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Federico Garibay Anaya
nació en Guadalajara en 1953. Estudio Ciencias de la Comunicación en el ITESO es cronista de toros de los diarios Ocho Columnas y el Reforma del Distrito Federal es autor de los libros Drama y tragedia de Guadalajara en el toreo 1984, Tendido de sol 1992, Episodios, curiosidades y anécdotas de la tauromaquia en Jalisco 1992 y La gloria y el infortunio 1993
ÍNDICE Primera parte El Diente, 3 Villa Corona, 8 Jocotepec, 20 Guadalajara, 21 Segunda parte Dulzuras y Amarguras, 25 Pilar, 34 El estoque de plata, 36 Una partitura ensangrentada, 41 El corazón de oro, 47 La alternativa, 49 Por esos pueblos de Dios, 54 La consolidación, 61 Pío Granda, el hombre, 65 Dulzuras, el torero, 70 El último paseo, 72 Post Scriptum, 76
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EL DIENTE
sí mismos. Cualquier falta le costaba a uno diez vueltas al patio a paso veloz, cincuenta “lagartijas” o algún arresto por el estilo. Y cuando nadie daba motivo a la menor represión, lejos de sentirse satisfechos, no sabían qué hacer y se mostraban un tanto más malhumorados que de costumbre. Mientras el capitán primero y sus oficiales más allegados conversaban y bromeaban a la sombra, era frecuente que a nosotros, los conscriptos, se nos hiciera permanecer por tiempo indefinido expuestos a los rayos del sol y “en descanso”: rígidos, el compás abierto, el pecho erguido, la barba recogida y la vista al frente. -¡Permiso! -gritaba por ahí algún gordito a punto de desfallecer-¿Qué quiere? -ladraba el cabo o el sargento-Tomar agua. -Espérese. Y la espera se prolongaba enojosamente. Acaso negar aquel permiso fuera una medida de prudencia, pues, cerciorándose la tropa de que se autorizó ir al bebedero a un conscripto, todo el personal pediría autorización para beber. -¡Permiso! -exclamaba poniéndose “en firmes” un grandulón de los de atrás-¿Qué quiere? -Rascarme. -¡Rásquese! y al punto sobrevenía una oleada de risas maliciosas. -¡Cállense! -rugía el sargento¡¡Silencio!! Aquella tarde ensayamos una y otra vez todos los números de que constaría la ceremonia de nuestra liberación. Estábamos rendidos. Y lo malo del caso es que no teníamos esperanzas de retiramos a nuestras respectivas casas. Faltaba todavía lo más fatigoso: el vivac. Con los últimos resplandores de la tarde, clases y oficiales se organizaron para inspeccionar nuestras mochilas. Los aduanales de nuestras fronteras del norte no lo habrían hecho más minuciosamente que nuestros superiores. Con excepción de nuestros alimentos y nuestra bolsa de dormir -o nuestra cobija, los que éramos pobres-, teníamos prohibido llevar armas -ya fueran de fuego o blancas-; bebidas alcohólicas, linternas, cigarrillos y fósforos. Sobreponiéndonos a la sed y al cansancio,
I ¡Atención, banda!: A la sordina, ¡paso redoblado!... Ya!... Un, dos, un, dos, un, dos… ¿A qué voltea, Olavarría? ¡Vista al frente! ¡Un, dos, un, dos!... ¡Hilera izquierda!... ¡Ya! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... Un, dos, un, dos, un, dos... Así, marcándonos el paso, desfilaba con nosotros el teniente Salazar. Y yo, a su lado, al frente de la banda de guerra. Detrás de nosotros marchaban numerosos contingentes: escolta, esgrima, tumbling, paralelas, defensa personal, sanidad y caballería. Sumábamos más de cien uniformados. Exceptuando clases y oficiales, el resto lo integrábamos conscriptos que cumplíamos nuestro servicio a la patria en el Centro de Adiestramiento Militar del Instituto Guipúzcoa, aquel colegio donde yo cursaba entonces mi último año de Bachillerato. Eran aproximadamente las seis de la tarde del sábado 4 de junio de 1972. Estaba próxima la fecha de nuestra liberación. Por lo tanto, era el tiempo en que no pocos conscriptos imaginábamos las duras palabras que quisiéramos lanzar a nuestros superiores una vez teniendo en nuestro poder la cartilla liberada. Pero· como no nos atrevíamos, disimulábamos simplemente el disgusto que nos ocasionaban sus petulantes ordenanzas. -¡Alto!... ¡Ya! ¡En descanso!... ¡Ya! Jadeantes, después de tres horas de disciplinada marcha, en lugar de permitimos descansar, se nos obligaba a permanecer -más de media hora”en descanso”, una posición que a la larga no hace demasiado honor a su nombre. Los que habían sido conscriptos el año anterior y todavía tenían humor para seguir en la brega, se complacían en desquitarse de los sinsabores que sufrieron a causa de otros individuos semejantes a ellos. Lo malo del caso es que se vengaban en la inocente persona de cada conscripto nuevo, haciéndole la vida intolerable. Daban lástima aquellos acomplejados, que acaso -duramente reprimidos en sus casasnecesitaban pegar de gritos y castigar el más leve error o la broma más inocente que saliera de filas, a fin de sentir alguna seguridad en 3
enfilamos rumbo a Zapopan, golpeando rítmicamente el asfalto con los metales de nuestras doscientas botas. Los caballos de la retaguardia arrastraban los cascos a su antojo, alterando el ritmo acompasado de nuestra marcha. Los oficiales se nos habían adelantado en jeeps. Como a la una de la mañana llegamos a un paraje que semejaba un rebaño inconmovible de peñascos milenarios, el más elevado de los cuales -por tener poco más o menos la forma de un colmillo- fue bautizado con el nombre de El Diente. Me resultó tan fatigoso aquel vivac, que me propuse no volver jamás a El Diente. Pero por fortuna no llevé a efecto determinación tan pueril.
la Sagrada Comunión, y durante el tiempo de su enfermedad se debatió entre visiones de demonios que lo afligían y de ángeles que lo confortaban. Cuando más se temía por su vida sanó repentinamente merced a la milagrosa intervención de la Virgen María, que se le había aparecido para alentarlo en su vocación. Un buen día se escapó Estanislao del palacio de Kimbercker, y llegó hasta el convictorio de Tréveris. Para lograrlo tuvo que recorrer, solo y a pie, más de setecientos kilómetros, burlando los obstáculos naturales y la persecución de los suyos. Fue recibido por San Pedro Canisio, entonces superior de los jesuitas en Alemania. Era el verano de 1567. Canisio lo envió a Roma con una carta de recomendación dirigida al Padre General, San Francisco de Borja, varón enérgico que, al igual que Estanislao, supo -por seguir a Cristo- despreciar las grandezas y las vanidades de este mundo. Apenas nueve meses vivió Kotska en el noviciado de San Andrés de Quirinal, cuando una nueva enfermedad se le presentó. En esta ocasión volvió la Virgen a descender hasta su lecho, pero no ya para restablecerlo, sino para sacarlo de este valle de lágrimas y hacerlo comparecer ante el Señor. No podía tener nuestro Club santo patrono más a propósito que Estanislao de Kotska: él era prácticamente un niño, menor aún que muchos de ustedes; un jovencito que en su arduo peregrinar hacia el noviciado de la Compañía de Jesús, conquistó la cumbre de las montañas de este mundo ... para conquistar después la cima de la montaña celestial. Que su recuerdo dé sentido a nuestro lema: “Con Dios a la cumbre”. Creo en Dios Padre todopoderoso... El padre Luis Hernández Prieto, de la Compañía de Jesús, fundador queridísimo del Club Alpino, daba por terminada su homilía. Otro jesuita, el padre Francisco Ulloa, concelebraba en lo alto de El Diente, la roca mayor.
II -Amadísimos hermanos: Una vez más nos hemos congregado en torno a estas viejísimas rocas, para celebrar la fiesta anual de San Estanislao de Kotska. El recuerdo de aquel jovencito polaco, a quien el Señor se apresuró a sacar del mundo, nos alienta a vencer todos los obstáculos que nos separan de Dios. Durante el tiempo en que San Estanislao estudiaba en Viena, en un colegio de jesuitas, sintió una inequívoca vocación religiosa, y determinó ingresar a la Compañía de Jesús; pero, los obstáculos que tuvo que superar no fueron pocos ni resultaron fáciles. Su padre, señor de Zatarotzin, caballero de la nobleza de Polonia, se oponía con todas sus fuerzas a la santa vocación del muchacho. Estanislao había cursado apenas un año en el Colegio de Viena cuando fue disuelta la Compañía en toda Austria por el emperador Maximiliano. Ello ocurrió en 1565. Para continuar sus estudios, Estanislao tuvo que hospedarse en el palacio del príncipe de Kimbercker, un resuelto luterano, en compañía de su hermano mayor, de su preceptor y de dos de sus primos. Este cambio que se operó en Su vida lo atribuló en sumo grado: Su preceptor no lo comprendía. Sus primos se burlaban de él. Su hermano lo golpeaba. Todos estos sinsabores -aunados a las mortificaciones que él mismo se aplicaba- acabaron por postrarlo en el lecho. El luterano le negaba el consuelo de recibir
III En aquel mismo paraje, la víspera por la noche, se escenificó un espectáculo de luz y sonido en honor del santo. El Club Alpino del Instituto Guipúzcoa suele celebrar la fiesta de su santo patrono el 4
segundo o tercer sábado de noviembre. Con ser un espectáculo tan vistoso y original, apenas unos centenares de familias tienen noticia de él: las familias de los estudiantes del Instituto, y particularmente las de los miembros del Club Alpino. Durante el curso del día de la fiesta van llegando -a pie o en vehículos numerosos grupos de muchachas y muchachos, casi siempre acompañados de sus familiares o de sus amistades. Aprovechan la luz natural para erigir sus tiendas de campaña y para colectar las hojas y los palos secos que más tarde servirán para alimentar el fuego. Los socios más aventajados del Club, en lo alto de las rocas, se dedican a vigilar que los noveles en el deporte del rappel, desciendan con toda la seguridad posible. Son incontables las rocas que existen en aquel paraje. Entre las más conocidas destacan: El Diente, El Dientito, El Pulpo y La Calavera. El Diente es la roca más alta, y mide como treinta metros; El Dientito, alrededor de diez, de ahí el diminutivo; El Pulpo es un peñasco encajado en el cerro y presenta varios salientes semejantes a los tentáculos de un molusco octópedo. La Calavera es una roca gigantesca que reposa sobre otra todavía mayor. Vista de perfil parece un cráneo, bajo cuya mandíbula inferior ha de perder contacto con pared el osado que descienda de lo alto del frontal. Esta circunstancia hace especialmente emocionante la suerte de rappelearla. A las ocho y media de la noche se lanza al aire un cohete, que advierte que se ha dado al público la primera llamada. A las ocho cuarenta y cinco se lanza el segundo, y a las nueve en punto principia la función. La primera parte de la ceremonia consiste en entregar diplomas y medallas a los miembros del Club que más hayan sobresalido en el transcurso de un año. La categoría de los reconocimientos se mide por la antigüedad del miembro en el Club, por su constancia, por su cooperación, por su currículum alpino o por su asiduidad a las excursiones. La presea más estimada es la Cruz de los Once, un galardón que viene otorgándose en memoria de once jóvenes del Club que murieron congelados el 5 de febrero de 1968, al descender del Iztaccíhuatl. “No murieron -escribió un profesor del Instituto~,
llegaron a la Cumbre”, Después de otorgadas las preseas se hace oír una grabación que dura treinta minutos, aproximadamente. Cada año se estrena una diferente, pero prácticamente en todas se emplea el tema alpino como metáfora orientada a que el oyente se remonte a las cumbres de la espiritualidad y del trato con Dios; a descubrir la belleza de la Creación y a darle un aliento en esta vida, que tan menudo se nos presenta cuesta arriba. Estratégicamente dispuestos detrás de las rocas -sin ser vistos por el público- varios jóvenes encienden luces artificiales. Otros, convenientemente equipados, descienden desde lo alto de las rocas a través de la cuerda. Elevan sus cabezas tocadas con unos sombreros especiales, cuyos picos están atravesados por un clavo que sirve de eje a una coronilla de fuegos artificiales. Cuando al muchacho que va a rappelear le llega la hora, alguien le acerca un cigarro encendido a la mecha de la coronilla, y en cuanto se prende ésta, comienza el muchacho su descenso a rappel. Baja lentamente, mientras muerde con firmeza los cordoncillos del sombrero. No vaya a ser que éste se ladee. y la coronilla queme la cuerda. En medio de la oscuridad nocturna del descampado, apenas si se advierten las siluetas de las rocas y las diminutas figuras humanas, sin otra iluminación que la pirotécnica. Y eventualmente, algún reflector que proyecta luces azules, amarillas o rojas. La fiesta termina con el castillo multicolor que se enciende en la punta de El Diente. Mientras, abajo, entre el vocinglero público, se da suelta a los toritos de fuego. En seguida, con jolgorio indecible, se encienden las fogatas y los ánimos, la cena y las conversaciones. Y no se apagan sino hasta que ya esté por romper el alba de un nuevo domingo. Y luego, a eso de las once de la mañana, un sacerdote sube hasta la cruz de la roca mayor, se viste sus ornamentos y oficia misa. Cuando aún vivía, concelebraba -abajoel padre Luis, y distribuía la comunión entre los fieles. jAh, el padre Luis se ha ido! Pero su obra permanecerá. Y cada año -por el mes de noviembre- volverá a celebrarse en El Diente la fiesta grande de San Estanislao de Kotska. Que así sea por largos años. 5
otros que alcanzaron a escucharme. ¡Qué desconsiderado fui! Lino guardó su guitarra, y no me di cuenta a qué horas desapareció de entre nosotros. Yo me había apoderado de la situación y por horas enteras me dediqué a cantar y a declamar casi todo lo que la gente me pedía. Algo reservado, cerca de “nuestra” fogata, un joven nos estaba mirando con mucha fijeza. Parecían gustarle nuestras canciones y nuestro ambiente. Incluso de tiempo en tiempo me preguntaba que si me sabía tal o cual canción. Y yo lo complacía. (Eso creo.) Aquel joven, de porte distinguido, vestía un saco oscuro. A menudo se mostraba sonriente y agradecido. Estaba solo, de pie junto a una roca. No se acercaba más porque acaso temía ser rechazado por nosotros, pues no conocía a nadie. Percatándose de tal situación, lo invité a que se sentara con nosotros. Tres horas después, junto al fuego decadente, ya callada la guitarra y cada vez más entumecidas mis manos bajo mi poncho de lana, me quedé platicando con los tres o cuatro amigos que aún estaban despiertos y con el joven desconocido que se acercó a nuestro corrillo. A menudo las conversaciones toman rumbos inverosímiles. Comenzamos refiriendo anécdotas de nuestra vida estudiantil y luego -no recuerdo cómo ni por qué- empezamos a hablar de toros. Mi enorme vanidad hizo que nuestro diálogo se convirtiera casi exclusivamente en mi monólogo. Todo empezó cuando mi amigo Horacio Naranjo me formuló una pregunta que, en mi opinión, denotaba un pobre conocimiento en asuntos taurinos: -Bueno, ¿y quién es el mejor torero? Fruncí el ceño, hice como que meditaba profundamente la cuestión y desbordé lo que yo entonces, ilusamente, suponía era el caudal de mi erudición y de mi autoridad en la materia: -Eso no se puede contestar. Mira, Horacio: hace unos días publiqué en Coliseo Deportivo un artículo titulado “¿Quién ha sido el más grande de los toreros?”. En dicho artículo me refiero a todas esas personas que, como tú, piensan que es posible cuantificar el arte. Porque hay que aceptar que el toreo lo es, sin discusión. Podrás saber cuál es el mejor jamón, el de más calidad.
IV Mi amigo Pablo Rangel y yo estábamos muy contrariados. Por más ramitas y hojas secas que casi a tientas íbamos colectando la noche de la fiesta, nuestra fogata parecía extinguirse irremediablemente. Ni el periódico que nos hallamos, ni el vaso de gasolina blanca que nos regalaron, ni nuestra búsqueda de materias combustibles por entre matorrales y hojarascas, ni la habilidad de Pablo para postergar la extinción del fuego ni la perseverancia mía de buscar más alimento para la hoguera, pudieron dar el calor deseado a nuestra noche fría. ¿Quién hubiera querido acercarse a cantar con nosotros, si ni siquiera disponíamos de lumbre? ¿Cómo íbamos a disfrutar de nuestra cena si estábamos tiritando de frío? Yo guardé con tristeza mi guitarra y Pablo desempacó lentamente, en silencio, los alimentos que llevábamos. Sentados frente a las cenizas temblorosas de nuestra frustrada fogata, procuramos sobreponemos al frío y a nuestra fortuna, que después de todo no fue tan mala. Los duelos con pan son menos. Descorchamos una botella de vino tinto y, entre trago y trago, íbamos llevándonos a la boca sustanciosas tajadas de queso manchego, gruesas rebanadas de pan negro, generosas raciones de jamón serrano y suculento aceitunas. Ya no pensábamos en cantar. ¡Qué va! Pero... en buena hora Pablo reconoció a Lino, un antiguo vecino suyo que -sentado no lejos de nosotros-, disfrutaba plácidamente, en compañía de su novia y sus amigos, de una fogata espléndida. Pablo y yo nos integramos a aquel grupo. Lino, sin que apenas lo notáramos, pulsaba virtuosamente una guitarra, al tiempo que cantaba con una voz pausada y queda, como si sólo para su amada quisiera hacerlo. Entre tanto yo pensé: “Más vale pedir perdón que pedir permiso”. Fui por mi guitarra, y no fue mucho lo que tardé en regresar con ella, ya afinada. Pablo -lógico es suponerlo- me recibió con un aplauso muy afectuoso, lo mismo -sin conocerme- que la novia de Lino. Dios me libre de pensar que tengo más habilidad que Lino para tocar la guitarra; pero es el caso que, por mi carácter -sociable e insolente-o por mi voz -destemplada y montaraz- atraje hacia mí la atención y los aplausos no sólo de quienes nos circundaban, sino también los de algunos 6
Eso sí que puede cuantificarse. Podrás saber también, por su precio o por sus características, cuál es el queso más fino. O por su aroma, su añejamiento o el año de su cosecha, cuál es el mejor vino. Pero en cuestiones artísticas, ¿puedes, pongamos por caso, decirme quién ha· sido el mejor de los poetas?: ¿Dante?, ¿García Lorca?, ¿Goethe?, ¿Rubén Darío?.. ¿Quién? Podrás valorar el arte, pero jamás cuantificarlo. Bien lo ha dicho Antonio Machado: “Todo necio/confunde valor y precio”. ¿Crees, acaso, que puede saberse quién es superior, si Monet o Van Gogh, si Zuloaga u Orozco Cuando mucho podrás decirme -de acuerdo a tu personalísima valoración del artela obra de quién es la que más te agrada; pero una cosa es lo que a ti más te guste, y otra muy distinta la que sea mejor. Una cosa es tu subjetividad, y otra la objetividad. Sería un gran error confundir estas dos cosas. ¿O crees que Mozart es mejor que Beethoven? ¿O que Bach supera a Chopin y Falla a Tchaikovsky? ¿No crees que afirmar eso sería un disparate? -Ciertamente. -Para aquilatar la valía de un torero, existen tantos y tantos criterios, que nunca sabrás -doy por supuesto que hablo de los grandes- quién es el mejor de todos. y no hay ninguno que acapare todas las virtudes toreras. Desde luego uno será más valiente que otro, pero acaso éste sea más intuitivo que aquél. Los toreros ideales nunca han existido ni jamás existirán. Son toreros reales los que se ven en los ruedos, y los toreros reales no pueden ser perfectos. Si bien en cualquier actividad artística es difícil alcanzar la perfección, en los toros resulta verdaderamente imposible. Cuando se baila, por ejemplo, los artistas se ponen todos de acuerdo en los movimientos que han de exhibir ante el público; y de su asidua práctica y de su constante disciplina, se logran la armonía y el acoplamiento exactos, aun tratándose de una compañía numerosa. Todos los integrantes de la compañía son seres humanos dotados de inteligencia. Todos son capaces de colaborar -movimiento a movimiento- a conformar la plasticidad y la magia del baile. Pero imagínate el grado de dificultad que experimentará el torero cuando pretenda crear belleza -la belleza de un ballet dramático- a través de una coordinación con los impulsos bravíos de una bestia
irracional, salvaje, con la que no es posible ponerse de acuerdo ni ensayar previamente la faena que verá el público. y cuando se ha obrado al fin el prodigio del acoplamiento entre toro y torero, aquella estampa de arte efímero -y por serIo, doblemente hermoso-, concluirá para siempre. Así, sin repetición posible. Al sonar otro tamborileo y otro toque de clarines, saltará al ruedo otro toro, otro bruto con otra conducta, otro temperamento que planteará una dificultad desconocida; un nuevo reto, engatillado y negro, en medio de la plaza. Entonces, cuando el torero deje atrás la seguridad del burladero, saldrá una vez más al peligro de lo incierto, a escribir las páginas de una nueva historia, que bien puede ser la de su propia muerte. Desde que se corren toros, muchos hombres han conseguido estructurar auténtícas obras de arte, embestida a embestida. Y de entre aquellos hombres, ¿quién ha sido el mejor?, me preguntas. Pero ahora comprendes que ninguno ha lucido su habilidad en forma idéntica a los demás: unos son osados y otros emotivos. Algunos provocan gritos de angustia y otros encienden las pasiones. ¿Quién será el mejor de todos?: ¿el más valiente o el más esteta, el más conocedor de su oficio o el que ha toreado más corridas, el que más llena las plazas o el que va mejor vestido, el que cobra más dinero o el que corta más orejas? A fin de cuentas, ¿quién? ¡Hay tantas opiniones, tantos partidarismos! ¿Cuál será realmente la virtud torera más meritoria o la más difícil de adquirir? Si lo supiéramos, tal vez podríamos determinar que mejor torero será aquel que en mayor medida se vea adornado con aquella virtud. Pero, ¿cuál es aquella virtud?: ¿el valor, el arte, la técnica, el mando, el temple, el poderío, el duende... o cuál? ¿Quién se atreverá a jerarquizar, conforme a fríos y objetivos balances, la importancia de las virtudes toreras? ¡Nadie! Y ese mismo señor podrá venir ahora mismo a decimos quién es el mejor de los toreros. -Bien -me decía Naranjo aturdido por mi perorata-o Me parecen aceptables tus apreciaciones. En realidad lo que yo quise preguntarte fue qué torero es quien más te agrada por su forma de interpretar y de sentir el toreo. -¡Hombre!, pues así la cosa cambia. ¿A mí? ¡No sé! Tal vez Juan Belmonte. ¡Todo un revolucionario de la Fiesta! 7
-¿Revolucionario? ¿Por qué? -Belmonte hizo el paseíllo en la historia de la tauromaquia, partiéndola en dos mitades medulares. Hoy se habla como de cosa obsoleta del toreo de antes de Belmonte. Y como piedra donde se cimienta la actualidad, taurina, del toreo de después de Belmonte. Y es que Belmonte, entre otras cosas, no respetó nunca los llamados “terrenos del toro”, tan intocables hasta antes de él. Belmonte, de su defecto de codillear, hizo florecer la colosal virtud de pasarse los toros más cerca que nadie, demostrando de paso hasta qué punto es posible torear en redondo. Sostuvo con la frente en alto las más enconadas rivalidades con Joselito y Gaona. Para no ser incongruente con las ideas que expuse hace un momento, renuncio a la tentación de declarar que Belmonte era el mejor de todos. ¡Pero qué gigante era! Su época fue llamada con toda justicia “La Edad de Oro del Toreo”. -¿Cómo su época? ¿Qué acaso Belmonte no es un torero contemporáneo? -No, señor. Belmonte se retiró en 1935. -Entonces, ¿lo has visto torear en festivales? -No -tuve que confesar-, ni lo veré nunca porque ya está muerto. Solamente vi rodar películas de su tiempo, muy maltratadas. También he visto fotos suyas y algo he leído acerca de su vida. -¡Ah, maese! -me llamó por mi apodo Pablo Rangel, ya tambaleante de sueño-¡Qué ocurrencias las tuyas! Naranjo te pregunta que cuál es el mejor torero y tú le das mil vueltas al asunto, para que al fin nos salgas con que Juan Belmonte, un torero al que ni viste ni verás. -Quizá por eso mismo lo aseguro. Tal vez lo idealizo porque nunca lo vi... y hubiera querido. Ya lo ves, así son las cosas. - Y de los toreros actuales -me preguntó con notorio interés el joven que se acercó a nosotros-, ¿quién es el que más le convence? -¡Bah! ¿Por qué no me tuteas, hombre? Y a partir de aquel momento, alternando la conversación con sorbos de buen vino, estuve hablando de toros hasta que me venció el sueño. Mi interlocutor tendría unos veinte años, aunque acaso representaba más debido a su continente de hombre educado y reflexivo, y a la plomiza espesura que sobre su rostro ostentaba su barba, impecablemente afeitada. A la vez,
paradójicamente, parecía un chiquillo por la profundidad y la pureza de su mirada. -Pues mira. De .los toreros que he visto actuar últimamente ... Y no paré de hablar sino hasta poco antes de que despertaran los primeros madrugadores.
