adoré, a la distancia, con una risa insobornable, con un llanto inagotable que me dio agua para beber, energía para vivir, fuerzas para suplicar, alegría para sonreír. S, dime qué eres, que no lo sé y quisiera saberlo, ya que te amé y no pude amar algo que no conocí, por eso desearía saber de tu origen, quisiera embarcarme en tus misterios, pero ya es tarde, ¿no es verdad? Ya te has ido para nunca más volver. S, yo te amé, pero ya no te quiero más, al menos no como antes, perteneces a una época de mi vida en la cual soñaba, en que las expectativas superaban la realidad; claro, lo real no se puede aplicar a lo que representas, pero hay un mundo aquí, ahora, que debo enfrentar, y la juventud hace años me dejó de lado. Perdona lo que fue, por favor, solo quisiera saber si fuiste o si continúas siendo un pez que golpeteaba en la noche de mis más dulces placeres. 46


S, recuerdo cuando apareciste en una noche de luna nueva, cuando mi bote se hundió y naufragué en estas playas. Te acercaste a mí y me lamiste, primero mi magullada cara, luego mis agraciada silueta; fuiste tú quien me salvó, por eso me enamoré de ti al instante. S, nunca supe lo que eras, eso no evitó que hiciéramos el amor en la arena, que tu pasión me revitalizara. Todo en ti me fascinó: tus hermosas y alargadas piernas blanquecinas, tus nalgas firmes y redondeas, tu sexo caliente de mujer; tu cabeza, tu vientre, tu torso de pez. Tus escamas suaves, delicadas. Tu aliento a sal; tus aletas cálidas que cobijaron mi sueño. Al amanecer ya no estabas, pero tu dulce aroma estará conmigo siempre. Adiós, amor. Ahora te hallas en otro mundo, alejada de torbellinos humanos; te quiero y te recordaré. El corazón de un hombre, cual vasto océano, guarda secretos que nunca a nadie contamos.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/

47


48


El conocimiento hace sufrir, y aquel que hace crecer su conocimiento, hace crecer también su sufrimiento. Umberto Eco

C

on el sol ocultándose detrás de los imponentes picos andinos, vi por primera vez la barca atravesando el cauce del río Amazonas. El cielo se cubrió con un majestuoso e infinito manto de estrellas que

ensombrecían la selva, y en el río se podía ver el reflejo cimbreante de la luna sobre sus negras aguas. La barca navegaba lentamente en el río, difuminando el reflejo de luna. Advertí que en su cubierta habían hombres y mujeres en plena celebración (lo supuse por las alegres notas que nacían de los tambores rudimentarios). También se oyeron cantos alegóricos en un idioma desconocido para mí. Todo lo oía y observaba desde el muelle, junto a la gente de la aldea, gente que como yo, no entendía lo que estaba ocurriendo esa noche. La barca pasó frente a nosotros y luego desapareció detrás de los frondosos árboles de la selva. Las luces de la extraña embarcación fueron despareciendo una a una, dejando tan solo un solitario farol incandescente flotando en el río; esa era la luz de la curiosidad que se mantuvo encendida en todos nosotros durante esa larga noche. No era la primera vez que el anciano del pueblo veía aquella extraña barca. Recordó una época lejana, oculta en los laberintos de su memoria, un verano pasado en una aldea muy distinta a ésta, una aldea sin muelle ni la mayoría de chozas que hoy se pueden ver en nuestro caserío. Decir verano es ponerle un nombre cualquiera a un clima indistinto. Aquí en la selva el clima es tropical (casi todo el año), o época de lluvias (de enero a marzo), por lo que el anciano no pudo recordar la fecha exacta en la que vio por primera vez a la barca. Recordó, eso sí, una noche iluminada, un cielo oscuro con miles de resplandecientes estrellas, y un viento benigno meciendo delicadamente la hamaca en la que descansaba después de un día más de pesca. El anciano visualizó en las estrellas de la infinita cúpula celestial, la figura de su cuerpo bamboleándose al ritmo de aquel viento apacible. Bebía (recordó el amargo sabor del oscuro néctar en sus labios) una jícara llena de café de la montaña, mientras buscaba el sueño en los sonidos de la naturaleza. Envuelto por el silencio ficticio de la selva, vio en el río sagrado una línea de 49


luces agrupadas en improvisado desorden, flotando sobre sus mansas aguas y partiendo el reflejo de la luna en mil pedazos ondulantes. Sin saber qué era lo que estaba ocurriendo, logró percibir sonidos jubilosos de desconocidos instrumentos, así como voces que soltaban palabras desconocidas para él. La nave pasó delante de su precaria aldea hasta perderse de vista en la inmensidad de la selva, usando los sinuosos meandros que se ocultaban en las fauces de la noche. La imagen del relato del anciano que recreé en mi cabeza no parecía diferente de la que vi esa noche, salvo por la presencia del muelle y la de las chozas nuevas en la aldea. Lo más extraño ocurrió al día siguiente, me dijo el anciano, dándome la espalda para ponerse frente al tótem ceremonial de la aldea, como pidiéndole autorización para seguir con su historia. ¿Qué fue lo que ocurrió?, le pregunté. Entonces el anciano dio media vuelta y me invitó a tomar asiento sobre la piel del jaguar que se extendía en el suelo de su choza, luego encendió una antorcha y empezó a narrarme la historia de la barca ambulante. En aquella época, el pueblo era distinto al que conocemos en la actualidad. Estaba formado por no más de diez chozas repartidas a lo largo de la ribera del río (hoy en día suman casi doscientas chozas repartidas en un área mucho más grande). Tampoco estaba el muelle, por lo que teníamos que pescar desde la orilla. La falta de muelle hacía casi imposible el intercambio de nuestros productos con el de los otros caseríos apostados a lo largo de la ribera del río Amazonas, que se extiende por miles de kilómetros en el corazón de la selva hasta desembocar en un lejano océano al otro lado del mundo. Aquella tarde, cuando la barca apareció frente a nuestra aldea, su presencia nos confundió a todos por igual. Pero al llegar la noche, la barca despareció detrás de la espesa selva, dejando un sinsabor en todos nosotros. A la mañana siguiente, el sol dominaba en todo lo alto desde muy temprano, rodeado de un cielo celeste e infinito. Cuando desperté, noté que todos los pobladores estaban en la orilla del río, observando absortos la barca que estaba encallada en la húmeda arena, silenciosa e inmóvil como un jaguar al acecho. Observamos la extraña embarcación sin saber qué más hacer. Después de casi una hora, un grupo de cazadores —lanzas en mano— decidieron abordarla, avanzaron 50


por la orilla hasta llegar a la barca, y usando un tablón de madera, que les sirvió de improvisado puente, abordaron al fin la extraña nave. La cubierta de la barca estaba abarrotada de extraños objetos que los cazadores jamás habían visto antes. Uno de los cazadores cogió un objeto del piso que tenía el aspecto de una roca partida a la mitad cuya cara interna era una lámina lisa y reluciente. El cazador vio la parte lisa del extraño artefacto, y al ver su rostro reflejado en ésta, lo arrojó contra el piso de la cubierta, lo que produjo un estruendo que retumbó en toda la nave. Después de aquel instintivo incidente, la calma volvió entre los hombres. Otro cazador levantó el pesado objeto y lo puso en su lugar, donde había amontonadas muchas cosas desconocidas para todos. Los demás cazadores se acercaron a la ruma de objetos y los observaron con curiosidad, pero no se arriesgaron a tocarlos; la simple observación capturaba para siempre, en sus límpidas mentes, las formas, colores y detalles de esos extraños artefactos desperdigados en la cubierta de la barca. Veo que les gustaron mis tesoros, oyeron decir a alguien desde el timonel de la nave, y de inmediato los cazadores dirigieron sus miradas y sus lanzas hacia aquella voz, pero el brillo del sol en lo alto del cielo les impidió apreciar al dueño de aquella voz tan omnipresente. ¡No teman, aldeanos, que no vengo como invasor!, dijo el hombre que estaba en el timonel antes de bajar a cubierta. El hombre se acercó a los cazadores y los inmovilizó con su sola mirada. Uno a uno fueron saliendo los ocupantes del barco; eran varios hombres que tenían en común el vocablo y una mirada penetrante, muy distinta a la nuestra. El hombre del timonel se acercó al barandal del barco, desde donde observó a los aldeanos que estaban apostados en la orilla de la aldea. Luego levantó las manos, y tirando hacia atrás los hombros, produjo un estruendoso sonido con la boca, sonido que nació en el interior de su cuerpo y que concluyó con una arcada de amarillento color lanzada con furia a las verdes aguas del río Amazonas. ¡Somos los dueños de esta embarcación, y yo su capitán! Venimos desde muy lejos trayendo las cosas que conseguimos en nuestros innumerables viajes por el mundo, dijo aquel hombre, alzando la voz y usando (aunque de manera precaria, debo decirlo) el idioma de la aldea. Tenemos muchos objetos que les podrían interesar; espejos, daguerrotipos, baúles, botellas, hierro, vidrio, comida, hielo; en fin, muchas cosas nuevas e 51


interesantes que ofrecer. Solo tienen que acercarse, dijo, para luego entrar por una pequeña puerta al interior de la barca. Ese día, nadie se atrevió a subir a la barca, y llegada la noche, todos volvimos a nuestras chozas a descansar. Recuerdo que no pude dormir bien, un extraño sueño me mantuvo despierto toda la noche, además del fuerte calor y el bullicio de otra fiesta abordo de la enigmática barca. A la mañana siguiente, me levanté temprano para subir a la barca, pero no fui el único que pensó lo mismo, ya que casi todo el pueblo estaba en la cubierta observando los raros objetos de los que habló el hombre de la barca el día anterior. Avancé por la arena húmeda, dejando mi huella impresa por toda la orilla. Luego pisé las frías aguas del río, lo que me sirvió para limpiarme la arena acumulada entre mis dedos. Subí por el tablón a la cubierta, pero nadie se percató de mi ascenso, hasta que de repente, un grupo de ojos encendidos volteó hacia mí y me inmovilizaron sobre la tabla. Todo el pueblo seguía sumergido en la observación de los objetos de la barca, mientras que los miembros de la tripulación no quitaban su mirada de mí. Esa fue la primera vez que sentí miedo de verdad. Pero qué niño tan puro, ¿a quién pertenece esta criatura?, preguntó el capitán de la barca. Entonces vi los brazos de mi padre levantándose entre la multitud. Así que es su hijo, es justo lo que buscamos, dijo el capitán, sin quitar su mirada de encima. Mi padre no supo qué responder, pues no entendía nada de lo que aquel hombre decía. En eso, el hombre se dirigió nuevamente hacía el timonel, en donde el sol impedía que los que estábamos en cubierta pudiésemos verlo con claridad, dándole ese aspecto a deidad que seguro quería conseguir. ¡Quiero a ese niño!, a cambio les daré todo lo que deseen de este barco, expresó el capitán, sin entrar a charlatanerías inútiles. El desconcierto de los aldeanos se transformó en un leve murmullo, y luego en un silencio cómplice. Todos deseaban los extraños objetos de la barca, pero mis padres no querían entregarme a esos hombres. El jefe de la aldea propuso decidirlo en una asamblea con todos los aldeanos. El resultado fue el esperado por la mayoría, y al final de la tarde, mi destino se unió al de los hombres que viajaban a bordo de la barca. ¿Y qué le pasó en todos esos años a bordo de la barca?, le pregunté al anciano del pueblo. 52


El anciano habló después de pensar un rato en mi pregunta. Me contó todas sus travesías como tripulante de la extraña barca, sus viajes a desconocidas tierras, su constante aprendizaje, su pausado y disímil crecimiento. Comenzó a contarme su historia desde muy temprano, y concluyó con ésta entrada la noche. Me confesó que aquellos hombres viajaban por el mundo con el propósito de mejorarlo, de eliminar las fronteras que separaban a los hombres. Llegaban a un nuevo pueblo, adquirían sus costumbres, aprendían su idioma, usaban sus objetos y enseñaban toda su sapiencia adquirida en sus viajes a las nuevas generaciones a través del libre cambio, que fue lo que ocurrió él. Los jefes de la aldea fueron los que tomaron la decisión. Me entregaron a los tripulantes de la barca a cambio de una vida abierta a todas las posibilidades imaginadas. Fue una decisión muy difícil de tomar por parte de los ellos, pero al final fue lo mejor para la aldea, pues lo obtenido en el intercambio sirvió para el desarrollo de la aldea como cultura y como pueblo, dijo el anciano. Regresé después de treinta años viajando con aquellos hombres, aprendiendo todos los misterios de la tierra. Regresé, no para morir en mi hogar, sino para impartir lo mucho que había aprendido con ellos. Esa es la única misión de los elegidos por la tripulación de la barca ambulante, y pienso cumplirla de la mejor manera hasta el fin de mis días, dijo el anciano, antes de acabar con su emocionante relato. Un nuevo amanecer nacía en el oriente, sobre la vasta selva que se extendía en el horizonte hasta desaparecer de mi vista. Al concluir con su historia, el anciano me llevó al exterior de su choza y lo que tenía que pasar pasó. Todo el pueblo rodeaba la barca, que descansaba silenciosa en la orilla, atada con una gruesa soga al muelle. Toda la aldea estaba allí, pero nadie miraba con asombro a los tripulantes que llenaban la cubierta. Mi destino estaba escrito, y los aldeanos solo esperaban una sola cosa; el intercambio pactado desde el principio de la historia. El anciano me condujo hacia el tablón de la barca, atravesando a los aldeanos apostados cerca del muelle. Pude ver a los pobladores mirándome en silencio, preparados para la consolidación de mi destino. Vi a los niños con los que solía pasar el día, jugando con raros objetos sonoros. Vi a mis padres con la cabeza inclinada, como si me pidieran perdón por algo que se les escapaba de las manos. Esa mañana subí a la barca y los aldeanos recibieron a cambio una buena cantidad de desconocidos artefactos. Tenía miedo, pero era natural sentirlo. Una 53


gruesa mano cogió la mía, cobijándome con su calor corporal. Alcé la mirada para identificar al dueño de ese singular calor, pero el sol de la mañana me impidió visualizar al hombre que me invitaba, con ese simple gesto, a entrar en sus dominios.

GIANCARLO ANDALUZ QUEIROLO

Perú

Blogs: elcuentarium.blogspot.pe emisorreceptor.blogspot.pe

54


55


V

einte minutos para las dos. La noche se hace inmensa aquí adentro. Por un instante recuerdo a mi padre, siempre inculcándome el amor a la patria y el honor, siempre recordándome la historia oscura y corrupta de este

país, siempre lamentándose por cada presidente, alcalde y gobernador, siempre susurrándome al oído lo feliz que sería si pudiera darle a cada uno su merecido. Un ruido extraño me distrae por un instante, miro a través de la ventana, solo es un gato. Continúo con mi ritual, que más que eso, en realidad, es una terapia, una especie de reflexión y análisis interno para recordar por qué estamos aquí, por qué aún no nos hemos rendido y dado fin a lo que empiezo a creer, es el peor error de mi vida, una completa locura. Fui reclutado dos años atrás, rápidamente comulgué con la doctrina del partido y me convencí de que era la única manera de lograrlo. Mi experiencia con las armas, me permitió ascender en poco tiempo. Sin embargo, empecé a notar rajaduras dentro de la organización del partido, pronto me di cuenta que todo iba en decadencia. Ya estaba muy metido en esto cuando recibimos el peor golpe: más del cincuenta por ciento de camaradas desertaron. Ni las amenazas contras sus familias dieron resultado, mayor era el miedo al ejército y sus nuevas técnicas de disuasión, no había excusa, para ellos solo éramos basura social, y debíamos ser exterminados. Nos odiaban y ese odio era mutuo. Durante un año se encargaron de acabar con casi todos los que quedamos. También provocamos muchas bajas en ellos, pero no parecía ser suficiente, aumentaban en cada operación. Con el partido casi desarticulado, empezamos a tomar medidas extremas para asustar al gobierno y la sociedad entera, ya no quedaba más que luchar por nuestras propias vidas. Atrás quedó toda doctrina partidaria y pensamiento de un futuro país de igualdad social y económica, ahora solo éramos, en verdad, basura social, simples secuestradores, asaltantes y asesinos. Y aunque el discurso seguía siendo el mismo, en el fondo sabíamos que eran palabras huecas. Estaba pensando en mi posible deserción, cuando una tarde llegó a mi cuarto el mismísimo camarada Cástor, me habló del golpe final, de nuestra venganza, mi corazón empezó a latir rápido con cada palabra, la emoción me embargaba, era una idea descabellada, pero posible. ¿Por qué no?, pensé. Todo estaría bien planeado, incluso nuestra huida si las cosas iban mal. Durante dos meses nos preparamos para la operación, planificando cada mínimo 56


detalle. No pude dormir la noche anterior al golpe, a las diez desde un teléfono público marqué a casa. Escuché la voz débil y gastada de mi padre, no dije palabra alguna, solo atiné a colgar. En mi cuarto me puse a leer el libro que el camarada Cástor había traído la noche que me habló del plan. Nunca había sentido tan larga a la noche como ese día, así como hoy. Amaneció y el día transcurrió con normalidad, nadie había previsto nuestro acto. Me sentí superior al Sistema de Inteligencia, los maldije por no imaginar siquiera lo que estaba a punto de suceder. Sincronizamos relojes a las diecinueve horas, cogimos nuestras mochilas cargadas de municiones y abordamos el vehículo. Ocho personas, esperando a que otras ocho, quienes se habían infiltrado como mozos, fotógrafos e invitados nos abrieran paso para lograr nuestro cometido. A las veinte horas con quince minutos estábamos estacionados en la casa contigua, con nuestro cochecito disfrazado de empresa telefónica. Desde adentro se nos informó que eran demasiados invitados, habría que dejar libres a más de la mitad y solo quedarnos con los peces gordos una vez tuviéramos el control del lugar. A las veinte con treinta, una explosión marcó el inicio de la operación. Entramos por el agujero ocasionado por aquella explosión, no fue difícil tomar el lugar, a pesar de contar con más de cien oficiales encargados de la guardia. A las veinte con cuarenta y cinco los noticieros confirmaban la captura y toma de rehenes en la lujosa vivienda del ministro Diego Grados, quien celebraba su cumpleaños número cincuenta y a cuya fiesta habían sido invitados personajes políticos y sociales muy importantes. Se dejó salir a las mujeres, niños y ancianos, excepto a la primera ministra y la hija mayor del presidente. La primera parte del plan había resultado tal como lo pensamos, ahora el gobierno debía hacer su parte. Al día siguiente el camarada Cástor, en conferencia de prensa, nos daba a conocer al mundo entero mientras exponía nuestras demandas: El gobierno debía liberar a más de quinientos partidarios recluidos en las diferentes cárceles del país, y declarar una amnistía total para los dieciséis camaradas quienes, no teniendo otra manera de protestar y llamar la atención del gobierno, tuvieron la valentía de llevar a cabo este plan. El presidente tardó unos días en responder a través de un intermediario, quien se entrevistó con el camarada Cástor. Para mi preocupación no tuve acceso a la 57


conversación, puesto que mi labor era vigilar a los rehenes. Al principio la mirada y los gestos del camarada Cástor eran confiados y optimistas; sin embargo, esto cambió con el pasar de los días, al parecer no se llegaba a ningún acuerdo y eso empezaba a desesperar a todos. La desconfianza era nuestra principal enemiga. Un mes después y sin llegar a ningún acuerdo, Cástor amenazó ante las cámaras de televisión que si en tres días no se llegaba a ningún acuerdo, un rehén sería sacrificado a diario. Pienso que fue un paso en falso, pues quedó al descubierto nuestra desesperación. Dentro de mí sabía que asesinar a un rehén significaba nuestro fin. El caos se desató dos semanas después de lanzada la amenaza cuando uno de los camaradas que custodiaba un salón lleno de rehenes fue atacado por los mismos: usaron las cortinas para intentar asfixiarlo. Si yo no hubiera llegado a tiempo, hubieran acabado con él. Aquella noche el sonido de un disparo alarmó a todos, tanto dentro como fuera de la vivienda. Horroroso fue ver la escena del cuerpo del camarada Carlos tirado en el suelo encima de un charco de sangre, se había pegado un tiro en la cabeza. Al día siguiente, Cástor salió a decir a los medios que fueron los rehenes los que mataron a un camarada y que la sangre se iba a pagar con sangre, en ese momento sacaron a un rehén con la cabeza tapada con una especie de bolsa de tela, y, para terror de los presentes y seguro de todos aquellos que estaban siguiendo las noticias, le disparó en la cabeza. En ese momento supe que todo estaba perdido, solo quedaba tomar el camino de la retirada, teníamos un plan de escape y estaba a punto de recomendarlo cuando Cástor me llamó, me dijo que todo seguía y me nombró segundo al mando. Debía sentirme bien o quizá feliz, pero algo dentro de mí me decía que estaban dictando mi sentencia de muerte. Aquella noche el cardenal entró a entrevistarse con Cástor. Al final de la reunión, Cástor volvió a llamarme, lo noté feliz, no lo había visto sonreír en muchos días, no quiso darme detalles sobre lo conversado, pero me prometió que todo estaría bien, muy pronto seríamos libres, nosotros y todos nuestros camaradas. Al día siguiente nos despertó de sobresalto una inmensa bulla que venía desde afuera, lo primero que vino a mi mente fue lo peor, cogí mi rifle y apunté hacia todos lados, estuve atento durante varios minutos, mi corazón latía muy lento pero fuerte. Felizmente nadie apareció. Afuera habían colocado parlantes gigantes y encendieron la 58


