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Contacto
ubicados en el centro del extenso bosque de columnas. La estructura, constituida por concretos naturales, tenía al menos unos trescientos mil años terranos. Las excreciones del antiquísimo Q”t”r la conservaban en buen estado. Sabíamos que era uno de los ancianos debidos a las tres docenas de ramificaciones que se extendían del tronco común que era el cuerpo central. Por medio de él se alimentaba gracias a los rayos solares, la humedad del ambiente, algún organismo que se detenía sobre su superficie Además tenía una miríada de elementos ópticos orientados a su alrededor, que le permitían observar la sombra propia como las otras. Los miles de arcanos montados en sus columnas mantenían una conversación que había durado eones y aún continuaba moviendo lentamente sus ramificaciones y cuerpos. Los Q”t”r del común, jóvenes con una o dos ramas, rodeaban el bosque columnar ubicado en la elevada meseta, lo que permitía recibir directamente la luz solar. Esta apenas cambiaba en las tres estaciones planetarias dada la latitud y longitud.
En su estudio, Eina concluyó que aún siendo incognoscible e indeterminista su enciclopedia planetaria, debido a la variación de la población, en la forma más simple, las sombras vistas desde órbita, en su conjunto, eran la gramática del alfa de los Q”t”r que, quizás, también sería un eterno polidiálogo mientras no se extinga su sistema planetario. —¿Cuánto tiempo tenemos? —susurró la voz de Eina D’al a mis espaldas. —No más de mil años —contesté fingiendo tranquilidad. —Un instante en su escala de tiempo —lamentó—, se evaporarán y quedarán en el olvido. ¿Quién recordará una civilización no tecnológica cuyo único registro es el presente?
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Ella, como Michael Gabrieli, habían coincidido en que no encontrábamos más civilizaciones porque sólo considerábamos las que podían dejar una huella tecnológica: objetos, ciudades, maquinaria. Sin embargo, estos no eran necesarios para la construcción de cultura en su máxima y más imaginativa extensión. La percepción de los sapiens que formábamos parte de la Homósfera, estaba limitada a la realidad como un constructo de la falsación del humano tomado como único ejemplo y referencia. Por lo mismo, tras que ocurrió el punto omega y el ascenso kurzweiliano en múltiples y diferentes IAs, los sapiens, aún con extensiones y modificaciones tanto genéticas como cibernéticas, éramos tratados como tatarataratarabuelos seniles. Se nos quería, se nos toleraba y se nos dejaba hacer aun sabiendo que nunca comprenderíamos. Por eso inventamos el término de la Homósfera como si fuera suficiente para cobijar con una palabra una familia que ya no entendíamos. Era el único salvavidas racional que nos quedaba y nos aferrábamos a él, desesperados por no caer en el abismo del olvido del Universo. —Está bien, ayudaré y ojalá podamos lograr algo. Ferdinand…
La frase quedó al aire. Mis sensoriales extendidos detectaron un alza en feromonas, serotonina y feniletilamina desde el cuerpo de ella. Había enviado un mensaje secreto que sólo los amantes, debido a su contacto piel a piel, podrían descifrar. Del cuerpo de Harfuch sólo surgió una hormona masculina fácil de interpretar: Sí. —Vámonos —susurró de nuevo Eina D’al. —¿Qué pasará con tu obra? —Continuaré cuando regrese. La universidad cuidará del lugar y lo mantendrá a oscuras, en pausa.
Al salir su pálida desnudez fue opacada por el exoesqueleto dérmico cuando la recubrió de negro.
Mientras llamaba un vehículo, le ofrecí mi abrigo que se negó a tomar. —¿Y Fe… —empecé pero, ante su enemistosa mirada, cambié el nombre— ¿Horpach nos acompañará? —Llegará dentro de un tiempo. Tiene que ir por unos planos a Hamburgo. —¿Cómo que a Hamburgo? Un día allí son como quinientos años aquí. —Así es, ¿nos vamos? Bien sabes que no tenemos tiempo.