VILLA CORONA
I En el preciso punto donde se detendría el autobús, nos esperaba una alegre banda de música. Era casi la una de la tarde. Cuando los lugareños nos vieron bajar del camión, lanzaron innumerables cohetes. La gente de las casas vecinas salió a la calle para vemos de cerca. Las muchachas del pueblo nos arrojaban serpentinas y confeti. -¡Ya llegaron los toreros! Me acompañaban tres humildes maletillas que, perdida toda esperanza de entendérselas ante auténticos toros de lidia, aceptaban todas las oportunidades que se les brindaban de actuar en cosos pueblerinos, pechando con toros criollos o de raza cebú, cerreros, toreados, de incierta procedencia y aviesas intenciones. Aparte de los toreros -como gentil mente nos llamaban los lugareños, integraban nuestra caravana dos fotógrafos, un viejo banderillero ya retirado ~quien por cierto fue el que nos contrató por ciento cincuenta pesos a cada uno- y el amigo aquel que conocí en El Diente. Dio la casualidad de que me lo encontré un día en los portales del centro de Guadalajara. Le pregunté que si quería ir a verme torear, y la idea le entusiasmó más de lo que yo hubiera sospechado. Acordamos vemos al día siguiente, en la terminal de autobuses. Y ahí estaba él, muy puntual, cuando llegamos la cuadrilla y yo. Entre nosotros no había jerarquías. Todos a la vez éramos matadores y peones de brega. En Villa Corona habría novillos para todos. y es que en los pueblos del sur de Jalisco las corridas suelen empezar desde las cuatro de la tarde y no terminan sino hasta que se pone el sol. Durante el viaje estuve dialogando animadamente con mi invitado. Mejor dicho, estuve monologando para él. Creo que le complacía oÍrme hablar de toros. Acaso porque, al hacerlo, me sobresaltaba y gesticulaba hasta convertirme en una especie de marioneta, graciosamente ridícula. 8
Cuando le daba tregua mi soliloquio, mi compañero no dejaba de formularme preguntas inocentes, que a mí se me figuraban propias de un neófito: “Oye, ¿y qué sientes cuando toreas? ¿No te da miedo?”. Ya todo cuanto yo le respondía, casi invariablemente comentaba: “¡Qué increíble!”. No sé si porque mi relato le resultaba interesante o porque de verdad era inverosímil. Aquel amigo me cayó muy bien. ¡Era tan sencillo! Y cualquier cosa parecía alegrarlo. Cuando llegamos a Villa Corona, la banda nos saludó con una diana imponente. Mientras descendíamos del autobús -avíos en mano-, el pueblo nos aplaudía y se impacientaba por llevamos hasta las mesas que, en plena calle, se acogían a la sombra de los árboles próximos a la presidencia municipal. Allá nos estaban esperando los ganaderos, los patrocinadores del rumboso recibimiento, la reina de las fiestas y una ensordecedora batahola de chiquillos. ¡Y no era para menos!: Habían llegado los toreros.
hacer el paseíllo, me lié en el hombro izquierdo una muleta desarmada. El miedo y la tensión nerviosa estaban a punto de volverme loco. En la calle sonaban tambores y chirimías, produciendo una extraña música -estrepitosa y monótona- que me erizaba los cabellos, como si fuera un presagio de mal fario. ¿Pero qué demonios estoy haciendo aquí? ¿Cómo es que vengo a este maldito pueblo a jugarme la vida tan innecesariamente? Yo no soy, en realidad, más que un simple estudiante universitario y no debo dedicarme a otra cosa que no sean mis estudios. Venir a torear está bien para mis compañeros de cuadrilla, que quieren ser toreros por pura necesidad. Pero ¿yo? Ahora mismo debería estar en Guadalajara, con mi familia, en mi casa, tranquilamente. ¿Qué necesidad tengo de venir a ponerme este absurdo vestido que a medio mundo hará reír? ¿Por qué me expongo a hacer el ridículo o a que me mate un toro? Si llega a sucederme una desgracia no podré disponer de un médico que me asista. Ni siquiera de un algodón o de un frasco de alcohol. Aquí no hay cama, ni enfermería, ni un techo bajo el cual morir. Si llega a sucederme una desgracia... ¡Eso, Dios mío! Si llega a sucederme una desgracia, ¿qué voy a hacer? ¿Por qué tuve que venir a este pueblo, donde si triunfo o si muero nadie lo sabrá? ¿Qué tanta gloria taurina puedo alcanzar si triunfo aquí? ¡Y cuánta desdicha si resulto herido! Si al menos me corneara un toro de lidia, ante un público enterado. Pero no. Aquí sólo me expongo a la cornada de un cebú y a las risotadas de una multitud borracha, que mañana, sin lugar a dudas, comentará: “Tuvo güeno el jaripeo. Mataron a uno”. Y de ahí... al eterno olvido. ¡Cómo me dan ganas de largarme de aquí! Pero ya casi es la hora de la corrida. Ya estoy vestido y no sale bien que me escape. Bueno, entonces lo que puedo hacer es salir al ruedo lo menos posible y procurar en todo momento cuidarme la ropa. Si salgo vivo hoy mismo me retiro de estos menesteres. No tengo por qué arriesgarme a un percance de consecuencias irreversibles. Si al menos supiera torear, ¡qué gran seguridad tendría! Ya no me importa nada. Si la gente me grita: “¡Miedoso!” bien está. Lo soy. Pero nadie tendrá derecho a decirme ratero. Al fin que casi ni me pagan... Hacía rato que las chirimías y los tambores
II Frente a la plaza de toros vivía una viejecita viuda y sola, miserable y casi inválida, que a pesar de sus quebrantos derrochaba buen humor, gracia y salero. Era tan hospitalaria que, nos invitó a su casa. Ahí mudamos nuestras ropas de calle por las de torear, que por estar tan marchitas, no veo propio llamarlas ternos de luces. Sin embargo, la emoción que íbamos experimentando al enfundamos en aquellos esperpentos indumentarios, era la misma que habríamos sentido si nos hubiera sido dado estrenar en la plaza de la Real Maestranza, un atuendo recién salido de la aguja de la maestra Nati. Cuando uno concibe la vida más en sueño que en vigilia, Villa Corona se convierte en Sevilla, y los marrajos cebúes, en arrogantes pupilos de Pablo Romero. Los sucios pretales son moñas de celebérrimas divisas. Y los corridos que toca la charanga, pasodobles de rumbo y tronío. En el sombrío cuartucho donde nos vestíamos, había un ropero viejo ante cuya luna rota no dejábamos de contemplamos, detalle a detalle, toda vez que nos íbamos ciñendo cada prenda. Aquella tarde salí a la plaza con un temo color salmón bordado en pasamanería negra. Y como no disponía de ningún capote de lujo para 9
se habían callado. Ahora la banda irrumpía con El Gato Montés, a cuyos acordes me espabilé. Me sentí torero. Antes de abandonar la casa de la ancianita, guardamos todos un respetuoso silencio ante las imágenes de nuestra particular devoción. Rezamos brevemente, y sobre un altarcillo portátil dejamos encendidas cuatro veladoras. III El gentío nos aguardaba en la calle. Habían dispuesto dos calesas engalanadas de flores para el convite. Al frente iba la banda. En seguida, la primera calesa,. y en ella la reina del lugar con sus tres princesas, que arrojaban claveles a su paso. Tras de nosotros, a pie por los callejones empedrados, payasos y mojigangas repartían programas de mano a todo el que se les acercaba. El populacho, finalmente, completaba aquel pintoresco desfile. Algunas mujeres se asomaban a vemos y nos arrojaban flores desde balcones y azoteas. Cuando volvimos a la calle de la plaza, la chiquillería nos aguardaba, con la esperanza de que le diéramos a cargar nuestros avíos, y así pudiera entrar gratis. Algunos niños pudieron pasar merced a este recurso; pero los que no, no por ello dejaron de ver toros. A la hora del paseíllo pude comprobar que nos aplaudían desde las copas de los árboles que circundaban la plaza. Hacía mucho calor. Las manos me sudaban copiosamente. La cuadrilla y yo bajamos de la calesa lenta y silenciosamente. Los fotógrafos que iban con nosotros nos abrían paso entre el tumulto. Al fin conseguimos entrar a la plaza por una puerta estrecha, de madera podrida. En el patio de cuadrillas permanecimos cosa de diez minutos, al término de los cuales timbales y clarines anunciaron el comienzo de la corrida. Un ranchero se apresuró a abrir el pesado portón de acceso al redondel, que lucía espléndido, recién regado. Ya estábamos en el umbral del misterio. En el extremo izquierdo, vestido de tabaco y oro, se erguía Arturo Talavera, un iluso incorregible cuyos éxitos taurinos jamás llegaron: llevaba once años queriendo ser torero. En el extremo derecho -de salmón y negro- era yo quien se disponía a hacer el paseíllo. Diego Guzmán, enfundado en un terno celeste y plata, deslizaba en la arena, al Iado de Talavera, nerviosamente
sus zapatillas. Finalmente, junto a mí, de verde olivo y oro, se persignaba, montera en mano, Luis Mondragón, un adolescente de catorce años, que aquella tarde estrenaba esa vivencia inefable que es vestirse de torero. Y no precisamente para fotografiarse. Detrás de nosotros desfilaban seis lugareños, todos ellos hombres de a caballo, que a su vez eran seguidos, entre saltos y visajes, por los payasos que protagonizarían la parte cómica del espectáculo. Incontables pueblos mexicanos celebran sus fiestas patronales con acontecimientos taurinos que en poco o en nada se asemejan a las corridas de toros a la usanza española. Una vez llegados al burladero de matadores, hicimos una protocolaria reverencia ante el palco de la reina y las princesas. ¿Habrán sido ellas la autoridad? Me imagino que sí. Al menos eran las responsables de condecorar con listones de colores el valor y la destreza que ante el toro -o sobre él- demostraran toreros y jinetes. Pero de eso a tener autoridad sobre la forma de llevar la lidia, había mucha diferencia. Pero, al fin y al cabo, ¿qué papel podría asumir la autoridad en un festejo como aquel, en que la lidia de los toros no contiene el fundamento de ningún tercio? Así las cosas, resultaría inoperante todo toque de cambio de tercio. Por eso era preciso que la supuesta autoridad de Villa Corona se viese exenta de cumplir la tarea de cambiar de tercio. En lo que sería el primero, no se pica. A continuación, tampoco se banderillea, con lo que queda desierto el segundo tercio. Por último, al cabo del trasteo muleteril, no se entra a matar. Así pues, en caso de haber estado colosal un torero, no podrá cortar apéndices. Entonces, ¿cómo galardonarlo? Para eso están las cintas de colores en manos de las jóvenes más guapas del pueblo. Apenas hubo sido despejado el ruedo, salí al tercio sin que nadie me lo solicitase, a mendigar la ovación del público. La banda, muy cortésmente, me tocó una diana. Luego quise compartir las palmas con mis compañeros; pero ellos, modestos, no accedieron a salir. Cuando regresé al burladero -nunca lo podré olvidar-, Diego Guzmán me miró fijamente y me espetó: “Si algún aplauso es para mí, lo ganaré delante del toro”. 10
IV Por iniciativa propia -pues ya sabemos que no había juez de plaza-, uno de los trompetistas de la banda tocó para que saliera el primero de la tarde, un cebú negro, imponente, que ya se encontraba en el cajón, debidamente apretalado y con un jinete encima. Cuando los rancheros abrieron la puerta, salió el toro con tal Ímpetu, que no bien hubo concluido su reparo, ya estaba el jinete en el suelo, sangrando profusamente de la sien derecha. Arturo Talavera se apresuró a hacerle el quite a aquel pobre infeliz, que, ya incorporado, abandonaba el ruedo por su propio pie, si bien cojeando, al tiempo que recibía tibios aplausos de consolación. El toro quedó emplazado, con la gaita levantada, desafiante. Talavera se acercó a él con paso decidido y se detuvo a citarlo a unos dos metros de distancia. El cebú se le echó encima con una fuerza tremenda, despojándolo del capote y golpeándolo duramente en el pecho. Los vaqueros lazaron al toro por los cuernos y por las patas; tensaron las sogas y lo derribaron. Un nuevo jinete se sujetó al pretal, y al aflojar las cuerdas los vaqueros, Arturo Talavera, pálido y tembloroso, esperaba muleta en mano las imprevisibles acometidas de su adversario. El animal se levantó enfurecido y embistió a Talavera, quien, resbalando inexplicablemente, sufrió un nuevo desarme y una de las volteretas más aparatosas que yo haya visto. Afortunadamente, del susto no pasó. El jinete, entre tanto, continuaba invicto sobre el lomo del galafate. Y cuando al fin bajó, se llevó una gran ovación y se le llamó al palco de la reina, a que ésta lo condecorara con un listoncillo de seda. El cebú regresó a los medios de la plaza, a ver quién sería el majo que lo citara de nueva cuenta. El público, morboso, pedía que Arturo continuara; pero, más prudente que temerario, Talavera prefirió dar el asunto por concluido antes de que ocurriese una desgracia. Nada remota habría sido, ya que el cebú estaba en puntas. -¡Sálganle, torerus! -vociferaba el gentÍoPero no hubo fuerza que nos apartara del burladero. De pronto bajó un hombre de mediana edad, gordito y entrecano, que se aproximó al toro sin más defensa que su sarape. Iba en estado de ebriedad. En esas capeas pueblerinas todo resulta grotesco. Hasta los espontáneos.
El hombre citó a la bestia alegrándola con un grito aguardentoso. El toro acometió con fiereza, pero se detuvo al llegar a la jurisdicción del sarape, derrotando violentamente sin que el intruso sufriera el menor daño. Envalentonado por el alcohol y por el feliz desenlace de su primer lance, volvió el hombre al toro, y con tan buena fortuna que -no puedo aún explicarme cómo resultó ileso de todos los “capotazos” que instrumentó. Y no fueron pocos. Finalmente se arrodilló frente al animal. El público aplaudía a más no poder. La banda no paraba de tocar dianas. El espontáneo, levantando de la arena su sarape y caminando en zig-zag, regresó a su localidad. Donde ya lo esperaban sus amigos con una enorme botella de mezcal. -¡Cierren la boca, toreros! -nos gritaba enfurecida la parroquia- ¡Siquiera desquiten las entradas! Los vaqueros devolvieron al toro y dispusieron la salida del siguiente. Éste más bien era un becerro. Lucía un pelaje castaño claro y una incipiente y veleta encornadura. Junto a la puerta, Luis Mondragón ya estaba prevenido. En realidad era mi turno, pero yo ya le había prometido que los becerros serían para él. Desafortunadamente el castaño no quiso embestir ni reparar, por lo que dejó sin posibilidad de lucimiento a torero y jinete. Los dos siguientes toros no debían ver capotes. Estaban exclusivamente destinados al jineteo. Eran el Remolino y el Palomo, famosos por indomables. Llevados de pueblo en pueblo, daban ocasión de ganarse algún dinerillo a quienes se atreviesen a jinetearlos. Devueltos al corral aquellos dos toros -sobre cuyos lomos ningún aspirante consiguió permanecer-, salió al ruedo un viejo payaso, a recitar unas coplillas breves, compuestas por él mismo. Eran versos picarescos y festivos en los que mencionaba las verdades del señor cura, del presidente municipal, del comerciante rico del pueblo, del peluquero, de la reina de las fiestas y de los personajes más caracterizados del lugar. El populacho los celebraba con grandes muestras de contento y la banda interpretaba una breve tonadilla entre copla y copla, espacio musical que aprovechaba el cómico para bailotear y hacer dengues. Al terminar la actuación del buen viejo, 11
comenzó la de un pésimo imitador de Jorge Negrete, que con un gallo de pelea entre sus manos y un mariachi a sus espaldas, entretuvo a la concurrencia como mejor pudo, cantando cinco o seis piezas que no gustaron gran cosa. El señor cura se presentó en la plaza e hizo desplegar una manta, por medio de la cual solicitaba al público una “ayudita” económica para la remodelación de su parroquia. La gente comenzó a arrojar a la arena y a los capotes que entre dos toreros extendían, una granizada de monedas de todas las denominaciones. No todas las personas lo hacían con la buena intención de cooperar con la iglesia. Algunos lo tomaban como pretexto para golpear -con mano anónima y certera- a los comedidos voluntarios que iban colectando el dinero. Uno de ellos era mi invitado, que para tal fin había bajado al ruedo. Arturo Talavera y yo recorríamos el anillo sujetando un capote extendido, al que iban cayendo cuantos billetes y monedas arrojaban los espectadores de las primeras localidades. El hecho de que la plaza careciese de callejón, nos facilitó mucho la tarea de “echar el plato”. El sacerdote extendió su manta en la arena. Echó en ella las dádivas, y anudándola hábilmente por las cuatro puntas, se la echó al hombro y luego se marchó. El público lo aplaudió con franco cariño. Agradeciendo humildemente la ovación, el ministro del Señor desapareció por la puerta de cuadrillas, contentísimo, sin duda, por la generosidad de su pueblo. El toro de los payasos era un jabonero de alargadas y punzantes defensas. Uno de los cómicos fungiría como jinete. Mientras éste se colocaba las espuelas sobre sus descomunales zapatos, los demás cómicos bailaban un danzón o distribuían entre el público puñados de caramelos. Además de distinguirse como payaso, el cómico de las espuelas demostró sus dotes de excepcional jinete. Sujeto con firmeza al pretal, a cada reparo gesticulaba una afectada y fingida mortificación. Por sus habilidades, conquistaba alternativamente risas y aplausos. A veces la comicidad hace perder al público el sentido de la tragedia. El toreo bufo puede resultar tan riesgoso o más que el tomado en serio. Cuando el jinete payaso bajó victorioso
del lomo del toro, sus compañeros de cuadrilla comenzaron a bailotear cerca de la bestia, a menor distancia de la que hubiese aconsejado la prudencia. Cuando la res acometía, los payasos la burlaban con una agilidad notable. También demostraron conocimientos y precisión a la hora de torear. No hay que olvidar que la mayor parte de estos cómicos guarda, tras la sonrisa carmín de sus cosméticos, la amargura negra de una ilusión insatisfecha: la de no haber llegado a figuras del toreo. Mucho más habituados a entendérselas con toros marrajos que con becerras de casta, los payasos adoptaron en su actuación un modelo de lidia fundamentalmente defensivo. Los toros criollos casi nunca pasan completos: acometen bufando, llevando muy suelta la cabeza. Y cuando llegan a la jurisdicción del engaño, detienen bruscamente su arrancada, alargan el cuello y derrotan con saña. Ante aquellos toros no es posible quedarse quieto. Hay que presentarles el engaño tocándoles un pitón, y luego salir por piernas por el lado contrario. Esta forma de “torear” contribuye a que el trasteo se vea cómico. Pero si ante un toro criollo, que toda su vida rumió en el monte sin ver jamás un capote se requiere mucha habilidad para torearlo con ese procedimiento, ¿cuánta destreza exigirá al valiente que se atreva, un toro ya muy placeado? Pues los payasos lucieron sobradamente aquella habilidad y esta destreza. Ya concluida su labor, cuando nadie podría sospecharlo, la desgracia tomó forma de cornada en el costillar izquierdo del cómico jinete. La bestia ya estaba agotada. El toril, abierto de par en par. Los vaqueros tenían sus sogas listas para lazarla. El payaso jinete, a cuerpo limpio, citaba al jabonero. Y cuando éste le acometía, echaba a correr hacia el toril, a fin de aproximar al toro a las abiertas hojas. A una de tantas provocaciones, el jabonero acudió con un ímpetu tan imprevisto, que alcanzó con sus astas al payaso, hiriéndolo y conmocionándolo al golpe del atropello. El astado, que al fin no era de lidia, no hizo en ningún momento por el cómico caído. -¡Rápido, a la troca -oí gritar al payaso de los versos- ¡Llévenselo a la troca! Aquel viejo payaso era su padre. Inmediatamente Diego Guzmán y dos vaqueros que habían echado pie a tierra, 12
levantaron al cómico y lo condujeron al camión de un comerciante de alimentos para aves, que seguramente debió ser conocido del payaso. Según me comentó Diego, el viejo iba llorando, llevándose las manos a la cabeza y hablando una sarta de incoherencias. El pesado vehículo echó a andar, llevándose al herido Dios sabe a dónde. Nunca más volví a saber de él. La multitud reía y se embriagaba. Entre trago y trago, ¡qué cómica debe verse la muerte desde el tendido! El chorreado en verdugo que estaba por soltarse, no era precisamente un becerro. Debió pesar algo más de trescientos kilos. Sin embargo, su estampa no infundía demasiado respeto. El jovencito Mondragón me pidió insistentemente que se lo dejara a él. No accedí. Eran las cinco de la tarde con cuarenta y cinco minutos. Empezaba a oscurecer. En toda la tarde, yo no había dado ni un solo capotazo. Y aunque la triste fortuna del cómico me acongojaba mucho, sé que al día siguiente me hubiera reprochado a mí mismo el haberme vestido de luces nada más para hacer el paseíllo. Más aún: a la aflicción que entonces me produjo el miedo, no habría correspondido después la alegría de haberlo vencido. Valiéndome, pues, de la impresión que había ocasionado en los vaqueros la cornada -¿mortal?- del payaso, les supliqué de mucho favor que me hicieran el de cubrir la encarnadura de mi novillo con unos zurrones de cuero. Así lo hicieron. Apenas fue abierto el toril, el novillo comenzó a saltar y a sacudirse los lomos, por ver si lograba desembarazarse del jinete. Salí a citarlo en los medios y se me echó encima con más aspereza de la prevista. Eso además de encontrarme atravesado-, ante la inminencia de salir trompicado, me hizo huir y soltar con pánico el capote. Corrí al burladero más próximo, y en cuanto estuve adentro sentí a mis espaldas el cálido resuello de la res y el golpe seco que había asestado contra la madera. Cuando lo recuerdo, aún retumban en mis oídos cientos, miles de carcajadas alcohólicas. Diego Guzmán se aproximó al toro con paso decidido. El chorreado acometió. Y Diego, sin descomponer la figura, se lo fue llevando elegantemente hacia los medios, y al llegar a ellos, quedándose muy quieto, lo remató
por el lado izquierdo con una larga cordobesa primorosamente ejecutada. En seguida regresó al burladero con el capote sobre el hombro y la montera en la diestra, paso a paso, majestuosamente. Al verlo venir recordé las palabras que me dijo antes de comenzar el festejo. Bien se había justificado. Muy a pulso se ganó las palmas: Delante del toro. No como yo, pidiéndolas de limosna. Herido en mi amor propio, me desprendí del burladero echando hacia atrás la montera. Fui corriendo hasta donde estaba el toro, con todo el desgarbo de mi precipitación. El público, de pueblo al fin, me aplaudió aquel gesto de desparpajo. Y cuando el chorreado me embistió, pude burlarlo echándole el capote al cuerno izquierdo y hurtándomele por el lado derecho. Así fui abanicándolo hasta que lo rematé en el tercio, con una parodia de serpentina. Y digo parodia porque instrumenté el remate al buen tuntún, sin mantener los pies fijos en la arena, y cuando ya había pasado la cabeza del toro. Pero la gente se deslumbró con el oropel de mi capote a vuelo. Olvidándose instantáneamente de mi espanto anterior, se me entregó gritando vivas y batiendo palmas. Yo no cabía en mí de contento. Volví al burladero a cambiar por muleta mi capote y, seguidamente; despatarrado en el tercio, brindé a todo el público mi actuación. Luego tiré a la arena, desdeñosamente la montera. El novillo estaba aquerenciado en la puerta de toriles. Me adelanté hacia él hasta casi acariciarle el hocico con la punta de la muleta. Y cuando me embistió, caminé hacia el tercio. En seguida volví a citarlo cambiándole los terrenos. Como sus embestidas no pasaban de ser algo más que simples derrotes, di en torearlo de pitón a pitón. y a medida que iban menguándose las energías del toro, yo iba abanicando -cada vez con más confianza a la muleta sobre sus astas, como si pretendiera espantarle las moscas del testuz (según la gastada expresión torera). Después me arrodillé de espaldas al novillo, arrojé los trastos y levanté el Índice de mi mano derecha en actitud retadora, como diciéndole a Diego Guzmán que yo era el único. La plaza se venía abajo y la banda no paraba de tocar dianas en mi honor: Me había adueñado de la situación. Me estaba llevando la tarde. 13
Cuando recogí del suelo muleta y estoque, me encaré a la banda, solicitándole música. Al punto irrumpió con En el Mundo, y el gentío festejó a voces mi pueblerina actitud, de suyo tan trillada entre quienes peinan coleta. El chorreado había vuelto a la querencia. Nuevamente quise citarlo al hilo de las trancas para luego caminar hacia el tercio, pero esa vez no tuve suerte porque el novillo adivinó mis intenciones y me propinó una voltereta tal, que por unos instantes no supe de mí. De antes del percance sólo recuerdo que al momento de dar el paso hacia adelante, el toro me prendió por el muslo derecho. La siguiente imagen que conservo es que varios extraños -entre cuyos brazos estuve- me preguntaban que si me sentía bien. y es que cuando el toro me prendió debí perder el sentido a causa de que caí de cabeza. No recuerdo ni a qué horas me rasgó la taleguilla ni cómo fue que me pegó en el cuello. Cuando volví en mí cogí los trastos y le grité a todo mundo que retrocediera a sus burladeros. Noté de pronto que los músicos callaban, boquiabiertos. De repente se me ocurrió gritarles: “¡Sigan tocando!”, gesto que la gente me celebró a más no poder. El toro permanecía en los medios, solo y engallado. Me le acerqué de prisa, desesperadamente, y continué trasteandolo de pitón a pitón. Arrojé nuevamente la muleta a la arena y me arrodillé indefenso, teniendo al cebú detrás de mí. Cuando me puse de pie hice a los vaqueros señal. de que abrieran la puerta de toriles, y citando al chorreado a cuerpo limpio -como unos minutos antes lo hiciera el infeliz payaso-, logré devolverlo al corral. Subí muy orondo al palco de la reina a que me condecorara con un listón de seda verde. Como el público gritara: “¡Beso, beso!”, ni tardo ni perezoso le di uno furtivo -que la reina no esperaba- y bajé a dar varias vueltas al ruedo, devolviendo sombreros y prendas de vestir. Por último saludé al público y agradecí su entusiasmo con una ceremoniosa reverencia. Cuando regresé al burladero, los espectadores de las primeras filas se apiñaban para tenderme sus manos y darme la enhorabuena. Posteriormente se anunció la salida del siguiente toro, un zaino de pavorosa catadura,
que correspondió a Diego Guzmán. A dicho toro lo lanzaron los vaqueros dentro del corral y, tensas las reatas alrededor de las cabezas de sus sillas de montar, fueron arrastrándolo hasta los medios. Lo lazaron de los remos traseros, lo derribaron, lo apretalaron y aseguraron al jinete. Entre tanto Diego contemplaba estas maniobras a pocos pasos del toro, listo ya para verlo levantado. A una señal de los vaqueros se aflojaron las cuerdas y el torazo se irguió, poniendo cuanto estuvo de su parte para arrojar lejos de sí al importuno jinete que sobre sus hombros llevaba. Por fin, frente a toriles, logró echarlo al suelo después de dar no pocos reparos. Al ver que el toro iba a hacer por el jinete caído, Diego interpuso su capote y obligó al zaino a cambiar la trayectoria. Fue llevándoselo suavemente hasta rematarlo con una media verónica perfectísima, que el público -más deslumbrado por el brillo de los espejos que por el de la plata pura- no supo aquilatar. La faena de muleta que instrumentó Diego fue básicamente de aliño. Rara vez permiten otro género de lidia esos marrajos pueblerinos. El trasteo de Diego fue semejante al mío. Sólo que él se las entendió con un animal más grande, más fuerte y con la astifina cornamenta desprovista de zurrones. Y si a pesar de esos méritos no gozó Diego de mayor aceptación que yo, fue sólo porque asumió ante el público una actitud humilde, exenta de aquellos recursos antitaurinos, por demás vulgares, de los que yo eché mano, y que tanto gustaron a aquella muchedumbre sedienta de alcohol y de sangre ajena. Vuelto al corral el toro de Diego, comenzó la banda a interpretar un danzón, a cuyos acordes bailoteaban unos barbajanes del lugar, botella en mano. Mi invitado -al parecer aburridose retiró a esperamos en casa de la ancianita. Unos minutos después, la ancianita también nos esperaba en el corral de su casa. Sus mermadas facultades físicas la forzaban a permanecer en un hogareño cautiverio. Hizo muy bien mi amigo en retirarse, pues en lugar de tolerar a los borrachos danzoneros, aprovechó su tiempo conversando con la pobre viejecita. “¡Es tanto lo que los viejos pueden enseñarnos!”, me comentó. Si algo nos motivó a los demás a 14
permanecer en la plaza, fue sólo la esperanzade volver a torear. Ya era una hora muy avanzada dé la tarde. Del redondel, ya evaporado, se levantaban polvaredas tan densas, que apenas si percibíamos las siluetas de las reses. Luis Mondragón era el único que no había toreado en toda la tarde. Por eso les suplicamos a los vaqueros que le soltaran un becerro y que no se molestaran ya en apretalarlo ni en buscarle jinete. . Era albahío el pelaje del que cerró plaza. Al notar Luis que el eral acudía al capote de Talavera -quien, ya repuesto del susto se animó a salir otra vez del burladero- pudo comprobar que aquel adversario sí tenía Ímpetus, no como el primero que debió corresponderle. Pero nada digno de recordarse pudo hacer Luis. Estuvo a merced del becerro, resultando desarmado una y otra vez. Sin embargo, a pesar de todo, pareció conforme con su actuación, casi satisfecho de sí mismo. El albahío se resistía a volver a los corrales. La gente comenzaba a abandonar la plaza. Los vaqueros soltaron al ruedo todo· el ganado que había en los corrales, y mediante tal forma de cabestraje consiguieron arrear al becerrito reacio . Una vez doblados nuestros avÍos, alguien expresó en voz alta el consabido “¡Enhorabuena a todos!” Salimos a la calle en silencio, tal como habíamos entrado. Me acordé de pronto de Manuel Machado y abandoné la plaza meditando los últimos versos de su Fiesta Nacional: Después, como de un tajo, la música, la luz y la algazara cesan en un momento contra compás ... De un golpe el movimiento se desvanece y para. El gran suspiro que es la tarde, crece como de un pecho inmenso. Palidece el sol. Y terminada la fiesta de oro y rojo, a la mirada queda sólo un eco de amarillo seco y sangre cuajada.
