Drama y tragedia de Guadalajara en el Tóreo

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Drama y Tragedia de Guadalajara en el Toreo Federico Garibay Anaya Guillermo Ramírez Parra

La presente obra obtuvo el segundo lugar en el concurso literario e histórico “LA GUADALAJARA QUE YO VIVI” organizado por el Honorable Ayuntamiento Constitucional de Guadalajara a través de su Oficilía Mayor de Cultura


Drama y Tragedia de Guadalajara en el Toreo Tiene la Fiesta un misterio que subyuga. Ningún torero ignora lo que puede acontecerle toda vez que se enfrente a un toro: sabe que puede morir, sabe que muchos han muerto; sabe -y cuántas veces por amarguísima experiencia- que pueden las astas de los toros lacerar sus carnes, Y sin embargo porfía, desafía al destino, hace la señal de la Cruz... y va al toro. No parece escarmentar. Tiene la Fiesta un misterio que subyuga. Ciertos desmesurados apologistas de las corridas de toros llaman héroes a los toreros caídos, mártires; por poco los canonizan. Dicen que han derramado su generosa sangre por dar colorido y autenticidad al espectáculo. Pero en el otro extremo vociferan los detractores, los que no ahondan en la razón de ser de la Fiesta y encuentran disparatado, ilógico, ridículo y absolutamente incomprensible ese algo subyugante que la Fiesta tiene. Nuestra postura no encuentra un acomodo perfecto ni con los apologistas desmesurados ni con los detractores superficiales. Sólo podemos afirmar que comprendemos -porque en alguna medida la hemos sentido- la vocación de los toreros; y que ante el espectáculo sobrecogedor de la sangre humana que se ha derramado y se derrama en todos los ruedos del mundo, no podemos experimentar sino pasmo y un hondo respeto reverencia!’ La presencia de la tragedia dentro de los ruedos es sin duda el tema taurino más apasionante, el más socorrido y sobre el que más se han suscitado en toda época las discusiones en ataque y defensa de la Fiesta. El presente trabajo no pretende en modo alguno censurar la tan trillada incultura de las corridas de toros. Nos apresuramos a confesarle al lector que los autores somos -y hemos sido desde la cuna- taurófilos; mas tampoco por ello nos serviremos de las presentes páginas para incensar la belleza que nosotros descubrimos en el espectáculo, ni nos propondremos captar prosélitos ni simpatizantes. En nada nos molesta-al contrario- la existencÍa de ataurinos o de antitaurinos. Más aún: si el número de nuestros lectores se diese este género de personas, los autores nos sentiríamos por demás homenajeados.


Ningún torero ignora lo que puede acontecerle toda vez que se enfrente a un toro. Sabe que puede morir, sabe que muchos han muerto; sabe - ¡ y cuantas veces por amarguísima experiencia! – que pueden las astas de los toros lacerar sus carnes. (Salvador Corona, novillero herido en el desaparecido Progreso por un astado jabonero de Sán Nicolás de Peralta, en 1920)


De los escritores taurinos que más recientemente se han ocupado del drama y de la tragedia de los ruedos, hemos tenido ocasión de leer a José Alameda -Crónica de sangre- y a Jaime Rojas Palacios e Ignacio Solares -Las cornadas- Y precisamente la lectura de estos dos libros nos indujo a escribir el presente estudio, si bien con una variante fundamental que distingue nuestra obra de las ya citadas: el color local tapatío, a diferencia de la gama universal de aquéllas. En efecto, los autores de Crónica de sangre y de Las cornadas nos refieren percances ocurridos en diferentes -y muy distantes entre sí-latitudes de la geografía taurina. Y además se ocupan de casos ampliamente divulgados, sobre los que eruditos, poetas y cronistas han escrito hasta en sus más minuciosos pormenores, como son los de Pepe-Hillo, Bernardo Gaviño, El Espartero, Antonio Montes, Carmelo Pérez, Ignacio Sánchez Mejías, Alberto Balderas, Manolete, Carnicerito de México y otros diestros no menos afamados. Nuestros protagonistas, a diferencia de aquellos inconmensurables colosos, son personajes ignorados y humildes, y nuestro marco de referencia, la Guadalajara de México. Pero estamos seguros de que a pesar de estas limitaciones, el lector encontrará episodios interesantísimos que parecen fragmentos de una novela, pero son historias verídicas que superan en mucho la imaginación del novelista. El caso de Jesús Arias, por ejemplo, parece tan inverosímil y contiene tan profundas enseñanzas, que su lectura se la recomendaríamos a taurinos y a no taurinos. El hecho de que Jesús Arias haya sido torero es lo meramente circunstancial y anecdótico. Lo verdaderamente sustancial es la grandeza de ánimo con que siempre se ha enfrentado a las vicisitudes que la vida y el triunfo que oportunamente ha correspondido a sus esfuerzos. El propósito de la presente obra es proporcionar al lector en general -y si es tapa tío, con mayor razón- una pequeña selección del amplísimo inventario de las cornadas acontecidas en Guadalajara a diversos toreros de diversas épocas. En gracia a la concisión nos será preciso omitir algunos de los recuerdos que conservamos de tantos y tantos percances -mayores y menores- padecidos por matadores de toros, novilleros, subalternos, sobresalientes, forcados, señoritas toreras, fotógrafos, personal del servicio de plaza, payasos y enanos; o bien


El esteta catalán Joaquín Bernardó felicita al doctor J. Jesús Ramírez Mota Velasco con motivo de sus cincuenta años de ejercicio profesional como médico de plaza.


por ese anonimato multitudinario y festivo de torerillos improvisados, entre quienes se cuenta, incluso, el redactor de estas líneas. Muchas veces llegamos a escuchar de nuestros antepasados que, antiguamente, cuando los varilargueros salían a picar en caballos sin peto, no era infrecuente que durante la lidia del cuarto o quinto toro saliera a toda prisa un empleado de la plaza con el encargo de comprar de urgencia los caballos de los aurigas, quienes, encaramados en sus calesas, esperaban clientela en las inmediaciones del coso. Los jamelgos destinados a la pica, todos habían sido exterminados en la arena, donde yacían ensangrentados en tanto no fuese arrastrado su bicorne victimario. Y al evocar aquellos patéticos soliloquios de nuestros ancestros -que ya nunca volveremos a escuchar- nos sentimos tentados, si no a emprender la imposible tarea de inventariar los jamelgos muertos en plaza, sí al menos a manifestar nuestra simpatía -nuestra conmiseración, diríamos- por aquellos toreros irracionales, involuntarios adversarios de los toros; porque los caballos que salen a la plaza son siempre protagonistas del drama, y como tales, en cierto modo, toreros. Sin ellos la Fiesta no sería posible. Torero el humildísimo jaco del piquero -”Víctima de la Fiesta”- como lo llamó Ignacio Zuloaga; torero el galopante corcel del caballero en plaza. Más propio acaso fuera llamar, si, torero a éste y torillero a aquél; mas no torerillo en su acepción despectiva, sino en atención a su modesta y muchas veces incomprendida participación en la lidia. Conchita Cintrón, la virtuosa rejoneadora peruana, jamás podrá olvidar a su valeroso Paladino – lo diremos con las mismas palabras de Conchita- era el “caballo blanco más hermoso que alguna vez pisó la arena de un ruedo. Y era mío “ ( ¿Por qué vuelven los toreros? Editorial Diana. México, 1977. P. 130 ). Paladino, torero de argénteas crines, fue muerto por el toro Platero, de la Punta, y tuvo un mausoleo imponente que muchos, muchísimos espadas de tronío hubiesen querido para sí: el mismísimos patio de cuadrillas de la plaza de toros donde muriera.


El

doctor Mota Velasco, primero en utilizar la sutura como recurso de la cirugĂ­a taurina.


Patio Acaso el lector -haciendo una espontánea composición de lugar- se sienta de pronto ubicado en el patio de cuadrillas, umbría antesala donde los toreros aguardan el instante ya inminente de pasar el redondel; es decir, al enigma. Los diestros, cuando deambulan silenciosos por el patio de cuadrillas, no conocen el desenlace de la corrida. “El torero” -afirma Jaime Ostos- “es un hombre que siempre piensa que a las cinco de la tarde está vivo y a las cinco y media puede ya estar en presencia de Dios”.1 Los lectores, con solo leer estas primeras líneas, tampoco saben con certeza en qué terminarán. Quizá por eso parece apropiado agruparIas bajo el torero nombre de patio. Pero lo cierto es que nuestra historia no comienza en una tarde de toros; ¡vamos!, ni siquiera en un patio de cuadrillas, como podría sospecharse. Comienza, sí, en un patio... , pero de ferrocarriles. Y si bien en términos de espacio comienza tan lejos de una plaza de toros, también se inicia lejos en términos de tiempo: estamos en la Guadalajara de 1924. El antiguo patio de ferrocarriles, situado en las inmediaciones del Parque Agua Azul, era el lugar de trabajo de un mecánico como tantos otros -y además ajeno a la afición taurina- que el miércoles 25 de noviembre se había presentado puntualmente a trabajar. Al filo de las once de la mañana todo había transcurrido sin ninguna novedad para él. ¿Qué novedad podía esperar de un trabajo tan rutinario?: trenes, humareda, polvo, vagones innumerables, garroteros, silbidos de máquinas. Pero el movimiento imprevisto de una locomotora - ¡dramática novedad!- le ocasionó un accidente de gravísimos alcances: su pierna derecha interfirió entre los rieles y la cortante rueda metálica de la máquina. La cara posterior derecha de la pierna presentaba múltiples heridas, principalmente en los músculos gemelos -que quedaron prácticamente destruidos-. Los compañeros del mecánico, aturdidos por la desgracia, se apresuraron a levantarlo de la vía, cuidando de lastimar lo menos posible sus carnes sanguinolentas. El palmo de riel donde el percance se produjo se hallaba salpicado de sangre lo mismo que el durmiente y la grava. Las heridas que el mecánico presentaba eran un amasijo informe de músculos triturados, pedazos de ropa, lamparones de chapopote y tierra. Todo parecía indicar que a aquel desgraciado no le quedaba sino


la disyuntiva de morir o conservar la vida a costa de perder su pierna, El mecánico ferrocarrilero fue llevado de emergencia a la Sección Médica Municipal. Entonces se encontraba de guardia un joven practicante que, no obstante la gravedad de la herida, abrigó la esperanza -al parecer demasiado ilusa- de salvar no sólo la vida del ferrocarrilero; sino también su pierna. Le pidió a éste su consentimiento para llevar a efecto el género de terapia que tenía concebido; se lo practicaría, por supuesto, a nivel experimental y sin ninguna garantía de éxito. -Haga usted el intento -le suplicó el mecánico Y el practicante lavó la herida y la desinfectó cuidadosamente. Suturó luego algunos pedazos de los músculos que habían sido triturados; otros, a falta de todo posible remedio, los desarraigó. Finalmente le aplicó unos tubos de drenaje. Había que esperar algunos días para ver cómo evolucionaban aquellas heridas. Afortunadamente fueron acusando tan notables progresos, que al cabo de algo más de quince días de vigilante observación fue dado de alta. Su pierna había quedado ligeramente deforme, es cierto, pero a fin de cuentas los resultados fueron superiores a los que en un principio se temían. Y pronto estuvo el mecánico en condiciones de empuñar otra vez sus herramientas. Había sido su restablecimiento un genuino milagro de cirugía. El practicante -que poco después había de ser el doctor Jesús Ramírez Mota Velazco, médico de plaza- tras de haber considerado los excelentes resultados de la sutura en una herida tan desgarradora y sucia, advirtió que no había razón de que no fuera así en el caso de las heridas ocasionadas por asta de toro, que no son, ni con mucho, tan desaseadas ni destruyen tantos tejidos. Algunos años después de aquel accidente, el doctor Javier Ibarra, a la sazón médico de la plaza El Toreo de la Condesa --del distrito Federal- viajaba por España, Y en cierta tarde, invitado por un colega suyo, tuvo ocasión de asistir a una corrida de toros. como el desarrollo artístico de ésta resultara un tanto tedioso, el doctor Ibarra le preguntó al médico español que qué innovaciones había en la Península en el renglón de cirugía taurina. -¡Hombre! -dijo el doctor ibero sin poder ocultar su orgullo-. Aquí ya suturamos a los toreros. Pero el doctor Ibarra se encargó de desencantarlo: -En realidad eso no es novedad. En mi país, y concretamente en


