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ColaborAN en este número:
José Abad, Patricia Almarcegui, Agustín Calvo Galán, Ronald Campos, Luis Chaves, Dorde Cuvardic García, Laureano Debat, Rodrigo Fernández, Aitor Francos, Alberto García-Teresa, Rafael Ángel Herra, Ana Istarú, Albert Lladó, Bernardita Maldonado, Mark Minnes, Mauricio Molina, José Ovejero, Ramón Pérez Parejo, Mario Portillo, José de María Romero Barea, Anna Rossell, Lexo Salazar, Alexánder Sánchez Mora, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, José Antonio Vila, Carlos Manuel Villalobos, Jorge Chen, Alí Víquez, Xemaska, Marian Zaragoza Imagen de portada y Dossier:
Rana verde de ojos rojos (Agalychnis callidryas). Fotografía de Lexo Salazar Editor:
Miguel Riera
Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Abril 2020
La literatura costarricense es una de las literaturas hispanoamericanas menos conocidas para el lector español. Lejos de la popularidad con la que cuentan otras literaturas del Cono Sur como la argentina, la peruana, la mexicana, la colombiana o la chilena, por ejemplo, también goza de menos celebridad que las de algunos de sus vecinos centroamericanos y antillanos como Cuba, Guatemala o Nicaragua. Sin embargo, la literatura costarricense goza de buena salud y cuenta con autores de renombre como Jorge Debravo, Yolanda Oreamuno o Carlos Salazar Herrera, y nuevos valores como Byron Salas o Carlos Manuel Fonseca. Desde Quimera. Revista de literatura hemos querido aproximar esta literatura al público español con un dossier, coordinado por Dorde Cuvardic García, Mario Martín Gijón y Ramón Pérez Parejo, que ofrece perspectivas y enfoques muy interesantes para un primer acercamiento. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA
Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
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Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos
El salón de los espejos
Einstein on the Beach
Entrevista a José Ovejero – 4
Eduardo Suárez Fernández-Miranda.
Entrevista a Albert Lladó – 7
Ayesta - Ferraté(r). La conexión barcelonesa – 48
Entrevista a Patricia Almarcegui – 11
El cielo raso
José de María Romero Barea. David Wojnarowicz: oler la flor, mientras se puede – 50
Literatura costarricense
El holandés errante
Dorde Cuvardic García.
Álex Chico. Un cuento oriental (Capítulo I) – 53
La literatura costarricense contemporánea – 16 Alexánder Sánchez Mora.
El ambigú
La narrativa costarricense de los años setenta.
Bernardita Maldonado:
Entre el desencanto y la experimentación – 20
Siberia. Un año después de Daniela Alcívar – 56
Ronald Campos.
Laureano Debat: Realidad en mono de Ale Oseguera – 57
La literatura LGBTIQ+ en Costa Rica – 23
Anna Rossell:
Carlos Manuel Villalobos. El suplicio de Kasandra.
Desierto sonoro de Valeria Luiselli – 58
Apuntes sobre la poesía actual de Costa Rica – 25
José Antonio Vila:
Jorge Chen. La poesía de Marjorie Ross,
Javier Pradera o el poder de la izquierda.
Arabella Salaverry y Rosita Kalina – 28
Medio siglo de cultura democrática de Jordi Gracia – 59
Mark Minnes. Desde el otro lado del espejo.
Alberto García-Teresa:
Quimera no retribuye las colaboraciones. Los
El cosmos literario de Fernando Contreras Castro – 31
Historia de la ciencia ficción española en la cultura
colaboradores aceptan que sus aportaciones
Entrevista a Ana Istarú – 35
o electrónicos, sin la autorización del editor.
aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene corresponden-
La vida breve
cia sobre los mismos. La revista no comparte
Alí Víquez. Planto del feo – 39
necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Rafael Ángel Herra – 44
El castillo de Barba Azul Breve muestra de poesía costarricense – 46
española de Teresa López-Pellisa (ed.) – 60 José de María Romero Barea: Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada de Theodor Adorno – 61 Agustín Calvo Galán: Versos aparte de Mario Míguez – 62 José Abad: Antes de la renuncia (Antología poética, 1976-1980) de José Gutiérrez – 63 Aitor Francos: Más allá de las ruinas de Ilia Galán – 64
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a José Ovejero Texto: Fernando Clemot Fotografía: Rodrigo Fernández
Insurrección (Galaxia Gutenberg) es la nueva novela de José Ovejero (Madrid, 1958). En ella se traza una conflictiva relación padre-hija a la vez que se plantean algunos de los principales problemas sociales del momento (paro, violencia, falta de vivienda, el movimiento okupa, la falta de objetivos en los jóvenes, etc.). Nos reunimos cerca de Malasaña con él para hablar sobre su novela y algunas cosas más.
Después de Los ángeles feroces (Galaxia Gutenberg, 2015), de La seducción (Galaxia Gutenberg, 2017) y del ensayo La ética de la crueldad (Anagrama, 2012) —con el que hay una analogía en la novela—, ¿qué proceso crees que te lleva a escribir Insurrección, tu última novela? Desde hace ya bastante tiempo, muchos de los temas que pueden ser centrales o accesorios en mi literatura son las diferentes formas de violencia. Se apuntaba en La ética de la crueldad como reflexión, en Los ángeles feroces está muy claro, cómo al ver al otro como una posible fuente de agresión generamos instintos o respuestas violentas, y aquí, en Insurrección, uno de los temas es nuestra relación con la violencia por parte de aquel que decide enfrentarse a las normas y enfrentarse al Estado. La violencia surge en algún momento. Como resistencia, también como una resistencia pasiva, aunque te mentiría si dijera que he escrito este libro para reflexionar sobre la violencia. Nunca trabajo así. Vivo en Lavapiés, veía las casas ocupadas, empecé a pensar cómo sería vivir allí y, a partir de ahí, empecé a imaginar la historia de un padre y una hija. Una hija que se va de casa a una casa ocupada; a partir de ahí empiezo a fabular y veo qué sucede. Siguiendo con los personajes, al leerlo me pareció que ninguno de ellos creaba con el lector una corriente total de empatía, que eran personajes con aristas, incómodos. Tanto Aitor como su hija, el hermano, el detective, la madre…
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Siempre he pensado que la empatía con los personajes en la literatura era un sillón demasiado cómodo. Nos permite estar tranquilos, vamos de la mano de un personaje, lo seguimos. Eso impide que se genere tensión con el personaje, lo que creo que es una fuente muy rica. Y desde un punto de vista ideológico también me parece demasiado cómodo, ya que no nos obliga a poner en tela de juicio nuestras asunciones. Todos tenemos una serie de prejuicios. No podemos tener una opinión compleja sobre todo, pero creo que está bien hacer que esos prejuicios se tambaleen, examinarlos; yo lo hago al escribir. Yo no voy con ningún personaje y quizá por eso no existe esa corriente que señalas, aunque, a su manera, todos buscan el afecto. Aitor es afectuoso con su hija aunque no la entiende, la hija busca afecto en otro lugar, en la casa ocupada, en nuevos compañeros de utopía… Los personajes son incómodos porque nunca acabamos de estar de acuerdo con ninguno de ellos al cien por cien y eso para mí está muy bien. Está el personaje de Alfon. ¿Cómo lo caracterizaste? Quería que tuviese una relación muy cercana con Ana, la hija, pero hubiera sido demasiado fácil convertirlo todo en una relación de pareja. Pensé que era mejor crear una relación totalmente distinta, por lo que debes crear un personaje completamente distinto. Aparecerá como un personaje asexual, con intereses literarios pero sin ningún deseo de que nada de aquello se publique. No quería que sólo fuera un personaje raro o peculiar. Prefiero que se dibuje como alguien que hace percibir que hay una herida más abajo. Ocurre igual que con Buster Keaton, que parece que no siente, pero sentimos que esconde ese mismo tipo de dolor escondido. Otro personaje que me ha llamado la atención es el de la madre, Isabel. Es un personaje que inicialmente parece secundario, entra, sale… En Los ángeles feroces, por ejemplo, hay un gran número de personajes de este estilo. Aunque yo esté en contra
También es un libro en que no hay escenas sexuales, pero sí se siente algo parecido a un latido sexual. Se diría que hay una posibilidad para que el sexo entre en la novela pero nunca entra. Yo al principio no me planteaba nada. Quería ver dónde me llevaba la imaginación y la observación. Ana tiene diecisiete años. Está cercana la tentación del sexo, pero cada vez que se me ocurría la posibilidad pensaba que no. No me interesaba en esta novela. Ella está en un momento muy particular y el sexo tampoco es lo que la mueve, su centro. Sí está obsesionada con el tema del afecto, que es mucho más amplio. En más de una ocasión tuve que resistirme a ir hacia una escena sexual. Parece que incluso podría haber una cierta tensión entre padre y la hija, pero no, no quería eso, no me interesaba para este libro. Se diría que el mundo que rodea a Ana está erotizado, pero esto no le incumbe a ella.
de esa empatía de la que te hablaba, decidí que hubiera otros personajes secundarios —Alfon, el detective— que, a pesar de entrar y salir, y no ser nunca el centro de atención, si tienen importancia. Que no sólo fueran esbozos para alimentar la trama. Se crean así unos momentos en que podemos entender o no entender a esos personajes laterales, lo que lo hace todavía más difícil, más complejo. Me gustan este tipo de personajes. El escenario: Lavapiés, el centro social, «el agujero», las kundas… ¿Tuviste un proceso en el que prestaste especial atención al escenario que querías mostrar? ¿Fue un proceso largo? ¿En qué te fijabas? En primer lugar yo no quería escribir la gran novela costumbrista sobre Lavapiés y pienso que todo lo que cuento podría ocurrir en cualquier otro sitio, en otra ciudad. Pese a eso, como vivo allí, cada vez que iba paseando me fijaba, iba mirando, y eso fue alimentando la novela. Creo que es positivo, porque sí quería que no fuera un mero espacio, sino que fuera un lugar, que es lo que Ana, la hija, busca. Ella busca un lugar donde habitar, no un espacio cualquiera. No es una chica que se va a un pueblo para vivir su utopía. Ella quiere ocupar el espacio. Para ello necesitaba detalles, que la vida de Ana estuviese directamente relacionada con el lugar.
También se diría que los sentimientos familiares están muy sujetos, como si nadie se dejara ir hacia lo sentimental. Quizá no en la relación del padre hacia la hija, pero en el resto (la madre y el hermano con ella y viceversa) sí se aprecia mucha distancia. Me salió así. No hubo una búsqueda para crear ese tipo de relaciones. Lo importante era que el padre, Aitor, sí buscase una relación con su hija muy distinta a la que él conoció. Su familia, la del padre, era gente muy fría, distante, sin ningún tipo de emoción, y él, aunque no lo diga, quiere una relación completamente distinta. Aunque viene de donde viene y no le resulta tan fácil. Quiere un vínculo más estrecho con su hija, pero no lo consigue. Está perdido en ese intento. También se ha creado una pequeña leyenda sobre la conversación que reproduces en la radio, la tarde de los atentados de 2017 en Barcelona, dentro de la visión de Aitor, que está trabajando allí. Lo reproduzco más o menos. Decidí que el padre trabajara en la radio porque me venía bien. Quería que fuera un sitio donde no estuviera del todo cómodo, que se fuera degradando un poco, y pensé en la radio porque me interesaba más que la prensa escrita. Se trataba de un mundo más visual, que yo desconozco y que por tanto me interesa conocer más. También me pareció que era interesante porque la radio es un lugar aislado del mundo. El estudio insonorizado, como una burbuja, me interesaba incluso metafóricamente. Cuando llegué
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Entrevista a José Ovejero
allí para informarme —era una pequeña visita guiada—, ocurrieron los atentados de Barcelona. Me invitaron a asistir a lo que ocurría y yo tomé nota. Le da un punto a la narración que lo relaciona con la crueldad, la violencia, los temas que señalabas… Me interesó por muchos motivos. También porque podía ser un momento en que Aitor parece que vuelve a controlar la situación, a ser útil. Lo difícil era mantener ese fondo coral, rodeado de gente hablando a la vez. Yo soy un escritor con temas fuertes al que le interesa mucho la escritura en sí. Me pareció que era una situación muy difícil de reproducir y me tentó hacerlo. También me interesó de la novela su desarrollo. Empieza con capítulos más al uso, pero a medida que avanza la sensación es que van apareciendo otras fórmulas narrativas, otras voces, los poemas de ella… ¿Tenías preparada esta evolución? Al principio no sabía que iba a introducir poemas, no sabía que iba a aparecer ese pequeño ensayo sobre las ballenas piloto o el relato de okupas sobre zombis — que ya está en la red completo—, que tuve que reducir… Todo fue inesperado. De pronto se me ocurrió que ella escribiese un poema. Pensé que había poca oportunidad de comunicación entre ellos, pero quería que mantuvieran algún tipo de contacto. La literatura en el fondo —poemas, cartas— puede servir para comunicarles. Escribí primero los poemas, veía dónde encajaban. Me interesaba el cambio de voces. Desde que escribí Los ángeles feroces fui muy consciente de que la voz narrativa es una pura convención, de que no existe fuera de la voluntad del escritor. Hay unas normas muy cerradas: el narrador en primera no conoce lo que piensan los otros, debes acabar con otras voces, que no se mezclen; el omnisciente lo conoce todo… Ese cambio de voces rompe algo esas normas, pero a la vez no entorpece demasiado la comunicación con el lector. Es algo que ya había hecho en Los ángeles feroces, en que paso de primera a segunda persona, luego a tercera, intentando que el lector no se dé demasiada cuenta. Releyéndolo y dándoselo a leer a varios lectores, convinimos en que no estorbaba. Hay un cierto flujo entre esas voces. Dentro de una literatura que podríamos llamar social, me recordó a algunas novelas re-
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cientes, como La habitación oscura de Isaac Rosa o, más recientemente, a Cristina Morales. ¿Crees que hay una vía ahí? ¿Te sientes cercano a ellos? Sí. Para mí siempre la ha habido. Durante un tiempo hubo un cierto desprestigio de este tipo de literatura que atribuimos a la posmodernidad. A la falta de creencia en que la literatura pueda reproducir o cambiar la realidad. Hay toda una idea de que reflejar lo que sucede en el mundo es extraño. Que la literatura es un artefacto con sus propias reglas, que está fuera de él. El goce estético únicamente, como diría Ortega. Yo nunca he entendido del todo esa separación. Me parece que sí que puedes intentar convertir tu literatura en un goce estético y olvidarte de todo lo que sucede alrededor, pero no creo que esto la haga más interesante. No me interesa más. Qué literatura me interesa: aquella que no pierde de vista ninguna de las dos cosas. El texto debe ser interesante, pero todo tiene una relación con el mundo que lo rodea. Sí, está lo social, está lo político y también está el texto. En autores que me interesan está todo eso, en Coetzee, por ejemplo, que es uno de mis modelos de que se puede conseguir. Para acabar, hay un abismo entre el mundo de Aitor, más convencional, sujeto a las normas, y el mundo de Ana, de Alfon, un mundo idealista, nihilista, en que no les importa utilizar la violencia para cambiar las cosas. ¿Puede que haya alguna vía para solucionar los conflictos que esté a medio camino de los dos? Primero tengo que decir que no estoy del todo de acuerdo en que Ana o Alfon sean nihilistas. Ellos están pensando en la construcción de algo. Consideran que la violencia es necesaria para conseguirlo. ¿Hay alguna solución? No lo creo. La sociedad sólo evoluciona mediante tensiones y mediante conflictos. No creo que sea algo que podamos pensar que se pueda solucionar sin tensión. Habrá conflictos. La responsabilidad individual o de cualquier pequeño grupo es enorme —se empieza a cometer la violencia y se puede perder el control—, pero no creo que haya soluciones a los cambios fuera de los conflictos. También hay conflictos generados por el Estado —que tiene el patrimonio de la violencia— que generan reacciones. Es una dinámica: la tensión y los conflictos son una parte irresoluble de nuestras sociedades.
Entrevista a Albert Lladó Texto y fotografía: Jordi Gol ©
El ensayista, novelista y dramaturgo Albert Lladó (Barcelona, 1980), autor entre otras de la novela La puerta (A Fortiori, 2013), de la obra de teatro La mancha (Arola 2015) y de los ensayos La fábrica (La garúa, 2014) y La mirada lúcida (Anagrama, 2019), entre otras obras nos comenta su última novela La travesía de las anguilas (Galaxia Guttemberg, 2019), una obra multigenérica y lúcida que tiene como contexto la dura realidad de uno de los barrios dormitorio de la periferia barcelonesa.
La historia que narras en La travesía de las anguilas está circunscrita a un lugar (Ciutat Meridiana, Barcelona) y a un tiempo (principios de los noventa preolímpicos) muy concretos. ¿Qué tiene de autobiográfica la novela? Yo creo que toda literatura es autobiográfica. Cuando Asimov o Tolkien escriben, están haciendo autoficción. Pero hay diferentes estrategias y yo, al contrario de estos autores (o Julio Verne), reduzco la distancia entre
autor y narrador. Por eso en la novela hay muchos elementos tomados de la realidad, pero también muchos son inventados. La gracia de esto es que, cuando el libro ya ha salido y ha madurado por sí, yo ya no me acuerdo de qué cosas pasaron realmente y cuáles no, porque ya han alcanzado, para mí, al menos, otro tipo de verdad que es la verdad literaria. El quid de la literatura, para mí, es la transformación de una verdad histórica en una verdad literaria. Ese es el juego. En la novela hay datos reales, históricos, personajes que existen realmente, pero todo eso está al servicio de la verdad literaria. Una vez que ya podemos llamar novela al texto, sólo me interesa su verdad literaria. Pero tú sí viviste en Ciutat Meridiana… Yo viví allí hasta los quince años, en el edificio sobre la curva en la que está el letrero «Benvinguts a Barcelona», y todas las experiencias vividas me han servido para poder narrar un paisaje, el de mi infancia, pero también el del presente: un paisaje devastado. En el libro hay una doble temporalidad: los noventa antes de
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Entrevista a Albert Lladó
las Olimpiadas y el 2017 antes del Referéndum. Voy contraponiendo esas dos realidades para construir un paisaje que es el mío. No una copia exacta del paisaje que yo viví, sino el paisaje desde mi mirada. Por lo cual es un paisaje manipulado, evidentemente. En la trama aparecen como referencia algunos acontecimientos históricos: las Olimpiadas, el atentado de Hipercor… ¿El hecho de manejar referentes ineludibles en el imaginario del lector es una técnica para añadir intensidad a la trama? Probablemente, pero hay que tener en cuenta que el acontecimiento es un concepto muy filosófico: es aquello que ha marcado un antes y un después en nuestra cronología vital y de pensamiento. Por ello yo quería insertarlos pero sin que fueran lo fundamental, que lo más importante fueran esos intermedios que quedan entre acontecimientos. ¿Qué pasó entre las Olimpiadas y el Referéndum? ¿O entre el atentado de Hipercor y las Olimpiadas? Esos impases son los que me interesan, vividos por personajes anónimos, que han quedado a la sombra de la historia («los olvidados de la Historia», los llama Benjamin). Los grandes acontecimientos históricos explican nuestra historia en mayúsculas, pero las pequeñas historias son las que de verdad nos explican las experiencias de vida. El marco de la historia, Ciutat Meridiana, la Meri, es un contexto muy duro: el paro, la violencia de género, el maltrato infantil —que ya se adivina en el personaje de Eva, cuando se mea en clase para llamar la atención—, el alcoholismo, la droga, la desilusión. ¿Fue muy duro crecer en ese barrio? Sí y no. A mí me gusta decir que lo más revolucionario que hay es experimentar el sentimiento de alegría en un lugar que ha sido creado para la tristeza. Y los protagonistas de la novela están experimentando esa alegría. Evidentemente, se encuentran el cadáver de un vecino que se ha metido una sobredosis, se encuentran maltratos, una banda criminal (casi por accidente). Son chavales que están entendiendo que la vida también es buscar el riesgo, otro punto de vista a lo cotidiano… No fue extremadamente duro crecer allí, porque la gran diferencia de esos barrios con las favelas o las villas miseria de, por ejemplo, los países sudamericanos (no digamos ya de África), es que en Ciutat Meridiana había pobreza pero no había miseria. Al final del día
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todos comíamos. Había una precariedad evidente, pero no había miseria y, por tanto, era posible la alegría. Y era posible también porque son barrios que están tan al margen de la ciudad que la naturaleza irrumpe en ellos. Nosotros convivíamos con los animales, con los árboles de la sierra. Incluso los descampados son lugares de juego. Y al construir el juego, esa dureza que viven en casa, que no la niego, se convierte en algunos momentos del día en oportunidades para ser libres. Para mí el reto al escribir era cómo atender tanto al dolor como a la alegría y no caer ni en un relato nostálgico —que es lo que ha hecho el cine Kinki, con una visión siempre desde fuera, que construye un héroe absolutamente artificial— ni en aumentar la estigmatización de un barrio que es el barrio con más desahucios de España. Pero es también un lugar donde hoy en día nace el deseo, las esperanzas, cosas impresionantes, como la solidaridad entre personas que ni siquiera hablan el mismo idioma. La heroína todavía campaba por sus respetos en los noventa y se llevó a muchos jóvenes por delante. En una novela en la que la dureza está contada a través de la elusión y de la alegoría, la muerte de Luis por sobredosis es quizá el momento en el que se muestra de forma más explícita la dureza del barrio. ¿Por qué? La heroína es algo que nosotros vivimos muy de cerca, pero tanto como la gente que tenía cinco o seis años más. Nosotros no vimos a nuestros amigos morir de sobredosis, pero sí a los amigos de nuestros hermanos mayores. A mí me interesaba hablar de la heroína porque es una de las grandes heridas de ese barrio; en cada bloque había una familia que había sido golpeada por la heroína. Pero también porque si es una novela de iniciación, lo es porque se encuentran con el deseo, porque se preguntan por la libertad por primera vez y también porque aparece la muerte, que les hace crecer. Y en este caso se encuentran con un cadáver que se parece al de los animales con los que conviven. La mención de la heroína era importante para que los protagonistas se preguntasen también por sus servidumbres en el futuro. La droga más dura era una de las servidumbres que les acechaban. En la novela se pueden rastrear referencias de Pérez Andújar (Los príncipes valientes), de Casavella (Los juegos feroces), de Candel (Donde la ciudad cambia su nombre) o de Vázquez Montalbán (de este incluso algunos tics de estilo: «Ese Himalaya de orografía especu-
lativa», pág. 15). ¿Quiénes son los acreedores literarios de esta novela? Los que has mencionado lo son, aunque algunos, como Casavella, lo hayan sido de forma inconsciente. De hecho me estoy dando más cuenta ahora que cuando lo escribí. Obviamente, el más potente es Pérez Andújar, que era muy positivo porque él ya se había acercado a la literatura de la periferia y del límite, pero también tenía el riego de irme a un tono muy parecido al suyo. Esto lo trabajé mucho yéndome a los años cincuenta, a Candel, pero también a Las afueras, de Luis Goytisolo, Premio Biblioteca Breve, que es un año anterior. Es curioso que dos escritores completamente distintos, cada uno con su estilo y con su mirada, se interesen por la narración de la ciudad desde otra cartografía, otro punto de vista. Estos dos autores me interesan mucho. Pero como he jugado con las convenciones de género —empieza como una novela juvenil (la banda, el perro, el maestro…), luego se va al thriller para acabar en una novela casi filosófica—, entran muchos otros referentes; algunos de ellos se citan literalmente porque me gusta jugar con el collage, que, aunque al principio cree una sensación de extrañamiento para el lector, con el desarrollo de la novela se va entendiendo. La presencia de Wittgenstein, de sus Investigaciones, es omnipresente en el relato, ya sea citada directamente por Gabriel, uno de los personajes principales, ya sea insertada de forma indirecta. ¿Por qué es tan importante el filósofo vienés? Yo he escrito una novela sobre el límite de la ciudad, sobre una ciudad que se anuncia a sí misma desde el lenguaje (Benvinguts a Barcelona), pero este miente, porque ahí no está Barcelona, o al menos la gente no tiene un sentimiento de pertenencia a Barcelona. Esto me hizo pensar en la cita de Wittgenstein (que aparece al principio del libro): «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Y ahí me di cuenta de que Wittgenstein estaba interpelando directamente a los protagonistas. Es uno de los pocos filósofos capaces de aceptar que toda su obra anterior está equivocada. En el Tractatus logico-philosophicus afirma que «de lo que no se puede hablar, es mejor callar». Sin embargo, en sus Investigaciones se retracta y propone la creación de juegos de lenguaje para poder trascender aquello de lo que no se puede hablar. Y eso precisamente es lo que hacen los protagonistas de mi novela. Se supone que no pueden hablar de ciertas cosas, pero construyendo juegos de lenguaje pueden hablar de
lo que les da la gana. Y ahí radica su libertad. Eso es lo que les enseña Gabriel, el viejo anarquista, que todo consiste en crear universos de lenguaje. La Biblioteca de los Jóvenes Castores, de la que los protagonistas extraen sus recursos para enfrentarse a la vida, ¿es una metáfora del acervo lector de tu yo adolescente? Sí. Y también un homenaje al aprendizaje de la lectura, que es mucho más que comunicación; es conocimiento. Yo había leído algún libro en casa, en el colegio, pero la primera noción que tengo de esa confusión entre literatura y vida, que es la que a mí me interesa, la tengo de esos fascículos, que eran increíbles, y que releyéndolos son muy divertidos porque todo el rato te animan a que fabriques cosas como escopetas, hogueras (parece un alegato a la piromanía [risas]). Toda la novela es un grito contra la literalidad, porque los protagonistas no aprenden a leer entendiendo las palabras sólo en el sentido del diccionario, sino de forma que les interpelan directamente a ellos, a su contexto. La Biblioteca es como un oráculo: cuando dice que hay que hacer una hoguera, no es en abstracto, sino en un lugar concreto y como parte de un ritual específico. La literatura se convierte así en un diálogo entre autor y lector. Toda la obra es una reflexión sobre el lenguaje, sobre sus mecanismos y sus límites; sobre la importancia de las palabras: el Barranco, la Guarida, el Urraca (con mayúscula). El narrador afirma que les intentan robar los nombres. ¿Por qué son tan importantes los nombres y las palabras? Son adolescentes que se están politizando (también es una novela política) y se dan cuenta de que ya entonces, en los noventa (y hoy aún más), una de las grandes batallas políticas es el lenguaje. Si uno quiere colonizar una palabra, lo mejor es ponerla en boca de alguien que represente todo lo contrario. Nosotros hicimos un experimento en una clase de teatro: buscar quién había mencionado más veces la palabra libertad en España en el último mes en los medios de comunicación. Resultó ser Esperanza Aguirre. Esa colonización del lenguaje también nos desplaza y hace que no seamos propietarios de nuestro compromiso con la libertad, por ejemplo, ya que la libertad empieza a significar otra cosa. Los protagonistas son muy conscientes de eso y batallan por su propio lenguaje y creando nuevos lenguajes. Esta es la paradoja del lenguaje: puede ser la llave que
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Entrevista a Albert Lladó
abre la prisión, pero también puede ser la cárcel; si un adolescente tiene el apodo de El Gitano y sólo se le conoce por él, el lenguaje para él es una prisión. La estructura del libro es singular. En muchas ocasiones, los relatos secundarios insertados —la anguila, el abanico y el bordillo— llevan el peso de la trama y la revelan. ¿Es esta narración elusiva una manera explicar la dureza de la historia sin tener que describirla de forma truculenta? Puede ser. Mi intención era buscar un andamiaje, una estructura que me permitiese no caer ni en la nostalgia ni en el lamento, ni en la folclorización ni en el estigma. Y esa arquitectura la encontré a través de los capítulos de la Biblioteca de los Jóvenes Castores —todos los capítulos son capítulos reales de la Biblioteca—. Tiene que ver con eso que hemos dicho de vivir la vida a través de la lectura, o sea, vivir leyendo la realidad. Ellos están aprendiendo a no estar de una forma pasiva en la vida, leen su entorno y lo interpretan; y eso lo hacen con su cuerpo y también a través de los capítulos de la Biblioteca, que les están señalando una mirada. Tiene que ver con ver la ciudad como una partitura que hay que interpretar, que leer. Y ellos lo hacen literalmente, tomando la Biblioteca como un oráculo. Eso les permite leer su entorno no como un decorado o una escenografía, sino como un lugar lleno de rastros, huellas y cicatrices que hay que reinterpretar. La obra cuenta con capítulos estructuralmente complejos, como el que da el nombre al libro, «La travesía de las anguilas», que avanza por bloques que ligan pasado, presente y una explicación (cargada de significado) sobre la vida de las anguilas. ¿Por qué una estructura tan alejada de la forma de narrar que el lector espera para una historia como la que cuentas? Mi idea es dotar el presente de una profunda carga de pasado y de futuro. El narrador, que tiene cuarenta años, se está dando cuenta de lo que es, tanto de sus fracasos como de sus anhelos y esperanzas, tanto por lo que ha sido como por lo que proyecta. Por eso la novela está encajada entre esos dos grandes acontecimientos: las Olimpiadas y el Referéndum. En ambos momentos los medios machacaban con la cantinela de que ese era un momento histórico. En la novela, el narrador y los personajes crean sus propios momentos históricos; es un acto de desobediencia: yo estoy construyendo mi
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historia, que no es la historia oficial que me están imponiendo o proponiendo. Es la construcción de una nueva cronología que pasa porque el presente está cargado tanto de pasado como de futuro. Aforismo, aserto, elusión, alegoría… El estilo del libro se aleja deliberadamente del realismo sucio. ¿Es este estilo poético, elevado y culto una forma de subversión o de resistencia? Yo opino que lo menos real que hay es el realismo, o al menos un cierto tipo de realismo en el que el significante remite de forma unívoca al significado. Intentar hacer un calco de la realidad es traicionar a la realidad, porque nosotros, aunque no seamos conscientes, necesitamos la metáfora para hablar, para vivir. En el ordenador abrimos ventanas, tiramos carpetas a la papelera. Los protagonistas de la novela entienden que creando los juegos de lenguaje están creando sus propias metáforas, que les van a permitir tener un espacio y un hogar. Porque también hay una reflexión sobre el concepto de desahucio, que no sólo es físico: no sólo te quitan la casa, te expulsan también de tu paisaje, de tus referentes, de tu lenguaje… te quitan tus vínculos. Y ahí empieza la deshumanización. Y los protagonistas del libro están luchando contra ella. Una de las preguntas que atraviesa el libro es cómo vivir en el margen sin caer en la marginalidad. Eso habla de un lugar físico: el límite de la ciudad; pero también de un tipo de literatura, una literatura que bebe de todos los géneros sin dejarse esclavizar por ninguno de ellos. Es un juego de juegos y eso es también una forma de libertad. Para mí una novela es un juego. El narrador llega a decir: «La Biblioteca nos salvó la vida». ¿Finalmente es el lenguaje lo que les salva? ¿Cómo? Sí, es el lenguaje, pero no un lenguaje abstracto. Y aún más que el lenguaje, la lectura, la capacidad de leer. La lectura ha de vincularte con tu contexto, ha de apelarte directamente. Y cuando los protagonistas entienden esto, se dan cuenta de que no están solos, de que, a pesar de vivir en los márgenes, tienen la capacidad de construir una tradición. Malraux decía que la tradición no se hereda, se conquista. Y ellos están conquistando su propia tradición. Cuando leen son conscientes de que pueden construir una tradición que habla de ellos, que los hace sentirse menos solos y que los pone en una posición activa ante el mundo (frente a la tradición impuesta desde fuera). Es eso lo que los salva.
