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El silencio del bosque
Breve historia de un minuto
Gabriel Rulfo (México)
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AMANECE EN MÉXICO al mismo tiempo que en Arequipa, Guayaquil y Bogotá. En Santiago son las siete y la Plaza Italia parece sonreír al nuevo día a pesar del cobalto que cubre al Palacio de la Moneda y en Washington —lugar desde donde se gestó su tragedia del 73—, aún está oscuro y las riberas del Río Potomac se cubren de neblina. En Río de Janeiro ya son las ocho de una mañana turbia y las olas comparten su nostalgia a las playas vacías de Copacabana. En Buenos Aires, a esas mismas ocho, una Rockola desgrana “Cambalache” y parece la señal para que empiece a llover en todas partes, llueven malos presagios. El oxígeno de los Andes y del Eje Neo Volcánico no bastan para este agosto de mierda. En el IMSS de CDMX está muriendo José; en el Regional de Arequipa, John Quispe; Luis Carlos Vera en Guayaquil y así, muchos más, se despiden del mundo en este instante funesto. ¿Cuánto ha pasado la vida? ¿Acaso la eternidad de las gotas? Quizá sólo se trate de la lluvia que opaca al bandoneón junto al retrato de Borges del cafetín de Avenida Santa Fe, que al mismo tiempo rebota en los toldos y salpica a los mariachis que están a medio cuerpo guareciéndose en un galpón de Garibaldi, escurre por los sótanos y laberínticos pasillos del palacio Sudamérica en Montevideo y parece susurrar a la lluvia con voz de Benedetti o Galeano las nostalgias del pasado. En ese efímero relámpago de lucidez, Javier piensa en los casi 2700 satélites artificiales, y en los más de mil, que, a esa hora, comunican al orbe en un poco más de 7000 diferentes formas: ATTENTION! ¡ALAINTIBAH! ¡UWAGA! Como sea, las señales radioeléctricas piden ¡ATENCIÓN! Y alertan a los millones de seres que deambulan azorados con temor y cubrebocas.
Hay un dolor viejo en todo esto y todo en un mismo instante, aunque no en el mismo espacio, ni en el mismo lenguaje. En la 5th Avenue cualquier transeúnte puede leer a ocho columnas en el New York Times del estanquillo: The Pandemic has claimed millions of lives y en Champs Elysées, en Le Monde: La Pandémie a fait des millions de morts. No importa el lenguaje, el género humano se encuentra atónito ante esta purga planetaria, ante esta cruel forma de selección natural.
La morte famale, a morte dói, der Todt tut whe. La muerte duele lo mismo en italiano, portugués o alemán, la muerte duele siempre y nos deja inermes ante su implacable indiferencia. Hay un solo lenguaje: el dolor. Y una sola premisa: sobrevivir. Y cada pueblo enfrenta con diferentes vocablos, pero con la misma premura lo que habrá de salvarlos: ¡Afzondering! ¡Wakuchin! ¡Kakuri!
Sí, Vacunas, reclusión, lo que sea con tal de atenuar la pandemia. El holandés o el japonés sólo son lamentos que claman lo mismo.
Ha pasado un solo minuto y el mundo se desangra, sí, pero seguramente y en el doloroso día a día, también está aprendiendo a mirar diferente, a apreciar las inmensas riquezas naturales y humanas de su pasado reciente y la promesa de regresar a los sueños anteriores, en cualquier idioma, pero regresar.
Mientras José, John o Luis Carlos mueren, nacen otros con sus mismos nombres, con sus sueños y con su historia pletórica de paradójicas batallas. La flor de Copihue, el Cempasúchil o los tulipanes siempre tendrán tiempo para florecer, como el sol para brillar en su altísimo péndulo del Lago Titicaca o en la magia de la luz en Ushuaia. Algún sol crepuscular despidiéndose de la Torre Eiffel o reflejándose en alguna cornisa del Coliseo Romano. Muchos partirán o partiremos, es cierto. Pero el