música. Fue ese estruendo el que nos había despertado, por un momento sentí muchas ganas de reventar a tiros cada parlante. Han pasado veinte días desde que pusieron los parlantes, y hoy la noche me parece tan larga como la noche antes de llegar a este lugar, no han vuelto a enviar ningún intermediario y Cástor ha caído en estado de desesperación otra vez. He tratado de disuadirlo para poner en marcha el plan de retirada, pero la última vez me apuntó con su arma y, a gritos, me sacó de su despacho. “Como segundo al mando, ¿cómo puedes echarte para atrás justo ahora cuando tenemos al gobierno donde queremos?”. ¿Dónde queremos?, salí pensando. ¿Dónde queremos? ¿Detrás de nosotros con los pantalones abajo? Porque para mí es así como estamos. Desde hace una semana he empezado a recordar mi niñez como parte de una autoterapia psicológica para tratar de entender por qué estoy aquí, cómo fue que terminé aquí, con un arma en la mano cuidando seres humanos como yo, a quienes utilizo para obtener lo que yo quiero. Ya va amaneciendo y algo resulta extraño, camino por toda la sala tratando de ubicar lo que desencaja en todo esto. Me acerco a la ventana, afuera está todo normal. El mismo número de policías, la prensa dispersada por toda la manzana. Entonces escucho silbar a uno de los rehenes y reparo en lo extraño: hoy no han encendido la música. No sé si tomarlo como buen o mal presagio, al menos ya no sonará esa aburrida cumbia. Cástor me invita a desayunar con él. Con su taza de café bebiendo a sorbos cortos me dice que prepare la retirada, al principio no puedo creerlo, le pido que repita lo que acaba de decir. Con una sonrisa cuadrada vuelve a decirme que me encargue de preparar la retirada. Me levanto y si no le doy un abrazo es porque no quiero herir su orgullo. Al terminar el desayuno, empiezo a analizar la situación externa, intentando calcular el número de policías y sus movimientos, sé que también debe haber algunos francotiradores en las azoteas vecinas. Durante el almuerzo doy la noticia al resto de los camaradas, quienes celebran con mucho júbilo, los rehenes empiezan a murmurar algo entre ellos, algunos también sonríen, quizá sospechen que pronto serán libres. Luego del descanso del almuerzo, empieza el partido de fulbito, nunca he sido bueno en esto así que no me meto, además mi cabeza sigue organizando la retirada, debe ser en la madrugada, la oscuridad será nuestra aliada como cuando entramos. Desde el segundo piso veo cómo ruedan la pelota de aquí para allá, así quién pensaría 59


en toda la sangre que han derramado esas manos. De pronto se desata el caos total, apenas puedo verlo, todo sucede tan rápido que no hay manera de reaccionar. El piso donde juegan los camaradas explota matando a varios en el acto, el lugar se llena de polvo y me ciega, empiezo a escuchar gritos, ventanas rompiéndose, y por último disparos. Intento correr hacia la puerta cuando me encuentro frente a frente con un hombre vestido de verde que me apunta con su arma, hago el ademán de coger mi arma y escucho una ráfaga de disparos. —Cachaco de m…

IRVING ARTHUR CHÁVEZ PONCE

Perú

Facebook: Arthur Chávez Ponce

60


61


E

stos tipos son así —me dije— hacen lo que quieren..., nacieron con esa faceta extraña y ahí los tenés, como personajes oscuros que llevan generalmente una doble vida y que suelen ser callados porque no les

interesa el mundo ajeno. A mí me parecía que el libro era realmente de una calidad inusual y que no merecía estar perdido en esa librería del barrio como uno más. Me atrapó la prosa cuidada y algunos giros inesperados. Era evidente que el autor era culto y sabía de lo que hablaba. Me enojó que su libro pasara desapercibido entre tantas porquerías que las editoriales no dudan a veces en publicar. El librero se dio cuenta de mi concentración. —¿Es bueno, no? Asentí y me reconfortó encontrar un cómplice en la calidad literaria. Para mi sorpresa, y luego de entrar un poco en confianza, me dijo que el autor vivía a no muchas cuadras de allí, que le había costado mucho costearse la edición del libro y que pasaba cada tanto disimuladamente para ver si la pila de ejemplares descendía apenas un poco. Triste, me confesó que la gente ni lo miraba y que optaba por los libros de autoayuda y ese tipo de cosas. Seguí leyendo un rato más uno de los relatos y entendí que — definitivamente— estaba frente a un gran escritor. No dudé en tomar dos, para ganarme aún más la simpatía del dueño y logré sacarle la dirección de la casa con la excusa de conseguirle un reportaje en alguna radio. Obtuve el dato pero también un consejo de último momento: —De todos modos no sé si le conviene ir a verlo..., ya sabe cómo son... Cerré la puerta del negocio y sentí otra vez el frío y la llovizna. Mi existencia no tenía mayor rumbo, la verdad. Mis hijos ya habían hecho su propia vida y volver a mi casa era volver a lo de siempre. Opté, por una vez, por seguir mis instintos y llegar al barrio que estaba detrás de la alameda. La luz empezaba a escasear y metí aún más las manos en los bolsillos. Guardaba en una pequeña mochila los dos ejemplares del libro como una carta de presentación ante el autor, por si lo notaba demasiado hosco. Conté dos casas después del almacén y no dudé ni un instante que la fachada de esa tercera vivienda no podía ser sino la de un escritor. Se la notaba descuidada y algo precaria. Me preocupó la falta de movimiento en el barrio a esa hora y temí que 62


dudaran de mí, un completo extraño en el lugar. Me subí el cuello del abrigo para refugiarme más del frío y para camuflar mi presencia. Durante unos minutos no pude notar por la ventana más que una luz de escritorio prendida, la taza de café humeante y todo listo para lo que parecía ser la redacción de un nuevo relato. Me reconfortó saber que a pesar de todo el tipo seguía escribiendo. En ese momento apareció con un block de hojas y lo dejó a la luz de la lámpara con un lápiz viejo. Me quedé tieso implorando que no me viera, y repentinamente se fue. Sentí envidia ante la inspiración, la hoja en blanco y ese milagro de hacer aparecer personajes y una historia donde antes no había absolutamente nada. Pero pasaron largos minutos y el tipo no volvía. Empecé a impacientarme, dudé en irme del lugar y recordé el consejo del librero, pero advertí entonces que la hoja en realidad no estaba completamente en blanco sino que tenía escrito a mano — presumiblemente— el final de un relato. A riesgo de ser descubierto me acerque aún más, y al no escuchar ruidos dentro de la casa llegué incluso a apoyarme en el vidrio frío de la ventana para poder leer algo del texto. Sentí en ese momento algo como un desvanecimiento, pero hice un último esfuerzo y alcancé a descifrar —no sin horror— el párrafo final, donde se describe cómo desde hace un buen rato un tipo extraño merodea la casa y ahora, apoyado en el vidrio, me espía por la ventana.

LUIS FONTANA

Argentina

PáginaWEB: http://machofontanacuentos.blogspot.com.ar/

63


64


L

a escena que desde la pequeña plazoleta del puerto se ofrecía a quien mirara hacia la costa era calma y perturbadora. El muelle, como una pequeña avenida, internándose en el río marrón, luego el agua quieta que lo rodeaba

y sobre este un sol que sin muchas ganas comenzaba a subir desde el fondo del río, allí donde se marcaba el horizonte y que teñía de un tenue rojo todo el puerto. La pequeña silueta sentada al final del muelle era casi imposible de distinguir, la única manera de advertirla era buscándola intencionalmente y prefigurándola antes de visualizarla. Así fue que, apoyando las manos en el respaldo de uno de los bancos de plaza situados alrededor del enorme árbol, y agudizando la vista, el hijo de Tridente encontró lo que buscaba. Al distinguir la silueta que se dibujaba muy pequeña al final del muelle, sonrió a desgano, movió la cabeza de un lado a otro y se dirigió hacia allí, caminando hacia el río y obligando a magnificarse a un amanecer que quería pasar desapercibido y, una vez más, no lo lograba. El hijo de Tridente se despertaba temprano los domingos, día en el que la feria comenzaba antes, y salía de su apartamento antes de que despuntara el sol. Se había despertado ya sabiendo qué le esperaba; no sería una mañana fácil. Tenía que llegar al predio ferial a eso de las seis; ya había arreglado con Oscar que se encontrarían allí y dejarían todo preparado para la jornada del domingo. Luego cuando estuviera todo pronto, Oscar quedaría en el puesto y él saldría y comenzaría la búsqueda. Cuando el hijo de Tridente cerró el puesto el día anterior, y se demoró un poco más de lo habitual colocando las tres pilas de libros aún no clasificados sobre una larga tabla separada unos centímetros del suelo para que no quedasen apoyados sobre éste, no se imaginó jamás que la madrugada próxima estaría recorriendo la ciudad, entrando a bares, golpeando puertas de gente que no le interesaba en lo más mínimo, intentando encontrar al tipo que tantas veces había tratado de evitar, el mismo que lo había buscado a él años atrás, acaso en otras situaciones, en lugares diferentes, pero en la misma ciudad. Mientras ponía los libros sobre la tabla, en pilas de a diez, intentando transformar así tres pilas en nueve, escuchó los tres golpes claramente diferenciados que Oscar realizó con los nudillos contra las tablas de la puerta. Se incorporó, dejando cuatro pilas perfectamente acomodadas, giró sobre sí mismo y abrió la puerta. —¿No sabés dónde puedo encontrar esto que me encargó mi vieja? —le dijo Oscar haciendo como que sacaba un papel del bolsillo del vaquero y lo leía— Un libro... 65


—Ni idea, yo solo tengo en el puesto estas hojas agrupadas por tamaño, con letras en sus dos caras y apretadas por dos hojas más gruesas y del mismo tamaño, que se llaman... sabés que me olvidé como se llaman... —¿Y para qué te las compran? —Para rellenar unas cosas vacías que tienen en sus casas, que se llaman bibliotecas. —Entonces se deben llamar relleno de bibliotecas. —Bueno, la verdad es que relleno no es un mal nombre para mis amigos. Hay tanto idiota vacío que necesitaría de un relleno a domicilio... —A domicilio sería la única manera que podrías rellenarlos... ni sueñes que van a movilizarse en busca de algo para leer. —¿En qué andás? —Te buscaba...ayer vi a Tridente, después de tres o cuatro meses... y quería contarte algo que me pasó... y pedirte ayuda, ¿tenés ganas de escuchar? —¿Y si no tengo? —Te cuento igual. —Lo supuse. Vení, prepará café mientras yo termino de acomodar estos libros, y me contás. —Dale. El hijo de Tridente ya había terminado de acomodar las nueve pilas de libros y Oscar todavía estaba poniendo café en el filtro; prendió la cafetera, se sentó en el suelo, sacó un cigarrillo, lo puso entre los labios, lo encendió, dio una pitada larga y, mirando al otro a los ojos, le dijo: —¿Sabés que desde hace unos tres meses tengo algo para entregarle a Tridente? —¿Y por qué no se lo diste ayer cuando lo viste? —No es tan sencillo, no sé cómo se lo va a tomar... además no es algo muy común lo que le tengo que dar. —Bueno, tampoco le vas a dar el evangelio perdido... ¿cuántas runas tenés? —¿Cómo mierda supiste? Son dos. —Porque yo tengo las otras dos. —No sabía que eran cuatro. —Son cinco... Luna se quedó con una. —¿Cuándo te las dio a vos? —Hace tres días vino a dejarme esos libros que acabo de acomodar, no me va a 66


traer más libros... se fue. —¿Cómo que se fue? —Sí, se fue de la ciudad, al menos por un tiempo, no lo tiene muy claro, dice que tiene que estar bien lejos, vivir aparte... esa fue la frase que usó... vivir aparte. —Vivir aparte... y ¿adónde se fue? —Ni idea. —¿No le preguntaste? —Por supuesto que no. —¿Así que vino a traerte los libros... y las runas? —Los libros, por última vez; y las runas. —¿Cuál es la historia de esas runas? —¿No te la contó? —Cuando me encontré con Luna no estaba en condiciones de contar nada, se había ido de lo de tu padre y me pidió que la llevara a la clínica, cuando llegamos me quedé algo así como una hora mientras la recibían, me dio una tarjeta de la clínica en la que escribió su nombre y me dijo que se la llevara a su padre, que no iba a ser necesario que le explicara nada. Cuando me iba me dio las dos runas, me dijo que se las entregara a Tridente, y que tampoco sería necesario que le explicara nada. Me dio un abrazo y me dijo algo así como: las cosas que verdaderamente valen la pena hacen bien y lastiman por igual. —“Todo aquello que realmente vale la pena hace bien y lastima por igual” —Y eso, ¿tiene algo que ver con las runas? —No, es una frase de Tridente. —¿Y las runas? —Son un regalo de Tridente, se las dio una de esas noches que pasaban vagando por la ciudad, mitad muertos y mitad vivos, las trajo de uno de los viajes que hacía hace un tiempo, no sé de dónde. ¿Alguna vez estuviste en la pieza donde vive? —No. —Bueno, Tridente tiene una vasija de cerámica con las 24 runas del Futhark antiguo, están perforadas, y se las cuelga del pelo según su estado de ánimo. —Es verdad, siempre tiene algo colgando del pelo. No tenía ni idea que eran runas... Cuando Luna me dio estas busqué por ahí pensando que tal vez eran para algún tipo de ritual de magia o algo así. Solo que eso no coincidía mucho con todo lo que Tridente dice y hace. 67


—No, nada que ver, Tridente las usa como lo que son, letras. Se cuelga del pelo alguna frase y listo. Bueno, durante la primera época de la relación Tridente andaba por ahí con las cuatro runas del nombre de Luna colgadas, hasta que una noche cuando regresaron, o acaso mientras no regresaban nunca, se las regaló a Luna; y desde ese momento en la vasija hay cuatro runas menos... hasta que se las demos otra vez. En ese momento le va a faltar solo una, la que Luna se llevó cuando se fue, un día antes que vos la encontraras en la cancha de básquet. Yo tengo las equivalentes a la L y a la N: Laguz y Naudiz, así que supongo que vos tenés la U y la A: Uruz y Ansuz. —Suponés bien. Y la quinta, ¿cuál es? —Ni idea, Luna me la mostró desde la palma de su mano y me dijo: ésta me la llevo conmigo, va a ser la única conexión que tenga con este lugar, al menos por un tiempo. No me dijo que runa era y tampoco se lo pregunté. —Bueno, entonces te doy estas dos y vos se la das a tu viejo, y listo. —Vos sos medio idiota, ¿no? —¿Qué sentido tiene que se las demos en cuotas? —Estás cagado de miedo. —Y sí... tu viejo hace como tres meses que está internado, nunca fue muy delicado para tratar algunos temas, y yo tengo que decirle que tengo la mitad del regalo que le hizo a su novia y explicarle que ella misma me lo dio... la verdad que no me gusta mucho la idea. Con que el recupere sus runas, ¿qué importa quién se las dé? —Ay Oscar... ¿de verdad creés que si Luna solamente quisiera que Tridente recupere sus runas te las iba a dar a vos, o a mí? Se las hubiera tirado ella misma a la cara. O se las habría dejado en el Bar, o las habría colgado de un árbol de la plaza con un cartel que dijera: Para Tridente, gracias por los servicios prestados. —O nos las hubiera dado a nosotros... dos a cada uno. —No. Hacete cargo de lo que te toca. —Todo bien... yo encaro y le doy las runas a tu padre, me arriesgo a que me cague bien a trompadas y cuando, después de cuatro días de ponerme hielo, se me desinflame la jeta, vuelvo acá y vos me decís por qué mierda nos eligió a mí y a vos para devolverle un regalo de a poco. —No tengo ni idea viejo, pero evidentemente es un mensaje que Tridente va a entender. —¿Y por qué mierda no le manda una carta como a cualquier mina normal? —Porque Luna no es una mina normal, y Tridente... 68


—Sí, es de todo menos normal. —Bueno convengamos que vos tampoco sos el adolescente promedio de la sociedad actual. —Bueno, vos sos hijo de Tridente... con eso ya tenés suficiente distinción. —Bueno, ahora que dejamos en claro que cada uno va a hacer lo que le corresponde, contame donde lo viste; porque te informo que me acabo de enterar por vos que está de nuevo en las calles. Yo todavía lo hacía internado. —Saliendo del Bar, con el dueño, de mañana. Obviamente, estando el Bar cerrado. —Debe estar quedándose ahí... Oscar se levantó del suelo, sirvió café en dos vasos, apagó el cigarro y le alcanzó un vaso con café al hijo de Tridente; que se levantó para agarrarlo. Tomaron algo del café en silencio y acordaron que en la madrugada el hijo de Tridente lo encontraría, le daría las dos runas y luego Oscar haría lo propio en algún momento del día. El hijo de Tridente caminaba hacia el extremo del muelle tratando de visualizar la espalda de su padre escondida por la bruma que, como casi todas las mañanas, subía desde el río; al acercarse se hacía cada vez más dificultosa la visualización que parecía un poco más clara desde lo alto, desde la plazoleta. El río, excepto la parte que rodeaba inmediatamente al muelle y permanecía oculta por la niebla, se veía con claridad; y Oscar vio como desde la izquierda, a unos cincuenta metros, un bote a remos se movía lentamente en paralelo a la costa. Recién al llegar al extremo mismo del muelle descubrió que allí no había nadie, seguramente la particular luz del amanecer y la niebla le habían jugado una mala pasada. Se sentó en el borde del muelle con los pies colgando hacia el agua. Sintió claramente, además del ruido de los remos contra el agua del bote que se acercaba, el olor a humo de tabaco. El bote llevado por el pescador pasó muy cerca, a escasos metros, por lo que vio claramente como éste lo miraba por un instante sin parar de remar. Levantó la mirada del bote y del agua y miró el sol, que ya resplandecía a unos cuantos metros por encima del horizonte, iluminando la ciudad que a sus espaldas comenzaba lentamente a despertar. Respiró hondo y pensó en su padre, mientras en la mano derecha apretaba las dos runas que traía consigo.

69


Mientras remaba lenta pero ininterrumpidamente el pescador sentía la satisfacción de saber que una vez que cruzara frente al muelle le quedaría muy poca distancia para llegar hasta la última red que le quedaba por revisar, luego volvería a favor de la corriente sin mucho esfuerzo. Sin darse cuenta pasó más cerca del muelle de lo que pretendía. Por lo que por un instante miró con detenimiento el extremo de este, luego levantó la vista y observó cómo la ciudad iluminada por los primeros rayos del sol comenzaba lentamente a desperezarse, a espaldas del joven de zapatos deportivos rojos y del tipo de pelo largo y descalzo que fumaba sentado a su lado.