Entrevista a Patricia Almarcegui Texto: Álex Chico Fotografías: Marian Zaragoza ©
Con apenas dos años de separación, han aparecido dos de los mejores libros sobre el viaje escritos en castellano: En la ciudad líquida, de Marta Rebón, y la nueva obra de Patricia Almarcegui, Los mitos del viaje, publicado recientemente por Fórcola. Ambos nos invitan al desplazamiento y nos proponen una aguda reflexión sobre el tránsito, manejando un gran aparato crítico que no renuncia al discurso diarístico o biográfico. Un buen ejemplo de cómo el ensayo español está viviendo uno de sus momentos más felices.
«Cuanto más diferente es el destino más se aferra el viajero o, mejor, lo interpreta a partir de sus referentes», escribes. ¿Viajar lejos nos ata más a nuestro lugar de origen? Yo creo que no, y te hablo como viajera. Pienso que cuanto más lejano es el lugar, más esfuerzo requiere adueñarte del espacio y del destino, lo que en definitiva quiere el viajero. No creo que el espacio nuevo te haga estar más unida al lugar de origen. Lo que ata a él es lo testimonial, la experiencia biográfica, la memoria. Una vez que se visita una ciudad, la vuelta a casa sí te hace estar más unida a tus referentes, porque pasan a formar parte de ella. En mi caso, por volver a tu pregunta, creo que viajar más lejos no implica una mayor atadura al lugar de origen. Pienso, por ejemplo, en los lugares a los que he tenido miedo antes de visitarlos. Miedo a no poder imaginar lo que vas a ver, a no saber muy bien cómo vas a situarte en un nuevo escenario. Eso es muy inquietante. Comentas que antes viajabas por unos motivos que han ido cambiando a lo largo del tiempo. ¿Cuál ha sido tu trasformación como viajera? Es verdad, han cambiado. Al principio me guiaba una gran curiosidad. Buscaba encontrarme con el sitio en el que habían ocurrido ciertas cosas, intentar reproducir el tiempo real, por decirlo a lo Barthes, de un acontecimiento o experiencia. Eso es el viaje para mí: ir, verlo con mis propios ojos y mantener una experiencia con lo observado. Así empecé a viajar. Iba a lugares sobre los que había leído, entonces casi siempre al Oriente musulmán, para ver si coincidían con lo que había leído de ellos. Ahora son otras cosas. Me gusta volver a los sitios, porque los reconozco, ya estoy familiarizada con ellos. Lugares que tienen que ver con mi pasado.
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Tiene que ver con la experiencia que mantuve, con experiencias que tuve y ya no tengo, y que el lugar puede hacerme revivir. Es un encuentro con el pasado. Por eso me gusta volver, porque me he «apropiado» de ellos. Luego, sí que hay cosas que han cambiado. Por ejemplo, cada vez me interesan algo menos las grandes ciudades, aunque también me gustan, la vida cultural sobre todo. Sin embargo, prefiero el paisaje y la naturaleza… En eso he cambiado. En el libro nos hablas de la antesala del viaje o de su laboratorio, de las notas que se van tomando mientras nos desplazamos, del desarrollo de esa redacción, en el que los apuntes se alternan con la mirada sobre un paisaje. ¿Cómo encaras tú un viaje? ¿Cómo combinas ambas experiencias? Es verdad que ahora viajo para escribir. La mirada se ha acostumbrado a la escritura. En mi último viaje fui a Grecia para pasar las vacaciones, pero también para escribirlo. Y antes no era así. Viajaba para conocer, para saber, para mantener una prueba física con el lugar. Buscaba cierta verdad, como si fuera un viajero ilustrado, científico. Comprobar por mí misma que lo que había leído o escuchado del lugar era cierto. Ahora no; sé que viajo para escribir. Cuando lo hago, ya estoy buscando determinadas palabras y adjetivos. Creo que ahora dedico menos tiempo a escribir durante el viaje y más tiempo a mirar, a reflexionar. Tomo notas que luego reelaboro en casa. Es una forma de continuar con el viaje. Voy buscando formas, estructuras y sintagmas para narrarlo. La cuestión del género es uno de los aspectos en los que incide el libro. De hecho, dedicas dos capítulos a reflexionar sobre este tema. En ese sentido, ¿cómo es tu experiencia como viajera y qué diferencias encuentras con el viajero masculino? Creo que la mujer que viaja siempre está muy atenta a los peligros que la acechan. Casi siempre el mismo: que te sigan, que puedan violarte. Esto sigue siendo igual. Como lo es la autocensura que te impones. Sé qué cosas no puedo hacer mientras viajo. Hace mucho tiempo, por ejemplo, que decidí que después de cenar ya no saldría a la calle. La noche queda como un momento para volver y descansar en el hotel o en la casa. Siempre es el mismo miedo. El miedo a mirar atrás y comprobar que alguien te sigue, el miedo a una vejación, a una
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violación. Siempre he ido con mucha precaución. A veces parecen casi tonterías, como preguntar quién te va a dar un masaje, si es un hombre o una mujer. Otras, acostumbrarte a cerrar la puerta del hotel o de la habitación con llave y dejarla puesta para que no intenten entrar, como me ha ocurrido. Haces multitud de cosas con mucha atención y cuidado. Por ejemplo, el otro día en Grecia me fui a dar un baño y mi pareja dijo que me acompañaba. Me alegré, porque, si no hubiera venido, habría ido antes a ver el sitio para saber qué podría encontrar y estar más tranquila. Lo triste es que son una retahíla de cosas que se tienen ya asimiladas. Están incorporadas en el día a día. Por ejemplo, ya no viajo de noche en un transporte público, aunque hacerlo suponga ahorrar una noche de hotel y ganar tiempo. Porque viajar en autobús significa en ciertos países que te pueden meter mano. O, por ejemplo, no viajo en compartimentos de tren mixtos. No tiene por qué pasar nada, pero el miedo siempre está ahí. ¿Dirías que la situación ha cambiado? No ha cambiado. Es terrible. En la presentación del libro en Madrid, alguien me lo preguntó. Y pensé en lo que me había sucedido pocos días atrás en Grecia. Ese miedo está totalmente asimilado. Y eso es tremendo. Lo que ha cambiado es que te preguntan por ello, como haces tú. Uno de los problemas que tenemos una vez que el viaje ha terminado es cómo lo manejamos cuando ha concluido. ¿Cómo actúa la memoria al recordar nuestros viajes? ¿Cómo fiarnos del recuerdo si no actúa de manera ordenada y lineal? Es una pregunta muy interesante. Esa es una de las cosas que han cambiado. Antes regresaba y me incorporaba inmediatamente al trabajo. Al principio me sentía «volada». Dicen que el viajero, al regresar, tiene resaca. Ahora es diferente. Cuido más la vuelta. Noto que estoy cansada, que ha sido un esfuerzo, y estoy cabreada, irritada. Luego está la memoria… Es diferente si lo cuentas o si lo vas a escribir. Ahora soy mucho más permisiva con la memoria, porque cada vez me interesan más las estrategias literarias, lingüísticas, que incorporo al relato. Busco volver a una determinada emoción y no importa ser fiel completamente a la memoria. Si la estrategia literaria es necesaria para crear una determinada emoción, no me importa incorporarla. Es un trabajo al que cada vez presto más atención.
Si comparamos los relatos de viajes que se escribían en la antigüedad con los que escribe el viajero moderno, ¿la imaginación tiene menos peso? O dicho de otra manera: ¿se busca más la verdad que la verosimilitud? Sí, yo creo que sí. Hoy una de las grandes cuestiones es querer atenerse a una determinada verdad. El viajero, en la actualidad, es un cronista. La crónica busca contar unos acontecimientos que no mientan, aún más cuando hoy existe una enorme responsabilidad hacia el otro. Se evita la impostura. Como lectora de libros de viaje, es algo que noto que ha cambiado. En mi caso, por ejemplo, una cuestión importante es cómo hablo de la mujer musulmana. No puedo exagerar, no puedo inventar. Tengo que buscar unos mecanismos que no creen una impostura, porque sabes que el lector va a leerlo con una mirada atenta. Ya no nos aproximamos como un viajero del siglo XVIII o XIX, con una mirada imperialista o colonialista sobre el otro, creyendo que él es el civilizado y siempre es mejor. Por eso, suelo decir que el escritor se ha vuelto un viajero responsable, ético, que presta una gran atención a cómo se describe a los otros y otras. Hago mía una pregunta que lanzas en el libro: ¿hasta qué punto la literatura de viajes es o no una forma de ficción? ¿Cuándo termina el viaje y comienza la literatura? En el momento en que se viaja para escribirlo, podemos hablar de literatura de viajes. El objeto cambia. Hay muchos libros de viajes que son aburridísimos, sobre todo los que son ampliamente descriptivos. Creo que hay que trabajar sobre la descripción, es algo que ha cambiado. A la descripción, hay que convertirla en intriga, en argumento. Además, claro, de la estructura, de cómo se presentan los acontecimientos. Puedes echar mano de elipsis o de diálogos, que generen una intriga. Adoro los libros de viaje que son abiertamente literarios, a veces escasos. Ojalá sean cada vez más literarios, más fictivos, con mecanismos que no pertenezcan sólo a la literatura de viajes. Creo que es necesario reflexionar mucho sobre el género. Términos como experiencia, temporalidad, espacialidad… son aspectos que se pueden estudiar en la literatura de viajes y extrapolarlos a la literatura en general para ampliarla. También, la representación del otro, del extraño. O el movimiento, una categoría tan complicada y definitiva. Mirar es, en definitiva, compilar, y lo que veo durante un viaje es una decisión sobre lo que quiero compilar. Cuando se selecciona ya se está haciendo literatura.
El viaje y la literatura confluyen, nos dices. ¿Qué puntos en común encuentras entre uno y otro? Por supuesto, la construcción del espacio. Pero también hay una confluencia muy clara entre ambas: el desplazamiento. Cuando se escribe, se está desplazando la realidad a través del lenguaje. Cuando viajas, es lo mismo. El desplazamiento en la literatura es estético, retórico. Es un desplazamiento que no surge hasta que no emprendes la escritura. Eso es también el viaje: desplazarte hasta un lugar y encontrarte con otras cosas. ¿Dirías que el viaje, digamos, literario es una característica de la modernidad? Sin duda y, sobre todo, de la época contemporánea. En el siglo XVIII se viajaba para comprobar si ciertos datos eran o no ciertos. Después, para seguir las huellas de otros, como desplazarte a la Roma de Fellini, por ejemplo. En la actualidad, no sólo viajamos con esos intereses. También lo hacemos para sentir la misma experiencia que han experimentado otros. La experiencia que tuvo un determinado pintor, cineasta… Es muy contemporáneo. Es otro tipo de viaje. Lo que buscas es ser como ellos, ver si el lugar te provoca lo mismo que a otros viajeros. Es curioso cómo a veces viajamos siguiendo una doble persecución: persiguiendo lo que otros han perseguido antes. En ese sentido, me acuerdo de un pasaje muy interesante en tu libro, el que le dedicas a Ingres… Esa reelaboración es fascinante. El pintor que parte de un libro de viajes para crear una imagen o cómo un relato de viaje genera una doble escritura, textual y visual. Está aún por estudiar. Son construcciones de imágenes. Creo que escribir es describir imágenes. La imagen hay que rememorarla a través de un apunte o de una nota. En mi primera novela, El pintor y la viajera, me detengo sobre Ingres y Lady Montagu. Trata, sobre todo, de la imagen y de cómo trasladar un lenguaje a otro, el de la pintura a la literatura. Es un libro construido a partir de imágenes. Me interesa esa tensión, esa traslación de un lenguaje a otro. También ocurre en mi última novela, La memoria del cuerpo, en ese caso, cómo trasladar la danza, el lenguaje del cuerpo, a la escritura. En el relato de viajes existe una tensión narrativa. ¿Cuál es el sentido que prioriza más el autor de este tipo de libros? Lo he comentado alguna vez… En un momento en el que hemos desarrollado tanto la mirada, los demás
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Entrevista a Patricia Almarcegui
sentidos han cobrado también más importancia. Estamos más atentos a ellos. Prestamos más atención al gusto, a la memoria olfativa. Me interesa mucho el oído. Incluso titulé un libro Escuchar Irán. Creo que esa es también una manera de contar las cosas. Hay que escuchar lo que se escribe. Hay que prestar atención, por ejemplo, al ritmo, para que cree sentido. Cada vez soy más perceptiva al oído, a cómo suenan las cosas. Al olfato también. Me gustan las sinestesias de Annemarie Schwarzenbach, son una maravilla. Intento huir todo lo que puedo de los epítetos, de los adjetivos, y prestar más atención a otros sentidos. De nuevo, ahondar en la descripción… Uno de los últimos capítulos del libro se dedica a diferenciar viaje y turismo. En un momento, dices que las economías más turistizadas serán las más vulnerables. ¿Qué perspectivas ves para el turismo? ¿La línea que separa viaje y turismo se ha diluido en la actualidad? Sin duda se ha diluido. Espero que el turismo implique un nuevo debate. Tratarlo no sólo como un fenómeno económico, sino cultural o antropológico. Vivo en una isla que es muy turística y ya se están tomando medidas, porque no queda más remedio. Hay sociedades cuya industria se ha basado en el turismo y debemos ser conscientes de que habrá una gran crisis del sector. Espero que haya un debate sobre qué turismo queremos, porque eso nos llevará a reflexionar sobre el tipo de cultura y, sobre todo, de sociedad que deseamos. El turismo es algo relativamente joven, por eso debe haber ese debate. Me gusta que la gente sea consciente de si es turista o viajera cuando se desplaza. Y también me gustaría que los «occidentales» dejáramos de tener una mirada imperialista cuando viajamos. Me gustaría que la mirada se relativizara, que no se creyera que se está por encima de otra cultura, manteniendo una visión jerárquica, de poder sobre el otro. Eso me asusta, porque demuestra una gran ignorancia, es decir, un gran miedo a lo desconocido. Me gustaría que hubiera un viajero y un turista responsables. De entre todos los viajeros que se citan, que son muchos, ¿de quién te sientes más próxima? ¿Con cuál te identificas más? Qué difícil. No me he sentido completamente identificada con ninguno de esos viajeros. Cuando lo digo, parece que miento. Me dicen: «No es verdad, eres como Annemarie Schwarzenbach o Lady Montagu». No, no es así. ¿Cómo me voy a sentir identificada, si nací en Zara-
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goza, he sido bailarina y he viajado mucho tiempo con poquísimo dinero? ¿Con quién me siento identificada? Con Marco Polo seguro que no… Bueno, a lo mejor ese rollo veneciano… Al principio, ya te dije, viajaba como una ilustrada, que buscaba comprobar lo que previamente había leído. Pensaba que viajar a Siria o a Líbano me iba a permitir comprobar ciertas cosas. ¿Con quién…? Tendría que pensarlo. Para mí fue muy importante Edward Said. Muchas de las cosas que he leído de él las he intentado aplicar en mis libros y en mi experiencia. Me gusta mucho, por ejemplo, lo que llamó la energía del comienzo, vivir como si siempre se estuviera empezando… En fin, también defiendo la necesidad de la música, al igual que el amor que él sentía por ella, y a un tipo de intelectual secular, como era él. Aunque ya lo has anticipado de alguna manera, va una última cuestión: ¿viajas para escribir o escribes para seguir viajando? Las dos cosas. Escribir es un gran viaje. La elección de cada palabra… Qué gran viaje. Traducir en definitiva imágenes a signos. Ahí está el trabajo de creación, de artífice de la palabra, del acontecimiento… Tengo muchos cuadernos de viaje. Hace poco revisaba mis cuadernos del Yemen, adonde viajé en 2006 o 2007, para un proyecto que estoy haciendo con el artista Robert Cahen. Que esa experiencia se haya quedado fijada a través de la palabra y que yo pueda recordar cosas que tenía totalmente olvidadas a partir de la lectura… es también otro viaje. De hecho, yo diría que es un tercer viaje. Lo cuento en Escuchar Irán. El viaje termina cuando se escribe, cuando se lee y escucha. Y, sobre todo, cuando puedes recordar gracias a los diarios. Por ejemplo, el otro día leí algo que escribí sobre una puesta de sol en Wadi Rum, Jordania. Estaba atenta a los colores, a la luz, a las sensaciones… Cuando acabé, me giré y vi al chico que me había acompañado en el cuatro por cuatro, detrás de las ruedas, esnifando gasolina. Me había olvidado, y es un relato de una gran tensión. A eso me refiero con el tercer viaje, a cómo esa lectura activa el recuerdo. Cuando escribo, intento ir más allá, buscar mi límite en la escritura; si no, me aburro. Desde el punto de vista lingüístico, pensar que he «forzado» y tensionado al máximo el lenguaje. Lo intenté con La memoria del cuerpo. Me interesa mucho la poesía. Trasladar el ritmo, sus rupturas, el silencio. Pero dudo que lo haya conseguido… Por ahí estamos.