boletos o pedazos de programas. -¿Mi firma? Pero si no vale nada -decía yo con mal disimulada modestia a quienes me la solicitaban--¡Anda, no importa! Para mí sí vale. - La guardaré siempre. -Muchas gracias, matador. Felicidades, torero .. Y en tanto que yo firmaba y sonreía, sentí, súbitamente, junto a mi oído izquierdo, un puñetazo que bien pudo resultarme doloroso si la muñeca de mi agresor no estuviera tan debilitada por la embriaguez. -¡Y la próxima vez que beses a mi novia no vivirás para contarlo! -me advirtió con voz arrastrada el joven que me pegó En seguida, casi a rastras, se alejó. De pronto no pude explicarme la razón de aquel golpe. No comprendí con quién me había confundido aquel hombre. Luego me enteré que era el novio de la reina. Una bombilla eléctrica iluminaba apenas el corral de la casa donde nos hospedábamos. Sentado en un equipal, mi amigo escuchaba absorto la sabrosa plática de la ancianita: -Imagínese usted a la muerte ... herida de muerte -fue lo primero que oí cuando llegué a la casa -jBuenas noches! –Interrumpí- ¿De qué hablan? -jBendito sea Dios -estalló la viejecita alzando al cielo sus brazosque para ustedes no hubo ninguna desgracia! Luego reparó en mi atuendo desgarrado, y golpeándose la frente con la palma de su mano derecha, me preguntó: -¿Qué le pasó? Mire nomás cómo viene. ¿Se siente bien? -Perfectamente. Mire. Y le mostré orgullosamente el listón con que me había condecorado la reina. -Pero siga platicando -le insistí, intrigado¿Cómo estuvo eso de que la muerte iba herida de muerte? No acabo de comprender. -Pues con el permiso de ustedes -intervino Diego Guzmán- voy a cambiarme de ropa. -Es propio -respondió amablemente la ancianita- Pase usted. También se retiraron Luis Mondragón, Arturo Talavera y los fotógrafos. -Estaba contándome aquí el joven, que cornaron a uno de los payasos.
V En la puerta del coso estaba esperándonos un animado grupo de jovencitas y chamacos. Nos daban a firmar sus libretas de autógrafos, o bien 15
-¡Sí, hombre! -comenté meneando la cabeza- Estuvo horrible. Y todos nos quedamos pensativos por unos momentos. -Yo le platicaba también -prosiguió la ancianita- que cuando mi papá me llevaba a los toros allá en Cocula, estando yo muy jovencita, ¿qué le diré?, como de unos trece años, me tocó ver algo parecido. Me acuerdo que casi todos los toreros salieron vestidos de fachas: Uno se disfrazó de diablo, otro de vieja, otro de soldado y otro de muerte, con su guadaña y toda la cosa. Llevaba un pantalón muy. ajustado y una camiseta de manga larga, también muy ajustada. Todo él iba vestido de negro, pero se había pintado de blanco los güesos. Luego llevaba puesta una máscara de calaca y una peluca negra encima. Se veía re chistoso... ¡y viera qué bien toreaba! Pero en una de tantas no alcanzó a “sacarle la vuelta” al toro, y el toro le metió la llave en el pescuezo. Luego empezó a chorrear rete harta sangre, y por eso me oyó usté decir que la muerte iba herida de muerte. Nunca se me podrá olvidar. -¿Y se murió? -¡Pero cómo no! ¿No ve que llevaba el cuello atravesado? Todos enmudecimos, como si aquella antigua desgracia acabara de acontecer. Villa Corona, harta ya de guardar silencio durante todo el año, prorrumpió en un griterío y una algazara de piedad religiosa y fiesta profana. Las campanas de la iglesia llamaban a misa de ocho, y los borrachos vociferaban palabrotas en la calle. Los cohetes y los castillos no paraban de silbar. Inútilmente, las mujeres que iban a bordo de los juegos mecánicos pedían auxilio. En las casetas de tiro al blanco chillaban ruidosamente las chicharras, al golpe de certeras municiones. La banda municipal tocaba en el quiosco de la plaza de armas, y los titiriteros errantes invitaban al populacho, a voz en cuello, “a presenciar tan grandioso espectáculo”. Había llegado la hora de irnos, al menos para mi invitado y para mí. Los demás habían toreado apenas el primero de nueve días de compromiso. Todos ellos venían de Aguascalientes. ¡Qué envidia! Ellos volverán mañana a vestirse de toreros y yo tengo que asistir a clases. Ellos volverán a tener acceso al triunfo y yo no. El miedo de antes de la corrida lo hace
a uno pensar que, una vez habiendo cumplido el compromiso, apenas perdiendo la razón volvería a aceptar otro. Pero cuando el trato se ha cumplido sin novedad, ¡con qué fuerza resurgen los ánimos de torear! Pensando en ello, fui despojándome del traje de luces y vistiéndome las ropas de calle. Envolví en el lío mi terno y mis avíos de torear, y me acerqué al altarcillo, a apagar mi veladora. Oré un poco. Le di gracias a Dios por el éxito de aquella tarde, y le pedí la salud del payaso empitonado, así como su paternal asistencia para con mis compañeros, que aún seguirían toreando. -¿Y aquel gachó? -le pregunté al salir de la pieza a Talavera- ¿Qué pasó con él? Me refería al viejo banderillero que nos había invitado. -Quedamos de verlo en el baile. -¿Qué les dijo? -Que nos iba a conseguir alojamiento. ¿Querías verlo? -Nomás para despedirme de él; pero tú hazlo por mí. ¡Ah!, y dile que cuando regrese a Guadalajara me pague mi parné. -¡Cómo no! Yo le digo. -y que haya mucha suerte para todos. -Gracias, gachó. En seguida, mi amigo y yo nos despedimos de la ancianita, estrechándole la mano con gratitud y deslizándole discretamente un billetito. A pesar de que mucho le insistimos que no lo hiciera, la ancianita nos encaminó hasta el umbral de su puerta, trabajosamente apoyada en su bordón. Y tras indicamos detalladamente dónde se detenían los autobuses que pasaban por el pueblo, nos ofreció repetidas veces “su humilde casa”. VI Un sacerdote que fue mi profesor -empecé a platicarle a mi compañero, mientras echábamos a andar rumbo a la carretera- nos recomendó una vez en clase que, cuando fuéramos de misiones, nunca cayéramos en el error de pensar que seríamos nosotros los que daríamos algo a los menesterosos, y que ellos siempre se limitarían a recibir pasivamente lo que les diéramos, ya fuera esto una curación, 16
un trozo de pan, una visita, un buen consejo o una lección de catecismo. Pues una vez fui de misiones a un pueblecito llamado Pacana, y ahí pude comprobar cuánta razón tenía el padre. Yo estaba estudiando la preparatoria, y a decir verdad, no me movía a ir de misiones ningún espíritu de servicio al prójimo. Lo que pasó fue que llegó la Semana Santa y, no disponiendo de presupuesto para irme de vacaciones, me fui de misiones. ¡No veas cómo se portó la gente con nosotros! Me consta que casi no tenían que comer, pero lo poco que tenían se lo quitaban de su boca y de la de sus hijos para dárnoslo. En cambio nosotros escondíamos egoístamente las latas de jugo y los pastelitos que nuestras mamás nos habían puesto en las maletas. ¡Qué vergüenza! De veras que la gente humilde es la que mejor enseña el desprendimiento y la generosidad. Ahí tienes, por ejemplo, a esta pobre viejita, que con tan buena voluntad nos ha ofrecido lo poquísimo que tiene. ¿Sabes?, yo la conocí el año pasado, precisamente afuera de su casa. Había salido a la acera para ver pasar a la gente que iba a los toros, y cuando vio venir a los toreros los llamó a voces para desearles suerte y alentarlos a triunfar. Por cierto aquella tarde toreó Talavera. Yo nada más vine a acompañarlo; pero, la ancianita me simpatizó tanto que... ¡Mira, dice “Guadalajara”! Se detuvo el autobús. Lo abordamos. -Me simpatizó tanto, que una vez vine al pueblo nada más para platicar con ella. ¡Es tan amena su conversación! -Sí, me consta. -En fin... Silencio. Yo me moría de ganas de que mi compañero comentase mi actuación. Pero al ver que no daba trazas, le pregunté sin disimular mi propósito. -Oye: cambiando de tema, ¿cómo me viste esta tarde? ¿Qué tal estuve? Mi amigo se quedó pensando unos segundos. Después me miró a los ojos con profunda seriedad, y me preguntó con aquella voz grave y pausada -que yo tan pocas veces había escuchado: -¿Quieres que té diga la verdad? -Desde luego. -¿Aunque te incomode? -¡Qué más da! ¿Tienes intención de
incomodarme? -¡Claro que no! Pero es que tú eres... -¿Qué soy? -El tipo más charlatán que he conocido. Me quedé de una pieza. Pensé que iba a decirme que estuve colosal y que me aconsejaría abandonar mis estudios para tomar el toreo en serio, ya que para ello disponía de tantas y tan excelentes facultades. Sin embargo, no. No parecía que fuera a decirme nada alentador. Y aunque de pronto sentí que estaba portándose muy injusto conmigo, comprendí que estaba hablándome con una franqueza nada común. Y por ello me interesaba en verdad conocer su opinión. -¿Por qué te parezco así? -Empecemos por tu apariencia. No en balde decía Gaona que para ser torero primero había que parecerlo. Esas barbas que llevas, bien te estarían sobre un escenario de ópera o sobre el tablado de una farsa, pero no, definitivamente no en una plaza de toros. Aunque sea modesta. -¿Sabes qué? Se me está ocurriendo que el farisaísmo en la fiesta de toros estaría representado por personas como tú, que no ven en el torero más allá de su apariencia. -Tal vez. Pero esa aseveración resultaría muy digna de tomarse en cuenta si por lo menos supieras torear. -Pero, ¿no te diste cuenta de cómo convertí la plaza en un manicomio? - Ya lo era desde antes de que comenzara la pachanga. -¿Por qué lo dices? -Porque el público, en su inmensa mayoría, deliraba de pura embriaguez. ¿Qué te parecieron los gañanes aquellos de los danzones? -Insufribles. . -¿Y la actitud del público para con ellos? -Ni hablar. La gente estaba feliz. -Pues ese mismo público, ignorante y borracho, fue precisamente el que aplaudió tanto tu actuación como la de los otros mamarrachos. Más aún: tu actuación, escúchalo bien, apenas a un público así pudo haberle gustado. Conque ya sabes lo que opino. -Di lo que quieras. Yo siento que estuve muy bien. -¡Qué poco exigente eres contigo mismo! -Lo que pasa es que me tienes envidia. 17
Es muy fácil criticar desde el tendido. Tú jamás te arrimarías a un toro como me arrimé yo esta tarde. -No te apartes del tema. Aun suponiendo que te tengo envidia porque no me animaría a hacer lo que tú, eso no significa de ninguna manera que sepas torear. En otras palabras, el mérito que tenga tu forma de torear no depende de mi envidia hacia ti. Así que por favor no me argumentes eso. El hecho de que yo te envidie no te hará ser mejor torero. Pero seamos objetivos y hablemos de lo que innegablemente hiciste hoy. Para empezar, mandaste a los vaqueros que cubrieran los cuernos de tu novillo. Después... -¡Ah!, ¿querías que me despanzurrara? -¿Cómo puedes pensar eso? Pero déjame terminar. Después te las echaste de ser el único. Acudiste al recurso teatral de pedir música. Tiraste la muleta y te arrodillaste frente a un novillo débil, que ya no podía ni con su alma, y en toda la tarde no diste ni un solo lance reposado. -¡Bueno! Es que con esos boyancones no se puede. -¿Que no se puede? ¿Y qué me dices de Diego Guzmán? -Que es un petardo y que le pegué un baño esta tarde. -¡Qué ciego eres! -continuó mi amigo casi con enojo- ¡Qué ciego y qué ignorante! Si Diego hubiera sido tan fanfarrón como tú, hace rato que te habría puesto un repaso. Pero se ve de sobra que te lleva un pie adelante como torero... ¡y como hombre! Yo me sentía fatal. Mi amigo hablaba con toda la verdad del mundo, pero por un estúpido amor propio yo me resistía a aceptarla. Ciertamente estaba censurándome un hombre muy centrado, que entendía de toros más de lo que yo sospechaba; que sabía distinguir el oro del cobre, y que había señalado como cosas excepcionales -como en verdad lo fueron- la larga cordobesa y la media verónica que instrumentó Diego, un par de lances soberbios que pasaron desapercibidos al espectador medio. -y si te digo esto -continuó- no es para que te inconformes conmigo ni me pongas tamañas caras. Sólo espero que aceptes que lo mejor de esta tarde fueron los recortes de Diego Guzmán. Por eso y por su buena planta de torero, es que te digo que te aventaja. Y te aventaja también
por su modestia y por su valor torero y humano. Yo alcancé a oír que te dijo que sólo delante del toro se ganaría las palmas. -Pero a mí me aplaudieron más que a él. -SÍ, me di cuenta. Sólo que a ti te aplaudieron como actor. Y a él como torero. Y no siempre lo que más se aplaude es lo más digno de aplaudirse. -La voz del pueblo es .la voz de Dios. -No siempre. Acuérdate de que fue precisamente el pueblo el que pidió a voces la crucifixión de Dios. Imposible negarlo. Por más que no ofendan, cuánto incomodan a veces algunas verdades. Le pedí que cambiara de tema. Sonrió sin ninguna malicia y me dijo: -Pero si no hablé de otra cosa más que de lo que me preguntaste. Me sentí incómodo otra vez. -¿Piensas ir a la novillada del domingo? -le pregunté resuelto a que nuestra conversación tomara otro sesgo. -¡Naturalmente!, si Dios no dispone otra cosa. -Pues a ver si allá nos vemos. -Perfecto. ¿A qué localidad piensas ir? Ya estábamos entrando a la estación de autobuses. El nuestro se estacionó ruidosamente. Bajé de la canastilla mis bártulos y -como habíamos ocupado la parte trasera del camión-, me volví a mi amigo, mientras se aglomeraba en el pasillo el resto de los pasajeros. -Búscame exactamente arriba de la enfermería, en barrera de primera fila de sol. Fíjate que si pagas una entrada de sol general, te puedes sentar ahí sin que nadie te quite. Claro que es un poco molesto, pues te tienes que sentar en posición de flor de loto, como los budas barrigones. Pero yo prefiero permanecer en esa posición en lugar de ver pasar a cada rato a los malditos cubeteros, que no sirven más que para amargarte la corrida. Ya ves que en la primera fila de barrera existe, aparte del espacio donde te sientas, el peldaño donde colocas los pies. Pero arriba de la enfermería no existe tal peldaño, porque si lo hubiera, se bloquearía completamente la visibilidad del palco de médicos. Yo me valgo de esa circunstancia para sentarme siempre ahí. ¿Por qué tú no haces lo mismo? 18
Descendimos del autobús y caminamos rumbo a la calle, a través de los extensos y concurridos corredores que tenía la antigua estación de autobuses. No me paraba la lengua -La cosa es llegar temprano, como a las cuatro. Es que hay que disputarse el lugar con un montón ‘de niños. Y como no hay derecho a echarlos de ahí una vez que se han sentado -pues ningún boleto nos respalda-, es necesario madrugarles. A veces tenemos dificultades con los señores de segunda fila. Y es que no pueden soportar que, habiendo pagado uno mucho menos que ellos, ocupe un lugar mejor. A veces nos amenazan con que van a llamar a la policía. Yo les digo que la llamen, que se tomen la molestia. Ni modo de ir uno mismo a decirle al gendarme: “Venga, quíteme de aquí”. Pero como los envidiosos casi nunca se molestan en mover un dedo, todo queda en amenazas y caras largas. ¿Y qué nos importa? Como las tenemos detrás de nosotros, al poco rato nos olvidamos de que existen. “NO PASE USTED”, decía el letrero de la puerta divisoria entre el vestíbulo de la estación y las salas de espera que dan a los andenes. Se supone que por esa puerta sólo pasaban los viajeros que salían de Guadalajara. Para los que llegaban había un túnel de salida a la vía pública. Pero el letrero de que hablo parecía estar puesto exclusivamente para ignorarlo. Caso omiso hicimos de él entre el gentío presuroso que, como nosotros, violaba olímpicamente la señalada disposición. Yo seguía monologando. -Fíjate. Para que te des una idea de lo que ahorro, bástate saber que la localidad que ocupo, en una novillada, cuesta veinticinco pesos; y la que pago, siete. Así pues, te sugiero que también tú, si te decides a ir a los toros, te sientes arriba de la enfermería. Así, ningún rezagado te molestará con aquello de “disculpe, ¿qué número tiene?” Habíamos llegado a la esquina por la que circulaba el camión que pasaba a una cuadra de mi domicilio. Eran las diez de la noche. Comenzaba una levísima llovizna. De pronto vi venir el camión que estaba esperando, e interrumpiendo de golpe mi soliloquio, me apresuré a despedirme de mi compañero, sin alcanzar siquiera a estrechar su mano. Iba tan lleno el camión, que no tuve
forma de sentarme. Eché al suele mis avíos, y asido al tubo del techo, me recogí en un silencio interior, previo a mi revisión del día. Me reproché a mi mismo mi poca moderación en el hablar: “Cuando conocí a ese amigo, platiqué con él durante mucho rato en el campamento. Hoy me acompañó a Villa Corona... y ni siquiera se me ocurrió preguntarle su nombre”. Me dolía en mi orgullo el recuerdo del joven que me acompañó al pueblo. ¡Qué prudencia la suya y qué sensatez! ¡Cuánta franqueza la de sus juicios y cuánta imparcialidad la de sus apreciaciones! Era como una exacta voz de mi conciencia, una voz que me estallaba desde afuera en los oídos, como desde dentro, en el alma, me estallaba el eco de mi propia voz interna. Si aquel joven no hubiera ido conmigo a Villa Corona, tal vez a estas horas, me estaría engañando a mí mismo con el pensamiento de que triunfé. Aquel amigo atesora, entre otras muchas, la facultad de admirar. Él admira cuanto impresiona sus sentidos. Cada palabra que escucha y cada gesto que ve, lo entretienen y lo solazan. En todo encuentra temas para meditar. Su silencio no es de timidez -como supuse en un principio-, sino de análisis y reflexión. Me dijo que le gustan las corridas de toros. Y, viendo que todo parecía admirarlo, supuse que me tendría por un gran torero, o al menos como un torero de verdad en cuanto me viera actuar en Villa Corona. Pero aunque todo parecía admirarlo, bien se ve que no es un ingenuo. No confunde las alhajas genuinas con las de bisutería. Esta noche, en medio de mi soledad y mi silencio, debo aceptar que hoy me comporté como un hombre de bisutería, tanto en la calle como en la plaza. Si no fuera por aquel amigo, bien sé que no lo reconocería así. Sé que estaría demasiado satisfecho de mí mismo. Aunque no me atreví a decirle que tenía razón, sabe Dios que ahora se la concedo. ¿Cómo poder verlo para decírselo? ¿Cómo se llamará? ¿Quién será? Por lo pronto lo llamaré... “una sucursal de mi conciencia”.
