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La carta. Las revoluciones tecnológicas en el aula

Pedro J. Huerta Nuño. Secretario General de EC

La polémica sobre la incorporación de nuevas tecnologías en las aulas nos sitúa en un constante debate. Hay tantas opiniones como argumentos, y aunque a cada opinador le cueste reconocerlo, más allá de las llamadas de alarma y de los golpes de efecto, la partida siempre queda en tablas.

Hace dos siglos, durante la revolución industrial, la tecnología educativa también generó inquietud al desafiar las prácticas pedagógicas establecidas. Me centraré en dos objetos que hoy son omnipresentes en nuestras aulas.

En 1564, en Inglaterra, se descubrió el grafito por casualidad, inicialmente confundido con plomo y utilizado de manera rudimentaria para la escritura. No fue sino hasta 1761 que Kaspar Faber, ebanista alemán, impulsó su uso al establecer su taller de fabricación de “grafitos” en la villa de Stein. Elaboraba finas tablillas de mineral que insertaba entre láminas de madera unidas con cordel. Sin embargo, la verdadera revolución de la escritura llegó en 1794 con la invención del lápiz tal como lo conocemos hoy. Ante la escasez y alto costo del grafito inglés, el francés Nicolas-Jacques Conté ideó un método que mezclaba agua, grafito en polvo y arcilla. Calentaba la mezcla en un horno para obtener un sólido blando, encapsulado en una funda de madera. Las minas tenían distintas durezas e intensidades, y además Conté diseñó lápices con diversas formas para adaptarse a diferentes usos y usuarios.

Los lápices y las pizarras vuelven a generar una revolución en las aulas, respaldados por aquellos que valoran la escritura manual sobre las pantallas y la inteligencia colectiva frente a la artificial

A pesar del rechazo inicial de las escuelas, que se resistían a sustituir las plumas y tinteros de sus pupitres y consideraban el lápiz un elemento disruptivo y perjudicial para la caligrafía de los alumnos, al poder borrarse fácilmente, el invento, rediseñado posteriormente por Faber, se incorporó al ámbito educativo inexorablemente.

Cincuenta años después, el pedagogo escocés James Pillans revolucionó la dinámica y la distribución del aula al colgar un gran trozo de pizarra en la pared, permitiendo compartir conocimientos con todo el alumnado simultáneamente, sustituyendo las pizarras individuales.

En 1960 el fotógrafo coreano Martin Heit inventó la pizarra blanca, que inicialmente utilizó para anotaciones en su cuarto oscuro y para dejar mensajes junto al teléfono. Aunque su introducción en las aulas fue más lenta, en la década de 1990 se popularizó como alternativa a la pizarra de tiza. Sin embargo, su reinado fue breve, ya que fue reemplazada progresivamente por proyectores, pizarras digitales y pantallas interactivas. Curiosamente, tampoco han faltado detractores de la pizarra. En sus inicios, algunos consideraron que distraía a los estudiantes al contravenir el principio pedagógico de seguir caminos individuales para desarrollar sus capacidades. El entusiasmo por la pizarra digital se encontró con la oposición de los nostálgicos del polvo de tiza. Incluso se interpreta el fervor por las tabletas digitales como una especie de revancha tardía contra Pillans, buscando retornar al dispositivo de aprendizaje personal como garantía de éxito.

Los lápices y las pizarras vuelven a generar una revolución en las aulas, respaldados por aquellos que valoran la escritura manual sobre las pantallas y la inteligencia colectiva frente a la artificial. En palabras del filósofo Roberto Casati, la escuela tiene la ventaja de “no tener que correr detrás del cambio tecnológico y, al mismo tiempo, generar, gracias paradójicamente a sus inmensas inercias, el verdadero cambio, que es el desarrollo moral e intelectual de los individuos”. Ojalá corramos detrás de este cambio verdadero.

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