Guadalajara, el doctor Mota Velazco ha venido suturando toreros desde hace años. Durante algún tiempo los procedimientos que el doctor Mota Velazco utilizaba en Guadalajara no eran idénticos a los que se practicaban en la ciudad de México. Y ello produjo algunas molestias adicionales a los coletudos aquí empitonados que se trasladaban luego a la capital, pues allá descosían las heridas que había cosido aquí el doctor Mota Velazco. Pero el problema se acabó cuando el distinguido galeno tomó la costumbre de preguntar a cada torero herido: “¿Va a convalecer usted aquí o en México?”. Y, de acuerdo a la respuesta del torero, actuaba en consecuencia el médico. Naturalmente éste prefería que todos convalecieran bajo su observación. No a todos los toreros que el doctor Mota Velazco ha atendido les ha practicado la sutura. Con sus primeros pacientes de coleta -el primero fue el banderillero Dolores Pérez- antes de que fuera tan corriente el empleo de antibióticos, se sirvió de otro recurso: las sulfas, que en realidad -pese a sus lentísimos efectos- no hacían tan mal papel. Las sulfas se empleaban a guisa de antibióticos, y eran entonces casi tan eficaces como ahora son éstos. Una solución llamada Licor de Darkin -desinfectante’:- se envasaba en un tubo del que iba vertiéndose gota a gota, de día y de noche, ininterrumpidamente sobre la herida del enfermo. el Darkin obraba directamente sobre la cornada, debajo de la cual se instalaba siempre un hule, a fin de evitar deterioros en el lecho. (De ahí la expresión “irse al hule”). La solución de Darkin hedía a fósforo, lo cual hacía -amén de dolorosas- nauseabundas las semanas de convalecencia. Llegó a haber quienes permanecían así hasta un mes o más. Cuando afortunadamente la herida cicatrizaba, el proceso se operaba de una manera espontánea; precisamente por eso era lento. Pero en ocasiones -no pocas-la herida no conseguía cerrarse y sí en cambio infectarse hasta el punto de ocasionar la septicemia, la gangrena gaseosa, y después ... la muerte del torero. Por una innegable intervención providencial, jamás ningún torero atendido en Guadalajara -desde aquellas remotas fechas hasta las presentes- ha muerto a consecuencia de cornada. Tampoco ha habido necesidad de amputar ningún miembro. ¡Y se han visto aquí tantos y tan espeluznantes casos! De tan legítimo orgullo podrán jactarse -si no lo impidiera su modestia- todos los médicos de


plaza tapatíos, ya que a lo largo de más de un siglo que tuvo de historia la plaza de toros El Progreso sólo tenemos noticias ciertas del fallecimiento de dos toreros, de los centenares que fueron heridos:1 Juan Jiménez El Ecijano, matador de toros, recibió la mortal cornada el 18 de octubre de 1898. El Ecijano se restableció aparentemente, y volvió a los ruedos; pero el 5de febrero de 1899, al estar toreando en el de Durango, cayó muerto a causa de la cornada que recibiera aquí. El que efectivamente murió en nuestra ciudad, y al parecer en la propia plaza, fue el banderillero Rafael Melo Melito, por un toro de Arroyo Hondo, el 27 de noviembre de 1904.

1 Heriberto Lanfranchi (La fiesta brava en México y en España, Editorial Siqueo, S.A. de C. V. México, 1978. Tomo n, Pág. 661) cita una nota de! periódico El Siglo XIX, Número 11968, del miércoles 12 de junio de 1878, el cual, a su vez, publicó la noticia de la muerte de un banderillero, Zenón Sánchez, por un toro, en Guadalajara. Pero la noticia, al parecer, no especifica si fue El Progreso u otro coso tapatío el escenario de la tragedia. José Alameda (Crónica de sangre. Editorial Grijalbo. México, 1981. Pág. 68) registra otra muerte: la del banderillero Juan Maqueda; pero la información que nos ofrece no hemos podido confirmarla ni desmentirla en lo que tiene de sustancial: la muerte de Maqueda por un toro. Lo que sí podemos demostrar es que no fue Presillas la ganadería del toro presuntamente homicida, según asegura el cronista. José María de Cossío, que también se ocupa del caso (Los toros. Tomo IV. Espasa Calpe. Madrid, 1961. Pág. 547) afirma que el banderilIero ‘falleció en Guadalajara (Méjico) ... , a consecuencia de un golpe que sufrió unos días antes”. Pero de tal aseveración no se infiere que el mencionado golpe se lo haya propinado un toro.


Prácticamente todos los toreros soportan con paciencia las curaciones que se le practican. En la foto aparece la mano del doctor Pérez Lete tomando el pulso a Curro Gama, luego de que el toro “Chatillo”, de Aurelio Franco, le partió la femoral el 2 de febrero de 1969


Aspectos Humanos de los Toreros Heridos. Cómo Actúan en la Enfermería A todos los aficionados nos consta que los diestros recién empitonados -en su inmensa mayoría- se incorporan con un coraje patético, y sin volver la vista hacia el boquete por el que va escapándoseles la sangre, ordenan enérgicamente a sus asistencias que retrocedan, que no les impidan seguir en la brega. Hay quienes, heridos de suma consideración, rehúsan ingresar a la enfermería sin antes ver doblar a su adversario. Incluso algunos, los especialmente favorecidos por la algarabía popular, se permiten -a cambio de ahitarse de palmas- el tormento de recorrer el anillo, cojeando de pura impotencia. Pero una vez que tras ellos se cierra el portón de la enfermería, nos preguntamos los del tendido cuál será su comportamiento. El doctor Jesús Ramírez Mota Velazco nos refiere que prácticamente todos los toreros soportan con paciencia las curaciones que se les practican. Pero hay algunos sumamente sensibles -la capacidad de experimentar el dolor varía mucho de una persona a otra -. Los que más sensibles son, cuando los doctores exploran la herida -que es lo primero que hacen para determinar si es necesario atender de emergencia al paciente ahí mismo, en la enfermería, o bien si puede postergarse la curación remitiendo al herido al sanatorio- se quejan lastimosamente de las molestias que les ocasiona la exploración o la limpieza de la herida. Pero otros, no. Ha habido muchos, muchísimos toreros que se conducen en la enfermería con una entereza impresionante. Cierta vez Conchita Cintrón, que se hallaba casi recién operada de una cornada recibida poco tiempo antes, sufrió otra actuando en El Progreso el 6 de marzo de 1949. Habla el doctor Mota Velazco: “Después de haberle reconocido la herida me preguntó que si era de importancia; era una cornada realmente grande que había recibido en el muslo. -No, Conchita. La herida no es de importancia, pero sí necesitamos operarla. Entonces me dice: -Bueno, pero no es de muerte, ¿verdad? -No, no tanto; pero sí de cierta consideración. Conchita no quiso averiguar más, se levantó de la mesa de operaciones y salió a matar su toro, así herida como estaba”.


Esa brava actitud de gallardía no es infrecuente en las plazas de toros. Lo mismo que Conchita Cintrón han actuado muchos. Joselillo, por citar a un novillero de aquellos años. La frustración que a veces experimentan los toreros heridos, su afán de no dejarse abatir por el infortunio, los lleva a veces a temeridades muy distantes de la prudencia. Tal fue el caso del mazatleco José Ramón Tirado en sus tiempos de novillero. Había ingresado a la enfermería de El Progreso con una cornada grande. Mientras los monosabios lo llevaban en volandas él les pedía a gritos que lo soltaran; desde luego no le hicieron caso, ya pesar de su mucha agitación no consiguió desasírseles. La puerta de la enfermería quedó celosamente custodiada, pues -como ya hemos dicho- son muchos los toreros que se levantan de la mesa y vuelven al ruedo, y mucho era de temerse que José Ramón Tirado lo hiciera, así que había que aplicar enérgicas medidas para impedírselo. Enfrentarse de nueva cuenta al toro -acaso muy resabiado ya por haber “aprendido a cornear” --; con las facultades físicas severamente minadas y con la disposición anímica enajenada de pundonor, son factores que obran muy en contra del diestro, pues acrecientan la posibilidad de un nuevo percance, tal vez de peores consecuencias que el primero. José Ramón Tirado ya “reposaba” sobre la mesa. Los médicos se apresuraban a preparar su traslado al sanatorio, confiados -como todos en la enfermería- de que el novillero ya se hallaba enteramente a su merced. Pero como éste viera entreabierta la puerta de acceso a las localidades de sombra, se puso en pie violentamente y salió corriendo de la enfermería; entró por el túnel que daba a las barreras, y pasando por entre el público, bajó al callejón. Reclamó muleta y espada, hizo retroceder al alternante que estaba sustituyéndolo y regresó a dar muerte al novillo. Después de ello -pensaría- ya podían los médicos recIamarle todo cuanto quisieran. La vena cómica puede existir, inclusive en la tragedia. San Lorenzo en pleno martirio, asadas sus espaldas, se vuelve irónicamente a sus verdugos: - Ya quedé bien quemado de esta parte. ahora volteenme. Por eso afirmó el inmenso filósofo madrileño José Ortega y Gasset -en un ensayo sobre el monasterio de El Escorial- que “sin San Lorenzo no estaría representado el humorismo entre los mártires”.


El drama taurino no está ni con mucho exento de chispazos humorísticos. En la celebre época de los Luises, uno de ellos-Luis Molinar-resultó empitonado en El Progreso. Conchita Cintrón pasó a verlo a la enfermería. -¿Qué hay Luis?--le preguntó- ¿Qué sucedió? ---Pues nada, Conchita: que no sé torear y me cogió el toro. Pero lo dijo tan espontáneamente y con tanta gracia que todos los que lo escucharon soltaron la carcajada, y estuvieron por un instante muy ajenos -como el propio herido-- al dolor de Luis. Por cierto que en el desaparecido coso del Hospicio, Luis Molinar protagonizó una escena de la película La maravilla del toreoesteralizada por José Ortiz y Conchita Cintrón-. De acuerdo al argumento, José Ortiz, torero, padecía una enfermedad consistente en perder y recobrar súbita e involuntariamente la vista. En una de las escenas que habían de filmarse, el personaje -ante un señor toro, de Zotoluta- en plena lidia; más aún, en plena arrancada del burel, debía descubrirse, arrojar el engaño y llevarse las manos a los ojos para simular la inesperada ceguera. La escena, en efecto, se filmó; pero el personaje no fue José Ortiz, sino el pintoresco Luis Molinar, que cobró mil quinientos pesos por su peligrosísima intervención. Se llevó un porrazo de pronóstico, pero por fortuna no una cornada. La escena se rodó a las diez de la mañana y el coso registró un entradón, debido quizá -entre otras cosas- a que la entrada fue libre. Tiempo después, ya muy pasada la efímera popularidad de Luis, una vaca de Cerro Viejo le ocasionó una lesión muy desagradable en la antiquísima plaza de Cañadas, hoy Villa Obregón, Jalisco. Al cuartearla para clavarle un par, la alegró con la voz abriendo mucho la boca. La vaca derrotó codiciosamente, y de un pitonazo le partió la lengua. Vino Molinar a Guadalajara y buscó al doctor Mota Velazco. Días más tarde, apenas recibidas las curaciones básicas, se fue a la capital -¿diremos que sin habla?-- muy en contra de los consejos del médico. Carlos Arruza toreaba de muleta a un novillote manso al que no podía sacársele mucho partido. Después de haberlo trasteado poderosamente de pitón a pitón, quiso exhibir un alarde de dominio, y se aproximó al toro para hacerle un desplante; pero se acercó tanto que el marrajo, sin moverse apenas de su sitio, tiró un tarascazo tan certero que le llevó de un golpe los incisivos y los caninos.


