Facetas 13 mayo 2017

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DOMINGO 11 DE JUNIO DE 2017 - IBAGUÉ

FACETAS JULIÁN TORRES ESCRITOR Y COMUNICADOR SOCIAL IBAGUEREÑO

Desde hace un tiempo, el cerro Pan de Azúcar de Ibagué ya no es el lugar que solía ser: uno de los grandes atractivos turísticos de la ciudad, al menos en los folletos guía. Un sitio para ir a elevar cometas en agosto, para subir con la familia los domingos o para andar de aquí para allá con los amigos, como acostumbraba a hacerlo Eduardo, desde que tenía uso de razón. Pero ese ya no es un plan recomendable, debido a la inseguridad que reina en el lugar; solo que Eduardo no se había percatado del riesgo o no había querido hacerlo, sino hasta la tarde de aquel 4 de febrero. Ese sábado, Eduardo y tres compañeros de la universidad: María, Henry y Miguel, se reunieron a las 3 de la tarde en la esquina de la calle 10 con Octava, entre el DAS y el Panóptico inconcluso, monumento a la desidia y a la corrupción. Los cuatro estudiantes debían preparar una exposición fotográfica y el martes anterior habían estado tomando imágenes por el sector de Belén, desde la 10, hasta el parque de la parroquia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Las imágenes les parecieron tan buenas, que decidieron recorrer todos los barrios aledaños para completar el trabajo. De pronto, Eduardo recordó que Miguel en días anteriores había sugerido la idea de subir al cerro Pan de Azúcar, para tomar fotos de la ciudad desde allí. De manera que, se lo había sugerido a Henry y decidieron ir, pese a cierta reticencia de María por subir a ese lugar.

- ¿En serio?- Preguntó Miguel. Entre incrédulo y sorprendido, pero con la curiosidad viva, pues nunca había estado en ese sitio. De manera que tomaron la calle 10 y desde las canchas del barrio 20 de Julio, comenzaron a tomar fotos María, Miguel y Eduardo, quienes llevaban cámaras y se las alternaban con Henry. De repente, al desviarse de la avenida 13 para llegar más rápido, María hizo una advertencia que resultaría profética. -Por allá nos van a robar. En ese momento, pese a que se precia de ser un precavido psicorrígido, Eduardo no advirtió la carga de intuición femenina contenida en aquellas palabras y se limitó a responderle: -No sea paranoica. Avanzaron en dirección a su destino, registrando cada vez más casas, más calles, más vistas. Subieron por la cuesta que va a Ancón, sin advertir todos los ojos que ya tenían puestos encima; sin darse cuenta de que hasta los árboles espiaban y que aquel sujeto de buzo azul a rayas no estaba por ahí de casualidad, a pesar de lo indiferente que lucía. Aún antes de iniciar el ascenso hicieron una pausa y se aprestaron a subir parsimoniosamente. No faltaron las preguntas de Henry y Miguel: “¿Seguro que por aquí no roban?”. Pero Eduardo resolvió las dudas con una fórmula general: “Por acá sólo es peligroso de noche”. Y basaba su deducción en los años que llevaba viviendo en el sector. -Me la pasé en ese cerro

la mitad de mi infancia.- suele decir. El lugar lucía desolado desde el principio, cosa que a María no le daba buena espina. Pero de todas formas avanzaron. Ninguno, aparte de Eduardo, había estado nunca en aquel lugar. Miguel pensó que era un lugar espléndido. Eduardo, quien avanzaba adelante, se sentía seguro. De pronto, casi en la cima, dos señores, que parecían ser un matrimonio, aparecieron como de la nada; María estuvo a punto de devolverse, pero Miguel la detuvo. La pareja, devota de la Virgen, estaba en su labor de embellecer el sitio con plantas florales y ambos los invitaron a colaborar cuando les fuese posible. Temiendo que los pusieran a trabajar gratis en labores de jardinería, se apresuraron a iniciar su sesión de fotos panorámicas. La vista era genial. El Sol estaba parcialmente cubierto, pero sus rayos eran visibles por entre las nubes y los tonos entre azulosos y grises del sur y de las montañas del Cañón del Combeima registraban muy bien en las cámaras. Además, la perspectiva del monumento a la Virgen ofrecía buenos contrapicados. Siempre custodiando el lugar, sobreviviente a varios sismos, al paso de los años y testigo de tantas cosas, como la que estaba a punto de ocurrir. Cuando volvieron a subir los jardineros de la Virgen, no estaban solos: un joven bajito, gordo, de ojos achinados y dientes prominentes los acompañaba, aparentemente con el ánimo de ayudarles, pero lo cierto es que