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JOCOTEPEC
que con frecuencia le rodaban por el rostro, convertidas en lágrimas. Cuando lloraba, jamás se le turbaba la voz ni le apenaba ser visto. Sus predicciones eran tan gráficas en todos sus puntos que, oyéndolas, las “veíamos”. En cada una de sus predicciones aplicaba -y nos hacía aplicar-los sentidos. Cuando nos hablaba, por ejemplo, de las penas del infierno, no nos sentíamos en la capilla de Villa Josefina, sino en el propio umbral del fuego eterno, del quebranto interminable, con toda la trágica emoción que ello supone, con toda la necesidad del perdón divino que tiene el cristiano y con todo el espanto que, ante el espejo, nos causan nuestras culpas e iniquidades. Cuando se refería a la imprevisión e inevitabilidad de la muerte, llegó a convencernos de la urgencia de reanudar nuestra amistad con Dios. “Más vale así, pues como se vive ha de morirse”. Es sólo debido a la infinita misericordia de Dios que todavía estemos vivos, a tiempo aún para enmendarnos. ¡Qué triste suerte sufren ahora otros hombres menos malos que yo! Cuando describía la Pasión de Cristo no se limitaba a dramatizar los escarnios que padeció: encarnaba cada escena de los interrogatorios, del fatigoso caminar Gólgota arriba, de la crucifixión y muerte de nuestro Señor, no a manos de los hombre de aquella época, sino de nosotros mismos, tan deicidas o más que aquéllos. Pero el padre Julio también lloraba de esperanza y júbilo al recordar la Resurrección de Jesús y la dulzura de las promesas que nuestro divino Maestro hizo a cuantos, con vida intachable, se nieguen a sí mismos, tomen su cruz cotidiana y vayan, aunque cueste. Las lágrimas, los consejos, la fuerza de su palabra y la notable facilidad que el sacerdote tenía para interpretar y transmitir las enseñanzas ignacianas, fueron factores -¿quién lo duda?que Dios mismo puso a nuestro alcance para que, en nuestro breve encierro, obtuviésemos el máximo provecho espiritual. En mis ratos libres, yo salía a caminar por la playa para asimilar la palabra de Dios y complacerme con la certeza de ser amado por Él. Amado hasta el extremo de haberme redimido a costa de Su sangre y de Su cruz. ¡Qué impenetrable misterio! Principio y fundamento, fin del hombre,
I Decidí faltar a clases el jueves 29 y el viernes 30 de noviembre, con el propósito de asistir a los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, que el padre Julio Rendón -de la Compañía de Jesús-, había de exponer intensivamente jueves, viernes, sábado y la mañana del domingo. La casa donde nos concentramos -una finca llamada Villa Josefina -se encuentra en Jocotepec, pueblo de pescadores situado a orillas del lago de Chapala. Aparte de mí, había otros dos ejercitantes, candidatos ambos a jesuitas. Villa Josefina es una amplia y tranquila casona, rodeada de manglares gigantescos, cuyas sombras, en perenne movimiento, escalan los muros oscurecidos de pátinas antiguas. En el centro del patio, pequeño y austero, que recibe de lleno los rayos del sol, salta traviesamente el surtidor de una fuente. Desde la terraza de la casona se contemplan en primer término los jardines. Y un poco más allá, el oleaje en que se mecen las barcas que varan los pescadores en la ribera. El ambiente interior de la gran casa de ejercicios me invitaba a la meditación, a la revisión de mi vida. Alrededor del edificio, la naturaleza cantaba las glorias de su Creador eterno. Yo salía a platicar con Él todas las tardes, de cara al Iago, mientras contemplaba los últimos reflejos del sol poniente. Otro tanto hacía -a pocos pasos de mí- uno de mis compañeros. El otro permanecía, generalmente, en el interior de su celda, ya orando, ya escribiendo, ya leyendo su devocionario. Entre tanto el padre Julio -que para nada se dejó ver sin sotana- se ocupaba en preparar para nosotros nuevas reflexiones, o en confesar a los fieles del lugar. El padre Julio era un hombre de intensa vida interior. Cuando impartió los ejercicios tendría unos setenta y cinco años, pero a pesar de su edad apenas si peinaba canas. Su mirada era profunda y bondadosa, como sólo podría serIo la de un hombre de gran ciencia y doctrina. Su voz era grave, potente y bien modulada. Su palabra, invariablemente fácil. Cada vez que nos hablaba de Dios, cobraba su ánimo manifestaciones emotivas, 20
las dos banderas, los tres grados de humildad... ¡Cuántas reflexiones edificantes! ¡Cuántas bondades divinas para este pobre y jactancioso ejercitante! ¿Algún día llegaré a ser humilde? II A fin de obtener mayores frutos de los ejercicios, hablábamos lo menos posible. Por las noches, oíamos misa. Concluida ésta, el sacerdote permanecía unos minutos en la sacristía, por si alguno de nosotros quería consultarle algo. Una vez fui a verlo para confesarme con él. El miedo de una muerte inesperada fue mayor que mi vergüenza de referir mis faltas al sacerdote. ¡Qué paz hubo en mi alma después de aquella confesión! Yo hubiese querido que los ejercicios no terminaran tan pronto. Me hacían mucho bien la soledad, el silencio, la oración, el contacto con la naturaleza. Pero a Dios no puede amársele si no es a través del prójimo. Y el prójimo está en la calle. Y en la calle, nuestro apostolado. Ciertamente es provechoso encerramos de vez en cuando para revisar cómo va la trayectoria de nuestra vida; pero a fin de enderezarla, debemos volver al mundo, como al mundo volvió Cristo del desierto. Cuando estamos a solas y en ejercicios, ¡qué fácil es decirle a Dios que lo amamos! Pero ¿qué es demostrárselo delante de nuestros prójimos, en la vida cotidiana! El divino Sembrador había echado en nosotros la simiente de Su Palabra. Ahora a nosotros correspondía hacerla fructificar. El domingo 2 de diciembre se celebró la misa poco antes de la una de la tarde. A la una cuarenta y cinco había terminado. Ya podíamos hablar libremente, a nuestro antojo. Los ejercicios habían concluido. No nos que otra cosa que esperar al padre Miguel Domínguez -jesuita también- con quién el padre Julio se había puesto de acuerdo para que pasara por nosotros en su camioneta, a las dos quince de la tarde. A esa hora llegó. Corno nadie -excepto yo- tenía prisa de regresar a la ciudad, se tornó el acuerdo de que comeríamos ahí mismo. Esa decisión me hizo palidecer. ¿Cómo iba a llegar a tiempo a la novillada? Pero corno durante la comida advirtieran los padres mis apuros, me prometieron llevarme hasta las puertas mismas de la plaza. 21
GUADALAJARA
I Faltaban cómo cinco minutos para que diese inicio la novillada. El padre Rendón hubiese querido acompañarme, pero sus sagradas obligaciones no se lo permitían. ¡Qué duro debe ser el voto de obediencia! Me despedí apresuradamente de los padres y de mis compañeros. Lo que más me urgía en ese momento era conseguir, a como diera lugar, un boleto de sol. Las colas, interminables, avanzaban lentísimamente. Acudí a la reventa como un desesperado. En cuanto adquirí mi boleto, corrí hacia la puerta de acceso que me pareció menos congestionada. Los guardias que la vigilaban se apresuraban a impedirme el paso. Supusieron que me iba a meter por la fuerza. Sus sospechas estaban muy bien fundadas: en alguna ocasión llegué a hacerlo. Los inspectores rompieron mi billete de entrada y a toda prisa, apartando de mi camino a quienes me lo obstruían, pude finalmente llegar a mi localidad. Saludé rápidamente a mis conocidos, en tanto que el público, enardecido, ovacionaba el solo de trompeta con que concluye La Virgen de la Macarena. Aún se batían palmas cuando el toque de otra trompeta rasgó el viento. El señor juez acababa de llegar a su palco y la novillada iba a dar comienzo. De repente me llevé una sorpresa mayúscula. Vi entrar al joven que conocí en El Diente, aquel del saco oscuro, el que me acompañó a Villa Corona. ¡Ah!, ya casi me había olvidado de él. Lo sorpresivo del asunto es que no lo vi como me lo hubiera imaginado, con su saco al hombro y su boleto en la mano, buscando su lugar. No. Lo encontré en plena puerta de cuadrillas, principescamente vestido con un terno marfil y plata, al hombro un capote de paseo grana y oro, y en la diestra la montera; descubierto, corno todo buen debutante. Ocupaba el extremo izquierdo. y por tanto, el primer orden de antigüedad. ¿Será posible? ¡Pero si es él! ¿Por qué no me dijo que era torero? ¡Con qué garbo iba haciendo el paseo! ¡Con qué pasmosa lentitud! Al desintegrarse las cuadrillas, llamó el público al tercio a Clemente Herrera Herrerita, un novillero tremendista, que a fuerza de arrimarse
al toro había cortado orejas en El Progreso la tarde de su presentación, éxito que tuvo que pagar a precio de sangre. Reaparecía. Muy cortés con sus alternantes -ambos nuevos en Guadalajara en esa temporada-, Herrerita los hizo salir al tercio. Se dio suelta al primero de la tarde. El novillero de marfil y plata no permitió que nadie lo corriera. El mismo lo recibió al hilo de las tablas, junto al burladero de matadores. El toro, que procedía de la vacada de San Marcos, acometía con suma codicia, y aunque permitía ser lanceado con cierta continuidad, no era revoltoso ni se ceñía. Tras dos amplios y muy bien acompasados capotazos de tanteo, el novillero irguió la figura, abrió el compás, desmayó los brazos e instrumentó cuatro verónicas dramáticas, emotivas, bellísimas, que en los medios fueron rematadas con una serpentina genial. Y lento, con paso de monarca, se descubrió, no tanto para agradecer la ovación, sino para solicitar picadores. El san marqueño recibió tres puyazos. Llegó al tercio final en magníficas condiciones y con sus embestidas un poco más compuestas. Antes del tercio de banderillas, el pensativo joven del saco oscuro y ahora espectacular novillero, instrumentó un prodigioso quite por fregolinas. Durante el segundo tercio permaneció atento a que la lidia de su adversario se llevara de la mejor manera. Llegada la hora, pidió a la autoridad permiso para brindar la muerte del toro, y -conforme al tácito protocolo de los ruedos- tal hizo, como debutante que era, a todo el público. En seguida se fue hacia el toro y, restándole poder mediante unos cuantos doblones eficientísimos, fue haciéndose de él. Luego se apartó un poco. En la plaza se hizo el silencio. Dejándose ver desde los medios, el novillero fue acercándose paso a pasito hacia el astado. Llevaba la muleta en la mano izquierda. Cuando creyó haber avanzado la distancia conveniente, se detuvo, alargó el engaño, y mientras el toro acometía desde largo, el espada adelantó la pierna izquierda y se dispuso a recibir la embestida. Cuando el animal llegó a jurisdicción, se obró el milagro de un pase natural, y estalló al instante el primero de los incontables olés que el debutante escucharía durante aquella faena. ¡Qué aseadas todas sus tandas! Los naturales de corte clásico
iban sucediéndose en series de inenarrable majestuosidad, que el diestro remataba con un pase de su invención: primeramente citaba al toro con la muleta en la zurda, como para darle un pase de pecho. Cuando el toro llegaba al engaño invertía la cara de la muleta, de modo que el pase iniciado con el reverso de la misma, finalizaba con el anverso. Una particularidad caracterizaba a este remate: al tiempo de citar, el novillero armaba la muleta colocando en su reverso el estoque -tal como para la sanjuanera lo hacía Luis Procuna-, y en tanto que el anverso de la flámula barría los lomos del toro, el diestro volvía a montar en ella el estoque, pero ya en el anverso, quedando así en disposición de ejecutar un desdén. No parecía aquella muleta estar en poder de un aspirante, sino en manos de un consumado maestro. Aunque la gente estaba engolosinada con la faena, el novillero se creyó en el caso de estoquear. Y desoyendo la rechifla con que protestaba el público, empuñó la espada y la sepultó en la cruz y hasta mojarse los dedos. La bestia, herida de muerte, buscó el refugio de las tablas, pero no alcanzó a llegar a ellas. Viendo el señor juez que en el tendido se agitaban millares de pañuelos blancos, concedió al espada las dos orejas del que abrió plaza, y en su determinación se mantuvo por más que el público -ya con súplicas, ya con insultos- pedía a voces que también se le concediera el rabo. Con los apéndices en alto, el diestro de marfil y plata comenzó a dar la vuelta al ruedo, recibiendo, muy sonriente, ramos de claveles y devolviendo a su paso las prendas de vestir y las botas de vino que el público le arrojaba. Al ver cómo se iba acercando a mi localidad, sentí mucha vergüenza. Y, no pudiéndola dominar, me escondí disimuladamente tras las espaldas semidesnudas de una turista que había bajado varias filas, para fotografiar de cerca al torero triunfador. Herrerita mantuvo al público con el “¡Jesús!” en la boca. Los procedimientos que empleaba para torear resultaban demasiado atropellados. Y aunque era un valiente a carta cabal, no consiguió interesar gran cosa a los aficionados. Por un verdadero milagro no salió en ambulancia de la plaza. Toda la tarde estuvo a merced del toro, resultando desarmado con 22
enojosa frecuencia. En lo que sí se vio muy bien, fue en el tercio de banderillas. Domingo Valle descolló también en el segundo tercio. Por lo demás, tampoco hizo nada que lo acreditara como prospecto interesante. Daba la impresión de que había toreado mucho, eso sí. Pero los excesivos cuidados con que lo hizo aquella tarde, lo proyectaron ante el público como un torero frío, abúlico e inexpresivo. Los escasos momentos luminosos que tuvieron los alternantes del reflexivo joven, se desarrollaron -como quedó dicho- en el tercio de banderillas. Clemente Herrera Herrerita adornó primorosamente el morrillo del segundo toro, y lo propio hizo Domingo Valle en el tercero. La emulación no se hizo esperar: en los toros corridos en quinto y sexto lugares, se suscitó entre los espadas una competencia encunadísima, cuyo resultado más impresionante ocurrió -como en su momento veremos- durante la lidia del que cerró plaza. El cuarto toro se llamó Malco, y presentó muchos problemas. Requería de un lidiador poderoso, y nada menos que eso fue lo que encontró. Malco sobresalió por su bravura áspera y por la mucha codicia con que arremetió a las cabalgaduras. El novillero en turno lo recibió en el tercio. Le dio primeramente unos lances de tanteo, muy templados y suaves, retrocediendo ligeramente hacia tablas después de cada capotazo. Todo esto para analizar las condiciones de lidia que ofrecía el bicho, que apenas despedido de un lance ya estaba embistiendo de regreso. El torero se alejó del toro unos cinco metros, aproximadamente, y luego, alargando los brazos, lo citó de nueva cuenta, abrió el compás, cargó la suerte y dibujó tres verónicas de exquisita factura, y una media a pies juntos de ejecución intachable. Malco derribó en dos ocasiones a los picadores, habiendo recibido en total cuatro puyazos. Los peones lo banderillearon eficazmente y de prisa. El novillero de marfil y plata iba acercándose a las localidades de sol, con el propósito de brindar la lidia y muerte del toro, no sé si al ganadero o al empresario... pero no. Entonces tal vez a los médicos, pues frente a su palco se detuvo... pero tampoco.
Se subió al estribo, levantó al tendido su mirada y me dijo escuetamente: “¡Va por tí”. Me dio la espalda y, con mucho tino, hizo llegar a mis manos su montera, una montera alargada, poco común, un tanto al uso de las de los años veintes. Yo todavía dudaba: ¿sería él realmente? El toro remataba contra el burladero de matadores. Pero en cuanto oyó la voz con que mi amigo lo alegraba, acudió -altas las agujas-, a su muleta. Se produjo un trincherazo soberbio y tan efectivo como un doblón; un pase de la firma, uno más de trinchera y finalmente otro de la firma, instrumentando este último ya en los medios de la plaza. No sé qué don tenía este novillero que, a pesar de desenvolverse con cierto desahogo, sus faenas conservaban la emoción del riesgo. Y si a esto se añade que el muchacho era dueño de una simpática humildad, nos explicamos fácilmente por qué cautivó al público. Entendiendo de maravilla al toro, consiguió limarle sus asperezas y obligarlo a pasar por naturales. Cuando lo juzgó conveniente, el matador empuñó el estoque, y atracándose de toro a tiempo de volapié, sepultó al primer intento tres cuartos de estocada. Una vez más revolotearon en los tendidos millares de pañuelos blancos. y en homenaje al valiente, autorizó el señor juez el corte de una oreja. Para entonces yo estaba llorando, no sé si de vergüenza, de emoción o de envidia. El triunfador de la tarde -tan pulcro como si no hubiese toreado todavía, sin sudar, sin despeinarse apenas- comenzó a dar la vuelta al ruedo. Al pasar frente a mi localidad se detuvo un instante. Yo tenía la garganta hecha un nudo. Cuando le devolví la montera no encontré de pronto otra cosa que decirle que un llano y convencional “¡enhorabuena, gachó!”. Luego, yéndose lentamente, me sonrió sin pronunciar palabra. Clemente Herrera Herrerita compartió banderillas con Domingo Valle en el quinto toro, provocándose así una competencia. Clemente hacía las cosas con desparpajo, sabía imprimirle espectacularidad al asunto, una espectacularidad que satisfacía a las grandes masas. Su especialidad era banderillear, al quiebro, con banderillas cortas y al hilo de las tablas, citando al toro con ambas rodillas en 23
tierra, pero poniéndose de pie a la hora de ver venir la encornadura. Domingo Valle se manifestó como un rehiletero fácil, pero casi invariablemente cuarteaba con el par ya hecho, procedimiento que le restaba mérito, verdad y emoción a la suerte. El último toro de la tarde correspondió a Domingo Valle. En cuanto los caballos de pica desaparecieron del redondel, el espada tomó en sus manos los tres pares, se descubrió y, acercándose al burladero de matadores, ofreció los primeros garapullos a Clemente Herrera Herrerita. Después, levantando la cara con una arrogancia hiriente, retó -más que invitó- a mi amigo a colocar el otro par. ¡A él!, que en toda la tarde no había salido a banderillear. ¿Sabría hacerlo? Desde luego aceptó la invitación de domingo, quien le sonrió con sarcasmo a la hora de entregarle el par. Tras clavar una sola de sus banderillas cortas, se vio Herrerita peligrosamente perseguido por la res, que se le revolvió en un palmo de terreno. Encontrándose lejos del burladero, no acertó a tomar el olivo, sino que corrió hacia los medios. Pero el toro le acometió con una codicia y una velocidad tales, que sin duda lo habría alcanzando si no fuera porque entre el toro y él-que, para colmo de males, acababa de resbalarse-, se interpuso a cuerpo limpio, oportunísima, una figura garbosa de marfil y plata. A partir de aquel instante fue mi amigo el objetivo que perseguía el toro; pero el diestro, haciendo gala de unos galleos magistrales, fue retirándolo del sitio en que Herrerita, pálido e indefenso, trataba de incorporarse. Mi amigo, que era todo un atleta, consiguió separarse del toro la distancia suficiente para ponerse a salvo. Luego volvió hacia el bicho y, cuadrando en la cara, le clavó en todo lo alto el par de la tarde, el par de la temporada, el par de muchas temporadas. La fiera se volvió contra el torero, el cual zigzagueó hábilmente, haciendo alarde de valentía, precisión y facultades. La plaza entera, puesta en pie, aplaudía con tal insistencia, que mi amigo se vio obligado a salir al tercio. jQué cara de contrariedad puso entonces Domingo Valle! Y no pudiendo hacer más, cerró el tercio sin pena ni gloria, acaso muy arrepentido de haber ofrecido los zarcillos a alguien de quien tan mal conocía su destreza
como rehiletero. II Cuando dobló el último toro, bajó al ruedo una multitud de entusiastas aficionados, sobre cuyos hombros fue paseado mi amigo hasta tres veces alrededor del ruedo. Yo me uní, resueltamente, a ellos. Y con festivo orgullo lo sacamos a la calle, gritando hasta desgañitamos: “¡torero, torero!”. Junto a la acera, al lado de un vehículo negro, lo estaban esperando su apoderado, su mozo de estoques y los miembros de su cuadrilla. Pero nosotros no le permitimos bajar, sino que a hombros nos lo llevamos hasta las puertas mismas del hotel Morales. Dimos vuelta por la calle de Cabañas y no paramos hasta llegar a la plaza de armas. La banda del estado se encontraba en el quiosco, ofreciendo su tradicional audición de cada domingo. La batuta del maestro Arturo Xavier González interrumpió de golpe los acordes de una selección de Marina, de Emilio Arrieta, para dar paso a los de una diana victoriosa. Y luego, a los de un pasodoble de rumbo y tronío: Cielo Andaluz. Supongo que los músicos lo conocían tan bien, que cada vez que lo interpretaban, el director no resultaba indispensable. Lo digo porque cuando subimos al torero hasta el escabel del maestro, éste le ofreció gentilmente la batuta. El diestro, un tanto sorprendido, la tomó y, puesto de pie sobre el estrado, frente a la desairada partitura de Marina, simuló dirigir a la banda. ¡Cómo lo celebró el gentío! Unos minutos más tarde, levantamos nuevamente en hombros al triunfador de la tarde y lo condujimos al hotel Morales, obstruyendo a nuestro paso el tráfico de las avenidas Corona y Juárez. Menuda cara de asombro pusieron los huéspedes que en aquellos momentos se encontraban tranquilamente leyendo el periódico en el vestíbulo del hotel. El ascensor no era lo suficientemente alto como para que el torero pudiera permanecer dentro de él sobre nuestros hombros. Así pues, por segunda vez tuvimos que bajarlo y, a empellones, nos apretujamos los que pudimos. Los demás tuvieron que subir por las escaleras hasta el tercer piso. En cuanto el apoderado y el mozo de estoques vieron a su torero, lo abrazaron con efusión 24
indecible, dándole la enhorabuena. En seguida todos los capitalistas -seríamos unos treinta, poco más o menos, pues muchos habían “desertado” en el camino-, unos en el cuarto, otros en los pasillos, disfrutamos los refrigerios que bondadosamente nos invitó el torero. Antes de desvestirse, se detuvo un instante frente a su retablo, apagó la lamparilla de aceite, hizo oración y pronunció una sentida acción de gracias. Mientras se despojaba de su atuendo notó, sin contrariarse, lo que tanto disgustó a su mozo de estoques: habían desaparecido dos machos de las hombreras. -¡Calma, hombre! -dijo sonriendo el torero-o Así es esto, ¿qué se va a hacer? Debí perderlos en el tumulto, pero ¿qué nos va haber perdido un par de machos cuando hemos cortado tres orejas? Inclusive -comentó con finísimo gracejo- la de Malco y sin que hubiese una divina Autoridad que la protestara. (Pero nadie asoció el nombre del cuarto toro con el del soldado del prendimiento de Jesús, que apunta el evangelista San Juan, y al cual Pedro le había cortado una oreja.) Ya envuelto en una bata, el torero se disculpó con nosotros, pues se disponía a ducharse. Como yo tenía prisa de irme, aproveché la ocasión para despedirme de él y preguntarle dónde y cuándo localizarlo para corresponder con una cena al brindis del que me había hecho objeto. El novillero, sonriendo, me dijo: -Te lo agradezco de verdad, pero no te sientas comprometido. Yo sólo me alegré de verte en la plaza y me dieron ganas de brindarte un toro. Así no más, por puro gusto. Su cordial sencillez me hizo sentir todavía más avergonzado de haber sido yo tan fanfarrón con él, siendo que, ante los suyos, mis méritos y conocimientos taurinos eran incomparablemente inferiores. Lleno de rubor, le pregunté: -¿Por qué no me dijiste que eras torero? -No recuerdo que me lo hayas preguntado -me respondió con toda amabilidad-Ojalá nos veamos pronto -me dijo- Y que la amistad continúe. -¡Naturalmente! En seguida se sentó a apuntarme su dirección y número telefónico. Otro tanto hice yo, pero
antes de anotar la colonia donde vivo, me volví a decirle: -Oye, con eso de que estuve cuatro días fuera de la ciudad y llegué a la plaza de prisa, sin conocer el cartel, no supe ni quiénes toreaban. Y como, además, los capotes que empleas no llevan rotulado tu nombre, no logro identificarte. Perdóname. Bastante he conversado contigo y ni siquiera se me ha ocurrido preguntarte cómo te llamas. ¿Quién eres? Y poniéndose de pie lentamente, me contestó con voz firme: -Pío Granda, Dulzuras.