Ya en la enfermería, de pie y aquerenciado en un rincón, Arruza no cesaba de proferir toda suerte de maldiciones en contra de aquel novillote manso. No se dejaba atender de los médicos. Se mostraba reacio y disgustadísimo. Como que sólo hallaba desahogo en gritar su pirotecnia de improperios. Pero al fin, algo controlada ya su furia, le comentó al doctor: ¡Maldita sea! Ningún toro bravo me había hecho esto. ¡Cómo me lo vino a hacer un buey! En la década de los cincuenta se presentó en El Progreso el novillero Heliodoro Gómez Morales Gallito. La tarde de su debut, su primer noviIlo le pegó una cornada en la región glútea; pero Gallito, prudente, dijo que no fue nada y se abstuvo de ir a la enfermería. Bien sabía que si entraba, los médicos ya no lo dejarían salir. .. y todavía le quedaba un novillo. El segundo de su lote, por una coincidencia tragicómica, le dio una cornada muy similar a la anterior, pero en el otro gIúteo. Ambas heridas eran como gemelas, localizadas casi a la misma altura y a la misma distancia. El herido, ya que hubo dado muerte a sus dos enemigos, pasó a la enfermería y fue colocado en posición ginecológica. . -¡Qué extraño!-le comentó uno de los médicos al doctor Mota Velazco-. Cómo un novillo lo empitonó en una y el otro en la otra. -Sí -respondió el doctor- Y menos mal que no hubo para el toro de regalo. Pero esa ocurrencia del doctor Mota Velazco ya contenía en sí ---a juicio nuestro- un irónico sentido premonitorio. Muchos años después, el 18 de mayo de 1969, fue precisamente un toro de regalo el que quitó del oficio al banderillero Rafael Fernández -de la cuadrilla de Manuel Espinosa Armillita- un cornalón en el recto. El doctor Jesús Arias nos refiere que el doctor Mota Velazco jamás ha cobrado honorarios por atender toreros, así sean figuras de tronío o maletillas de la legua. Siempre ha atendido por afición, por vocación y por apostolado. -Pero yo sé de una ocasión -nos afirma- en que el maestro coobró por intervenir a un torero. Resulta que, a punto de ser dado de alta, el herido se dirigió al maestro: “Doctor, yo sé que usted no va a cobrarme ni un centavo. Le agradezco este servicio en todo lo que vale, pero abusando de su generosidad voy a suplicarle que envíe a la Unión la cuenta de sus honorarios y ya que los reciba me los dé a mí, pues estoy muy necesitado”. Y se hizo exactamente como el torero había proyectado.


“pero menos mal que no hubo para él toro de regalo” ,comentó humorísticamente el doctor Mota Velasco, refiriéndose a Heliodoro Gómez Gallito.


La Cogida y la Muerte de El Ecijano Es intencional que las cinco primeras palabras del encabezado de este capítulo dedicado a Juan Jiménez y Ripoll, sean exactamente las mismas bajo las cuales Federico García Lorca escribió en 1935 el primer canto de su inmortal poema elegiaco Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Un notabilísimo crítico del poeta granadino fue su propio hermano, Francisco García Lorca. Según él, el propósito de Federico al titular La Cogida y la Muerte al movimiento inicial de su Llanto era insinuar la no inmediatez la muerte de Ignacio con respecto de su cogida. El poeta cercena ambos conceptos sin duda porque el percance lo sufrió Ignacio en Manzanares 11 de agosto de 1934, para morir en Madrid dos días más tarde, Entre la cogida y muerte de Ignacio media una agonía singular: “Un lapso de tiempo separa, pues, la cogida y la muerte, que, no obstante, se superponen en esta parte del poema, la única que lleva un título dual: ‘La cogida y muerte’, El dato factual está recogido en el artículo, que precede a los sustantivos, De haber muerto Ignacio en plaza de Manzanares, el título sería ‘Cogida y muerte’, o ‘La cogida y la muerte’. Pero la serie de imágenes que componen esta parte del pierna se centra en lo accidental; es decir, en la cogida que llega a identificarse con la muerte misma”, 1..En síntesis, cogida en Manzanares y la muerte en Madrid son los dos polos de la tragedia de Ignacio. En circunstancias relativamente análogas es herido en nuestra plaza (1898) y luego muerto en la de Durango (1899) Juan Jiménez y Ripoll El Ecijano: “Toreando el 18 de Octubre de 1898 en la Plaza El Progreso, de Guada1ajara de Méjico, el toro lidiado en tercer lugar le alcanzó al rematar un pase, infiriéndole una gravísima cornada en el abdomen con hernia del epiplón entre la región umbilical y el flanco izquierdo, de la que al parecer curó al cabo del tiempo. Al año siguiente de 1899 reanudó sus actividades taurinas, toreando en diversas plazas. Haciéndolo el día 5 de febrero en la de Durango, donde tenía gran cartel, en unión del novillero Constantino Quílez (Enguilero), y con reses de la hacienda de Santa Lucía, estando pasando de muleta al quinto toro se sintió acometido de un ataque peritoneal, sin duda a consecuencia de la cogida del año anterior, quedando muerto en la plaza”.1 Aunque con muy hondo arraigo en nuestra patria, e incluso casado con una mexicana; aunque tan popular entre los nuestros y tan identificado con nuestras costumbres y hasta con nuestros l. García Lorca, Francisco. Federico y su mundo. Alianza Editorial. Madrid, 1980. Págs. 209 y 210


Juan JimĂŠnez Ecijano, Digamos su nombre quedo Porque se muriĂł de miedo Con los trastos en la mano


atuendos típicos -a menudo se vestía de charro- encontramos en el caso de El Ecijano una nota de melancolía agregada al ya de por sí patético fenómeno de morir accidentalmente: la lejanía de la patria. Conchita Cintrón ha visto de cerca lo que es eso, ya que el 14 de septiembre de 1947, en Villaviciosa, Portugal, vio herir, agonizar y morir al torero de Tepatitlán José González Carnicerito de México: “-Quiero morirme en mi tierra -decía-, no quiero morirme sin ver el cielo de mi México ... iY dejar que me muera aquí!”.2 A Juan Jiménez y Ripoll le viene el mote por su gentilicio mismo. Nació en 1858, obviamente en Ecija. Familiarizado con el campo bravo andaluz, bien temprano se aficionó a los toros. A la edad de veintisiete años consigue torear en Sevilla nada menos que al Iado de quien entonces iba subiendo a pasos agigantados al candelero: Manuel García y Cuesta El Espartero, el cual también moriría a causa de una cornada: lo mató Perdigón, de Miura, el 27 de mayo de 1894, en Madrid. Y bien, no desmereció en nada El Ecijano en Sevilla cuando alternó con El Espartero. El año de 1886 se presentó en Madrid alternando con Cacheta. Al año siguiente viene a América y triunfa en Montevideo, Uruguay, donde en más de una ocasión alternó con el valenciano Joaquín Sanz Punnteret; el 26 de febrero de 1888 -precisamente en Montevideo y alternando con Punteret- atestigua cómo el toro Cocinero hiere a éste mortalmente. Por cierto que a raíz de la muerte de Punteret, varios diputados uruguayos pugnaron por la abolición de las corridas en aquella meridional república. Aquel mismo año de 1888 vuelve El Ecijano a su patria y realiza notables campañas que lo conducen a la alternativa, la que toma en Madrid el 22 de mayo de 1890. El famosísimo Rafael Guerra Guerrita le cede la muerte del toro Judío, de don Ramón Diéz de la Cortina. La ceremonia resulta poco seria, ya que aquella misma tarde, en la otra mitad del ruedo- hubo “plaza partida”- actuaron novilleros de escasa nombradía. En 1893 El ecijano regresa a nuestra América, y en cuba firma, contratos en La Habana, Matanzas y Santiago. El 23 de septiembre de aquel año se presenta en la capital de México al Iado del sevillano José Centeno y del cubano José Marrero Cheché, con reses de Zacatepec. (A Cheché lo mataría una res del Chapadero 1. Cossío, José María de. Los toros. Tomo III. Espasa Calpe. Madrid, 1965. Págs. 458 y 459. 2. Casillas, José Alberto. Carnicerito de México, el torero que jugaba con la muerte. Editorial Aristos. México, 1966. Pág. 63.


en Jiménez, Chihuahua, el 9 de agosto de 1909). El Ecijano se vio muy medroso y deslucido. En posteriores corridas no mostró adelanto alguno, y sus alternantes Cuatro Dedos, Centeno y El Boto -con quienes toreó mucho- lo superaban con creces y de continuó. El Ecijano, entonces, resolvió meterse a empresario y en esa nueva actividad se granjeó el cariño de los públicos; y aunque empresario, no dejaba el toreo activo ni la dirección de la escuela taurina a la que, hasta su muerte, llevó de gira por diversos estados. Debido a su importantísimo contenido documental, transcribiremos - y con ellos concluiremos el presente capítulo- algunos párrafos de la semblanza -siluetas del pasado- que publicó Don Chaquetas en El Universal taurino (tomo III, número 100, página 23. México, D.F., martes 11 de septiembre de 1923): “Fue ‘El Ecijano’ a Guadalajara para torear una corrida de la vacada de ‘El Castillo’. Le acompañó como segundo espada León Prieto ‘El Señorito’, quien recibiría la ‘alternativa’. “El toro lidiado en tercer lugar cogió a ‘El Ecijano’, durante la faena de muleta. Al dar el cuarto pase, el espada fue enganchado y recibió en el vientre terrible cornada. “Estuvo luchando entre la vida y la muerte permaneciendo enfermo bastante tiempo. Ya convaleciente, regresó a México, y a pocos días después comenzó a torear, organizando la primera de una serie de corridas, en la plaza de toros de Puebla. “Estuvo desafortunado en tal ocasión, y al venir a México, platicando con algunas personas, indicó que se había resentido del vientre al estar toreando y que había sentido dolores en la herida cicatrizada. “No dio importancia esos síntomas y marchó a Durango, para torear allá el 5 de febrero, la tercera de las corridas en las que actuaba la ‘cuadrilla mexicana’, por él organizada, y que tenía como segundo espada a Constan tino Quílez ‘El Enguilero’. “Antes de comenzar la lidia, ‘El Ecijano’ sintióse enfermo; pero sobreponiéndose a su malestar se vistió de torero y fue a la plaza. “Durante los dos primeros tercios de la lidia del primer toro, el espada estuvo junto a un burladero, sin intervenir en la brega. Pero tocaron los clarines la señal para el último, y tomó el diestro ‘los trastos; brindó y marchó al toro, dio trabajosamente dos pases, y al intentar el tercero cayó de bruces, casi debajo del hocico del astado, que lo hubiera corneado a no impedirlo el ‘Enguilero’, que hizo el quite muy acertadamente. “Acudieron los otros toreros, levantaron a ‘El Ecijano’, que estaba lívido, agonizante. Le llevaron a la enfermería y todos los


auxilios médicos fueron inútiles, pues falleció pocos momentos después, según afirmó el parte facultativo, autorizado por el doctor Agustín Gavilán, a causa de hemorragia interna en el vientre, por rotura de un sanguíneo de los que estaban en la cicatriz peritoneal, resultante de la herida sufrida toreando en Guadalajara’ “, “Se suspendió la corrida y los concurrentes abandonaron el coso tristemente impresionados. “El cadáver fue llevado a la ‘capilla mortuoria’ que se formó en el hotel, y allí fue velado por sus compañeros y numerosos aficionados duranguenses. “Coincidencia curiosa: Un periódico taurómaco titulado ‘El Loro’ -publicado aquí en México- con motivo de una broma de día de ‘Difuntos’ había dedicado a ‘El Ecijano’, poco antes de su muerte, ésta redondilla: “ ‘Juan ]iménez “Ecijano” Digamos su nombre quedo, porque se murió de miedo con los trastos en la mano.”

El Ecijano muerto, yace en la capilla ardiente que se improvisó en el hotel de Durango en el que el diestro se hospedaba, el 5 de febrero de 1899


Pintura al Ăłleo en la que se representa la imagen del torero caĂ­do en el ruedo por hasta de toro.