no les quitó la vista de encima a los estudiantes y sus cámaras. María adquirió una expresión de preocupación, a pesar de que no lo dijo. En tanto Miguel y Henry tomaban fotos a más no poder. En cierto momento, Eduardo se detuvo, ante la mirada de aquel sujeto a quien recordaba haber visto por el barrio alguna vez y aunque su estado de paranoia recurrente estuvo a punto de activarse, no lo hizo, quizá por la certidumbre de que estaba en uno de los pocos sitios donde se había sentido seguro desde que era un niño. Eran las 4:30 cuando decidieron irse, en un estado de alarma silenciosa, aunque ninguno lo exteriorizó. Era evidente que la presencia del dientón no era normal y todos lo habían advertido. Se despidieron de los señores y apresuraron el paso. Ya era tarde. Cuando doblaron en la primera sección de gradas, el “ayudante” de jardinería les dio alcance y le preguntó la hora a Miguel, quien iba de último. El respondió que no sabía, pero que debían ser casi las 5. Apresuraron el paso lo más que pudieron y el sujeto bajó tras ellos. Hicieron el segundo giro y casi corriendo, en un estado ya de pánico, Eduardo y María se adelantaron, pero alcanzaron a darse cuenta de que un segundo sujeto se abrió paso de entre los árboles y los alcanzó, luego les cerró el paso. Con unos movimientos tan rápidos, como estudiados, le puso un cuchillo “mataganado” a Eduardo en el cuello y dio la orden:

r a c ú z A e d n a P o v El nue cal

Una crónica lo

HÉLMER PARRA - EL NUEVO DÍA

“Entrégueme la cámara”. Era el sujeto que vieron abajo, de buso azul a rayas. Más alto y delgado que el otro, moreno, de mirada matrera. María y Henry, sin saber cómo, lograron adelantarse, movidos más por el instinto de conservación que por el de solidaridad, aunque con la idea de buscar ayuda. Mientras, Miguel se quedó a encararlos. Eduardo permaneció como petrificado unos momentos, hasta que pudo reaccionar. A la segunda orden, el ladrón dejó ver qué tan en serio iba, así que Eduardo abrió su maletín y buscó torpemente la cámara Kodak y dejó caer su saco, al segundo intento, la encontró y se la entregó, mientras observó cómo se apoderaba de la prenda, esculcando además el bolsillo izquierdo de su jean, del que extrajo un viejo celular Siemens, al tiempo que se quedó también con la cámara Canon de Miguel, quien indignado le gritó que lo esculcara, ante la pregunta de “¿qué más tiene?”. Fue un error. El ladrón en efecto le revisó los bolsillos y extrajo 50.000 pesos. Miguel se quedó gritándoles cosas, mientras el ladrón se retiraba con su botín. Pero Eduardo no había dejado de observar su saco y pensó que era el colmo que se quedara con él, así que le pidió que se lo devolviera. Lo tiró al piso y se devolvió por donde había salido. En tanto, el gordo, bajito, que había estado observando cómo procedía su cómplice, se quedó un momento allí inmóvil.

