Facetas 27 de Noviembre del 2016

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DOMINGO 27 DE NOVIEMBRE DE 2016 - IBAGUÉ

FACETAS Está amainando la tormenta. El hombre la ha observado por horas, acuclillado bajo una saliente de roca. Resopla al contemplar la inmensa nada en que se ha convertido el mundo y avanza dejando huellas arrastradas en el fango. A veces cae, debilitado por la falta de alimento, a veces grita, cuando observa en derredor. El erial se extiende monótono hasta alcanzar las montañas grisáceas sobre las que se acumula otra tormenta, después continúa hasta cruzarse con un pueblo abandonado. Lo sabe porque viene de esa dirección. Ningún ave atraviesa el cielo, ni siquiera un buitre. Sigue andando hasta que tropieza con los restos de un perro cubierto por larvas de mosca. Las observa reptando entre el poco pelaje que aún cubre huesos y vísceras. Después las siente retorciéndose en su boca, la forma obesa y blanda, las entrañas de sabor cáustico. Las encías le duelen. Traga un poco de lodo para mitigar el ardor, le sabe a hollín y lo hace vomitar. Tumbado boca arriba, observa la membrana de contaminación que cubre a las estrellas y el espectro del sol que se lleva la última claridad de la tarde tras la frontera oblicua y vacía del mundo. Presiente cientos de sombras vagando en la penumbra, generaciones y civilizaciones sepultadas en la demencia de esa nueva realidad, como si la maldad hubiese derrotado y esparcido el cuerpo del firmamento sobre la tierra en océanos de lluvia envenenada.

Flor (Del libro Rostros ocultos)

Este es uno de los cuentos del libro escrito por Jorge Romero Polanco, que recibió en 2013 el Premio Hugo Ruiz Rojas, de la Alcaldía de Ibagué.

desgreñada y pálida como la ceniza que se asentaba por doquier. Él buscó la esperanza en la mirada de la niña, en los gestos de la niña, en todo lo que se supone debe hacer un pequeño; pero solo halló los vestigios de una vida aguantada a la intemperie, sostenida por casualidades, por mendrugos encontrados en las alacenas de las casas o usurpados a las ratas y a los perros. Y algo más, un acto desesperado, evidenciado en huesos humanos descarnados y en el llanto de ella cuando él le preguntó qué había comido. Recuerda cómo se fueron agotando las reservas de alimento que encontró en un sótano cuya puerta, asegurada con cadenas, logró abrir después de varios minutos. Los insuficientes depósitos de agua y el cielo sin nubes. Miraron hacia las montañas y emprendieron la marcha tras la última bandada que avistaron volando a contraviento. -Yo te cuidaré -dijo él-. Las aves van en búsqueda de agua y comida.

Soy una larva y la tierra es un cuerpo en descomposición. ¿Cuándo vendrán los dioses a masticar mis restos?

-¿Aquí? -dijo la niña, y buscó en los bolsillos de su vestido y entregó un recorte de revista manchado de sudor y grasa, ajado y medio roto de tanto doblar y desdoblar.

La niña juega en su memoria. Él la descubrió cuando ella lo espiaba desde una ventana en aquel pueblo. Flaca,

Era la publicidad de un campo de golf: pequeños lagos azules, cercados por un césped de verde intenso. Al fondo, macizos de árboles frondosos bajo un cielo de nubes como penachos nuevos. -Sí -respondió él, cuando le devolvió el recorte-. Prometo que iremos a este lugar.

Y, por primera vez, la vio sonreír.