Poemas de la Barbarie Bajo este amargo y resentido encabezado, el ya ha mucho tiempo desaparecido diario tapatío El Correo de Jalisco dio cuenta la muerte de Rafael Melo Melito, en su publicación del 28 noviembre de 1904. Melito había muerto la víspera en la plaza de toros El Progreso, convirtiéndose así en el único lidiador fallecido en el hoy desaparecido coso. La muerte se la ocasionó un toro de Arroyo Hondo --corrido en primer lugar- que le hundió un pitón en el cuello, seccionándole la vena yugular y habiéndole producido una congestión cerebral. Podríamos decir que la herida de Rafael era de necesidad, por lo que expiró casi inmediatamente. (Empero, su acta de defunción señala que Rafael Melo, de veintiocho años de y oriundo de León, Guanajuato, falleció en un domicilio de la calle de Gigantes. Sostiene, además, que la causa del fallecimiento fue una herida en el cuello, pero no declara que el agente contundente haya sido un asta de toro. Otro dato curioso es que tampoco consigna la profesión del difunto –torero- sino la de rebocero, a la que muy probablemente también se habrá dedicado). La muerte de Melito,como en seguida veremos, desencadenó en la prensa local una serie ruidosas protestas: contra el público aficionado que se solaza en tan cruento espectáculo; contra el Gobierno que contraviene leyes -las corridas estaban prohibidas en aquella época-; contra la que las organiza, y hasta contra los sacerdotes católicos que “olvidan su santa misión y no ponen un hasta aquí, haciendo una cruzada que sería santa, por lo noble, contra tan sangrientas y repugnantes escenas”. (El Correo de Jalisco). El ya citado diario irrumpe: “Lo que teníamos previsto; lo que hace tiempo hemos indicado, se registró ayer: la muerte de un pobre hombre, de esos que si no se toleraran las corridas de toros, se habría dedicado hace mucho tiempo al trabajo honesto, sin tener el dramático fin que ha tenido, muerto en pleno circo, por una fiera, que, con serIo, no lo era tanto como espectadores que han pagado por ir a presenciar un espectáculo que solamente en plena decadencia de Roma pudo ser gustado y que demuestra el atraso de nuestra civilización y el asco que deben causar nuestros aplausos a las gentes cristianas y de elevados sentimientos ... “ Del semanario independiente La Libertad transcribimos en su totalidad una lacónica nota que sobre el caso que


nos ocupa publicó en su tiro del 1 de diciembre de 1904: “LAMENTABLE ACCIDENTE.- El domingo último en la corrida que se verificó en la Plaza del Progreso, murió el conocido banderillero Rafael Melo, según dicen unos a consecuencia de una congestión cerebral., por haberse golpeado la cabeza, y según creen otros, porque el toro le infirió una herida en la vena yugular. “Sea lo que fuere, el hecho es que el pobre torero quedó muerto en el redondel, y que el público hizo gala de su indiferencia y de su poco aprecio a l.a vida de un hombre. “No deberían permitirse las corridas de toros, bajo ningún concepto, entretanto las empresas no presentaran toda clase de seguridades a los que se dedican a tan peligrosa exhibición”. Incluiremos también los dos párrafos iniciales de Jalisco Libre, por cierto nada exentos de ironía: “Las mejoras materiales están de plácemes. Con motivo de la última corrida de toros verificada el domingo 27 del actual, en el coso de Progreso (?) se consiguió, para fomentar aquéllas, la gran cantidad de trescientos pesos, rociados con la sangre del infeliz diestro Rafael Melo, que formó parte de la cuadrilla de lidiadores. “El hecho revestiría menos gravedad si este desgraciado acontecimiento no hubiera sucedido casi a raíz de la dolorosa muerte de Nájar Herrera, acaecida en análogas circunstancias, en Cocula, y si aquí en Guadalajara no existiese un ayuntamiento culto y civilizado, que bajo su vista tolera semejantes diversiones, peores aún que las de los cafres y hotentotes”.1 José María de Cossío, al enjuiciar el desempeño profesional de Melito, afirma: “Su labor era muy aceptada por los mejicanos, pues aunque carecía de recursos, era muy valiente”. 2 Pero El Correo de Jalisco -por cierto no especializado en torosparece rechazar la impericia de Melito: “Se nos argüía diciendo que el señor Nájar no era un hombre hábil y que por eso fue víctima de su afición. Ahora se trata de uno de los mejores toreros, lo que indica que el espectáculo es bárbaro, sin disculpa de ninguna clase. Lo mismo cae en la arena el diestro que el torpe... “. Al seño Nájar, cómo antes vimos, lo mato un toro en Cocula: “Refieren amigos oculares que el toro tiró al señor Nájar Herrera y Que le introdujo la llave en pleno pecho, levantándolo con ella corno

!. Jalisco Libre. Diario del Pueblo. Guadalajara, jueves lo. de diciembre de 1904. 2. Cossio, José María de. Op. cit. Pág. 589


Trofeo sangriento y paseando el cuerpo inerte por toda plaza, ¡Qué Espectáculo tan horrible! (El Correo de Jalisco). Como podría colegirse de esta selección de fragmentos ninguno de los tres periódicos se muestra partidario de las corridas toros. Más aún los tres las censuran al unísono con los más acres argumentos, si bien lo que esgrime el semanario La Libertad resultan un tanto suavizados. Si alguno de los tres periódicos fuera taurino, desde luego lamentaría –cómo los demás-la desgracia de Rafael Melo, pero hará una semblanza de él. Nos referiría por ejemplo, que estuvo integrado en cuadrillas de espadas tan connotados cómo Ponciano Díaz, José Basauri Cheche y Juán Jiménez El Ecijano. Nos diría también que-muy en sus inicios-figuraba en la cuadrilla de Muñoz León; que desde 1885, además de banderillear, solía fungir como matador en festejos modestos, y que en sus últimos tiempos trabajó a las ordenes de Arcadio Ramírez Reverte Mexicano. Por supuesto que nos referiría detalladamente cómo se produjo el percance y cuál fue el parte facultativo expedido por los médicos de plaza, quiénes torearon aquella tarde y cómo se vieron, si el festejo fue suspendido o no, si se guardó el minuto de silencio de rigor; cómo iba vestido Melito, cuantos deudos le sobrevivían, cuales fueron sus últimas palabras o sus últimas actitudes, quién mató al toro homicida, cuál era el nombre de dicho toro, su edad, su paso, su número, su pelaje, su encornadura y algunas otras circunstancias que pudieran resultar de interés al lector aficionado. Pero toda esa información como era lógico, carecía de sentido para los periodistas antitaurinos a quienes no les interesó tanto publicar la noticia de la muerte de Rafael Melo, sino-aprovechándose de la ocasión, a la que pintan calva- condenar las corridas de toros. Másque una necrología del banderillero, sus artículos eran un escaparate donde exhibir -no diremos que con razón o sin ella-tres mil palabras en contra de la Fiesta. La Libertad parece indicar que o no existían o eran deficientes los servicios de la enfermería; pero no nos señala con precisión cuáles eran las carencias específicas de ese departamento. El Correo de Jalisco insinúa que no es honesta la profesión torero. Y luego afirma que “el gobierno del señor Curiel hizo mucho bien lanzando la ley que ponía fuera de uso el más repugnante de los espectáculos; pero hizo mal en dejar un hueco en esa misma ley para se colara el abuso”. El hueco a que alude es la autorización a que se den corridas con la condición de que sus fondos resultantes se destinen a fondos


benéficos, como las llamadas mejoras materiales”, por ejemplo. Justamente un año antes de la muerte de Melito, el periódico local Juan Panadero , en su número 3577, tomo XX, correspondiente al 24 de noviembre de 1903, transcribimos: “TOROS.- Hoy en la plaza Mazzantini de San Pedro Tlaqucpa que se dará una corrida de toros de la acreditada ganadería de Arroyo de Enmedio, habiendo sido reforzada la cuadrilla con el popular banderillero Rafael Melo y estando encargado de estoquear los toros, el espada Agustín Velasco, demasiado conocido aquí como matador de gran valentía. ‘DE TEQUILA CON UN FRASCO Y MI SOMBRERO DE PELO ME VOY A APLAUDIR MELO Y AL BUEN MATADOR VELASCO’.” El señor Alberto Topete, co-empresario de El Progreso desde hace muchos años, refiere un sombrío relato, que ya se ha convertido en leyenda negra acerca de la cabeza del toro que degolló a Rafael Melo. El toro, según el señor Alberto, era de Arroyo de Enmedio y no de Arroyo Hondo; castaño claro y de encornadura veleta. Pancho Martínez, modesto torero decimonónico natural del estado de Jalisco, adquirió la cabeza del toro, que antes había sido enviada a un taxidermista, y elegantemente disecada. El Virote, mote con el que era mejor conocido Pancho Martínez, engalanó con la cabeza del toro unos billares de su propiedad ubicados en la calle de Angulo, de esta ciudad. El negocio, al parecer, no fue muy próspero, pero lo que El Virote resolvió cerrarlo. Al hacerlo le pidió a un su empleado retirara de la pared la cabeza del toro. El empleado así lo hizo. -Quita también la alcayata -le pidió el viejo toreroEl empleado subió, y con los movimientos del forcejeo -la alcayata estaba muy bien afianzada- se resquebrajó el peldaño de la escalera en donde el empleado pisaba. El hombre se vino abajo, con tan mala fortuna que cayó sobre un pitón, recibiendo, sin torear, una cornada que a la postre le ocasionó la muerte.


El Torero de Canela Una curiosa acepción del término canela alude a objetos y personas finos, exquisitos, delicados. A Fernando López Vázquez, veracruzano nacido el 30 de mayo de 1922, se le conocía como El Torero de Canela. La exitosa trayectoria novilleril que hasta 1946 llevaba descrita, había de toparse con un gigantesco escollo que -si bien no la detendría- sí daría muy pronto al traste con ella: el cornalón penetrante de abdomen que le infirió el novillo Caramelo, de Piedras Negras, el 24 de noviembre de 1946 en la plaza de toros El Progreso. La herida se localizaba en la región mesogástrica, presentando una extensión de cinco centímetros; se inició a uno debajo del ombligo e interesó piel, tejido celular, aponeurosis y músculos del peritoneo. En la enfermería del coso se le practicó una curación provisional de emergencia; posteriormente se le trasladó al sanatorio Vázquez Arroyo, que se hallaba en contraesquina de la plaza El Progreso -hoy, como ésta, desaparecido-. Ahí se le practicó la paratomía. Los médicos descubrieron una impresionante cantidad de sangre en la cavidad peritoneal, una herida en el mesenterio y dos más en la cara anterior del estómago, las cuales produjeron copiosos derrames que anegaron la cavidad gástrica. El ex-novillero y ahora notable pintor tapatío Juan Medina nos refiere a propósito de Fernando López: El percance que sufrió en Guadalajara fue al abanicar con la muleta al último toro de la tarde. No hubo voltereta espectacular ni revolcón alguno. El toro sencillamente derrotó y lo levantó en vilo por el vientre. El pitón le rompió la bolsa del estómago, penetrando hasta tocar la espina dorsal. Yo vi otro día la foto -muy oscura, por la avanzada hora en que fue tomada- del maestro Espinoza: Fernando López suspendido del pitón. La operación fue muy impresionante. A mí me tocó presenciarla a través del cristal del quirófano. También la presenciaron el torero mexicano Pepe Luis Vázquez, Raúl Banda (hijo) y el picador Tintán. Por cierto que este último, después de ver cómo los cirujanos hacían la paratomia, comenzó a bostezar y a decirnos que se sentía muy mal, hasta que por fín se desmayo. No era para menos haber visto en bandeja de quirófano un sanguinolento y lacerado aparato digestivo. Después de la operación, Antonio Casil-


Momento preciso en que el novillo Caramelo de Piedras Negras, infiere gravísima cornada en el vientre a Fernando López el torero de Canela, el 24 de noviembre de 1946.

Alfonso Ramírez: Pronto volverá la risa franca, anunciando su vuelta a la vida.


las -que había actuado en la cuadrilla de Fernando- me pregunto: “Oye, ¿no me ayudas a cambiar el agua del depósito mientras voy a cenar?” Fernando tenía una sonda en el estómago, y con cierta regularidad había , que estar cambiándole el agua del lavado. Ahí me quedé toda la noche porque de Casillas no volvió a saberse más. Aproximadamente quince días después Fernando les pidió a los médicos permiso de ir a los toros. Sí lo autorizaron. Se daba la tercera novillada después del percance. Fernando de suyo era delgado, pero cuando salió del sanatorio se había quedado casi plano. En cuanto el público lo vio en el tendido lo ovacionó efusivamente. Pero aquella misma noche Fernando sintió unos dolores intensísimos, y fue necesario operarlo de nuevo. Lo volvieron a abrir porque se le habían formado en los intestinos ciertas addherencias que, entre otros males, le impedían el paso de los alimentos. Tanto se temía por la vida del torero, que los doctores Ibarra y Rojo de la Vega vinieron de la ciudad de México especialmente a verlo, si bien con la excusa de asistir a una novillada. Pero como vieran que todo iba marchando satisfactoriamente, regresaron a la capital: se disipó la desconfianza. Una vez recuperado, Fernando López volvió a los ruedos, pero no ya para ser El Torero de Canela. Marchó a España y toreó por allá una o dos veces. Finalmente se metió a comparsa en algunas filmaciones. En opinión del doctor Mota Velazco, la de Fernando López ha sido una de las más dramáticas cornadas que le ha tocado atender, no sólo por la gravedad de la lesión en sí, sino también por la oclusión intestinal postoperatoria que hizo ineludible una segunda intervención. Afirma el doctor que aquella cornada “fue tan grande, de tanta importancia y tan severa, que le ocasionó un trauma tal, que seguramente fue la causa de que se retirar.