La literatura costarricense contemporánea Dorde Cuvardic García – 16
La poesía de Marjorie Ross, Arabella Salaverry y Rosita Kalina
La narrativa costarricense de los años setenta. Entre el desencanto y la experimentación
Desde el otro lado del espejo. El cosmos literario de Fernando Contreras Castro
Alexánder Sánchez Mora – 20
Jorge Chen – 28
Mark Minnes – 31
Entrevista a Ana Istarú – 35 Planto del feo (cuento) Alí Víquez – 39
Microrrelatos inéditos Rafael Ángel Herra – 44
Breve muestra de poesía costarricense – 46
La literatura LGBTIQ+ en Costa Rica Ronald Campos – 23
El suplicio de Kasandra. Apuntes sobre la poesía actual de Costa Rica
Carlos Manuel Villalobos – 25
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La literatura costarricense contemporánea Por Dorde Cuvardic García Costa Rica es un país pequeño cuya literatura ha encontrado escasa resonancia más allá del istmo centroamericano. En principio, cuando comparamos la literatura costarricense con la publicada en otros países centroamericanos, como El Salvador, Guatemala y, sobre todo, Nicaragua, su proyección internacional ha sido menor. En todo caso, sí podemos identificar algunos textos canónicos del siglo XX costarricense que han obtenido reconocimiento más allá de las fronteras nacionales. En poesía podemos nombrar a Jorge Debravo (1938-1967), poeta de tono existencialista (en paralelo con la poesía practicada después de la Segunda Guerra Mundial), con poemarios como Milagro abierto, así como a Eunice Odio (1919-1974), conocida sobre todo por Los elementos terrestres (1947) y El tránsito de fuego (1957). Otros ejemplos de difusión internacional de la literatura costarricense, en el caso de la narrativa, son Carlos Luis Fallas, autor de Mamita Yunai (1941), la novela bananera más conocida de América Latina, a medio camino entre la ficción y el testimonio, y la inclasificable Yolanda Oreamuno, con La ruta de su evasión (1948), novela experimental y multiperspectivista, en paralelo con las técnicas innovadoras de la novela norteamericana. El gran clásico del cuento costarricense del siglo XX es Cuentos de angustias y paisajes (1947), de Carlos Salazar Herrera (1906-1980), prosa lírica donde el paisaje rural, de impronta psicológica, se erige en un personaje más, en el marco de los conflictos de los seres humanos. Otro clásico de la narrativa costarricense es Juan Varela (1975), de Adolfo Herrera García (1914-1975), novela sobre un pequeño campesino cuya vida termina en la conocida prisión de la isla de San Lucas, en el Golfo de Nicoya. No debemos olvidar a uno de sus más famosos inquilinos, José León Sánchez (1929), que relató su experiencia en este conocido presidio en una narración de corte autobiográfico, La isla de los hombres solos, que
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mereció una conocida adaptación cinematográfica mexicana en los años setenta. Algunos de los más reconocidos intelectuales costarricenses del siglo XX se han visto obligados a exiliarse, por motivos políticos, económicos o «morales» (hasta los años setenta, en el país estaba muy enraizado el catolicismo). Es lo que ocurrió con la mencionada Eunice Odio, pero también con la narradora Yolanda Oreamuno (1916-1956), con la cantante Chavela Vargas (1919-2012) y con el escultor y pintor Francisco Zúñiga (1912-1998), todos ellos residentes en México en los últimos años de su vida. En el campo de la institucionalidad literaria, el Ministerio de Cultura promueve los Premios Nacionales Aquileo J. Echeverría, que se conceden desde 1961 en las ramas de novela, cuento y poesía, entre otras categorías. También es importante el Premio Magón (pseudónimo de un escritor costumbrista, uno de los fundadores de la literatura costarricense), que se concede a aquella persona que haya dedicado toda su vida a promover y preservar la cultura nacional. Evolución de la poesía costarricense desde los años setenta El panorama poético de los años ochenta está dominado por escritores(as) nacidos a principios de los años cuarenta, así como por generaciones que empiezan a publicar en los años setenta. Es lo que sucede con la llamada «generación dispersa», denominación aparecida en una antología publicada en 1982 por Jorge Bustamante y Carlos María Jiménez. Están aún presentes viejas polémicas y enfrentamientos, iniciados en décadas anteriores, que enfrentan el uso de un lenguaje exteriorista, intimista, o, en cambio, orientado al compromiso político (en el contexto de la lucha armada en la región). De resonancia fue la publicación del llamado Manifiesto trascendentalista de 1977. Laureano Albán (1942), Ronald Bonilla (1951), Julieta Dobles (1943) y Carlos Francisco Monge (1951) formularon este último manifiesto,
que ha contado con cierta difusión internacional, sobre todo en España. Se trata de una propuesta sobre el uso de la metáfora como una forma de trascendencia hacia lo metafísico. Ronald Bonilla, ya mencionado, sigue siendo en la actualidad un gran promotor de la poesía costarricense, a través del Círculo de Poetas Costarricenses. A pesar de su temprana muerte en 1967, la figura de Jorge Debravo está muy presente en estos años. De hecho, habrá que esperar casi veinte años para que se realice en términos simbólicos su asesinato en forma de poema (nos referimos a un conocido texto de Luis Chaves), aunque ya en los años noventa, en el prólogo de la Antología Instrucciones para salir del cementerio marino, se anuncia esta ruptura. Otras figuras referentes en estos años fueron Laureano Albán, Alfonso Chase, Isaac Felipe Azofeifa y Julieta Dobles. Entre los libros publicados en los años ochenta se cuentan Herencia del otoño (1980) de Albán, El tigre luminoso (1983) de Chase y Cruce de vía (1982) de Isaac Felipe Azofeifa. Caso aparte es el de Alfredo Cardona Peña, que realizó su carrera literaria principalmente en México. Se debe mencionar su libro Anillos en el tiempo. En cuanto a los autores de la llamada generación dispersa, podemos destacar entre otros los siguientes libros, publicados en la década de los ochenta y la primera mitad de los noventa: Erratas advertidas (1986) de Carlos Cortés, Los reductos del sol (1985) de Mía Gallegos, La estación de fiebre (1983) de Ana Istarú, El blues del aprendiz (1992) de Jorge Arturo, Isla (1988) de Juan Antillón, Asabis (1993) de Osvaldo Sauma y Cantos de cuna y de batalla (1994) de Virginia Grütter. Durante los años noventa, el panorama de la poesía parece tener pocas novedades. Continúan activos la mayoría de los(as) autores anteriormente citados junto con otros como Ronald Bonilla, Milton Zárate y Carlos Francisco Monge. Aparecen pocas figuras nuevas, como Guillermo Fernández o José María Zonta. Sin embargo, se trata más bien de una época muy activa dentro de la poesía costarricense. Desde finales de la década anterior aparecen y desaparecen muchos grupos literarios que vienen a sustituir a los anteriores, como Oruga, Grupo sin nombre, Círculo de poetas, etc. La mayoría de estos grupos se encontraba al margen de la producción de corte oficial, no accedieron a los medios de publicación y generalmente se manifestaron mediante recitales públicos o revistas independientes (por ejemplo, a través de la revista contracultural
Kasandra). Entre estos, el Taller del Lunes (que reunió a poetas de generaciones anteriores como Osvaldo Sauma, Rodolfo Dada, Norberto Salinas o Mario Salas, con otros más jóvenes como María Montero), el Taller del Pulpo, Alambique, Café Cultural del INS, Taller Eunice Odio y Octubre-Alfil 4. La obra de los autores de estos grupos finalmente se vería publicada a finales de la década y a principios del siglo XXI. Esta situación se ve favorecida por la aparición de editoriales independientes. Mientras que en la década anterior una gran parte de las publicaciones fueron realizadas por la editorial estatal (Editorial Costa Rica), a finales del siglo XX aparece la editorial Perro Azul, en la cual empiezan a publicar autores como Osvaldo Sauma, Adriano Corrales, María Montero, Luis Chaves, Alfredo Trejos o Mauricio Molina. Seguirían otras iniciativas editoriales independientes, como Espiral, Germinal, Arlekín, Arboleda, Letra Maya, Uruk, etc. Otros autores publican la mayoría de sus libros fuera del país, como Meritxell Serrano, Gustavo Chaves o Silvia Castro. El inicio del siglo XXI representa un punto de inflexión en la poesía costarricense: aparecen autores que exploran dimensiones muy diversas y superan muchas de las discusiones que se mantuvieron vigentes durante los años ochenta y noventa. Mauricio Molina (1967), profesor de la Escuela de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, ha publicado recientemente una compilación de su poesía en La mujer que amaba a los pulpos. Poesía reunida (1985-2015). Se trata de una poesía de corte filosófico y críptico. Luis Chaves (1969), por su parte, es el poeta de mayor trayectoria internacional que tiene Costa Rica en estos momentos. Sus textos más conocidos son Historias Polaroid, que en edición aumentada se publicó junto con Asfalto, un road poem. Este último consta de una serie de textos cortos que relatan el viaje de ida y regreso de una pareja desde las zonas turísticas de enclave hasta la capital de Costa Rica, San José. En los últimos años, extraoficialmente, se habla de dos bandos poéticos, los «rudos» (seguidores de Luis Chaves) y los «técnicos» (que secundarían en principio a Laureano Albán). La más relevante poeta feminista de la Costa Rica de los últimos cuarenta años es Ana Istarú (1960), que sigue los pasos marcados por la poeta guatemalteca Ana María Rodas a inicios de los años setenta con sus conocidos Poemas de la izquierda erótica (1973), donde un yo femenino se expresa desde la libertad sexual de la mujer. Debemos recordar poemarios como La estación
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Dorde Cuvardic. La literatura costarricense contemporánea
de fiebre (1983) o Verbo madre (1995), aunque también cuenta con incursiones relevantes en el teatro (Baby Boom en el Paraíso, 1996). En los últimos años han recibido reconocimiento las escritoras afrodescendientes. Un papel seminal lo ha tenido Eulalia Bernard (1935), que también ha ejercido un relevante papel de activismo político desde los años setenta. Así, se pueden reconocer las voces de Shirley Campbell, conocida sobre todo por el poemario Rotundamente negra (2006), que opta por una poesía de tono conversacional de afirmación de la identidad afrodescendiente. Otras escritoras afrodescendientes son Prudencia Bellamy Richard, Marcia Reid Chambers y Delia McDonald. También debe mencionarse la larga trayectoria literaria de Quince Duncan (1940), que cuenta con ensayos sobre el racismo, colecciones de cuentos y novelas. Se han publicado en los últimos años valiosas antologías poéticas: Retratos de una generación imposible: muestra de diez poetas costarricenses y 21 años de su poesía (1990-2010), de Gustavo Solórzano Alfaro, entra en diálogo con una antología previa, Sostener la palabra: antología de poesía costarricense contemporánea, de 2007, preparada por Adriano Corrales. Por último, entre los libros más destacados de los últimos años se encuentran Bitácora del Iluso (2000) de Osvaldo Sauma, La mano suicida (2000), de María Montero, Carta sin cuerpo (2001), de Alfredo Trejos, Soundtrack (2005), de Felipe Granados, Los ángeles para suicidas (2010), de Alexánder Obando, Historias Polaroid (2009), de Luis Chaves, y Minutos después del accidente (2014), de Esteban Ureña Jeymer Gamboa. La renovación de la novela costarricense La narrativa costarricense se aleja, desde los años ochenta, de los temas tradicionales que se habían cultivado a lo largo del siglo XX, como la novela regionalista de la generación del cuarenta (Fabián Dobles, El sitio de la abras, 1940), la novela de denuncia anticapitalista, con la ya mencionada Mamita Yunai (1941), de Carlos Luis Fallas, o la novela que retrataba críticamente las consecuencias nefastas del desarrollismo del segundo tercio del siglo XIX, con la generación socialdemócrata (Carmen Naranjo, Diario de una multitud, 1974). Desde el espacio geográfico imaginado, la novela deja parcialmente el Valle Central desde los años ochenta y se acerca más a la costa, especialmente a la región caribeña de Limón y a su cultura afrodescendiente. Un ejemplo lo constituye Ana Cristina Rossi
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(1952), que ha renovado la narrativa costarricense desde perspectivas excéntricas. En María la noche (1985), a caballo entre Londres y Centroamérica —y en la estela de la propuesta narrativa de la nicaragüense Gioconda Belli— se desarrolla la relación entre Mariestela y Antonio, con el trasfondo de las luchas de la izquierda centroamericana. Por su parte, La loca de Gandoca (1991) denuncia de los daños al medioambiente en la reserva silvestre Gandoca-Manzanillo, situada al sur del Caribe costarricense. Limón Blues (2002/2003) narra la rica cultura desarrollada alrededor de la comunidad afrocaribeña de la provincia de Limón en las primeras décadas del siglo XX. Es la primera parte de una trilogía que continúa con Limón Reggae (2007). La visión femenina y feminista de la realidad, la cultura de Limón y las paradojas del compromiso de la izquierda son constantes temáticas de sus novelas. También ha sido reconocida en los últimos años la narrativa de Tatiana Lobo (1939). Su primera novela, Asalto al Paraíso (1992), está situada en la época colonial y relata el alzamiento indígena de Talamanca de 1709, encabezado por Pablo Presbere. Por su parte, Calypso (1996) es una historia velada de Puerto Viejo, conocido destino turístico del Caribe. El año del laberinto (2000), novela histórica postmoderna, relata el asesinato de una mujer cubana, esposa de un independentista cubano en el San José de finales del siglo XIX. El Corazón del Silencio (2011), por último, relata las consecuencias traumáticas de una dictadura del Cono Sur en los miembros de una familia. Fernando Contreras (1963) se dio a conocer con su novela más conocida, Única mirando al mar (1993; segunda edición revisada de 2013). Desde la perspectiva de los «buzos» (traperos) del relleno sanitario de Río Azul, se alza como una visión socialmente crítica de las desigualdades sociales del capitalismo. Su segunda novela es Los Peor (1995), que narra la vida de Jerónimo y de Polifemo, un niño que nace ciego y es adoptado por un grupo de prostitutas en el centro de San José. El cuentario Urbanoscopio (1997) relata las experiencias de la capital costarricense. Por su parte, la novela lírica El tibio recinto de la oscuridad (2000) relata la vida en un asilo de ancianos y alude, implícitamente, a los últimos años de la vida de Virginia Grutter, escritora «maldita» de la bohemia josefina. Cantos de las guerras preventivas (2006) es una novela que, en clave satírica, relata una guerra de alcance mundial (al hilo de la invasión de Irak, ocurrida pocos años antes). Un ejemplo de literatura distópica anticipatoria en Contreras son los mi-
Tatiana Lobo (2014). Xemaska
crorrelatos de Fragmentos de la tierra prometida (2012). Contreras ha publicado, en homenaje a Miles Davis, la novela Cierto Azul (2009), sobre un grupo de jazz, conformado por gatos, que adopta a un niño ciego. Se han consolidado en las últimas dos décadas, asimismo, géneros narrativos que previamente no habían echado raíces en la literatura costarricense. Así, ha comenzado a asomar tímidamente la ciencia ficción costarricense, con antologías como Lunas en vez de sombras y otros relatos de ciencia ficción (2013), compilada por José Ricardo Chaves, y Objeto no identificado y otros cuentos de ciencia ficción (2011), con figuras emergentes en este subgénero como Jessica Clark y Laura Quijano. Se comienza a perfilar claramente una tendencia de género policiaco negro, con muestras como El laberinto del verdugo (2010), de Jorge Méndez Limbrick (1954), o Las armas de psique (2019), de Javier Guevara, de mayor corte policiaco. Carlos Cortés (1962) es conocido sobre todo por La cruz del olvido (1999). Tomando como punto de partida la masacre de la cruz de Alajuelita, es una novela negra que representa la centroamericanización de una Costa Rica en crisis social, caracterizada por la violencia urbana del narcotráfico y la crisis del estado del bienestar. Es un escritor que practica una perspectiva crítica hacia el pasado cercano desde un enfoque liberal. También ha emergido en la narrativa costarricense una tendencia de realismo sucio. El representante más sobresaliente es Alexander Obando (1958). Sus textos más
conocidos son El más violento paraíso (novela, 2001) y Canciones a la muerte de los niños (2008). También ha publicado La gruta y el arco iris. Antología de narrativa gay/lésbica costarricense (2008), que ha compilado y prologado. Una narrativa de corte más filosófico, bajo la estela de Jorge Luis Borges, ha sido emprendida por dos escritores, Rafael Ángel Herra (1943) y Alí Víquez (1966), que respectivamente iniciaron su andadura literaria en los años ochenta y noventa. Herra, además de por su ensayo Lo monstruoso y lo bello (1988), es conocido sobre todo por novelas filosóficas como La guerra prodigiosa (1986), Viaje al reino de los deseos (1992) o El ingenio maligno (2014). En los últimos años se ha dedicado profusamente a cultivar la minificción (Artefactos, 2016). De corte filosófico es la novela El fuego cuando te quema (1916), una de las mejores de la última década, de Alí Víquez, del que también hay que mencionar su colección de relatos Biografía de hombres ilustres (2002). Dos novelistas costarricenses que viven en el extranjero también han obtenido el reconocimiento literario. El primero de ellos es José Ricardo Chaves (1958), especialista en literatura gótica, que cuenta con Los susurros de Perseo (1994), Paisaje con tumbas pintadas en rosa (1999), primera novela que representa la problemática del sida en Costa Rica, Faustófeles (2009), Espectros de Nueva York (2015) y Tránsito de Eunice (2018), que noveliza la vida de Eunice Odio. Por su parte, Uriel Quesada (1962), docente en Estados Unidos, es conocido por novelas como El atardecer de los niños (1988), El gato de sí mismo (2005), sobre el tema de la esquizofrenia, o Mar Caníbal (2016), sobre la diversidad sexual. Dos narradores jóvenes han comenzado a publicar en el último quinquenio con el reconocimiento de la crítica. Byron Salas, con su novela Mercurio en primavera (2017), se atreve a explorar, con un tema de incesto entre dos hermanos varones, el tema de la diversidad sexual y el escarnio social. En los últimos cinco años también se ha comenzado a hablar de Carlos Manuel Fonseca, a raíz de la publicación de la novela Coronel Lágrimas, una revisión de la historia del siglo XX desde una perspectiva íntima, publicada en España en el 2015 por la editorial Anagrama.
Dorde Cuvardic García
es catedrático en la Escue-
la de Filología, Lingüística y Literatura de la Universidad de Costa Rica.
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La narrativa costarricense de los años setenta. Entre el desencanto y la experimentación Por Alexánder Sánchez Mora En el imaginario de la literatura costarricense, la década de 1980 aparece como una época de renovación y auge. Durante estos años, según esta reconstrucción, el sistema literario nacional habría alcanzado una cierta madurez, que auguraba su pronta inserción en los circuitos de la alta literatura continental. A pesar de que las altas expectativas creadas por la aparición de novelas como María la noche (1985) de Anacristina Rossi, Tenochtitlan (1984) de José León Sánchez, La guerra prodigiosa (1986) de Rafael Ángel Herra, y de los primeros trabajos de Rodrigo Soto, Ana Istarú, Carlos Cortés y Uriel Quesada, no llegaron a cuajar en el reconocimiento internacional de estos escritores y sus obras, lo cierto es que esa década quedó investida de cierta aura de esplendor. En oposición a esta feliz memorabilia, el recuerdo literario de la década de 1970 es más bien gris, como si se tratara de una simple transición entre un periodo y otro. Esta imagen no podría ser más falsa. Estos son años de gran actividad y también de cambios en la escena literaria. Por una parte, confluyen textos de escritores de más edad que se mantienen activos, como A ras del suelo (1970) de Luisa González y Murámonos Federico (1973) de Joaquín Gutiérrez, con los de otros más jóvenes, como Responso por el niño Juan Manuel (1971) y Diario de una multitud (1974) de Carmen Naranjo y Ceremonia de casta (1976) de Samuel Rovinski. Es la época, además, de una creciente intervención del Estado socialdemócrata en el ámbito literario mediante la creación del Ministerio de Cultura —y su muy activo Departamento de Publicaciones— y la apropiación, gracias al otorgamiento de premios y su inclusión en los programas de lectura del sistema educativo, de escritores comunistas como Adolfo Herrera García, Luisa González, Joaquín Gutiérrez, Carlos Luis Fallas y Fabián Dobles.
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El 17 de octubre de 1970, el diario La República llenaba su portada con el siguiente titular: «Simbiosis en relaciones económicas pidió Presidente Figueres en la O.N.U.» y anunciaba la ovación recibida por nuestro mandatario. La década se iniciaba con los mejores auspicios. La economía costarricense había experimentado, desde la década de 1950, un crecimiento sostenido, merced a una coyuntura internacional particularmente benévola y a un decidido proceso de modernización. Los índices de educación y salud se acercaban a los de los países desarrollados y la expectativa de vida había pasado, en promedio, de los cincuenta y cinco a los sesenta y cinco años en tan sólo una década. La confianza en las bondades del régimen democrático también era sólida, al punto de que en 1975 se reformaría el artículo 98 de la Constitución Política para permitir la participación electoral de los comunistas. A pesar de tan felices pronósticos, la literatura del periodo —en consonancia con la dimensión crítica de la escritura de ficción— mostró otra cara de esa Arcadia tropical y avizoró los contratiempos que se cernían sobre ella. Con tan sólo prestar atención a las novelas que componen la denominada trilogía del desencanto habría sido posible percatarse del creciente escepticismo ante el proyecto socialdemócrata que dominaba el escenario nacional desde 1948. El eco de los pasos (1979) de Julieta Pinto mostró, a partir de la anécdota de la prisión del sandinista Carlos Fonseca Amador, que los antiguos revolucionarios figueristas habían olvidado sus ideales, y Los vencidos (1977) de Gerardo César Hurtado, mediante la recreación del episodio sangriento de Codo del Diablo, que el asesinato político y la impunidad eran la marca de nacimiento de la Segunda República. Sin embargo, la crítica fue aún más clara en la tercera novela, Final de calle (1978) de Quince Duncan. En ella, se explora el ambiente convulso de 1948 y se evidencia lo innombrable: que en esas elecciones sí existió fraude,
pero no en contra del candidato opositor, Otilio Ulate —como ha repetido sin descanso la historia oficial—, sino en su favor y que, por lo tanto, el levantamiento de José Figueres no fue motivado por la defensa de la pureza del sufragio. Duncan fue más allá de este desenmascaramiento y representó a una élite liberacionista traidora a sus principios y convertida en todo aquello que había pretendido combatir, una combinación autoritaria y corrupta de poder político y económico. Esta actitud revisionista se encuentra también en Cachaza (1977) de Virgilio Mora, que ha ganado relieve con los años hasta convertirse en novela de culto. En ella, el discurso de la locura, liberado de los convencionalismos sociales, revela los entresijos más ocultos del poder y denuncia su violencia estructural. Así, la voz del protagonista —un paciente psiquiátrico— penetra la radical falsedad de los discursos legitimadores de todo el entramado social. En un doloroso y heroico proceso de reconstrucción de la memoria que le ha sido robada, Cachaza logra identificar el origen de su tragedia: la guerra civil de 1948. La novela desecha la imagen triunfalista y autocomplaciente que sacralizó la guerra civil como evento heroico y que minimizó su impacto negativo. El episodio de la muerte del padre muestra que, tras el levantamiento armado, no se impone el retorno al orden y la seguridad, sino la violencia institucionalizada. El terrorismo de Estado instaura la venganza como práctica de depuración política y de represión indiscriminada. La violencia ciega que propicia la muerte de este hombre inocente enfatiza la violencia y la irracionalidad radicales del proceder del bando victorioso. Estos hechos significan la disolución del sistema de valores supremos (justicia, seguridad, igualdad, bien común) que habrían asegurado la legitimidad del movimiento revolucionario; por el contrario, su violencia selectiva destruye el orden familiar y condena a Cachaza al caos y a la disolución de su yo social.
En tanto la trilogía del desencanto y Cachaza ofrecen una visión demoledora de los actores políticos, otros textos atestiguan la visibilización de sujetos urbanos hasta entonces casi inexistentes en la narrativa social de los años cuarenta y en la más experimental de los sesenta. En los cuentos de Mirar con inocencia (1975) de Alfonso Chase, la juventud contestataria —o simplemente «en onda»— y el lumpen urbano irrumpen con frescura en una literatura mortalmente seria. Sus personajes —el hippie acusado de un robo, la prostituta desenfadada o la dama de sociedad transformada en terrorista— muestran una lectura desacralizadora y divertida de una sociedad contradictoria y represiva. Aunque es muy probable que el mayor desafío para el establishment literario de los años setenta haya provenido de un escritor ajeno por completo a los instituyentes literarios en donde confluyen las editoriales, las capillas y mafias literarias, los premios, el sistema educativo y la crítica. Alfredo Oreamuno, más conocido por su apodo de Sinatra, fue un agente de viajes de formación autodidacta que, a partir de 1970, transformó en literatura la historia de su descenso al infierno del alcoholismo y la indigencia. Con su opera prima, Un harapo en el camino (1970), expuso el desconocido mundo de los bajos fondos josefinos, en donde la retórica del desarrollismo socialdemócrata nunca había penetrado. En 1935, Clorito Picado lanzó una frase que, durante décadas, se mostró muy atinada: «En Costa Rica resulta más difícil deshacerse de un libro que hacerlo». Sin embargo, muy pronto Sinatra demostraría que un escritor costarricense podía estar en el centro de un fenómeno que, en nuestro reducido espacio literario, bien podría llamarse de masas. En tan sólo su primer año de circulación se vendieron cinco reimpresiones de Un harapo en el camino, para un total de unos treinta y un mil ejemplares. El éxito fue tal que, para 1972, se transmitía una adaptación radiofónica de la novela y
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Alexánder Sánchez. La narrativa costarricense de los años setenta
en 1974 fue publicada por la por entonces reconocida Editorial Novaro en México, y se especuló con su producción como telenovela y película. Incluso un grupo de diputados suscribió una carta pública en la que solicitaban al jurado de los premios nacionales tener en consideración «los méritos del escritor nacional don Alfredo Oreamuno Quirós». A partir de 1970 y a un ritmo anual, Sinatra copó con sus libros la escena literaria y el gusto de los lectores costarricenses. Noches sin nombre (1971) es la continuación de Un harapo en el camino. Durante una larga noche en una banca del parque Central de San José, el narrador —como una moderna Sherezade alcohólica en vías de recuperación— cuenta las peripecias de su vida de adicción e indigencia a un desconocido que lo ha increpado por un antiguo robo. En El callejón de los perdidos (1972), en un espacio físico sórdido y degradado, se desgranan historias de drogadictos, proxenetas, pedófilos, prostitutas y delincuentes de todo tipo. Mamá Filiponda (o Las princesas del dólar) (1973) ofrece una reconstrucción del mundo de la prostitución en la zona bananera de Puerto Cortés y en los barrios del sur de San José durante las
décadas de 1940 y 1950. En Terciopelo (1974) se relatan las andanzas de un ladrón solitario y atormentado que delata la doble moral de una sociedad carcomida por el vicio de unos burgueses «plagados de pecado, putería y mala entraña». El jardín de los locos (1975), su obra más atípica, reúne una serie de relatos que van desde el típico romance de oficina hasta la amistad entre un niño y un anciano. Su última novela, Las hijas de la carraca (1976), transcurre en un mísero burdel y la acción se mueve entre la región bananera del Pacífico Central y la zona aurífera de la península de Osa. De nuevo, el trasfondo de las acciones del héroe trágico lo constituyen la violencia, la enfermedad y el desarraigo. A pesar de este indudable suceso, la obra de Sinatra resultó desde siempre sospechosa para los críticos literarios. Algunos la calificaron como carente de valor estético y como expresión de una realidad vulgar sin ningún tratamiento literario. En el mejor de los casos, se le reconoció como un testimonio de valor y entereza para sobreponerse a la adicción al alcohol. Este diagnóstico elitista es el que ha prevalecido en la crítica y la historiografía literarias, preocupadas tan sólo por las obras cumbre y ciegas ante fenómenos sociales de tanto relieve como el de esta «literatura plebeya». Pese a sus posibles limitaciones formales, los textos de Alfredo Oreamuno constituyen un notable hito por su impacto y difusión, posiblemente mayores que los de muchos de nuestros clásicos nacionales, así como por su lectura desgarrada y en nada complaciente con la imagen plácida y armónica de la nación costarricense de los años setenta. La portada de La República del 17 de octubre de 1979 habla del rechazo japonés a la Universidad para la Paz, de una investigación a la Fábrica de Licores y de disturbios en la capital salvadoreña. Poco quedaba del optimismo y la autocomplacencia que abrían el decenio. La literatura costarricense había dado cuenta, entretanto, de la duda, del cuestionamiento, de unos discursos que pretendían proyectar una versión de una Costa Rica bucólica que no había resistido los embates de una sociedad en acelerada transformación.
Alexánder Sánchez Mora
es profesor en la Escue-
la de Filología, Lingüística y Literatura de la Universidad de Costa Rica.
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La literatura LGBTIQ+ en Costa Rica Por Ronald Campos En Costa Rica se puede encontrar una serie literaria de temáticas LGBTIQ+, que aún la crítica no ha explorado debidamente por razones de prejuicios y tabúes que todaavía se viven en relación con las sexualidades, las identidades de género y todas aquellas prácticas que atentan, incomodan o cuestionan el orden sexual y heteronormativo en el imaginario colectivo costarricense. Esta serie es inaugurada en 1914 por la novela La esfinge del sendero, de Jenaro Cardona, que reproduce el discurso decimonónico de perversión moral, degeneración, depravación y animalidad desde el cual también fue pensada la categoría de homosexualidad. Asimismo, refuerza esta visión negativa la novela La isla de los hombres solos (1963), de José León Sánchez, en la cual se presenta el discurso de la criminalidad asociado con el extravío o vicio de la homosexualidad. Estos dos textos distantes entre sí resultan programáticos para comprender las representaciones que de sujetos LGBTIQ+ se den posteriormente en la literatura nacional, ya que ellos materializan y reafirman a través de sus personajes los discursos que en el imaginario colectivo, o más bien en el habitus homofóbico costarricense, todavía hoy continúan determinando, como desde el siglo XIX, a dichos sujetos en cuanto que enfermos, criminales, pecadores y degenerados. A partir de 1968 y hasta 2019, se podrán encontrar textos en los cuales aparecen personajes y voces LGBTIQ+ que de una u otra manera intentan, mediante procesos de subjetivación, tanto deconstruir el poder estigmatizador, discriminatorio e injurioso de estos discursos médicos, jurídicos, religiosos y morales como ofrecer otras posibilidades de ser y amar; aunque también existen otros textos, personajes y voces que, lamentablemente, por sujeción, los reproducen sin repa-
ro, de modo que reafirman las consecuencias de estos discursos, es decir, la patologización, la pena legal, la condena espiritual y la discriminación. No necesariamente en su totalidad los siguientes textos abordan las temáticas LGBTIQ+; algunos sí, pero otros tan sólo en un poema, un cuento, un capítulo o varios. Por citar algunos de ellos, se encuentran, en la segunda mitad del siglo XX, los poemarios Los reinos de mi mundo (1966), Cuerpos (1972), Los pies sobre la tierra (1978), Jardines de asfalto (1994), de Alfonso Chase; Hasta me da miedo decirlo (1987), de Nidia Barboza; las novelas Los juegos furtivos (1968), de Chase; María la noche (1985), de Ana Cristina Rossi; Los susurros de Perseo (1994) y Paisaje con tumbas pintadas en rosa (1998), de José Ricardo Chaves; Cruz de olvido (1999), de Carlos Cortés; los cuentarios Mirar con inocencia (1975) y Cara de santo, uñas de gato (1999), de Chase; La mujer oculta (1983), de Chaves; Entre rosado y celeste (1994), de Carlos Tapia; Urbanoscopio (1997), de Fernando Contreras, y el texto dramático Punto de referencia (1983), de Daniel Gallegos. Continuando con esta serie literaria, en el siglo XXI se publican las novelas El más violento paraíso (2001), de Alexánder Obando; Mariposas para un asesino (2004), de Jorge Méndez Limbrick; Más allá del Parismina (2004), de Carmen Naranjo; El gato de sí mismo (2005) y Mar Caníbal (2016), de Uriel Quesada; Mujer alada pero rota no vuela (2016), de Michelle Roe; El lado oculto del corazón (2016), de Francisco Fuentes; los cuentarios Lejos, tan lejos (2004) y La invención del olvido (2018), de Uriel Quesada; Bailando en solitario (2008), Cosas de hombres (2009) y En la piel de la mentira (2011), de José Otilio Umaña; Boleros nos volvemos tango (2008), de María Pérez Yglesias; La mordiente (2014), de Karla Sterloff; Teman a los vivos. Homenaje al sanatorio Durán (2017), de editorial Club
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Ronald Campos. La literatura LGBTIQ+ en Costa Rica
de Libros; Cuentos oscuros para enamorados (2018), de Vanessa Alvarado; y Cartas a hombres (2018), de David Ulloa; Atrevidas. Relatos polifónicos de mujeres trans (2019), de Camila Schumacher; y los poemarios Ritual invicto (2006), de Lorena Vásquez; Navaja de luciérnagas (2010), Varonaria (2012), La invicta soledad (2014), Respuestas de la tierra (2016) y Mortaja para mil ruiseñores. Crónicas poéticas (2019), de Ronald Campos; Nocturnos de mar inacabado (2011) y Conjuros del alba (2014), de Jorge Chen; La otra memoria (2015), de Luis Antonio Bedoya, y la antología poética Verso diverso (2018), de Casa Palabra, en la cual se reúnen textos de jóvenes poetas como Sergio Cooper, Daniela Esquivel, Melissa Mendiola, Jimena Cascante, Laura Contreras y Jean Matarrita. Otra de las series literarias evadida en muchos casos por la crítica literaria nacional es aquella sobre la temática del VIH y el sida. El silencio en torno a este virus y síndrome es prácticamente generalizado. Aun así, vale citar los textos que, en medio de una tensión, reproducen o deconstruyen la estigmatización relacionada con el sida y la discriminación asociada a la condición VIH-positiva y grupos de riesgo. Al respecto se pueden encontrar en 1983 el poema «XIV», del apartado «De las cenizas del Ávila», en El tigre luminoso, de Alfonso Chase; en 1994, «Infección», «Pensión Arcadia» y «Abstinencia», en Jardines de asfalto, también de Chase; en 1995, «Campanas en la sangre (El SIDA)», de Laureano Albán, y «[Alguna tarde]», de Yesenia Casares; en 2013, «La transparencia del sidoso» en Mendigo entre la tarde, de Ronald Campos; en 2017, «Cante jondo a Ronald Campos», en La mosca en la cortina de Pablo Narval, y en 2019, «Rodhen James Wright (Costa Rica, 1984-2017)», en Mortaja para mil ruiseñores. Crónicas poéticas, de Campos. Asimismo, se encuentran el cuentario Tiempos del SIDA. Relatos de la vida real (1989), de Myriam Francis; los cuentos «Carpe Diem» y «Antes y ahora», del cuentario Cara de santo, uñas de gato (1999), de Chase; el cuento «Las tres divinas personas (relato de autoayuda en tres entregas)» (2009), de Luis Chaves, y el relato «A él», del cuentario Cartas a hombres (2018), de David Ulloa. Igualmente, las novelas Paisaje con tumbas pintadas en rosa (1998), de José Ricardo
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Chaves; Como una candela al viento (2009), de Santiago Rojo, y Pensamientos de un seropositivo (2018), de Johan Gilberto Thomas.
