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Nazarenos

JOSE LUIS BERNAL SALGADO

A Santos Yedro, in memoriam

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La revista Cruz de guía, de la Hermandad de Cofradías y Nazarenos del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y de María Santísima de los Dolores, me solicita, por mediación de su Hermano Mayor Jesús Gómez Barragán, una colaboración para el número de este año. Agradezco el honor que me hacen y no puedo evitar el recuerdo de mi querido Santos Yedro, Hermano Mayor que fuera de la Cofradía, quien me solicitaba siempre fidelísimo unas páginas para su querida revista. Santos, junto a otros cofrades, era un fiel asistente a mis añoradas exaltaciones de la saeta en Don Benito, que estos tiempos feraces se llevaron por delante hace ya unos años. No quiero ocultar que el encargo, en medio del trajín en que uno vive, me resultó de primeras una carga más, aunque lo acepté al instante por varias razones que, una vez sosegado, se impusieron rotundas; a saber: mi recuerdo y humilde homenaje a Santos, ya en “el otro mundo”, como diría don Miguel de Unamuno; mi recuerdo de aquellas exaltaciones de la saeta en la Iglesia de Santiago con don Fermín Solano, ese “hombre de Dios” sin medias tintas, como anfitrión; y la necesidad de arrimar el hombro en estos tiempos tan difíciles en los que vivimos, con virus, confinamientos y guerras de por medio. No estorba al hombre fatigado y arrebatado en el vértigo de sus quehaceres, pararse un momento y meditar, reflexionar, sin escuchar el goteo pertinaz del tiempo, y a ello invita este tiempo de cuaresma en el que estamos y que nos desemboca en la Semana Santa.

Mi reflexión va a girar en torno al significado que para mí tiene la palabra Nazareno, los recuerdos que me evoca y la oportunidad en el presente de ligar todo esto al nombre de la cofradía que impulsa esta Cruz de guía que acuna mis palabras.

Yo, como otros muchos niños de hace más de cincuenta años, fui alistado por mis padres en las filas de la cacereña cofradía del Nazareno al nacer. Esta fue mi primera filiación, mi primera hermandad y, al cabo de los años, diría que casi la única. Contra los bandazos de la vida, las dudas, las vacilaciones tan humanas, los descreimientos y las flaquezas de alma, ese lazo ha seguido fiel y pacientemente el transcurrir de mis años.

La primera vez que miré a la cara al Nazareno, sentí miedo. Yo era un niño que acompañaba a su madre al solemne besapié de la imagen. La cacereña iglesia de Santiago de los Caballeros, en cuya fachada posterior hay una simbólica hilera de canecillos con concha de peregrino, era entonces una referencia obligada para mi familia, y en ella se celebraron señalados acontecimientos, desde la boda de mis padres a bautizos o celebraciones litúrgicas diversas. Santiago era el eje central de la vida de la inmensa mayoría de las personas que formaban el mundo de

mi infancia, cuyos primeros pasos y juegos tuvieron el inolvidable escenario del puente de vadillo, de la cuesta de Villalobos, de la calle de Caleros o de las intrincadas Tenerías, barrio de pecheros de un Cáceres viejo, extramuros, que bullía sin pausa lejos de la solemnidad y el silencio de las casas palaciegas, de las elegantes plazas o de las enrevesadas callejas del barrio antiguo. Y el alma de ese Santiago de los Caballeros, cuya loma de sillares sobre la ribera del marco, se impone a la vista del caminante que sube a la ciudad, es una imagen venerable y antiquísima ante la que he visto conmoverse a hombres como robles y a mujeres de raza. A los niños no tenían que explicarnos la hondura de la emoción y de la devoción que la imagen provocaba, ni darnos cuenta de su valor histórico y honda antigüedad; el Nazareno imponía su incontestable presencia con una naturalidad pasmosa, como cosida con un hilo de fe al corazón de todo cacereño. Al hombre que ahora soy le intriga ese rostro que parece que nos habla, en medio del dolor y de la pena:

¡Ay, qué amargura de piedra, por las calles encharcadas! Nadie le ayuda un poquito. Todos le empujan. ¡Que se desangra! Ya se ha quedado sin hombros; partido lleva el aliento. Las rodillas desgarradas.

Nadie le ayuda un poquito. Todos le empujan. ¡Que se desangra! Tan sólo las Tres Marías, llorando, por las murallas.

Para los niños y jóvenes de hace cincuenta años, era impagable el hecho de que el Nazareno procesionara de madrugada, por acuerdo de sus hermanos nada menos que desde comienzos del siglo XVII, en un gesto de osada verosimilitud histórica hacia el verdadero momento de la muerte de Cristo en el calvario. La escenografía y relato vívido de los pasos de la procesión del Nazareno dibujaban ante nuestros ojos la detallada historia de Jesús en el fatídico amanecer de su muerte. Ninguna procesión tenía ni tiene, en la conspicua Semana Santa cacereña, ese número de pasos-imágenes con sus historias condensadas y en volandas, y ninguna procesión obedecía como aquella a la sensación de verismo religioso que el Nazareno nos da en el escalofrío tenso de la madrugada. Este Nazareno, que relata en detalle su calvario en los pasos procesionales, va a morir al llegar el día. Quizá por ello, la procesión de la madrugada era algo así como un rito iniciático de nuestra infancia hacia la juventud. Nadie que haya experimentado aquella emoción de la mañana, aún noche, de los viernes santos, en el recogimiento de las calles y plazuelas de la ciudad vieja, desconcertando a las fieles cigüeñas y a los vencejos dormidos con el murmullo emocionado de la multitud de cofrades, podrá olvidar nunca que el alba tiene un manto morado y que la ciudad en el adiós de la noche se acompasa con un ruido de orquillas que, como un cronómetro preciso, buscan la luz del día y la luz de la fe en los corazones, sobre los que los hermanos llevan bordada la cruz roja de los caballeros de la orden, a la manera de los antiguos cruzados de Palestina. Y ese viaje anhelado hacia el alba de las madrugadas de mi infancia tuvo en el Nazareno una de sus guías esenciales. Ya en la madurez, algo herido de saber, como dijo el poeta, pese a haber visto el revés de la vida, sus nudos y pesadumbres, el Nazareno sigue iluminando mi irrenunciable búsqueda de la luz y la esperanza, como leemos en los versos de Gerardo Diego de su Viacrucis:

Tú el suplicio y yo el regalo. Yo la gloria y Tú la afrenta abrazado a la violenta carga de una cruz de palo. Y así, sin un intervalo, sin una pausa siquiera, tal vivo mi vida entera que por mí te has alistado voluntario abanderado de esa maciza bandera. ... ¿Cuándo en el mundo se ha visto tal escena de agonía? Cristo llora por María. María llora por Cristo. ¿Y yo, firme, lo resisto? ¿Mi alma ha de quedar ajena? Nazareno, Nazarena, dadme siquiera un poco de esa doble pena loca, que quiero penar mi pena.

Lejos ya de mi infancia, es desolador ver cómo la pregunta del poeta referida a la pasión de Jesús, el Nazareno, tiene una actualidad vivísima en las terribles experiencias de este nuevo siglo y en la desoladora actualidad de este año llenos de doses, en el que tanto cuesta resistir firmes las penas locas de millones de inocentes.

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