Las Siete Cornadas que Infirió a Calesero el toro Trianero Once años después de haber tomado la alternativa, Alfonso Ramírez Calesero, con treinta y cuatro de edad y ya en varias ocasiones duramente calado por los toros, vino a Guadalajara a sufrir uno de los más espectaculares percances de que se tenga memoria, ocurridos en la plaza de toros El Progreso. Doctorado por Lorenzo Garza el 24 de diciembre de 1939 en presencia de David Liceaga, le cedido el toro Perdiguero, de San Mateo, en El toreo de la capital. La Ganadería de San Miguel de Mimiahuapan debutó en Guadalajara el 25 de diciembre de 1950. Los diestros anunciados para despachar el encierro eran, a más del propio Calesero, Gregorio García y Luis Briones. Trianero, marcado con el número 34 y corrido en cuarto lugar, correspondió al famoso al famoso espada de Aguascalientes, nacido en el barrio de Triana de aquella torerísima ciudad. Según el novelista James Michener al enterarse Calesero del nombre del toro y de que le había tocado en suerte, le comentó a su apoderado: “Es de Triana y yo también. ¡Esto es de buen agüero! Calesero estaba de buen humor. ¡Cuantas veces habrá dicho y escuchado la mañana de aquel día los consabidos parabienes: “Felíz navidad”. Pero su intuición de buenos auspicios resultó ser bien relativa: en verdad Calesero había estado toreando a su enemigo de un modo prodigioso. Inició su faena muleta al filo de las tablas, pasándose a Trianero -ambas rodillas en tierra- hasta en seis ocasiones. Ya de pie le instrumentó una tanda de derechazos bajando mucho la mano y quedándose muy quieto. Todavía alcanzó a dibujar un pase cambiado, pero al intentar el segundo, el toro detuvo el viaje y trompicó al diestro; apenas lo vio en la arena y al alcance de sus astas-agudas y prominentes- le embistió con una saña inaudita. Atrapado contra tablas, indefenso y sin posible salida, yacía Calesero cuando vio venir a su adversario. Trianero lo izó con violencia, y arrojándolo contra las tablas, comenzó a pasárselo del uno al otro pitón, asestando, certerísimo, una herida honda en cada derrote. Instantes inacabables de sostenida angustia.

El comentarista Enrique Aceves Latiguillo menciona: “

1. Selecciones del Reader’s Digest. Septiembre de 1961 Pág, 74.


... todos los aficionados que presenciamos la cogida nos imaginamos que Alfonso, al ser dejado por el toro, ya había pasado a mejor vida”. Pero el saldo de aquella singular codicia de Trianero, con ser tan cruento -siete cornadas- no fue mortal. Según Michener, Calesero suplicó a tencias: “Tengan cuidado. Puedo estar

sus asismalherido”.

Jaime Rojas Palacios e Ignacio Solares, autores de Las Cornadas, ponen en boca del propio Calesero:’ “Me quiso dar un shock; pero vino la reacción del hombre... “2 Sin embargo, la edición del 27 de diciembre de 1950 del diario capitalino Esto pone de relieve que “en estado de shock fue llevado a la enfermería de la plaza”. Como quiera que haya sido, en nada pudieron variar las consecuencias de la furia del toro. El muslo más dañado fue el derecho, ya que tuvo tres penetraciones de asta agrupadas en una desgarradura común con una extensión de cuarenta centímetros, desde la rodilla hasta la ingle. Todo ese muslo quedó abierto en canal Las heridas asestadas en el muslo izquierdo fueron cuatro, pero afortunadamente ninguna de verdadera importancia. Entonces era inverosímil pronosticar que si Calesero sobrevivía al enorme daño que le había causado Trianero, pudiera volver a torear. La intervención quirúrgica -practicada en el sanatorio de la Beata Margarita por los doctores Mota Velasco y Pérez Lete-- duró más de dos horas. La pérdida de sangre fue alarmante. Algunas horas después de la operación las transfusiones que se le habían practicado al torero no conseguían aún sacarlo del intenso shock traumático en que se hallaba. su pulso era de 100 y la fiebre que le sobrevino oscilaba entre treinta y ocho y treinta y ocho medio grados. En opinión del doctor Mota Velazco, Calesero, pasado un mes, estaría en condiciones de volver a los ruedos. Al doctor Mota Velazco lo asistía la razón: Calesero volvió a vestirse de luces -vendado aún bajo la taleguilla y no absolutamente restablecido- apenas tres semanas después del percance. Reapareció en El Grullo, Jalisco, el 14 de enero de 1951 mano a mano con Manuel Capetillo. Aquella tarde cortó las Orejas y el rabo a un toro de Lucas González Rubio. I. Cita aparecida en la sección taurina que Latiguillo dirigió con motivo del quincuagésimo aniversario del diario local El lnformador. Pág. 10, jueves 15 de octubre de 1967. 2. Op. cit. Compañía General de Ediciones, S.A. México, 1981. Pág. 185.


Restablecido ya de su percance, Calesero abraza agradecido al doctor Mota Velasco


Tres años más tarde –el 10 de Enero de 1954- actuando en la plaza México al Iado de Armillita y Jesús Córdoha, le tocó en suerte otro toro llamado Trianero, ahora de la vacada de Jesús Cabrera; pero a este Trianero lo toreó y lo mató superiormente, cortándole a la postre, dos orejas y el rabo. (Sigo el relato de Michener). Calesero, según Agustín Linares, aquella tarde sólo cortó la oreja de su segundo toro.3 Quien esto escribe evoca con añoranza -aunque también con la borrosa impresión de sus ya lejanos recuerdos infantileslas tardes luminosas que le vio a Calesero, y de una manera particular la del 1 de enero de 1966 en que, alternando con Fermín Murillo y Jaime Rangel en la lidia de un encierro de Jesús Cabrera, toreó en el Progreso por última vez vestido de luces. Nadie podía concebir entonces que muchos años más tarde volvería Calesero, si bien actuando en un festival benéfico y con traje corto, a pisar aproximadamente los mismos terrenos que pisó cuando casi lo mató Trianero; y menos aún que volvería a sufrir una nueva cornada. el martes 31 de octubre de 1978 se dio en El Progreso un festival nocturno llamado “Padres e hijos”, con la participación de dos generaciones de dinastías toreras: Calesero (Alfonso Ramírez Alonso y José Antonio Ramírez El Capitán); Silveti (Juan hijo y David) y Capetillo (Manuel padre y Guillermo). El encierro lidiado era de José Julián Llaguno. Al pasar de muleta al que abrió plaza, sufrió Calesero un arropón de órdago a resultas del cual cayó de bruces. El novillo hizo por él y, humillando contra su desarmada presa, le hundió el pitón en el sexto a fuerza de denodados derrotes. Calesero, a pesar de su herida y de sus sesenta y dos años de edad, pudo terminar la lidia del novillo e ingresar a la enfermería por su propio pie. Veintiocho años después de lo de Trianero volvió a manos de los doctores Mota Velazco y Pérez Lete, quienes lo intervinieron una vez más en el sanatorio de la Beata Margarita. Después de considerar todos estos acontecimientos resulta curioso que la valentía no fue -ni en la opinión de la prensa ni en la de los aficionados- el atributo más característico de Calesero. 3. Linares, Agustín. Los toros en España y México. México, 1968. Pág. 476.


Este impresionante boquete fue el que ocasionó el novillo Aragonés de Cerralvo, al novillero Jesús Arias Montes, hoy médico de plaza.


Semblanza de Jesús Arias Montes Para ser torero, Jesús Arias -un modestísimo zapaterito- puso absolutamente todos los medios que estuvieron de su parte; pero Aragonés, un novillo de Cerralvo, segó de cuajo aquella ilusión floreciente el día 5 de noviembre de 1955. En octubre del año anterior, después de varios meses de inactividad taurina en Guadalajara, se había anunciado por fin la inauguración de la temporada novilleriI 19541955. El cartel lo integraban Elíseo Gómez El Charro, Manolo Barbosa y un novillero portugués, Joaquín Marques, quienes habían de estoquear seis novillos -precisamente de Cerralvo-. La lidia del novillo corrido en tercer lugar -que correspondía al lusitano- no pudo continuar debido a que se precipitó sobre la plaza un chubasco copiosísimo. El novillo tenía las pezuñas hundidas en el lodazal. Los espectadores se apiñaban bajo los techos de los tendidos; pero no todos. Un chamaco espigado, de mirada vivísima, tomó la determinación de arrojarse al ruedo. El tirarse de espontáneo en esas condiciones atenuaba en mucho el perjuicio ocasionado al novillero en turno. Jesús Arias muleta en mano, se aproximó al burel hasta provocar su embestida, para torearlo luego admirablemente por naturales. La edición del diario El Informador correspondiente al ll de octubre de 1954, menciona en la reseña del festejo: “Como el tercer novillo, que sin matarlo el portugués quedara en el ruedo, en cuanto el aguacero amainó un poco, se echaron al ruedo anegado los espontáneos a jugarse la vida con el toro. El primer espontáneo pudo ser sacado, pero en cuanto se arrojaron otros varios, uno de ellos se impuso con la muleta, con la que demostró facultades y descubrió que el de Cerralvo era un novillo digno de una buena faena, la que tal vez hubiera logrado Joaquín Marques”. Jesús Arias armó tal escandalera que su hazaña le abrió las puertas de El Progreso en una novillada económica. Y como el joven se justificara mostrando talento y clase, toreó algunas novilladas más, superándose a sí mismo tarde a tarde. La del 5 de noviembre de 1955 fue a un tiempo apoteótica y fatal. el maestro Juan Medina nos refiere, tal como los recuerda, los acontecimientos de aquella tarde:

Chucho estaba haciéndole un verdadero faenón al quinto toro,


que tenía son y recorrido. Estaba toreándolo extraordinariamente, con hondura y ligazón. Se hallaba francamente engolosinado, ebrio de emoción. cuando se encuentra uno en ese estado pierde muchas veces la noción de la distancia y del riesgo. Después de rematar una soberbia tanda de naturales, se apartó Chucho del toro para concederle algún reposo. en seguida lo citó como para instrumentarle un pase cambiado, pero no consiguió darle una salida precisa, por lo que el toro lo atropelló en el viaje. Este tipo de imperfecciones técnicas es muy frecuente, sobre todo en los novilleros. Muchas veces hemos visto cómo el toro los engancha y da con ellos en tierra, y cómo al punto se incorporan con la taleguilla despedazada, pero ilesos. Desgraciadamente no fue ese el caso de Chucho. El toro, después de haberlo empitonado, lo despidió y salió suelto. Ya no hizo más por él. El percance ocurrió a unos cuantos metros de la enfermería. cuenta el doctor Mota Velazco que de no haber sido así -es decir, de haber ocurrido en el tercio opuesto- cuando llegara el novillero a manos de los doctores ya no habría nada que hacer. El doctor Antonio González Pérez Lete, viendo tan profusa la hemorragia de Jesús Arias, introdujo su mano en el boquete para contener provisionalmente aquel vigoroso caño de sangre. Yo estaba tomando fotos -continúa Juan Medina--. Oprimí el disparador de la cámara en el preciso momento de la cornada. La muestra salió algo movida debido a mi emoción. Vi caer a Chucho boca abajo con un chorro que en segundos encharcó la arena. Brinqué al ruedo, solté la cámara y llegué donde Chucho aprovechando que el toro había salido suelto. Juntamente conmigo saltó Garnica. Entre los dos levantamos a Chucho y entramos de inmediato a la enfermería. Me impresionó hondamente la rapidez con que a Chucho iba mudán dosele de encendido a cenizo el color de su semblante. A la cabeza se hallaba el doctor Cecilio Álvarez. Chucho declaraba que ya no sentía la pierna. El doctor Mota Velazco no cesaba de decirle: “Serénese, Chucho”. Años antes de que el maestro Medina nos participara en conversación su visión de aquel percance, ya nos la había expresado a toda la afición plasmándola en el relieve de una placa que se develó en un muro de El Progreso en homenaje a los médicos de plaza. En el citado relieve aparece la imagen del interior del desaparecido coso, desde la totalidad de su redondel hasta un amplio sector de su elevada arquería.