Ronald Campos es profesor en la Universidad de Costa Rica.
El suplicio de Kasandra Apuntes sobre la poesía actual de Costa Rica Por Carlos Manuel Villalobos En agosto de 1989, un grupo de universitarios, la mayoría filósofos y poetas, fundan en San José de Costa Rica una revista contracultural a la que llaman Kasandra. Con este nombre invocan el mito de la sacerdotisa vidente que se negó a complacer la lascivia de Apolo y que fue condenada a que nadie diera crédito a su don de adivinadora. Según los editores de la revista, este es el destino que encarna la poesía que se escribe en Costa Rica. La palabra de los poetas atisba el futuro por las rendijas de la metáfora, pero nadie oye sus profecías. Aunque parece que este reto al que enfrenta la lírica actual se manifieste también en muchos otros lugares, en este país centroamericano coincide de manera precisa, dada la contradicción entre la abundancia de libros que se publican cada año y la escasa circulación. Los editores de Kasandra parecen tener razón: la poesía es la lengua de una conciencia que ve más allá, pero fuera de los pequeños círculos que la consumen, es la loca que muy pocos logran comprender. En Costa Rica esta sentencia parece una marca inherente a la historia de su literatura, pues la antología fundacional, La lira costarricense, publicada entre 1890 y 1891, fue hecha en el marco de un apuro histórico para demostrar que, al igual que en otras naciones hispanoamericanas, aquí también se trabajaba la poesía. No obstante, ninguno de los nombres que aparecen en dicha compilación forma parte del canon latinoamericano.
En 1919, Joaquín García Monge funda la revista Repertorio Americano. Este impreso tiene vigencia hasta 1958 y durante dicho lapso se convierte en uno de los foros intelectuales más importantes del mundo hispano. Por aquí pasan los escritores más reconocidos del momento. De este modo, en su propio territorio los costarricenses disponen de una ventana con mucho prestigio. Sin embargo, de esta promoción, la única voz que ha conseguido sobreponerse al olvido, aunque muchos años después de su muerte, es Eunice Odio (19191974), una poeta que falleció en México en condiciones desventuradas. En 1977, los poetas Laureano Albán (1942), Julieta Dobles (1943), Carlos Francisco Monge (1951) y Ronald Bonilla (1951) suscriben un texto de teoría estética que titulan Manifiesto trascendentalista. Este documento marca un anclaje fundamental para entender la poesía actual costarricense, pues buena parte de los autores de hoy se debaten entre la adscripción y la oposición a esta iniciativa. Los trascendentalistas proponen una estética intimista que se identifica con la función simbólica del lenguaje. Cuestionan el enfoque exteriorista, en alusión expresa a la corriente literaria que entonces circulaba en Nicaragua. En sintonía con modelos tradicionales, sostienen que la imagen lírica, especialmente la metáfora, es el recurso que fundamenta lo poético, entendido como lo abstracto metafísico. La crisis social de la región centroamericana había puesto en la mira internacional a poetas como el guatemalteco Otto René Castillo, asesinado en 1967; el
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Carlos Manuel Villalobos. El suplicio de Kasandra
salvadoreño Roque Dalton, sentenciado por sus propios camaradas en 1975, y otros tantos que perecieron o tuvieron que exiliarse. Los poetas del grupo trascendentalista entienden que la poesía de Costa Rica no es adecuada para las proclamas de protesta, pues las condiciones del país son distintas. Este hecho parece incidir en una paradoja: la propuesta del grupo, a pesar del nombre, no consigue trascender. En cambio, la poesía de las guerrillas sí circula y alcanza una recepción internacional. La maldición de Casandra reaparece para silenciar las posibles resonancias que intenta la poesía costarricense. Frente a esta evidencia, algunos de los autores del movimiento, como es el caso de Monge, abandonan la adscripción trascendentalista y otros, como Bonilla, aunque mantienen lo metafísico, dialogan con el objetivismo social. En Nicaragua, la figura de Ernesto Cardenal acapara la atención como uno de los referentes de la poesía centroamericana. La fama no sólo se debe a su papel político religioso, sino también a la promoción de la educación popular a través de la poesía. En esta tarea lo acompaña una poeta costarricense que tendrá el mérito de ser la gestora de los talleres literarios de Solentiname, la isla donde los campesinos se convierten en poetas. Se trata de Mayra Jiménez (1938-2018), quien coincide con la enunciación comunicativa de la estética conversacional y se distancia, por lo tanto, de las manifestaciones del trascendentalismo. Jiménez representa la voz creciente de otro sector de la poesía tica que rechaza los postulados del intimismo y busca que la palabra de los poetas se comprometa con la formación de una conciencia social. La perspectiva de la poesía de la solidaridad popular, que ya habían desarrollado Jorge Debravo (19381967) y Arturo Montero Vega (1924-2002), es retomada por una nueva generación que se identifica con los procesos de emancipación social y el cuestionamiento de la enajenación cultural. El 1976, Rodolfo Dada (1952) funda el grupo literario Oruga, que continúa en 1983 como el Taller de los Lunes. Aquí se reúnen algunos de los poetas más representativos de este contexto: entre otros, Osvaldo Sauma (1949), Diana Ávila (1952) y Norberto Salinas (1957). El escritor y activista social Francisco Zúñiga Díaz (1931-1997) desarrolla una tarea similar con el Taller del Café Cultural, que funciona desde 1979 hasta 1997. Destacan también en este trabajo de promoción creativa los escritores Erick
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Gil Salas (1955), Adriano Corrales (1958) y Henry López (1959). Otro de los énfasis temáticos que se abordan en este contexto es el erotismo enunciado por un yo lírico femenino que enfrenta las visiones conservadoras del discurso patriarcal. Destaca el trabajo de Ana Istarú (1960), principalmente con su libro icónico Estación de fiebre (1983). Intervienen en esta tarea Mía Gallegos (1953), Lucía Alfaro (1959), Silvia Castro (1959), Nidia González (1964), Luisiana Naranjo (1968), Meritxell Serrano (1969) y Gabriela Arguedas (1972). Un eje temático, que coincide con este grupo, es el que corresponde a las identidades de las mujeres afrodescendientes. Esta perspectiva es abordada, principalmente,
por las poetas Eulalia Bernard (1935), Shirley Cambell (1965) y Delia McDonald (1965). La figura de Eunice Odio es reivindicada por el siguiente relevo de poetas, la mayoría nacidos después de 1960. Al menos esta es la consigna del Taller de literatura activa «Eunice Odio», que funcionó de 1985 hasta 1992. En 1995 publican una antología que titulan Instrucciones para salir del cementerio marino. El prólogo es un manifiesto corto que se opone a los postulados de la poesía «pura y trascendente». Abiertamente declaran la oposición al proyecto que lidera Laureano Albán. Una posición similar la tendrán grupos análogos como el Anti Taller Anti (1990-1994) dirigido por Melvin Aguilar (1966) y el colectivo Octubre Alfil 4 (1993-2004). Estos poetas se inclinan por una retórica de la cotidianidad y un cuestionamiento a las estructuras de poder. Algunos de los autores que surgieron de estas experiencias iconoclastas fueron Alexander Obando (1958), Mauricio Molina (1967), Guillermo Acuña (1969) y Julio Acuña (19732008). En el marco de este ánimo contracultural surge la referida revista Kasandra. Uno de los autores que se inició alrededor de esta publicación fue Luis Chaves (1969), una de las voces más influyentes entre los poetas que procuran la narrativización y el objetivismo lírico. Su obra se caracteriza por la referencia a los códigos de la cultura de masas, la ironía y los guiños al llamado realismo sucio. En 1998 funda la revista Los amigos de lo ajeno, una publicación electrónica que ha incidido en la promoción de la poesía latinoamericana. El tono conversacional es la característica que más prevalece en la poesía costarricense de los últimos años. El crítico literario Francisco Rodríguez, en un estudio publicado en el 2006, resuelve que los mayores énfasis de esta poesía son la narratividad del mundo cotidiano, el análisis social, lo metapoético, el carácter feminista y el tópico amatorio. Utiliza el concepto de totalidad contradictoria para explicar la multiplicidad de visiones que se mueven entre la continuidad y la ruptura. Destaca en este proceso los aportes de poetas como Milton Zárate (1956-2009), Jorge Arturo Venegas (1961), José María Zonta (1961), Carlos Manuel Villalobos (1968), María Montero (1970), Minor González (1974) y Alfredo Trejos (1977). Un hecho relevante que incide en las oportunidades de publicación local, sobre todo a finales siglo XX, son las opciones editoriales que le apuestan a la poesía. Además de la estatal Editorial Costa Rica y las edito-
riales de las universidades públicas, surge una oferta de opciones independientes. Sobresale Perro azul, la editorial que lidera la publicación de nuevos poetas, con el aporte de otras como Andrómeda, Guayacán, Alambique, Arboleda y Uruk. El inicio del siglo XXI, enmarcado por la mediación de la cibernética global y el trastocamiento de las identidades, impacta en la producción poética de Costa Rica. Autores como José María Zonta o Juan Carlos Olivas (1986) obtienen importantes premios internacionales y otros, como Luis Chaves, aprovechan las becas a escritores que se ofrecen en el extranjero. Las publicaciones traspasan el ámbito local, no sólo mediante los libros en formato de papel que se editan principalmente en España y México, sino a través de los formatos digitales y el canal de las redes sociales o las revistas electrónicas. Entre los nombres que más circulan, además de los ya citados, se encuentran Cristian Marcelo (1970), Joan Bernal (1974), Alejandra Castro (1974), Gustavo Solórzano (1975), Cristian Solera (1975), Angélica Murillo (1976), Felipe Granados (1976-2009), Randall Roque (1977), Camila Schumacher (1977), Gustavo Arroyo (1977), Gustavo Chaves (1979), David Monge (1980), Jonatan Lépiz (1981), David Cruz (1982), Diego Mora (1983), Ronald Campos (1984) y Paola Valverde (1984), entre otros. Desde luego que este recorrido recoge solamente unos cuantos atisbos a los que aún les faltan nombres y profundidad crítica, pero el objetivo es presentar un panorama que muestre en muy pocas palabras la generalidad de la producción actual. La poesía de Costa Rica tiene la riqueza verbal y la misma variedad que es posible hallar en otros contextos, pero ha tenido dificultades para colarse en el escenario de los centros hegemónicos del mundo hispano, y aún más en otros ámbitos. Padece del suplicio de aquella Casandra que gritaba la verdad a los cuatros vientos y cuyas sentencias nadie oía al otro lado. Tal vez los resabios del mito casándrico impidan el crédito a esta predicción, pero el río revuelto del siglo XXI promete una poesía costarricense menos ensimismada en sus fronteras y con más circulación en los espacios de la globalidad.
Carlos Manuel Villalobos
es poeta y profesor de
Literatura de la Universidad de Costa Rica.
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La poesía de Marjorie Ross, Arabella Salaverry y Rosita Kalina Por Jorge Chen Las imágenes del agua son poderosas en la poesía escrita por mujeres y están determinadas por la dinámica y la especificidad que presentan, bajo el arrastre y su fuerza sobre la naturaleza y los seres vivientes. Desde el principio del fluir y del dinamismo, el agua debe ser fluyente, de lo contrario termina por estancarse: se convierte en agua putrefacta y pestilente. Sus líquidos vivificadores se asocian con el movimiento del tiempo y los ciclos de la vida. Conjurando el agua, las aprendices de maga que son las poetas mujeres convocan este elemento primordial que, en la concepción de los filósofos presocráticos del siglo VI a. C., representa junto con el aire la materia misma del universo en cuanto movimiento/interacción, lucha/oposición, es decir, como principios que causan y de los cuales derivan todas las cosas. El agua es la «sustancia persistente» y «la fuente original» de la materia para Aristóteles en su Metafísica, para asegurar, con Tales de Mileto, que el agua es el principio rector de la naturaleza provocando el movimiento y el cambio de la materia, sobre todo la vegetal. Así, su transformación permanente hace que se encuentre en perpetuo movimiento gestativo, para que la asociación tierra-mujer sea una constante en el pensamiento mítico bajo el arquetipo de la mater tellurica, cuyo devenir en movimiento y su interrelación con la luna mostrará su movimiento regenerador. En efecto, la luna se transforma en un astro de los ciclos y de los ritmos, al regir la fertilidad y la temporalidad de las mareas y de las cosechas. Por lo tanto, la figura selénica siempre ha apuntado a lo femenino dentro de esa repartición que el pensamiento mítico simbólico privilegia entre luz/ oscuridad, o entre el sol/la luna. La vinculación entre la luna y las aguas hace que la agricultura y la fecundación en general tuvieran una raigambre religiosa y ritual. Por esta razón, si la fertilidad de lo viviente depende de los ciclos lunares, la indisoluble unión de la luna y la fecundidad/procreación se concretan en lo femenino. Su pervivencia en nuestros imaginarios se decanta hacia el ciclo menstrual de la mujer, mientras la rela-
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ción de las mareas con la luna se hizo harto evidente en las observaciones del ser humano. Puesto que en la fertilidad y ciclidad del ritmo radica la condición simbólica de la mujer, ella se asocia al mismo tiempo con un símbolo lunar. Su fertilidad apunta a su actividad sexual, a la incidencia de las aguas procreadoras (menstruales por lo demás) y a los flujos que el cuerpo exuda en la relación erótica, en donde la germinación y la regeneración de la naturaleza se asimilan al acoplamiento y al disfrute sexual, como es el caso de las poetas costarricenses en cuya obra es ostensible su eficacia poética. El devenir del cosmos depende del ciclo lunar; ello tiene lugar en la puesta escena de esa relación primigenia y cósmica. Las aguas y la luna se convocan en la renovación de una erótica de los amantes, como desarrolla Marjorie Ross (1946) en el sintomático poema «Agua y luna», de su poemario Jaguar alado (San José: Publicaciones del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, 1999): «Cuando partes, / extraño en mi vida de luna / tu huraña presencia inteligente, / tu silencio raro, / de grafías indescifrables. / No es la ausencia / lo que dejas al irte, / sino una carencia / de río y de montaña / impenetrable» (pág. 33). En el poema, quien desaparece/aparece es el tú masculino; esto supone una vuelta de tuerca a una tradición poética en la que, ahora en clave femenina, hará que la inconstancia sea una prerrogativa del tú masculino. En el caso de Ross, dos imágenes de la primera estrofa exponen este carácter esquivo y voluble en las sinécdoques: «tu huraña presencia» y «tu silencio raro, / de grafías indescifrables». El contacto y la mirada del tú son huidizos. Así los adjetivos huraña e indescifrables desembocan en impenetrable para subrayar el carácter inconstante, con lo cual se invierte toda la tradición de la amada pérfida, mientras emerge el motivo de la partida/ espera: «Como te llevas puesto / tu sombrero de mago, / quedan destrozos / de ángel adolescente / tras tus huellas» (págs. 33-34). El tópico de la partida se condensa en el objeto «sombrero de mago» y en su consecuencia de «destrozos». Al tú se le califica de forma ambigua como «ángel adolescente», cuyos caprichos y belleza resplandeciente hablan de una seducción subyugadora,
Marjorie Ross. Audiovisuales UNED: Punto y Coma (temporada 9).
para rematar en el cierre del poema con la necesidad y el reconocimiento de la codependencia: «Extraño / en mi vida de luna / tu presencia de agua» (pág. 34). En la simétrica comparación que se despliega en el poema, si el yo poético posee los atributos de «luna», el tú es «agua»; entran entonces en una inédita solidaridad y equivalencia que anula cualquier tipo de oposición, cuando luna y el agua se comunican en movimiento alterno, de ausencias/presencias, dentro de la convocatoria de un nuevo entendimiento de la pareja. Ahora bien, el elemento agua es precisamente el centro de una indagación reflexiva sobre el estatuto de lo femenino por cuanto corresponde al ciclo de las lluvias y de la vegetación. Es lo que ocurre en «A flor de lágrima» del poemario Arborescencias (San José: Publicaciones del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, 1999), de Arabella Salaverry (1946). El título del libro evoca con pertinencia la fecundidad de lo telúrico que representa la mujer. En el poema, el renacimiento de la naturaleza se asocia al ciclo lunar desde su inicio: «Amanecida de tantas lunas nuevas / estoy de nuevo aquí / mojada por todo el sol del trópico, / empapada de lluvias antiguas / sedienta, / ansiosa, / impalpable en la muerte / como si estuviese viva» (pág. 13). El motivo del alba, que marca las transiciones de la noche a la mañana,
aparece en el adjetivo [a]manecida, mientras se establece el ciclo del sol/«lunas nuevas» bajo el cual las cosechas y la vegetación funcionan. La influencia de lo lunar se anota en el poema para que el ritmo que potencializa la vida misma se ponga en juego. Así, el yo poético femenino se manifiesta en su plenitud de fecundidad y erotismo. Y ponderamos el plano de lo sexual, porque la red de adjetivos se asocia primeramente con el agua: «mojada», «empapada», «sedienta»; después con la espera afectiva («ansiosa») y la levedad del ser («impalpable»). Dibujan, por lo tanto, la receptividad total de la mujer que recibe benéficamente; su cuerpo exuda de una humedad que habla del placer/goce recibidos. Lo anterior esboza su equivalencia con una planta y su relación con las cosechas se explicite así: «Sembrada de recuerdos, / renaciendo al cardo, / el ginger florecido, / amante, amada / inventada en tenues mapas milenarios, / desde siempre aquí, / por siempre muerta, / dormida, / renaciente, / esperando saltar al infinito / temblando desde adentro / acongojada, / sumisa, / siempre a flor de lágrima, / en carne viva siempre» (13-14). Los elementos vegetales, con los cuales se identifica el yo femenino, se seleccionan del mundo de flores y plantas, aquí llamativas por el contraste entre una planta espinosa como puede ser el «cardo» y el color rojo intenso del «ginger» tropical; sin embargo, lo que valoriza el poema es esa equivalencia paradigmática, que habla muy bien de un poema bien estructurado, con un manejo del tiempo cíclico, de alternancia fónica y ritmo pausado. Las equivalencias y comparaciones buscadas por un lado y, por otro, las repeticiones eufónicas de palabras otorgan esa musicalidad que se busca (eso es cierto); pero estas obedecen también en Salaberry a una repetición que de nuevo crea ese ritmo binario de alternancia y movimiento ciclo que el poema pondera a través del par Muerte/Vida, muy propio de la regeneración de lo viviente. Se trata de una receptividad y de una apertura que se enaltecen como atributos femeninos, al tiempo que destaca, dentro de la condición femenina asumida, la idea del dolor y del sufrimiento, tal y como terminan los dos últimos versos del poema: «siempre a flor de lágrima, /
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en carne viva siempre» (pág. 14). El poema de Salaverry se ajusta a las imágenes que el pensamiento mítico-simbólico atribuye a la fecundidad femenina; se ajusta a esa retórica de las aguas primordiales en las que tanto Ross como Salaverry hacen coincidir ese acoplamiento de los amantes como el de la vida misma. Ellas ensayan esa capacidad visionaria de moldear la experiencia poética a través de imágenes muy sugerentes de gran calado en la tradición poética occidental. Ahora bien, para concluir nuestro recorrido por el movimiento benefactor de las aguas y la identificación que de ellas se asume, un poema de Rosita Kalina (19342005), de Mi paz guerrera (San José: Publicaciones del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, 1999), nos permitirá observar cómo el elemento acuático se realiza de otra manera sugestiva, cuando el ciclo lunar anuncia el movimiento perpetuo. Se trata de exorcizar la trascendencia cósmica, que el rito y la ceremonia perpetúan, tal y como sucede en «Celebro mi ceremonia». Aquí el movimiento de las aguas y el devenir humano se acoplan en el sentido material del viaje. Kalina parte del tópico de la navegación tormentosa: «Celebro mi ceremonia. / Libertad ilimitada / cubre mi albedrío. / Testigo soy del drama. / Mi barco se levanta, se hunde, / parece avanzar. Prosigue. /Aunque la tormenta arrecie, / la pesca es pródiga. / En rendición total, / me aquieta la furia del océano. / A él me rendiré con paz. / Pero con paz violenta» (pág. 16). Toda la simbología del mar tumultuoso expone Kalina, para que el «barco» sea aquí metáfora del viaje que emprende el yo poético. Los signos de esta navegación se dibujan con la «ceremonia» inicial que, para la visión grecolatina, debía empezar pidiendo el favor de los dioses, porque siempre era un viaje hacia lo desconocido y hacia la incertidumbre. El yo poético, en cuanto marinero habilidoso, reconoce su «libertad ilimitada» para decidir y adentrarse en la aventura que significa surcar el mar; se explicita con verbos de movimiento, «se levanta, se hunde, / parece avanzar. Prosigue». Es un mar embravecido y el yo poético se enfrenta a una naturaleza hostil. Sorprende la antítesis: «me aquieta la furia del océano» y una lucha contra las fuerzas de la naturaleza se impone. Bajo una resistencia convocada en la noción de «paz violenta», se traza el punto de llegada: «Amo este puerto, / sus oscuras costas», Así, la travesía marina es el prototipo, culturalmente hablando, de la existencia humana, cuando el alma emprende su camino hacia buen puerto. Es designio de supera-
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ción, de movimiento en el camino de la existencia: de los obstáculos marinos se pasa a la existencia: «El mar de mi serena madurez / se baña en tempestad / que sopla velas» (pág. 16). Ese camino de la existencia se metaforiza en el «mar de […] serena madurez», por lo cual tanto la «tormenta» como la «tempestad» ya no representan ningún peligro y se pueden sortear. De ahí el sentido que tiene la acción de celebrar, sinónimo de regocijo y de asunción de un destino: «Celebro ceremonias / sin que me hiera el rayo / enamorado del mar que lo aprisiona. / Mi cauce, el mar. / El puerto, mi destino. / He cosechado peces de colores / que alegrarán mi paz guerrera. / Mi ceremonia oculta me susurra / la pasión de Dios sobre las aguas» (pág. 17). La llegada a buen puerto se considera el éxito de la propia travesía, producto de un destino dibujado cuando se tiene la certeza de haber recorrido ese «mar» que es la vida misma. Su recompensa se avizora en la metáfora de la «cosecha», mientras se anuncia como algo gratificante al llegar a la «serena madurez». En conclusión, llama la atención que el fluir del agua en las tres poetas desencadene la idea del tiempo y desemboque en un criterio de ordenación valorativo de la experiencia vital: consigo mismas o en la relación de pareja. El dinamismo de las aguas significa encauzar las vivencias y las imágenes de ensoñación poética con las que se relaciona, respectivamente, en los poemas vistos: la complementariedad de la partida/encuentro dentro del ciclo lunar (Ross), la celebración de la esencia vegetal de la mujer (Salaberry), la travesía hacia una madurez plenamente asumida (Kalina). El ligamen maravilloso con las aguas en movimiento materializa, en estas poetas costarricenses, tanto la preeminencia como el privilegio de la corporeidad y la ritualidad. Las aguas terminan por ser benéficas para el ser humano y el mar una experiencia indispensable al crecimiento y al aprendizaje.
Jorge Chen es profesor catedrático de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura de la Universidad de Costa Rica. Enseña las literaturas española y latinoamericana. Es miembro correspondiente de las Academias Nicaragüense de la Lengua y de la Norteamericana de la Lengua Española. Sus campos de investigación son la recepción cervantina, la lírica hispánica, la prosa del siglo XVIII español e hispanoamericano, y la literatura centroamericana.
Desde el otro lado del espejo El cosmos literario de Fernando Contreras Castro Por Mark Minnes En torno a 1613, los círculos humanistas de la Corte madrileña debaten un nuevo poema que hace, posiblemente, la alusión literaria más temprana, pero seguramente más enigmática, a la América Central. Fruto de la mente del famoso andaluz Luis de Góngora, los manuscritos de las Soledades andan de mano en mano, desafiando a sus lectores eruditos con una escritura impensable hasta aquel momento. Poema largo y complejo, las Soledades fusionan la épica (un posicionamiento narrativo frente a la historia imperial y colonial de España) con un lenguaje a veces hermético y onírico, a veces bajo y burlesco. Hoy en día, esa clase de vaivén entre el mundo moderno, por un lado, y una cosmovisión poética y registros burlescos, por el otro, ya no causaría tanto asombro. Sobre todo con respecto a autores latinoamericanos del siglo XX, las editoriales complacientemente didácticas (como no pocos lectores profesionales) nos brindan una explicación maravillosamente eficaz: debe ser, de hecho, maravillosa (o mágica) la perspectiva de aquellos literatos provenientes de tierras lejanas y exóticas para el lector europeo. Y en eso quedó el asunto. Las solapas de los libros de Fernando Contreras Castro, nacido en 1963 en la provincia de Alajuela, Costa Rica, no son una excepción. En el presente artículo trataremos de acercarnos a la escritura de Contreras Castro —figura excepcional en el panorama literario costarricense de los años noventa del siglo pasado— y romperemos el encasillamiento demasiado fácil de una prosa supuestamente maravillosa o mágica. Veremos cómo Contreras Castro navega las aguas profundas de la historia literaria, se
sumerge en la cotidianidad contemporánea de su país y fusiona —como lo hizo, casi cuatro siglo antes, Góngora en sus Soledades— la expresividad de la poesía con la prosa implacable de la contemporaneidad. Será una lectura personal de una escritura innovadora, incómoda e íntima. Aunque no visa una élite de lectores como lo hacen las Soledades, las obras del costarricense también se arraigan en las zonas limítrofes de nuestro campo de visión literario. Publicado por primera vez en 1993, con varias reediciones, el gran éxito de Contreras Castro —la novela Única mirando al mar— augura lo que será su leitmotiv: el mundo urbano de San José. Un año después de la polémica celebración del quinto centenario del «descubrimiento» de América, cuatro después de la caída del Muro de Berlín (profundísima crisis de los proyectos políticos de izquierda, como el cubano) y seis después de los acuerdos de paz centroamericanos firmados en Esquipulas, Guatemala, Única mirando al mar capta un momento histórico singular. Parece que el mundo entero seguirá ahora la «vía tica», es decir, la vida pacífica y relajada de la «Suiza Centroamericana», conocidísimo clisé que no tarda en aparecer en la novela. Los intelectuales hegemónicos proclaman el Fin de la Historia y el Tercer Mundo, concepto en irremediable vía de extinción, se llena de malls, supermercados y aparcamiento. Las satisfacciones materiales del consumismo han derrocado el viejo ascetismo de los grandes proyectos ideológicos. Es este el momento en que, en San José de Costa Rica, un exguardia de biblioteca, rebautizado con nombre grotesco, decide botarse a la basura: «Octubre de mil novecientos noventa y dos, año del quinto centenario de la invasión de América, marcó el cierre
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de lo que Momboñombo Moñogallo había hecho por su vida. No planificó botarse a la basura, eso lo decidió más bien después de agotar todas las posibilidades de supervivencia en este mundo, cuando se dejó convencer de que ya no servía para nada». Única mirando el mar cuenta la vida de los inquilinos de Río Azul en la provincia de San José. Topónimo idílico y brutalmente revelador a la vez, se refiere al vertedero de basura de la Gran Área Metropolitana de San José (a partir de 1973, mil doscientas toneladas diarias de basura). He aquí un ejemplo del ojo fino y de la pluma afilada de Contreras Castro: la realidad contemporánea (los desechos de la sociedad urbana se acumulan en Río Azul) y su fantasía (un hombre al margen del mundo de las letras se tira a la basura) comparten la misma vibración irónica. La prosa de Contreras Castro, lo veremos, amalgama brillantemente un realismo satírico con una lúdica fantasía poética. Nunca cae en la trampa de un sarcasmo amargo. Sabe muy bien que debe —al pintarnos la vida de los excluidos de la modernización urbana en un país supuestamente periférico— evitar el tono paternalista del letrado que diagnostica los males de la sociedad (piénsese en los cuadros de costumbre del siglo XIX, albúmenes de tipos urbanos como el trapero, el mendigo o la prostituta). Contreras nunca repite el autoritarismo del autor-médico decimonónico. Al contrario, su cosmos literario nace de una realidad transfigurada, de un mundo vivo y anímico. Consecuentemente, el basural de Río Azul se transforma en océano: falta agua dulce para beber y lavarse, chillan las gaviotas y baten las alas mientras los «buzos» (los recolectores que viven en el vertedero) salen a la pesca en las olas de basura. La escritura evoca ecos de un pasado lejano: la pesca de objetos utilizables nos recuerda la pesca de perlas (también son desechos), vieja práctica colonial y violenta en las costas de la América Central. Los tugurios de los buzos son una forma de Venecia trastornada, su vida cotidiana «el buceo y las interminables reparaciones de su ciudad flotante». Ahí renace, escupido por la marea de los camiones de basura, el exguardia de la Biblioteca General. Imagen clásica del náufrago desesperado y renacido, es rebautizado, rompe los lazos con la Nación costarricense y su vida pasada: «En el basurero regía otro tiempo». Aunque la generación literaria de Contreras Castro suele asociarse con la caída de los gran-
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des proyectos políticos y un desencanto subsiguiente, la respuesta estética de Única mirando al mar no es —de ninguna manera— desoladora. Su fusión de Historia, simbolismo poético y burla fina es precisamente calibrada, pero nunca se entrega al pesimismo. Perfilándose ante el trasfondo de una tradición literaria dada al compromiso político (la novela testimonial) y las condiciones de trabajo en el sector agrario (la novela bananera), la perspectiva de Contreras Castro es distinta: urbana, poética y satírica a la vez. Ya nos cuesta adaptarnos a la idea de gatos callejeros que hablan y forman un grupo de Jazz (Cierto azul, 2009). Pero los gatos de la calle, habitantes marginales y omnipresentes en el tejido urbano, son protagonistas típicos del mundo de Contreras. Nuestros horizontes de lectura ya no incluyen la fábula satírica medieval (como el Libro de los gatos) y sus refundiciones más modernas (el Coloquio de los perros cervantino o la Gatomaquia de Lope). Hasta en la Ilíada, los caballos lloran la muerte de sus amos. Como en el caso del relleno de basura, Contreras Castro observa la sociedad costarricense — entregada ciegamente al progreso económico— desde el otro lado del espejo. Es el punto de vista clásico de la sátira. Sus palabras crean vínculos subterráneos entre la Costa Rica de los años noventa y las periferias de una tradición literaria que solemos denominar, con considerable torpeza, universal. ¿No parece que el título de su segunda novela (Los Peor, 1995) —fábula carnavalesca de convivencia familiar— hace eco de las últimas líneas del famoso Buscón (1626) de Quevedo? «Determiné de pasarme a Indias a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor…» Los Peor son una cocinera con su marido desvalido (víctima de un accidente de trabajo perfectamente evitable), la propietaria de la casa en pleno centro de San José (un prostíbulo), un franciscano «con una sólida formación clásica y una pasmosa ignorancia de la actualidad» y varias prostitutas. Conviven en un espacio que es (¿como la ciudad? ¿como el continente?) una nave de los necios. El protagonista de Los Peor, el monje franciscano Jerónimo Peor, es un fantasma anacrónico de creencias, filosofías y utopías marchitas: «Era muy parecido a las imágenes franciscanas de los conventos coloniales de América del Sur adonde se lo llevaron a formar». Vagabundea por las calles de San José y «se aseguraba que tenía trastrocado el juicio».