ZANDRO ZÁS

Uruguay

Blog: www.letrasquemuerden.wordpress.com Twitter: @LetrasqMuerden Facebook: www.facebook.com/zandro.zas

70


71


N

unca hubiera esperado en Raquel esa reacción a mi escupitajo en su ojo. Si bien había calculado algo, lo suficiente como para darme alguna ventaja en los primeros segundos y poder escabullirme mientras se

recuperaba de la sorpresa doble, por el escupitajo y por su propio grito activado como un resorte, no hubiera esperado nunca ese alarido bizarro de animal moribundo. En los veinte segundos que duró el grito, yo metía mi cuerpo delgaducho entre dos columnas y tomaba el corredor en penumbras. En los veinte segundos siguientes, mientras Raquel recuperaba el aliento y poco a poco la adrenalina iba tomando el control lo suficiente como para que su gesto fuera acercándose a algo decente, yo alcanzaba la puerta y luego la calle. Antes de que ella supiera lo que ocurría yo ya había arrancado el auto, que había dejado estacionado justo en la puerta. Llevaba poco más de veinticuatro horas sin celular y me sentía extraño, como si hubiera dejado de fumar. Estaba en esa etapa de optimismo artificial y fingido, donde ante los primeros signos fisiológicos de la abstinencia, nos convencemos de que en realidad no lo necesitamos. Pero había algo más que las primeras etapas de la abstinencia. Había algo que se sentía bien, como si al destrozar el celular me hubiera extirpado al mismo tiempo un microchip de la cabeza. Nadie podía llamarme. Ni ubicarme. Tenía los papeles del auto en la guantera y la libreta de conducir habilitada. No había razón para que alguien me estuviera buscando. Le acababa de escupir un ojo a mi cuñada, tan solo eso. Y lo había hecho porque se lo merecía, desde hacía mucho tiempo, tanto como lo había merecido su madre, que se salvaba porque la muerte se había resignado y ya se la había llevado hacía unos años. Por transitiva, la hija heredaba el escupitajo, que sumado al que ya por ella sola se merecía, tomó la consistencia de un pegote de difícil contención en la boca, y que con el ojo de epicentro le invadió media cara. Había estado mucho tiempo aguantándome, años, décadas. El tiempo había pasado por sobre la vieja, pero en ese momento, que me sentía liberado y que estaba fresca la noticia de que la muerte pronto también se dará por vencida conmigo, no estaba dispuesto a perder la oportunidad con la hija. Podía tacharlo de mi lista de pendientes cuando estuviera de regreso en casa. Y también podría tachar el punto anterior. Había necesitado una gran sangre fría para cumplir ese punto. Consistía en algo así como romperle las piernas a determinado personaje. Aquél que se quedó con mi puesto y que ahora me ordena. Sabía su rutina al dedillo, no en vano hacía casi cinco años que trabajábamos juntos. Me puse una mascarilla y lo esperé al atardecer en una 72


esquina determinada. Cuando el tipo dio vuelta a la esquina le salí al paso y le propiné varios golpes con un caño de hierro en las rodillas. Luego, corrí media cuadra, giré en la esquina justo al tiempo que gritaban los primeros vecinos, me saqué la mascarilla, ingresé al coche y me fui bastante tranquilo. Lo de Raquel vino un poco más tarde. La lista había comenzado a gestarse en la sala de espera de oncología. Era fruto de un estado especial de conciencia, una clase de limbo donde a veces parecemos habitar, flotar, transitar como colgados de una percha. Si el tiempo era tan absurdo como un mes, era una obviedad de perogrullo el tema de la lista de diez cosas pendientes que había que hacer. De modo que la había comenzado a pensar ya antes de estar del todo seguro, como una forma de defensa, una manera de estar preparado. Los primeros puntos eran irrisorios, pero a medida que avanzaba la lista los siguientes iban ganando complejidad. Romperle las piernas al ex-compañero era el cinco. Y el de escupirle un ojo a Raquel era el seis, lo que demostraba lo importante que era este hecho para mí, lo mucho que lo había fantaseado, la significación oculta que podía tener para la familia. ¿Quién usaba esa expresión en el pasado? ¿Mi padre la usaba para dar a entender que hace siglos los amos escupían en los ojos de los esclavos? ¿Lo había escuchado de él o era uno de esos inventos que propicia la mezcla de recuerdos? Ahora me dirijo a cumplir el punto siete. Y la lista tiene diez. Pero en cuanto al tiempo que me queda, recién he comenzado. Al salir de casa había visto un papelito en la bisagra del portón de la calle. Era bastante improbable que el viento lo hubiera puesto así y ahí. Alguien lo había doblado con cuidado y lo había puesto apretado en ese espacio entre la bisagra y la pared, de forma que si se abría el portón el papel caería al piso. No entendí la artimaña en el momento, y eso que algo sé. Salí y al papel lo arrastró la ventisca. Pero seguí pensando. Cumplí el punto cinco y me quedé reflexionando en lo insegura que se ha vuelto la ciudad. En cualquier esquina, un loquito cualquiera te puede romper las piernas con un fierro e irse como si nada. Eso era escandaloso. Entonces vino a mí un recuerdo de hace unos días del programa de televisión de la tarde, donde hablaban de los nuevos códigos delictivos. Otra vez me quedé pensando. Creo que aquél libro de Psicoanálisis que leí hace tantos años aún me hace mal e intento entender por qué pensando en el papelito me viene el recuerdo de ese programa de mierda. ¿Qué tiene que ver el papel en la bisagra con los nuevos códigos de los delincuentes? Entonces me di cuenta. Lo entendí a la perfección. Fue como si los astros se alinearan en un segundo y solo ante mi vista. Creo que eso fue lo que me brindó el resto de valor que me faltaba para 73


enfrentar a mi cuñada. De una forma u otra todo parecía prefigurado, preestablecido, ajeno por completo a mi leve chispa. El papelito propiciaba el punto siete de una forma que ponía los pelos de punta. Todo parecía predestinado. Escupirle el ojo perdió su relevancia histórica, su oscuro talante de reivindicación generacional, de cáncer retorcido y maloliente que luego de décadas ha comenzado a consumirse a sí mismo. Con el punto siete tan a la mano, la gracia del seis se volvió irrelevante. Solo debía cumplirlo para llegar al desafío siguiente, que por el orden ascendente de la lista, expresaba una complejidad exponencial, una exquisitez de cambio de grado, de elevación silenciosa y sublime. El cambio entre besar a esa chica que siempre dijo que no, ese quiste del pasado, que como si fuera un hechizo que después de cumplido se esfuma, a romperle las piernas a alguien, había sido exponencial. De la misma forma el cambio entre escupirle el ojo a Raquel y el punto siete, era tanto más complejo que no intentaba calcular las diferencias. Llegué a casa pero seguí de largo y estacioné el coche a una cuadra de distancia. El sol se acababa de ocultar y parecía el momento justo para lo que venía pensando. Todas las luces de la casa estaban apagadas, no sabía bien por qué. Como si esto también fuera parte del itinerario prefigurado. Todo era perfectamente funcional al plan que había elaborado sobre la marcha en las últimas dos horas, como si solo hubiera estado actuando de antena, percibiendo algo pensado por alguien más. Sonreí al ver en la bisagra del portón otro papel doblado. El primero se había volado. Este era otro. Alguien había vuelto a ponerlo. Me alegré por lo predecible que se vuelve lo impredecible cuando le hemos encontrado la vuelta. Es como si un día alguien aprendiera de golpe el lenguaje de los grillos y entendiera que todo el tiempo se cagan de la risa. Es el Mozart que no recuerda la época en la que era un Protomozart, pero no un Mozart aún. Aquél que no recuerda el proceso que lo ha llevado a ser lo que es. Saqué el papel, ingresé y esta vez volví a colocarlo, con tanta firmeza como lo había encontrado. Entré en la casa y me quedé unos segundos en silencio, esperando que mi visión se ajustara a la oscuridad. No podía encender ninguna luz. Como otro elemento del gran plan, había dejado el revólver de papá encima de la mesa de la cocina. Y ahora veía en la superficie metálica el tenue brillo de la luz de la calle que entraba por la ventana sin cortinas. No debía hacer nada. Solo esperar. Y así me encuentro en este preciso momento. Luego de un rato de esperar en la oscuridad ya veo como un gato. Hace segundos saqué del bolsillo del pantalón la lapicera y el papel de la lista. Taché con satisfacción el punto cinco y el punto seis. Y 74


ahora, mientras dudo si tachar el siete o no, escucho el forcejeo en la ventanita del baño justo como había pensado que ocurriría. La pared exterior da a un sector del jardín oscuro y tapado por la sombra de unos arbustos sin podar. La luz de la luna ha ingresado poco a poco por la ventana de la cocina, inundando la sala y el corredor. Si se hubieran tomado el tiempo para adaptarse a la penumbra me hubieran visto ahí tirado, con la pistola en la mano, esperando. Escucho el ruido claro del forcejeo. No será necesario que rompan el vidrio. Hace ruido el pequeño metal al ceder. Listo, la han abierto. Y sonriendo, con unos segundos de antelación, tacho el número siete de la lista.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

Facebook: https://www.facebook.com/profile.php?id=100004283896091 Linkedin: Álvaro Morales

75


76


E

star solo a los nueve años es algo realmente jodido. Que tus compañeros de clase se burlen constantemente de vos es un infierno en vida. Francisco Pedro Alarcón vive ese infierno y no sabe cómo manejarlo. El llanto, la bronca, la impotencia no conducen a otro sitio más que un terrible

desierto, a una soledad gigante. Por suerte a su lado está su madre, Clara, que también está perdida en el mismísimo infierno que Pancho, pero creo yo que el infierno de ella es uno paralelo. En esa otra piecita del infierno, vecina a la de Pancho, su madre lo ve quemarse sin saber qué hacer, sin poder extender su brazo de cariño y entonces sufre, sufre enormemente. Con ese estado de situación se encontró Don Ángel en el otoño del ochenta y dos. El tema de sus vecinos llegó a su conocimiento como todo otro tema de interés del barrio, en un breve plazo. Fue una tarde que Angelito servía un café en la mesa que da a la ventana, cuando vio pasar a Clara y a Pancho. Iban tomados de la mano, Pancho lloraba a lágrima tendida. Su madre lo acariciaba y no lloraba, pero notoriamente se deshacía por dentro. Esa tarde mi amigo les salió al cruce: —Señora, buenas tardes —le dijo.— Necesito hablar con usted. ¿Por qué no pasa con el nene y se toman una merienda? A Clara inicialmente la invitación le produjo rechazo pero luego, conociendo la fama de su vecino, decidió aceptar. Inmediatamente Ángel le indicó a Largo que les sirviera unos café con leche en la mesita más alejada del salón y los acompañó. Mi amigo se sentó con ambos y fue breve en su exposición: —Señora, conozco el problema de Panchito y creo que tengo una solución para darles —dijo.— Discúlpeme que sea entrometido pero es una situación que no puedo tolerar. Si Usted me permite quisiera exponerle una idea que puede revertir el asunto. Solo necesito que me traiga al nene todas las tardes con ropa deportiva. Clara, conociendo las buenas intenciones de Ángel aceptó la propuesta sin dudar un solo segundo. Ni siquiera quiso interiorizarse de cuál sería exactamente el camino para sacar a su hijo de ese infierno. Cualquier intento era una luz de esperanza entre tanta desesperación. Todo comenzó al día siguiente. Por la tarde Clara se hizo ver por el café de la mano de Panchito, en uniforme escolar y con una mochilita conteniendo un short y unas zapatillas. Don Ángel los recibió ofreciéndoles un café con leche, al que Clara se rehusó excusándose para dejar al maestro mano a mano con su nuevo pupilo. Panchito se tomó el café de un sorbo y se morfó en muy poco tiempo las tres medialunas que Largo les había servido. Una vez saciado, Angelito le consultó por la 77


escuela. El pequeño le explicó que la escuela era una porquería, que la detestaba. Desde su ingreso en la mañana temprano hasta la hora de salir Panchito era objeto de todo tipo de burlas. Gordo, bola de grasa, ñoño, pelota, balón, oso, eran algunos de sus sobrenombres aunque de vez en cuando mutaban por el de inútil, bobo o bueno para nada. De los doce compañeros varones que tenía Panchito particularmente seis se burlaban constantemente de él, cuando no le pegaban para entretenerse. Digamos que la otra mitad eran observadores pasivos de esa misma situación. También estaban las chicas, pero para ellas Pancho era un cero absoluto. Angelito le explicó al nene que el problema que tenía no era único, que no se sintiera mal, que él ya lo había visto en otros nenes y que tenía un método infalible para dar vuelta el problema. —Tenés que aprender a jugar al fútbol —le dijo.— Así de sencillo, ¿Vos no sabés jugar a la pelota no? —No señor. —respondió Pancho. El fútbol no me gusta, mis amigos juegan muchísimo mejor, no me pasan la pelota y no puedo quitarla cuando me ponen en defensa. Para colmo suelen burlarse de mí, por lo que no me interesa. —Bueno pibe, respondió Ángel. Si a vos te interesa salir de esta situación tenés que jugar a la pelota, ¿Te animás? ¿Probamos? Panchito no se animó a responder pero inclinó la cabeza como asintiendo. —Bueno, empezamos ahora mismo. —señaló y, tomándolo de la mano, se lo llevó al patiecito del fondo, con una pelota debajo de su otro brazo. Ahí nomás Ángel y Pancho comenzaron con unos pasecitos. Inmediatamente el maestro entendió que tendrían muchísimo trabajo por delante, Pancho era capaz de errar una pelota a escasa velocidad o de caerse intentando pegar más fuerte. La situación empeoraba cada vez más pero cuando el cuerpo del maestro sintió el cansancio o el aburrimiento ocurrió algo que encendió una luz de esperanza. Ángel le pateó un poco más alto un tirito que iba directamente a la cara de Panchito y este, con mano cambiada, logró despejar la pelota de sus ojos. ¡Eureka! grito Ángel, como habiendo descubierto un gran hallazgo científico. Inmediatamente se metió en el café y le grito al mozo: —Largo, deja todo, tenés trabajo. Así empezó el entrenamiento de Francisco Pedro Alarcón. Largo, arquero profesional y retirado había encontrado un discípulo y en el patio del café comenzó con las primeras nociones. Pero la cosa no terminó ahí. Largo, sensible como Ángel, se solidarizó con el asunto y su intervención no se restringió al mero entrenamiento. A la semana de comenzar le pidió a Clara que le permitiera ir a buscar a su discípulo a la 78


salida de la escuela. Los compañeros de Pancho al ver que se retiraba de la mano de un tipo de un metro noventa quedaron impresionados. En poco tiempo la situación de Panchito comenzó a revertirse. En el primer recreo que, siguiendo el consejo de su maestro, pidió ir al arco demostró evoluciones en su juego. Todavía estaba medio flojo de reacciones pero era capaz de volar para atajar alguna pelota alta y hasta de cortar un centro, algo poco usual en un chico tan pequeño. Estas primeras intervenciones de nuestro golero produjeron algunas reacciones en sus compañeros. A partir de ese día, al momento de salir al recreo, todos se disputaban a Pancho para tenerlo en su arco. La vida empezó a cambiar. Gracias a la conducta del maestro y del discípulo prontamente Pancho se convirtió en un buen arquero. Y no solo atajaba, también el puesto le curtió la personalidad. Si hay un puesto en el fútbol que requiere de una personalidad fuerte es el de arquero. El arquero paga carísimo sus errores y sale siempre en la foto del gol del rival. Rara vez se convierte en héroe en alguna definición por penales, pero por lo general, la vida del arquero dentro de la cancha no es de gozo sino de sufrimiento. A los seis meses del primer encuentro entre Ángel y Pancho, la vida de este último cambió por completo. Dejó de ser el gordo, el ñoño, el imbécil, para ser Pancho un gran arquero admirado y querido por todos sus compañeros. Hoy son pocos los que recuerdan esta situación. Pero hay uno que jamás se olvida y estará por siempre agradecido. Si una tardecita de jueves usted se deja ver en el café de Angelito, va a ver como un grandote de un metro noventa y de espalda ancha se toma un cafecito mano a mano con el bueno de Largo. Es que Pancho, hoy publicista adinerado y de renombre, se reserva todas las semanas dos horas para conversar con su maestro.

Guillermo Duberti Argentina

Sitio WEB: www.manchadacontinta.wordpress.com

79


80


H

abíamos salido de casa del abuelo hacía mucho rato y el cansancio comenzaba a apoderarse de los niños que caminaban nerviosos y expectantes, un tanto temerosos, mirando acá y allá con miedo a que se les apareciera algo extraño.

Estaban en un estado de excitación permanente. El descubrimiento de paisajes agrestes y la travesía a la laguna era para ellos una aventura de vacaciones fantástica, en la que su portentosa imaginación poblaba de espíritus algo malignos la serpenteante senda de arena y pinochas. Todos los veranos dejaban la gran ciudad hacia la lejana playa, la cual, además del impresionante océano, les ofrecía la posibilidad de innumerables paseos, caminatas y juegos, y la amistad de los chicos lugareños, veteranos conocedores de los secretos de cada uno de los rincones del lugar, y de los nombres de los cien perros que recorrían la playa continuamente. Su abuelo era el compañero incansable de las locas aventuras en Aguas Dulces... predadores de piabas, palometas, tatucitos, caracoles, y con un respetuoso temor que jamás confesarían, a los cangrejos y sus afiladas pinzas, a los sapos, arañas y culebras. Sin embargo, había un lugar al que no se les permitía ir solos: la laguna de Briozzo, a la que se llegaba luego de un par de horas de caminata por un sendero que zigzagueaba entre médanos, pinos y eucaliptos plantados sin ningún orden, y que de pronto parecía una jungla, esa jungla que ya habían visto en libros, películas y revistas, y que ya habían recorrido palmo a palmo con su imaginación. Las lluvias de verano dejaban grandes charcos de agua que a los pocos días, el furioso sol de enero transformaba en malolientes lodazales de los que, al cruzarlos, se levantaban nubes de mosquitos y tábanos que martirizaban a los pequeños expedicionarios. La laguna de Briozzo era bastante grande, y su característica principal y más peligrosa era su profundidad. A los pocos metros de la orilla, el fondo desciende abruptamente hasta dos o tres metros, por lo que solo se les permitía ir a los niños si iban acompañados por un mayor, y la elección del abuelo surgía de inmediato, naturalmente. El abuelo y los niños hablaban un idioma propio, alimentado por palabras de la jerga marítima, que no entendían pero les encantaba. El viejo proveía este lenguaje del recuerdo de los libros de Emilio Salgari que había devorado en su niñez, decenas de 81


años atrás. Así fue que las palabras babor, estribor, sotavento, pleamar, se iban incorporando naturalmente a sus conversaciones de verano, y las escuchaban y repetían con los ojos grandes y el tono algo ronco que hubiera usado alguno de los tantos capitanes que naufragaron en esas playas. Cuando ya estaban cerca de la laguna, el abuelo vio que a un lado de la senda, a unos veinte o treinta metros, un grupo de vacas se movía pesadamente, semiocultas por los árboles y las ramas bajas de los mismos. Los niños no se habían dado cuenta de los animales. El viejo los llamó con una voz baja y misteriosa, y les dijo: ¡Atenti! ¡Vacas a estribor bajo el follaje! ¡Hablen en voz baja y no hagan movimientos bruscos! ¡Estas vacas se criaron salvajes y no sabemos qué reacción pueden tener! Los niños quedaron paralizados, con una sonrisa congelada que quería demostrar que no tenían miedo, pero se miraban unos a otros indecisos sobre qué hacer… Demos un rodeo les dijo el abuelo caminemos lentamente sin movimientos bruscos y estoy casi seguro que no nos van a hacer nada. ¡¡Síganme!! En pocos pero larguísimos minutos, y con la respiración entrecortada, seguían en un silencio sepulcral al abuelo que avanzaba muy lentamente, sin atreverse siquiera a apurarlo para no emitir ningún sonido. Cuando dejaron atrás las vacas volvieron de a poco las risas nerviosas y los comentarios. El alma había vuelto a los cuerpos y ya no veían la hora de volver para contar a los padres la extraordinaria aventura y el valor con que la habían enfrentado. A la tardecita aceptaron salir de la laguna y regresar a Aguas Dulces. Una frase que dijo el viejo como al pasar, recordando cómo se ocultaban las vacas para no ser vistas, fue el argumento decisivo para que emprendieran un presuroso regreso, con conversaciones en voz baja y continuas miradas alrededor por si acaso… Cuando llegaban de nuevo a Aguas Dulces, el abuelo les dijo en tono solemne: Es mejor que no comenten el episodio de las vacas, porque seguramente vuestros padres tendrán miedo de volver a dejarlos ir a la laguna. Se miraron unos a otros, y, cual fanática secta, juramentaron sobre la sangre de sus raspones. ¡El que rompiera el juramento tendría la terrible maldición de ser perseguido en sueños por una manada de vacas en estampida, hasta que tuvieran, por lo menos, cinco años más! Finalmente llegaron a la casa de la familia, llenos de picaduras de bichos, 82


mugrientos y sudorosos, y no hablaron palabra hasta que devoraron una bolsa de bizcochos empujados por vasos y vasos de refrescos. Bueno niños ¿Nos contarán al fin cómo fue la expedición? Se miraron unos a otros, angustiados de que alguno rompiera el juramento y no pudieran volver a la laguna y a esa increíble sensación de libertad y compañerismo. Cuando la repuesta comenzaba a demorar demasiado, uno de ellos dijo: ¡¡Lo más lindo!! ¡¡Nos bañamos, nadamos y por suerte no vimos ninguna vaca, ni a babor ni a estribor!! ¡¡Ni siquiera nos vino su olor por barlovento!! Ya estaba. El juramento había sido cumplido.

