Facetas - julio 24 de 2017

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DOMINGO 23 DE JULIO DE 2017 - IBAGUÉ

FACETAS

Ángel Sánchez Rivero ingresa a la Academia Canaria de la Lengua La Academia Canaria de la Lengua celebró, hace algunos días, la ceremonia de ingreso de Ángel Sánchez Rivero como numerario de la sección segunda, conformada por reconocidos escritores y estudiosos relevantes de la literatura de las Islas, en la Biblioteca Pública del Estado de Las Palmas de Gran Canaria. Ángel Sánchez Rivero (Gáldar, Gran Canaria, 1943) es poeta, narrador, ensayista y antropólogo, según recordaron desde la Academia. Cursó sus estudios de educación primaria y secundaria en Gáldar y en Las Palmas de Gran Canaria; también de alemán en la Deutsche Schule y de francés en la Alliance Française de la ciudad capitalina; y posteriormente, se especializó en Filología y Antropología en las universidades de La Laguna, Salamanca, Grenoble, Paris-Vincennes y Göttigen. Inmerso en la renovación creadora de los años 60 y 70, siempre muy independiente, su poesía destaca por su fuerza experimental y por dejar atrás tradiciones y tópicos, según las mismas fuentes académicas. Si en el dominio de la poesía canaria puede mirar hacia la época de los conquistadores o hacia Bartolomé Cairasco de Figueroa, el poeta isleño del Siglo de Oro, su escritura opta por el mestizaje y la “mestura”. A partir de una voz que transita por las inquietudes fundacionales

de la poesía contemporánea bajo la conciencia de un “yo tardío”, en la línea de un Gottfried Benn, Ángel Sánchez se aleja de toda melancolía para no privarse de nada: referencias cruzadas e intertextuales, alusiones a escritores americanos, franceses o alemanes, roqueros radicales de su generación como Jimi Hendrix o alusiones cinematográficas. Su poesía, además, alcanza una proyección visual en su deseo de romper con el orden que impone el lenguaje verbal, objetivo cercano a los concretos brasileños. En narrativa, menos experimental, hace suyas tradiciones diversas, populares o universales, reinterpreta textos antiguos o funda historias que hablan de la compleja diversidad de lo canario. La obra ensayística e investigadora de Ángel Sánchez, aunque posee numerosos títulos inéditos, resulta fundamental para comprender el espacio cultural de las Islas Canarias.

El cuento Cuando los estudiantes oyeron, de boca de la maestra, la tarea para el lunes se les agrió la fiesta y el fin de semana, y a la cabeza de Juanito, el niño más aplicado de la clase, le dijeron a la maestra Fidelina. ¡Maestra! -hicieron una breve pausa para ponerse de acuerdo-. ¡Maestra Fidelina!, esa tarea es muy difícil y no sabemos cómo sacar el tiempo suficiente para pintar una hoja. ¡Ah! -dijo la maestra Fidelina-, y además deben dibujar la melodía que produce al roce con el viento. ¿¡Qué!? ¡Maestra! -gritaron todos. -Eso es imposible. Recuerde -dijo la maestra-, la nota de fin de año depende de ese dibujo. Suerte. Los muchachos se rascaron la cabeza y se miraron unos a otros, fijando en sus rostros tremenso desconcierto y tratando de coordinar ideas y planes para la gran labor que les había puesto la maestra; caminaron juntos, en especial el grupo de Juanito, que vivían por la misma acera de aquel recóndito barrio y solo y sin movimiento, como detenido en el tiempo y en la época de una sequía. Este barrio era distinto y quedaba en un pueblo también distinto, donde las calles estaban ahí, sin vida, sin horizonte, solas y quietas, como suspendidas en un agujero negro. Juanito acordó con sus compañeros que le diría a su padre lo de la tarea y que luego los buscaría para organizar las brigadas necesarias y así concretar la labor. Así fue que, cuando llegó el papá de Juanito a la casa lo recibió el alboroto de la madre, los hermanos, los tíos y los vecinos que aterrados no salían del asombro de semejante tarea que les había puesto la maestra Fidelina a sus alumnos, y don Colino, muy suspicaz y un poco calmado, les dijo: Bien, no hagan tanto escándalo que no es para tanto. -Y agregó-: Saldremos mañana a buscar esa hoja. ¿Dónde? -preguntaron todos asustados-, si por aquí no hay árboles. Lo sé -dijo Colino-, lo sé. Y en eso tenemos todos la culpa, porque desde hace muchos años hemos estado acabando con todo. Así que, muy por la madrugada, todos los alumnos de la clase de la profesora Fidelina, los padres de familia, las brigadas de socorro y los altos mandos ecológicos de la ciudad salieron con él a la cabeza en búsqueda del