Como los buzos-recolectores del vertedero de Río Azul, como los gatos callejeros, Jerónimo Peor contempla su «hermana ciudad» desde el otro lado del espejo. El personaje parece atrapado en un mundo paralelo, el mundo de plantas sagradas, cosmovisiones indígenas y cavilaciones humanistas. Irrumpe la realidad implacable cuando llega al prostíbulo una joven campesina de las zonas agrícolas de Alajuela, embarazada y gravemente enferma. Víctima de la contaminación química en la industria agrícola de exportación, la campesina da a luz a un hijo enfermo. Tiene un ojo único en la frente: «Su ojo negro grande y hermoso brillaba con tanta naturalidad como una luna llena ante los ojos atónitos del primer homínido que se estremeció al verla con mirada humana». Como una línea tangencial, la trama de Los Peor toca el territorio del com-
promiso sociopolítico y de la crítica directa, antes de zarpar otra vez hacia lo cósmico y la poesía. Jerónimo Peor reconoce el portento del ojo único y también sabe que el único nombre posible para el niño será Polifemo. El cíclope grotesco de la Odisea es otra figura clásica de la literatura satírica (y nuestro autor no evita la vieja broma quevedesca del «niño monóculo»). Jerónimo Peor y Polifemo formarán una pareja con una perspectiva radicalmente alternativa sobre su entorno, una ciudad anónima y sucia, inconsciente de su pasado y abandonada a la modernización. Como el relleno de basura de Única mirando el mar, el prostíbulo de Los Peor con sus figuras harapientas y grotescas es, en realidad, un mirador privilegiado. Crea una perspectiva única e inimitable sobre San José de Costa Rica que se encarna perfectamente en el ojo único del pequeño Polifemo. El simbolismo satírico-poético, con sus raíces profundas en la tradición literaria, nos demuestra lo hueco y truncado de un supuesto «real maravilloso» o de la «magia» de una mirada poco habitual. El arte literario de Contreras Castro crea una exterioridad radical al mundo cotidiano, una mirada desde el otro lado del espejo. En el desenlace de Los Peor, irrumpe otra vez la realidad dura e inevitable. Un ataque de epilepsia lleva al pequeño Polifemo a una muerte precoz y previsible. En el hospital, la explicación que se da al trastornado franciscano Jerónimo Peor, incapaz de comprender lo sucedido, contrasta otra vez con el racionalismo de la medicina moderna. Será el último triunfo de la sensibilidad literaria. A pesar del leitmotiv urbano, San José de Costa Rica no es la metrópolis por excelencia. El clima centroamericano, propicio a una naturaleza exuberante y dramática, descompone las venas de sus calles demasiado estrechas, inundadas por los chubascos violentos del tráfico automovilístico. El hormigón parece resignado a pudrirse bajo los ataques del sol y las lluvias tropicales, como sus casas, acurrucadas bajo sus techos laminados de zinc. San José no es, en términos del crítico uruguayo Ángel Rama, una ciudad letrada latinoamericana. Pero sería un grave error considerarla un lugar insignificante o periférico. Es, como dijimos, leitmotiv y foco de la inspiración literaria de Contreras Castro. En 1998 publica una colección muy notable de poemas en prosa, acompañados por las xilografías excelentes de Hernán Arévalo. Como Baudelaire, Contreras
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Castro es un pintor de la vida moderna y no debe sorprendernos que su colección Urbanoscopio retome la idea —tan de cara a Baudelaire (y Cortázar)— de una mirada caleidoscópica: «El urbanoscopio apunta irremediablemente hacia la ciudad. Entre dos cristales circulares prensados en un anillo, el urbanoscopio captura las imágenes; pero sólo son fragmentos, pedacitos de las gentes y las casas y las calles que giran y se confunden entre sí conforme el anillo gira». Las palabras, pedacitos de la realidad, se hacen colores, y viceversa. «La ciudad es ficción que precede a la literatura», explicó el autor en 2012. Los pedacitos de ciudad plasmados en los poemas en prosa de Urbanoscopio (que también podríamos llamar microrrelatos) son variaciones sobre una poética de mirada, un perspectivismo satírico-poético presente en todas las obras de Contreras Castro. «Luz verde: mujer lejana» retoma —como «À une passante» (Charles Baudelaire, 1855)— el tema de la mujer inalcanzable en la muchedumbre de la urbe. Pero aquí la mirada anhelante parte de la mónada individualista de un coche parado en el semáforo, símbolo del bienestar personal en una sociedad en paz. Otros textos nos muestran la otra cara de la moneda, como la miseria de Palomo, quien aprende a escupir fuego y se gana la vida en la calle: «La luz amarilla para lanzar la llama, la luz roja para cobrar a los conductores que no cerraban las ventanas y la luz verde para esquivar los autos que se le venían encima». El texto que más nos ha tocado es la historia de una pareja de ancianos que, como el exguardia de biblioteca en Única, pierde su casa. Cuando «Los novios» pierden sus respectivos empleos, cortan todos los gastos superfluos, incluso el café. Desahuciados, un vecino se despide regalándoles un paquete. Solamente cuando esos dos viejos amorosos, los novios, se han instalado en un tugurio en la orilla de una avenida, vuelven a tomar café. La alegoría nacional está clarísima. La crítica recientemente está redescubriendo a Fernando Contreras Castro. En Alemania, Única mirando al mar se está reeditando para usos escolares. La ecocrítica, nueva tendencia de los estudios literarios enfocada en preguntas del medioambiente y de la globalización, encuentra fuentes ricas e inspiradoras en los textos del costarricense. Cada vez más, los conceptos de convivencia y sociabilidad se extienden a las relaciones entre el ser humano y el paisaje: objetos inanimados,
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plantas o animales. Vaivenes entre un pasado lejano y un presente en pleno camino hacia la modernidad, la escritura de Contreras Castro prefiguró —en los años noventa ya— perspectivas artísticas y críticas actuales. Los grandes museos de arte contemporáneo, las bienales de vanguardia y festivales de literatura serían impensables, hoy en día, sin una perspectiva más holística e interaccionista del espacio planetario. En este sentido, simbolizan el cierre de una fase histórica que empezó en torno a 1613, cuando las Soledades de Góngora irrumpieron en los círculos letrados de la primera metrópolis colonial moderna. Las Soledades fusionan un cosmos mítico, humanista, con el mapa cada vez más pragmático y racionalista de las nuevas tierras colonizadas. Enfatizan la importancia metafísica, geognóstica de la América Central —aquel «Istmo que al Océano divide»—. Los horizontes de expectativa en la Corte madrileña todavía no se habían adaptado a esa nueva geografía: ¿de qué istmo hablaba el poeta barroco? ¿Por qué divide —o fragmenta— aquel istmo el Océano mítico de los griegos, gran río circundante que delimitaba el mundo conocido del Mediterráneo? Buceando en las profundidades de la tradición literaria, las Soledades observan las nuevas realidades consumistas-coloniales desde un punto de vista radicalmente alternativo. Fernando Contreras Castro sigue un camino similar. Alejados de los modelos realistas de escritura, sus textos mantienen vínculos subterráneos entre un pasado lejano y la contemporaneidad. Como Góngora, nos demuestran otra vez la centralidad de la América Central en el cuerpo vivo —fragmentado, lastimado— del planeta. Publicados en el siglo pasado, los textos de Fernando Contreras Castro son, entre otras cosas, prefiguraciones estéticas de debates políticos y ecológicos contemporáneos. Tenemos que aprender a leer, otra vez, a Contreras Castro. Su peculiar mirada caleidoscópica nos enseña un mundo de infinitas interrelaciones históricas y estéticas. Centros y periferias se fragmentan, se borran, se intercambian... conforme el anillo gira.
Mark Minnes es profesor en la Universidad de Hannover (Alemania), especialista en literatura latinoamericana.
Entrevista a Ana Istarú Texto: Ramón Pérez Parejo Fotografía: Rodrigo Fernández
Ana Istarú ha intervenido como actriz en televisión y coescribió el guion del largometraje Caribe, protagonizado por Jorge Perugorría y galardonado en los festivales de Huelva y Trieste, además de interpretar como actriz principal buena parte de sus obras. Desde hace unos años publica una columna de opinión en El Financiero y en La Nación, textos que recogió en 101 artículos (2010). Pese a que el teatro parece ocupar más espacio en su actividad artística, lo cierto es que Ana Istarú se dio a conocer fundamentalmente gracias a la poesía. Tres muy precoces poemarios (Palabra nueva [1975], Poemas para un día cualquiera [1977] y Poemas abiertos y otros amaneceres [1980]) escribió antes de provocar una con-
moción en la poesía latinoamericana con La estación de fiebre (1983), de la que la crítica ha destacado su complejidad formal, su exquisito uso de un lenguaje cargado de densidad metafórica barroca así como su alta temperatura erótica. Después llegaría La muerte y otros efímeros agravios (1988) y, hasta ahora, su último libro de poesía, Verbo madre (1995), con el que da una vuelta de tuerca a esta poesía femenina, de género, reivindicativa, erótica y social (todo ello junto) en la que se ha instalado desde hace años lo más granado de la poesía latinoamericana contemporánea escrita por mujeres, y que con Verbo madre va un paso más allá, alcanzando una nueva perspectiva desde la fuerza vitalista y salvaje
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Entrevista a Ana Istarú
de la figura de la madre, no exenta de un profundo erotismo en el sentido más primitivo de la palabra (deseo, búsqueda, plenitud, creación), perspectiva no hallada nunca en la poesía en lengua española, o al menos no con esta profundidad, con este lenguaje y con esta originalidad de planteamiento. Ante el aparente silencio poético de la autora en los últimos años, las apariciones en decenas de antologías de poesía latinoamericana, estudios, compilaciones, selecciones, reediciones y traducciones de sus obras no han cesado de aflorar tanto en América Latina como en Estados Unidos y Europa. Por citar sólo algunos hitos recientes, La estación de fiebre se ha editado en París (Editions de la différence) y una antología de su obra poética se ha traducido al inglés en los Estados Unidos. (Unicorn Press). En España, la editorial Torremozas publicó en 1986 La estación de fiebre; Visor hizo lo propio en 1991 con La estación de fiebre y otros amaneceres; en 2013, Amargord acaba de publicar Nido entre la grieta, con estudio preliminar de Alejandra Aventín. Empecemos fuerte. ¿Para qué te ha servido y te sirve la poesía? La poesía me ha servido para viajar, para conocer gente linda y para dar voz muchas veces a hombres y mujeres que encontraron en mi escritura algo que querían decir y no sabían cómo o no sabían por qué. Me ocurrió sobre todo con La estación de fiebre, que es poesía erótica, y muchas mujeres se sintieron sumamente identificadas porque el erotismo había sido visto casi siempre bajo una lente masculina. En ese libro intento mostrar a la mujer como un ser activo, vital, poderoso, y al hombre como a un objeto de belleza cuando siempre había sido a la inversa, como un objeto de belleza pero no desligado de su ser sujeto. Entonces el que muchas mujeres se hayan visto recompensadas me ha hecho muy feliz. Eso la poesía me lo ha dado. Articulista, guionista, dramaturga, actriz dramática, ¿cómo cohabitan en ti todos estos géneros? Llegué a la poesía porque el amor por los versos me lo inculcó mi padre cuando era una niña. Escribir poesía fue mi manera de seducirlo, de provocar su arrobamiento, lo que en una niña de ocho, nueve o diez años constituye un asunto muy importante. Entonces empecé a publicar muy joven. Luego quise estudiar teatro porque mis padres eran amantes del teatro, y ser
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actriz. Como no me convencía lo que la cartelera me ofrecía, empecé a escribir unipersonales para darme trabajo a mí misma y, sin haberlo imaginado nunca, acabé siendo dramaturga. Después me ofrecieron escribir columnas de periódico, columnas de opinión. Ya me lo propusieron alguna vez, pero ¡estaban locos!, pues yo no escribía prosa; escribía teatro, que no es lo mismo. Sin embargo, finalmente acepté. Se ha hablado en ocasiones de tu sorprendente precocidad en la escritura. ¿Cuál fue el origen de tu temprana vocación poética? El enamoramiento de mi padre. Mi padre era un poeta frustrado que acabó de ingeniero civil y de economista, y también hizo alguna incursión en política. Él estaba encantado de establecer esa complicidad intelectual conmigo. Yo aprendí a versificar muy pronto; mi padre me hizo conocer la métrica clásica; yo era una niña de once años y sabía lo que era un verso de pie quebrado. Digamos que él diseñó mi educación; fue mi mentor. ¿Cuáles son las lecturas poéticas en lengua española y extranjera que consideras que más te han influido? Bueno, mis lecturas más intensas fueron de niña y de adolescente. Casi no leí poesía en otro idioma, tal vez por mi padre, porque las traducciones, por más buenas que sean, no van a educarte al oído ni la sonoridad ni permiten internalizar la música de la misma manera que con la literatura en español. Mi padre era un modernista arrebatado; entonces leí mucho Rubén Darío. Pero yo era una mezcla de lecturas. Estaba muy presente todo el Siglo de Oro; también Miguel Hernández por su conexión con la poesía barroca. Tenía lecturas de Vallejo. Lorca y Neruda fueron como sarampiones que pasas. Al mismo tiempo, influida por todos los movimientos políticos de los setenta y de los ochenta en América Central leía mucho a Ernesto Cardenal, Roque Dalton y la poesía exteriorista centroamericana. Probablemente las poetas centroamericanas más reconocidas internacionalmente sois Gioconda Belli y tú. Aunque compartís algunos temas, las voces y las modulaciones son muy distintas, y también la evolución. ¿Cuál es tu lectura de la poesía de Gioconda Belli? ¿De la poesía de Gioconda? Creo que nos hermana la necesidad de reivindicar la sexualidad femenina;
creo que nuestros estilos son diferentes; creo que ella ha explorado el erotismo, y yo he intentado incluir dentro de ese erotismo el proceso de la maternidad, que para mí no está desligado; olvidamos a veces que la sexualidad también sirve para reproducirnos. Ella se ha movido obviamente por sus circunstancias, todas las inquietudes y eventos sociales en los que se vio envuelta, de lo que yo no estoy exenta. Pero la realidad de ella era muy fuerte, muy directa, intervino directamente en la revolución. Entonces nos une la lucha contra el machismo, para mí es obvio.
La estación de fiebre y Verbo madre quizá sean tus poemarios más conocidos, al menos en Europa. Sin duda son algunos de los más sorprendentes por la voz, el estilo y el mensaje. Quizá porque me expreso en los poemas con naturalidad y con puntos de vista que se alejan de lo convencional. Creo que se trata de cambiar de sitio el observador y el observado en la relación erótica y de dotar de un papel activo a la mujer. Verbo madre supone un paso más, probablemente único, en la reivindicación femenina de género, en este caso volcado no sobre el erotismo y el amor de pareja, sino sobre la maternidad. ¿Qué reflexiones previas te llevaron a este libro? El cuerpo femenino es el gran enemigo del patriarcado, la gran amenaza que hay que sofocar. Sin embargo, el cuerpo femenino, en su potencialidad de dar vida, significa goce y creación, no exento de erotismo. En realidad no lo elegí, me ocurrió. Reivindicar la animalidad de la sexualidad y de la maternidad es para mí una manifestación de vitalidad, de goce y de creación. En la tradición literaria en lengua española, la revelación, exhibición y goce del cuerpo y el placer femenino tiene escasas fuentes, y si acaso algunas son más frecuentes en la Edad Media a través de la lírica primitiva popular. ¿Cuál es tu lectura de estas obras y cómo han pesado en tu imaginario, tanto para seguirlas como para romperlas? Bueno, yo creo que si pensamos en el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini, de la escultura barroca, apreciamos una tensión entre lo místico y lo erótico. Es como metaforizar lo erótico a través del misticismo. Me interesó. De hecho, un poema de La estación de fiebre, «Pene
de pana», para mí tiene resabios de esa concatenación de cualidades que se hace de la Virgen en los rosarios: «Estrella de la mañana…». Yo tenía la intención de reflejar ese esquema en el poema para sacralizar el texto y sacralizar el cuerpo. Unos conocidos versos de Miguel Hernández encabezan La estación de fiebre. ¿Qué importancia tuvo este autor entre tus lecturas? Mucha. Miguel Hernández fue muy importante para mí porque en mi juventud, cuando yo era militante de izquierda, él era un mártir de la izquierda. Su poesía tenía una clara influencia del Siglo de Oro. Eso sólo la validaba. Era un poeta varón que reivindicaba la maternidad, que no excluía su ternura sino que la manifestaba sin pudor. Cantaba al amor de pareja, a lo doméstico, a lo cotidiano, a lo conyugal. Y erotizaba lo conyugal. Miguel Hernández encarnaba muchas cosas que para mí eran muy importantes. Teniendo en cuenta que una de las características de tu trayectoria poética es la unidad semántica de tus libros, los cuales desarrollan una temática unitaria, llama la atención, como ha sabido ver la investigadora Selena Millares, la copresencia o confabulación de la muerte y el erotismo en libros como La muerte y otros efímeros agravios (1988). ¿Qué ideas o circunstancias dieron lugar al origen a este libro? Lo que ocurre es que, tras La estación de fiebre, donde escribí sobre lo que me gustaba (la reivindicación erótica, el amor), quise escribir sobre lo que no me gustaba. En La muerte y otros efímeros agravios la imagen de la muerte está dividida en dos partes: la muerte como parte de la vida, parte esencial, como podría haberla contemplado Epicuro; y la muerte en sus manifestaciones más groseras como el hambre, la guerra, la violencia contra la mujer, etc. En esencia eso es el libro. Tenía la urgencia de escribir sobre temas políticos y sociales en las circunstancias de los ochenta. A propósito, la reivindicación política y social está presente desde tus primeros escritos. ¿Puede decirse que la poesía feminista e incluso erótica responde también a ese carácter reivindicativo de toda tu poesía? Claro, la reivindicación erótica es también reivindicación política. Si no cambian las cosas en la esfera de lo privado, no pueden cambiar en lo público.
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E l ci e l o r a s o
Entrevista a Ana Istarú
En el poema «Este país está en el sueño» parece existir un reproche al carácter de tu propio país, aunque se expresa finalmente un amor incondicional por él. Sin embargo, parece como si pidieses perdón a otros países hermanos por no ser Costa Rica tan comprometida como ellos. ¿Cuál es tu idea sobre la unidad centroamericana, en especial de la relación entre Costa Rica y Nicaragua? Puedo explicarlo. Amo mucho a mi país pese a su pequeñez y su insignificancia, y estaría dispuesta a dar la vida metafórica o físicamente por él, por defenderlo. Debe recordarse que en los años ochenta hubo la amenaza de la incursión norteamericana para apoyar la contrarrevolución, con la presencia de soldados norteamericanos en el país. La tal neutralidad de la que se habló era falsa, ficticia. Se permitió por parte del Gobierno la presencia de soldados norteamericanos en el norte del país, bases militares, entrenamientos a través de CIA para boicotear la revolución nicaragüense. En esas circunstancias lo escribo. El reproche que hago a Costa Rica y las disculpas que pido a los demás países de América Central es porque el costarricense tradicionalmente ha tenido la soberbia de considerarse superior con respecto al resto de centroamericanos, ya sea porque encuentra menos sangre indígena en sus venas —que es algo de lo que podríamos abochornarnos, no necesariamente enorgullecernos—, ya porque gracias a un azar histórico y a las decisiones de algunos próceres, nunca se necesitaron militares en Costa Rica, lo cual ha facilitado una cierta estabilidad que ha generado una situación económica privilegiada con respecto a países como Nicaragua o el resto de Centroamérica. Pero lo cierto es que esto se debe sencillamente a un azar histórico. Otros países de Centroamérica tuvieron mayor importancia en la colonia y desarrollaron luchas intestinas entre conservadores y liberales, las cuales generaron y consolidaron tradiciones militaristas, una cultura castrense. En Costa Rica no pasó eso. No es más que un azar histórico, insisto: lo facilitó el hecho de haber sido la colonia más distante y más pobre en tiempos del virreinato y que no hubiese tensiones políticas intestinas. Todo eso hizo posible que no fuese necesaria una presencia militar, pero esto no es una razón para pretender humillar a los hermanos ni sentirse superiores a ellos.
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¿Qué lecturas de poetas, hombres y mujeres, te interesan ahora? [Piensa] Bueno, es que tengo tiempo de no leer poesía, y ha sido una lectura desordenada; de hecho los jóvenes poetas costarricenses me lo están reprochando amargamente. Estoy tratando de leer las nuevas voces que hay en el país. Yo he estado más visible en otras actividades, sobre todo en teatro e incluso en televisión, y no he retomado la poesía. Hay nuevas voces muy valiosas, una poesía con cierta métrica, una cierta cadencia, un cierto ritmo. Me han llamado la atención, últimamente, la ecuatoriana Margarita Laso y la venezolana Margara Russotto. Una pregunta tópica, pero que nos interesa a todos tus lectores. Llevas muchos años sin publicar poesía. ¿Hasta cuándo? ¿Tienes algo escrito? ¿Qué nos puedes adelantar? Debo de haber escrito cinco poemas en los últimos veinte años y eso es desolador. No fue que yo dejé la poesía, sino que la poesía me abandonó. Creo que tiene que ver con la desgracia de escribir sobre lo autobiográfico. He pasado un tiempo de gran resquebrajamiento, de gran sufrimiento, e incluso periodos de depresión. Yo creo que esto me ha impedido escribir. Tengo incluso un poema en el que reprocho a la poesía que no venga a llamar a mi puerta. Como soy pobre, como no soy feliz, como no estoy en estado de gracia, de plenitud, me ha abandonado la poesía. Pero así como este año regresé a las tablas tras diez años de ausencia, pienso retornar a la poesía. Lo que pasa es que tengo gestaciones muy largas. Como quiera, espero retornar a la poesía. Ahora corresponderá escribir sobre toda esta etapa de silencio y hablar desde el silencio. Quizá, al cambiar mis circunstancias vitales, mi poesía sea ahora menos exuberante, mucho más contenida, poesía de lo que no se dice. Es muy posible que la poesía que llegue sea menos barroca, más parca, más madura, porque yo he cambiado.
Ramón Pérez Parejo es profesor en la Universidad de Extremadura. Esta entrevista se realizó en el contexto de la Beca de Investigación sobre poesía latinoamericana escrita por mujeres otorgada por la AUIP. Agosto de 2014. Una versión extensa de la misma se publicó en 2017 en la revista
Centroamericana, 27 (1), 75-88.