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

Uruguay

83


84


S

í, todos los veranos somos más o menos los mismos. Fijos somos diez, pero a veces ocho o nueve y a veces hasta quince, porque siempre falta alguno o se suman otros nuevos que es la primera vez que vienen. Nos encontramos todas las noches a eso de las nueve arriba, enfrente de la proveeduría, al lado

del farol, ¿viste? Acá a esa hora todavía hay luz, recién oscurece por completo a las diez y media. Es porque acá en verano los días son muy largos y las noches muy cortas. En invierno es al revés y hace mucho frío y tenés que tener siempre mucha leña en tu casa, pero mi mamá dice que no le importa, que igual se quiere venir a vivir acá, que cualquier cosa por los veranos del sur. Te decía: nos encontramos a las nueve y todos sabemos que son las nueve porque acá viste que no hay relojes y el celu se te queda sin batería al otro día de llegar, pero a esa hora es cuando los del camping prenden el generador, entonces se prende el farol y la gente empieza a prender fuego y empieza a salir ese olor a madera de no sé qué árbol, que mi mamá dice que tiene que haber una manera de envasarlo porque es el mejor olor del mundo, junto con el de la rosa mosqueta cuando le da el sol. El farol y la proveeduría son los únicos lugares donde hay luz de noche, y solo hasta las doce, porque ahí apagan el generador y hay que usar linterna, pero como acá de noche el cielo es más claro que allá, porque las estrellas son muchísimas y muy brillantes y la luna parece un reflector de cómo ilumina, sobre todo si hay luna llena como va a haber hoy, y hace unas sombras tan oscuras como las del sol pero como más frías. Yo casi no uso linterna, conozco todos los lugares y sé por dónde andar. Así que bueno, a las nueve nos encontramos todos en el farol, que es la Piedra. Está Candelaria, que tiene doce pero es re alta, más alta que mi mamá, y la hermana, Catalina, que para mí es adoptada porque no se parecen. Obvio que está Joaquín, mi hermanito, y mi primo Tomás, que tiene trece y, como es hijo único y mis tíos están separados, siempre viene con nosotros. Estoy yo, está Mateo, mi mejor amigo de acá, que nos conocemos de chiquitos y dormimos los cuatro juntos en la misma carpa con Tomás y Joaquín. Después está Juliana, que tiene diez y tiene una hermanita insoportable que no juega, está Francisco, de once, como yo, que le encanta pescar como a mi papá, y después está el gordito de las camisetas de Boca que no me acuerdo el nombre porque no habla casi nada pero corre muy rápido, y el alto de anteojos que es más grande, tiene como catorce o quince, que tampoco me acuerdo cómo se llama porque es el fijo más nuevo, hace solo dos años que viene. Mi mamá me dijo que acá en el camping nos dicen la banda de la escondida. 85


Eso es porque jugamos a la escondida todas las noches. Nos encontramos a las nueve en el farol, la Piedra, y jugamos hasta las doce más o menos. O sea que nueve, diez, once, doce, tres horas. Jugamos tres horas todas las noches. Nuestros padres ya saben y hacen la comida tarde. La mayoría de las carpas de los de la banda están acá abajo, en la orilla del lago, en la playa, y nosotros jugamos en la parte de arriba del camping. Ellos, los grandes, dicen que escuchan nuestros gritos desde acá abajo. En realidad las que más gritan son las chicas, te revientan los tímpanos, pero es verdad que a veces también los pibes gritamos cuando nos pican. Los límites son: no se puede bajar acá abajo, así que sí o sí hay que esconderse arriba; el arroyo, que no se puede cruzar y obvio que adentro del agua no vale; la ruta, que tampoco se puede cruzar; y el alambrado del terreno de la casa del loco, que es donde terminan las parcelas del camping. O sea que vale toda la parte de arriba. Hay piedras grandes y árboles altísimos a los que te podés subir si querés, pero es complicado llegar a la Piedra si te llegan a picar. También hay troncos caídos enormes y arbustos tipo rosas mosquetas o muérdagos, y hasta hay arbolitos de guindas que te podés comer mientras estás escondido y de paso tirar los carocitos lejos para despistar al buscador, porque cuando el buscador termina de contar y los demás nos escondemos el silencio es casi total, solo se escucha un poquito el arroyo y más lejos todavía las olas del lago, si hay viento. Si hay mucho viento se escucha como un rugido muy por arriba de tu cabeza, que es el viento que baja del cerro y mueve las copas de los árboles, y se escuchan crujidos de ramas que vienen re bien para que el buscador se vaya para otro lado. Uno de mis escondites preferidos es la piedrota verde y negra que está al lado del pozón del arroyo, porque ahí está todo muy quieto y escuchás bien las pisadas de todos y además esa piedra está como resguardada por un tronco gigante, blanco y todo lisito, que además conserva el calor, y entonces se forma una guarida. Muchas veces viene Candelaria a esconderse conmigo. Candelaria tiene cuerpo de chica más grande y es más alta que yo. Mi mamá dice que gusta de mí y que por eso viene a la guarida, pero yo no sé. Candelaria dice que es porque ella descubrió la guarida primero pero es mentira, además se ríe mucho cada vez que Tomás y el alto de anteojos le hablan, así que por ahí gusta de los tres. Mi mamá dice que se ríe mucho porque ella ya se desarrolló y las chicas se ponen así, y cuando lo dice se ríe ella también y es como que se acuerda de algo. A Candelaria y a Catalina también les gusta esconderse atrás de una mata muy 86


grande de margaritas amarillas. Pero ahora Catalina está buscando un nuevo escondite preferido porque dice que el pibe de Boca siempre se quiere ir a esconder ahí con ella y que es re pesado, es raro porque cuando estamos todos juntos es muy callado. Catalina es linda, más linda que Candelaria, pero habla demasiado y se hace medio la canchera, a la tarde se pone a cantar y a hacer coreografías en la playa para que todos la vean. Igual a mí me gusta ir a bucear con Catalina porque tiene snorkel y siempre encuentra todas las truchas y los cangrejitos. Cuando hacemos eso, Candelaria se sienta en la parte que sobresale del tronco sumergido y nos mira. Y mientras ella nos mira, Francisco pesca y la mira a ella. Hay que ser piola para esconderse, hay que saber. Hay que elegir lugares desde los que puedas ver la Piedra y también puedas llegar a la Piedra sin tropezarte y caerte, porque acá hay senderitos que suben y bajan y te hacen tardar más, por eso hay que usar atajos. Pero muchas veces los atajos tienen piedras y palos y plantas que pinchan y hasta troncos con musgo que te pueden hacer resbalar. Yo soy rápido, corro rápido y casi saltando, entonces casi no se me escucha. Además veo en la oscuridad, los ojos se me acostumbran enseguida. Bueno, bah, todos vemos en la oscuridad, somos como gatos. Y ya te dije que acá la luna ilumina más que el farol. Lo que te decía de saber elegir el escondite: una vez, hace un par de años, mi hermanito Joaquín, que era nuevo en la escondida, se fue a meter en un lugar que parecía ideal, un círculo de piedras que está en el pasto de florcitas blancas, ahí en la playa verde del arroyo. Resultó ser el nido de una familia de teros y el tero papá lo sacó carpiendo a graznidos, le llegó a picotear una pierna y todo. Después, otra vuelta, Juliana se escondió entre unos árboles cerca de la casa del loco, en el bosque, y estaba tan oscuro y tan lejos de la Piedra que la estuvimos buscando de veras un rato largo después de que terminara el juego, incluso los papás y los dueños del camping. Acá hay que saber seguir las huellas, las sombras y los olores para no perderse. Con Mateo siempre nos escondemos uno en una punta y el otro en la otra, bien alejados. Es una estrategia nuestra. Salimos corriendo los dos para el mismo lado, como para que los otros piensen que nos vamos a esconder juntos, y después nos separamos. Mateo es un capo, sabe de todo y nunca le tiene miedo a nada. El único defecto que tiene es que es muy pancho: una vez hasta se quedó dormido mientras estaba escondido. Su lugar infalible es atrás de los fogones, siempre va cambiando de fogón. Es el que más veces gana porque además de rápido y saltarín, como yo, es el que mejor sabe despistar. Una vez hasta se le ocurrió dejar tirados por ahí su gorra y 87


su buzo. Después tardó un rato en encontrarlos pero bueno, dio resultado. El otro defecto que tiene Mateo es que vive lejos, es de Catamarca. Tomás, mi primo, es el peor jugador de todos. Es pésimo, siempre lo encuentran. Es que es medio lento de cabeza. Y yo creo que en el fondo a él lo que le gusta es contar y buscar, no esconderse. Por ahí le da miedo, por ahí le da vergüenza compartir un escondite con alguna de las chicas, no sé. Por ahí lo que le da timidez es ya tener pelos en las piernas y abajo de los brazos, mi mamá me dijo que ya se afeita. Juliana me dijo que gusta de él pero que cree que él gusta de Catalina. Qué se yo, cosas de chicas. Bueno, gracias por las papas fritas, pero por favor no le digas a mi mamá que me convidaste porque se va a quejar de que después me duela la panza. ¿Ustedes es la primera vez que vienen, no? ¿Llegaron hoy, no? ¿Tenés un hijo más o menos de nuestra edad, no? El de rulitos, sí, ya lo vi. Ah, se fue a duchar, bueno. Cuando venga, decile que si quiere, esta noche a las nueve en el farol. Decile que mi mamá dice que jugar a la escondida acá es lo mejor que te puede pasar en la vida.

MARÍA STAUDENMANN

Argentina

Enlace: www.facebook.com/maria.staudenmann

88


89


III

S

oñó que volaba sobre un dragón con forma de serpiente. Recorría el cielo y sentía cómo el viento golpeaba su rostro, extendía las manos y podía tocar las nubes que le parecían de algodón. Volaba alto sobre la tierra y vio montañas, tierras labradas y ríos caudalosos. Desde las alturas alcanzó a ver su antigua

aldea, donde había más gente que nunca, más animales de los que jamás en su vida había visto. Estaban reunidos en grandes rebaños, y había de todos los tipos: ovejas, cerdos, yaks, caballos de tiro, y muchos más de guerra. Los hombres marchaban hacia el mar, grandes masas de hombres marchaban hacia un destino de sangre, Chie lo sabía. En el mar había enormes animales de madera, con grandes barrigas donde entraban los hombres. Estos animales de madera tenían tentáculos en lugar de brazos y se deslizaban sobre la superficie del agua con delicadeza. Chie se veía a sí mismo volar sobre todo esto, como si fuera un líder poderoso, como si poseyera el mando de esa monstruosa masa de gente y animales que al final formaban una sola bestia. En esos sueños estaba cuando un dolor en la espalda lo despertó, fue tan intenso que le hizo soltar un grito de dolor. La siguiente patada fue aún más fuerte y sintió como la bota se hundía en sus costillas. Se encontraba echado en los establos junto al corral de los cerdos y el chillido que ellos emitían en ese momento parecían alaridos humanos para sus confundidos oídos. En vano intentó escapar de ahí, le habían arrojado encima un cubo de agua con desperdicios de comida y excremento de animales, sintió que se hundía en el lodo que se estaba formando. Y no estaba equivocado, un pie pisaba su espalda con fuerza y lo mantenía quieto en ese lugar, a la merced de sus captores. ―Te debería matar aquí mismo ―dijo una voz sobre él que no alcanzaba a identificar en su desesperación. ―No… por favor... Chie había tragado algo de lodo y sentía que se asfixiaba cuando una mano lo sujetó por los cabellos y lo levantó con fuerza. Pudo tomar una bocanada de aire limpio y se sintió vivo por un fragmento de segundo. Moyo lo había levantado y ahora lo miraba con el desprecio y sadismo de todas las veces que lo golpeaba hasta dejarlo con heridas sangrantes. ―Pides por favor ―Moyo le escupió en la cara―. Te hicimos el favor de dejarte 90


vivo y nos pagas así. Nos robas. ―No, no lo hice ―suplicó Chie. Una bofetada atravesó su rostro. ―Desprecio las mentiras tanto como a los de tu raza. Gracias al Gran Jinete que los masacramos a todos. Son un pueblo débil e inútil, no sirven para la guerra y no sirven para la paz, no tenía sentido que siguieran viviendo. Y ahora tu estas aquí y al igual que muchos de ellos vas a rogar por tu miserable vida. ―No lo hice ―lloró Chie. ―No te voy a matar, eso lo decide el Señor, pero mereces un castigo por robar mis carnes ―Moyo soltó una risita suave y sujetó la mano derecha de Chie, y con un movimiento lento, pero fuerte, le rompió dos dedos. Alaridos salieron de su boca, la desesperación lo inundó y sentía que perdería el conocimiento pero no lo hizo, el dolor era intenso y se expandía de la punta de los dedos hasta sus ojos, hasta el centro de su cabeza. Como no dejaba de gritar Moyo le asestó un golpe rápido y limpio en la boca del estómago que le quitó el aire y lo desmayó. ―Átale las manos y los pies ―le dijo a Kumo, el encargado de los establos―, vamos a llevarlo con el Señor. Kumo lo ató y lo colocó sobre su hombro. Los dos caminaron hacia el centro del campamento donde se hallaba la tienda más grande, que era la que pertenecía al líder. Desde afuera se veía imponente y estaba adornada con estandartes de calaveras y pieles de zorros en la parte delantera, y en los costados los estandartes trofeos y pieles de otros animales que habían sido capturados en las diferentes campañas de conquista y saqueo, como la que se había hecho al pueblo de Chie. En la entrada de la tienda había un guardia con la espada al ristre que no dejaba ingresar a nadie sin ser anunciado antes, y al ver a Moyo levantó la mano. ―Traigo a este ladrón para que el líder lo juzgue ―dijo Moyo señalando a Chie que estaba inconsciente en el hombro de Kumo―, dile que es el hijo de los ovejeros. El guardia desapareció dentro de la tienda por un momento y cuando apareció nuevamente estaba envuelto en humo y sudor, con la espada desenvainada les indicó que entraran. El interior era oscuro y sofocante, una entrada de aire en el extremo posterior brindaba la escasa iluminación, y un pequeño brasero en el medio extendía el calor. ―Te ha robado un niño ―dijo de pronto una voz―, estás haciéndote viejo, 91


Moyo. De una cama de pieles se levantó un hombre alto y grueso. Se acercó al fuego y cogió una pierna de cordero medio quemada y la devoró con tantas ansias que la grasa resbalaba por su barba. Se acercó a Kumo y jaló al niño al suelo. Chie despertó con el golpe y se dio cuenta que estaba amarrado, intentó forcejear pero era imposible soltarse de aquellos nudos. Se sentía como un gusano retorciéndose junto al fuego. El Señor de los Zorros tiró el hueso medio masticado al suelo. En la tenue oscuridad Chie a duras penas podía verlo, pero sus ojos se adaptaron rápido y entonces se dio cuenta de los tatuajes le que cubrían los brazos y el pecho, tenía diversas runas en los brazos, con distintos colores, y en el pecho dibujos de animales entre los que sobresalía el zorro, la marca de la tribu. Pero no todos eran tatuajes, también habían muchas cicatrices que eran testimonio de las batallas en las que había estado, en las que seguramente había matado muchos, como a la tribu de Chie. Estaba desnudo y solo tenía una piel de zorro sobre los hombros, caminaba alrededor del fuego buscando la purificación de sus entrañas, siguiendo el ritual antiguo de los hombres de las estepas. ―¿Dime qué ha pasado, niño? ―había sacado un puñal y lo sostenía por el extremo filudo, jugaba con lanzarlo. ―Ha robado mis carnes ―dijo Moyo y le dio una patada a Chie. —Eso es lo que me dices ―dijo el Señor de los Zorros―, pero quiero escucharlo de su boca. ―Señor… por favor… ―Ruega por tu vida escoria ―Moyo le dio un puntapié. ―No entiendo a los de tu raza ―el Señor de los Zorros le cortó la cuerda que lo tenía sujeto―. No te entiendo a ti, te he dado el privilegio de la vida, tienes el placer de mantenerte vivo cerca a nosotros, cerca a guerreros de verdad. ¿Y cómo es que pagas nuestra gratitud? Nos robas, robas a la mano que te da de comer, que te da un hogar. Chie se encontraba en el suelo, y a pesar de que estaba liberado de las cuerdas no se podía mover. Moyo lo tenía aplastado con la bota y le repetía que rogara por su vida. ―Cuando maté a tu padre no aprendiste nada ―el Señor de los Zorros cogió a Chie por el cuello y lo atrajo con suavidad, pudo sentir la peste de sus dientes 92


podridos―. Cuando violé a tu madre frente a tu padre no aprendiste. Él aún respiraba mientras la montaba, y lo vio todo. Así como tú lo viste todo. ¿Por qué no eres agradecido?, ¿por qué me robas? ―Sentí que me faltaban provisiones ―dijo Moyo―, así que un día esperé y vi a esta escoria robando un pedazo de carne salada de la despensa. Lo escondió en su ropa y se fue en dirección de la colina del norte. Esa fue la primera vez, durante la misma semana lo vi hacer lo mismo, incluso con la leche de yak fermentada. ―Robaste mi licor… ―el Señor de los Zorros movió el puñal con rapidez y cortó la oreja derecha de Chie―. Nunca robes mi licor. Soltó un grito de dolor. Ya no sabía cuántas veces había gritado desde que había sido capturado, desde que lo obligaron a ver cómo morían sus padres y cómo sus cuerpos eran vejados y exhibidos como simples trofeos de saqueos, donde ni una sola alma había quedado con vida, más que él. Había llorado todas las noches, había padecido cientos de golpes, insultos, la marca del látigo sobre su espalda, huesos rotos, mutilaciones, la violación, el dolor infinito de la pérdida de esperanza y el deseo no otorgado de una muerte rápida y sin más dolor. ―Ruega por tu vida ―repetía Moyo. ―Cuánta carne desperdiciada en un ser tan inferior, en un perro habría sido más útil ―el Señor de los Zorros miró por un momento a Chie, estaba delgado y temblaba, sostenía sus dedos rotos y su oreja sangrante, tenía un ojo hinchado por los golpes y las ropas manchadas de lodo y sangre―. No tolero el robo dentro de mi clan y menos cuando es hecho por extraños. Ruega por tu vida, me gusta oírlo, pero igual te mataré, dolorosamente. ―No, por favor ―suplico Chie, sentía que el dolor nunca se iba a detener, que sufriría toda su vida―. No lo haré más, no lo volveré a hacer. ―Eres una vergüenza, ovejero, pensé que por ser el hijo del jefe de tu aldea serías más cuidadoso con tu vida y más agradecido con nosotros por dejar que la conserves ―dijo Moyo. ―¿Sabes qué le dije a tu padre mientras agonizaba? Que la sangre de tu madre era dulce ―el Señor de los Zorros lamió su puñal―, al igual que la tuya… Llévalo afuera y cuélgalo, luego corta su cabeza y ponla en una lanza en la puerta de mi tienda. ―Nooo, nooo… no era para mí, no robé para mí ―grito Chie desesperado―, no era para mí, era para el anciano… para el anciano... ―¿Cuál anciano? ―preguntó el Señor de los Zorros. 93


