MIS COMIENZOS, TERAPIA CORPORAL DE CENTROS DE ENERGIA Por Hugo Ardiles Me acerqué al Yoga hace sesenta años, cuando un amigo me prestó la Ciencia de la Respiración Yogui de Ramacharaka. Lo juzgué un libro de brujería, y no acepté las explicaciones fisiológicas con las que se quería justificar poderes a lograr con la práctica del pranayama (la respiración yogui). Pero, atraído por el misterio del tema, puse en práctica algunos ejercicios y quedé sorprendido por sus efectos. En ese entonces me estaba formando como concertista de violín y desde entonces, antes de cada concierto, la respiración abdominal yogui me daba la paz que necesitaba para enfrentar al público, en lugar de tomar sedantes o alcohol como otros músicos hacían. Me sorprendía también el enorme calor que producían las respiraciones “rítmicas” y las “alternadas” del Yoga. Mucho tiempo después, cuando me acerqué al Budismo Tibetano, supe que era uno de las técnicas para desarrollar el Tumo, o "fuego interno", que permite a los lamas meditar semidesnudos en las nieves del Himalaya. Hace poco me enteré que el presidente egipcio Nasser accedió en su momento a mandar a su gurú a Rusia para iniciar en prácticas yoguis a los astronautas soviéticos. El yogui llegó a Moscú en pleno invierno, cubierto sólo con una túnica de algodón. Los generales rusos que lo esperaban en el aeropuerto se apresuraron para ofrecerle sus sobretodos creyendo que no estaba al tanto del clima. Él los detuvo explicándoles que podía regular su propia temperatura. El libro de Ramacharaka quedó guardado en un estante de mi biblioteca… Dos años más tarde caí en un cuadro de angustia por circunstancias difíciles. Tenía una intensa vida musical, había ganado una beca para estudiar en EE.UU. y un ex profesor mío, Zlatko Topolsky, concertino en la Orquesta Filarmónica de Viena, me propuso ingresar en ella para seguir estudiando con él en esa ciudad. Mi pianista de entonces, Mauricio Kagel, actual director de una importante orquesta sinfónica de Alemania, me vio tan mal que insistió en llevarme a hacer gimnasia yogui a un lugar que él acababa de conocer. Atraído nuevamente por la palabra yogui, accedí. Experimenté una transformación tan grande sólo en una clase, que no podía creerlo. La dirigía un instructor que recién se estaba formando con Susana Milderman. A partir de entonces asistí regularmente a las clases. Era una gimnasia muy extraña. No tenía nada que ver con las convencionales. Yo era un anti gimnasta, de modo que haber llegado hasta allí ya era un milagro. Y porque era distinta a las otras me quedé. Me molestaban algunos elementos, los rechazados por lo que ahora llamamos "coraza laríngea": me resistía a todo aquello que no era valorado intelectualmente, que no tuviera una base clara y "científicamente" probado como eficiente. Me daba la impresión que de Yoga no tenía nada. No se hacían asanas, sino que todo era movimiento. Las respiraciones “rítmicas” y “alternadas” no aparecían nunca: se soplaba por la boca y a veces se gritaba, lo cual me parecía ridículo y lo evitaba porque me daba vergüenza. Todos los movimientos se acompañaban con música, pero no clásica, como era mi preferencia, sino popular. Por esa época comenzaban a aparecer el rock, el trío Los Panchos y Frankie Lane, y yo, culto músico que tocaba en la Orquesta Filarmónica del Teatro Colón, y adoraba a Bach, a Mozart y a Beethoven, no lograba entender por qué seguía haciendo esto. Me metí en un grupo de formación de instructores. Mi descontento aumentó cuando Susana Milderman introdujo la expresión en el movimiento. ¡Me creí envuelto en una escuela de danza! Me retiré indignado de una clase expresiva y decidí no volver más. Mientras me duchaba lloraba amargamente. Algo se me había movido adentro con el movimiento expresivo. Sentía un nudo en el estómago y mi cuerpo ardía sin poder darme ninguna explicación. Terminé de vestirme y me fui, decidido a no volver. Tres meses después una compañera me llamó por teléfono. Nos encontramos, me aclaró
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