Llevaron alimentos enlatados y agua en cantimploras. La ausencia de lluvia los condenó a caminar por senderos de polvo; un par de harapientos peregrinos, cruzando campos marchitos y lechos arcillosos de otrora ríos y bosques en donde las hojas y ramas caían en terrones de pavesa. En las noches, sentados ante la fogata, él le hablaba de las estrellas, de los océanos y de las montañas coronadas de nieve perpetua. La niña decía: “Cuéntame el cuento del lago”. Ella siempre se alegraba al escuchar el final de la historia, cuando Odette y Siegfried y los cisnes se zambullían, nadaban y reían, felices para siempre. Luego dormía. El hombre la observaba largo rato, hasta que el fuego iba decayendo y la nada se abatía entre ellos. Entonces la escuchaba respirar, la veía sonreír y pensaba que la niña estaba soñando. Él deseaba que fuera así. Que los sueños la llevaran lejos de aquella oscuridad mortecina y su imaginación desenterrara los paraísos sepultados en la arena. Ella siempre despertaba antes que él, en el alba gris que bosquejaba la esterilidad circundante. “Háblame del lago”, decía, a modo de buenos días. Soñoliento, él, escudriñaba en las alturas y pensaba: Hoy tampoco lloverá. Y no llovió, no hasta que fue demasiado tarde. Destapó una lata de melocotones y se los dio a ella, que comió y bebió con una sonrisa en los labios. Los últimos melocotones del mundo. La última sonrisa del mundo. Cuatro días después, al despertarse, la encontró a unos treinta metros del campamento, acostada boca abajo y dando brazadas sobre los restos de un campo de sembradío arrasado por el fuego. -Ven, el agua está tan fresca... -La alzó y le limpió el rostro. Y supo lo que iba a pasar al sentir la fiebre. Después llovería. Cada día, siempre. Con el recorte hizo un barco de papel y lo colocó en las manos de la niña. -Descansa -dijo, al besarle la frente. Los relámpagos iluminan su semblante cubierto de lodo reseco y agrietado, que le confiere el aspecto de una antigua figura de arcilla y le hice pensar que ya no existen dioses que puedan insuflar el hálito vital a la tierra. Y que la raza que habitó y destruyó este mundo tampoco lo merece. Piensa que sin la niña no vale la pena y la rememora con fuerza, hasta el punto de casi verla de nuevo, escuchándola respirar en la profundidad de sus pensamientos. Come rodajas de carne de perro seca. Se dirige hacia la floresta situada en la ladera de una montaña cercana. En la distancia, los árboles parecen estambres renegridos enterrados en el baldío, las ramas como brazos calcinados en vano intento por protegerse de una lluvia de fuego. Camina sobre sus sombras proyectadas en la pendiente. Esqueletos de árboles recortados contra el cielo plomizo, sus siluetas exánimes sobre la ceniza, como si él estuviera en la línea de un espejo observando aquel escenario bifurcado en todas las gradaciones de la oscuridad y todo, en el cielo y la tierra, conspirase contra la cordura. Entonces la descubre: una flor solitaria mecida en una de las ramas. Color rojo, rojo brillante, un punto de luz en el ceniciento tono perenne. La observa por horas. La memoriza. Cae en cuenta de que nunca se había maravillado al

contemplar algo tan pequeño, algo que en el antiguo mundo solo era, para él, una trivialidad. -Una flor -repite como una letanía, como un ruego para despertar de una pesadilla que se ha prolongado por mucho tiempo-. Una flor... Rodea el tronco y descubre que no es el primero en avistarla: un hombre se ha descerrajado un tiro de escopeta en la cabeza y como un sacrificio, descansa en la base del árbol. Está cubierto de larvas. Se pregunta si su sangre corre por los pétalos de la flor, si de su corazón descompuesto han nacido las moscas que volarán por la tierra llevando consigo el polen y el mañana. Sangre y raíces. Polen. Quizá todavía queda esperanza. Recuerda a la niña ilusionada con el lago, el inmisericorde sol, los días de sed, el horizonte empañado enfermando la visita... Y luego la lluvia, como la contractora de la moneda con la que apuesta una deidad desquiciada. Se sienta junto al cuerpo, la espalda apoyada contra el árbol, los ojos a ratos fijos en la escopeta, a ratos extraviados en el horizonte que palidece en el atardecer. Una cortina de lluvia plomiza se cierne en la distancia, quizá sobre un barco de papel encallado en el fango. El cielo cada vez más lóbrego, iluminado por relámpagos, le hace imaginar la radiografía de un planeta atormentado por el cáncer, las espesas nubes oscuras como tumores y ningún resquicio de claridad que refute la teoría de que ha hecho metástasis y ya es demasiado tarde. Y sin embargo allí está la flor, resistiendo y ondeando sobre su cabeza, como el estandarte de un ejército que se niega a claudicar. “Estos cuentos suceden mientras el mundo se acaba. Esa consciencia de la degradación justifica las acciones de muchos de los personajes y entregan ese clima de fin del mundo (…).” Martha Valbuena Directora del taller Relata Liberatura Ibagué


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