IV Dos jinetes avanzaban por la estepa en dirección de la colina del norte, Moyo llevaba a Chie, esta vez sin ataduras. El sol aún no se ocultaba en la fría tarde invernal y el viento soplaba fuerte y al caer en la piel era como si cientos de espinas se clavaran profundamente. Ya habían pasado el pozo donde acostumbraban recoger el agua y dentro de poco llegarían a la colina sin nombre. ―No puedo creer que el líder se haya creído ese cuento –dijo Moyo. Cuando Chie gritaba, desesperado, que no estaba robando para sí mismo, despertó la curiosidad del Señor de los Zorros. Lo más probable es que sea un espía de alguna tribu, había dicho, y éste bastardo lo está ayudando. Moyo y Kumo pagaron el precio de esa curiosidad, les había ordenado llevar al niño para que les muestre la cueva donde se ocultaba ese anciano. ―Más te vale que esto no sea una mentira para salvar tu pellejo ―le dijo Kumo―. Igual te matarán. ―Si no hay algo que valga la pena, te mataré ahí mismo. Chie parecía no escuchar las palabras de sus captores, intentaba pensar en qué haría el anciano, si lo ayudaría, si sería capaz de salvarlo, o si al menos estaría en la cueva. Pero a cada momento el dolor lo volvía a la realidad, el movimiento del caballo, combinado con la dureza del camino hacían que se acrecentaran sus padecimientos, especialmente el dolor de sus dedos rotos. En poco tiempo llegaron a la base de la colina, que estaba cercada por un matorral bajo y marchito, un poco de pasto cubría ciertas zonas y el resto estaba completamente desnudo. ―¿Por dónde? ―Moyo sobó la oreja sangrante de su prisionero. Chie soltó un quejido y unas lágrimas se sumaron a las incontables que ya había regado en ese día. Señaló hacia un lado, justo donde se encontraba el sol que ya empezaba su descenso, la cueva se encontraba oculta en ese extremo. La entrada de la cueva permitía el pase de un caballo y su jinete sin dificultad, pero los hombres dejaron a sus animales atados a un tronco seco que estaba cerca. El interior de la cueva era espacioso, y probablemente fue el refugio de osos, zorros o lobos en algún momento. Pero nada de eso había ahora, por el contrario, cuando los hombres entraron solo encontraron a un hombre muy viejo envuelto en harapos y que 94


atizaba una pequeña hoguera para combatir el frío. ―¿Este es tu anciano? ―Moyo empujó a Chie de una patada. El niño asintió, moviendo la cabeza levemente, y luego miró al hombre, que al fondo de la cueva se mantenía impávido. ―Es puro hueso y pellejo -dijo Kumo―, y creo que se está muriendo. En efecto, el anciano se veía muy débil, y la piel la tenía muy pegada a los huesos. A pesar de que Chie había estado robando comida para él, en todo este tiempo el semblante del hombre no había cambiado mucho. Ahora se mantenía quieto, como si no prestara atención a lo que estaba pasando a su alrededor, ignorándolo todo. ―¿Es alguien de tu tribu? ―preguntó Moyo―, ¿o es un espía de otro lado? Chie guardó silencio esperando que el anciano dijera algo o que al menos se moviera, que mostrara sus ojos rojos de fuego tal como se lo había mostrado a él. ¿De verdad era un dragón, o todo había sido un truco de magia, algún poder de chamán o de un Errante? Chie no lo sabía, en ese momento de su vida no sabía nada. ―¿Sabes hablar, anciano? El viejo levantó la mirada y se enfocó en los hombres, a pesar de la blancura que cubría sus ojos, parecía que los miraba, que los observaba hasta el interior. ―Responde ―Kumo se acercó y pateó un poco de tierra sobre la fogata para apagarla, pero sin lograrlo. ―Claro que sé hablar ―dijo el anciano recostándose en la roca, muy tranquilo y sin levantar la voz más de lo necesario―, sé muchas cosas, pequeños zorros. ―Estabas robando para un espía ―Moyo empujó a Chie al suelo―. Ahora van a morir los dos. Cuando terminó de decir eso el anciano soltó una carcajada larga y suave, que tenía una melodía contagiosa. Lentamente se incorporó, apoyándose en la pared donde caían los rayos del sol, rojos, que iluminaba todo el interior de la cueva, dándole un tono irreal, todo se veía como un sueño manchado de sangre. ―Han venido muy pronto, el niño aún no está listo ―dijo el anciano. ―Mátalo y corta su cabeza -le ordenó Moyo a Kumo. El hombre miró al anciano con un gesto burlón y empuñó su espada. De pronto, con un movimiento rápido que nadie dentro de la cueva hubiese anticipado, el anciano sostuvo la muñeca de Kumo y le impidió sacar la espada. ―Cuánta violencia en este hombre. Un crujido seco se escuchó y luego un grito de dolor, Kumo vio cómo su mano 95


fue arrancada de cuajo y cómo la sangre salpicaba por la pared. Retrocedió con torpeza e intentó desenfundar el puñal que tenía en el cinto pero no llegó a hacerlo. Ante la sorprendida mirada de Moyo y Chie, el anciano agarró por el cuello a Kumo y lo levantó del suelo. Apretaba con tanta fuerza que la asfixia ya ponía morado el rostro del pequeño zorro que se retorcía e intentaba lanzar patadas y golpes sin ningún efecto. ―Esto no me da placer, pero es necesario ―dijo el anciano, y mirando fijamente a Moyo introdujo su mano en el pecho de Kumo, extrajo el corazón que aún latía, chorreaba sangre y desprendía un humo blanco. Lo lanzó hacia la hoguera donde aún habían unas cuantas brazas y el cuerpo cayó pesadamente al suelo―. Si hubiesen esperado un poco más, todo sería más limpio. El rostro de Moyo estaba completamente pálido, el miedo se había apoderado de él y balbuceaba algunas palabras. Pero cuando vio que el anciano dio un paso hacia adelante cogió de los cabellos a Chie, que también había quedado inmóvil, y puso el puñal en su cuello. ―¡Alto! No sé qué clase de demonio eres ―dijo―, pero no te acercarás. Si te acercas degollaré al niño. ―¿Todos los de tu tribu son igual de insolentes? ―el anciano recogió una pequeña rama seca del suelo. ―Me voy, y cuando vuelva con mi gente no hablarás así. Me llevo al niño, no te muevas. ―No puedo dejar que hagas eso, ese niño es importante para mí. Y ya esperé mucho como para dejarlo ir. ―Si te acercas lo mato ―Moyo presionaba el puñal en el cuello de Chie que lloraba e intentaba forcejear―. Me voy. ―No lo harás. No te puedes ir con esa pierna rota. Moyo no entendió, entonces el anciano le mostró la rama seca que tenía en la mano, y luego la partió en dos. La pierna del zorro se quebró con un sonido seco y un grito llenó la cueva. Cayó al piso y vio como el hueso salía por la piel y la sangre empezaba a brotar. El puñal había quedado a un lado y Chie pudo escapar y ponerse al lado del anciano. Este lo miró y puso su mano en la cabeza del pequeño, como para tranquilizarlo y luego sonriendo le entregó un colmillo, el mismo que le había dado la primera vez que se habían conocido. 96


―Lo que es mío, ahora te pertenece. Y todo lo que tienes ahora es mío. Anda. Chie entendió. Sostuvo el colmillo como si fuera un arma, lo apretó con fuerza y se acercó al cuerpo de Moyo que intentaba arrastrarse para salir de esa cueva. Miró los ojos del niño que ya no lloraba, si no que, por el contrario, parecían llenos de ira. ―Te perdonamos la vida ―dijo Moyo, casi rogando-, te dejamos vivir con nosotros, ibas a ser un zorro. ―No, yo soy un ovejero. Como mis padres ―y dicho esto se lanzó sobre el hombre. El colmillo ingresó en el pecho de Moyo con asombrosa facilidad, y un nuevo grito salió de su garganta. Chie continuó clavando el colmillo, ruega por tu vida, le decía, ruega como yo rogaba. Pero el zorro no podía decir ninguna palabra más, pues lo único que salía de su boca eran bocanadas de sangre, ruega por tu vida. No alcanzó a sentir la oreja sangrante, ni los dedos rotos cuando apuñalaba una vez y otra vez al cuerpo de Moyo. El anciano no dejó de mirarlo ni por un instante mientras mataba al hombre. Y cuando Chie por fin acabó, empapado de la sangre de su antiguo captor, le brindó una sonrisa. ―¿Todo ha terminado? ―preguntó Chie. ―Por el contrario, todo acaba de empezar. ―Vendrán por nosotros, ¿a dónde iremos? ―No vendrán por nosotros, nosotros iremos por ellos. ―¿Cómo? ―Ya lo verás. Pero primero debemos comer. El anciano se sentó en la piedra al fondo de la cueva, junto a la fogata donde ahora estaba el corazón de Kumo. Sin hacer caso de las llamas que envolvían el órgano, lo sacó y le dio un mordisco. Luego se lo entregó a Chie, que al verlo y tenerlo en la mano no se sentía capaz de comerlo, pero la mirada del anciano era tan amable y tranquilizadora que sintió que no se podía negar. ―¿Alguna vez te preguntaste por qué te dejaron vivir?, ¿por qué eres el único sobreviviente de tu tribu? Chie negó con la cabeza y le dio una mordida al corazón, con cierto asco. No sabía a nada y a la vez sabía a todo. ―Porque perteneces a un linaje de sangre pura. A pesar de que seas parte de una raza débil, tus ancestros vienen de una línea pura, y por eso eras importante para 97


los zorros, ellos pensaban usarte como un trofeo. Pero para mí eres más importante que eso, pues solo puedo migrar dentro de alguien puro. Aún no estabas listo, pero no me queda más opción que hacerlo ahora. Y dicho esto el anciano se desplomó y murió. Chie retrocedió asustado, pero no tuvo tiempo de hacer nada más. Cayó de rodillas y su cabeza empezó a dar vueltas. Miles de imágenes se proyectaron, miles de recuerdos empezaron a implantarse dentro de él. Vio cientos de dragones volar por lo cielos, garras y colmillos chocar entre sí, vio miles de nubes y flechas, lo perseguían. También supo lo que eran las ninfas del río, y su belleza legendaria. Vio su propia caída y su transformación. Sintió el amor y el desprecio, sintió el odio y la venganza, pudo sentir la oscuridad dentro de su cuerpo. Vio su primera migración, y luego una más, y otra, y otra… y todos los recuerdos de esos seres se juntaron dentro de su mente, algunos claros y otros borrosos, los rostros y los nombres se mezclaban y ya no sabía quién era quién en realidad. Y supo que él era el siguiente cuerpo e intentó combatir, con todas sus fuerzas, con todas sus lágrimas y padecimientos, pero no podía, era una fuerza imposible de luchar, sentía que los recuerdos de sus padres desaparecerían y el dolor de su cautiverio también… y entonces… se rindió. Un nuevo ser se puso de pie, ya no era Chie, pero algo quedaba de él, un eco en el fondo. El anciano y el niño han muerto, pensó, pero yo sigo eterno. Limpió la sangre de su rostro, enderezó sus dedos rotos y recogió su colmillo. Salir de esa cueva era como un nuevo nacimiento. Encontró los caballos esperando afuera, subió a uno de ellos y cabalgó lentamente hacia el sur. Era una fría tarde de invierno en Harrat. La primera parte de este cuento fue publicada en EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 17.

RUDY QUISPE ARIRAMA

Perú

Página WEB: rqarirama.wordpress.com

98


99


Para el buen amigo y admirado colega, Eugenio (“Ray Collins”) Zappietro, este pequeño relato del “Wild West”, que contiene un sutil homenaje a su nom-de-plume y a su proficua trayectoria.

A

l empujar la hoja vaivén de la puerta del saloon, el fino oído de “Two Holes” Sutton, el matador, no dejó de captar el leve chirrido de un gozne mal aceitado, aun entre la confusión de las conversaciones, las risas de las

“chicas” y el hipido de algún ebrio consuetudinario. Así sobrevivía, no perdiéndose nada, alerta siempre. Bajo la sombra del aludo “Stetson”, sus ojos achinados, de mirada de lince, se entornaron sobre los pómulos salientes de un rostro impasible, enjuto y ahusado, como un cráneo cubierto apenas por fina capa de piel picada de viruela. Entonces, entre la abigarrada concurrencia, la vio. Y sintió que algo, mucho tiempo aletargado, se erguía en su interior. Sin que lo supiera, otros ojos, tan penetrantes como los suyos, aunque parpadeaban sin cesar detrás de los cristales redondos de unas gafas, se fijaron en él. Y formaron dos medias lunas invertidas cuando una sonrisa de satisfacción curvó la boca de finos labios que había debajo. Sexton Collins, el famoso escritor de folletines, que había seguido incansablemente el rastro del killer a través de tres estados, sintió que el corazón le saltaba en el pecho. Casi salta él mismo de la silla que ocupaba, con riesgo del vaso de ginebra a medias consumido, que vaciló sobre la mesa y a punto estuvo de añadir una mancha más sobre la maltratada superficie de madera basta. “¡Al fin!”, se dijo, alborozado. “¡Sabía que el momento llegaría!...” Hombrecito semicalvo, de cortas piernas, iba vestido a la usanza del Este, lo cual resultaba algo ridículo en aquel pueblo perdido de Wyoming, y su aspecto era por demás inofensivo. Sin embargo, cuando tomaba la pluma en la mano, era capaz de conmover a millares de lectores con sus historias rudas, salvajes, de sangre, violencia y muerte. También se especializaba en biografías de famosos pistoleros. Ver allí a “Two Holes” lo hizo relamerse de gusto. —¡Mozo! —llamó—. ¡Tráigame otra ginebra! Sutton, en tanto, y por primera vez en mucho tiempo, permaneció estático, la mirada fija en aquel perfil femenino de rasgos perfectos. Era… como la suma de sus recuerdos más puros, de los sueños impolutos de su adolescencia…, antes de que, llevado por las circunstancias, acabara por transformarse en lo que era, un despiadado 100


matador. Sintió el impulso irrefrenable de acercarse a ella. Pero sacudió la cabeza. “¡Bah!”, gruñó para sí, “¡No es más que otra mujerzuela de saloon! ¿Cuántas iguales a ella conociste, Sutton? ¿Y alguna fue mejor que las demás? ¡Zorras…, es lo que son!” En su mesa, Collins también miraba a la muchacha. Típica de esos sitios, pensó. Con ricitos sobre la frente, la cara embadurnada de afeites, vestido muy escotado, de colores chillones…, quizás hasta un puntito más que sus “colegas”. ¡Perfecta! Y su compañero de mesa… Collins sonrió irónicamente. ¡Todo un palurdo, alto, desgarbado, carirrojo, seguramente oliendo a establo, como buen campesino!... ¡Vaya pareja que formaban! El escritor parpadeó tras las gafas. Parecía que el muchacho le estaba hablando en serio a la chica; no mostraba la actitud del que busca divertirse y nada más. “¡Excelente!”, aprobó interiormente. “¡Como para una novela romántica!” “Two Holes” Sutton cedió a la compulsión. Había venido al saloon con intención de “expansionarse”, como él decía, porque hasta el más encallecido matador lo necesita de vez en cuando. Le habría bastado cualquiera de las del “harén”, pero ahora… Ahora lo sacudía otro apetito, que no habría sabido definir, pero que halló impostergable. Por eso, apoyadas por costumbre ambas manos en las culatas de los “Peacemakers”, se encaminó hacia la mesa que compartían aquella hechicera y el rústico. Seguramente este protestaría cuando Sutton apareciese, pero ¿quién se preocupa de un patán, que solo habría usado un revólver para matar alguna culebra? Una de las comisuras de su sinuosa boca se curvó hacia arriba al notar que el individuo estaba desarmado. —¡Sí, Lina! —oyó que decía, sonriente, el campesino—. ¡Ya podemos casarnos, querida! ¡Acabo de cobrar por el ganado! ¡Te sacaré de aquí!... ¡Tendremos la casita que tanto anhelaste…, la huerta, las gallinas! ¡Todo esto lo dejarás atrás! En el momento en que Sutton llegaba, ella tendía las finas manos para estrechar una de las manazas del hombre. Estaba hermosa de veras, con su boca roja como una fresa moldeada en una sonrisa encantadora. —¿De veras, Alger? ¿No ocurrirá como otras veces, que…? —¡Nada de temores, mi cielo! ¡Ahora mismo te llevo de aquí y nos casamos! —¿Puedo invitarte a una copa, belleza? —Sutton se había inclinado sobre ella. El otro levantó la vista, pero no parecía enojado. 101


—Está conmigo, amigo. Esto es una conversación privada, así que le agradeceré… Sutton lo miró como si recién reparase en su presencia. —No hay nada de privado para una chica de saloon. Es de todos, ¿verdad?

El campesino se levantó bruscamente. Su silla golpeó ruidosamente contra el piso. —¡Retire lo dicho! ¡O se lo haré tragar! —¡No, Alger! —clamó Lina—.¡No pelees con ese! ¡Es un matador!... ¡Lo conozco, lo llaman “Two Holes”, porque siempre mata con dos balazos…, para asegurarse! Era la estricta verdad. El pesado proyectil del .45 era capaz de voltear a un caballo, detener a un toro bravo, e incluso, bien colocado en un ojo, hasta acabar a un “grizzly”. Pero con los humanos era otra cosa. Había que estar seguros…, por eso el segundo hoyo, en medio de la frente. Sutton echó hacia atrás el ala del “Stetson” con el pulgar. —No sé cómo sabes de mí, muñeca, pero convendría que le aconsejaras a tu pretendiente que no se meta conmigo…, por su salud, ¿entiendes? Su mano, hecha garra, amorató el tierno brazo de Lina. Y tiró de ella. —Vamos, te vienes conmigo. ¡Que el campesino vuelva con sus vacas!

102


—¡Suéltala, canalla! —y el enorme puño de Alger se disparó, tendiendo al otro en el piso—. ¡Te enseñaré a respetar a mi novia! Desde el suelo, el matador lo miró aviesamente. Con más calma de la que podría haberse esperado, pasó el dorso de la mano por la herida del labio. —Te lo buscaste, imbécil. Con agilidad de pantera, se puso de pie y apostrofó a su atacante: —¡No sabes con quién te metiste! ¡Nadie le pegó a “Two Holes” y vivió para contarlo!... ¡Esto se resuelve de una sola manera! ¡Con los “Colts”! ¡Vamos, a ver si eres hombre, palurdo! En ese instante, Sexton Collins juzgó necesario intervenir: —¡No permitan esto! ¡Será un asesinato! ¡Un matador contra un inexperto no es un duelo, es un asesinato! ¡Una infamia! Sutton lo miró como a una cucaracha. —¡Cállate, mequetrefe! —Y volviéndose a los otros, que apenas osaban moverse, petrificados de miedo—. ¿Qué dicen ustedes? ¿Les gustan los cobardes en este pueblo? Hubo un movimiento general, apartándose de la zona de fuego. Nadie osaría interponerse, y “Two Holes” lo sabía.

103


El rústico respiraba agitadamente, y su cara estaba pálida, pero no retrocedió. —No vine armado —dijo. —No te preocupes por eso —respondió el matador—. Te presto uno de los míos. ¡Con el otro me basta para liquidarte! —Y le tendió el arma. Algernon la tomó, como si no supiese qué hacer con ella. Su torpeza dolía. Collins hizo otro intento: —¡No deben permitirlo! ¡Es un asesinato a sangre fría, señores! ¡Ese granjero no sabe ni por dónde sale la bala! ¡Se ve a la legua! Pero no le hicieron ningún caso. Aparte del miedo que les daba el matador, casi todos estaban dominados por la atracción morbosa de contemplar aquel espectáculo. —¡No, Alger, no! ¡Te va a matar! ¡No puedes contra él! Sutton sonreía para sus adentros, aunque su rostro se mostraba tan inexpresivo como una hoja en blanco. Aquello iba a ser pan comido. ¡Hasta de espaldas lo podría hacer! Ya estaban frente a frente: uno, vacilante sobre las toscas botas campesinas, balanceándose un poco, con el revólver vacilándole en el puño; el otro, sereno, displicente, descansando en la experiencia de cien muertes. Si hubiese tenido el hábito de hacer muescas en las culatas de sus “Colts”, se dijo sardónicamente, no le quedaría por dónde empuñarlos… 104


—Estoy… listo —murmuró el granjero. —Te dejo sacar primero… ¡Vamos, saca! ¡Saca, caballero andante! ¡Saca, campesino idio…! Sus ojos se abrieron, incrédulos, tras el estampido. Una flor roja se abrió justo en la pechera de su chaleco, extendiéndose… —¿C-cómo pudo…? Y fuese lo que fuese que iba a preguntarse, todos sus pensamientos desaparecieron cuando en su sien izquierda se marcó un segundo hoyo de bala (más pequeña esta, de una “Derringer” empuñada por delicada mano femenina) que se los llevó, junto con la vida de Sutton, hacia la eternidad. El tiempo se detuvo durante unos instantes que parecieron centurias. Si hubiese caído un cabello al piso del saloon, les habría parecido el retumbar de un trueno. Nadie podía explicarse lo ocurrido. Indiferentes a todo, Alger y Lina se abrazaron fuertemente. —¡Lo hicimos! —sollozó ella—. ¡Nuestro hermano está vengado! —Sí, hermanita —dijo el hombre, arrojando el arma a un lado—. Johnny descansará en paz, porque su asesino pagó por su crimen… Ahora podremos retomar nuestra vida. ¡Y todo gracias al señor Collins, nuestro buen amigo! El escritor se les había acercado, y, estirándose, palmeaba las anchas espaldas de Algernon.

—Ustedes también hicieron lo suyo… ¡Estupenda actuación, chicos! Se caracterizaron magníficamente. Aunque —añadió en tono reflexivo—, tú exageraste un poco tu torpeza, Alger. Después de tantos meses de práctica, manejabas el “Colt” como un experto. —Pero pese a todo, y lo sabes muy bien, Sexton, nunca podría haberle ganado 105


a Sutton si no lo hubiese hecho creer que aquello sería “pan comido” para él, y no valía la pena que se esforzara… —Como sea—coronó Collins—, ¡meta alcanzada! La muchacha, impulsiva, lo besó en la mejilla, que se empurpuró inmediatamente. —¡No sabemos cómo agradecerte, Sexton! Si tú no hubieses rastreado a ese canalla, con tanta paciencia, hasta que supiste que vendría a este pueblo… El folletinista meneó la cabeza, intentando parecer modesto, aunque era obvio que estaba orgulloso de su hazaña. —¡Intrigas más complicadas escribí en mis novelas!... No fue nada. Además — su voz tornóse grave—, ¡se lo debía a mi buen amigo Johnny! ¡Morir así…, en la flor de la vida, solo porque un maldito matador quiso lucirse! Se volvió a Lina: —Una obra de arte ese segundo hoyo, chiquilla… ¡Se lo merecía! —Para estar bien seguros —repuso ella—. Con las culebras, nunca se sabe.