Miguel le lanzó un reproche: “¿Usted por qué está en esto?”. El ladrón permaneció allí. Eduardo se quedaría con la imagen de aquella mirada y la respuesta más cínica que jamás hubiera escuchado: “Yo no sé nada”. De inmediato dio vuelta y alargó el paso. Miguel y Eduardo bajaron corriendo. En la calle, María parecía ahogada en su propio llanto. Jamás había vivido algo así. Ella y Henry habían captado la atención de algunos curiosos que se quedaron a ver qué pasaba, pero era como si no escucharan, sólo miraban. Entre ellos, el señor de las flores, que había bajado a buscar más planticas a su camioneta. Pese a lo que vio, no hizo nada y siguió su camino con la mayor indiferencia. Se dirigieron de inmediato al CAI de policía, distante sólo tres cuadras. La respuesta no pudo ser más olímpica: “La patrulla estaba ocupada atendiendo una emergencia. Además, el cerro tenía muchas salidas y para ese momento, los ladrones ya debían ir lejos”. La auxiliar bachiller de la estación permanecía hablando por teléfono con su mamá. Quizá lo que más indignación causó a Miguel fue el tono de reproche de los auxiliares al decirles que debieron ir antes a pedir compañía para subir al cerro. Eduardo pensó solo en ese momento que tenían razón y que todo había sido su culpa. Debió prever lo que había de suceder, de hecho sí pensó por un momento en pedir la compañía de policías, pero su seguridad, basada en la emotividad, frenó su sentido

común. Henry le salió al paso: “La culpa es de todos, la decisión de ir la tomó el grupo”. En ese momento, porque Henry lo señaló, Eduardo descubrió que tenía una pequeña cortada en el cuello, pero no le dolía. La conmoción lo había anestesiado. Miguel, el más explosivo, tuvo que ver con impotencia cómo no sólo no habría forma de recuperar lo perdido, sino que las autoridades no harían algo al respecto. Entre tanto, María sufría otro episodio nervioso, al narrarle por celular a su mamá lo ocurrido. A las 7 de la noche, en su casa, Eduardo no dejaba de dar vueltas al asunto, no solo porque la cámara digital fue adquirida con mucho esfuerzo y reponerla no sería fácil, sino además estaba lo que perdió Miguel, la profanación de un lugar que significaba mucho para él, al menos hasta ese día. Pero lo que más le preocupó entonces fue su seguridad. Ahora, ¿cómo iba a llegar todas las noches a su casa? Porque debería pasar muy cerca del lugar donde los robaron y su paranoia se había exacerbado. Decidió ir de nuevo al CAI a exponer su preocupación a quienes, se supone, deberían garantizarle seguridad. Lo recibió el subcomandante de la estación, quien no hizo más que repetir lo que ya se había dicho sobre el robo y hacer preguntas que volvían a lo mismo. Al final, cerró con un discurso bien ensayado: “Estaremos haciendo rondas, ya identificamos algunos sectores. Pero necesitamos la colaboración de ustedes”. Desde ese día, Eduardo ha visto algu-

nas veces parejas de auxiliares bachilleres haciendo sus rondas por el sector. Sin embargo, él cambió su ruta. Ha preferido caminar un poco más saliendo de la Universidad del Tolima por las noches, que llegando a su propia casa. Sabe que los ladrones son del barrio y no quisiera volver a encontrárselos. -El muelón se llama Víctor, yo lo conozco- ha dicho Juan Pablo, un amigo de Eduardo, quien se precia de nunca haber sido robado en el sector. - Yo sé dónde vive ese chino, tuvo que ver en el robo del celular, por el que mataron a ese muchacho el primero de enero- asegura Diana, la vecina que representa a la cuadra ante la Junta de Acción Comunal, quien con su alharaca natural, le ha manifestado el caso a la comandante del CAI de Ancón. Además, María escuchó algún comentario al respecto en una emisora juvenil, en que se resaltaba que era el colmo que no se hiciera nada al respecto. Eso fue todo lo que pasó en cuanto al episodio que los cuatro estudiantes quieren olvidar. Para Eduardo, ese lugar donde creció y se divirtió, tan lleno de recuerdos, ya no existe. El cerro de sus afectos se lo cambiaron y lo peor es que no se dio cuenta de en qué momento sucedió. El otro, el viejo, era el Pan de Azúcar; éste, el nuevo, es un Pan de Vinagre, un lugar hostil al que ya no quiere volver. Su lugar recordado es sólo eso, un recuerdo. Ahora prefiere evitar pasar por allí e ignorar ese lugar, a pesar de que se lo encuentra de frente todos los días cuando sale de su casa.


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