L a vi d a b r e v e
Planto del feo Alí Víquez
¡Ay de los feos! Cualquier defecto físico encuentra no solamente la piedad, sino hasta ciertos privilegios. Un ciego se gana un mejor puesto en el autobús, un sordo consigue que le pasen por escrito las conferencias, un cuadrapléjico irá siempre primero en las filas. No estoy diciendo que ser feo equivalga a una pérdida semejante a las que se sufre en estos casos, que han de ser mucho peores, simplemente me lamento de que los feos no obtenemos nada a cambio de nuestro problema. Sin duda es un problema, aunque hay quienes lo escamotean o, por lo menos, encuentran de mal gusto abordarlo como tal abiertamente. Pregunto: ¿quién me negará que un feo comienza con el pie izquierdo? De entrada, al vernos, es lo primero que se piensa. Pero como nunca se dice (al menos, no lo dicen los adultos, pues de los niños sí que lo he escuchado en varias ocasiones, como cálido recibimiento), la fealdad se nos impone sin que podamos recurrir al lenguaje rápidamente para contrarrestar sus efectos, como hacemos con tantos otros temas de la vida. No puede uno presentarse ante sus estudiantes y decir: «René Capoeira, profesor y monstruo horrible. Ya verán ustedes que compensaré ambos defectos con mi inteligencia». No crean que no lo he intentado; pero, como principio, no funciona: el humor no cae bien en ese momento en que la audiencia se halla genuinamente impresionada al verte de cerca. Gratis. Ahí estás comenzando el semestre frente a treinta muchachos que, no importa cuánto se trate de ganar su atención con otra cosa, durante la primera hora solamente están pensando: «Pobre hombre, qué adefesio». En el mejor de los casos, porque otras veces esbozan una sonrisa burlesca que traduce la creencia profunda que tienen vastos sectores de la población estudiantil, que se permiten ignorar el caso Sócrates: «Nadie tan repulsivo ha de ser un buen maestro». La fealdad crea un prejuicio: sea este u otro. Los feos no podemos aspirar a ser buenos profesores porque distraemos a nuestros alumnos con una apariencia terrible. O bien, a secas, los feos no somos buenos: la falta de belleza implica también una falta de bondad. Es el diablo quien ha desfigurado nuestra cara; algo tan horrible no esconde virtudes. Pregunto: ¿quién tiene el valor de hablarle a una mujer que ya sabe que está horrorizada al verlo? Es decir, cuando yo he podido, después de grandes esfuerzos, sé que hasta tanto mi lenguaje no las distraiga de mi fealdad, corro el grave riesgo de perderlas precipitadamente. El temor a la fealdad va más allá de cualquier consideración racional, que sólo llega después. Es como pedirle a alguien que no salte del asiento cuando la horripilancia
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del villano asoma de repente en la pantalla del cine. Algunas personas serán más capaces de resistir el ataque sin dar muestras de pánico, pero se trata de un disimulo cortés y, de nuevo, en el mejor de los casos. Tarde o temprano, la mirada del otro se posará como inadvertidamente en lo que más repulsivo le resulta: el lunar peludo, la joroba retorcida, la cicatriz rencorosa, el ojo estrábico, el labio leporino, la mano quemada, la mandíbula saliente, la oreja arrancada, la mancha en la mejilla, el pie deforme, el cabello imposible, las tetas vencidas, el culo megalítico, la vergonzosa panza de gelatina. Eso, cuando no se mira sin ambages y hasta con desprecio: la mayoría piensa que un feo así no debería aspirar a estar con alguien normal. El único atenuante permitido, si nos dejamos de eufemismos, es el dinero: se te perdona ser feo si das muestras ostensibles de tenerlo en grandes cantidades. Y esto comienza por hacer patente que has invertido en contrarrestar la horrible realidad: cirugías plásticas, maquillajes, ropas caras que cubran las obscenidades de un cuerpo malhadado. Yo, por mi parte, paso de todos esos atenuantes artificiales, y no por entera falta de medios económicos, sino por principio: siempre he pensado que una cirugía plástica, por ejemplo, es deshonrosa porque trata de componer lo que uno debería tener las agallas para remediar por sí mismo, sin la ayuda de sofisticadas tecnologías. Se me dirá que soy un fundamentalista estúpido: si rechazo la intervención de los cirujanos plásticos, debería prescindir también de cualquier avance tecnológico y gritar mis mensajes en lugar de usar el teléfono, entre otros asuntos. Pero no es lo mismo: cuando me modifico artificialmente la apariencia, estoy cambiando también la esencia de lo que soy. Y resulta que no deseo cambiar mi yo profundo. No es que crea que soy algo estable o permanente; muy bien sé que represento sólo una serie de cambios operándose constantemente. Pero al menos esos cambios tienen una marca que los distingue de otros, y a eso me aferro. No pienso decir: me rindo, deberé invertir mis ahorros en negar lo que luce en mi superficie. Afirmo que sí puedo vencer sin necesidad de hacer de mi dinero una forma de hipocresía. ¿Vencer a quién, o a qué? Pues vencer el prejuicio de los que me ven y asocian mi fealdad con algo que no sea estricta y solamente ella. Yo soy feo y eso es todo; en algún momento, al tratarme, van a tener que darse cuenta de que cualquier paso obligado más allá no está justificado.
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Si es que ocurre hasta en las relaciones supuestamente más desinteresadas. No lo digo por experiencia personal, pues yo no tuve hermanos (mis padres no habrán querido arriesgarse a concebir otro monstruo), pero sé de estudios muy confiables que han determinado que los pequeños de mejor apariencia reciben un trato preferencial de parte de sus progenitores. Los hijos feítos se esconden y, como mucho, se toleran. Esto para no hablar de los maestros, o de las personas que les sonríen a los chicos o los saludan en la calle. Nunca me ocurrió: nunca esa espontaneidad con que la gente abre su corazón ante un niño hermoso. Tenían que conocerme para llegar a apreciarme; eso llevaba tiempo y no siempre lo lograba. En cambio, otros obtenían cariño por sólo una proporción feliz de las partes de su cara, unos rizos tiernos, unos ojos a tono con la sonrisa delicada. Ni que decir en los empleos. Cuánto más fácil es obtener el puesto si la apariencia es buena. Y no necesariamente porque estés optando por trabajos en los que hay que atender al público: hasta en la radio prefieren contratar a aquellos que no lucen una «cara para la radio». La adolescencia fue para mí, por supuesto, el periodo más oscuro. No sólo gané el peso que tengo y le sumé a mi cuerpo otro factor antiestético, sino que entonces me hice mucho más consciente de las deformidades que me enseñaba el espejo. Supongo que durante la infancia uno se acostumbra a la propia fealdad, la considera normal, como cree normal casi todo: quiénes son sus padres, cuál es su condición económica, dónde le ha tocado nacer. Es al llegar la pubertad cuando verdaderamente se despierta la sospecha de que la propia condición no es inevitable y se comienza a aspirar a estados diferentes. Además, para observar mejor la fealdad en esta primera juventud, siempre se cuenta con el concurso extenuante de los demás adolescentes, que se convierten en los espejos más despiadados: entonces supe que mi ojo derecho es mucho más chico que el izquierdo, que mi nariz está partida en dos, lo que no le impide ser tan larga como la de un pez espada, que mi frente se ensancha más allá de una hinchazón, como si mis sesos estuvieran a punto de estallar; mis hombros en cambio están caídos y mis piernas torcidas hacia afuera. Todo cubierto de demasiado pelo, excepto por supuesto en el cráneo…, pero al menos esto último resulta un tanto ambiguo y no ha dejado a veces de provocar el que quizás sea el único de mis atractivos: soy tan velludo que puedo dármelas de muy viril. Se resumió por entonces en un apodo infame y gracioso, como suelen ser: «capricho de la naturaleza».
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Alguna vez me encontré con personas que quisieron hacerme ver las ventajas de la fealdad. No trataré de ser exhaustivo al respecto, por la sencilla razón de que tal opinión es tan absurda que un recorrido minucioso por ella es una pérdida de tiempo que se convierte en ofensiva. Es como si alguien se pusiera en serio a enumerar las ventajas de ser pobre. ¿No es eso una falta de respeto hacia los millones y millones de seres humanos que padecen la miseria? Así que nada más pasaré la vista sobre un par de argumentos, que selecciono porque ilustran lo que viene a ser el panorama general de la idiotez de la propuesta. Una «ventaja»: si un feo se enamora de otro feo, no tiene el problema que alguien muy bello tendría. Los hermosos viven aislados por el temor que su belleza genera. Por favor, como si a un guapo le hiciera falta algo más que una mirada de deseo para atraerse al feo corriendo a su lado. Como si existiera un feo que además no fuese servil ante las muestras de belleza. En cambio sí que existen feos, y muchos, acaso todos en alguna medida, que rehúyen de la fealdad de los otros como de la peste: somos monstruos que no toleramos vernos unos a otros, pues el mamarracho próximo te recuerda lo desagradable de tu propia condición. Otra «ventaja»: un feo sabe que lo aman por lo que es de manera profunda, y no por algo tan superficial y pasajero como la belleza. Bueno, si alguien en su sano juicio cree que esto es una ventaja, lo invito a que lleve la propuesta hasta sus últimas consecuencias. Es decir, que se anime a ser pobre y enfermo, además de feo. Entonces estará seguro de que no lo aman por algo superficial, como belleza, dinero o salud, todo lo cual es posesión insegura. Entonces podrá aspirar a un amor que no se explica por motivos frívolos. Yo le puedo garantizar, eso sí, que de aspiración no pasará: mentira que va a encontrar a alguien que quiera cargar con su pobreza, su horripilancia y su frágil salud. Bueno, se me dirá, pero es que si se es simpático, inteligente… Entonces la primera exigencia será que uno utilice estas cualidades para resarcirse de las carencias: su inteligencia, para hacer dinero, para recuperar la salud o atenuar al menos los padecimientos; su simpatía, para generar un sentido del humor que haga olvidar en parte su fealdad. Y cuando usted obtenga los resultados que le generen paliativos ante sus problemas, entonces quizá podrá contar con que alguien lo ame. Antes no. Posiblemente, la exposición más detallada y estéticamente mejor conseguida de la tragedia de la fealdad se la debamos a Luis de Góngora. La fábula de Polifemo y Galatea. No es original; la versión de Ovidio es previa y el mito por ahí andaba. Pero sí es la mejor. Escrita por un hombre en la plenitud de su ho-
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rripilancia y de su dominio del arte literario. («Érase un hombre a una nariz pegado», le escribió Quevedo a don Luis, y por cierto que también Ovidio era «Nasón». A mí me han dicho que soy un Góngora gordo.) Góngora es el poeta mayor de su tiempo en un sentido formal, ante todo. Otros podrán presumir de grandes méritos filosóficos, pero el hecho es que nadie escribe de una manera tan hermosa como don Luis. Esto es lo que hay de profundo en él, valga el oxímoron: una belleza superficial. Esto es lo que hay como idea importante en él: saber que el deseo y el amor sólo se despiertan por causa de la belleza superficial. No hay quien, en la isla de Sicilia, no desfallezca de amor por Galatea, y esta no tiene más mérito que la hermosura externa. Góngora se atreve a decirlo a gritos: la belleza aparente a los sentidos, tan escasa en el mundo, es lo único que amamos. Su poesía es mágica y apasionante porque, al contrario de la realidad, nos ofrece hermosura completa a raudales; él fue capaz de construir un universo literario en el cual no hay una sola palabra disonante, su verso es una fiesta de los sentidos. Es posible, claro, interesarse en una idea, pero solamente se ama aquello que está hermosamente escrito. Al fin que la idea ha de pasar, y con el tiempo no será más que una rareza en los libros de la historia del pensamiento. En cambio, la belleza de las palabras queda allí, aun cuando nadie piense que dicen algo verdadero. Nos enamoramos de la galanura de las palabras, no de su sentido; aunque, para ser más exactos en el caso Góngora, nos enamoramos de un mundo encantador donde hasta para describir al monstruo se habla bellísimamente. Si bien la belleza del cuerpo se eclipsa con el paso de los años, la aspiración a ella, el amor por ella, se mantiene durante la vida. El horrible Polifemo somos todos, cuando los años nos hacen el ultraje de quitarnos lo que tal vez hubo de agradable en nosotros.
Alí Víquez (Heredia, Costa Rica, 1966) es escritor, filólogo y catedrático de la Universidad de Costa Rica, donde ejerce la docencia y la investigación y dirige el Departamento de Literatura de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura. Además de decenas de artículos académicos, ha escrito las siguientes obras literarias: A medida que nos vamos conociendo (relatos, Premio Joven Creación Editorial Costa Rica 1990), A lápiz (relatos, 1993), Conspiración para producir el insomnio (novela, 1999), Biografías de hombres ilustres (relatos, 2002), Las fases de la luna (género híbrido, 2004), Volar hacia todo el invierno (poesía, 2006), Confesión de parte (poesía, 2010), El coraje de leer. Cuatro ensayos quijotescos (ensayo, 2015), Los peces de Cooper (novela en coautoría con Manuel Ortega Rodríguez, 2015) y El fuego cuando te quema (novela, Premio Nacional Aquileo J. Echeverría 2015).
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Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Rafael Ángel Herra Vaivén Me preguntaron si me aburría ser puerta de vaivén: siempre lo mismo, va y viene, viene y va, va y viene. No, respondo, no, porque me alegra el dolor de las bisagras cada vez que me volteo hacia un lado o hacia otro.
El 69 Me han pedido una autobiografía. Hablar de mí es tentador, lo admito, aunque las beatas se sonrojen. Los beatos no me interesan. En el fondo la vida es así. Me paso el tiempo en posición vertical, pues sólo soy la metáfora inútil de algo que los demás gozan en forma horizontal. Me muero de envidia.
El despertador Hoy abrí los ojos muy temprano. Poco después el despertador empezó a quejarse, protestando porque lo relevé de sus obligaciones.
El cero Mi poder provoca la envidia de todos los números: no soy nada, pero multiplico por diez una cifra cuando me coloco a su derecha. En cambio, aparecer a la izquierda de cualquier otro número es una humillación.
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La vaca y el toro Un día se pasea un toro en el pastizal y se encuentra con una vaca a la sombra de un roble. Los ojos le brillan, lo mira, hace gestos hermosos con el rostro. El toro se imagina que lo llama. Se siente dichoso, amado. Le pregunta: —¿Quieres seducirme? —No —le responde la vaca—, estoy rumiando.
La mantis La mantis religiosa tiene un oído tan fino que se comió al marido cuando escuchó cantar a los cuervos.
El mapache El mapache es ladrón. Cualquiera lo dice. Si no fuera así, ¿por qué se cubre el rostro con ese antifaz tan absurdo?
Rafael Ángel Herra (Alajuela, Costa Rica, 1943) es autor de una veintena de libros, alterna entre el texto literario (novelas, cuentos, poesía) y el ensayo. Su novela Viaje al reino de los deseos ha formado parte de las lecturas del Bachillerato costarricense. Sus relatos han aparecido en varias antologías internacionales. Se doctoró en la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia, Alemania. Fue profesor huésped en las Universidades de Bamberg y Giessen de ese país. Es miembro de número de la Academia Costarricense de la Lengua y ha sido catedrático de filosofía de la Universidad de Costa Rica, cuya Revista de Filosofía dirigió por más de dos décadas. Fue Embajador de Costa Rica en Alemania y en la UNESCO.
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El castillo de Barba azul
Breve muestra de poesía costarricense Luis Chaves En otro orden de cosas Las ratas se comieron el alimento de los pájaros. Me obligás a decir de nuevo «te lo advertí». No bien sale el sol hay que pensar en las tres comidas del día. Cada lunes empieza una nueva vida vivo entonces la semana anterior sin dignidad. En agitadas discusiones imaginarias se nos fue el año. Te lo advertí. La memoria y/o las estrellas son luz envejecida. Iluminan, apenas, ese lugar donde una llama a los suyos desde la puerta y termina una tarde y el plato nunca se enfría. No necesariamente en este orden: Las ratas El alimento Los pájaros
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Mario Portilla Tu ombligo Sima enigmática en tu mágica cintura te alhaja el vientre con su vórtice profundo; es el umbral de una telúrica cisura, secreta gruta inexplorada de tu talle. Cáliz lunar que se ha engarzado en tu figura rebosa lleno de aromático perfume; íntima herida que no sana ni se cura, ardiente loto de diez pétalos dorados. Tu centro junta con la tierra el firmamento, ata tus ansias silenciosas al sigilo y a ti mi boca con el hilo de los sueños. Mis labios pierden el camino de sus besos al distraerse suspendidos en el punto que media justo entre tus senos y tu sexo.
Ana Istarú Ábrete sexo
Mauricio Molina Lentes para la ocasión 1. Unos cristales para ver sólo cosas sin color, como las gotas de lluvia o el viento, el olor de la tierra mojada, las palabras y la pereza de levantarse en la madrugada. 2. Unos lentes para mirar cosas pequeñas, el núcleo de las bacterias y los quarks, el alma de los protozoarios que ríen bajo el cielo. 3. Me sentaría bajo una máquina con paciencia, como Baruch, a pulir cristales. Microscopios, prismas para ver tus ojos o cuarzos rudos para imaginar el tiempo. 3.1 Telescopios para las cosas grandes, púlsares, animales que flotan como medusas por el universo y la imaginación como un ojo que se dilata y mira hacia su propio fondo. 3.2 Unos para mirar las cosas rápidas, como un tren, un desconsuelo o un animal de rapiña. Como las horas en que tomamos un café y una cerveza detrás del zoológico, como la furia con que reventé un extraño reloj sobre el pasado. 4. Unos para imaginar tu cuerpo desnudo debajo del agua, 4.1 unos cristales para leer tu mente.
Como una flor que accede, Descorre las aldabas de tu ermita, Deja escapar Al nadador transido, Desiste, no retengas Sus frágiles cabriolas, Ábrete con arrojo, Como un balcón que emerge Y ostenta sobre el aire sus geranios. Desenfunda, Oh poza de penumbra, tu misterio. No detengas su viaje al navegante. No importa que su adiós Te hiera como cierzo, Como rayo de hielo que en la pelvis Aloja sus astillas. Ábrete sexo, Hazte cascada, Olvida tu tristeza. Deja partir al niño Que vive en tu entresueño. Abre gallardamente Tus cálidas compuertas A este copo de mieles, A este animal que tiembla Como un jirón de viento, A este fruto rugoso Que va a hundirse en la luz con arrebato, A buscar como un ciervo con los ojos cerrados Los pezones del aire, los dos senos del día.
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Ein s t e in o n t h e B e a ch
Ayesta - Ferraté(r)
La conexión barcelonesa Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda La fortuna editorial de una novela a veces depende de una sola persona que, a lo largo del tiempo, ha tenido con ella una especial relación. Es el caso de Helena o el mar del verano, del escritor y diplomático gijonés Julián Ayesta (1919-1996). Su única novela —quizás pensara como Italo Calvino que «en el fondo, el primer libro es el único que cuenta, tal vez habría que escribir ése y nada más»— se publicó por primera vez en la prestigiosa Colección Ínsula en 1952 bajo los auspicios de Vicente Aleixandre, quien, ya en los años cuarenta, había sentido gran interés por sus relatos aparecidos en las principales revistas literarias de la época: Acanto, Garcilaso o Destino. En 1958, la novela formó parte del catálogo de Ediciones Arión, del editor Fernando Baeza, amigo de Ayesta y contertulio del Café Gijón en los años de posguerra. Tendrían que pasar dieciséis años hasta que, en marzo de 1974, Seix Barral publicara de nuevo la novela en su mítica colección Biblioteca Breve, lo que supuso el inicio de la vida barcelonesa de Helena o el mar del verano. Pere Gimferrer, que en ese momento era el director literario de la editorial, en una carta a Joan Perucho se quejaba de la poca información que había sobre Julián Ayesta: «Para la solapa del libro en proyecto no consta en ninguna de las cuatro ediciones de Quién es quién de las letras españolas ni en el Diccionario de autores […]. Como escritor nada de nada». Recordemos que Joan Perucho y Julián Ayesta se habían conocido en el Colegio Mayor César Carlos mientras preparaban oposiciones y que Helena… había causado una gran impresión en el poeta catalán, cuya primera narración, Diana i la mar morta, recibió fuertes influencias del escritor gijonés. Finalmente, Pere Gimferrer solicita al propio Ayesta que le envíe un pequeño texto autobiográfico y señala que «sería muy conveniente que nos mandara también un ejemplar de la obra, puesto que no tenemos ninguno. Si usted sólo tuviera un ejemplar, lo fotoco-
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piaríamos y se lo devolveríamos inmediatamente […]» para que pudiera ser editada. Aunque Pere Gimferrer conocía la novela por haberla leído años atrás de un ejemplar prestado por Felicidad Blanc, viuda del poeta Leopoldo Panero, no fue él quien propuso su publicación, si no el crítico y editor Joan Ferrater. Al poco tiempo de la trágica muerte de Víctor Seix en Fráncfort, Carlos Barral abandona la editorial Seix Barral y le sustituye, según recuerda en sus memorias, «mi viejo amigo Juan Ferrater, que había heredado mi sillón direccional en Seix Barral tras haberme engañado acerca de sus intenciones». Entre los años 1970 y 1973, Ferrater ocupa el cargo de director general de Seix Barral; uno de los contratos que llevará a cabo será la publicación de Helena o el mar del verano. La novela se editaría un año después, tras abandonar Ferrater la editorial para continuar su labor docente en la Universidad de Alberta (Edmonton, Canadá). Tras su regreso a Barcelona colabora con Jaume Vallcorba, quien a finales de los años setenta había fundado la editorial Quaderns Crema. Cuando en otoño de 1987 el editor inicia su nueva aventura en castellano con Sirmio —el nombre de la editorial, de inspiración catuliana, fue a iniciativa de Ferrater—, el crítico catalán propone de nuevo la publicación de la novela de Julián Ayesta; Helena o el mar del verano aparece en el primer número de la colección Biblioteca Menor. En 1999, ya desaparecida Sirmio, Jaume Vallcorba, tratando de consolidar un catálogo en castellano, funda la editorial Acantilado. Un año después, Helena o el mar del verano regresa al catálogo de la nueva editorial. Desde ese momento no ha dejado de reeditarse y ha tenido la fortuna de pertenecer a una de las editoriales que más cuidado ponen en el aspecto formal del libro: «impreso en papel offset satinado ahuesado con pH neutro de 80 g. Cosido con hilo vegetal, está encuadernado en rústica, con solapas y
guardas de papel de pura celulosa natural, de 100 g, rojo fuego, marcado al fieltro por ambas caras, y con cubierta de cartulina estucada a una cara, también de celulosa natural, fabricada en medio neutro». Según recordaba Jaume Vallcorba, «quiero que mis libros perduren quinientos o seiscientos años». Quizás también sea ese el destino de la novela de Julián Ayesta. Joan Ferrater, que conoció Helena o el mar del verano desde que la editara Ínsula, fue uno de los pri-
meros críticos en realizar una reseña de la novela. Curiosamente, el análisis que efectúa en un artículo para el número 20 de la revista Laye de 1952, ha sido considerado por la crítica posterior como uno de los escasos juicios negativos que ha tenido la novela a lo largo de los años. Sin embargo, una lectura atenta de la reseña de Ferrater desmiente esta afirmación. Si bien es cierto que en la primera parte de su crítica trata de identificar la novela de Ayesta con esa escuela literaria cuyo «estilo es una mezcla peculiar de puerilidad e ironía […] cuyo objetivo es la ñoñez sentimental, y es su definición: “estilo memo”», esas palabras son, en parte, un guiño hacia unos cuantos amigos, entre ellos Jaime Gil de Biedma, quien, años más tarde, todavía recordaba entre risas las palabras de Joan Ferrater, según cuenta el poeta y editor Jordi Cornudella, albacea literario del crítico barcelonés. La segunda parte de la reseña de la revista Laye no deja lugar a dudas. Describe a Julián Ayesta como «un escritor admirable. Su dominio del tema es absoluto y lleno de ironía. […] Se halla penetrada de lucidez gracias a una técnica de contrastes muy simples y muy sabiamente repartidos». Y termina la crítica resaltando sus influencias del Ulises o El artista adolescente de Joyce en «la sensibilidad para el tema y la selección dirigida por ella en la realidad de los datos que han de ser transfigurados literariamente». Julián Ayesta tuvo la suerte de contar con grandes editores que intuyeron desde el principio la calidad de su obra. Y entre ellos cabe destacar a Joan Ferrater como su principal valedor. A través de los años mantuvo a Helena o el mar del verano viva en su memoria, lo que supuso dar a conocer a un escritor que, al igual que Francesc Trabal, buscaba «contribuir […] a fixar el punt dolç de la vida a través d’un punt de vista personal». Este artículo es una traducción del publicado en el número 719 (noviembre de 2019) de la revista Serra d'Or.
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David Wojnarowicz:
oler la flor, mientras se puede Por José de María Romero Barea El cuerpo genera formas propias de pensar sobre la corporeidad sin enredarse en infructuosas políticas. La androginia presupone rechazos de los roles asignados, vistazos a uno mismo acodados a la ventana del prejuicio, lejos de la identidad visual, cerca de la lectura desmemoriada, fluida la marea entre dos oscuridades, a lo largo de la cual nos balanceamos, nos cruzamos o permanecemos: «Destella la pantalla con el cada vez más enloquecido despliegue de diversidad del rutinario camelo: vierte la testa de [Ronald] Reagan serrín por la tele, pero no despierta al personal; ahora comparece un ex director de la cia [sic] que dice ser el nuevo Dios Exterminador. Las calles se han convertido en altar sacrificial, pobladas por millones de sintecho y millones más de camino a esa condición. ¿Qué forma adoptará la Danza de la Muerte en décadas futuras?» («Suicidio de un chico»). El poeta se ha impuesto revelar la omnipresencia heteronormativa, la misoginia autoritaria bajo la peluca institucional. Denuncia la injusticia monocolor, reivindica la hibridación, expresa formas de escape, plataformas de lanzamiento a un paisaje liberador, poblado por monstruos: «Entre ruidos de voces lejanas y tráfico que se adentra en las callejas, las frías manos abordaban los botones de mi camisa, mientras mi lengua se iniciaba en su cuello antes de ascender a su boca. Junto a su oreja izquierda, un enorme barco iluminado remontaba las aguas del río» («Ser gay en EE. UU.»). La materia es el territorio del pintor y fotógrafo David Wojnarowicz (Nueva Jersey, 1954 - Nueva York, 1992), su presencia o ausencia impulsa cuanto escribe. Pero cómo transmitir la sistematización de la crueldad si hay una conspiración de silencio, si se ha tolerado, difundido y sostenido la ignominia hasta fusionarla con el tejido de la cotidianeidad. «Lo único que siento es la opresión lo único que siento es la opresión y el anhelo de ser libre» («Ser
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gay…»). Sus autorretratos subversivos son a la vez seudónimo y declaración de una voluntad unificadora: revelan múltiples identidades, se desplazan entre géneros, se niegan a participar de la uniformidad. Sus ensayos se hunden junto al cadáver de lo políticamente correcto. Sus argumentos en espiral son una forma de capturar y conmemorar lo fugitivo. Las imágenes se agrupan austeras en callejones sin salida. Un sentimiento de tristeza permea a los desnudos tensos, en abrazos transitorios. Su paleta es húmeda y crepuscular. En sus poemas, una raíz lasciva se hunde en la mordaza de una realidad que nos interpenetra, obscena en el espejo, lista para la calada postcoital. A la sombra del sueño norteamericano Toda definición esconde impulsos totalitarios. Cómo esquivar ese reclutamiento forzado, cómo evadir esa mirada que todo lo ve. La literatura de Wojnarowicz se complace en la naturaleza transgénero de lo creado: es disfraz sin ojos, sin rostro verdadero: encapsula la obscenidad y la ternura, alberga encuentros indeterminados: «Aquí mi solitario perfil recostado en el interior recalentado del vehículo, pisando el acelerador que me propele contra el gris manto de la lluvia, a la deriva, a kilómetros de distancia» («A la sombra…»). Se dilatan en su identidad matriarcal y post-reproductiva panfletos que son navajas metálicas a base de fragmentos robados de otros libros, extraídos de contexto, escritos en una primera persona inestable, onírica. La apropiación conviene al poeta, se convierte en su marca registrada. Mezcla pasajes de folletín, pulp fiction, pornografía, telenovela, junto a extractos de sus cartas y diarios. Sin interés por encontrar su voz, la afonía logra transmitir la naturaleza fluida e incompleta de una identidad destrozada, a merced de abismales desequilibrios: «Incluso frente a la perspectiva de algo parecido a la gravedad, uno puede elevarse todavía casi un metro en el aire, y aunque esa gravedad lo arrastre a uno hacia el suelo, es en ese instante en que uno se ha
Mutilante enfrentarse a la autoridad, imposible moverse libremente, identificarse o amar desinhibido, libre del enemigo íntimo que nos amenaza. Revolucionario análisis este de una dinámica sentimental que revela las superestructuras del statu quo, que no se limita a la ley, que permea los extremos, que infiltra e informa lo doméstico, lo ético. Lo estético. «Soy el chico robot, el ser humano motorizado, y mientras reconozco el terreno frente a mí me pregunto: ¿Qué nivelarán estos pies míos? ¿Qué sabrán aplastar e igualar? ¿Qué serán capaces de alzar estas dos manos?» («A la sombra…»). Zonas sin acotar de encanto y resistencia. Plenitud del exceso, exuberante polinización cruzada de formas altas y bajas, esputo directo a la austeridad, a la hostilidad de lo que vulgarmente se denomina inteligencia: fotografías que se complacen en la autoimagen, transformaciones que evidencian nuestra indiferencia, nuestra ilusión tendente a cero, agujero de ensueños eliminados, cortados o robados, sumisos a meras fantasías de la humillación.
alzado casi un metro sobre el terreno que experimenta la libertad absoluta» («A la sombra….»). La lujuria y el caos, la vivida duermevela, la experiencia imaginada, arrodilladas convenientemente, listas para penetrar el templo de la no ficción. Cómo denominar a esta fijación por un valor predominantemente reproductivo del discurso, cuál el término para esta ocultación. Cómo visibilizar las estructuras omitidas, «porque, si la luz no procede del interior, ¿quiere eso decir que somos proyectores de cine andantes, que arrojamos nuestro perfil sobre una pantalla a oscuras?» («A la sombra…»). No se reconoce el interlocutor en su tema, señala aleatorio, complica perspectivas falsamente objetivas; quisiera haberlo dicho todo claramente, pero se arrepiente, cede a la hipocresía de estar dentro, mudo en la habitación de paredes blancas, atrapado entre negras barras, alambradas de púas de la cerca eléctrica, oscuras cuerdas que delimitan el ring de boxeo de la página en blanco. Recinto cerrado, jaula de zoológico, celda de prisión. Literatura tatuaje, penetrante culminación de una contracultura auto-inventada, homo-erótico-mitológica, a base de deseos patrocinados por el Estado de derecho, a merced de la hoja de papel, lugar de refugio, rebelión contra una Arcadia a cal y canto, registrar afectos a través de silencios, ocultar(se) sin piedad.