Las ilustraciones son cortesía del gran Arturo del Castillo y de la revista “El Coyote”. Las de historieta pertenecen al primer episodio de la historieta “Randall-The-Killer”, escrita por H. G. Oesterheld para el hoy legendario número inicial del “Suplemento Semanal de ‘Hora Cero’”. Los textos de las mismas fueron adaptados para acomodarse a mi relato que, inspirado en ese episodio de “Randall” se resuelve en un final totalmente diferente y —así lo espero, al menos— también completamente inesperado. C. M. Federici

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

106


107


O

bsérvate, Señor de los Olimpos y mendigo de amor. Viajas obnubilado, acaparando nubes por doquier, provenientes de este y oeste, de norte y de sur y lanzando rayos a diestra y siniestra, y todo por la indiferencia de una mujer que parece ignorarte, que te desafía como si fueras cualquier

cosa y que no respeta tus investiduras omnipotentes de altísimo soberano. Tú, gran Dios, que dispones de la vida de hombres y dioses y que por paradojas del destino, no puedes granjearte el corazón de tan exquisita hembra y dama. Analízate y trata de cambiar tu sino. Despliega tu aguda inteligencia y cavila un plan digno de las estrellas que coronan tu mágica frente ¿Acaso no te deleitaste al ver a la princesa festejar con dulzura, bailando junto a las vírgenes que integran su cortejo, alrededor de flores, árboles y animales, entre villancicos y comidas fabulosas sazonadas con vinos y elixires? ¿Acaso tu deseo no se acrecentó ante tal despliegue de inocencia y sensualidad en curvas de quinceañeras carnes envueltas en sedas helénicas que te provocan desvestir? ¿Acaso no? Transfórmate, oh Dios, en toro brioso de músculos cincelados en ébano y ojos fundidos en fuego, miel y bondad. Paséate con gallardía por los jardines que engalanan palacio y has retumbar la tierra con cada paso que desperdigas en tu recio trotar por sobre el vergel engalanado. Conviértete en bestia viril que hace desertar a los hombres más valientes, quienes retroceden por miedo a ser embestidos y humillados ante ti y tu poderosa presencia. Pero sé también aquel amor en reposo, de ese que es imán para con las mujeres y ante el cual los niños no dudan en acercase en busca de refugio, juego y calor. Oh Dios de los Dioses, has que sus defensas se quiebren ante tu porte magno y que sus remilgos se conviertan en pasión. Acércate juguetón donde ella, pero eso sí, sin dejar de demostrar que tú eres el que amasa el poder entre los músculos que pertrechan a tus extremidades. Ante sus caricias, agacha la cerviz con docilidad, mas no interrumpas el clavar de tu mirada en los ojos de la princesa y trata de explorar en su interior con el fin de descubrir sus más recónditos deseos. Descifra lo que sus labios no dicen. Siente que ella también sueña con el fuego de la pasión. Ahora que la has descubierto, solo déjate llevar. Europa es risueña, pero no deja de respingar su nariz orgullosa ante los hombres que la pretenden y es que ella es consciente de su belleza y su linaje. Pero tú eres Dios, quien ahora se muestra en forma carnal de viril y gallardo animal. Toro que pronto domarás a tan grata mujer y que también serás domado al caer presa en el amor. Observa Zeus, a ella le atraes 108


demasiado pues no se amilana en jugar contigo, aunque sus damas le rueguen prudencia, pero ella es rebelde por naturaleza y no hace caso a las súplicas de su sensual séquito. Te adorna el cuello con guirnaldas y tú muges enamorado. Descubre tu lubricada lengua en movimientos como relamiéndote. Sé sugerente, Olímpico, y entonces ella percibirá que mueres de hambre. Pícara da vueltas como brisa que danza entre el costillar del tupido ramaje y luego retorna con hojas frescas de yerba verde que las extiende hasta tus belfos. Come plácido de su mano, lame su piel y eriza su cuerpo enamorado. Ella ríe ante el contacto de tu lengua cosquillosa y no duda en cantar refinadas sonatinas primaverales al tiempo que acaricia tus enormes y puntiagudas cornamentas. Ahora desliza sus dedos con delicadeza por sobre tu robusta cabeza mientras que el grupo de sus cortesanas no saben qué hacer. Tu corazón va acelerándose, la sangre en tu pecho se va disparando, un aire en tu cuerpo se desespera por resoplar y encontrar el alivio a tu deseo. Ella te ha cogido fuerte de los cuernos y hace ademán, con las piernas en movimiento, de querer montarte. Las voces de las demás mujeres delatan susto y sorpresa mientras que la bella Europa no deja de mirarte. Ahora tú eres el que cierra los ojos y te inclinas ante ella, Dios enamorado de la aventura y del amor. De un salto ya se ha acomodado por sobre tu grupa. Tu cuerpo vuelve a su normal postura y cuando la sientes en posición firme encima de ti, comienza tu huida. En vano las mujeres piden ayuda a los príncipes. Ellos no comprenden lo que ha sucedido mientras que la figura de Europa se estremece sorprendida y no hace más que cogerte fuerte del cuello y procurar no dejarse caer. Ganas las orillas del mar y abandonas la isla a donde nunca más regresarán tú y tu amor robado. Sin dudar, saltas en las aguas y al instante desapareces. Ella cierra los ojos y cuando percibe a la humedad de las olas, un manto oceánico la cubre en protección. Desde el fondo del mar puede otear una superficie luminosa en donde los rayos de luz se dispersan como estrellas fugaces. Avanza lentamente y siente como si unos brazos firmes y tranquilos la protegieran. Puede respirar dentro del mar y entonces se deja llevar como si estuviera recostada en su lecho, como si fuera un sueño etéreo de hortensias blancas, manzanillas y alhelíes. Cuando Europa despierta, su vestimenta está impecable y tú ya no eres un toro, sino un Dios que demuestra su grandiosidad a los ojos de su enamorada. Ella te observa y ríe al comprender el significado del collar de guirnaldas que orgullos llevas colgado en tu maravilloso cuello. La coges por la cintura y al instante unas nubes muy 109


suaves que parecen algodón se ofrecen para el retozo. Pequeñas partículas de cosmos empiezan a bailotear como libélulas doradas alrededor de ambos. Acaricias sus tobillos y entonces ella se da por rendida y se despoja de la fina vestimenta de seda que cubre cada una de sus virtudes para luego tender sus dones encima de las nubes; es así que tu cuerpo de Dios se entrevista con la lozanía de su cuerpo en bendición. En los cielos, unos rayos celebran la gracia de la copulación y la bravura del toro se complace holgada ante los placeres propios del acto de la fecundación. Alrededor de la isla, empiezan a florecer plátanos siempre verdes como símbolo de la unión de ambos. En vano los hermanos de tu amante intentarán dar con su paradero. Recorrerán mundos tratando de encontrarla, pero Europa nunca más volverá a su tierra, centrada más en la labor de complacerte y complacerse sin reparos. Mientras tanto, tú seguirás explorando la dicha de sentirte Dios por siempre y para siempre, Dios Olímpico eternamente enamorado.

JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/jesushumberto.santivanezvalle

110


111


C

aminando tranquilo como era su costumbre, iba el Negro Arduzzo por las calles de su pueblo, casi sin darse cuenta, envuelto en sus sueños y fantasías. Necochea, en ese tiempo, era un lugar con construcciones humildes y fuertes; capaces de resistir vientos que no eran tan intensos y

de mantener calientes a las familias en los duros inviernos. Sobre la avenida Alsina, la principal, se mostraban orgullosos unos pocos edificios de departamentos, que nunca fueron necesarios, teniendo tanta tierra libre para crecer a su alrededor. También en la zona de playa se comenzaban a construir más edificios. Al pueblo le pasaba lo mismo que a sus habitantes, crecer siempre había sido un problema. Se iba poniendo el sol, algunas farolas ya estaban encendidas, aunque con escasa luz posiblemente por la vejez. Quizá así, no mostraba tantos detalles feos y todo parecía más agradable, porque a plena luz dejaba mucho que desear. Pero era su lugar, eran sus calles. Estaba lindo para caminar, así que continuó tranquilo. Las manos en los bolsillos y el tranco habitual. “¿Hacia dónde iría?”, pensó. Dejaría que los pasos lo llevaran, como de costumbre. Podía terminar en la ribera del río Quequén, o en la playa, todo estaba bien, aunque ya se estaba haciendo tarde. De repente, se cruzó con un viejo conocido del barrio, Juancito, que ya hacía tiempo que era Juan, uno de los chicos de aquel viejo vecindario, bastante menor que él. Era hijo del ingeniero Pacheco, un destacado vecino del que tenía buenos recuerdos, aunque ahora hacía mucho que no lo veía: —Hola muchacho, tanto tiempo sin verte. —dijo el Negro. Juancito se detuvo y se le iluminó la cara en cuanto lo reconoció. —Hola ¿qué tal?, cierto cuanto tiempo ¿no? —le dijo el muchacho. En ese momento, el Negro vio en el joven una expresión de alegría, o satisfacción, que le resultó extraña, no era para tanto el encuentro. —¿Cómo está la familia? —siguió hablando. En ese momento recordó que la madre había muerto hacía rato, aunque seguramente el ingeniero seguía viviendo. —Bien, o más o menos. No sé, el viejo está enfermo —se tomó unos segundos y siguió— en realidad está en las últimas, pero no tiene Usted una idea de lo bien que me viene. —¿Sí? Decime —Ahora tenía sentido esa expresión que notó de entrada, algo estaba pasando con él. —Hay algo que me tiene muy intrigado y preocupado —le largó el muchacho inmediatamente— Papá, desde hace unos días, me está preguntando por usted y es más, me dice que tendría que verlo. Hablar unas palabras y que para él sería muy 112


importante, casi necesario. Pero no quiere largar prenda, a mí no me dice nada más. ¿Usted tiene idea de qué puede ser? El Negro se quedó de una pieza, rápidamente pasaron por su cabeza recuerdos de la relación con esa familia y no encontraba nada que lo pudiera preocupar al ingeniero a tal extremo. Hace muchos años vivían cerca, a media cuadra y la relación había sido normal. Él charlaba mucho con la señora y Juancito, que era un nene en esos momentos. Con el ingeniero hablaba menos, solo porque era un hombre muy serio y callado. En el barrio decían que era antipático, que el título y la plata se le habían subido a la cabeza y muchos más etcéteras. Pero solo eso. —Juancito —dijo el Negro— si querés lo voy a visitar, no tengo problemas, al contrario, tengo buenos recuerdos de tu padre y si puedo hacer algo... Pero no tengo ni idea sobre qué me quiere hablar, hace tanto tiempo que no nos vemos. —Ahora cuando vaya a la casa del viejo, le digo que nos encontramos y le pregunto si sigue con esa necesidad de hablar con usted. Pasaron los días, pasaron días iguales a otros iguales y, como sucede casi siempre, su trabajo, su familia y los problemas que se sumaban, hicieron que el Negro se fuera olvidando de la charla mantenida con Juancito. Solo de vez en cuando lo recordaba y cuando esto sucedía se preocupaba aún más, aunque no le sacaba el sueño. Todo siguió su curso, hasta que un día el teléfono llamó y presintió al instante que lo llamaban por el tema del ingeniero Pacheco y así fue. Juancito le pedía que los visitara. Su padre solo quería hablar un ratito y le aclaró el muchacho, que aunque quisiera no podía ya hablar mucho más, estaba muy mal y como él lo había pedido, se quería quedar en su casa hasta el momento final. Ya era imposible evitar el asunto, por lo tanto, se encaminó hacia la casa del hombre enfermo. Cuando llegó a ella y aunque no estaba muy decidido, tocó el timbre. En ese momento se sintió mal, incómodo, no sabía por qué; como si algo serio se le fuera a venir encima. Lo hizo sonar dos o tres veces y de repente la puerta se abrió. Entonces sintió hasta un poquito de miedo. La cara que lo estaba mirando interrogante no era la del muchacho, sino la de una señora desconocida, con cara agria y uniforme blanco, esto lo molestó más aún. —Buenas tardes, soy Arduzzo —se presentó medio entrecortado— tengo que ver al ingeniero, según me lo pidió su hijo. La mujer lo miró con desconfianza y luego de unos segundos le pidió que pasara. En realidad ella sabía que él vendría y que el señor lo estaba esperando. Entonces, la mujer con voz fuerte y segura, le dijo que la charla no podía durar más de 113


cinco o diez minutos. El hombre estaba muy mal, se agitaba mucho y se quedaba sin aire y si esto pasaba, había que seguir con el oxígeno y siguió y siguió con el tema. En realidad como al Negro no le importaba mucho, lo oyó como un murmullo molesto. Mientras, miraba la casa tratando de recordar algo de otros tiempos, porque alguna vez había estado allí. La mujer seguía hablando y cuando volvió a oírla, le estaba diciendo: —No sé por qué el señor tiene tanta necesidad de hablar con usted. En fin, pase por aquí —la siguió muy callado, presintiendo algo malo, “pero había que ponerle el pecho”, pensó el Negro. La habitación contra todo lo que había pensado estaba totalmente iluminada. Las persianas abiertas y las cortinas corridas, dejaban ver el jardín que estaba al lado del cuarto. La cama del ingeniero estaba vacía y como recién hecha. Miró a su alrededor y casi detrás suyo estaba el hombre sentado en un gran sillón. Tan grande era el sillón, o tan disminuido estaba él, que se veía casi ridículo. Chiquito, envejecido, con la cabeza casi colgando. Cerca de él un gran tubo de oxígeno con la manguera y la máscara preparada y esperándolo. “¡Que lo parió, la vida lo hizo mierda!”, se dijo para sí el Negro. Sintió terror, sintió que un frío le corría por la espalda y estaba seguro de que no era por el pobre hombre allí muriendo, sino porque algún día, alguien lo podría ver a él así. El hombre se dio cuenta enseguida de que había entrado y tratando de ponerse derecho y digno de ser mirado, le ofreció una triste sonrisa. Era lo mejor que podía hacer en ese momento, esto lo alivió a Arduzzo y lo ayudó a relajarse. Luego de mirarlo unos segundos, tomó aire y el hombre le indicó una silla que estaba al lado de su sillón. —Arduzzo, gracias por venir —tardó unos largos segundos en decir todo esto— Espero que no le haya molestado mucho. Hablaba y trataba de tomar aire por donde podía, pero siguió con el tema: —Yo más que nadie conozco mi situación, no me queda mucho y trato de arreglar todas las cosas pendientes —la voz se le apagaba a cada segundo, tomaba bocanadas de aire y seguía: —Pero me queda el tema más grave por aclarar, por eso lo dejé para el final — los ojos del pobre tipo se enrojecían, el Negro no sabía si era por la emoción o por el esfuerzo que estaba haciendo y continuó: —Le voy a hacer una sola pregunta y espero que teniendo en cuenta, que se la hago en mis últimos momentos, me la responda con total franqueza, desde su corazón —tomó más aire y por unos segundos no pudo hablar más, lo miraba ansioso, siguió tomando aire y el Negro ya emocionado por ver tamaño esfuerzo y con el suspenso 114


que Pacheco le estaba dando al momento, no se aguantaba más. —Esto no lo debe saber nadie más que nosotros dos —continúo luego de un rato. —Tómese su tiempo ingeniero Y le aseguro que solo le diré la verdad y que esto muere conmigo —le respondió el Negro emocionado y a punto de largar un lagrimón. La pregunta fue cortante, directa: —¿Alguna vez tuvo algo que ver con mi mujer? —en ese momento, la voz se le enronqueció más todavía y aún así, retumbó como un golpe en los oídos del Negro. Sus ojos dejaban correr algunas lágrimas, le temblaban las manos, todo él temblaba. El Negro se quedó helado con la pregunta. Frío como el tubo de oxígeno que tenía al lado. Abrió los ojos asombrado y con todo el énfasis que pudo le dijo: —¡Noooooooo! No, ingeniero. ¡No me diga que estuvo 40 años con este entripado! No señor, ¡nunca pasó nada! ¡Ni cerca! Por favor. La cara del hombre moribundo se fue relajando. Se fue reclinando en el respaldo de su sillón, aflojando las manos que habían estado crispadas. Tomó aire con más fuerza, se le aclaró la vista y fue dejando caer la cabeza y, con una voz que era ya un susurro, le dijo: — Gracias, gracias. Arduzzo se dio cuenta de que era hora de irse. Se levantó de la silla, con timidez puso la mano en el hombro descarnado del hombre y suavemente lo palmeo. No le salieron palabras. El ingeniero levantó la cabeza, lo miró agradecido y con la misma sonrisa con que lo recibió lo despidió. La mujer que lo había recibido, cerró la puerta a sus espaldas. El sol le dio de golpe en los ojos llorosos. “¿Cuánto hacía que no lloraba? ¿Desde chico?”, pensó asombrado. “No, seguro que alguna otra vez, aunque contadas con los dedos de una mano”. Lo vivido ese momento, lo había tocado a fondo. Caminaba y pensaba: “El pobre tipo se creyó que aquellas charlas inocentes con su mujer habían escondido algo más”. “¿Cómo se puede esperar cuarenta años para aclarar eso? ¿Por su mujer, o por él mismo?”. Siguió pensando en todo lo sucedido y lo hizo hasta la noche, cuando lo venció el sueño A la mañana siguiente, mientras se preparaba el mate, escuchó por radio que el ingeniero Pacheco había fallecido.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZO

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/rolandojose.dilorenzo 115


116


E

speraba el colectivo de las 8.30 hs. a Santa Fe. Impaciente. Como cada vez que iba a visitar a su mamá. Por su situación económica, no podía hacerlo frecuentemente, solo cuando era el cumpleaños de ella o para el Día de la

madre...

A veces, apenas tenía para obsequiarle caramelos o algunos aretes pequeños, de fantasía, sin demasiado valor monetario. Aun así, a ella le gustaba lucirlos, era muy coqueta. Él sufría todavía la separación de sus padres cuando andaba por los veinticinco años, en aquel tiempo, recién casado. Su papá, entonces, se juntó con otra mujer y su madre, que arrastraba una larga historia de alcoholismo, empezó a sufrir diversos trastornos y a recorrer distintos geriátricos. Ninguno de sus otros hijos pudo hacerse cargo de ella. El encierro, la soledad, los achaques, se fueron juntando y ella comenzó a perder la memoria. No recordaba su separación y seguía preguntando a diario por su marido, confundía los rostros y los nombres de sus hijos, quería saber por qué no estaba en su casa y qué hacía internada en esos horribles lugares. La noche, muchas veces, se convertía en una boca desdentada y sucia a punto de tragarla. Los remordimientos. La impotencia de no poder sacarla de allí para tenerla cerca suyo y cuidarla. Sueño de infancia en hospitales psiquiátricos, visitándola. Golpes y caídas. Borracheras interminables. Gritos. Llantos. Miserias. Todo lo asaltaba cada vez que llegaba a visitarla como hoy. Entró al Geriátrico, saludó a las enfermeras. La esperaba como en un rito, en el largo salón comedor. Los otros abuelos lo observaban, curiosos. De un momento a otro, ella llegaría, arrastrando sus pantuflas desflecadas por el pasillo. Apenas encorvada, apoyándose titubeante en los barrotes enclavados a la pared, sonriendo con esa tristeza suya que le desgarraba el alma cada vez que lo miraba. No era un reproche, era un alarido. A él, entonces, se le llenaban los ojos de lágrimas y la pena se le enroscaba como una serpiente apretándole el pecho. Dos asistentes sociales se le acercaron con el mate, la pava y la azucarera, le preguntaron cómo andaba. Se encontraba sentado en el rincón de siempre, ansioso, tomó el mate y allí vio con sorpresa, miedo...una mano, “su” mano, extrañamente arrugada, temblando, temblaba. Miró a las enfermeras, a las asistentes y volvió a preguntar por su madre. ¿Por qué demoraba en llegar? Una de las chicas sonrió tristemente. Lo abrazó y dijo: “Pobre abuelo... Aún recuerda a su mamá, cree que vendrá... a visitarlo. Tranquilo, nosotros le haremos compañía hoy”. 117


Horrorizado, vio como se sentaban a su lado, dispuestas a hacerle más llevadera la tarde. Sus ojos, mientras tanto, observaban su propia imagen reflejada en el vidrio de la ventana que daba a la calle. Era la de un anciano como de unos ochenta años, el ralo cabello blanco, una vieja bata gris y lágrimas deslizándose entre las numerosas arrugas de aquella cara de espanto que, a su vez, lo miraba. Quiso gritar y apenas pudo exhalar un llanto desgarrador, ahogado.