SEGUNDA PARTE DULZURAS Y AMARGURAS Dulzuras era un hombre entregado a su oficio. Todas las mañanas, desde antes del alba, estaba despierto. Convenientemente arropado, montaba en bicicleta y se iba a la barranca de Huentitán. La bajaba y la subía. Luego se iba a la plaza de toros El Progreso y ahí permanecía por espacio de dos horas practicando el toreo de salón. Llevaba consigo una muleta especialmente pesada, que sus manos manejaban con soltura. Nunca se permitió a sí mismo torear -ni entrenar siquiera- con ayudado de aluminio o de madera: invariablemente empleaba la pesada toledana. Jamás faltaban en El Progreso maletillas que hicieran las veces de toro a Pío Granda, a cambio de lo cual él correspondía con sendas embestidas, pitones en mano. Y así, embistiéndose unos a otros, aquel ruedo que era de realidades cada tarde de domingo, entre semana era un redondel de fantasías, donde las ilusiones de los torerillos se iban plasmando en faenas de belleza inenarrable. Si eso se lo hubieran hecho al toro... ¡qué torerazos tendríamos! ¡Ah, los toreros de plazas vacías, poderosos lidiadores de astados que nunca existieron! Con las mismas ilusiones de todos ellos practicaba Pío Granda el toreo de salón. Ahora sí que Pío Granda comprendía la razón de ser de una escena que le había quedado grabada en su mente desde que era niño. Resulta que cuando tenía cuatro años, su abuelo materno lo llevó a la plaza de toros una mañana como tantas, en que los torerillos practicaban sus habituales ejercicios. Nunca había asistido 25
Pío a ninguna corrida de toros, pero ya se había formado una vaga idea de cómo eran por haber visto la colección de estampas taurinas que su abuelo guardaba en los cajones de un viejísimo escritorio de cortina. Al contemplar aquellos maravillosos grabados, su imaginación de niño lo hacía visualizar toros descomunales, que embestían con la fuerza de una locomotora; toreros estatuarios, estoicos, que burlaban la muerte quedándose muy quietos. Pero los torerillos que el niño veía entrenar en el tórrido redondel de la plaza vacía, no se parecían en nada a los que él había soñado. ¡Qué fobia sintió entonces contra el toreo de salón! Había que ver a esos señoritos delante de un toro auténtico. Con el paso de los años, cuando él mismo había tomado la determinación de ser torero, supo descubrir la utilidad del toreo de salón. Y así, tal como los demás aspirantes, se olvidaba de sí mismo: soñaba. Pero algo había en él que lo distinguía de los demás: que lo que le hacía a las carretillas, era capaz de hacérselo a los toros. Que en una capea salía un tío que nadie quería ver, ahí estaba Pío Granda para hacerle fiestas. III
La entrega con que Pío Granda practicaba sus actividades físicas e intelectuales, aunada a su vida austera y disciplinada, templaron su espíritu y su cuerpo, convirtiéndolo en un hombre ilustrado y de fácil palabra y en uno de los más admirados toreros de su tiempo. IV Quien haya tratado a Pío Granda -tan sobrio en sus actitudes y tan humilde-, difícilmente creerá que a la edad de cinco años era una verdadera calamidad. No había sitio donde estuviese en paz. Si sus padres lo llevaban de visita, los hacía pasar vergüenzas: si no había roto algo, era porque estaba riñendo con el hijo de la señora. Si lo encomendaban al cuidado de su nana, encontraban a la pobre mujer casi llorando de desesperación. Si lo llevaban a misa, daba maromas por la alfombra de la iglesia. Las calificaciones que obtenía en el colegio no eran bajas ni mucho menos; pero la pobre profesora se quejaba de su falta de disciplina. Sin embargo, a pesar de ser tan travieso, era la alegría de su hogar y de su escuela. Su vitalidad no era otra cosa que una continua señal de bulliciosa salud. Pío Granda, a los cinco años, era un hermoso diamante sin pulir. V
El soñador de gloria torera era, asimismo, un aventajado estudiante de arquitectura. Cursaba el sexto semestre de su carrera -mayo de 1974-, cuando sus éxitos en las plazas de toros habían llegado a ser, si no tantos, sí tan señalados como para dejar sin sombra de duda -a él, a su apoderado, a docenas de críticos y a miles de aficionados-, de que ampliamente podría llegar a ser torero, y de los grandes. Había llegado el momento en que resultaba imposible que las actividades del ruedo continuaran al alimón con las de la universidad. Sin pensarlo mucho y sin dolerle poco, Pío Granda abandonó las aulas, pero no sin proponerse reanudar sus estudios una vez retirado del toreo, profesión ésta en la que no proyectaba permanecer muchas temporadas en activo. Por lo pronto, se fijó el límite de un año para determinar si, transcurrido dicho tiempo, continuaría sus estudios de una vez por todas -ya sin la distracción de querer ser torero- o si se consolidaría en las lides taurómacas.
El inteligente taurófilo que era su abuelo, no perdía ocasión de ir a los toros. Le encantaba ir acompañado, pero a su mujer le horrorizaba el derramamiento de sangre que sufría el toro y la continua exposición al riesgo en que se encontraban los toreros. No pudiendo, pues, contar con ella, el viejo llevaba consigo a los hermanos mayores de Pío, así como a algunos primos y primas de éste. A él no lo llevaba por considerarlo aún demasiado pequeño, y también -y sobre todo- por ser un niño tan latoso. Todos los domingos de la temporada, al caer la tarde, el animoso grupo familiar que había ido a los toros, llegaba a casa de Pío. Y ahí se formaba un gran barullo, pues todos a la vez se disputaban la palabra. Todos querían comentar algún pormenor de la corrida o novillada que 26
acababan de presenciar. El niño los escuchaba con sumo interés. Él no sabía lo que significaba cortar orejas y rabos, pero se figuraba -y con razón- que aquello debía ser algo excepcional, digno de verse. A fuerza de perseverar cada domingo con súplicas y llanto, con promesas y berrinches, consiguió mover un día el corazón de su madre, persuadiéndola de decirle al abuelo que lo llevara consigo a los toros. El abuelo accedió, aunque de mala gana. Ya en la plaza, cuando el niño tomó asiento, permaneció quietecito en su lugar: observaba con detenimiento a los músicos, impecablemente uniformados; al público que a empujones se abría paso; a los mozos de espadas, tan serviciales siempre, plegando y desplegando los avÍos de sus matadores. Aquel ambiente de fiesta fascinaba al pequeño hasta el punto de enmudecerlo e inmovilizarlo, que ya era decir. De pronto sonaron en el coso los timbales y los clarines. La puerta de cuadrillas se abrió de par en par, franqueando el paso a los toreros. El pequeño vio por vez primera el gayo colorido de los ternos de luces. ¡Qué majeza la de aquellos hombres! ¡Qué gusto verlos hacer el paseíllo! Y erguirse en el tercio para agradecer la ovación. Pero de pronto... ¡el toro! Lo que Pío Granda sintió aquella luminosa tarde, fue algo inefable. Le apasionó la fiesta de toros. Su abuelo notó, con gran sorpresa, que solamente en la plaza podía estar su nieto callado y apacible. Desde entonces siguió llevándolo a los toros todos los domingos. Las cosas iban marchando de maravilla hasta que al niño -que ya estrenaba sus flamantes seis años- se le había metido en la cabeza la locura de no conformarse con ver: ahora quería torear.
y Rocío quince. Poco antes de que iniciara la temporada de novilladas 1965-1966, se verificó en El Progreso un festival cómico-taurino. En la parte seria actuaron un joven apellidado Negrete -que nunca sobresalió- y el infortunado Andresillo Esparza, a quien algunos meses después, mató un cebú en la feria de Ayutla. Ambos aspirantes hubieron de entendérselas ante dos vacotas resabiadas y viejas. Los dos estuvieron valientes, pero su valentía fue todo lo que pudieron exhibir, por ser también lo único que poseían. La pasaron de continuo a merced de sus adversarias. El público, indulgente y agradecido, los hizo dar la vuelta al ruedo, pero yo creo que a la postre más bien fue el ruedo el que les dio vuelta a ellos. Y en tanto que el redondel giraba a su alrededor, un gigantesco bimbalete de madera se instalaba en los medios de la plaza. Auxiliados por los monosabios, dos Hombres Gordos ~forrados con apretados haces de paja, bajo sus amplios overoles rojos- lograron posar, entre las carcajadas del público, sus descomunales posaderas en los extremos del bimbalete. Una vez afianzados, comenzaron a balancearse ... y a santiguarse. De pronto se abrió la puerta de los sustos para dejar el paso franco a una vaca gorda, de retienta, con sus cuatro años bien cumplidos y con no menos de trescientos veinte kilos de peso. En cuanto la vaca se fijó en el hombre gordo más próximo a tierra, le embistió con fiereza. Y cuando estaba a punto de derrotar contra el overol rojo -que ya tenía por suyo,el hombre se impulsó violentamente hacia arriba, haciendo descender a su compañero; éste, al percatarse de que la vaca acudía hacia él, repitió la operación de su alternante, y así, sucesivamente. Subiendo el uno y bajando el otro, burlaron cuanto quisieron a su enemiga, que a poco - “harta” ya de verse engañada por aquel par de gordos- “contempló” la posibilidad de arremeter contra el soporte del bimbalete. Y poniendo cuernos a la obra, tumbó de un solo golpe el pesado armatoste, ocasionándole aparatosa y festejadísima caída al hombre que ocupaba el extremo ascendente del bimbalete. Inmediatamente salieron al auxilio de los caídos otros tres hombres gordos. Pasado el relativo peligro en que se encontraban los primeros, los
VI Ya tenía Pío doce años cumplidos. Para entonces, el abuelo había fallecido, pero había estimulado la afición -no se diga ya que en su pequeño nieto, porque resultaría obvio-, sino también en Joaquín y Rocío Granda, los dos hermanos mayores de Pío, los cuales, tal si el abuelo lo viviera, siguieron frecuentando la plaza de toros. A la sazón, Joaquín tenía diecisiete años 27
consideración: conmocionados, pateados, sofocados, descalabrados. Nunca falta el ocurrente que abre las puertas del anillo, facilitando así el acceso del toro al callejón. Es de verse entonces cómo todos los que se creían a salvo, saltan al ruedo llenos de espanto. Para colmo de males, a los torileros les da por soltar, precisamente en esos momentos, al otro toro. Entonces sí que es angustioso estar abajo. ¿A dónde ir? Hay un toro en el ruedo y otro en el callejón. . Lejos de Pío Granda, derrotaba entre el gentío el toro recién soltado; pero, para desgracia suya, el que trotaba por el callejón dio con una puerta abierta. Y siendo Pío el sujeto más inmediato que se movía en el ruedo, arremetió decididamente contra él. No había espacio disponible en el burladero más próximo. Y como el bicho no se anduvo con miramientos, atacó al iluso prendiéndolo por una pierna y haciéndolo caer de cabeza. Pío Granda perdió el sentido por unos momentos, pero en cambio ganó -e incrementó en sucesivas tardes- una cierta celebridad entre el público asiduo a las charlotadas. Al salir de la plaza, Joaquín estaba lívido; y Rocío, vuelta una Magdalena. -Sólo una cosa les suplico -diría el chiquillo, repuesto ya del susto, camino de su casa-o Por lo que más quieran... no se lo digan a mi madre.
toreros bufos continuaron su grotesca función, recibiendo ovaciones sin tasa. Cuando las mulillas dieron arrastre a la cuarta vaca -victimada por otra cuadrilla cómica-, comenzaron a bajar cientos de mozalbetes: en la parte final del programa se había anunciado la suelta de “dos bravísimos toros para los que quieran calmar sus ansias de novillero”. -Pero, ¿es posible? -preguntó Pío Granda a su hermano -¡Desde luego! Mira cómo arman sus muletas aquellos... ¡Oye! ¿A dónde vas? ¿Quién podría detenerlo? El niño quería torear, y ahora que la ocasión se presentaba, nadie iba a impedírselo. Se abrió la puerta de toriles. Los que pudieron, fueron a protegerse junto a las tablas, pues ya era imposible que alguien más cupiera en el callejón o en los burladeros de contrabarrera. Se dio suelta a un torazo bien cuajado, que cierta tarde de corrida forrmal se había rehusado a cumplir en varas. Por esa razón fue devuelto vivo a los corrales. Y ahí permaneció por espacio de varios meses, hasta que se le envió al matadero. Aquella tarde, Pío Granda toreó por primera vez en su vida. ¡Bueno!, torear es un decir: con un pedazo de periódico a guisa de engaño, aprovechó apenas las ocasionales acometidas que hacia él, por azar, dirigía de cuando en cuando la azuzada res. De los cientos de jóvenes que bajaron al ruedo, casi ninguno se atrevía a dar un capotazo. Se concretaban a correr sin rumbo definido cuando el toro, aturdido, embestía. Algunos maletillas consiguieron instrumentar pases aislados. Unos llevaban capotes; otros, muletas. Los de aquí se descamisaban. Y los de allá -Pío entre ellos- se armaban sólo de periódicos o de cojines. Resguardado en el callejón, más de un cobarde aprovechaba que el toro se enhilaba para propinarle golpes con una tabla o azotes con un cinturón. El pobre bruto, confundido, atacaba al hombre más próximo, que no siempre salía con bien del trance. A veces, en su irracional ímpetu, el astado provocaba volteretas aparatosísimas o atropellos masivos, revolcones de órdago y desgarros de ropa. Aunque los cornúpetos destinados a estos juegos se sueltan siempre despuntados, ello no ha impedido que acontezcan algunas desgracias de cierta
VII -Yo supuse -me comentó Pío Granda algunos años después- que con una sola vez que toreara se me iba a quitar la curiosidad de saber qué se sentía; pero en aquella charlotada sentí un gozo y una emoción tan grandes, que te aseguro que desde aquella hora, no hubo para mí mayor placer que torear. Más aún, no creo equivocarme si te digo que desde aquella tarde me decidí a ser torero. Por aquellos días Rocío Granda, que como queda dicho tenía quince años -y además se había puesto muy guapa-, ya no sentía tanto interés por los toros. Prefería -y con razón- salir con sus amigas y sentirse cortejada por los galanes de veinte años. Joaquín, en cambio, tuvo siempre muy arraigada la afición taurina. Además, le hacía 28
inmensamente dichoso la idea de llegar a tener un torero en la familia. Compadecidos por la súplica que Pío les formulara, ni Rocío ni Joaquín participaron a nadie lo que habían visto. No era de extrañar esta actitud en Joaquín. Pero en Rocío, fue su silencio un rasgo de prudencia, respeto y generosidad, pues, a pesar de que nunca aprobó que su hermano fuera torero, siempre supo tolerar y condescender con él. Pío Granda se imaginaba a sí mismo de plaza en plaza y de triunfo en triunfo por esos mundos de Dios, admirado por miles de mozuelas y respetado por los jefes de las naciones; con su biografía ocupando un lugar en las enciclopedias y con las crónicas de sus éxitos acaparando el interés de todos los diarios de Iberoamérica y de España. Los bolsillos repletos y su prestigio a toda asta. Flamantes ternos de luces, viajes en jet, entrevistas en televisión, ovaciones interminables por las plazas de toros y por las calles. Pero por encima, muy por encima de todo eso, la seguridad de ser el más grande de todos los toreros. -¿De veras en eso cifras tu felicidad? -No hay más. Pío Granda, un iluso de doce años. -¡Olé la gracia, chavea! j Y vaya que la tenía! Todo fue ver a aquel infeliz rapado, medio ebrio, a merced del toro, para que Pío se despojara de su gorrilla torera y diera con ella un golpe en el testuz de la fiera. El toro, entonces, acometió contra Pío; pero éste ya esperaba la embestida y se había imaginado cómo iba a reaccionar: imitando los galleos que algunos años antes viera lucir a Mauro Liceaga en el tercio de banderillas, burló a cuerpo limpio al gigantesco enemigo colectivo, saliendo tan airoso y con tanta majeza del apuro, que el propio José Valdés RenterÍa, mejor conocido como El Charro, allá en lo alto del tendido de sombra, levantó su batuta e hizo sonar la primera diana que en su honor escuchara Pío Granda.
clases e ir a curiosear a la plaza de toros. ¡Todo era idéntico! A no dudarlo, algunos de aquellos maletillas serían los mismos. Buena parte de las localidades de sol estaban sombreadas, pues el sol aún se encontraba en el oriente. Y a la sombra del tendido general, unos vagos se entregaban a los juegos de azar y a esas conversaciones ociosas que a nadie benefician. Casi todos querían ser toreros. O al menos eso decían. Sin embargo, mucho más agradables que los ejercicios físicos al rayo del sol, les resultaban las partidas de dados a la sombra del desolado tendido... y la vida parasitaria -y en muchos casos, dentro de la miseria, regalada- a expensas del trabajo de su familia. -Gachó: el trabajo no es bueno para los toreros porque se distrae el arte. Para entonces la afición de Pío había llegado al punto de tentarlo a faltar a clases más a menudo; tentación que bien pudo ir en detrimento de sus calificaciones y de su formación. Afortunadamente el niño -que, pese a la efervescencia propia de su edad y temperamento, era muy dócil a sus padresveía a éstos predicar con el ejemplo el sentido de responsabilidad y el cumplimiento de sus obligaciones. Aparte de eso no había quedado impune su injustificada inasistencia a clases. -Pero, a pesar de todo -recordaba-, creo que valió la pena. Aquella mañana toqué por primera vez en mi vida, aunque muy ajados, los verdaderos avíos de torear, que entonces -así como estaban- me parecieron prendas dignas de príncipes y reyes. Me sentí muy halagado al verme reconocido por aquellos golfos, y más todavía al ser felicitado por algunos de ellos. Recuerdo que había un morenillo, de cara muy triste, que me dijo -fundado en no sé qué cosaque yo tenía hechuras de torero grande. Sus palabras fueron las más dulces y esperanzadoras que yo jamás había escuchado hasta entonces. Se me figuraba que todos aquellos maletillas procedían de un mundo fantástico. Hablaban de tentaderos y de ferias pueblerinas, de ternos de pasamanería y de gachís de bandera, de jamás chipén y de moruchos “altos como catedrales”. Y aunque yo no entendía con exactitud qué significaba todo aquello, me cautivaban sus conversaciones porque aquellos
VIII Sintiendo de pronto un deseo irresistible de volver a atestiguar las prácticas de aquellos torerillos que vio en su infancia, Pío Granda decidió, un miércoles por la mañana, faltar a 29
gachós disertaban sobre asuntos propios de los ejercicios taurinos y de las extrañas aventuras que gozan los hombres que de tales prácticas hacen su profesión. Para mí todos aquellos vagos eran torerazos de gran cartel, y aquella miope apreciación mía se explicaba a la sombra, que no a la luz, de mi ingenuidad de niño, de niño asombrado ante aquellos fanfarrones, agitanados en su vestir y en su hablar; ante aquellos seres extravagantes y simpáticos que son y serán siempre los torerillos desposeídos. Pío Granda recorrió el interior de la plaza hasta no dejar resquicio sin conocer. Cuando iba caminando por la más elevada localidad del tendido general de sombra, se topó con una escalerilla que daba a la azotea del coso. La subió ágilmente y desde lo alto contempló a vista de pájaro la ciudad de Guadalajara. En eso estaba cuando, del lado del Hospicio Cabañas, comenzó a oír sordos golpeteos de madera, extraños gritos y sonidos metálicos. Movido por la curiosidad, recorrió la azotea hasta llegar a un punto desde el cual pudiera averiguar qué sucedía allá abajo. Nada, que acababa de llegar la troca con la corrida que iba a lidiarse al domingo siguiente. Bendiciendo la hora en que le había tocado atestiguar un desencajonamiento, se recostó boca abajo en la azotea del coso y en esa posición permaneció unos diez minutos, hasta que el sol le comenzó a tostar la nuca. No pudiendo aguantar más, se puso de pie, masculló unas palabrotas y, de muy mal humor, regresó al ruedo. Su ánimo se transformó cuando, al llegar abajo, le propuso un torerillo que estaba entrenando solo, el morenillo de la cara triste: -¿Qué tal si me haces de toro y luego te embisto yo? Como aquel torerillo notara que Pío Granda embestía con demasiados Ímpetus y en línea recta -sin considerar que los toros, al acometer, describen una trayectoria más o menos en forma de ochos-, creyó conveniente suspender por unos momentos el entrenamiento, a fin de explicarle al chamaco cómo debía embestir. Éste se sintió un poco contrariado, pues sabe Dios quién le había hecho pensar que por ciencia infusa conocía ya todos los secretos del toreo. Y como las rectificaciones que el torerillo señalaba a Pío Granda -tanto por su forma de
embestir como por sus procedimientos de hacer el toreo de salón- fueran en aumento, el chiquillo acabó por exasperarse. -¡Bah! Déjame hacerla a mi modo. Al torerillo le cayó en gracia el mal genio de Pío Granda. Y como lo viera flaquillo e indefenso, se atrevió a ponerle irónicamente el mote que para siempre le quedaría: Dulzuras. Más todavía se enojó el chaval. Y no se tranquilizó sino hasta el momento en que el torerillo le dijo que tal fue también el apodo de un famoso crítico taurino español: Manuel Serrano García Vao. En su fuero interno, Pío Granda tuvo que aceptar resignadamente que no sabía nada de toros. Malhumorado, después de aquel primer entrenamiento, regresó a su casa con la imaginación congestionada de escenas taurinas. Dentro de cuatro días -¡qué alegría!asistiría a otra corrida de toros. Vería lidiar nada menos que el encierro cuyo desencajonamiento acababa de presenciar. Pero no: la madre directora del colegio, sorprendida por la ausencia de quien hasta entonces había sido un niño tan asiduo y formal, telefoneó para enterarse de lo que sucedía con él. -Pero, madre: tomó sus útiles y se fue a la escuela. -Pues no ha llegado en todo el día, señora. -¡Santo Dios! ¿Le habrá sucedido algo? ¡Vaya si le había sucedido algo! Aquel día fue determinante en su existencia. Pudo ser que a su inocente falta de responsabilidad no correspondiera un castigo tan atroz, tan verdaderamente insufrible, como el de prohibirle ir a los toros; pero la culpa que ameritó tan descomunal penitencia no fue tanto el ausentismo escolar, cuanto el agravante de la mentira: -De veras, papá: fui a la escuela. (Y completaba mentalmente: “ayer”.) -De veras, hijo: no irás a los toros. Y nada le valió. Por más que adoptó en su casa las más atentas y serviciales conductas. Por más que prometió y lagrimeó, no hubo fuerza capaz de rectificar la tremenda sentencia de su padre. IX 30
Derrotado, pues, y arrepentido, sin
posibilidades ni esperanzas de ir a los toros al siguiente domingo, Pío Granda se presentó en el coso del hospicio el sábado, muy temprano. Iba solo y cabizbajo. Se asomó tristemente a los corrales: quería ver de nueva cuenta el encierro. Ahí permaneció largo rato contemplando a aquellos toros que parecían tan inofensivos, que rumiaban su alfalfa perezosamente. Ya caminaban a hundir sus hocicos lustrosos en las pilas del agua; ya se echaban tranquilotes bajo los rayos del sol temprano o bajo las sombras de los tejadillos. Al ver así a los toros, tan ajenos a su mortal condena, tan apacibles y mansos, se le dificultaba a Pío Granda imaginar la fiereza que, a solas con el acoso de los toreros, son capaces de desarrollar dentro del ruedo. Pensando en estas cosas se fue meditabundo al patio de cuadrillas, y bajó paso a paso a la arena donde los torerillos, avíos en mano, conciliaban -despiertos- sus sueños de gloria. -¿Cómo le va al amigo Dulzuras? Pío no lo reconoció al punto. Era el mismo torerillo triste de la vez pasada. En aquella ocasión llevaba descubierta la cabeza y estaba todo vestido, a excepción del torso. Ahora tocaba su cabeza con una cachucha demasiado amplia. Y, sin otra prenda indumentaria que un burdo traje de baño, ostentaba en sus largas piernas las cicatrices de siete u ocho cornadas. -¿En serio son cornadas? -¿Y qué otra cosa habían de ser? ¿Tú crees que torear es jugar a las muñecas? Pío Granda examinaba de hito en hito aquellos muslos desgarrados, en tanto que cuestionaba su vocación de torero. -Bueno -se decidió al fin a preguntarle-, ¿y ya tomaste la alternativa? El torerillo sonrió con infinita tristeza, se quitó la gorra, se pasó la mano por su frente sudorosa y, después de un doloroso silencio, acabó por musitar: -No. Ni siquiera como novillero he podido ganar cartel. Todas estas cornadas que ves las he recibido en placitas de pueblo, y me las han pegado toros viejos y pregonados, marrajos de mala sangre. Tengo veintiocho años de edad y llevó más de trece tratando de ser torero. He corrido la legua por toda la República, toreando cientos de novenarios. Me he puesto a huelga de hambre, me he tirado de. espontáneo y por ningún medio he conseguido torear en una
ciudad de categoría. Ya no digo México. Siquiera aquí, o Aguascalientes, o Querétaro o San Luis Potosí. Tú sabes que en este asunto, si no tienes dinero, influencias o un buen padrino que te haga el avío, nunca saldrás del anonimato. Yo, la mera verdad, ya ni me ilusiono pensando que algún día me darán oportunidad de salir a una plaza chipén; pero me encanta andar metido en esto del cuento. Sé que a fuerza de tanto torear marrajos uno se vuelve ratonera, y cuando sale un buen tío de casta, que humilla y pasa completo como una carretilla, uno no va a poder con él. Por eso no es bueno acostumbrarse a los criollos chungos. Yo ya estoy más echado a perder que nada. Otra desventaja es que ya estoy muy viejo para andar todavía de principiante, ¿no crees? ¿Qué edad tienes tú? -Doce años. -Pues apenas a tu edad está uno bueno para pensar en ser torero. A mi edad, ya debería ser no sólo matador de toros, sino figura del toreo. Pero, después de todo, no creas que estoy amargado. No me va tan mal. Con eso de que ando toreando en los pueblos, confeccionando avíos de torear, haciéndola de mozo de espadas y restaurando trajes de luces, puedo mantener a mi familia; pobremente, es cierto, pero puedo. Y a todo esto, ¿tú quieres ser torero? -Sí. -Entonces, ¿qué haces ahí parado? Coge esos pitones que están en el estribo y embísteme. Luego te “pago” yo. ¡Ahl, y esta vez no me refunfuñes tanto, que yo tengo en esto del toro más tiempo que tú de vida. Por lo mismo, sé muchas cosas que tú no sabes y que es bueno que sepas. ¡Venga de ahí, gachó! Pío sintió empequeñecerse ante la experiencia de la vida y los conocimientos del oficio que adornaban al torerillo triste con quien entrenaba, el cual, a los ojos del niño, iba ganando, palmo a palmo, una incalculable autoridad, a fuerza de llevar sus carnes rasgadas por las astas de los toros y de lucir una señorial majeza al torear de salón. Y qué extraño vocabulario manejaba, ya incluyendo palabras de la más ortodoxa terminología taurina, ya empleando, de vez en cuando, a pesar de su indígena mexicanidad, postizos andalucismos. Como Pío nunca fue muy bueno para eso de recordar nombres, hablaba del héroe de su 31
infancia adjudicándole el mote de Amarguras, sobrenombre con que cariñosamente lo bautizó él mismo en reciprocidad al apodo de Dulzuras que había recibido. Pero si bien es cierto que el llamar Dulzuras a Pío no tuvo otro fundamento que la ironía, evidentísimo es que el haber llamado Amarguras al torerilIo moreno y triste, tuvo -aun sin Pío advertírlo un acierto indiscutible. Amarguras fue, dentro y fuera de los humildes redondeles pueblerinos, una fiel personificación de las ilusiones de gloria jamás cristalizadas y jamás por cristalizar, que, no obstante ser consciente de su situación, son llevadas por quien las adolece hasta el fondo mismo de su sepulcro. En aquel segundo encuentro con Amarguras, Pío Granda comenzó a tener para con él una actitud humilde, como la que adopta el discípulo sediento de sabiduría ante el maestro sapientísimo. Concluido el entrenamiento, Amarguras enseñó a Pío Granda cómo doblar los avíos y cómo guardarlos en el lío. Luego, acalorados y sudorosos, abandonaron la plaza. Atravesaron el mercado de San Juan de Dios, salieron al puente sobre la avenida Javier Mina y caminaron luego rumbo al poniente. Indiferentes a toda esa gama de personajes pintorescos que pululan por las aceras cercanas al mercado, estos dos personajes, no menos pintorescos, cruzaron la calzada Independencia y enfilaron por la avenida Juárez, dejando atrás a los merolicos que pregonaban las bondades de sus productos “medicinales”; al viejecito ciego que, acompañándose con su arpa, cantaba corridos de la Revolución Mexicana; al pajarero adivinador de la suerte; a las damas que voluntariamente colectaban limosnas para la Cruz Roja; al señor de mediana edad, que por veinte centavos revelaba a sus clientes su estatura y peso exactos; a las meseras trasnochadas que regresaban a las vecindades donde vivían; a los mariacheros, ojerosos, a golpe de nocturnas serenatas; a los boleros, a los pordioseros, a los estafadores, a los borrachos y, en fin, a todo ese mundillo de viciosos y subempleados que había centrado su radio de acción en el populoso barrio de San Juan de Dios. -¿Traes parné? -le preguntó Amarguras a Pío, faltando una cuadra para llegar al café Madrid.