Cerca de las cuchillas Si fuera posible un nuevo lenguaje. Dejar atrás nuestro anticuado, hiperbólico, equivocado idioma, apto para la censura, contrario a la libertad. Hallar argumentos con más matices que las caricaturas perpetuadas de la gramática: «Llevo unos días sin poder armar palabras», confiesa el autor en el ensayo que da título a la colección, «pensando que tal vez me haya vaciado de contenido emocional tras haber llorado de miedo. Sigo cediendo a los impulsos que me llevan a filmar películas que dejen constancia de mis rituales en un intento de conformar el dolor» («Vivir cerca de las cuchillas»). El activista estadounidense, al igual que el resto de artistas de la década de los ochenta, Kiki Smith, Nan Goldin, Keith Haring o Jean-Michel Basquiat, fusiona placer y sufrimiento, se compromete en revelaciones intelectuales, misceláneas emocionales que tiñen a sus obras de una desolación obsesiva y exultante, que experimenta con los límites de la inefabilidad. Tratados dentados, ataques de pánico, legados de luz después de una temporada a oscuras. Reconstrucción de andanzas, confesiones sin complacer a las apuestas arriesgadas de los juegos de identidad. Nacen, no hacen. Crean, se recrean; surgen de la nada, fechan lo que desaparece por primera vez. Transcriben lo que tienen frente a sí, manuscriben un rostro, muestran su crudo desnudo: «Atesoro esta rabia como una forma de
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J. M. Romero Barea. David Wojnarowicz: oler la flor, mientras se puede
terror y claro que me horrorizan estas ganas de matar pero empieza con un tamiz rotativo de recuerdos que mezclan pasado y presente, que contienen las caras y los torsos que he amado, que luchan por sobrevivir» («Vivir…»). Lo visto o intuido proporciona material, anota atmósferas, inaugura rutas a las que apegarse, se muda a su examen para desmantelar mitos cansados, para trabajar en el vacío. Ansioso, Wojnarowicz comparte, produce, nombra, asiste, investiga. Subvierte dinámicas textuales en sexuales superestructuras, permea extremos, alcanza culturas, infiltra e informa abandonos, pérdidas, furias: la técnica es el territorio natal, desplegada en exégesis-bisturí que sajan la herida radical, autoevaluada en selfies, ubicada en la criatura proteica que es; entre géneros, abdica de la acción, narcisista, egoísta, violentamente posesiva: «Me contemplo mirando a los ojos a la muerte. Es como una autoimagen en celuloide transparente, me acompaña a donde quiera que voy. En ella veo a mis parejas y me veo a mí y veo el aliento atravesar los labios y las plantas lo beben y veo el aliento salir del pecho y todo se esfuma, hasta ser tiniebla que perece con el sol que declina» («Vivir…»). Placeres compensatorios de la carnicería Redactar es reclamar. Visibilizar, pasar a la acción, recrear «cada deseo, cada mínimo recuerdo, hasta hacerse un riachuelo que recorre los contornos y el trazado de tus brazos y piernas al desnudo, la oscura boca y la palabra dicha por labios extranjeros» («Deformarse a oscuras»). Lo que no se ve no cambia. Hablar supone modificarlo. Escribir la crónica de una resistencia: no buscar un significado; levantar la vista, mirar fríamente hacia atrás, no ceder terreno. Una sensación de anticipación, de luminosidad, permea una ondulación de pensamiento y letra, enmarcada entre puntos, que nada explica, que todo representa: perecedera, la literatura que actúa es, al mismo tiempo, ocasión para soñar, rehacer la realidad, reducirla a nuestro tamaño, rearmarla en formas irreales. Posee esta prosa la lógica del ensueño, el sentimiento de la revelación apenas vislumbrada; presos de ella, como de un alambre de espino, nos detenemos, fascinados por las macabras reliquias de castigos olvidados. Contraria al veto, la autobiografía Close to the Knives. A Memoir of Disintegration (Cerca de las cuchillas. Memorial de la disgregación; mi traducción; 1991; 2017, Canongate, UK) contrasta argumentos para una com-
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plejidad a base de originalidad estilística y relevancia social, para encontrar ambigüedad incluso en las representaciones más crudas: «Penetra el sol por las ventanas, me giro para seguir la estela por todo el salón, cuando reparo en el sucio y canoso vagabundo. Bajo los regios candelabros, acomete algo parecido a un torpe vals, los brazos al aire, con clásica elegancia, vueltos dulcemente hacia la luz» («Suicidio…»). Sus composiciones se deleitan en las posibilidades abstractas de la anatomía como forma de lo deseable, lo repugnante, la carne del animado cadáver, celebración de los placeres compensatorios de la carnicería, las vidas reprimidas y ocultas, donde las transgresiones vigiladas constituyen un negocio inseguro. En estos poemas-concertina, formas humanas se cruzan y entrelazan con la fría austeridad de lo omitido, que contrasta con el frenesí de lo que se muestra. Dentro de ellos, nos miramos sincronizados: «Lo que me entusiasma es verlos resistir: han caído de rodillas, pero se levantan una y otra vez, combaten frente a mis ojos. Dichoso de estar vivo para ver cosas así, doy expresión a esta rutina de sensaciones» («Epílogo»). Existimos, pero hemos dejado de contemplar. No nos amenazan las advertencias: somos aura, vértigo, ansiedad, explosión. Pensamos en el absurdo de las figuras, pero eso no borra su capacidad de horrorizar. Sujetos a los desmembramientos habituales de la mirada, sus composiciones nos muestran, se nos ve demediados, inconscientes; prevalecemos inapropiados, sin voz, decapitados, senos en vez de ojos, púbica la sonrisa. Escribir nos concede una segunda oportunidad: frente al aislamiento de la incredulidad, la certeza de haber convencido. Estas pocas palabras son lo que queda, el registro de la duermevela, el dulce fruto de una interminable amargura. Hablar sobre uno mismo no es solo una cuestión de catarsis o revelación narcisista. Supone una ruta hacia la individualización, la culminación del proceso de encapsular lo que es, de expulsar lo que no es: «Huele la flor mientras puedas», se nos repite, con insistencia, en el «Epílogo». Una relativa libertad permea esta autoteoría que nos permite adquirir diversas personalidades a través de la yuxtaposición, de la concatenación de elementos dispares, desprovistos de contexto, urdidos con la resbaladiza y fugaz lógica de la pesadilla. Prohibida la agresión, quedamos atrapados en el falso yo. Sin destrucción posible, nos abandonamos al don inconmensurable de estar vivos.
Un cuento oriental (capítulo I)
Por Álex Chico Toda escritura es el relato de una persecución. De una persecución doble, o triple, como en este caso: si yo no hubiera encontrado por azar los papeles de Arnaud Clébert, jamás hubiese conocido la historia de Mourad Sabri. Dije azar, pero conviene matizarlo. Hay casualidad en esta historia, o serendipia, por emplear un término más preciso. El hallazgo siempre tiene algo de accidente, de buena o mala fortuna. Sin embargo, en el origen se encuentra un impulso que nos encamina hacia determinados descubrimientos, como si no hubiéramos
hecho más que provocarlos de una u otra manera. Eso fue lo que me llevó hace unos años a la Pedro Páramo, la única librería de Barcelona cuyo catálogo se componía sólo de literatura hispanoamericana. Situada cerca de la plaza Narcís Oller, en la calle Dr. Rizal, la librería Pedro Páramo era un pequeño santuario en el que aún se encontraban primeras ediciones de Roberto Arlt o libros raros de autores que quedaron al margen del boom latinoamericano, como Néstor Sánchez. O, si uno tenía paciencia y tiempo, se lograba acceder a un universo plagado de escritores infrarrealistas, nombres ocultos filtrados por la ficción de Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Así fue como llegué a Harrington o a Darío Galicia y a otros poetas menos conocidos que operaron en el DF en la década de los setenta. Autores que, de la noche a la mañana, se perdieron para siempre, como la Pedro Páramo, que echó el cierre hace un par de años. Su vacío lo ha ocupado otra librería, Lata Peinada, en el barrio del Raval. Fui a la Pedro Páramo buscando un libro de Arnaud Clébert, un ensayo breve sobre una obra de José Donoso, Naturaleza muerta con cachimba. Por entonces, me había propuesto averiguar los motivos por los que Donoso había quedado ligeramente desplazado del canon de autores latinoamericanos. Había sido uno de sus escritores fundamentales y, sin embargo, su nombre aparecía cada vez menos, solapado entre otros grandes autores que le habían tomado la delantera y habían hecho de Donoso un escritor secundario. Al menos si lo comparamos con García Márquez, Cortázar o Vargas Llosa. Encontré el ensayo de Clébert. Cuando me acerqué a pagarlo, Antoni, el dueño de la librería, fue directo al almacén. Volvió unos minutos después con una carpeta azul, un grueso de papeles que casi desbordaban la flexibilidad de las gomas. Antoni apenas me comentó lo que contenía. Únicamente que eran apuntes de Clébert sobre un poeta marroquí. Se había hecho con ese
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El holandés errante
Álex Chico. Un cuento oriental (capítulo I)
pequeño legado en un mercadillo de Lastarria, en Santiago de Chile, buscando precisamente Naturaleza muerta con cachimba, el libro de Donoso. Como no sabía qué hacer con esa carpeta, dijo, me la cedió por un tiempo indeterminado. Luego la librería cerró y yo no he vuelto a saber nada de Antoni. Por eso guardo aún la carpeta azul con los apuntes de Clébert, esperando, si se da el caso, a devolvérsela a su legítimo dueño. Aunque ahora mismo ya no sepa exactamente a quién pertenece. De más está decir que lo primero que hice al volver a casa no fue leer el libro de Clébert sobre Donoso, sino averiguar qué contenía la carpeta. Encontré fotografías, manuscritos, dibujos, libretas forradas con piel, postales y un cuaderno de anillas en el que se inscribía algo parecido a un diario. En una de las hojas sueltas vi una firma. Debajo, el nombre de una ciudad, Tánger, y una fecha, mayo de 1953. La lectura está plagada de caminos intermedios, de ramificaciones que se van desplegando, como carreteras comarcales sin destino alguno. Rutas que nos desplazan y nos obligan a continuar hacia delante, aunque desconozcamos adónde nos llevan. Simplemente seguimos su trazado por inercia, porque su empuje es demasiado fuerte como para que podamos detenernos. Fui a la Pedro Páramo buscando a Donoso y en su lugar volví con un nombre nuevo, un autor al que no conocía y que me ha acompañado los últimos años de mi vida. Apelativos que funcionan como un imán y que repetimos desordenadamente, por si al pronunciarlos de nuevo lográramos evocar algún conjuro o cierta lógica entre tanta palabra sin aparente significado: Mourad Sabri, Tánger, medina, librería Des Colonnes, hotel Continental, montañas del Rif, década de los cincuenta. Soliloquio para una calle, por Mourad Sabri. En una etiqueta sobre la portada, podía leerse el nombre de su autor y el título de un libro que aún permanecía a medias, garabateado en unas cuantas páginas de un cuaderno. Está escrito en francés, como toda su obra. Aquí se encuentra una primera ruptura. No elige el árabe, porque el árabe o cualquiera de sus dialectos son lenguas igualmente extranjeras para él. Algo similar a lo que le sucede al escritor Moha Souag. Cristian Crusat nos habla de la maldición del escritor marroquí, que se debate entre las lenguas autóctonas y los idiomas de los excolonizadores. Al final, nos explica Crusat, el escritor «no sabe verdaderamente dónde está, ni tampoco quién es».
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Soliloquio para una calle es el relato de varios emplazamientos de la medina. Imagino que la ciudad es Tánger, pero hace tanto tiempo que la visité que apenas recuerdo si el lugar se ajusta o no a las palabras de Sabri. Hablo de Tánger desde la memoria y a partir de evocaciones ajenas, así que este relato será también una historia cargada de ficción. O de medias verdades. El libro comienza hablando de la atmósfera que envuelve los zocos árabes. Menciona varias calles, en árabe. Mourad describe una zona envuelta en un clima mágico, rodeado de filtros y maleficios que, según nos dice, es el responsable de que haya tantos perturbados hablando solos por la calle. Así justifica el título: el soliloquio de una calle que emite voces sin parar, un discurso alucinado tan propio de una cultura que aún se deja llevar por supersticiones. Nos explica una de ellas: muchos jóvenes varones no aceptan bebida ni alimento de manos de una desconocida. Tienen miedo, escribe, a quedar hechizados. Cita un libro: Amor por un puñado de pelos, una novela breve escrita por Paul Bowles y Mohammed Mrabet. Sobre ellos se extiende unos cuantos párrafos. Se declara amigo de Mrabet, del que admira su intuición, inteligencia y cultura, a pesar de su juventud y de que no cuente con estudios. Un muchacho rifeño, escribe Sabri, que
ha aprendido más en los cafés de Marruecos que en cualquier institución. A Paul Bowles lo menciona más adelante. Emplea una cita suya para describir el ambiente de Tánger: «una sala de espera entre conexiones, una manera de ser a otra». Imagino que ambos, Bowles y Sabri, trabaron cierta amistad. En uno de los cuadernos encontré un proyecto que pretendían llevar a cabo juntos: traducir al francés y al inglés una serie de poemas escritos en árabe dialectal. Un libro que iba a llevar un prólogo de Juan Goytisolo y un ensayo crítico que precediera al volumen. Un ensayo, por cierto, que sólo contaba con una frase: «Traducir es una manera indirecta de crear». Sin embargo, más que en Paul Bowles, Mourad Sabri se detiene en Jane Bowles. En una de las libretas de la carpeta azul, la que contiene el diario, Sabri nos habla de Jane, de su temperamento inestable. A Jane Bowles, siguiendo las palabras que le dedica Sabri, Tánger la trasformó por completo, especialmente en su relación con las mujeres. Una, en concreto, a la que Sabri alude por su inicial, A. En alguna parte leí que en la vida de Jane Bowles existía una tal Aziza, que trabajaba en un puesto de telas, en el Zoco Chico de Tánger. No la he visto mencionada en ningún otro libro. Trato de imaginar quién fue Mourad Sabri y, mientras se disparan las hipótesis y conjeturas, reconstruyo mentalmente cómo debió ser una ciudad. Una calle que nos habla, un soliloquio proferido por un perturbado que se pierde al doblar una esquina, un emplazamiento cargado de los nombres que la habitaron: Morand, Ginsberg, Stein, Toklas, Yourcenar, Capote, Laforet,
Genet, Loti, Williams, Beckett, Gysin, Benet, Barthes. O Borroughs, que escribió allí El almuerzo desnudo y que nos habló de Tánger como una ciudad cuya belleza surge a través de sus combinaciones cambiantes, su existencia en múltiples direcciones. O Saint-Exupéry, mientras evocaba los «hermosos vértigos» que le producía la ciudad. O, en fin, Pío Baroja, que en alguna parte escribió que en el Zoco Chico se mentía en castellano igual que en la Puerta del Sol. Reconstruyo un lugar a partir de palabras prestadas y de los recuerdos que aún guardo de la única vez que la visité, veinte años atrás. Supongo que esa es la única manera de volver, la única forma que nos permite el regreso. Una ciudad blanca, entre dos mundos, de la que sigo sin saber nada. En pocos lugares he sentido justo eso: que apenas lograré dar con la clave que me permita entenderla. Tánger sigue teniendo para mí el mismo misterio que evocan los nombres que no conocemos y que, como Mourad Sabri, surgen repentinamente. Si la memoria y el lugar formaran parte de una ecuación, el resultado siempre sería idéntico: una suma cuyo resultado es una ficción, una mentira que, en ocasiones, necesitamos creer verdadera. Una invención que nos empuja a ir saltando de capa en capa o de capítulo en capítulo, como en un palimpsesto.
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El ambigú
Siberia. Un año después
Daniela Alcívar Candaya: Avinyonet del Penedès, 2019 160 págs.
Restaurar el lugar Por Bernardita Maldonado Siberia. Un año después, de Daniela Alcívar, es una novela que se fundamenta en la necesidad de recomponer un mundo signado por la pérdida. La novela envuelve, retiene, asocia lo que no fue posible: la vida del hijo. Es una obra que tiene lugar por sí misma, una obra contra el duelo, que restablece al hijo a su irrevocable eternidad y tiene sobre todo una profunda vocación de ofrenda, de hacer presente, no de representar. ¿Acaso juntar palabras, sopesarlas, aproximarlas y disponerlas de la forma más amorosa posible no tiene algo de ofrenda? ¿Acaso son diferentes las emociones de quien hace más o menos cincuenta mil años dejó ramos de flores y colocó amorosamente en un lecho de milenrama el cuerpo de un niño en la cueva de Shanidar al temblor que sostienen las palabras de Siberia? Precisamente, la emoción es lo que caracteriza la escritura de esta novela, un gran movimiento que por instantes amenaza colapsar, pero que la autora controla con puntualidad, para que, pese al choque, las esquirlas vuelvan a articularse y aquí juegan un rol fundamental los objetos nimios del mundo: «el Pichirilo» (nombre latinoamericano del Volkswagen), el Skoda, el Zastava blanco... Cada uno de estos autos y sus trayectos están asociados a interrupciones violentas, a bifurcaciones: «Íbamos en el Zastava de mi mamá por la ruta entre Guayaquil y Chongón en medio de una de esas tormentas que se desatan al nivel del mar […] tenía también un cierto rencor hacia mi mamá por sacarme de la casa de mis abuelos». ¿Cómo contar la historia de lo que ya no es? Quizá la respuesta tenga que ver con
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el hecho de no soltar el volante, aunque no se sepa a donde ir; es muy significativo que las mujeres de Siberia conduzcan autos vetustos, que responden casi milagrosamente. Contra la simple reminiscencia que se repliega, Siberia se despliega, es un porvenir en la blancura, vislumbrado con la misma necesidad que llevó a Jean Baptiste Charcot a explorar las zonas polares. Sobre él dice Daniela Alcívar: «Buscaba sin descanso la exacta lejanía que le devolviera lo que nunca tuvo […]. Se empecinaba hacia el blanco, hacia el silencio, se arrojaba continuamente encima de lo inmenso, de lo abierto, de lo desnudo». En Siberia hay una transferencia desde el dolor hasta la contemplación del lugar al que se vuelve, evidente en una numerosa toponimia o topofilia, porque la protagonista adquiere conciencia de sí misma en relación de pertenencia a los espacios de la volcánica y esquiva y geografía ecuatoriana, en cuyas faldas se reconstruyen las ciudades devastadas por los terremotos, como una suerte de paralelismo con la reconstrucción de la vida de la protagonista. Siberia está escrita desde las altas copas de los molles, desde lo ínfimo de las alas de una abeja en sus últimos segundos de vida, hay un potente predominio de un registro visual: «Esa película límpida empañando el color del iris, amarilleando el blanco, enrojeciendo las venitas mínimas que surcan ese territorio curvo». Alcívar es una pintora de paisajes interiores y exteriores. Escribió Derrida: «La muerte declara el fin del mundo en su totalidad cada vez». Contra ese fin de mundo escribe Daniela Alcívar. Siberia tiene muchísimos destinatarios; sin embargo, sabemos que hay uno especialísimo: Benjamín, el hijo muerto, para quien sin duda es esta novela, y por supuesto para que los lectores podamos atestiguar que si la literatura no devuelve la vida de un ser querido, sigue siendo la materia para resistir al silencio, a la muerte.
Realidad en mono
Ale Oseguera Aloha Editorial, 2019 258 págs.
Una buena canción para contar Por Laureano Debat Antes de la llegada de internet, la pantalla de televisión instauró una idea primigenia de lo virtual entre los consumidores culturales. Y no sólo en el sentido de actuar como filtro mediador de la realidad, sino también construyendo su propia realidad televisiva. A medida que las pantallas empezaron a colmar los hogares de todo el planeta se fue consolidando una separación esencial entre dos realidades: la que nos llega a través de un monitor y la que nos llega a través de la dimensión en la que se mueve nuestro cuerpo. En medio de esos cruces constantes que se dan en esa frontera difusa entre las dos realidades transita la historia que cuenta Realidad en mono, la primera novela de la poeta y performer mexicana Ale Oseguera. A través de este gesto, el libro busca poner en crisis, debatir, preguntarse sobre cómo funcionan los mecanismos de consagración dentro de la música y, por extensión, del arte en general. Y la industria televisiva enseña su faceta más furibunda.
La pregunta que se hace el lector o lectora de esta novela es hasta qué punto Rebeca, Ricardo y Orlando, los tres personajes principales, actúan o no en la vida o frente a la pantalla del reality show de talentos musicales en el que se conocieron. ¿Con cuál de las dos realidades nos tenemos que quedar para conocerlos? Seguramente con las dos, incluso con una tercera (o una subrealidad transversal a las otras dos) que está configurada por el escenario al que se suben como artistas musicales. Para transitar estos caminos, la autora dirige el foco principal a la figura de Ricardo, quien ahora «disfruta del silencio que hay en sus manos», pero que vive dentro de una tristeza similar a la de la «música de una orquesta sinfónica grabada por un solo canal». Un músico adulto en su sofá mirando la tele y recordando los éxitos prodigados en un concurso televisivo, y la posterior conformación de un grupo de rock que ya es leyenda en ese 2023 en el que transcurre el presente de la novela. Un pasado al cual se enfrenta desde la propia pantalla, a través de la cual se emite un documental que cuenta la historia de Mono Real (el grupo mítico que ya no existe) y que recupera el pasado de sus integrantes como personajes de El Instituto (el reality show de los talentos musicales). El texto se estructura a partir de un collage de guiones de televisión, letras de canciones y un narrador en tercera persona que Oseguera trabaja con marcado trazo poético y con una prosa que se mezcla con el flujo de conciencia de Ricardo. Una novela con su respectiva playlist, que añade un trasfondo musical y, por lo tanto, una nueva capa de sentido que va desde el indie norteamericano al brit-pop y que roza momentos de pop teen, jazz, glam y hasta de electrónica. Y que evoca a los Beatles como mitos fundacionales del pop-rock y a la figura de Gustavo Cerati como la inspiración principal de los mejores grupos de rock surgidos en Latinoamérica. Un libro para leer en la tradición de esos textos con marcada tendencia melómana, como Alta fidelidad de Nick Hornby o Tokio Blues de Haruki Murakami, por mencionar sólo algunos en los que los autores y sus gustos musicales resultan claves para el tejido de la trama. Y donde las pasiones de los personajes no pueden desligarse de sus respectivas canciones.
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El ambigú
Desierto sonoro
Valeria Luiselli (Traducción de D. Saldaña París y V. Luiselli) Sexto piso: Madrid, 2019 468 págs.
Los sonidos de la historia Por Anna Rossell Atractiva y original esta novela de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), que plantea un tema de la más acuciante actualidad: el de los niños que emigran solos huyendo de la desesperanza, los niños perdidos. Y, si bien el escenario nos sitúa en el sur de los EE. UU. y hace referencia a los niños mexicanos, las peripecias que se nos describen adquieren significación universal y tienden un hilo de conexión con otra persecución y exterminio históricos: la de los indios aborígenes del territorio estadounidense. Pero, aunque este sea el motivo que conduce la materia narrativa, el libro tiene la prerrogativa de sumergirlo en unas circunstancias que amplían considerablemente la panorámica a otros campos de interés: los nexos de pareja, la relación entre padres e hijos, la imaginación infantil y, algo muy novedoso por poco tratado, la importancia del universo sonoro que nos rodea y que tiene la capacidad de contar historias y, sobre todo, la Historia. Dividida en dos partes diferenciadas por ópticas distintas —en la primera, la de la madre; en la segunda, se alternan la de la madre y la del hijo mayor dirigiéndose a su hermana—, asistimos en primera persona al viaje de trabajo que emprende en sus vacaciones de verano una pareja con dos niños de cinco y diez años, desde Nueva York hasta la esquina sureste de Arizona (un valor añadido, el viaje). La pareja, que se conoció en un proyecto de grabación del paisaje sonoro de la ciudad, ha decidido separarse cuando el periplo concluya; cada uno con un propósito de documentación sonora diferente: ella, los niños perdidos (en seis o siete meses, más de ochenta mil niños indocumentados provenientes de México y del Triángulo del Norte de Centroamérica habían sido detenidos en la frontera Sur de EE. UU.); él, la historia de los Apaches en Chiricaua
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(Arizona), el corazón de la Apachería, donde vivieron los últimos apaches libres. El relato del trayecto ofrece al lector una ventana abierta al paisaje y a las vivencias de la pareja con los personajes del camino, así como la posibilidad de acompañar a los protagonistas en su viaje y a la madre y al niño en sus reflexiones, e instalarse en el vehículo familiar como un pasajero más: las conversaciones entre padres e hijos, casi siempre relacionadas con su trabajo, las preguntas infantiles que suscitan las explicaciones de los padres o los audiolibros que comparten los cuatro en las largas horas de recorrido. Numerosas son las alusiones a la literatura (Cormac McCarthy, Juan Rulfo, Carson McCullers, Jack Kerouac, Susan Sontag, R. Murray Schafer, William Golding, Nathalie Léger, Marguerite Duras, Ezra Pound, Roberto Bolaño, Joseph Conrad, Charles Baudelaire, Vladimir Nabókov…), a la música, incluidas distintas versiones (Philip Glass, Odetta, Rolling Stones, The Clash, Jordi Savall…) y a los trabajos fotográficos de Emmet Gowin. Si bien se trata de una traducción —el original es inglés— la autora es a su vez cotraductora a un español mexicano estándar, que, lejos de interferir la lectura a un lector español, tiene la ventaja de ubicarlo estrictamente en el lugar de los hechos. Los últimos capítulos constituyen la condensación destilada del aprendizaje de los niños con un significativo toque de realismo mágico. El libro, fiel a su espíritu documental, se cierra con la colección de fotos que ha hecho el niño sobre el viaje y, ya fuera de novela, con una relación de notas sobre las fuentes citadas y sobre los créditos de las imágenes. De la misma autora, Sexto Piso ha publicado Los ingrávidos, La historia de mis dientes y Los niños perdidos: un ensayo en cuarenta preguntas.
Javier Pradera o el poder de la izquierda. Medio siglo de cultura democrática Jordi Gracia Anagrama: Barcelona, 2019 696 págs.