SERGIO NUÑEZ

Argentina

118


119


C

omo cada tarde, el hombre gris llegó y se sentó en el mismo banco de siempre. Desde allí miró el reloj de la estación de trenes. Era un reloj grande, marrón, de agujas rectas, negras y tristes. El paso del tiempo le había desdibujado los números y era difícil imaginar cómo habían sido.

Desde donde estaba sentado no escuchaba el “tic-tac”, solo veía el segundero que avanzaba, marcando el paso, sin detenerse jamás; de un modo tedioso y desesperante. ¡Tic-tac, tic-tac! A medida que los minutos desfilaban, el andén iba cambiando la fisonomía. Había llegado casi sobre la hora indicada; aun así, ese último instante parecía eterno y raramente dinámico. Siempre ocurría del mismo modo. Como en un perpetuo déjà vu, en ese horario la emoción le envolvía la piel; sus ojos recorrían el andén mientras espiaban el movimiento de la fina aguja que dejaba atrás esos últimos segundos y el tictac lejano le resonaba en la mente al ritmo acelerado de su corazón. Por fin la vio. Como esperaba, llegó casi corriendo y con una sonrisa tan bella que contemplarla le silenció el interior. Se iba acercando al banco en el que esperaba y se puso de pie para recibirla. Ya percibía su abrazo, aún antes de tenerla enfrente. Su perfume lo invadía y casi sentía esa respiración agitada confundirse con la suya. Saboreaba el beso apurado y algo parecido a la felicidad impregnó esos segundos. La escuchó decir: “Hola mi amor”, como acostumbraba, justo antes de abrazarlo. Entonces llegó el tren, y como lo hacían a diario, subieron juntos de la mano. *** El hombre gris se sentó nuevamente, esperando la partida de la formación. La siguió con la mirada triste y vacía hasta que se transformó en un suspiro. ¿Sería posible que ella lo confundiera alguna vez con aquel tipo afortunado que se sentaba tan cerca de él? Se encaminó hacia la calle, donde se perdió entre tantos otros. Solo le quedaba esperar hasta la tarde siguiente. Sería siempre así. De lunes a viernes, a la misma hora.

ADRIANA SALINARDI

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/AdriSalinardi

120


121


E

l perro se levantó inquieto, corrió hasta la cerca de alambre, reconoció a su dueña y volvió. Se tiró sobre la tierra oscura, debajo del tilo, apoyó el hocico entre las patas y quedó a la espera.

Camila se acercó al umbral de la puerta, separó con las manos las tiras de plástico que la cubrían y salió. Estaba escapando la tarde, perseguida por nubes moradas, dejando el azul intenso. Tenía hambre. Distinguió a lo lejos la figura de su madre que regresaba a la casa. Movía los brazos como si estuviera discutiendo con el demonio o quizás espantando insectos, una bolsa colgaba de su hombro. La niña regresó a la sala dormitorio que constituía la vivienda y se acercó a la mesa dónde su hermana menor, con sus seis años por cumplir, pintaba palotes intercambiando los restos de tres crayones y le dijo: —Ya viene mamá. —Tengo hamble, contestó Mirta, la pequeña. La madre entró y puso la bolsa sobre la mesa; sacó una botella de cerveza, con el extremo de un tenedor hizo saltar la tapa y llenó un vaso. —Mamá, quielo la leche, susurró Mirta. —Lo que tengo es cerveza, tomá y le acercó el vaso. —Es amalga, no quielo. —En un rato viene Toni, le pedí que trajera algo para comer. —¿Y vos que mirás? le preguntó a Camila, la mayor, y agregó— Hoy no hubo trabajo, pero a vos te va a ir mucho mejor, no me vas a defraudar, sos bonita, ya veremos cuando crezcas. Andá a lo de Emilia, volvimos juntas en el tren, ella siempre tiene comida en la alacena. —Voy, voy, ya vuelvo, contestó Camila, apurada por traer alimento para su hermana. —Mamá, te hice un dibujo, dijo la pequeña y le ofreció la hoja dónde había estado garabateando. —Te podés guardar la hoja en el culo, pendeja deforme, encorvada como tu abuela. Hoy no tengo paciencia, volvé con tu pato Arturo, que te está llamando. La tensión se disipó un poco al entrar Toni. —Buenas y santas, dijo. Traje un poco de pan y salame. Esta bolsa de bizcochos de grasa es para después. Ahora, negra, terminemos esa cerveza. —Quielo pan, se escuchó desde la penumbra. 122


—Si decís bien tu nombre, te doy un pedazo, se burló Toni. —Mi Mi Mirr ta y la niña se acercó arrastrándose hasta la mesa. —Tiene que ser de corrido, así no vale. —¿Qué hacés acá? la fulminó con la mirada la madre. No hay pan para vos, idiota, esperá a tu hermana, volvé a tu lugar. —Me excita verte tan furiosa, vamos a la cama, susurró Toni. Mirta extendió los bracitos, pero recibió dos bofetadas que le hicieron perder el equilibrio y cayó al piso. Intentó pararse, pero quedó de rodillas, se agarró a la pierna de la madre. —No, dije que no, gritó ésta. Tomó la botella de cerveza y fuera de sí, la estrelló contra el cuerpo indefenso. La niña se desplomó. La pareja devoró los sándwiches, sin prestarle atención. Cuando Camila regresó estaba oscuro, solo escuchó ayes y gemidos que provenían de la cama de su madre, separada del ambiente de la sala por un trozo de tela. Se quedó inmóvil, buscando en la penumbra algún indicio de su hermana. —Mirta, llamó en voz baja, mientras iba recorriendo con la mirada el lugar. A unos pasos de la mesa divisó un bulto. Se acercó y en el piso, como dormida, estaba ella, la cabeza estaba en un charco de sangre que apenas se distinguía, y había vidrios desparramados a su alrededor. —Mirta, despertate, te traje pan con dulce de leche. Le tomó la mano que no opuso resistencia. Sentía que algo estaba mal, muy mal, pero no sabía qué. Le dio un beso en la mejilla y se quedó mirándola como hipnotizada. Un grito de placer la sacó de su inmovilidad. Se levantó. —Acá te dejo el pan. Vuelvo cuando se haya ido Toni, le dijo a su hermana. Corrió y corrió hasta llegar a casa de Emilia. —¿Porqué volviste tan pronto? Seguro que era poco. Ahora le llevás esta pata de pollo con las papas que quedaron de mi almuerzo, dijo Emilia. —No quiero volver. Mirta estaba dormida, muy dormida y muy quieta. —Está bien, te quedás conmigo hasta mañana, no llores, la consoló Emilia. Toni comenzó a vestirse y encendió la luz. —Parece que se te fue la mano negra, levantate. ¡Vamos, levantate ya! gritó al ver el cuerpo inerte en el piso. Se agachó y constató que no respiraba. ¡Mierda!, se nos fue la que daba problemas y ahora el problema es nuestro, suspiró con rabia. 123


La madre dormía profundamente y Toni la tuvo que sacudir y cachetear varias veces. Cuando abrió los ojos no sabía que pasaba ni porqué tanto grito. Era de noche, tiempo de dormir. Se levantó a regañadientes y cuando se enfrentó a la realidad solo dijo: —Alcanzame la sábana de su cama. Ayudame a envolverla, ya está. Barré esos vidrios y tirá un poco de agua, voy a buscar el carrito. La llevamos al basural y aquí no pasó nada. Camila estaba pegada a la ventana del comedor que daban a la calle, mientras Emilia servía en los platos, sopa de verduras con trozos de pollo. —¡No, no!, se llevan a Mirta, Emilia no los dejes, gritó. —¡Qué tonterías estás diciendo!, es Toni con tu mamá. Sí, los veo, pero van a descargar basura, lo hacen cada tanto. Tu hermana debe seguir dormida. Te prometo una cosa, mañana temprano, le voy a pedir a tu mamá, que me deje a Mirta por el fin de semana para que se reponga con nosotras, ¿Qué te parece? Ahora vamos a comer. A Camila le brillaron los ojos. ¿De verdad la vas a traer?

YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA

124


125


P

avel conoció a Amalia de una manera totalmente fortuita. Sucedió durante un recital poético colectivo que él había organizado. Una de las participantes le dijo al oído que otra de las poetas no vendría; había sufrido

un pequeño accidente de tráfico. En aquel preciso instante, otro de los poetas, Anton Kirchen, le presentaba a una de las personas que acudiría a la lectura de los poemas de aquellos seis poetas, cinco argentinos y un polaco, el propio Pavel. —Pavel, ella es Amalia —le presentaron. En cuanto le presentaron a aquella mujer morena, de rizos rebeldes, él le preguntó: —¿Y tú escribes poesía? Ella se quedó paralizada un instante. Pestañeó dos veces y sonriendo le dijo: —Sí. —¿Te gustaría leer hoy aquí? Nuevamente ella vaciló. Luego dijo: —Me encantaría —y creó la sonrisa más grande de la noche. Y fue así como Pavel y Amalia se conocieron y descubrieron aquel vínculo común: la poesía. * Pavel era polaco de nacimiento, hijo de una española y un polaco. Hacía muchos años que vivía en Berlín, donde había creado un colectivo poético de escritores en lengua española. Con el tiempo había llegado a crear una pequeña editora personal, donde publicaba poetas que le gustaban, siempre en español. La vivienda y la editorial estaban en su apartamento de la Vinetastraße en el barrio de Pankow. Había viajado a Argentina por su trabajo, él era ingeniero informático y lo habían invitado a desarrollar un proyecto con algunos colegas de la capital argentina, para lo cual se quedaría allí dos meses. Aunque le gustara su trabajo, la poesía era su pasión, tanto que no quería morir sin haber creado un programa que escribiera poesía de calidad suficiente como para ganar un premio literario. Amalia acababa de salir de una relación de casi veinte años que le había dejado el alma marcada de cicatrices que intentaba esconder a todos, con su autoestima hecha trizas. Aquella misma tarde aún ni sabía si aceptaría la invitación de Anton Kirchen para acudir a la lectura poética. Como tantas otras veces, preguntó a su abuela muerta, aquel fantasma que siempre la acompañaba, pero mientras esperaba una señal, algún tipo de comunicación de ella, se plantó delante del local donde tendría lugar la lectura 126


poética. Tal vez la abuela sí había respondido y la había conducido hasta allí. * Aquella misma noche, tras la lectura, Amalia llevó a Pavel a un local donde se bailaba salsa todos los viernes en el barrio de Palermo. Después, ella lo condujo a su casa, en la calle Reconquista, donde él había alquilado un apartamento para aquellos dos meses. Desde aquel momento, comenzaron a encontrarse. Disfrutaban juntos de la poesía. Él, para ella, era poesía hecha carne. Sin ser consciente del todo, ella empezó a enamorarse —de él o de lo que escribía—. A menudo le preguntaba a la abuela fantasma, pero ella, en momentos así, permanecía muda. Amalia comenzó a sacar sus escritos del cajón y a compartirlos con Pavel. Además, le habló de su abuela muerta con quien hablaba constantemente, de su vida desigual, pero nunca le decía el nombre de persona alguna de su entorno, de sus ex, de sus amigos. A todos ellos se refería con números o referentes: mi primer ex —el principal, el que le jodió la vida—, mi ex de la universidad, mi ex de la oficina. Cuando él le preguntaba por los nombres de ellos, ella solo decía: «Si yo les diese nombre, ellos volverían a mi vida». * Un día cualquiera, mientras miraba por la ventana de la cocina hacia el jardín de su apartamento, sintió la necesidad de escribir lo que dentro le bullía. Lo escribió en inglés: Who on Earth are you? ... wrong question... it was not on Earth you were conceived ... who in Heavens are you? Después preguntó a su abuela fantasma: «¿Te gusta él?». Sin embargo, no tuvo tiempo de esperar respuesta. En ese preciso instante le llegó un mensaje de él invitándola a tomar una medialuna con café en el Amarradero. Ella le dijo enseguida que sí. 127


* Un día él de repente le dijo: —Te quiero. Ella no supo reaccionar. Sus ojos eran emoción. El amor resbalaba por los bordes, pero las palabras, ay las palabras, se le quedaron dentro, como siempre. Y se quedaron dentro para siempre, porque ella nunca fue capaz de responder. Sin embargo, él le decía: —No me importa si no me dices que me quieres, porque ya lo dicen tus ojos. Tanto estudiar psicología para aconsejar a la gente no le estaba sirviendo a ella misma ahora de nada, porque era como un libro abierto. Ojalá que fuera un libro de poemas para, al menos, dejar abiertas las interpretaciones de las metáforas de sus ojos. Amalia amaba a aquel hombre. Dejó escrito en su diario algo que solo ella iba a reconocer en su interior, porque a nadie iba a hablar de eso, redactado en tercera persona, si por casualidad tuviera que negar su autoría. Sin embargo, su diario era su lugar más íntimo. » Ella llega a un recital de poesía solo para escuchar, pero termina leyendo en la mesa junto con cinco poetas más, uno de ellos extranjero que, de un día para el otro, se hace su editor con entusiasmo, pasión y amor por su arte y su persona. Ella se enfrenta a todos sus fantasmas más oscuros y más recónditos, insospechados y silenciosos. Aquellos que la hicieron creer que ser escritor no era sino una fantasía infantil. » El extranjero la declara poeta, como antes hicieron otros, su ex-pareja por ejemplo, y aún algunos más, pero nunca les dio crédito porque no había creído en ellos, pero sobre todo por no creer en sí misma. » Pero hoy cree. Cree, aunque sea tan inverosímil. Fue difícil. Debió vencerse nuevamente. Pero ahí está, para encaramarse hasta lo alto de la ola que sabe que llegó para llevársela exclusivamente consigo. » Cierra los ojos. Se arriesga y se deja llevar. » Y todo cuanto fue dolor, frustración, confusión, es ahora una masa sangrante que emerge bajo capas de membranas entre los primeros estertores de la vida. Un día, Pavel encontró ese fragmento en su correo electrónico. Fue muchos meses después de haber conocido a Amalia. Ella se lo había enviado como una prueba de sus sentimientos, pero a él, por alguna extraña razón, se le había pasado desapercibido. Hasta que lo vio por casualidad, buscando otras cosas en su correo 128


electrónico, porque él no borraba nada. Precisamente, como era un correo electrónico, no pudo hacer añicos el texto como habría hecho si fuera un correo en papel. Eran otros tiempos. La palabra se había vuelto electrónica. * Aquella mañana, Amalia recibió en su móvil una de las mejores sorpresas de su vida. Se trataba de la capa de su libro de poemas. Sin decirle nada, Pavel había maquetado el libro, había mandado a una imprenta allí mismo en Buenos Aires y había hecho las copias de su poemario. —¿Por qué hacés esto? —preguntó ella. —Porque te quiero. —Sos mi ángel. Sí, sos un ángel. —Quiero que vengas a vivir conmigo a Berlín. —¿Berlín? Siempre había sido su sueño ir a vivir a Europa. Y Berlín era precisamente la ciudad que ella habría escogido sin pensárselo dos veces. Comenzaron a hacer planes. Las cosas se aceleraron porque ella perdió el trabajo. —¿Ves? —comentó él—. Es una señal del universo. Tu lugar está conmigo en Berlín. Todo parecía ser así. El entusiasmo creció en ella. Para siempre quedaban en su memoria aquellos momentos interminables de silencio, con ambos abrazados, cuando Pavel ocultaba su rostro en el cabello de ella, donde parecía alcanzar otra dimensión, en aquella floresta de rizos, para acabar diciéndole: «Quiero ser el único habitante de tu cabello». El culmen de la felicidad fue cuando presentaron el poemario de ella en un local de la calle Viamonte. No es que hubiera mucho público, pero el hecho de presentar aquel poemario con el hombre que amaba y ser reconocida como poeta, supuso para ella una nueva etapa en su vida. * En el aeropuerto, Pavel esperó durante horas a Amalia. Él había llegado con mucha antelación, pero ella no daba señales de vida. La llamó. No respondía. Durante una hora, la llamó alrededor de quince veces. Nada. Envió mensajes, veintitantos. Nada. El avión iba a partir. No podía perder aquel vuelo. Embarcó sin ella, con el alma hecha pedazos. Durante el vuelo, además de llorar, se preguntó cuáles eran los 129


motivos por los que ella no apareció en el aeropuerto. Pensó en todo: una crisis de ansiedad, arrepentimiento, reencuentro con su ex que la había convencido para quedarse con él, ataques de locura. Durante los días siguientes a su llegada a Berlín, aún le escribió, pero no obtuvo respuesta alguna de ella. No conseguía entender aquel comportamiento, pero la vida proseguía y él tenía que superar aquella situación, porque Buenos Aires quedaba muy lejos y su corazón no podía quedarse allí secuestrado. * Aquella mañana de la partida, Amalia sí estaba lista para irse. Tiraba de la inmensa maleta hacia fuera y un taxi estaba fuera esperándola para llevarla al aeropuerto de Ezeiza. Cuando llegó a la salita de la casa, vio a la abuela sentada en el sofá. La vieja sonreía como una niña que sabe un secreto que nadie más conoce. El rostro fulgurante de Amalia perdió su expresión cuando la abuela le dijo desde el sofá: —Ay, mi niña, ¿llevás todo con vos? —Claro. —¿Y el pasaporte? Amalia se llevó la mano al bolso de la chaqueta. No estaba allí. —¿Ves? Ahora, buscá, buscá... Y la abuela se rio a carcajadas, contenta, porque volvía a tener el control. * Dos meses después de que Pavel publicara su historia con Amalia, recibió finalmente un mensaje de ella a través de una amiga común. Amalia le decía: «No entiendo cómo pudiste ser tan desalmado y escribir ese final de nuestra historia. Tú ni te imaginas lo que de verdad pasó. Te inventaste un final infantil, que pretendió ser chistoso, pero que infelizmente resultó ridículo. Es triste que no entiendas nada». Por el mismo canal, a través de la amiga común, Pavel respondió: «Con gusto yo cambiaría el final de la historia si tú me contaras qué fue lo que realmente pasó, si supiera por qué no viniste aquel día al aeropuerto y nunca respondiste a mis mensajes». Sin embargo Pavel nunca obtuvo respuesta y la historia se queda con el final inalterado. Tal vez, después de todo, solo la abuela muerta supiera realmente qué fue lo que se pasó por la cabeza de Amalia.

FRANZ FERENTZ

España

Blog: http://slonek.blogspot.com.ar/ 130


131


C

onseguir los boletos fue muy difícil; se los compré a un revendedor afuera de la arena, pero la verdad vale la pena el gasto. Mi mujer, en un principio, no quería venir pero con bastante esfuerzo la convencí de asistir.