El ángulo que se contempla en la placa nos lleva a ver el tendido de sol -que daba la espalda al hospicio Cabañas—profusamente poblado de espectadores, tal como se hallaba la tarde del drama. De entre las arcadas de sol se yerguen colosales las efigies de los doctores Mota Velazco y Pérez Lete. La figura principal de la placa es un cirujano simbólico de gran tamaño, cuya rodilla derecha se hinca en el callejón, y a la izquierda, en el ruedo. Detrás de la figura del cirujano acecha una alegoría de la muerte, cubierta con un manto y con la guadaña a punto. El cirujano la rechaza con la mano izquierda, la que hace mayor violencia en el ruedo, a dos pasos de la puerta de enfermería, se contempla la imagen de Aragonés en el instante preciso de despedazar la pierna y las ilusiones del infeliz novillero. De un burladero se apresura inútilmente al quite un peón de brega. En el callejón se aprecia la figura de un hombre -muy probablemente el propio Juan Medina autorre tratado- a punto de saltar al ruedo. La historia de todo el drama que sufriera Jesús Arias parece agruparse y caber dentro de los límites tangibles del relieve de Juan Medina. Todo el encierro de Cerralvo había salido más bien manso, a excepción del autor de la cornada. Los alternantes de Chucho -sus últimos alternantes- habían sido Oscar Rivera y Antonio Gómez; este último mató a Aragonés. Jesús Arias se había visto muy aceptable en su primer novillo, cuyo comportamiento consiguió entender, dándole la lidia que pedía., Tomó banderillas y clavó airosamente los tres pares, habiendo resultado primoroso el último. Con la muleta estuvo discreto, y con el estoque, breve: pinchazo y estocada. A Aragonés, su segundo, estaba haciéndole la verdadera faena de su consagración. La prensa local auguró que si Chucho se restablecía de su cornada y se programaba su reaparición, el coso del Hospicio registraría un lleno total, pues ya la afición tapatía comenzaba a aclamarlo como conviene a un ídolo. Chucho empezaba a ser el torero que tanta falta hacía en casa. Pero jamás volvió a aparecer su nombre en los carteles. Si acaso en una ocasión, llamándolo a convertirse en beneficiario de las entradas que se registraran. A la luz de la lógica, la noche del 5 de noviembre de 1955 se tendrían por remotísimas las esperanzas de salvar la vida de Chucho. Y aun admitiendo tal posibilidad, sólo podría con-


cebirse merced a la amputación de la pierna empitonada. Pero la Providencia de Dios trasciende cualquier razonamiento humanamente lógico. Chucho Arias -desde que el toro le seccionó la arteria femoral y la vena safena, hasta que los doctores lograron tomarle los vasos sanguíneos- perdió aproximadamente tres litros de sangre. ¡Cómo no iba a notar Juan Medina la mutación de color de aquella faz sufriente! Antes de iniciar la intervención quirúrgica se le habían aplicado a Chucho seis transfusiones, de a litro cada una. Los resultados fueron negativos. Chucho ingresó al quirófano del sanatorio -ya sin que se le pudiera apreciar el pulso a las ocho y media de la noche. La intervención se prolongó hasta las primeras horas del siguiente día. Los doctores salieron desalentados. Sus esperanzas parecían desmoronarse. Habían hecho todas las luchas. Era preciso esperar. ¡Qué desesperación! La mañana misma del percance había fallecido en Guadalajara a consecuencia de un accidente automovilístico, un jovencito de ascendencia judía. Y gracias a tan desgraciado suceso -válgannos el juego de palabras y la paradoja- fue viable salvar la vida y la pierna de Jesús Arias. Por haberse conseguido la femoral del judío; por haber ocurrido la cornada a las puertas mismas de la enfermería y por la coincidencia de poder contar con los eminentes médicos Alfonso Topete y González Cornejo, es que el doctor Pérez Lete llamó a la de Chucho “una cornada de suerte”. Los especialistas le aplicaron el injerto de la arteria, y pasadas veinticuatro horas, comenzaron poco a poco a manifestarse los alentadores efectos de tan certera medida. La herida de suyo evolucionó satisfactoriamente. Si Chucho quedó inhabilitado para volver a torear se debe a que los médicos no descubrieron a tiempo una fractura que sufrió en el pie, tal vez ocasionada por un golpe de pezuña o al ser proyectado contra el estribo. Durante su convalecencia, Chucho se quejaba de un intenso dolor postoperatorio. A los doctores les parecía por demás explicable. No era para menos; había sido su caso eso que en el argot taurino se llama UN CORNADON DE CABALLO. El doctor Mota Velazco nos refiere que “el sacerdote capellán pretendió confesar a Chucho, pero éste se encontraba tan grave que no podía articular palabra. Cuando yo le tomé los vasos para hacerle la ligadura, escurría tanta sangre por la mesa, que después de que me


separé de ahí, noté que donde estuvo parado quedó un enorme coágulo. Muchas personas del tendido de sol bajaron espontánea y desinteresadamente a ofrecer su sangre. Fue necesario aceptar los ofrecimientos. Chucho recibía tantas transfusiones en ambos brazos debido a la gran cantidad de sangre que había perdido”. Aproximadamente quince días después del percance se invitó a Chucho a dar unos pasos. Chucho experimentó un dolor inaguantable en el pie. Se le sacaron radiografías y hasta entonces pudieron los médicos darse cuenta de la fractura. Lo intervino un traumatólogo, pero ya todo fue inútil. El daño era irreversible. No se había explorado al herido ni suficientemente ni a tiempo. j Y es que resulta tan raro ver en un torero ese género de fracturas! En su tesis de periodismo Diálogos (pp. 122 y 123), la señora Carmen Madrazo elogia la humildad con que el doctor Pérez Lete acepta: “ .. _ fue culpa de nosotros”. Como la cornada había sido gravísima, los médicos se abocaron exclusivamente a atenderla, sin sospechar siquiera la existencia de un traumatismo menor y de fácil --si oportuno-reconocimiento. La fractura que tardíamente descubrieron se localizaba en el calcanio, y el tendón de Aquiles ejercía una presión hacia arriba que produjo una retracción en la pierna. (Y po r si la pierna de Chucho hubiera sufrido pocos daños a causa de la cornada y de la fractura, agréguense los de un par de accidentes motociclísticos). Por eso hoy en día -veintiocho años después de que se le daba por muerto- vemos caminar a Jesús Arias con calzado ortopédico y auxiliado por muletas. Y lo hemos visto los domingos --dicho sea para dejar constancia de su plausible entereza- discurrir por veredas tán sinuosas como las de la barranca de Huentitán. - Ya que no podré ser torero, que es lo que yo más anhelaba en esta vida, quisiera asemejarme a ese hombre. “Ese hombre” era el doctor Mota Velazco. Pero Chucho Arias se hallaba muy lejos de su modelo, no digamos por la excelente reputación de que éste ya gozaba, sino simplemente del título, de la escolaridad. Chucho apenas había concluido su instrucción primaria. En la época en que le sucedió el percance estaba cursando los preámbulos de la Secundaria en una escuela nocturna. Tengo muy presentes las palabras, entrecortadas por la emoción, que él mismo expuso durante el cic-


lo de conferencias de la Semana Taurina celebrada en septiembre de 1979 en el Agora del ex-convento del Carmen: -Ya que me vi imposibilitado para volver a torear, bastantes personas procuraban levantarme los ánimos. Me insistían en que no abandonara mis estudios. A mí me daba vergüenza asistir a clases, tan grandote entre puros chiquillos. Además mi situación era dificilísima: pobre, enfermo, sin... aliento ... El expositor, hondamente sensible a sus propios amargos recuerdos, comenzó a llorar viriles lágrimas. -¡Olé, maestro! ¡Animo! ¡Adelante! ¡Continúe! -gritábamos los concurrentes, y aplaudíamos contagiados por la emoción de aquel relato que se nos antojaba novelesco -Pues seguí estudiando -continuó Chucho llevándose a los ojos un pañuelo- y a duras penas terminé la Secundaria y luego el Bachillerato. Después ingresé a la Escuela de Medicina, y a base de enormes sacrificios económicos conseguí al fin terminar la carrera. Jesús Arias es actualmente médico de El ejercicio de la profesión médica le ha do, como diría Hipócrates, la divina misión de aliviar lor. ¡Qué bien comprenderá el doctor Arias, tanto médico como en lo humano, al torero que cae

plaza. brindael doen lo herido!

Pero el ejercicio de su profesión lo ha llevado también a la amargura de ver morir, sin poder remediarlo, a José Hernández Ríos Chato de Tampico, sexagenario empitonado el 13 de enero de 1980 en Coquimatlán, Colima. Este subalterno, con casi cuarenta años en el oficio, planeaba, al parecer, torear aquella tarde por última vez en su vida. De hecho así fue, pero en las circunstancias menos deseadas. Un toro pequeño, estoqueado ya y agónico, cuando El Chato y Miguel Carrasco practicaban esa que conocemos como labor de enterramiento, cuyo objeto es hacer doblar al astado a base de estratégicos movimientos de capa, el toro acometió con su último aliento y encajó en el cuello del infortunado José un cornadón mortal de necesidad. Entre otros daños le fueron cercenadas la arteria yugular y la vena carótida. Falleció en menos de cuatro minutos. El doctor Arias extendió -lloroso- un espeluznante parte facultativo. Se guardó en el coso un minuto de silencio y el festejo fue suspendido. El autor de la tragedia procedía de la vacada de San Felipe Torresmochas, y había correspondido al matador Paco Santoyo. Hemos concluido ya nuestra semblanza -que no puede ser sino una


apología a la reciedumbre de su temperamento- del doctor Jesús Arias Montes, el hombre que vio frustrados sus anhelos de ser torero; pero también el hombre que supo ser más grande que su infortunio. Apuntemos a guisa de colofón unas palabras suyas que, a mi juicio, podrían conformar su más atinado epitafio: “Si naciera de nuevo y alguien me preguntara que qué quisiera ser, si torero o médico, volvería a responder: TORERO”.

A salvo de su percance – aunque imposibilitado de por vida para el toreo activo- Chucho Arias da una vuelta al ruedo en compañía del doctor Mota Velasco, antes del festejo que se celebró a beneficio del novillero.