El disco duro de la Transición Por José Antonio Vila Jordi Gracia es alguien que piensa rápido, escribe rápido y es capaz de hacer las dos cosas muy rápido y muy bien. A nadie parece convenirle menos la idea común del escritor angustiado ante la página en blanco, y sí la de un individuo excepcionalmente dotado para quien no parece haber interferencias en la adecuación entre el intelecto y los trazos gráficos que se van hilvanando en el folio. Javier Pradera o el poder de la izquierda es una «gran biografía», hecha a la «inglesa», digamos, donde la vida del biografiado es una madeja de cuyos hilos se tira para ver el mapa de las redes que salen de ese personaje central, y así poner al descubierto las vigas maestras de la historia, un procedimiento no disimilar al que emplean los novelistas de verdadera ambición y fuste. Gracia ya lo había ensayado en sus anteriores biografías sobre Ortega y Gasset y Cervantes. En su libro sobre Cervantes había hablado de recurrir a la «imaginación moral», es decir, trabajar a partir de la información que hay disponible y de lo que puede inferirse a partir de ella. Por supuesto, Javier Pradera, una de esas proverbiales «eminencias grises» entre bastidores, por su peripecia vital y el destacado lugar que ocupó en los centros de poder de la izquierda (Alianza Editorial, Fondo de Cultura Económica, editorialista
«estrella» de El País), pero de vida privada hermética, y alérgico a los focos y las primeras filas, es un objeto de biografía que se presta como pocos a este tratamiento. Y es que, además, la trayectoria intelectual y política de Pradera resume e hipostasia el recorrido de muchos otros de su generación. Un devenir que puede verse como una reeducación que los hizo llegar hasta la democracia a partir del falangismo y el nacionalcatolicismo en el que habían sido educados (como otra gran figura mítica, el que fuera su cuñado, Rafael Sánchez Ferlosio), pasando por el período transitivo de la militancia clandestina en la izquierda revolucionaria, en unos tiempos en que el comunismo aún se concebía a sí mismo como única alternativa realista a la barbarie capitalista y detentaba la hegemonía en la cultura política del antifranquismo. Por eso, la biografía se lee también como una apasionante y rigurosa historia de los mecanismos que sirvieron para poner en funcionamiento todo el proceso de la Transición, y de la argamasa humana que hizo posible aquello. Los desencantos personales y políticos, la decepción de la experiencia histórica de las revoluciones que ansiaban una sociedad sin clases y la falta de atractivo de la realidad improductiva y represiva del mundo de la órbita soviética, todo ello determinaría los giros socialdemócratas y eurocomunistas de las izquierdas: las utopías serían sustituidas por los ideales democráticos y la izquierda terminaría por instalarse en los cauces institucionales normales. Eso explica la apuesta de Pradera por el PSOE (no exenta de roces, y donde se juntaron las complicidades y las críticas) como una necesaria toma de partido para la estabilidad y la consolidación de la democracia; lo mismo que la pragmática aceptación de la monarquía como factor aglutinador y facilitador de consensos. Primarán la tolerancia y el descrédito de los dogmatismos y el autoritarismo, en aras de la superación de la quiebra en la historia de España que representó la Guerra Civil, la sutura de sus heridas, la curación de sus traumas y el olvido de sus rencores, posibilitando, de este modo, las condiciones de la voluntad de entendimiento de los españoles. En este contexto, Pradera se erigió como una de las más eminentes brújulas del establecimiento y el desarrollo de una democracia real y no idealizada. Javier Pradera o el poder de la izquierda es, a la postre, una lectura tan interesante y grata para el especialista como para el lector con ganas de acercarse a la realidad del pasado reciente de España, y funciona al tiempo como una vigorosa refutación de ciertas «posverdades», o mentiras, llanamente, tan en boga en la actualidad.
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El ambigú
Historia de la ciencia ficción española en la cultura española
Teresa López-Pellisa (ed.) Iberoamericana Vervuert: Madrid, 2018 524 págs.
Todos los otros mundos Por Alberto García-Teresa Hacía falta un libro como este. Era necesario un trabajo que explorara y analizara en profundidad, con rigor, sopesando las obras en sí mismas, sin acercamientos superficiales ni prejuicios, sin partir de los malos tópicos, la ciencia ficción como género prolífico con multitud de expresiones más allá de la literatura. Lo que lleva a cabo un amplio equipo de académicos, dirigidos por Teresa López-Pellisa, es un examen de las diversas manifestaciones de la ciencia ficción española a través de distintas disciplinas artísticas: narrativa, teatro, poesía, cine, televisión y cómic. Este volumen, de hecho, viene a seguir la estela de Historia de lo fantástico en la cultura española, de David Roas, aunque lo supera en acotamiento y profundización. Todo ello se distribuye en diferentes arcos temporales, con lo que se consigue equilibrar la profundidad con el recorrido panorámico por las condiciones políticas, sociales y culturales donde se han producido esas obras, así como los vínculos y anclajes con las tendencias internacionales del género y los parámetros de referencia (ingleses y franceses antes de la Guerra Civil y estadounidenses después de ella). Sin meterse en defensas teóricas del género, de sus posibilidades y de sus singularidades (ay, qué lástima que aún hoy haya que seguir perdiendo el tiempo en esas cosas), los textos permiten una comprensión totalizadora de lo que la riqueza y diversidad de la ciencia ficción española ha generado. También de sus aciertos y de sus grandes creaciones, al igual que de sus numerosos trabajos fallidos o poco meritorios. Porque no se trata solamente del fruto de una labor de recopilación bibliográfica, sino que los distintos autores analizan y calibran cada trabajo de una manera, generalmente, precisa. De hecho, Teresa López-Pellisa es la encargada de trazar una panorámica de la historia de la ciencia ficción y
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de ubicar el marco general del trabajo. Delimita teóricamente el género, para diferenciarlo de lo fantástico, el terror y la fantasía épica: «La ciencia ficción se caracteriza por narrar hechos imposibles, pero no por ello sobrenaturales, ya que […] todos los acontecimientos extraordinarios tienen una explicación racional basada en la ciencia y la tecnología, sin que se genere ninguna amenaza intra- o extratextual. […] La ciencia ficción nos propone una narrativa basada en la especulación imaginativa, a ya sea a partir del ámbito de la ciencia y la tecnología o de las ciencias sociales y humanas». Es decir, «la ciencia ficción se caracteriza así por proponer mundos posibles en los que todos los fenómenos no miméticos tienen una explicación racional, lógica y verosímil». A partir de ahí, sin necesitar apoyarse en los «antecedentes prestigiosos» (ciencia ficción escribieron Azorín, Baroja, Clarín, Pardo Bazán, Unamuno; además de que la primera aparición de una máquina del tiempo, antes que en Wells, fue en El Anacronópete, en 1887, de Enrique Gaspar), se suceden las aportaciones de Juan Molina Porras, Mariano Martín Rodríguez, Fernando Ángel Moreno, Mikel Peregrina Castaños, Yolanda Molina-Gavilán, Miguel Carrera Garrido, Iván Gómez, Rubén Sánchez Trigos, Ada Cruz Tienda, Concepción Cascajosa Virino, Xaime Martínez, José Manuel Trabado Cabado y la propia López-Pellisa. Especialmente relevantes son los materiales que abordan las disciplinas menos analizadas del género, que siempre ha tendido a centrarse en la narrativa y en el cine. Mencionar los hitos no tendría cabida en esta reseña, pero vale la pena despegarse de la pereza mental mimética y aventurarse a navegar por los títulos propuestos. Se trata, pues, de una obra enciclopédica que contiene una de las mayores virtudes de un trabajo historiográfico de cultura: animar el acercamiento a las obras propuestas y comprender el marco general de su desarrollo.
Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada Theodor Wiesengrund Adorno (Traducción de Joaquín Chamorro Mielke) Akal: Madrid, 2019 280 págs.
Ejercicios de telegrafía Por José de María Romero Barea «El valor de un pensamiento se mide por su distancia de la continuidad de lo conocido» («Lagunas»). Desconcertante a primera vista, el ambicioso conjunto de miniaturas, dotadas de una personalidad intrincadamente imaginada, ilustran el desasosiego del filósofo alemán, de origen judío, Theodor Wiesengrund Adorno (Fráncfort, 1903- Suiza, 1969). Al elenco de razonamientos radicales, suceden los horrores de la diáspora, «la vergüenza que se apodera del descendiente a la vista de la posibilidad pasada» («Excavación»). La crónica del representante de la Escuela de Fráncfort, en el cincuenta aniversario de su fallecimiento, sigue intentando conciliar las sutilezas del conflicto que nos asola, con la conmovedora sencillez de las conclusiones incómodas. A medida que los microtextos del tratado Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada (1951; Akal, 2019; edición de Rolf Tiedemann) alcanzan su clímax, los timbres individuales se unen al coro de observaciones asombradas. Desesperadas por descubrir las verdades esenciales, las disquisiciones del volumen forcejan por llenar los múltiples vacíos, no se acomodan a la pesadilla, avanzan a través de los guetos, campamentos y enclaves partidistas de la Europa de los cincuenta: «A la pregunta sobre lo que habría que hacer con la Alemania derrotada […] bajo ninguna condición quisie-
ra ser el verdugo o dar[le a este] título de legitimidad […] tampoco detendría el brazo de nadie, ni aun con el aparato de la ley, que quisiera vengarse de lo sucedido» («Lejos del fuego»). Contrapunto sobrio a las cómicas ubicuidades que siempre ocurren en otros lugares, la trama de infinitos hilos de pensamiento, herederos de Karl Kraus, Georg Lukács o Hans Cornelius, siguen atrapándonos con sus ritmos oscilantes, pulsantes, hasta desembocar en el líquido reino de nuestra urgencia: «El optimismo vocinglero es la perversión de un motivo que se impuso en otros días: el de que no era posible esperar» («Desviación»). Con ojo para lo grotesco, el teórico crítico de inspiración marxista se enfrenta a lo horrible en sus múltiples apariciones, nos incita a enfrentarnos a las fuerzas gemelas del «trabajo y el esparcimiento»: «De ambos han sido por igual excluidos el placer y el espíritu. En uno como en otro imperan la gravedad animal y la pseudoactividad» («Horario»). Cuidar de nuestra cotidianeidad es lo que necesitamos para llenar los días, parece concluir el autor, junto a Max Horkheimer, de la Dialéctica de la ilustración (1944-1947), lo que nos distrae de las miserias de lo cotidiano, sin mencionar nuestros abismales intentos de describir la nada. Hoy, como entonces, «la extrema injusticia se convierte en la imagen engañosa de la justicia, y la descalificación de los hombres en la de su igualdad […] ¿Dónde está el proletariado?» («Jeroglífico»). Medio siglo después de la desaparición del pensador de Dialéctica negativa (1966), la coherencia de sus metáforas concomitantes proporciona formas convenientes de interpretar un mundo en expansión, la adhesiva revelación de una verdad primordial que informe nuestro sinuoso sinsentido. Aunque Minima Moralia se ha descrito como un lírico censo de lo cotidiano («momentos de nuestra común filosofía desde la experiencia subjetiva»; «Dedicatoria»), se parece más a un vertiginoso ejercicio de telegrafía, una sinfonía de pretéritas reflexiones que abordan contemporáneos peligros, de la inmigración desaforada a la vejez premonitoria, las tribulaciones de lo abstruso. Consciente de que «la identidad reposa en la no identidad, en lo aún no ha sucedido, que denuncia lo acontecido […] decir que siempre ha sucedido lo mismo es falso en su inmediatez, mas verdadero considerado a través de la dinámica de la totalidad» («Medias tintas»). Se burla de sus propias fallas un libro que en todo se entretiene, de los hábitos del lenguaje a la forma adecuada de deconstruir los prejuicios que destruye. No es inmune, tampoco, a la belleza de lo ausente.
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Versos aparte
Mario Míguez Polibea: Madrid, 2019 116 págs.
Contra tendencia Por Agustín Calvo Galán Ahora que las secciones —cada vez peor llamadas— de poesía de los grandes almacenes y los hogares del libro se han hipertrofiado, dando banda ancha a la antipoesía simplista de las redes sociales, por no decir a la insustancialidad y al acné más comercial, es más necesario que nunca saltarnos las listas de ventas y fijar nuestra atención en la poesía sin filtros, la que sigue escribiéndose, como siempre ha ocurrido, al margen de los fenómenos literarios y de los influencers. Desde esos márgenes, a veces incluso en la marginalidad, es de donde surgen los autores que van a conseguir perdurar. Uno de ellos falleció en diciembre del 2017, a los cincuenta y tres años de edad: el poeta madrileño Mario Míguez. Vicente Molina Foix lo había dado a conocer en una antología de jóvenes poetas aparecida en la revista Poesía en el lejano y mundialista 1982. En vida publicó un puñado de libros de poesía, varias traducciones del portugués, francés y alemán, y dejó tres libros acabados para que se editaran póstumamente. Uno de ellos es este Versos aparte que acaba de sacar a la luz la editorial Polibea, con prólogo de José Cereijo, en su colección de narrativa —donde suelen aparecer libros inclasificables, que difícilmente tienen cabida en otras editoriales y colecciones más al uso—, según parece por propia voluntad del poeta, pues reunió para este libro una serie de textos que formalmente pueden parecer poemas, pero que en realidad tienen vocación de lugares intermedios entre el aforismo, la poética, la creación sapiencial, la ética, el comentario, la escritura al margen, etc. En la actualidad impera el negacionismo sobre cualquier teoría —tal vez por una exacerbación del neoromanticismo imperante, a menudo disfrazado de vanguardismo—, más allá de la reivindicación libertaria inherente a la posibilidad creativa, por lo que pensar
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en la naturaleza y los principios de la escritura resulta una tarea inasumible, especialmente para los poetas que hacen de su obra la finalidad misma de su labor. Sin embargo, nos dice Míguez: «Pues la literatura es sólo el medio. […] Sólo así evitarás el gran peligro / de que tus obras sean literarias» (Pág. 55). Puede parecer un sinsentido pretender sacar a la poesía de la literatura, pero el hecho de haberlas hecho confluir durante siglos ha convertido a la lírica en el pariente pobre y servil de las artes escritas. Por otro lado, devolver la poesía al territorio de la trascendencia permite avanzar hacia ámbitos irrenunciables, muy por encima del hecho comunicativo mismo, de características ontológicas. Así, nos dicen Míguez: «Verdad o poesía / da igual, porque son una. Mas la literatura, qué creíble mentira…» (pág. 63), o «que un poeta no es nunca un escritor» (pág. 87), porque para el madrileño el poeta ha de ser, en primer lugar, un oficiante, y su palabra un oficio: «Virtud es del poeta / dominar bien su oficio» (pág. 64). En la senda de la razón poética de María Zambrano, Míguez sabe que lo sagrado se revela también poéticamente; y en esa búsqueda, reivindica a los autores grecolatinos, cuyo clasicismo es una de las formas a las que ha recurrido el humanismo occidental desde siempre para superar la brevedad de todo aquello que ha sido llamado nuevo: «Y lo antiguo, si es bueno, es siempre nuevo» (pág. 45). Al fin, cabe destacar la claridad y la ausencia de complicación formal de Míguez, quien aspiraba, ética y poéticamente, a la sencillez, como él mismo decía y casi de manera monacal, porque es dificilísima.
Antes de la renuncia (Antología poética 1976-1980) José Gutiérrez Alhulia: Granada, 2019 144 págs.
Una cuchillada de sol entre los ojos Por José Abad Hay libros que trazan una línea divisoria en la carrera del escritor, delimitando nítidamente un antes y un después en su obra; en el caso de José Gutiérrez ese libro fue De la renuncia (1989), un título devastador en el cual el poeta pareció romper no sólo con su poesía previa, sino con el mismo proyecto poético. Según José Ignacio Fernández Dougnac, en De la renuncia «Gutiérrez adquiere un acento más cercano, más sobrio, más depurado y más asido a la realidad». Sin embargo, esta madurez refrendaba un desapego y un distanciamiento que no podían considerarse un simple ardid retórico; de hecho, tendrían que pasar diecisiete años antes de que Gutiérrez diera un nuevo poemario a la imprenta. De la renuncia dejó atrás y en sombra sus cuatro libros previos: Ofrenda en la memoria (1976), El cerco de la luz (1978), Espejo y laberinto (1978) y La armadura de sal (1980). De los tres primeros, en concreto, el poeta recuperó poquísimas piezas en las dos antologías que publicó con posterioridad: Poemas (1976-1996), que apareció en 1997, e Islas de claridad, que lo hizo en 2015. Su tercera compilación, titulada justamente Antes de la renuncia (Antología poética 1976-1980), se centra en la obra anterior a su obra mayor. En un largo e iluminador prólogo, José Ignacio Fernández Dougnac reivindica aquellos títulos por sí mismos y por anunciar lo que vendría (el axioma podría ser el que sigue: somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos). El crítico lleva a cabo una concienzuda lectura de aquellos libros en busca de las directrices, el arsenal simbólico, los temas, los acordes que el poeta ha sostenido en su poesía desde
el principio. Fernández Dougnac señala el «silencio» como «una de las matrices esenciales de este discurso» (el detalle es revelador; en el reino de las palabras, el silencio es un revulsivo). En un poema de El cerco de la luz, «Las huellas del silencio», leemos toda una declaración de intenciones: «un silencio estalla en mil silencios. / Y me apresuro, lucho / por recoger sus ecos / y los aplico a mi callada vida». Los versos de José Gutiérrez vuelven a ser aquí esa «cuchillada de sol entre los ojos» de la que hablaba en su «Poética» allá por 1977. Esta antología ofrece una oportunidad inmejorable de encontrarnos (o reencontrarnos) con una poesía lúcida, cálida y cercana. El cerco de la luz, en concreto, me parece un poemario notable. En ese «murmullo de voces lejanas» del que habla José Gutiérrez en cierto verso entrevemos ecos y restos de un tiempo ido que adquiere un sutil timbre elegíaco. En sus páginas aparece otro de los acordes insistentes en la poética de Gutiérrez: la inevitabilidad del olvido: «Ingrato es en verdad el oficio del hombre / como inútil cualquier postrero epitafio / que nos recuerde la tenaz y vana costumbre / del existir humano» («Desierto balcón de sombras»). En consecuencia, José Gutiérrez ha mostrado siempre una fuerte desafección hacia los aspectos más banales del ejercicio literario y ha procurado mantenerse lejos de camarillas y fastos. En un poema de Ofrenda en la memoria, escrito cuando tenía sólo veinte años, se dijo a sí mismo: «Deberías, tal vez, ahora que es primavera, danzar / en vano con ellos, / pensar como ellos, decir sí a cada instante; […] Pero sabes que es falso, / un abismo te separa del mundo que construyen, / que tu voz sería estéril entre ellos».
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Más allá de las ruinas. Viaje espiritual de Grecia a Roma Ilia Galán Algaida: Sevilla, 2019 64 págs.
El lugar del misterio Por Aitor Francos El viaje para Ilia Galán (1966) es una invitación a la zozobra, al reencuentro espiritual y a la búsqueda de la superación. La cuestión principal para el poeta es la de superar los escombros, asumiendo el paso irremediable del tiempo, la huella de sensaciones que han quedado marcadas a fuego. Todo lo que vive y observa lo hace trascendiéndolo, esperanzado de sentir una revelación, el acontecimiento de una epifanía. La poesía es aquí lo que huye de ser sólo un hecho material, que aspira al infinito, a la ubicuidad y a la duración. Una llamada al tiempo clásico, a resucitar los mitos urbanos y la humanidad del verbo, a sacralizar la experiencia personal. Más allá de las ruinas es un libro religioso, profundamente religioso. A modo de diario de viaje, con los títulos de los poemas indicando una fecha de escritura y el lugar, Galán se apropia de su antigüedad, interioriza y digiere toda la historia de Grecia y Roma que está recorriendo, el cristianismo naciente, e invita a navegar con él en esa exploración de un tiempo que se va. Con una primera lectura se pueden intuir cuáles son las claves más fieles de su particular universo. Es su poesía atípica para los tiempos que corren, visionaria, exaltada, invadida por el recogimiento y la meditación. Un rincón sagrado, donde resuena el poder del cosmos, su vinculación con la naturaleza, pura y virginal, llena de esplendor de dicha y presunción de inocencia. Sin caer en sentimentalismos, el poeta adopta una posición romántica. No son escasos los versos exclamativos, casi imperativos; tampoco la retórica de preguntar a la nada, a la impiedad de unos dioses advenedizos y caprichosos
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(«¡Filósofos del mundo, / escuchad / el sol que habita nuestro interior!»). Viajero asiduo e insólito, ya que Galán vuelve a los lugares visitados como a dejarse caer en una sedimentación, a formar parte de esas ruinas («antes de entrar en la ciudad de los muertos, / entre la sombra y los coros enterrados»). Aunque con los ecos españoles de Antonio Machado y de Claudio Rodríguez muy presentes, y del culturalismo (desde Guillermo Carnero o Pere Gimferrer a Luis Antonio de Villena, pero sobre todo de Antonio Colinas), en la poesía de Ilia Galán acaba imponiéndose el romanticismo alemán (la Grecia mítica, tan alabada por Hölderlin), sólo que con un gran trasfondo humanista. «Escalar la sabiduría, / la mano de la madre»: un buen comienzo como este dicta ya una intención, la de tratar de comprender la obligada permanencia de las cosas y de pensar en la necesaria integración de lo clásico (a veces tan denostado) en la cultura actual. Hay una lucha por imponer ese contraste natural entre lo duradero y tradicional y el mundo automatizado y tecnológico moderno, por hacer convivir el espacio idolatrado y el de la profanación. Como una luz susurrante que envuelve al hombre con siniestra apariencia, casi con esplendor de mártir, cuando ya apenas nada le proporciona claridad suficiente para ver, la vida perdura en el asombro y la música de esa lengua casi ancestral, a la que el poeta se rinde, la de lo mítico, va llevando al hombre a su lugar secreto, al del misterio, donde todo es extraño y cercano a la vez. Descriptiva, esencial, sobrepuesta de las pasiones más banales, tan llena de metáforas de lo sagrado, en la escritura de Ilia Galán la palabra es el mecanismo de conexión de las sensaciones con algo superior, una especie de espiritualidad incandescente y rotunda. Es su poesía una dimensión abstracta que hay que recomponer, mapa musical de símbolos y percepciones («Sin forma sería difícil o imposible el contenido en el arte. No hay espiritual humanidad sin la carne con que sentimos»).
Recomendaciones de Quimera La mirada hostil Eduardo Iriarte Sapere Aude, 2020
Tuve la suerte de asistir al nacimiento de esta novela y desde el principio me pareció que estábamos ante una novela excepcional. Significa también la vuelta a escena de Eduardo Iriarte (Pamplona, 1968), cuyas novelas anteriores Más allá de la fragua y Las huellas erradas recibieron los premios Francisco Umbral y Logroño de Novela. La novela remite a una tensión cotidiana. Un parque en el que Alberto, un anciano, busca un remedio a su ausencia; David, un padre, sobreprotege a su hijo o Esther busca remedio a su soledad. Una novela extraordinaria, llena de tensión y peligros cotidianos, que supone el regreso de un gran autor.
El lago
Bianca Bellová Tres Hermanas, 2019
Premio de Literatura de la Unión Europea 2017. Tres Hermanas trae a España con esta traducción a una autora checa de origen búlgaro. La novela cuenta el misterio que encierra un lago de una aldea de pescadores donde aparentemente no pasa nada, los hombres beben vodka, las mujeres intentan sobrevivir como pueden y los niños se rascan debido a un extraño eccema. Narni, un muchacho, emprende la aventura de encontrar a su madre, desaparecida cuando era muy pequeño. La gran baza de esta historia es el profundo retrato de la situación sociopolítica del centro de Europa que realiza.
Por regiones fingidas Felipe Benítez Reyes Renacimiento, 2020
Benítez Reyes da una vuelta de tuerca más al proceso de creación de ficción y mezcla en este compendio de textos desde relatos de inspiración histórica hasta parodias estereotipadas, pasando por microrrelatos o estampas ilustradas por collages del mismo autor. Deleite de técnicas narrativas que el autor blande y que impresionan al lector tanto por su imaginación como por el pronunciado estilo utilizado. Más que un libro, un nuevo concepto de obra literaria para disfrutar a sorbos pequeños intentando dilucidar sus costuras.
El contador de gotas Francisco Javier Irazoki Hiperión, 2019
Libro a libro, Irazoki tiene la capacidad de hacer nuestra su propia familia, sus propias experiencias y paisajes. Con un tono mesurado y una dicción aparentemente sencilla, El contador de gotas nos proporciona un territorio en el que habitar durante mucho tiempo. Estamos en cada una de sus historias minúsculas y bajamos con él hacia el significado que conlleva todo suceso, aunque pueda parecernos intrascendente a primera vista. Irazoki prolonga el instante, profundiza en las grietas, afila la mirada. Y logra, de nuevo, que sus lectores aprendamos una lección ética y estética ante la vida.
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R e c o m e n d a ci o n e s
Papeles del crimen. Mujeres y violencia en la ficción criminal María Xesús Lama, Elena Losada, Dolores Resano (eds.) Edicions de la Universitat de Barcelona, 2019
La literatura criminal (desde el noir tradicional al thriller vanguardista) está de moda y cada vez cuenta con más autoras entre sus filas; escritoras que reformulan las tramas, los personajes, el contexto o las situaciones desde una perspectiva femenina poniendo especial atención en aspectos como las relaciones de sus protagonistas con la sociedad (muy diferentes al modelo clásico) o la vulnerabilidad social debida a la crisis económica y de valores. Este interesante volumen reúne catorce breves ensayos que exploran las nuevas formas de representar la violencia sobre las mujeres y de las mujeres en la narrativa literaria y fílmica creada por mujeres desde distintas perspectivas temáticas y formales.
Compañeros de viaje Virginia Moratiel Fórcola, 2020
Pese al título, no se trata de un libro de viajes al uso. Compañeros de viaje es un libro en que la autora emprende un viaje personal a través de la historia de la poesía. Desde Safo a Alejandra Pizarnik pasando por la obra de autores míticos como Hölderlin, Novalis, San Juan de la Cruz, Keats o Emily Dickinson, y otros menos conocidos como Delmira Agustini o José Gorostiza. En cada uno de los treinta y siete artículos o partes que lo componen, la autora hace un resumen de la obra, la sensibilidad y las inquietudes de cada uno de los poetas. Un trabajo fantástico que pone en conexión al público medio con una bien escogida selección de poetas de todos los tiempos.
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Una leve exageración Adam Zagajewski Acantilado, 2019
Posiblemente Zagajewski sea uno de los escritores que más merecen el premio Nobel de literatura. No sólo por su obra poética, sino por todas las obras que nos ha ido legando y que han hecho de su universo una de las piezas fundamentales de la literatura contemporánea mundial. Una leve exageración es una buena muestra. Zagajewski nos propone un intenso paseo por la historia, por las ciudades, por la poesía, por la música, por la memoria. Una obra cargada de reflexiones y llena de matices que nos hacen repensar el mundo que hemos vivido y el que nos queda por vivir. Un libro que, como su autor, es ya imprescindible.
Vida
Vittorio Alfieri Animal Sospechoso, 2019
Vittorio Alfieri (Asti, 1749 - Florencia, 1803) fue un poeta y dramaturgo italiano admirado por Byron, Shelley y Lamartine. Por su espíritu libre y su búsqueda del ideal de belleza se le considera uno de los precursores del romanticismo y su obra comparte ideas y conceptos con el Sturm und Drang. En su ajetreada Vida —autobiografía escrita por él para evitar que otros la tergiversasen—, Alfieri nos hace partícipes de su búsqueda incesante de la verdad y de su conversión a la literatura tras una vida disipada y salvaje, y explica las características fundamentales de su poética, que influyó decisivamente en poetas como Foscolo o Leopardi.