3 minute read
Ángeles Mast RE tta
Llevaba mucho tiempo de perseguir su destino como para no saber que lo estaba encontrando.
Advertisement
La belleza de la simplicidad, el brillo de lo cotidiano y lo extraordinario en la rutina, así como una serie de letanías sobre lugares, personas y recuerdos, son algunos de los elementos que conforman la obra de la escritora poblana Ángeles Mastretta.
Ignorada al comienzo de su carrera por gran parte de la mal llamada crítica especializada, Ángeles ha conseguido reivindicar el placer de la lectura como un asomo a lo cotidiano, a las conversaciones con los seres queridos y a lo divertido e irónico que puede resultar estar vivo, al mismo tiempo que lucha por mantener viva la memoria de todo aquello que vale la pena ser recordado.
Para muchos lectores, sumergirse en el mar de sus palabras es como un juego, como una conversación que no tiene por qué dirigirse a ningu - na parte, ni brindar respuestas de ningún tipo, y que sin embargo, en ocasiones se transforma y consigue envolvernos en la calidez de la comunión: al relatar su infancia va también narrando la nuestra —por comparación o por similitud—; al hablar de sus padres, evoca también a los nuestros; al describir su querida Puebla, nos hace añorar el terruño propio… así, su literatura se mueve con maestría por aquellas regiones de la memoria a las que todos tenemos acceso interior, lo que la vuelve, sin más, entrañable.
Cómo escribo está relacionado con por qué escribo. Escribo para contar el mundo —según yo para trastocarlo, aunque ya no lo creo tanto—; para guardarlo… a veces, ahora pienso, que para heredarlo…
Al margen de los círculos intelectuales mexicanos, Mastretta destaca por su simplicidad y por la sencillez con la que escribe, virtud poco apreciada por una crítica que desdeña todo aquello que parece fácil, como si toda filosofía tuviese que ser compleja para ser profunda, o como si toda la literatura tuviese que ser melosa y rebuscada para cifrar con precisión el terreno de lo humano.
Ángeles no pretende una filosofía precisa; la abstracción de sus relatos no busca —aunque a veces lo consigue— ir más allá de la memoria y la añoranza de sus muertos. Basta escucharla para darse cuenta de que se está en presencia de una verdadera escritora, de una artista, y de la injusticia que puede cometer la academia cuando trata de encasillar al arte en sus dominios.
Consciente de que con frecuencia usar ese adjetivo es menospreciar, Mastretta es renuente a calificar su literatura de feminista. Puede llegar a serlo, en el sentido de que está escrita desde quien habita el cuerpo de una mujer que ha vivido los lastres de un ma chista siglo XX, pero su pretensión no es elaborar panfletos reivindicadores; en sus páginas abundan las mujeres inteligentes, liberadas, de ojos grandes, que ejercen un matriarcado prudente y silencioso. A tra vés de sus historias honra a todas aquellas que lucharon, de una manera más sutil —y quizá también más inteligente— para sembrar esos derechos que las mujeres de finales del siglo comenzaron a cosechar.
El placer que representa leer y escuchar a Ángeles Mastretta otorga veracidad a la descripción que hace, en minado , de la secta a la cual pertenece, la secta de los conversadores:
Yo vengo de un tiempo humano, cada vez más remoto, en el que conversar era el don, el privilegio y la costumbre más encomiable. no sé si ese tiempo tuvo un lugar o si a lo largo de los siglos estamos distribuidos, aquí y allá, los habi tantes de su espacio. Creo más pro bable esta segunda opción, la creo porque he aprendido a reconocer de lejos a los miembros de esta es pecie de secta cada vez más exigua que podríamos llamar los conver sadores. […] Impúdicos y desme surados se vuelven invulnerables, porque todo lo suyo lo comparten. Y si un problema tienen, es el que los hace vivir corriendo el riesgo de derivar en chismosos. despreciable para un conversador como un chismoso y, para su des gracia, nada más cercano a la vera del acantilado por el cual cami nan. a ntes que nadar, comer, dor mir o cualquier otro placer pare cido, los conversadores prefieren intercambiar palabras. Sólo los besos y sus prolongaciones son tan placenteros para un conversador como las palabras. Tal vez porque los besos están emparentados con las palabras, y el amor puede ser una conversación perfecta.