Setecientos años después fue que Horpach llegó con los planos del artefacto que tenemos que armar. Eina D’al, sobre su columna en el bosque de la meseta, ya casi termina de explicar infantilmente (según ella cree a pesar de sus doce extremidades bioimplantadas) un anexo minúsculo a la enciclopedia planetaria Q”t”r sobre el día que se alargará por tres estaciones. Será el momento en que activaremos el artefacto alienígena para alentar el tiempo en Ranaken IV. Entonces, con apoyo de los exodrones y las IAs que han acudido, colocaremos un sistema de lentes y espejos entre Ranake y ese planeta con el fin de modular la luz emitida que se mantendrá constante sobre la superficie mientras la estrella sufre sus cambios.
Esto nos permitirá ganar tiempo para plantear una solución a más largo plazo: buscar o crear una estrella joven idéntica a Ranaken a donde podamos, en el futuro, mover el mundo Q”t” r, congelado temporalmente. Si tenemos éxito, repetiremos esto hasta que el cosmos se extinga. Quizás podamos entonces abrir un universo de bolsillo y dejarlos allí en lo que sucede un Big Bang.
Horpach ahora me sonríe y trata de ser amistoso. Sabe que por fin Eina D’al tendrá tiempo para terminar la obra de su vida. Un amor como ése es lo que una cultura necesita para sobrevivir. ¬
María Susana López, Sin título (2021).
Guillermo J. Mejía (Colombia)
I ─DOCTOR HOROWITZ, mucho gusto. Soy Robert Sanders, actual director del proyecto.
El anciano, absorto en la tecnología de la nueva sala de control le contestó con un leve movimiento de cabeza.
Hacía más de veinte años no pisaba el laboratorio que con tanto tesón había construido, venciendo la resistencia no sólo de burócratas y políticos, sino también de muchos de sus colegas, quienes consideraban que su proyecto era una locura.
Toda una vida profesional de muchos esfuerzos ─esfuerzos que, llegó a pensar, lo harían merecedor al menos a un premio Nobel─ abandonada cuando los resultados no fueron satisfactorios.
Y ahora, cuando creía que su existencia terminaría en la soledad de su biblioteca, olvidado, sin haber logrado el premio en el cual ya no pensaba, lo requerían con tanta urgencia, que no tuvo tiempo ni de empacar sus medicamentos. ─Impresionante, ¿no? Hemos incorporado los últimos avances en nanomateriales y computación cuántica.
El anciano siguió en silencio, indiferente a las dos docenas de ingenieros y científicos sentados frente a sus computadores, algunos de los cuales murmuraban entre ellos y lo señalaban. Su mirada estaba fija en la pantalla principal, que mostraba una holografía del Sistema Solar y doce puntos moviéndose a muy alta velocidad, más allá de la órbita de Neptuno. ─Lo consiguió ─dijo el director señalando la pantalla. ─¿Qué dice? ─Hace unos seis meses recibimos respuesta a sus mensajes. La señal provenía de la nebulosa de El Sombrero.
─¿Quiere decir que una civilización extraterrestre ha contestado mis mensajes de invitación? ─Es correcto. ─¿Están seguros? ─Sí. En los últimos meses hemos recibido una señal repetida: primero las coordenadas de la Tierra en el mismo formato que contiene el mensaje de invitación; después las coordenadas de origen de la respuesta; y luego unos códigos, tal vez palabras, una frase, cuyo contenido no hemos podido descifrar. ─¿Y esos puntos qué son? ─El general Anderson se lo explicará ─contestó señalando a un hombre que gritaba por el teléfono.
Se acercaron. El uniformado los miró con cara de pocos amigos, giró dándoles la espalda y continuó vociferando.
El anciano, más cansado que molesto, buscó un asiento, se acomodó y pidió un vaso de agua. Bebió. Miró alrededor, orgulloso: él empezó todo esto y finalmente funcionó. Sólo entonces, después de muchos años, volvió a pensar en el premio que añoraba en su juventud; ahora sólo restaba esperar.
El general se acercó y el anciano se levantó. ─General Anderson, el doctor Horowitz ─dijo el director.
El militar no saludó, sólo apuntó con su dedo a la pantalla mientras decía: ─Hace tres días, de la nada, surgió una nave cerca de Plutón. En las horas subsiguientes apareció otra, y luego otra más, hasta completar una docena. Y ahora se mueven hacia nosotros. ─¿Naves? ¿Qué tipo de naves? ─Lo ignoramos. Los datos preliminares indican que son enormes, al menos de diez kilómetros de diámetro cada una. No existe nada