último árbol del planeta. Horas y horas caminaron por un desierto, es decir por espacio lleno de arena, kilómetros bien largos de bancos de arena, un desierto que jamás la humanidad había imaginado; un pavoroso desierto, que nunca los otros niños de aquella época, que arrancaban y talaban los árboles, que destruían la hierba, maltrataban a los animales y que desperdiciaban el agua, llegaron a imaginar. Arena pura y seca, con piedras encima, reptiles patas arriba, es decir, muertos, culebras y sapos disecados, y nada de agua. Nada. El poco líquido que llevaban y que ahora producían con algún químico se les estaba agotando, pero seguían caminando en búsqueda del último árbol del planeta con la esperanza de encontrarlo en el próximo descenso, pero seguían bajando y subiendo y nada. En esas estaban, cuando les llegó la noche. La noche se les hizo eterna, no se oían como antes los grillos y las ranas, no sonaban los dindes rozándose el uno con el otro, no aullaban los lobos, ni se sentía el melódico canto del búho; una noche sin el encanto de otrora, cuando los enamorados se recostaban a mirar hacia el infinito, sobre una

El último árbol del planeta Manuel Montenegro Reyes*

suave colcha de hierba y que con el sabor y la dulzura del sentimiento se decían que se amaban; nada de eso se sintió en esta noche y solo utilizaban el tiempo esperando. Juanito caminó casi a tientas por un sendero que lo llevó a una hondonada y allí vio a un anciano, uno de los que lo acompañaban, en cunclillas mirando hacia el infinito. ¡Abuelo! -le dijo el niño-. Abuelo, ¿le pasa algo? Pero el señor no contestaba y parecía deambular mentalmente en algún abstracto pensamiento. ¡Abuelo! -repitió Juanito, ya más cerca-. ¿Necesita ayuda, abuelo? No, hijo -respondió el anciano de repente, sin dejar de mirar hacia el piso y sacando una manotada de arena-. No, Juanito -lo miró y en sus ojos aparecían sendas lágrimas que le rodaban por las mejillas. -Y entonces, abuelo, ¿por qué lloras? -De tristeza, hijo, de ber en lo que hemos convertido en planeta- hizo un leve suspiro y continuó: -Esto era un arroyuelo hermosolanzando la arena hacia las piedras -en cuya orilla crecían plantas y árboles que florecía hermosos. Aquí, hijo, venía yo a divertirme con los conejos y lagartijas. Veníamos varios niños a usted a bañarnos y a jugar. Las palabras del anciano hicieron que Juanito, en un pequeño sollozo, lo tomara del brazo cuando estaba a punto de llegar el día; estaban de nuevo en la soledad de ese reguero de piedras y arena sin esperanza alguna. Y siguieron caminando horas y horas, días y días, hasta que por fin Juanito, que iba a la cabeza, gritó: -¡El árbol!- Y sí, evidentemente ahí estaba, en una pequeña subida; ahí había un viejo abarco ya doblado y a punto de morir, con la última hoja también a punto de caer y todos se arrodillaron a mirar el último árbol del planeta, con la última hoja que tenía, y allí los niños empezaron a dibujarla justo y en el momento en que esta se desprendía y caía en una danza melancólica y profunda, que obligó a los niños a seguirla. Dicen que la siguieron por mucho tiempo, sin lograr jamás dibujarla, y que el metálico sonido que se escucha ahora y el susurro del viento que se esparce en forma distorsionada son las voces de los niños y la gente tratando de dibujar la hoja del último árbol del planeta. *Colaborador de este diario


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