-Nada, matador. Tres pesos. -¡Bueno, ni hablar! A ver si alguien nos paga los cafés. Era mediodía. Había en el Madrid un par de mesas ensambladas, en las que los taurinos hacían corrillo. Y a pesar del denominador común -que a todos era la afición a los toros- el grupo resultaba de lo más heterogéneo: había un matador de toros, ya viejo y retirado, de muy escasa nombradía; un novillero puntero, dos periodistas locales y otros tantos ricachones taurófilos que, viviendo de sus rentas, parasitaban en el café. El resto eran vagos y maletillas, de esos que suelen ir por sistema al café a sostener pláticas ociosas o leer noticias taurinas. Cuando llegaron Amarguras y Pío Granda, pasaron a ocupar sus asientos en las mesas de los taurinos, y cuando la mesera se acercó a preguntarles qué tomarían, Amarguras confió en la Providencia divina y pidió un par de capuchinos. Para entonces Pío Granda se encontraba cautivado en medio de aquellos individuos, mucho mayores que él, que le parecían eminencias taurinas, aun no siéndolo todos. Los escuchaba embobado, sin acertar a decir ni su· nombre de pila. Cuando llegó la hora en que Pío Granda debía irse a comer a su casa, se levantó y se marchó sin despedirse de nadie, pues a más de no haber sido presentado al grupo, Amarguras le había aconsejado discreción a la hora de salir. Ya se escurriría también él un poco más tarde, aprovechando algún parpadeo de la mesera. Y de seguro su café y el de su amigo serían pagados finalmente sabe Dios por quién. Camino de su casa, Pío Granda iba librando una intensa guerra interior. Por un lado quería ser torero; pero por el otro lo había aterrorizado la visión de lo que pueden hacer los toros. ¡Qué impresionantes cicatrices! ¿Y todo para qué, Amarguras? Para que sigas toreando marrajos por esos pueblos de Dios, hasta que un pitón te hinque la última y definitiva cornada. Y lejos de morir entre palmas ardientes y pasodobles de tronío, vayas a convertirte en un trágico hazmerreír pueblerino. “¿Tú crees que torear es jugar a las muñecas?”... “Pues apenas a tu edad está uno bueno para pensar en ser torero”... 32
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Aun así no me parecen éstos, los peligros del cuerpo, los más graves para un torero, sino los riesgos del alma. Por desgracia, los toreros se ven inmersos en una atmósfera saturada de gentuza, golfos y oportunistas, vagos y aduladores. ¡Aduladores!, siempre una nube de aduladores; periodistas mercenarios y sin escrúpulos, que a cambio de dinero son capaces de faltar a la verdad, justificando desde sus hipócritas columnas al diestro que les da sobre y haciendo recaer la culpa de sus fracasos en la dizque mansedumbre de los toros. Y si el ganadero también les da sobre, entonces la culpa es del público villamelón, que no supo apreciar la faena; o del viento... o de cualquier otra cosa. -¿Y cómo sabe usted todo eso, padre?
Al otro día, poco antes de las seis de la tarde, el señor Granda le dijo a Pío: -Si quieres, ya puedes salir. Ya no era posible que el mozalbete se saliera con la suya, diciendo que se iba a misa o a estudiar a casa de algún compañero, y en realidad se fuera a los toros. -Gracias, papá. y a todo correr se fue al pichón. No sé por qué se le nombra así a la costumbre que tiene el portero que vigila la puerta de sol, de permitir la entrada al público durante la lidia del último toro. -¡Pi-chón, pi-chón! -grita en la calle un tumulto de indigentes-. ___ ¡Pi-chón, pi-chón! -coreaba Pío Granda al unísono con el gentío. Por fin se abrió la puerta, y el niño pasó a ver el tercio de varas del sexto toro.
-Es que en mis mocedades fui muy aficionado a los toros. Siempre me ha subyugado el ambiente taurino por lo que tiene de colorido y alegría. Incluso llegué a frecuentar el trato con algunos toreros. Así pude conocer de cerca el ambiente en que se desenvuelven, que me pareció sucio y falso. Todo lo hermosa que resulta la fiesta dentro de la plaza, me pareció de repugnante fuera de ella. Si supieras la de chismes, traiciones y falsos testimonios que corren por boca de los que se dicen taurinos, sabrías que con sus murmuraciones hay hombres que resultan mil veces peores que las verduleras de los mercados. En realidad no conocí el medio muy a fondo, pero llegué a enterarme de cosas tremendas, que si tú supieras, verías por qué me parece poco aconsejable la profesión de torero. Aparte de eso, considero que la fama es un serio enemigo moral del hombre: hay almas que se ensoberbecen y se olvidan de sus bienhechores y amigos; figuras del toreo que rechazan, desdeñan y desconocen a quienes fueron sus compañeros de correrías. Es tristísimo todo eso. Piensa en todo lo que te he dicho y a ver qué decides. Y si perseveras en tu idea -pues estoy convencido de que existe la auténtica vocación de torero-, quiera Dios que des testimonio de Su nombre en ese medio que tan necesitado está de buenos ejemplos. -Padre. Hábleme del dolor y de la muerte de los toros. -No creo ser una autoridad en esos asuntos, pero, según he escuchado por ahí en
Xl Apenas concluida su instrucción primaria, Pío Granda fue matriculado en el Instituto Guipúzcoa, donde los padres jesuitas habían de ejercer en él una benéfica influencia y hasta habían de proporcionarle, unos años más tarde -en su tradicional festejo estudiantil de cada año- la ocasión de matar su primer novillo. En buena hora, después de un agitado recreo, el director espiritual mandó llamar a Pío Granda, liberándolo así de una aburridísima clase de matemáticas. En cuanto salió del aula, lo llevó consigo a su oficina. El sacerdote, conocedor profundo de la psicología juvenil, era, a la vez, simpatizador de las corridas de toros. -Padre, ¿cree usted que yo deba ser torero? -¡Bueno!, no esperes que te dé una receta de cocina. En último término, tú sabrás. Lo que puedo hacer es darte una opinión. ¿Te parece? -Sí, padre. Me parece. -Desde el punto de vista moral, en cuanto simple ejercicio de una profesión, no le veo ningún inconveniente. Sin embargo, tú sabes muy bien que la vida de un torero presenta siempre un sinnúmero de peligros, que van desde hacerle perder la salud ... hasta hacerle perder la vida. 33
PILAR
más de alguna ocasión, el toro de lidia, en el ruedo, durante la pelea, es poco menos que insensible al dolor que suponemos les causan las puyas y los arpones de divisa y banderillas. El mismo estado nervioso que desarrolla el toro durante la lidia, lo hace crecerse al castigo. ¿No te ha sucedido que cuando estás peleando con alguien y recibes un golpe que te hace sangrar, de pronto no te duele? Pues algo semejante les pasa a los toros de lidia. E incluso a los mismos toreros: cuando reciben una cornada, si ésta no es demasiado grave, siguen toreando. Ya después, en reposo, lejos del calor del combate, comienzan a experimentar el dolor. Pero a los toros, salvo que se los indulte, no se les da tiempo a experimentar el dolor. Además, Dios ha dispuesto los animales para servicio y alimento del hombre, de modo que éste, a su vez, pueda disponer de la vida de aquéllos para su sustento. Desafortunadamente el hombre no siempre mata por alimentarse. A veces lo hace sólo por matar. El toro está destinado a la alimentación del hombre, irremisiblemente condenado al sacrificio. Ahora bien, ya que tiene que morir, yo prefiero que muera en la plaza Y no en el rastro, como los cerdos; que muera en el combate, con la dignidad que conviene a su excepcional bravura, a esa bravura que lo distingue como el único animal de la Creación capaz de arremeter contra un ferrocarril en movimiento. Eso es lo que pienso yo, que no paso de ser un simple cura aficionado. ¡Hay tanto que polemizar acerca de la conveniencia y licitud de la fiesta! Claro que el pensamiento de la Iglesia ha evolucionado mucho desde Pío V hasta la fecha. Ya ves tú que es frecuente ver sacerdotes organizando festivales taurinos benéficos, e incluso participando activamente en ellos. Pero esto tiene poco que ver con lo que querías averiguar. Preséntale esta papeleta a tu profesor, vuelve a tu clase y hazme el favor de llamar a tu compañero Efraín Jiménez Morán. Y siempre que gustes, ven a verme, ya sea para que me cuentes tus problemas, para reconciliarte con el Señor... o simplemente para platicar de toros, ¿estamos? ¡Anda, ve con Dios! y estrechándose las manos con mutuo afecto, el padre Julio Rendón y el inquieto Pío Granda, dieron por terminado el primero de sus muchos encuentros amistosos.
I
Al día siguiente de su triunfal debut en El Progreso requerí a Pío Granda para invitarlo a cenar unas pizzas, y corresponder así a la fineza que tuvo para conmigo de brindarme la muerte de un toro. Apenas aquella noche del lunes 3 de diciembre, empecé a conocer a Dulzuras, si bien poco o nada me habló acerca de sí mismo: lo fui conociendo a través de su amenísima conversación; de los temas que trataba y la profundidad con que lo hacía; de la modestia y corrección de sus modales y del interés sincero que prestaba a cuanto yo le platicaba. En un principio, conociendo que el aspirante a matador de toros lo era también a arquitecto, no me sorprendió demasiado el tino con que, a petición mía, vertió su opinión acerca de las construcciones barrocas, especialmente del templo de Santa Mónica. Tampoco me sorprendieron los comentarios que hizo al referirse a la técnica pictórica de Daniel V Vázquez Díaz, y a la escultórica de Mariano Benlliure. ¡Pero qué estupor el mío al escucharlo disertar sobre el perspectivismo de Ortega y Gasset y los documentos del Concilio Vaticano II! ¡Vaya· universalidad! Y aún faltaba lo que más iba a sorprenderme. Pasadas las nueve de la noche, salimos de la pizzería. Se encontraba ésta en Jardines del Bosque, al sur de la ciudad. Nos fuimos caminando hacia el norte, por la avenida Arcos, rumbo a la casa del torero, que entonces vivía en el fraccionamiento Ladrón de Guevara. Unas cuatro cuadras antes de que llegáramos a la avenida Vallarta, vimos a un pobre hombre, gordo y sudoroso, que a duras penas iba empujando su automóvil: era un viejo Dodge de color guinda, en cuyo volante se apretaban las manecitas nerviosas e inexpertas de una niña de ocho años, hijita del señor. -¡Pobre gachó!-dijo Pío Granda-. Hay que hacerle el avío. El vehículo se había quedado sin gasolina. Por suerte, no. lejos de ahí, frente al observatorio meteorológico, estaba abierta una gasolinera. El pobre señor se veía exhausto. Pío y yo atravesamos la calle y sumamos 34
nuestras fuerzas a las de aquel individuo. Viendo éste que su niña guiaba muy torpemente, que el tráfico estaba congestionándose y que el empuje de Pío Granda y mío era suficiente, se puso al volante y llegamos a la gasolinera en un abrir y cerrar de ojos. Estábamos por despedimos del señor cuando éste miró fijamente a Pío, como queriéndolo reconocer. -Se me figura que yo ya lo había visto a usted en otra ocasión. Me imaginé que si en algún lugar lo había visto, no pudo ser en otro que en la plaza de toros. Pero me equivoqué. -¿No fue usted el que tocó flamenco en el paraninfo de la Universidad, el mes pasado? -No, señor -intervine- Él no toca flamenco: ¡es director de orquesta! Dije esto en tono de broma, recordando cómo la tarde anterior había tomado la batuta que le cedió Arturo Xavier González, en el quiosco de la plaza de armas. -¡Cómo! -exclamó el señor-, ¿así que también dirige usted orquestas? -No -contestó sonriendo el torero, y mirándome de soslayo, como reprochándome: “¡Qué chaladuras se te ocurren” -Pero sí es usted el que tocó en el paraninfo, ¿verdad? -Pues, sí -respondió Pío Granda con su peculiar sencillez -Pues lo felicito sinceramente. Fíjese que mi padre, que en paz descanse, también tocaba la guitarra. Oyéndolo, quise aprender yo también, pero nunca tuve aptitudes para eso; Y cuando murió, me quedé con su guitarra. Se quedó pensativo un instante. -Ahora que le cuento estas cosas -continuó-, se me ocurre invitado a mi casa. Me encantaría oírlo tocar la guitarra de mi padre. ¡Venga usted también, amigo! -dijo volviéndose a mí Estaba invitándonos tan sincera e insistentemente que, por más que Pío procuraba excusarse, o al menos postergar diplomáticamente para otro día la invitación -¿quién sería aquel extraño?-, no aceptó el hombre ninguna excusa. -¿Qué tal si vamos un ratito? __ me preguntó PÍo Yo sólo asentí con un indiferente encogimiento de hombros.
Abordamos el coche con rumbo a la calle de Madero. -Leopoldo Bartomeu, para servir a Dios ya ustedes -se nos presentó con desparpajo nuestro inesperado anfitrión- Y la nena que viene conmigo es Lorencilla, mi hija. La nena se limitó a sonreímos en silencio. Pronto llegamos a la casa del señor Leopoldo, que se encontraba en el barrio del Expiatorio. En el corredor, la señora Bartomeu regaba unas macetitas muy bien cuidadas. Cuando vio llegar a su esposo dejó en el suelo la regadera, abrió de par en par la puerta del cancel y corrió a abrazarlo. Lorencilla se echó luego en brazos de su madre, y después de que intercambiaron ternezas, el señor Leopoldo nos presentó con ella. A pesar de que la señora se portó amabilísima con nosotros, no conseguía disimular su extrañeza. Parecía preguntarse: “¿Quiénes son y qué hacen aquí estos caballeros?” -Mujer, tendremos concierto. -¿Concierto? -¡Caray! ¿Tan pronto te has olvidado de este virtuoso? y le dio a Pío una palmada en la espalda. La señora miró al torero fijamente. -¡Pero si es el del paraninfo!, ¿no es cierto? ¡Pasen, pasen por favor! Entramos a la sala. Armoniosamente dispuestos sobre los muros, recreaban la vista del visitante los óleos y las acuarelas que ahí se hallaban. -Esto es mucho mejor -decía don Leopoldo- que colgar fotografías familiares, como si estuviera uno tan bonito. Una sólida escalinata de madera daba acceso al segundo piso, a las recámaras. -Siéntense, jóvenes. Ahora mismo iré por la guitarra. Y tú -le dijo a su esposa- sírveles un jerecito a mis amigos. Nos quedamos solos con Lorencilla. Pío Granda, que tenía una rara virtud para tratar a los niños, no dejaba de bromear con la nena. Le hacía muchas preguntas, le acariciaba la cabecita y, de vez en cuando, le decía cosas que la desternillaban de risa. Yo, ajeno a todo, recostado sobre una antigua mecedora de mimbre, sólo tuve ojos para un óleo que me cautivó desde que lo vi: en medio de una eclosión de luces y claveles, 35
contrastando con la densísima oscuridad del fondo, lloraba bajo su palio la Virgen de la Esperanza. Las capuchas de los cofrades de San Gil circundaban aquellas andas luminosas; pero más que la escena en sí, de suyo tan sugestiva y bella, me conquistó la técnica impresionista de los pinceles que la trazaron. Leopoldo Bartomeu bajó sosteniendo en su diestra el estuche de la guitarra, y reposando su brazo izquierdo en la espalda de una joven preciosísima. -Les presento, caballeros, a mi hija Pilar. ¡Qué gracia de muchacha! ¡Qué porte tan gentil! Si hubiera visto usted sus ojos, sus manos, sus cabellos. Si hubiera usted oído su voz, su risa, su acento, ¿cómo podría resistir a enamorarse de aquel ángel de diecisiete años? y por si esto fuera poco, era ella la que había pintado los cuadros que tanto me impresionaron. ¡Una artista completa y, por añadidura, una beldad! Concluido el protocolo de las presentaciones, se hizo el silencio. Pío Granda comenzó a puntear la guitarra con destreza y sentimiento. Yo jamás había escuchado la pieza que estaba interpretando. Ahora sé que era Recuerdos de la Alhambra, de Francisco Tárrega. Yo estaba más emocionado que ninguno. Me resultaba difícil asimilar tantas impresiones amables. Y al mismo tiempo que aumentaba mi admiración por Pío Granda -¡tanto mayor cuanto más humildemente se conducía él-, se acentuaba en mi interior el sentimiento de vergüenza de mí mismo: ¿Era delante de aquel torero que yo presumía saber torear y saber de toros? ¿Era aquel notable guitarrista el mismo que, recostado sobre una roca, me pedía que le cantara tal o cual canción? ¿Por qué no me calló la boca de una vez por todas demostrándome quién era? Una vez concluido el breve recital de guitarra, el señor Leopoldo se puso a conversar con Pío. Yo me las ingenié para conversar, aparte, con Pilar. Para desgracia mía, la preciosa muchacha no hacía otra cosa que mirar, cautivada, a Pío. También pude advertir -por la forma en que éste nos veía- que él, por su cuenta, hubiese querido estar en mi lugar. No era para menos. Lo comprendo. Sin embargo, no le quedaba otro recurso que soportar su situación, a la vera de los señores Bartomeu.
Afuera, llovía. Muy gentilmente, el señor Leopoldo se ofreció a llevamos a Pío y a mí a nuestras respectivas casas. En el asiento delantero viajaban él, su mujer y Pío. En el otro, Pilar, Lorencilla y yo. Reinaba entre todos nosotros un ambiente de camaradería, como si nos conociésemos de mucho tiempo atrás. Mirando aquellos ojazos oscuros de Pilar, su talle de princesa, su pelo, lacio y negro, su dentadura limpísima y correcta, sus manecitas afiladas y su lozana tez trigueña, yo iba lo que se dice embobado. Cuando llegamos a casa de Pío, éste descendió sumamente agradecido. -Ha sido una noche inolvidable, señor Leopoldo. Al despedirse de Lorencilla le dio un beso en la frente, y al alargar su mano para estrechar la de Pilar, le dijo con voz trémula: -¡Adiós, preciosa! Pilar se ruborizó. En las mejillas de Pilar se proyectaban las gotas menudas de los cristales, imprimiéndole a su lindísimo rostro la apariencia de una constelación de pecas. Por todo cuanto había acontecido en casa de los Bartomeu y durante el trayecto, pude sacar en claro dos cosas: que Pío resultó sumamente simpático a toda la familia y que Pilar quedó prendada de él desde el primer instante. Cuando el auto del señor Leopoldo se detuvo frente a mi casa, me comentó Pilar: -¡Vaya! ¿Así que tú eres hermano de Carmen? La pregunta me sorprendió mucho. -SÍ, ¿la conoces? -¡Claro! Es mi compañera de salón. -¿Y ya habías venido alguna vez a la casa? -No una, varias, pero jamás te había visto. Ahora ya sé quién es el hermano de Carmen que siempre anda de vago. Y soltó una carcajada. Pío tenía razón. Aquella había sido una noche inolvidable.
EL ESTOQUE DE PLATA
I La víspera de Navidad, regresó pío Granda de la ciudad de México. Mis encuentros con él se habían vuelto muy frecuentes. Paralelamente, nuestra amistad iba solidificándose. 36
En cuanto me notificó por teléfono su llegada, fui a visitarlo. Parecía cansado y sombrío, no obstante haber toreado dos novilladas en el coso más grande del mundo y haber cortado ¡cinco orejas y un rabo! -El ambiente de la capital -comenzó a decirme- me ha dejado un amargo sabor de boca. ¿Qué quieres? Yo no estoy hecho a las adulaciones, a la “coba”. Primero me veían por encima del hombro por el solo hecho de ser provinciano. ¡Ah!, pero en cuanto corté tres orejas en mi debut, los mismos que antes me desdeñaban, se desvivían después por agasajarme. Fíjate lo que son las cosas: en la tarde de mi presentación sólo estábamos en la habitación mi apoderado, mi mozo de estoques y yo. Al domingo siguiente, mientras me vestía, no cabían los curiosos en mi cuarto. Aquella tarde le corté las orejas y el rabo a mi primer novillo; y al que completó mi lote, una oreja. El público estaba frenético. Todavía no me explico cómo es que salí vivo de la plaza: la gente me golpeaba, me daba palmadas brutales y me tiraba de los cabellos. lo mismo que si hubiera armado una bronca. Por fin nos refugiamos en el coche mi “familia” -así llamaba a su cuadrilla y yo. Cerramos los cristales y nos instalamos en el asiento lo mejor que pudimos. La multitud seguía gritando y golpeando el auto. Avanzábamos muy lentamente entre el tumulto, que apenas si nos daba paso. Cuando al fin pudimos alejamos de la plaza, no descansamos mucho que digamos, pues los embotellamientos de la avenida Insurgentes nos obligaban a desplazarnos a vuelta de rueda. Me sentía tan cansado, que mandé por mis pertenencias, me hospedé en otro hotel, me quité el terno, me di un buen baño y me dormí encantado de la vida, pensando en todos los pelmazos que se habrán quedado con un palmo de narices. -¡Bien hecho! -Al día siguiente me levanté temprano y me fui a Tlaxcala. El martes tentamos unas becerras. El miércoles y el jueves los pasé descansando en el campo. Por mi cuenta estaría todavía ahí; pero la Navidad, tú sabes, es para pasada con la familia. Y además, vine a torear la novillada del Estoque de Plata.