Apuntes Sobre la Muerte de Juan Maqueda El domingo 14de 1957 se una novillada en El Progreso. En ella tomaron parte Huerta -que, inédito, se fue a la enfermería, cogido por su primer novillo-Rafael Rodríguez Vela Lagar- tijillo y Juan Vázquez, con ganado de San José Buenavista. En aquella misma -se supone- el banderillero Juan Maqueda Ruiz recibió un golpe a causa del cual murió dos semanas más tarde. Tal golpe no debió ser aparentemente muy espectacular ni de muy inmediatas consecuencias, pues la crónica que se publicó en El Informador al día siguiente, ni siquiera lo menciona. Agustín Linares (Toreros Mexicanos. Impresiones Modernas S.A. México, 1958, p. 182); Espasa Calpe. Madrid, 1961,p.547); Heriberto Lafranchini (La Fiesta Brava en México y España. tomo II Editorial Saqueo S.A.de C.V. México 1978,p.713) y José Alameda (Crónica de Sangre. Editorial Grijalbo. México 1981, p.68), están bién informados a la fecha en que falleció Maqueda- 28 de abril-(El Informados del lunes 29 publicó la noticia). La información que nos ofrece Cossio acerca de la muerte de Maqueda Resulta imprecisa a fuerza de poco pormenorizada: “Falleció en Guadalajara (Méjico) el 28 de abril de 1957, a consecuencia de un golpe que sufrió unos días antes”. Cossío no atribuye -si acaso un modo tácito- el golpe a ningún novillo. Distintos testimonios orales de taurinos y aficionados -·doctor Mota Velazco, Juan Medina, Carlos Barrón, Juan Escamilla y Manuel Ochoa, entre otros- nos manifiestan que a Juan Maqueda no lo mató ningún toro; que murió, sí, a consecuencia de un golpe, pero propinado por un militar en una riña. Parece ser que era proverbial el temperamento pendenciero un tanto excéntrico de Juan Maqueda; que cuando sostenía una pelea, por mucho que lo golpearan no se daba vencido e iba por más y más puñetazos; que masticaba hojas de afeitar ingería desmesuradas cantidades de chile o saltaba de elevados balcones para mostrar a los demás sus peculiarísimos conceptos de la valentía y la virilidad. Agustín Linares nos indica que Juan Maqueda “nació el 8 de marzo de 1908 en la capital de México. Durante ocho años toreó en varias plazas de la República como novillero; luego se hizo también picador, y, como cosa curiosa, salió por vez primera a la plaza de Tacuba y después a otras vestido de piquero, y, una vez que había cumplido su misión en lo alto del caballo, ya en tierra, con la misma


vestimenta, banderilleaba a los toros, entre la hilaridad del público. Al formarse la Unión de Picadores y Banderilleros, optó por esta última especialidad. Recibió en su vida de torero dieciséis cornadas, la mayor parte cuando era novillero, y seis de ellas, de suma gravedad. Toreó con la mayor parte de los toreros y estuvo de planta con la empresa de Guadalajara durante nueve años. Falleció en dicha ciudad el 28 de abril de 1957, a consecuencia de un golpe sufrido unos días antes”. Las últimas palabras de la nota de Linares y las de la de Cossío son idénticas. (y no sólo las últimas). La nota de Heriberto Lanfranchi resulta francamente desorientadora, pues -según él- Maqueda “... falleció en la ciudad de México, a consecuencia de un golpazo en la cabeza que unos días antes le propinó un toro en Guadalajara, Jalisco”. Esta información, según veremos, es desmentida por la que publicó en su oportunidad el diario tapatío El Informador. José Alameda, por su parte, en su acucioso inventario de diestros fallecidos en tragedias taurinas, señala que fue Presillas la “ganadería del toro homicida” que golpeó a Juan Maqueda. Este dato no es exacto, ya que, como vimos anteriormente, el ganado que se lidió en El Progreso el domingo 14 de abril de 1957 era de San José de Buenavista. Ahora bien, los novillos que se lidiaron en El Progreso el 28 de abril -día en que murió Maquedaefectivamente fueron de Presillas; pero ya Maqueda no pudo tomar parte en aquella novillada. Muy probablemente a la hora del paseíllo ya había pasado a mejor vida. La ‘mencionada novillada de Presillas -octava de la temporada de selección- fue estoqueada por Rodolfo Rayas Rayito, Juan Vázquez y Raymundo Briones. Incluiremos un testimonio más acerca de la muerte de Juan Maqueda, quizá el más verosímil: la nota periodística aparecida en El lnformador del lunes 29 de abril de 1957: “FALLECIO JUAN MAQUEDA”. “MEXICO, D.F., abril 28.- El banderillero tapa tío Juán Maqueda, golpeado hace quince días en la plaza de toros El Progreso de Guadalajara, falleció hoy cuando era trasladado de aquella ciudad a esta capital. “Maqueda, que era muy estimado en el ambiente taurino por ser siempre un buen compañero, tanto en la plaza como en su vida pública, fue estrellado contra las tablas durante una novillada


hace quince días. No dio importancia al golpe, sino hasta ocho días después, cuando empezó a sentir trastornos, siendo entonces cuando se puso en manos de los médicos, quienes le apreciaron fractura en el cráneo; fue operado urgentemente en la capital tapatía, pero en lugar de experimentar mejoría fue empeorando, habiendo perdido el habla en los últimos días de la semana pasada. “Se presentaron ayer sus familiares en el sanatorio del Sagrado Corazón, donde estaba siendo atendido, para traerlo inmediatamente a bordo de una ambulancia, no resistiendo el viaje, y expiró en el camino. “Esta noche está siendo velado y será sepultado el día de mañana”. (Curiosamente, en El Informador se dice de Maqueda que fue un “banderillero tapatío “ , en tanto que Agustín Linares y Heriberto Lanfranchi lo tienen por capitalino). Nótese que tampoco en la versión que nos ofrece El Informador se señala explícitamente que haya sido un novillo el sujeto gramatical que aplicó la acción verbal-transitiva- de golpear a Juan Maqueda. Se concreta a una voz pasiva con tres complementos circunstanciales: “... fue estrellado contra las tablas durante la novillada hace quince días” . Pero sean cuales fueren los pormenores, lo cierto es que en nada pueden modificarse ya los resultados: Juan Maqueda ha muerto. Que Dios lo tenga en su gloria.


Curro Gama El 8 de diciembre de 1968, la empresa de El Progreso confeccionó un cartel totalmente jalisciense: ganado alteño de San Marcos para los novilleros tapatios Alberto Martínez, Miguel Ángel Núñez y Curro Gama. Este último hacía su debut. Los procedimientos insólitos que para torear en redondo con la muleta utilizaba Curro Gama, habían de ocasionarle más de algún revés en su fugacísima carrera taurina. El primero aconteció en aquella misma fecha. Curro Gama se despatarraba a todo compás; bajaba la mano prácticamente a la altura de la rodilla y quebraba la cintura y alargaba el brazo a extremos más que villaltescos. Esa forma de interpretar el derechazo y el natural lo ponía en una posición muy desventajosa con respecto de la cometida del toro, pues lo forzaba a asentar firmemente las plantas en la arena sin que sus reflejos pudieran activarse a tiempo en caso de que el toro frenara a la mitad de su embestida o le hiciera algún extraño. Aquel procedimiento de torear era inconcebible; pero el Gama lo exhibía en la plaza. Yo recuerdo haber oído comentar a Carlos Barrón que le causó mucha sorpresa atestiguar cómo el Gama toreaba en verdad del mismo desconcertante modo que lo hacía de salón. Pero la sorpresa fue también nuestra, de todos los que tuvimos la ocasión de verlo. A nadie vimos jamás torear como a Curro Gama, ni antes ni después de él. La tarde de su presentación en El Progreso fue felicísima, aunque él pudo serlo más si no le hubiera costado desde entonces un precio de sangre. Para nombrar a Curro Gama es preciso pedirle a José Alameda el adjetivo con que calificó a Rafael El Gallo, a Juan Belmonte, a Luis Procuna o a Manuel Benítez El Cordobés: heterodoxo. Quizá a muchos lectores les sorprenda que empleemos para Curro Gama -un inadvertido novillero de nuestro terruño- el mismo epíteto que alameda empleó para las cuatro citadas luminarias del toreo. Si las reglas de torear no implicaran un cierto límite de inviolabilidad, Curro Gama se habría dado a conocer bien pronto universalmente pero su quehacer torero; tan radicalmente insurgente y anárquico, acabó por segarse cuando apenas despuntaba.” No podía ser de otro modo.


El novillo Chatillo, de Aurelio Franco, infiere gravĂ­sima cornada al novillero Curro Gama, al que atravesĂł la femoral. ( el 2 de febrero de 1969)


Quizá por eso recordamos al Gama con una simpatía muy particular. Y no es que fuera un torero de nuestro personal agrado; pudo serlo o pudo no serIo, eso importa poco. Lo que verdaderamente importa es que para nosotros es un símbolo: el símbolo del hombre que intenta lo imposible y lleva su afán hasta las últimas consecuencias. Sin los resultados deseados, por supuesto; pero su voluntad impertérrita- campea en el recuerdo de muchos tapatios, para pasmo de aficionados y ejemplo de toreros pundonorosos. Si mal no recuerdo, alguna publicación de la época señalaba que Curro Gama iba a presentarse en El Progreso para estoquear por vez primera, si no es que para vestir su primer terno de luces. Sea como fuere, su inexperiencia era evidente; pero su personalidad tanta -y su entrega- que nada fue obstáculo para que la plaza entera, cuando las asistencias lo llevaban herido a la enfermería, lo despidiera - con gritos eufóricos de “¡Torero, torero!” Había sucedido lo inevitable: el novillo pasó lento en un derechazo; se detuvo, alargó el cuello y perforó en un santiamén la taleguilla tinto y oro del Gama. La cornada inferida se localizaba en el tercio superior -cara interna- del muslo derecho, y presentaba una trayectoria hacia arriba de quince centímetros, y otra hacia abajo, de doce. Curro Gama se había ganado a pulso la repetición. Reapareció el 22 de diciembre de 1968 con los mismos alternantes de la vez anterior, y novillos -alteños también- de Cerro Viejo. Le tengo anotadas algunas presentaciones más en El Progreso: el 1 de enero de 1969 con Pepe Orozco y Fernando Ramírez, y ganado de Gustavo Álvarez y hermanos. Entonces se vio mal. Poco después viene la fatídica fecha del 2 de febrero. Alternó entonces con Jesús Ávila y José Caro, con reses de Aurelio Franco. Permítaseme aquí un recuerdo personal que no creo inoportuno. Ignoro por qué se conoce con el nombre de pichón el permiso que otorga el vigilante de la puerta de sol, de dejar ver la lidia del último toro a la gente que está esperando en la calle; aunque, más que una deferencia para con esa pobre gente, se abre el portón para dejar salir a los espectadores impacientes o aburridos. El 2 de febrero -por razones que no son de este lugar- entré por pichón a la plaza. Me hubiera gustado mucho ver torear al Gama. Lo busqué por todo el callejón y no pude dar con él. Sospeché


lo que le había ocurrido, pero preferí no preguntarle a nadie. Cuando terminó la novillada me dirigí al pasillo que comunicaba las localidades de sol con las de sombra. Al final del pasillo se localizaba la enfermería, y a través de los rotos cristales que este Triste departamento tenía, me fue posible ver el interior: efectivamente, aunque ya no había nadie ahí, aún estaba sobre la mesa de urgencias la sábana ensangrentada, polvorienta, evidencia de una femoral partida. El 20 de abril reapareció Curro Gama en El Progreso al Iado de los hidrocálidos Jesús Ávila y José Caro, con reses de San Antonio de Triana No había salido bien de la operación. Había quedado, eso sí, lo menos mal posible, gracias a un injerto de arteria de plástico. Pero era de temerse que dicho injerto se le zafara, con lo cual le sobrevendría una hemorragia interna cuya extrema gravedad no es difícil suponer. y para que el injerto se zafara no era precisa otra cornada; bastaba un golpe o movimiento brusco. ¿No era expuestísimo torear en esas condiciones? Los médicos se lo prohibieron terminantemente, pero Curro Gama volvió a desafiarlos el 9de noviembre de 1969, fecha en que despachó ganado de San Marcos juntamente con Daniel Vilchis y Eduardo Rivas. En esa ocasión vistió su último traje de luces. La advertencia facultativa se volvió más severa: los doctores no se harían responsables en absoluto de las consecuencias derivadas de la osadía del Gama. Su nutrida cabellera, su mirada enigmática y honda, su rictus de resolución y sus hombros algo caídos, no volverían a aparecer jamás en el ruedo de El Progreso. Curro Gama fue un torero de contrastes, pues no sólo cosechó éxitos, sino también adversidades e infortunios, pero siempre con una personalidad inconfundible y avasalladora. En su tarde última escuchó dos avisos en su primero y uno en su postrero. Pero el cartel que ganó ante sus paisanos nadie podrá quitárselo. ¿Qué otro novillero después de él consiguió llenar de bote en bote el coso del Hospicio? Transcurren diez años. Me llevó una sorpresa enorme: Curro Gama no ha escarmentado se hace anunciar en el viejo Centenario, de San Pedro Tlaquepaque. Es el 23 de septiembre de 1979. Alterna con Miguel Ángel Martínez El Zapopan, con Leonardo Palomo y con un aficionado práctico llamado Jorge Sierra. Se trata de un simple


festival de beneficencia. Van a lidiarse cuatro toretes de San GabrieI. Curro Gama se ve francamente desastroso. Después de haberlo pinchado sabrá Dios cuántas veces, su pequeño adversario -con su morrillo burbujeante y el estoque a medio hundir- se resiste a doblar. El Gama, con un gesto inconfundible de amargura -acosado tal vez por los recuerdos de sus frustradas y ya lejanas ilusiones- tiene el mal gusto de golpearlo histriónicamente, ridículamente.