El cuadrilátero es lo primero que uno ve al entrar y mientras espero a que nos lleven a nuestros lugares miro la arena con atención, veo las rejas de protección colocadas para evitar que los espectadores les avienten algo a los contendientes, como antaño, que no faltaba el gracioso que arrojaba algún líquido personal a los que estaban abajo. Ya en nuestros lugares, cuarta fila desde el ring hacia atrás, veo a las demás personas que nos rodean, todos están platicando de lo que se espera de esta pelea, mi esposa me da su opinión también. Después de quince minutos, se apagan las luces y por los altavoces se escucha la voz del anunciador, de pie en el centro del ring vestido con un traje negro y un micrófono en la mano. —¡Damas y caballeros! ¡Bienvenidos a nuestro evento especial! Veo como alrededor de mí la multitud comienza a emocionarse. —¡Pelearán a una sola caída! ¡Sin límite de tiempo por el título nacional! ¡En la esquina izquierda Rodolfo Pérez! Desde los vestidores sale un tipo de aproximadamente treinta años, se ve que tiene buena condición física, cabello negro y lacio, en persona luce menos alto que en la televisión. Desde lo alto se escucha la porra a su favor, Rodolfo levanta la vista con la cara sonriente y en muestra de optimismo levanta su mano cerrada con el pulgar hacia arriba. —¡Y en la esquina izquierda, Ernesto Gómez! Veo salir de los vestidores a mi gallo, alto, fornido. Tanto mi esposa como yo gritamos su nombre y me pierdo entre las voces de los demás. —Tengo la confianza de que ganará esta lucha —escucho que grita mi mujer. En cuanto los dos están arriba del ring y con el anunciador ya abajo, les ponen una jaula para evitar que alguno salga huyendo. Suena la campana, inicia la pelea; los dos contendientes se miden dando vueltas como perros: viéndose, midiéndose y mostrando los dientes. —Ya dejen de danzar mujercitas —grita un hombre desde atrás. 132


Rodolfo es quien da el primer golpe, se lo da con el puño cerrado, de lleno en la boca del estómago. La multitud que lo apoya ruge, pero Ernesto le responde con un puñetazo en pleno rostro. Han pasado apenas dos minutos desde el inicio de la pelea cuando abren una pequeña puerta y meten una caja de zapatos. Todos sabemos la función que tiene dicha caja, pero como siempre, es una sorpresa el contenido que trae. En estas luchas se hizo tradición que en las cajas hubieran utensilios tan útiles como cuchillos, navajas, gas pimienta. En fin, luego nos sorprenden los organizadores con cada objeto que meten en las cajas. Pero también puede ser un objeto inútil como, alguna vez lo hicieron, un par de zapatos, unas vendas o revistas. Los revólveres y el gas venenoso, este último el más maldito de todos, porque al abrir la caja le daba de lleno en plena cara, fueron desechados, ya que le quitaban sabor al encuentro. Ernesto aprovecha el aturdimiento de Rodolfo y va por la caja, Rodolfo reacciona y le da una patada por la espalda empujándolo hacia la reja y comienza a golpearlo en los costados. Ernesto da un giro y aprovecha para darle un codazo en la cabeza a Rodolfo Los abucheos y los gritos de apoyo inundan la arena. —¡Ernesto respeta a tu padre! —grita una mujer ya de unos sesenta años. —¡Acaba con él! —vocifera un joven con una playera con la imagen del rostro de Ernesto. Mientras tanto en el ring veo como Ernesto abre la caja y saca una tapa, ve venir a su rival e instintivamente se la avienta a la altura de la cabeza. Rodolfo la esquiva, Ernesto toma la caja y la desbarata en la cabeza de su contrincante. Rodolfo retrocede, tratando de ver en donde quedó la tapa. En ese momento meten otra caja sorpresa del lado contrario de donde están los dos peleadores. Corren en dirección de la caja, Rodolfo la patea y empuja a un lado a Ernesto, va por la caja y saca un bisturí. Ernesto toma la tapa y la usa como un escudo. He de admitir que se ve muy cómico con un escudo de ese tamaño, mientras que Rodolfo sopesa el bisturí en una y luego en otra mano, finalmente se queda en la mano izquierda. Los dos se ven y avanzan, uno tratando de protegerse y el otro tratando de 133


cortar carne. Rodolfo hace una finta con el bisturí y le da un puñetazo en el rostro, Ernesto trata de retroceder evitando un corte. Meten una tercera caja sorpresa, los dos lucen cansados y apenas han transcurrido diez minutos. Cuando Ernesto voltea a ver dónde está la caja, Rodolfo aprovecha su distracción, le da una patada en la espinilla, le da un puñetazo en el rostro nuevamente y trata de enterrar el bisturí. Comienza a correr la sangre, el público se emociona, grita enardecido por la vista de la sangre y los últimos intentos de Ernesto por defenderse. Y mientras todos alrededor se levantan a ver el final de la pelea, yo me dejo caer en el asiento, siento como mi esposa apoya su mano sobre mi brazo y pienso que estas elecciones no estuvieron tan mal y que Rodolfo Pérez será un buen presidente de la Nación.

LUIS IVAN AMARO DIAZ CONTI

México

Twitter: @Erlik02 Instagram: erlik01

134


135


H

oy solo me queda una certeza, que el olvido no existe, y que si alguna vez te cruzo por la calle, no voy a detenerme. Porque aunque el olvido no exista, ya jamás podre recordar tu rostro, porque nunca supe en verdad quien fuiste, y por ese motivo, nunca más podre reconocerte. Cuando

me hablaste por última vez tenías la mirada muerta, los ojos ahuecados como dos cavernas. Llorabas, pero tus lágrimas estaban secas; pero claro que lloraste, porque sabías que no ibas a volver. Nunca me lo dijiste, pero no hacía falta, si era algo que yo ya tenía asumido. No existía ninguna sorpresa en tu huida, siempre supe que te marcharías, que te escaparías, como siempre supe de tus mentiras, de tus engaños. Y no hablo del engaño con otro hombre, sino que me engañaste con tu vida, con tu pasado, y hasta con la predicción de tu futuro. Y hoy la piel se me eriza al recordarte, al sentir el aroma de tú piel en cada mujer que cruzo. Y lloro como un niño, mis lágrimas arden quemando mi piel y lo que queda de mi alma, esa que vos te llevaste el día que te marchaste. No como las tuyas, que ni siquiera sabían a sal. Porque besé tus ojos cuando lloraste, esas dos inmensas cavernas tratando de encontrar el sabor del dolor, pero tus lágrimas nunca me supieron al dolor. ¿Cómo se puede llorar sin sentirlo?, y yo ¿cómo pude aceptar todo aquel perverso juego? Fingías una vida que no tenías, un mundo que no existía, y yo, fingía que de nada me daba cuenta. Cuántas veces habré pensado: “si te dejo hablar, si te dejo caminar por el filo del engaño, es porque no quiero ponerte en evidencia, tal vez mañana recapacites”, creyendo que de aquella forma te ayudaba en algo. Pero lo peor de todo fue que vos siempre tuviste presente que yo sabía que mentías, y me dejaste caminar por esa cornisa del engaño tácitamente pactado. Pero un día te fuiste, y yo jamás salí a buscarte. ¿Qué sentido tendría hacerlo? Lo que si no pude evitar, fue hablar de vos, no de manera despectiva, sino que necesitaba exorcizarte de mi vida de alguna forma. Hablé de vos con todo el mundo. Extraña forma de querer olvidarte, de sacarte de mi vida. Pero era la única forma de apagar el dolor de aquello que se había destruido en nuestras vidas antes de empezar a ser construido.

JAVIER JUST

Argentina

136


137


C

aminaba por la calle, en la ruidosa noche del fin de semana, cuando vi el nuevo bar «La Gruta de Pan». Por fuera revestido de piedra asemejando una cueva, el cartel de madera sostenido por la mano del sátiro Pan,

mientras que con la otra tocaba el trasero de una ninfa. Por dentro casi una auténtica gruta umbría; con algunas caídas de agua, estalactitas y estalagmitas y al fondo las mesas y las sillas atendidas con chicas disfrazadas de ninfas. Indudablemente el dueño del bar era muy creativo y recreó el ambiente con esmero. Me senté en la barra y pedí un whiskey en las rocas, el barman me lo sirvió y empecé a observar lo que pasaba a mí alrededor, el ambiente era bastante alegre y relajado, pura música de flauta. Uno casi esperaba ver salir a Pan saltando y agarrando a las mesoneras con sus patas de cabra. Esa noche la farra duró hasta bastante tarde, el vino corría como agua pero yo me mantuve tranquilo y sonriendo con mis tragos de whiskey. Al día siguiente me dejé caer en el bar nuevamente, pero en la tarde. El sitio (aunque estaba abierto) se encontraba en silencio y el barman me dijo: —Amigo, es preferible que vuelva en la noche. Hoy serviremos el vino especial «La Vid de Pan», pero ahora le recomiendo que salga. A Pan no le gusta ser interrumpido en sus siestas. Extrañado por tan peculiar broma salí de ahí, pero la curiosidad me acicateó a volver en la noche. El barman me saludó como si yo fuera un asiduo del lugar y puso frente a mí una copa con el famoso vino. Al probarlo pude constatar que era claramente un Vino de Boutique, que son los vinos de producción casi artesanal, aunque dedicados al gran mercado; en la elaboración de este vino, se pone el énfasis casi absolutamente en la calidad sobre la cantidad, buscando que el producto tenga una notoria “personalidad”. Parecía que la reserva de la Vid de Pan era casi infinita, pues mi copa nunca estuvo vacía. Pero este vino pegaba duro en la cabeza. Las mesoneras empezaron a tomar delante de mí rasgos de ninfas reales, se veían más presentes que los clientes, como si halos de luz las rodearan. Ahora podía distinguir claramente cuáles eran las ninfas acuáticas, las de las montañas, las de los bosques y las de los árboles. Claramente coqueteaban con los clientes, pero no parecía que lo hicieran por el interés de que consumieran más vino, sino por el puro placer de la lujuria. Una de ellas se posó en mis piernas, su belleza era deslumbrante y lo único que reaccionó en mí fue mi miembro. No hablaba, solo me veía a los ojos y acariciaba mi rostro. Cuando 138


tomaba una de mis manos para colocarla en su seno, se sintió el retumbar de dos grandes cascos de caballo en el suelo. Había entrado un hombre descomunal con la parte inferior de macho cabrío, no un disfraz, pues hasta la cola movía. La algarabía se apoderó del lugar, silbidos y aplausos y justo delante de mí el Gran Dios Pan empezó a tocar su flauta y a bailar entre las ninfas que acudían en tropel. Solo la que estaba en mis piernas no volteaba a ver al sátiro y éste, con toda su inmensidad y tornándose violento de los celos, se acercó a nosotros. Haló a Siringa por el brazo (tal era el nombre de la ninfa) y la arrojó al suelo. Al ella chocar contra el suelo se convirtió en una vara de caña que Pan tomó, quebró entre sus grandes manos y empezó a soplar hasta que la convirtió en flauta. Como pude salí corriendo del bar, aunque al salir me encontrara en vez de calles, senderos entre el bosque. Corrí y troté por horas hasta caer rendido en el suelo y solo desperté cuando la luz del sol me pegó de lleno en la cara. Estaba como un mendigo, con la ropa sucia, tirado en una cuneta y con la botella de vino agarrada firmemente por el cuello. Caminé como pude hasta mi casa y sin pensar, coloqué la botella de vino en la mesa. Me bañé, me preparé un desayuno copioso y desperté de nuevo ya entrada la tarde. Las ideas que tenía sobre la noche anterior ya estaban bastante nebulosas, y hasta dudaba de mis propios recuerdos, ¿Un sátiro gigante?, ¿Ninfas?, lo más probable era que el vino artesanal que tomé hasta embriagarme tuviera alguna especie de alucinógeno en él, pues otra explicación lógica no podía hallar. En estas reflexiones andaba cuando vi la botella arriba de la mesa. Quedaba al menos lo suficiente como para tomar una copa y me la serví. Me lo tomé de un solo golpe, y no pasarían ni diez minutos cuando escuché en la calle el sonido de un par de cascos de caballo y el silbido de una flauta…

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

139


140


M

i abuelo nos llamó un día, reunió a todos sus nietos y nos dijo: Esta máquina es la máquina de la felicidad, eso sí, hay que saber usarla, con solo veinte centavos pueden transformar el mundo.

Todos quedamos paralizados y, llenos de estupor, nos abocamos a conocer ese

aparato tan mágico. Era muy grande, con hierros retorcidos que podían ser una escultura o una masa informe, según como se mirara. Lo que más llamaba la atención, además del tamaño, era su color azul violáceo con partes en naranjas furiosos que se perdían en su estructura. Los hierros iban y venían, subían y bajaban y en el centro, un círculo verde con una ranura por donde se insertaban las monedas, parecida al ombligo de un mono bebé. Algunos de los hierros terminaban en una especie de manija, que, al moverla cambiaba inmediatamente los colores de la máquina. Otros terminaban en una nube o una flor, pero siempre podían cambiar de lugar según donde estuviera ubicada la manija. Expectantes esperábamos turno. Cuando llegó el mío, me acerqué temblando y, al poner mis monedas, aparecieron: nubes, estrellas, muchos soles, barriletes, bolitas de colores, disfraces con lentejuelas, collares, anteojos aerodinámicos (al usarlos podías volar a cualquier lugar del mundo), zapatos con tacones de formas diferentes, libros con figuras de animales y de hadas, helados que no se derretían, golosinas, bicicletas con gomas que no se desinflaban, palabras que solo representaban. Sí, todo estaba permitido. Cuando terminamos de usar la máquina del abuelo, el cuarto estaba lleno de juguetes, la mejor juguetería del mundo, un zoológico, una heladería, un kiosco repleto de dulzuras. En los primeros momentos estábamos eufóricos de alegría, pero al rato ya no sabíamos qué comer o con qué jugar.

ANA MARÍA CAILLET BOIS

Argentina

Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois

141


142


E

n la clara mañana de un invierno informal, los destellos de sol que se colaban entre las grises nubes que abarcaban el cielo entraban sigilosamente por mi ventana, acercándose a mi cama con la intención de, tímidamente, calentarme un poco más. Sí, la temperatura era baja, pero a

medida que pasaban las horas, las nubes del firmamento daban más espacio a los rayos calientes del sol. Después de haber sido llamado un par de veces por mis padres para desayunar en la mesa familiar con ellos, decidí bajar, un poco molesto pues era fin de semana y para nosotros los niños, los fines de semana son días sin rutinas, sin horarios ni quehaceres. Tampoco hablo de diversión absoluta, pero dentro de lo que cabe, en mi familia, yo pretendía ser un anarquista, al menos los fines de semana. Con cara de pocos amigos, bajé a desayunar con mis padres y, esperando algo de sorpresa en la comida, solo tuve un plato de rutina acompañado con jugo de desenfreno, pues mis padres habían quedado con algunos de sus amigos para pasar el día con nosotros y efectivamente eso incluía una llegada muy temprana a la casa. Mientras mis padres se convertían en hormigas trabajadoras a lo largo de todas las habitaciones de nuestra pequeña casa y la apariencia de pulcritud se apoderaba de nuestras paredes, yo tuve que tomar una ducha, usar una ropa carcelaria y seguir al pie de la letra ciertas indicaciones que mi madre gritaba desde la sala. ¿Acaso el anarquismo no se puede tan siquiera practicar en casa? Soy un niño de diez años y la rebeldía es mi lema, solo que, con los padres, no hay lema que valga y eso es un poco frustrante, aunque debí decirles que los míos eran muy permisivos, pero en cuestiones de visitas de viejos amigos, nuestro hogar se convertía en un fuerte militar. Así que todo debía ser y hacerse de manera cronometrada y precisa, pues solo así lograrían disfrutar a plenitud sus incoherentes conversaciones. Ese día estaba yendo bien a pesar de mi malestar de la mañana, el cual no se había ido del todo. Pero el hecho de que mis padres no exigieran mucho antes de la visita, me daba cierta corazonada y no de las buenas. Pero no importa, la expectativa siempre es buena, o por lo menos para mí. Diez a.m. y suena el timbre de la casa. Como de costumbre, ya estaba sentado en el sofá, aguardando, ansioso y con un poco de sudor en las manos. Pensé en cómo era posible que fuera a estrechar mis manos sudadas con aquellas personas, se darían cuenta que estoy nervioso y esa primera impresión no iba conmigo. Entraron a la habitación, tres personajes que estarán en mi mente por siempre. De un salto me levanté y mi instinto anarquista se apoderó de mí y lancé una mirada 143


directa a los ojos de cada uno de ellos. El primero y más grande, un caballero con una larga barba y un cabello muy largo. No era tan viejo como aparentaba; la segunda, una dama, con un cabello muy blanco y rizado, sus ojos expresaban toda clase de conocimientos y muy pegada a ella, una niña de aspecto tímido, con unos pantalones raídos, pues esa era la moda, (yo llevaba unos iguales) y unos lentes oscuros que rehusó quitarse. Mis padres abrazaron con mucho afecto a los tres personajes, yo igualmente hice con los dos mayores, aunque con la niña, no pude hacerlo, pues sus lentes no me dejaban ver lo que pensaba, decidí solo estirar la mano lo cual ella aceptó y hasta ahí quedó nuestro primer encuentro. Al cabo de un buen rato, dentro de la conversación y la música de fondo que estábamos todos disfrutando, mi espíritu alegre y rebosante de imaginación, inocencia y curiosidad, quiso invitar a la tímida niña a caminar por el jardín y mostrarle mis juguetes. A fin de cuentas, entablar una conversación infantil iba a ser más provechosa que la que hacían los adultos. La niña, asombrosamente, aceptó y salimos al jardín, donde nuestros padres nos podían ver a través de las puertas corredizas de la sala. Por supuesto, comenzó nuestro segundo encuentro y para ser tan directo como me he caracterizado, solicité a la niña, que se quitara los lentes oscuros, pues había algo de nerviosismo en mi interior que no podía ser saciado hasta ver aquellas coloridas pupilas, ese gran iris negro y esas pestañas largas. A pesar de que la niña aceptó sin decir mucho, mi mente se sacudió de una manera increíble, pues sus pestañas estaban apagadas, sus pupilas eran negras al igual que su iris y la mirada perdida, aunque se dirigía hacia a mí, no la pude ubicar ni entender. No pude reaccionar más y me senté en la suave grama del jardín y dije “lo siento”. Ella sonrió y empezó de manera incontrolable a contarme su historia sobre sus padecimientos. En líneas generales, era una niña normal, pero sus ojos delataban fuertemente que no era común, al contrario, era tan extraordinaria que jamás la olvidaré. Sí, tenía un historial muy grande y peculiar acerca de ciertas enfermedades mentales, que la habían encarcelado en eso que ella era. Algo fabuloso, pensaba yo. Pero no era así, cada historia de esos encuentros con su doctor, sus tratamientos y cada inyección, eran cicatrices que ella jamás iba a olvidar. Su pasado, un estigma que llevará por siempre y una sociedad que nunca le dará 144


el respeto que se merece, sin embargo, éramos niños y para nosotros no existen barreras ni limitaciones a la hora de querer y respetar a los demás. La discriminación era una palabra que no había conocido y gracias a sus constantes visitas, mi anarquismo interior, mi niñez y mi concepto acerca de las personas que nos rodean, cambió. Mi mentalidad, sacudida en cada encuentro por sus relatos y anécdotas, que a modo de catarsis ella me contaba con una dulce voz, pero con una mirada tan perdida de la realidad, que solo muy dentro de ella misma, sería encontrada. A veces me siento en el jardín a jugar un poco con los insectos que allí habitan, pues creo que he conseguido debajo de un árbol cercano, un buen lugar para crearles un buen hábitat, y mientras juego con ellos y preparo su nuevo hogar, pienso en la próxima visita de la tímida niña de dulce voz y mirada perdida. Un fin de semana, cada quince días, charlamos y me entristece mucho no poder tenerle historias ni anécdotas increíbles, aunque sé que a ella no le importa, el simple hecho de poder ser escuchada y que de alguna manera encuentre aceptación con un niño de diez años, de ideologías anarquistas, la hace feliz. He ahí la razón de mi anarquismo que no es ir en contra de las reglas, es buscar, dentro del orden social, humano y sentimental, aquellas personas quebradas que merecen ser escuchadas y que alguien con rutinas, horarios y principios comunes, no tomará en cuenta. Con diez años y toda una labor incansable por delante. Los insectos, las personas con miradas perdidas y malestares personales, emocionales y mentales, serán mi prioridad; no lo común, no lo cotidiano, sino lo extraordinario que muestran las ventanas del alma, que, en el caso de mi compañera de fines de semana, son sus ojos. En las demás personas, sus cicatrices, su cabello, sus manos. El grito ahogado de ayuda, la necesidad de ser escuchado, solo unos pocos podremos estar lo suficientemente atentos para escucharlos. Solo presta atención, a lo mejor tú seas mi compañero anarquista también.

KRISTOFF ROJAS GÓMEZ

Venezuela

Instagram: https://www.instagram.com/krischinaski/ Facebook: https://www.facebook.com/kristoff.chinaski Twitter: https://twitter.com/KrisChinaski

145


Publicar en

EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL Invitamos a escritores (Género Cuento) a formar parte de nuestro próximo número. Los cuentos podrán ser o no inéditos, deberán estar escritos en castellano y su extensión deberá ser menor o igual a 2.000 palabras. El tema es libre. Las obras deberán enviarse por correo electrónico en archivo adjunto, formato word con asunto

REVISTA DIGITAL EL NARRATORIO Nro. 19 a: elnarratorioblog@gmail.com Deberá incluirse en el cuerpo del mail, nombre y nacionalidad de los autores y enlaces a sus páginas web y/o redes sociales. La publicación estará protegida con Creative Commons 3.0, donde se puede copiar, distribuir y comunicar libremente la obra sin fines comerciales ni obra derivada, reconociendo el crédito de los autores y la revista. Fecha límite: 31 de AGOSTO de 2017.-

146


ISSUU: www.issuu.com/elnarratorio BLOG: www.elnarratorio.blogspot.com Facebook: https://www.facebook.com/el.narratorio/ Twitter: @narratorioblog 147 E-mail: elnarratorioblog@gmail.com elnarratoriodigital@gmail.com


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.