Pocos días antes de salir a cumplir su primer compromiso en la monumental de México, Pío Granda pasó a una talabartería del centro de Guadalajara. Para entonces ya estaban terminados su fundón y su espuerta, dos minuciosos trabajos que, a falta del nombre del espada, ostentaban sólo su discreto mote. -¡Caballero! ¿Qué hace usted por aquí? Leopoldo Bartomeu, propietario de la talabartería, se sorprendió al ver a Pío en su negocio. -Señor Bartomeu, vea nomás dónde nos volvemos a encontrar. -¡Hombre!, pues si no me encuentra en mi negocio, ¿dónde? Me da mucho gusto verlo. ¿Qué lo trae por estos rumbos? - Es que vengo a recoger unos trabajos que mi apoderado mandó a hacer aquí. -¿Un estuche de guitarra? -No, señor. Una espuerta y un fundón. -¿Y para qué quiere usted esas cosas? -Es que yo, sabe usted ... también toreo. -¡Bah! Eso sí no lo creo. -De verdad, señor. El domingo debuto en la Plaza México. -Pero... ¿es posible? -Posible y cierto. -Entonces, ¿usted es Dulzuras? -SÍ, señor. Pío Granda, Dulzuras. -¡BIas! -rugió impensadamente Leopoldo Bartomeu-. En seguida bajó del segundo piso un chamaco de unos dieciséis años, muy alegre y servicial. -¿Me hablaba usted? -Ve a la cafetería y trae dos cafés y unos panecillos. Pío iba feliz, rumbo a su casa, en un coche de sitio. Rebosaba ilusiones: en breve estrenaría su espuerta y su fundón, triunfaría en México -porque iba a triunfar!-, y a su regreso al terruño celebraría la Navidad en compañía de los suyos y participaría en la novillada del Estoque de Plata. ¡Qué hermosa. era Pilar! ¡Al toro! Ya se contemplaría después la posibilidad. III Al sonar las doce, todas las niñas del colegio salieron de sus aulas y comenzaron a
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su presa, sin que ninguno de los muchos capotes que flameaban a su alrededor pudiera distraerlo de su objetivo. Un monosabio tiró del rabo a Lazarillo, consiguiendo al fin hacer un quite providencial. Pío Granda se incorporó como un resorte y, aparentemente ileso. Cogió de nuevo su capote, gritó “¡fuera gente!”, y volviéndose a su agresor con determinación suicida, ejecutó un quite por navarras, remató con una larga cordobesa y, capote al hombro, llegó cojeando hasta el burladero de matadores. Sobre su taleguilla tinto y oro, apenas entonces comenzó a notársele el fulgor de su sangre torera. Rechazó violentamente ir a la enfermería, y su arrojo llegó a tanto, que hasta tuvo ánimos de pedir banderillas, lo que pocas veces hacía estando bueno y sano. Consciente de sus limitaciones, no pretendió banderillear al cuarto en el tercio o en los medios, pero no se tuvo por impedido para banderillear con garapullos cortos al hilo de las tablas. Tres veces vio a Lazarillo arrancársele, y otras tantas lo quebró clavándole pares de dardos diminutos como lapiceros, en todo lo alto del morrillo. En uno de aquellos quiebros expuso victoriosamente su muslo sangrante. La plaza entera, conmovida y puesta en pie, aplaudía insistentemente. Pío Granda, vacilante, atormentado, con sus mechones negros alborotados sobre la frente sudorosa, mandó salir al ruedo al monosabio que le había hecho el quite, para brindarle la muerte de Lazarillo. Dulzuras recibió al de Cerro Viejo con tres trincherazos alternados con dos pases de la firma y rematados con el forzado de pecho. Así fue como se llevó al cornúpeta del tercio a los medios. Y ahí, dentro de un diámetro no mayor de tres metros, toreó Pío Granda por naturales, erguido el pecho, rítmico el movimiento del torso, geométricos los giros de la muñeca. Pío, visiblemente mermado de facultades, optó por abreviar. Buscó la igualada y, recibiendo a pie firme a Lazarillo, logró sepultarle algo más de media estocada. El astado buscó las tablas y dobló en un santiamén. -”iTo-re-ro, to-re-ro!”... La multitud no sabía gritar otra cosa. Y la autoridad, interpretando el sentir del público, otorgó al torero las dos orejas y el rabo. Pío,
armar la inocente algarabía del recreo. Unas, jugaban alegremente en los patios deportivos. Otras, cuadernos en mano, consultaban dudas con sus profesores o conversaban con las monjas. Algunas -muy pocas- acudían a la capilla a hacer oración. Otras -la inmensa mayoría- se apretujaban en la dulcería. Mi hermana Carmen y Pilar Bartomeu hacían cola para comprar algunos mazapanes. La niña que iba delante de Pilar abrió su monedero. Pilar, curiosa como toda mujer, notó que, entre otros retratos, guardaba la colegiala uno de Pío Granda. Queriendo Pilar, como suele decirse, “meter aguja para sacar hebra”, le dijo, señalando la fotografía: -¡Qué guapo muchacho! ¿Es tu novio? María Ángeles Granda, la menor de la familia, sonrió beatíficamente: -No. IV Gracias a su excelente condición física, el espada iba recuperándose a pasos agigantados. Su bautismo de sangre -que recibiera el 25 de diciembre- consistió en una cornada en el muslo izquierdo, que, aunque extensa, no encajó en la categoría de las que ponen en peligro la vida. Tal percance incapacitó a Pío Granda para salir a torear al sexto adversario de la novillada navideña, pero no logró hacerla desistir de dar muerte a Lazarillo, de Cerro Viejo, que fue corrido en segundo lugar. Pío Granda, en el que abrió plaza, se lució al quitar ceñidamente por gaoneras. Seguidamente, en el toro que le correspondió, puso al público de pie al instrumentar cuatro escalofriantes mandiles y una media verónica, ejecutados a pies juntos en los medios de la plaza ¡y sin enmendar terreno! El piquera de la contra querencia le estaba aplicando a Lazarillo un excelente puyazo. Pío Granda avanzó con paso -firme hacia el burel, y ,con mucha suavidad fue retirándolo de la cabalgadura, tirando de él hacia los medios. De pronto, una ráfaga levantó los vuelos del capote. Lazarillo se coló por debajo del engaño, tiró un seco derrote y hundió el pitón en el muslo derecho del torero. La multitud, estalló en un alarido de angustia. Lazarillo se ensañaba con 38
extenuado y pálido, en lugar de dar la vuelta al ruedo en sentido contrario a las manecillas del reloj -según se estila en los cosos de nuestro país- la inició a la usanza peninsular, pero ... es que no era su intención salir a recibir las palmas. ¡No estaba dando la vuelta al ruedo! Ya casi no podía tenerse en pie. Apenas si podía bastarse a sí mismo para traspasar la puerta de la enfermería. Iba sonriendo tristemente, con una cara de cera, pisando -entre la media y la zapatilla- la sangre que ahí iba acumulándosele. Los doctores exploraron la trayectoria del asta. Pío Granda apretó los puños y los párpados sin exhalar ningún quejido. Entre tanto, los parches y los clarines anunciaban la salida del tercer toro. Clemente Herrera Herrerita lo aguardaba, de hinojos, a porta gayola. Un oleaje lejano de palmas y olés escuchábase en la calle mientras los camilleros subían a Pío a la ambulancia. Yo salí a ver cómo se lo llevaban. Me alcanzó a ver y hasta me hizo un débil ademán de saludo. Se abrió la sirena, y el tráfico se despejó al paso de la ambulancia. Unos minutos más tarde, en el hospital Santa Margarita, se abrieron de par en par las puertas del quirófano.
el codiciado Estoque de Plata y un cheque por cinco mil pesos. En cuanto Pío se recuperara, se verificaría un mano a mano extraordinario entre él y Domingo Valle. ¡Los dos triunfadores! Los médicos no tuvieron inconveniente en que Pío recibiera cierta clase de visitas que lo ayudaran a levantarle un poco la moral: familiares, amigos íntimos. Dos días después del percance fui a visitarlo. En su habitación se encontraban tres jóvenes a quienes saludé brevemente, sin verlos casi. Llevé conmigo una caja de galletas y un viejo folleto con la biografía de aquella legendaria torera jalisciense que se llamó María Cobián la Serranita. Mi amigo se veía un poco pálido, pero no demacrado. -¡Olé los amigos chipén! -gritó con buen talante al verme entrar-o -¿Cómo vas, matador? -Fenómeno. En dos semanas saldré al campo. -Pues enhorabuena por eso, sobre todo por lo del lunes. Estuviste enorme. -Se dejó torear el bicho. - y si hubieras visto al otro, al que te hubiera tocado: ¡una carretilla! Pero Gilberto Vega lo desperdició. Sencillamente no pudo con él. ¡Lástima! -Gracias, gachó -me dijo irónicamente el aludido, en cuya presencia yo no había reparado. ¡Menuda vergüenza pasé! Quise decir1e a Vega que me disculpara, pero no me atreví. Pío, mostrando un tacto exquisito, desvió diplomáticamente la conversación, y volviéndose a Vega le dijo: -Me dijeron que lo mataste de un volapié colosal. y Vega sonrió con cierta vanidosa satisfacción. -Maestro -intervine-, a ver si te gustan estas galletas que te traigo. -¡Hombre, gracias! ¿Ustedes gustan? -ofreció el torero abriendo la caja. -¡Vengan! Alguien tocó. -¡Pase! -grité sin molestarme en ir a abrir, suponiendo, que era una enfermera la que llamaba. La puerta se abrió con lentitud. Y en lugar de encontrarme a la enfermera o a la monjita que esperaba, vi entrar a Leopoldo Bartomeu... ¡y a Pilar! -Buenas tardes a todos -saludó el señor-o ¿Se puede entrar?
V Habiéndose responsabilizado de la operación el doctor Mota Velasco, no era de extrañar que resultara todo un éxito. Médico de plaza desde 1922, aficionado a los toros desde sus mocedades e incluso ganadero de reses bravas, el doctor Mota Velasco es un cirujano que, ante todo, comprende el dolor de los toreros y tiene en sus manos los medios de aliviarlo. Nunca se le ha muerto ningún torero ni ha tenido necesidad de practicar ninguna amputación... ¡ni ha cobrado un solo centavo! Domingo Valle había cortado un apéndice en cada uno de sus toros. Los otros dos alternantes -la novillada del Estoque de Plata era de ocho novillos- no pudieron redondear un triunfo significativo, pues, aunque oyeron muchos aplausos durante sus faenas de muleta, se vieron pesados con el acero. La empresa de El Progreso quedó contentísima con el desempeño de Pío Granda. El propio Ignacio García Aceves, decano de los empresarios taurinos, fue al sanatorio a llevarle 39
-¡Hombre, señor Leopoldo! -dijo Pío Granda-. ¡Qué bueno que vino! -Me gusta visitar a los valientes. -¿Estuvo usted en la ... ¡¡Pilar!! -exclamó incorporándose de pronto, importándole un comino dejar inconclusa la pregunta que estaba dirigiendo a don Leopoldo-. ¡Pilar, qué alegría verte¡ -Supe -respondió la hermosa muchacha tiernamente- lo que te ocurrió el lunes. Mi papá me lo platicó y a mí me apenó mucho. ¡Pobrecito de ti! También me dijo que vendría a visitarte y yo quise venir con él. Te traigo saludos de mi mamá y de Lorenza. Pío Granda no encontró que decir. Sólo sonreía de alegría, de asombro. No más de un cuarto de hora duró la visita de los Bartomeu, pero tan breve lapso fue suficiente para alegrar a Dulzuras por el resto de su convalecencia. El señor Leopoldo sacó de su bolsillo un manojo de llaves y le dijo a Pilar: -Hija, baja del coche el regalo que le traemos a nuestro amigo. Unos minutos más tarde regresó Pilar con un flamante estuche de cuero repujado, que contenía la vieja guitarra, otrora perteneciente al padre del señor Leopoldo. Pío enmudeció de pura sorpresa y gratitud. Pilar y su padre lo miraron satisfechos. El torero quiso decir algo, pero no hacía más que tartamudear de emoción. -Nada hay que agradecer, muchacho. No hay nadie en casa que pueda aprovechar mejor que tú esa guitarra. Ojalá te restablezcas pronto y no te olvides de irnos a visitar. Y Pilar: -Que te mejores pronto... y a ver si esto te sirve de escarmiento. -De estímulo, querrás decir. ¡Yo quiero ser torero! -No -musitó Pilar con un dejo de desaliento. -¡Vámonos, hija!
atención a ella preferí no enamorarme de Pilar. Tampoco quise manifestarle a Pío lo mucho que me gustaba la hija del señor Leopoldo. Por el contrario, procurando obrar caballerosamente, determiné alentar la causa de Pilar Bartomeu y Pío Granda. Al día siguiente regresé al hospital. Era mediodía y el matador se encontraba completamente solo, leyendo un devocionario. Le pregunté: -¿No ha vuelto Pilar? -No -musitó apenas- Pero en cuanto salga del sanatorio, iré a verla. Por lo pronto, no quiero ilusionarme mucho. Siendo Pilar una niña tan preciosa, tal vez ya tenga por ahí algún gachó que se ocupe de ella. -¿Sabías -le pregunté a Dulzuras- que esta tarde irá Pilar a mi casa? El torero, mirándome con fijeza, sonrió incrédulo. -¡Ah! -¿Nunca te dije que Pilar y mi hermana Carmen son compañeras de escuela? -No, nunca. Créeme que si no estuviera hospitalizado, te correspondería la visita esta misma tarde. -¿No le mandas decir nada a Pilar? El paciente exhaló un enorme suspiro. -Bien -le dije burlón- Yo le daré suspiros de tu parte. -¿Sabes qué? Te tomo la palabra. Hazme un favor: ve a la administración del sanatorio y pídele a la madre un sobre y una hoja. Pese a la debilidad de su pulso, la caligrafía del novillero lucía muy correcta. Estaba apoyándose sobre la mesa en que le servían sus alimentos. Al rotular el sobre, bajo el nombre de la señorita Pilar Bartomeu, señaló “amabilísimo conducto”. Me alargó el sobre y, según la regla de urbanidad que me enseñaron en mi infancia, lo cerré en presencia de quien lo enviaba. Luego retiré la mesa de los alimentos, me aproximé a la puerta, levanté mi mano en ademán de adiós y me despedí “amabilísimamente” del torero: -Que tengas un feliz día de los inocentes. Algo quiso decirme Pío Granda, pero yo cerré la puerta de su habitación y ni me enteré ni quise enterarme de más.
VI De regreso a casa, iba yo cavilando con un cierto regusto de amargura. Por lo visto, Pilar y Pío se atraían mucho. A mí me encantaba Pilar e incluso tuve la tentación de disputársela al torero; pero no. Yo tenía en aquellos tiempos una novia a la que veía dos veces por semana. Y aunque no estaba muy convencido de aquel romance, en 40
UNA PARTITURA ENSANGRENTADA
Al morir el tercer toro, se anunció al público que la banda del estado estrenaría mi partitura. Junto a toriles, en las primeras barreras de sol, fue desplegada una enorme manta, por medio de la cual me felicitaba la Peña Taurina Pío Granda. Cuando el maestro Arturo Xavier González bajó su batuta, la plaza entera comenzó a aplaudir. Por lo visto, les había gustado la ejecución. Pío Granda me hizo bajar al medo, y llevándome consigo hasta los medios, estuvo señalándome con su montera, como queriendo indicar al cónclave que todas las palmas debían ser para mÍ. Yo, aturdido por la emoción y la vergüenza, desangelado y torpe de ademanes, no acertaba sino a remedar la mímica de mi homenajeado, quien al fin me dio un abrazo y me invitó a volver a la barrera de sombra que expresamente me había obsequiado para ocasión tan singular. Cuando regresé al tendido, muchas manos estrechaban la mía, y algunas otras me daban palmeadas en la espalda. Todavía de pie, en mi localidad, tuve que levantar los brazos para agradecer el aplauso y las dianas. Cuando la autoridad ordenó la salida del quinto toro, la puerta de toriles fue abierta. Y Pío Granda, Dulzuras, el novillero fino y reposado, el esteta circunspecto y vertical, se arrancó materialmente del burladero de matadores y fue a arrodillarse a los medios con una extraña desesperación. Su rostro, crispado, mostraba una expresión resuelta, y en sus ojos se advertía con qué estoicismo se sobreponía al pánico mortal que en aquellos momentos lo atormentaba. Escurrido de carnes, negro listón, ensortijado el testuz, altas y oscuras las agujas, Habanero, con trescientos ochenta y cinco kilos, lució una bravísima salida. Y, acometiendo con todo el furor de su raza, en cuanto vio el capote del torero arrodillado, dejóse ir contra él, y al golpe del patético encuentro, no hubo en la plaza un solo testigo que permaneciera sentado o silencioso. Pío Granda había ejecutado una magistral larga cambiada. El bicho alió suelto, pero el torero se mantuvo en su sitio, siguiendo con la vista el recorrido del de Peñuelas, y alegrándolo a voces con el objeto de fijado nuevamente. Cada vez
El domingo 3 de febrero de 1974 debutó Domingo Valle en la Plaza México. Los capitalinos lo exigían. Y es que la novillada celebrada el’ domingo anterior en El Progreso de Guadalajara, resultó sumamente exitosa, tanto en el aspecto económico como en el artístico. Plenamente restablecido de la cornada que recibiera el 25 de diciembre, Pío Granda rivalizó gallardamente con Domingo Valle. ¡Qué tarde aquella! Los seis novillos de San Antonio de Triana que fueron lidiados, doblaron sin que de sus morrillos se desprendiera una banderilla, y ningún subalterno salió a parear. Todos los astados fueron banderilleados por los propios matadores. Para esas fechas, Pío Granda había cumplido dos años de haberse vestido de luces por primera vez. Desde entonces había actuado como matador en treinta y una novilladas y media. (Se recordará que en la del Estoque de Plata no concluyó su labor.) Llevaba también en su haber diecisiete actuaciones como sobresaliente de rejoneador, en varias de las cuales mató a estoque a las reses que no doblaron con los rejones de muerte. En adición a ello, había sumado un número muy considerable de festivales benéficos, capeas pueblerinas y tientas. Con tal experiencia, ya se sentía capacitado para tomar la alternativa. La empresa de El Progreso programó -después del 25 de diciembre dos novilladas: una de San Antonio de Triana y otra de Peñuelas. La primera, debido al interés enorme que suscitaban Pío Granda y Domingo Valle. La otra, para despedir de novillero a aquél. Y nada menos que con una encerrona. Mucho antes de conocer a Pío Granda, yo había renunciado a mi ingenua ilusión de triunfar apoteósicamente en un ruedo de importancia. Y sin embargo ... al momento de escribir estas líneas, me estoy recreando en el recuerdo de una monumental tarde de toros en la que se me tributó un colosal batir de palmas. Pero no fue delante del toro que recibí tan inolvidable aplauso. El motivo fue tan solo haber compuesto un pasodoble en homenaje a Pío Granda. Mi obrita fue estrenada en El Progreso el 3 de febrero de 1974, precisamente la tarde en que Dulzuras se despidió de novillero. 41
que habanero volvía la vista hacia los medios, hacia allá arrancaba impetuoso, contribuyendo con su indomable bravura a forjar unos faroles de rodillas que eran estampas toreras de plasticidad y dramatismo inenarrables. Como después de instrumentado el quinto lance Habanero saliera todavía abanto, Pío Granda aprovechó para situarse junto a tablas. Ahí, en el terreno de sol, con mandona lentitud, le recetó al astado tres verónicas majestuosas, que fueron rematadas con un pinturerísimo manguerazo de VilIalta. Habanero derribó hasta en dos ocasiones las cabalgaduras, sembrando el pánico entre la peonería y los monosabios. Pío Granda, con aquella resolución que a todos nos tenía atónitos, estructuró un quite por caleserinas que resultó de lo más emocionante no sólo por la prontitud con que el burel se revolvía, sino también -y sobre todo por la majeza y la seguridad con que el diestro lo burlaba. El colofón y quite fue una larga cordobesa que produjo el delirio colectivo. El espada se vio obligado a desmonterarse y a saludar. En seguida pidió banderillas. El gentío salió de sí. Pío Granda citó al toro con mucha gracia. Cuando corrió hacia habanero lo hizo prontamente, sin artificios ni zigzagueos. Cuadrando en plena cara del toro, sacó el par desde abajo, levantó los brazos a gran altura y clavó los rehiletes en las mismas péndolas. Si aquel par y el siguiente fueron alardes de precisión y facultades, el tercero lo fue -ademásde temeridad, de arrojo: Dulzuras quebró los zarcillos y cerró el tercio cuarteando en los medios, viéndose forzado a contraer el abdomen para esquivar la cornada. Ahí quedaron los garapullos, apretados y enhiestos en todo lo alto. En aquellos momentos comenzaron a revolotear en los tendidos miles de pañuelos blancos. Pío Granda se mostraba serio, ausente, completamente ajeno al triunfo clamoroso que estaba obteniendo. Rechazó el trago de agua que su mozo le ofrecía. Tomó los trastos y avanzó con paso enérgico, sin duda hacia la localidad de Pilar Bartomeu. Habanero, que se encontraba a unos diez metros del matador que se disponía a formular su brindis, remataba insistentemente contra un
burladero. De repente se escuchó en la plaza un gigantesco clamor. Cuando el torero volvió la vista reparó en un espontáneo, que con la dos rodillas en tierra y sin más engaño que una muletilla de juguete, hacía rozar junto a su pecho las pavorosas agujas de Habanero. La cuadrilla saltó al ruedo para pillar al ladrón de muletazos. El propio Pío Granda volvió precipitadamente sobre sus pasos, y al ver cómo el de Peñuela” arrebataba violentamente la franelilla del intruso, y cómo éste caía indefenso frente al toro, desplegó su muleta para hacerle el quite. Todo habría salido bien si no hubieran flameado tantos capotes a ambos lados de la muleta de Pío Granda, o si éste no hubiera salido al auxilio del torerillo. Habanero embistió a Pío, quién burló desahogadamente la embestida; pero como a su alrededor tres o cuatro subalternos azuzaban al toro, acabó por levantar la cabeza, y al impacto del derrote, Dulzuras resultó empitonado en la ingle derecha. Habanero lo zarandeó una y otra vez sin que las asistencias consiguieran apartarlo del torero. Cuando los monosabios levantaron el cuerpo desmadejado y sanguinolento de Dulzuras, la multitud se puso de pie y guardó por un instante un silencio imponente, de expectación y de pánico, para luego romper en una estruendosa ovación que Pío Granda ya no pudo agradecer. Entre tanto, a empellones y malos tratos, los gendarmes se llevaron al espontáneo a prisión. Pío Granda llevaba un extenso rayón en el cuello. Por el boquete de la ingle empezaba a asomársele, todo lleno de tierra y de sangre, el paquete intestinal. Algunas mujeres que lo veían pasar camino de la enfermería, se cubrían el rostro con las manos; otras gritaban o estallaban en sollozos. El sobresaliente cogió muleta y espada, se desmonteró y solicitó la venia de la autoridad para dar muerte a Habanero. Yo ya no quise ver más. No acostumbro abandonar la plaza sin antes ver el arrastre del último toro; pero aquel 3 de febrero de 1974, todo mi interés por el festejo se desvaneció en cuanto vi a mi amigo hecho un guiñapo, con su carne lacerada y con su taleguilla -blanca- enrojecida. Escapé por el túnel de sombra más próximo a mi 42
localidad. Pilar Barrtomeu y su padre ya estaban afuera de la puerta de la enfermería, silenciosos, petrificados. Unos minutos después, ya era una aglomeración la que aguardaba el momento de que llegaran noticias de la enfermería. Alguien tenía encendido un radio de transistores. Según escuchamos, Domingo Valle estaba armando la escandalera en la Plaza México. Por fin se abrió la puerta de la enfermería. Quien salió primero fue Arcadio Luján, el apoderado de Pío, quien -fuera de quiciogritaba palabrotas a los curiosos, haciéndoles señas de que abrieran el paso. En una camilla muy estrecha era conducido el cuerpo de Pío Granda, del que apenas sus alborotados mechones escapaban de la envoltura de una sábana blanca Detrás de los camilleros, cambiaban impresiones dos practicantes muy jóvenes. Fotógrafos, reporteros, subalternos, aficionados... todos parecían muy alterados. Solamente el doctor Mota Velasco permanecía sereno, como si no le alarmara un ápice el peso de su responsabilidad Cuando Pilar vio pasar la camilla palideció intensamente, y asiendo con ademán desgarrador la solapa de su padre, reclinó la cabeza en su pecho y comenzó a sollozar con infinito desconsuelo. En cuanto fue colocado a bordo el cuerpo del espada, la ambulancia abrió la sirena y arrancó a toda prisa, custodiada por dos motociclistas del departamento de tránsito. Salí a la calle a buscar un teléfono público. Llamé a mi casa y les dije a mis familiares que no se afanaran ya en la preparación del brindis. Que mi pasodoble estaba bañado en sangre.