Conducido en volandas a la enfermería, el novillero tapatío Enrique Barragán Caganchito parece esbozar una triste sonrisa. Nótese que no suelta los claveles que alguna dama le arrojó. (Plaza de toros La Esperanza, de Zalatitán, Jalisco. 6 de junio de 1964)


“Caganchito”, un Novillero Suicida A las puertas del vetusto hospicio Cabañas, Enrique Barragán pasaba hambre voluntaria. Tal vez así conseguiría actuar en la temporada de novilladas que acababa de comenzar. Era el mes de octubre de 1964. Recordamos que algunas temporadas antes vimos en huelga de hambre a Carlos Peña Peñita; después, a muchos más. Todo huelguista, pese a su expresión taciturna y a su silencio, capta la atención de los transeúntes con más prontitud que los histriónicos merolicos ambulantes que exhiben sus serpientes en el barrio -antaño tan taurino-de San Juan de Dios. Enrique Barragán tenía los ojos verdes y la piel aceitunada. Se parecía en eso al gitano andaluz Joaquín Rodríguez Cagancho. Por esa razón se le aplicó -tocado acaso de cariño o de despectiva ironía- el sobrenombre de Caganchito. Quizá el remoquete pudiera obrar algo en favor suyo, dada la enorme estimación que el público mexicano brindó en su tiempo a Joaquín Rodríguez Cagancho. Quien por vía de la huelga de hambre implora a la empresa taurina “una oportunidad”, generalmente extiende una manta en la que su petición aparece por escrito. A veces acuñan los huelguistas expresiones desesperadas: “Si no me dejan torear, moriré de hambre”. Y lo que es peor, actúan en consecuencia. Enrique Barragán extendió su manta y exhibió algunos programas que anunciaban festejos en los que él había actuado, así como las fotografías más decorosas de su paupérrimo acopio: en unas, aguantando la embestida del novillo; en otras, sonriente, saliendo en hombros de la plaza. Ciertamente Caganchito había toreado algunas novilladas con picadores, e inclusive había pisado ya el ruedo de El Progreso. Le tenemos registrada una actuación en esa plaza: miércoles 25 de diciembre de 1957. Estoqueó un novillo de don Paco Terán, y alternó con Rafael Velazco, José Luis Barajas y José María Ceballos; actuó, además, la cuadrilla Cuatro siglos del Toreo en México. Sin duda Enrique Barragán es el mismo de quien se consigna en el Cossío (Tomo v, pp. 659 Y 660. Espasa Calpe. Madrid, 1980): “Novillero Mejicano, que actúa en la plaza ‘El Toreo’, de Méjico, el ll de octubre de 1959, alternando con Jesús Morales, Antonio Canales y Martín Reina, en la lidia de ganado de Zotoluca y Campo Alegre. Estuvo valiente y torpón, siendo repetidas veces volteado y finalmente herido de un


puntazo en el triángulo de Scarpa de alguna gravedad. Continúan sus actuaciones y al año siguiente actúa en Guadalajara (Méjico) el 24 de abril, en unión de Rafael Velasco y Mauro Liceaga, con reses de Cerro Viejo. Dio la vuelta al ruedo tras estoquear uno de sus novillos. “Pero indiscutiblemente que para llegar años después al extremo de la huelga de hambre: no debió estar en coloso ni mucho menos. Principalmente los días de corrida -a la hora del sorteo o al entrar o salir del festejo- se apiñaban los curiosos alrededor del torerillo hambriento: unos, para solidarizarse con él y darle ánimos; otros, simplemente para ver, como quien hojea un álbum fotográfico, los programas y las imágenes de Caganchito frente al toro; y otros más, para comer frituras o beber gaseosas, exagerando inmisericordemente en presencia del huelguista el placer que les causaba ingerir tales golosinas. En la manta que extendió Enrique Barragán podía leerse textualmente: “El novillero tapatío ‘Caganchito’ se declara en huelga de hambre. Ruega a la afición local su apoyo para pedir a la empresa que se le incluya en la presente temporada”. El 1 de noviembre ya no estaba Caganchito a las puertas del hospicio. La Peña Taurina Jalisciense lo había integrado a su grupo, invitándolo a presenciar, desde las localidades que tenía EX PROFESO en el tendido de sol, la cuarta novillada de la temporada. Es tradicional en Guadalajara que -una vez arrastrado el tercer toro- un grupo de monosabios desenrolle en los medios de la plaza un gran pliego en el que se anuncia el cartel del siguiente domingo. En el pliego mostrado el l de noviembre podía leerse “la esperada presentación del huelguista Enrique Barragán Caganchito”. El populacho sentimentalista se volcó en aplausos, y el hambriento Caganchito apenas si pudo levantarse a agradecer la ovación. Sonreía amargamente El cartel lo completaban Ricardo Garda y Jorge Riveroll, con ganado de Cerralvo. El encierro venía grande y fuerte. Mal le pintaban las cosas a Caganchito, al novillero inexperto y sin facultades para descollar; al aspirante temerario, pero sin técnica ni recursos ni poder. De su escasísimo talento para ser torero ya se tenían amplios informes e irrebatibles evidencias. Por eso la empresa le cerraba las puertas; pero Caganchito, vehemente y pertinaz, declarándose en huelga de hambre se ganó la simpatía del público, y a fin de cuentas –por desgracia - se salió con la suya.


Referiré los escasos recuerdos personales que conservo de Caganchito. Debido a mi ya vieja manía de coleccionar programas de cualquier festejo taurino, no me fue difícil localizar la fecha de su presentación en la temporada 1964-1965. Caganchito vestía un terno salmón con bordados en oro. A su primero -a su único novillo- lo recibió a porta gayola con las dos rodillas en tierra. El de Cerralvo le dio un arropón -diríamos, una advertencia- Pasó el resto del primer tercio sin nada relevante. Caganchito se veía obligado a justificarse a toda costa con la muleta. Nuevamente -todo tremendismo- se arrodilló al hilo de las tablas, exactamente en la misma dirección en que yo me encontraba; mi localidad era un tendido de cuarta fila de sol. No sé cuántos muletazos alcanzó a dar, si uno o dos. como estaba él tan cerrado en tablas y yo en tan impropio sitio para apreciar su trabajo, sólo por el grito de horror de la multitud pude imaginar lo que acaba de acontecer. Al parecer, a Caganchito se le había hecho un lío la muleta; y, arrodillado como estaba, no pudo enmendar el justo terreno entre pase y pase. Al fin resbaló, quedando a merced del toro, que le propinó dos certeros hachazos: el primero, en el tercio medio de la cara interna del muslo derecho, siguiendo la dirección del triángulo de Scarpa, con una trayectoria de treinta centímetros, que interesó piel, tejido celular, aponeurosis y músculos de la región; la otra cornada se localizaba en la parte media de la región perineal, principiando cerca del ano con una dirección hacia la fosa isquirrectal, con una extensión de doce centímetros, que interesó piel, tejido celular, aponeurosis y músculos, dejando descubierta la uretra y llegando hasta el recto. El pronóstico era grave. Los médicos estimaban que, de no presentarse complicaciones, Caganchito tardaría en sanar cuarenta días, aproximadamente. En las dos heridas que presentaba el novillero se practicó desbridación amplia, se lavó y se desinfectó, ligando vasos y suturando en tres planos, dejando en cada herida tres tubos de drenaje, sonda uretral permanente y antibióticos; la transfusión total de sangre fue de quinientos centímetros cúbicos. Después de empitonado, vi cómo lo condujeron por el callejón. Lo perdí de vista cuando entró a la enfermería. Una vez más volvería yo a verlo: amoratado bajo el cristal de su féretro. Caganchito salió bien -físicamente- de la operación; pero moralmente quedó despedazado. Sabía que como torero estaba muerto.


Jamás había evidenciado tan claramente su ineptitud.Ahora las puertas de El Progreso se le clausuraban con siete cerrojos... y para siempre. Después de su fracaso se veía a Caganchito deambular triste y apartado. Nadie lo rechazaba ni mucho menos; pero él se empeñaba cada día más en estar solo. Vinieron luego días aciagos de ardientes lágrimas; una reservación de hotel... y el suicidio por envenenamiento. Enrique Velázquez; un amigo mío de la infancia, nos indujo a mi hermano y a mí a concurrir al velorio y al sepelio. Con pueril ligereza acudimos a la agencia funeraria que se hallaba en la esquina de Pedro Moreno y Atenas. No resistimos la curiosidad de asomarnos al ataúd. De mi visión del Caganchito difunto me quedó muy grabada -no sé por qué- la amplia dilatación de los poros de sus sienes. Al salir de la capilla ardiente abordamos un camión gris, de esos que prestan servicio en las casas de inhumaciones, y acudimos a la de Caganchito al cementerio de Mezquitán. Que en paz descanse.


Post Scriptum Mucha sangre torera se derramó en las desaparecidas plazas El Progreso y La Lidia; mucha se ha vertido también en La Monumental de Jalisco, llamada hoy Nuevo Progreso; y mucha más -¡cómo quisiéramos equivocarnos!- seguirá vertiéndose. Por lo que a nosotros los autores toca, mucho desearíamos que después de esta fecha jamás nos viéramos en el caso de actualizar el presente estudio. Nos agradaría, eso sí, reformarlo, complementarIo, ampliarlo e incluir en él nuevas informaciones de viejos sucesos; pero no añadir sangre nueva a nuestro itinerario de percances en ruedos tapatíos. No obstante, sabemos lo ilusoria que resulta tal esperanza. Escriben Ignacio solares y Jaime Rojas Palacios: “Ahora que por la evolución inevitable de que antes hablábamos, las cornadas casi han pasado a la historia, es hora de escribir la historia de las cornadas”. Esta frase, aparentemente tan feliz, no creemos que tenga nunca vigencia, por mucho que decaigan el temperamento y la bravura del toro de lidia. Desde que se escribió, más de uno ha muerto empitonado. Llevados por nuestra afición hemos investigado todos los medios impresos que estuvieron a nuestro alcance. Las fuentes de nuestras consultas son viejas revistas especializadas que -encuadernadas con unción- conserva en su copiosa biblioteca el doctor Jesús Ramírez Mota Velazco, decano universal de los cirujanos taurinos: La Lidia, El Eco Taurino, Sol y Sombra, El Universal Taurino, Uno en Toros; así como antiguos periódicos locales: El Correo de Jalisco, La Libertad, Jalisco Libre, El Informador, Juan Panadero, que nos fueron proporcionados en la hemeroteca pública del Estado. Asimismo hallamos valiosos datos en diversos volúmenes taurinos, como los señalados en nuestras referencias bibliográficas. Una mención especial nos merece la gentileza del señor Ignacio García Aceves, el empresario taurino más antiguo del mundo. El asumió desde 1931 hasta que fue demolida, la administración de la plaza de toros El Progreso; actualmente asume la de El Nuevo Progreso. amablemente nos permitió don Nacho consultar su interesantísimo archivo de crónicas periodísticas de corridas celebradas en los cosos de su administración. Para escribir acerca de las cornadas de las que no fuimos testigos oculares, contamos con el auxilio de diversos testimonios orales, entre los que descuellan los del doctor Jesús


Ramírez Mota Velazco; los del doctor Jesús Arias Montes -exnovillero y médico de plaza desde 1970-y los del maestro Juan Medina, ex-novillero y pintor, que entre una agobiante multiplicidad de temas, ha incursionado, por supuesto, en el taurino. Puede el lector estar seguro de que si el presente trabajo contiene pasajes amenos o interesantes, a ellos se los debemos. Nosotros sólo hemos transcrito, pero ellos son los que han hablado. Por eso, si la presente obra -que ya toca a su término- merece el reconocimiento del lector, son ellos quienes deberán salir al tercio a recibir las palmas. A nosotros sólo nos resta manifestarles nuestra mayor gratitud desde el callejón de estas humildes líneas.


José Rodríguez Joselillo, aunque llevaba una cornada de cinco centímetros de extensión por veinte de profundidad, sólo admitió que los médicos le taponaran la herida, pero que no lo trasladaran al sanatorio. (10 de noviembre de 1946). En esta foto se evidencia lo que es querer ser torero.


Director: Oskar Ruizesparza

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