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Defensa del sentido común

(Dedicado a la familia Delgado-Casado)

Manuel Casado Velarde

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Mucha gente de a pie tenemos hoy la impresión de que no hacemos pie en el mundo que habitamos. Con tanto cambio y tan de prisa, no nos da tiempo a asimilarlo. Cuando nos acostumbramos a manejar un programa o una aplicación informática, ¡zas!, nos la cambian. Y vuelta a empezar, a tener que adaptarnos al nuevo invento.

Y lo mismo pasa con las ideas y las convicciones, necesarias, como el comer, para vivir con sentido y sin sobresaltos la propia vida. ¿No tenemos la sensación de que nos cambian, de un día para otro, las palabras y sus significados? Con esto de la posverdad, las fake news (o sea, los bulos) y las ideologías de moda, no hay quien se aclare. Las palabras que nuestros padres o abuelos empleaban pacíficamente para andar por casa y organizar sus vidas, han sido descatalogadas. Qué digo: incluso prohibidas por la inquisición de lo políticamente correcto y perseguidas por la dictadura del relativismo. Hoy se considera sospechosa a una persona que dice tener principios o convicciones, que se atreve a hablar de verdades y de certezas. Se la mira como un peligro público para la democracia. Y en la enseñanza, a todos los niveles, se pone énfasis, más que en adquirir conocimientos, en desconfiar y tener espíritu crítico con respecto al pasado por el simple hecho de ser pasado.

La palabra “familia”, por ejemplo, que cuenta su historia por milenios en todas las culturas y latitudes, en Occidente ha sido deconstruida: se la ha vaciado de significado y se ha rellenado de no se sabe qué. Y no digamos “matrimonio”. Y esto no acontece impunemente, aunque miremos a otro lado para no ver sus dramáticas consecuencias personales y sociales. Cuando el individuo y su bienestar se convierten en la única brújula del andar por la vida, desaparecen los motivos de peso para muchas cosas, entre ellas para casarse, para tener hijos –¡con lo mal que está el mundo y lo que cuesta criarlos! – y para cuidar con cariño a los abuelos. Desarraigo por arriba y por abajo. Cuando lo único que importa es el “yo” –lo mío: yo, mi, me, conmigo; y el que venga detrás que arree– los demás resultan estorbos a mi bienestar. “El infierno son los otros”, escribió Sartre. Yo creo, sin embargo, que nuestro paisano Donoso Cortés era más certero cuando afirmaba que el infierno es el lugar donde solo se oye una palabra: “Yo”. Y cuando cada uno en la vida se repliega, como un erizo, sobre sí mismo, aquello, efectivamente, se convierte en un infierno. Justo lo contrario del mensaje que cada año nos refresca la Semana Santa: la entrega de Cristo, hasta la muerte, para darnos ejemplo de lo fecundo que es el servicio a los demás. Una entrega y un servicio, por cierto, en los que el dolor y la muerte no son la última palabra.

Cualquier casado sabe que la vida matrimonial, con toda su grandeza, está trufada de luces y de sombras; que requiere, como todo lo valioso en esta vida, paciencia, constancia, cariño, comprensión y perdón. Con su proverbial humor y su estilo paradójico escribió Chesterton: “Conozco muchos matrimonios felices; ninguno que se lleve bien”. Y un colega mío suele decir: “No entiendo a mi mujer, pero la quiero”. Pienso que, cuando se habla de convivencia y relaciones familiares, conviene huir de idealismos y utopías, de una especie de mística “ojalatera”: ojalá fuera joven, ojalá tuviera esta profesión o aquella otra, ojalá no tuviera ese carácter, ojalá mi mujer o mi marido fueran así o asá… Para la salud mental se recomienda atenerse sobriamente a lo que hay: estar a buenas con la realidad. Eso de “reinventarse” –tan de moda ahora– suena a huida cobarde y egoísta, cuando no a traición. Gregorio Luri, filósofo del sentido común e influencer, repite que “una familia normalita es un chollo psicológico”. El sentido común, en efecto, es hoy día una bicoca. Y parece que también una señal de rebeldía y de resistencia; una auténtica provocación a la sociedad líquida o gaseosa en que vivimos y nos novemos a velocidad de vértigo, pero sin saber a dónde va.

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