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Directo al corazón. Escuelas constructoras de paz

Ana Mª Sánchez García. Presidenta de EC

En este mes de febrero se cumple un año de la invasión rusa de Ucrania. Aunque, como nos ocurre con muchos conflictos, a medida que pasa el tiempo nuestra sensibilidad se va embotando y parece que nos acostumbramos, a pesar de que las imágenes que nos transmiten cada día los medios de comunicación son desgarradoras.

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Hay muchos conflictos en el mundo de los que apenas somos conscientes en nuestro día a día. Sin embargo, esta guerra nos resulta especialmente cercana. Por proximidad geográfica, por la amenaza que sentimos cernirse sobre nosotros, por los efectos en nuestra economía… y porque muchos de los desplazados por el conflicto están llegando a nuestro país, y su presencia nos hace poner rostros, conocer historias concretas que nos tocan el corazón.

En muchos de nuestros centros se está viviendo en primera persona lo que supone la acogida de los refugiados. En el reciente Congreso de Escuelas Católicas, celebrado el pasado mes de noviembre, tuvimos oportunidad de escuchar el impactante testimonio del director de uno de ellos. A medida que el calendario avanza, esta experiencia se va repitiendo cada día en más centros. A otros quizá no les toque acoger directamente, pero se están implicando de diferentes maneras en la ayuda a los desplazados por la guerra, organizando numerosas actividades solidarias y teniéndolos presentes en sus reflexiones, oraciones y celebraciones.

“En muchos de nuestros centros se está viviendo en primera persona lo que supone la acogida de los refugiados”

Hace unos días tuve oportunidad de visitar un centro donde conviven alumnos procedentes de muchos países diferentes. Entre ellos, ucranianos y rusos; niños y adolescentes que han visto sus vidas truncadas por la guerra, que están experimentando pérdidas irreparables y enfrentan el futuro con total incertidumbre. Acompañados por sus profesores y compañeros, van dando sus primeros pasos de integración en esta realidad nueva y desconocida. Se manifestaban contentos y agradecidos por estar en el colegio, pero, incluso sonriendo, sus miradas permanecían tristes. Me impactó especialmente ver, en uno de los cursos de Secundaria, a dos chicos, uno ucraniano y otro ruso, sentados juntos y compartiendo su trabajo; una imagen que permanece grabada en mi corazón.

Dialogando con el profesorado y con miembros del AMPA, pude constatar el esfuerzo de unos y otros por integrar a los que vienen de fuera, tanto dentro del ámbito escolar como fuera de él. También vislumbré que los alumnos viven esta experiencia acogiendo con valentía los retos que supone y apreciando su riqueza. Percibí una comunidad educativa comprometida enteramente en la acogida. En medio del estremecimiento que me supuso el acercarme, aunque fuera brevemente, a algunas situaciones, me quedé contenta, agradecida y, sobre todo, esperanzada.

La guerra nos hace sentirnos impotentes. Sin embargo, en el día a día, tenemos a nuestro alcance multitud de gestos que construyen paz. Desde lo pequeño, sin hacer ruido, sin darse importancia, nuestras comunidades educativas siembran semillas de esperanza, y alimentan el deseo de un mundo donde todos podamos vivir en fraternidad.

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