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EL CORAZÓN DE ORO
parezca sorprendente, no se le dan nada mal las cosas con ellas. Hasta se permite el lujo de desdeñar a las que tienen más de veintiocho o treinta años “porque ya están muy viejas para mí”, comenta con cinismo. El Cartujo tiene mucha gracia para referir anécdotas, además de que goza de una memoria prodigiosa. ¡Tantas cosas ha vivido! Es incalculable el número de toreros que ha visto actuar, en otro incalculable número de plazas. Y así como se ha sentado a la mesa con figurones del toreo y viajado con ellos en aviones particulares, así también ha pasado hambres y corrido la legua con maletillas chiflados. No hay gente relacionada con el medio taurino que no lo conozca. Casi todos lo queremos, pues el viejo se porta atento con todo mundo, y así como para el pordiosero tiene un pan y para la camarera un guiño, guarda para el novillero una palabra de aliento y para el chiquillo una sonrisa. Por mi parte, siempre que lo encuentro le pido que me refiera alguna anécdota taurina. Aquella mañana, en Ahualulco, me contó una de Pío Granda: -El pasado 2 de este mes, la víspera de que lo corneara Habanero, estábamos comiendo en casa de don Leopoldo Bartomeu. El Dulzuras platicó que no siempre le habían rodado bien las cosas, y se acordó de que hacía precisamente dos años, tuvo en Cañadas una suerte negra. Uno de sus novillos regresó vivo a los corrales, y en el otro le sonaron un aviso. Dijo: “Tuve un fracaso muy vergonzoso”. En eso interviene la hijita de don Leopoldo y le pregunta a su papá: “¿Qué es un fracaso?” Y el matador suspira y comenta: “Bienaventurada esta chiquilla, que no sabe lo que es un fracaso”. -Ese Dulzuras -continuó El Cartujo- tiene un gran corazón, verdad de Dios. Yo estuve con él en el hospital cuando volvió en sí después de la operación. ¿Qué crees que fue lo primero que dijo, eh? ¿Qué crees? -No sé. ¿Qué? -Preguntó: “¿Qué pasó con el espontáneo? ¿Siempre se lo llevaron a la cárcel?”. Le dijimos que sí. Entonces se puso un poco triste y nos pidió a los que estábamos ahí que fuéramos a sacarlo. “Ese gachó -comenzó a decimos- tiene valor. No debe estar en la cárcel porque no es un ladrón ni un criminal. Toda su culpa es querer ser torero. Vayan por él y sáquenlo, por favor”.
Aunque el 28 de diciembre se creyó Pío Granda objeto de una broma de mal gusto mía, lo cierto es que Pilar estuvo en mi casa y yo le entregué la carta que aquella mañana escribiera el torero en el sanatorio. Pilar la recibió gratamente, como un obsequio de la Providencia, sin conseguir disimular la inmensa alegría que le produjo. Luego se retiró al jardín, en compañía de mí hermana, con el propósito de leer la carta en paz, sin que nadie la importunase. Invitado por mi amigo Alejandro Palacios, acepté tomar parte en un festival taurino que se celebró en Ahualulco de Mercado, el 24 de febrero. Cuando descendí del autobús, vi en el pueblo al Cartujo, el que fungió como mozo de estoques de Pío Granda durante la última actuación de éste en El Progreso. Jamás supe el nombre de El Cartujo ni la razón de ser de su extraño apodo. Lo único que puedo asegurar es que su sobrenombre no lo ganó a fuerza de permanecer en silencio. El Cartujo es uno de esos tipos simpáticos y comedidos que nunca faltan en el ambiente del toro. Si ayer estuvo en Caracas sirviendo espadas a un matador de tronío, hoy viene a dar a un pueblo de Dios a vestir toreritos insignificantes, y mañana estará en Tijuana ciñéndole los zahones a una rejoneadora norteamericana. Esa es su vida: libertad de agua corriente, de vivo río que nunca ha sabido lo que es un estanque; de polen al viento que no sabe de ser raíz. El Cartujo no puede soportar mucho tiempo sirviendo a un solo torero, ni permanecer más de una semana en una misma ciudad, ni enamorarse de una sola mujer. A pesar de los muchos años que lleva viendo toros, no es precisamente un conocedor. Jamás ha presenciado con sosiego una corrida. Siempre se le ve corriendo a hurtadillas por todo el callejón; una toalla al hombro; en el brazo unas muletas; en una mano, el fundón de los estoques, y en la otra, una damajuana repleta de agua limpia. Aunque pasa de los sesenta años, El Cartujo se mantiene esbelto y ágil. Le fascina cortejar a las mujeres, y aunque 47
Me conmovió mucho eso que El Cartujo estaba platicándome. En verdad era oro puro el alma del torero. ¿Cuántos matadores hay que, en presencia del público, aparentan proteger a los espontáneos, para luego, secretamente, perjudicarlos y boicotearlos? Bien conoce la gente de coleta la simpatía incondicional que siente el público por los espontáneos. Bien saben los que se visten de luces que no les conviene echarse a los públicos en su contra. Por eso siempre asumen para con esa especie de toreros indocumentados una actitud patemalista e hipócrita: interceden ante la autoridad por ellos, los apartan de los guardias, los abrazan y hasta les brindan el toro. “¡Qué generosidad de hombre!”, pensarán del matador las muchedumbres ingenuas y sentimentalistas. Pero afuera de la plaza no hay testigos, y ahí es donde el “generoso” matador sabe “ayudar” al espontáneo y “perdonar” el mal -porque evidentemente lo es- que de él ha recibido. Pío Granda, por el contrario, lamentaba sinceramente que un muchacho valiente estuviera encarcelado a causa de su afición... o quizá de su hambre. Pío Granda no tenía en el sanatorio un público ante el cual exhibir una supuesta magnanimidad, no. Él era magnánimo de verdad. Y en su grandeza de alma -tanto mayor cuanto más cerca estuvo el espontáneo de causarle la muerte con su imprudencia- llegó hasta el extremo de pagar, de su propia bolsa, una fianza en favor del intruso. - Yo mismo -continuó El Cartujo- me presenté en la penal. Arreglé todos los trámites, pagué la fianza y saqué al gachó. ¡Ah, pero cómo me arrepentí de haberlo hecho! En cuanto lo dejaron salir, el muy ingrato me reclamó a gritos: “¡Ya era hora de que me sacaras! ¿No pudiste venir más temprano?” . Hay mucha gente así de mal nacida. Algunos meses más tarde supe que al espontáneo no se le ocurrió ni remotamente ir al hospital a visitar a su bienhechor. Pero Pío Granda nunca le tomó a mal omisión tan grave. Así era él. Y por muchas que fueron las ingratitudes que recibió en pago de su bondad, jamás se le ocurrió cambiar. Su generosidad se cimentaba en una convicción personal, nunca en la esperanza de recibir nada. El Cartujo iba encordándome los hilos de
los machos, mientras yo me abotonaba la camisa de holanes. Ya que estuve vestido, salimos El Cartujo y yo al encuentro de los demás torerillos; éramos ocho en total, y todos vestíamos el traje de luces. Al salir del hotel nos dirigimos piadosamente a la iglesia. Ahí estuvimos rezando unos diez minutos. Abandonamos por fin el templo llenos de ilusiones, aunque también tiritando de miedo. Un lugareño nos había advertido: -Cuídense mucho del toro colorado, porque ese mató a un jinete en el último Carnaval. ¡Ah, esos toros peregrinos! ¿Cuántos capotes habrán visto en su vida? ¡Esos toracos misioneros! ¿A cuántos torerillos habrán bautizado... de sangre? Una banda de música muy numerosa nos aguardaba frente al templo. La charanga inició el desfile rumbo a la plaza de toros. Cuantos íbamos a actuar, le seguimos a pie. Nuestros pasos inseguros -por el temor al misterio de nuestra suerte y por la irregularidad del empedrado- fueron aproximándonos calle a calle, de la paz aromática a incienso de la iglesia, al vocerío bullicioso de la plaza. Los eucaliptos que rodean el coso extendían sus ramas para dar una localidad gratuita a los chiquillos que no podían costearse ninguna de las de aquellos inestables y rústicos tendidos de madera. Las pocas personas que circulaban por la calle y las muchas que nos vieron hacer el paseo, se fijaron en nuestra cuadrilla sin hacerle mucho caso. Poco expresivo era para con nosotros aquel público. No así para con los jinetes del lugar. . Cuando salió al ruedo el temido colorado -sin jinete, por supuesto sólo Diego Guzmán se atrevió a salir del burladero. Los demás nos tapamos. Diego, al hilo de las trancas, citó al toro alegrándolo con la voz. La mole astada se fue de lleno contra Guzmán, despreciando inteligentemente el capote que éste le ofrecía. Diego alcanzó a reaccionar a tiempo: arrojó el engaño sobre los ojos de perdiz del colorado, y aprovechándose de su momentánea ceguera, corrió cuanto pudo al burladero más próximo, para no volver a salir de ahí ni siquiera a recoger su percal. ¡Así no se podía! 48
Ahualu1co se portó indulgente con nosotros. En otro pueblo nos habrían agredido a botellazos, cubierto de improperios y llamado ladrones. Ahualu1co sólo se rió de nosotros, nos abucheó con moderación y aguardó tranquilamente a vemos torear novillitos más propicios. Al regresar a Guadalajara, ya de noche, iba yo caminando rumbo a casa, fatigado y cubierto de polvo, solo y a pie por la avenida de las Américas. De pronto vi salir de un restaurante a una pareja muy postinera y bien vestida. El joven cojeaba casi imperceptiblemente. Y la muchacha -solícita-caminaba a su lado con discreta lentitud. Pío Granda tomó con ternura la mano de Pilar. Mientras conciliaba el sueño, me puse a pensar en aquella felicidad de la que acaso habían estado hablando Pilar y Pío. La escenificación de mis espectaculares quimeras estaba por comenzar. Contrariamente a lo que acontece en el teatro de la vigilia, en el del sueño principia la función en cuanto cae el telón de nuestros párpados. j Y qué fantásticas escenas vemos en cuanto cerramos los ojos!
-Con este mismo pañuelo pediré las orejas del toro de tu alternativa. Pío Granda no recibió el doctorado de manos de ningún primate de la torería, como tampoco lo fue el testigo de la ceremonia. El encierro lidiado no llevaba la divisa de ninguna ganadería cómoda, Y sin embargo la expectación que suscitó el acontecimiento, congregó en El Progreso a los exponentes más connotados de la prensa y la radiodifusión especializadas. Varios miles de aficionados poco previsores -que llegaron al coso del Hospicio con la esperanza de obtener un boleto a precio razonable- tuvieron que regresar cabizbajos a sus casas. O esperar el pichón. ¿Por qué tanta animación? Arcadio Luján y el empresario García Aceves habían viajado a la ciudad de México con el propósito de confeccionar el cartel definitivo del 10 de marzo. Se pretendía que a un novillero tan sobresaliente como Pío Granda lo doctorase un matador de tronío, y que el encierro a lidiarse estuviera integrado por seis auténticos toros. Desgraciadamente estos dos buenos deseos constituyeron los hemiciclos de un círculo vicioso, ya que, por una parte, los representantes de los espadas se negaban rotundamente a que sus poderdantes toreasen -en provincia!aquellos pavorosos encierros que tanto habían agradado a Luján y a García Aceves. Y por otra, el ganado que las figuras se dignaban aceptar resultaba tan escaso de presencia y de trapío, que -de haberse corrido el 10 de marzo en Guadalajara- habrían, cuando mucho, dado ocasión a Dulzuras de torear una novillada más; no de recibir con honra el título de auténtico matador de toros. Por si esto no bastara, el precio de aquellos chotos era excesivo, lo mismo que los honorarios que exigían los toreros. Para colmo, éstos presionaban para que se manipularan fraudulentamente las astas del ganado. La situación se veía tensa. ¿Qué hacer? La noche del 26 de febrero, Arcadio Luján se comunicó telefónicamente a un canal televisivo de difusión nacional, y su llamada fue transmitida al aire en vivo: -Pío Granda, Dulzuras, el novillero al cual apodero, probablemente no recibirá la alternativa el 10 de marzo, como estaba previsto. El empresario García Aceves y yo hemos venido a México a ultimar detalles. Nos
LA ALTERNATIVA
I La noche del 2 de marzo, un enorme pastel de chocolate engalanaba la mesa de mi casa. Era el día de mi cumpleaños. Mis amigos -siempre obsequiosos- me llevaron muchos regalos; quien un par de calcetines, quien un libro de poemas. Pío me entregó un sobre que contenía doce entradas de barrera de primera fila de sombra para la corrida que se celebraría el domingo 10 de marzo, en cuya ansiada tarde recibiría la borla de matador de toros. Pilar, por su parte, me hizo entrega de un bulto largo y ancho, cubierto de cartón y asegurado con cordoncillos rojos. Al abrir aquel regalo no pude contener una exclamación de sorpresa y de gusto. No era para menos: me acababa de obsequiar el cuadro que vi en su casa, el del Paso penitencial de la Procesión del Silencio de Sevilla. Cuando Pilar y Pío estaban por despedirse, yo me encontraba abriendo una pequeña caja de pañuelos blancos, que llevaban mi nombre bordado. Tomé uno de ellos antes de recibir de Pío Granda el último apretón de manos, y mirándolo a los ojos le anuncié: 49
hemos entrevistado con los apoderados de quienes se jactan de ser figuras del toreo, pero que en realidad han demostrado no serIo, pues se niegan a lidiar toros puntales en provincia. No quieren saber nada de la corrida de Rancho Seco que la empresa de Guadalajara piensa adquirir para que se doctore mi torero. Sé de sobra que la alabanza en boca propia es vituperio, pero como no tengo a nadie que hable por mí, me permito asegurar que mi poderdante será muy pronto matador de toros pero de toros de verdad, no de novillos engordados y afeitados, de esos que suelen torear hoy en día los dizque matadores de toros. ¡Por este conducto los reto! ¿Quién se atreve con toros de cuatro y cinco años a darle la alternativa a Pío Granda? Yo, Arcadio Luján, acuso: Acuso a las figuras que ni se atreven con toros de verdad, ni dejan el paso a los novilleros valientes. Mi torero es de esos. ¡Palabra de hombre! Luján estaba furibundo. El conductor del programa lamentó -veladamente, sin atreverse a decir nombres ni comprometerse- la situación de la fiesta brava, la crisis por la que estaba atravesando y el timo del que tantas veces se ha hecho objeto al espectador taurino. Se abstuvo de aprobar o censurar la irritada postura de Luján. En seguida leyó algunas noticias mundiales. Hubo luego un corte de identificación de la emisora, y cuando se reanudó el programa, una nueva llamada telefónica salió al aire: era un modesto torero colombiano que vino a México a buscar fortuna en nuestros ruedos. Hacía más de cinco años que había tomado la alternativa en su natal Bogotá. Los cosos mexicanos le tenían las puertas cerradas, y no conseguía torear, ni siquiera sin cobrar honorarios. En su desesperación, comenzaba a admitir la posibilidad de renunciar a su doctorado y volver a empezar como novillero. Pero como a la ocasión la pintan calva, el diestro sudamericano Santiago Palma aceptó el desafío de Luján. Naturalmente no se imaginó que se le iba a tomar en cuenta. Pero Arcadio Luján volvió a telefonear para anunciar que él y García Aceves habían estado deliberando, y concluyeron que incluirán a Palma en el cartel. ¡Qué importaba que no fuera una figura quien doctorara a Pío Granda! -Las figuras -dijo Luján sentenciosamente-
serán los toros. Una efervescencia sin par se desencadenó entonces durante el resto del programa. Fue recibido un sinnúmero de llamadas. Por fin se acordó citar, a la noche siguiente, a los personajes claves en la participación y en la organización de la corrida. Así, a través de la televisión, millones de personas vieron fotografías y filmaciones del encierro que iba a lidiarse, y atestiguaron la forma en que se firmó el contrato para la corrida del 10 de marzo. III Luján tenía razón: “Las figuras serán los toros”. En vísperas del festejo se insertaron en los diarios tapatíos fotografías del imponente encierro que iba a ser lidiado. Aquellos toros parecían estampas de los tiempos de Pepe-Hillo. Los textos que aparecían al calce exhortaban al público a que pasara a ver la corrida a los corrales de la plaza. Aquellos arrogantes bureles -excepto uno, de capa castaña oscura- lucían pelajes negros y lustrosos; rabos extensos, pezuñas breves, encornaduras intactas y astifinas, cepas muy anilladas, morrillos prominentes, testuces ensortijadas y papadas ondulantes. En sus caras se reflejaba una seriedad que imponía respeto. En muchos viejos aficionados, añorantes de épocas idas en las que aún se corría el toro-toro, renació el interés de regresar a la plaza. Al sonar las cuatro en punto, el sol proyectaba sus rayos sobre la mitad del redondel. El cielo de Jalisco, lucía espléndido y despejado. Era una tarde calurosa y sin viento, como fabricada especialmente para ser ¡tarde de torosl Al abrirse el portón de cuadrillas, los espectadores de sol vertieron sobre los toreros una lluvia de flores, confeti y serpentinas. Puesta de pie, la plaza entera prorrumpió en una ovación ardiente, que arreció con la comparecencia de Dulzuras, que para ocasión tan señalada estrenó un espléndido terno blanco y oro, profusamente bordado y recamado. El padrino se vistió de tabaco y oro, y el testigo -Leonardo Treviño, de Monterrey-, de celeste y oro. Al paso de los toreros caían al ruedo centenares de claveles encendidos. En los tendidos se agitaban enormes mantas, con mensajes de enhorabuena al toricantano. En el tendido general de sombra, la banda del estado 50
interpretaba La Marcha del Toreador, de la ópera Carmen, de Georges Bizet. En los rostros de los espectadores brillaban expresiones de expectación y de júbilo. Pío Granda, que fue llamado al tercio, hizo una reverencia al público, tomó entre sus manos un gallo de pelea que le aventó un entusiasta de sol y sujetó luego una enorme herradura floral, obsequio de sus admiradores. En seguida invitó a sus alternantes al tercio. La multitud lo aclamaba y le pedía a voces y señas que diera una vuelta al ruedo. Él se limitó a hacer una nueva reverencia. Tal vez habrá pensado: “¿Una vuelta al ruedo sin haber hecho más que el paseíllo? No. Todavía falta algo para justificada”. El toro de la ceremonia se llamó Jornalero. Era cornalón y astifino, negro y marcado con el número 5. Su peso era de quinientos doce kilos. Santiago Palma tomó muleta y espada. Y acercándose al primerizo -que ya lo esperaba capote al brazo, a unos cuantos pasos del burladero de matadores- se descubrió. Pío Granda hizo otro tanto. El colombiano entregó a Dulzuras los trastos toricidas, en tanto que de éste recibía el capote de brega. Se cambiaron algunas palabras cordiales, y luego se dieron un abrazo. El público batió palmas y la banda celebró con una diana la alternativa de Pío Granda, el cual, un instante después, solo en medio del redondel, brindó a todos los asistentes la muerte de su primer toro. Jornalero barbeaba las tablas cerca de la puerta de toriles. El recién doctorado se le fue acercando lentamente. Muy dueño de sí, Dulzuras se dobló con Jornalero, logrando en un santiamén limar las asperezas de sus derrotes y aminorar el ímpetu de sus brutales acometidas. El nuevo doctor fue tirando del burel hasta llevárselo a los medios, lejos de la querencia. Ya en el sitio donde el torero quiso, estructuró un engranaje de naturales muy templados, aunque un tanto cortos y sin esa dimensión de ciento ochenta grados que tanto gusta a los públicos de hoy. El recorrido del de Rancho Seco era lento, incierto y corto. Pío Granda le presentaba la muleta muy atrasada y a media altura. Citando de frente y a pies juntos se hacía pasar por la faja los pitones. Pero nuestro público -poco atento
a las condiciones de lidia que acusan los toros, y muy inclinado a exigir el toreo preciosista a como dé lugar-, no supo aquilatar como debiera los méritos del primerizo.· Era de esperarse. Sólo en el paladar de unos cuantos pudo dejar buen sabor de boca el quehacer torero del nuevo fenómeno. Igualado habilidosamente en los medios, Jornalero, se erguía jadeante frente a Pío Granda. Yéndose a volapié desde un terreno donde todavía alumbraba el sol, Dulzuras arrancó a la sombra y sepultó en el morrillo del toro una media lagartijera. Dulzuras había quedado a la sombra. Y Jornalero, rumbo a tablas a través de la ardiente arena, dobló prontamente en el tercio, sin poder arrastrar un paso más hacia la querencia el fardo de su agonía. Pío Granda fue ovacionado, y aunque no eran pocos los aficionados que a gritos y ademanes le insistían que diera una vuelta al ruedo, él no hizo otra cosa que saludar modestamente. Santiago Palma se portó más que valiente ante el segundo de la tarde, Gallego, el castaño oscuro, un toro enorme, escurrido de carnes, hondo y cornalón. El arrojo resultó ser el rasgo más sobresaliente de aquel espada bogotano. Era una valentía irracional, desesperada. En cuanto Gallego salió al ruedo, Santiago Palma abandonó el burladero asiendo fuertemente el capotillo, sin aguardar a que ningún peón de brega entrara en acción. Arrojó hacia atrás la montera con un brusco movimiento, dejando al descubierto sus cabellos entrecanos, cortos y erizados. Típico exponente de la corriente tremendista del toreo, el diestro de Colombia instrumentó cuatro faroles de rodillas, tres parones espectaculares -pero sin mando ni hondura- y un manguerazo de Villalta muy vistoso. Toreo para las masas.· Escándalo inusitado. Gallego cumplió sobradamente en varas, ocasionando dos tumbos aparatosos. Tercio de banderillas. Palma se niega -sólo en apariencia- a cubrirlo. Conoce la psicología de los públicos y sabe perfectamente cómo jugar con ellos. Los aficionados protestan enérgicamente. Han oído que banderilIea muy bien y quieren verlo. Uno de los subalternos toma un par y simula que se dispone a colocarlo. Arrecian las protestas. De pronto, Palma le 51
indica al peón que retroceda: él mismo se dignará complacer al público. En aquel momento las protestas se convierten en ovaciones. Y las ovaciones después se volverán delirio: tres pares de cortas junto a tablas, sumamente expuestos, escalofriantes. Pío Granda devuelve a su padrino muleta y estoque. Santiago Palma cambia éste por un ayudado de aluminio, perfora su muleta con la punta del mismo y, arrodillándose en el tercio frente al burladero de matadores, se hace pasar muy cerca a Gallego. Después instrumenta dos tandas de derechazos nerviosos, agitados, que, una vez rematados con el forzado de pecho, el colombiano busca el aplauso, pide música, se encara con el público; pero sobre todo sonríe. Le cae bien a la gente. Vienen luego los ayudados por alto, los afarolados, las giraldillas, los lasernistas. Hay variedad y repertorio en el toreo del sudamericano, aunque su interpretación dista mucho de los cánones clásicos: como de Bogotá a Ronda. Va de prisa a tablas, coge la toledana y corre a hundírsela a Gallego. Lo hace imperfectamente, pero con tal tino, que el castaño vierte una profusa hemorragia, pierde el equilibrio y rueda patas arriba. Nieva el coso de pañuelos. El juez de plaza ordena la concesión de las dos orejas y el rabo. El colombiano recorre el anillo en son de triunfo, mostrando invariablemente su sonrisa amplia y amable. Leonardo Treviño sudaba tinta. ¡Vaya paquete que le habían dejado! Juglar, el tercero de la tarde, aportó al festejo una nota dramática: mandó a la enfermería al banderillero Isaac Pineda, quien sufrió una cornada extensa en la axila izquierda. Treviño se había visto muy desdibujado con la capa. La embestida de Juglar era recia y franca. No punteaba ni se ceñía. Su recorrido era amplío, lo cual permitía el toreo en redondo; facilidad que el regiomontano apenas si aprovechó. Tras los muletazos de tanteo vino una serie de naturales aceptablemente engarzados, que el público coreó con la inercia de su anterior entusiasmo. En un arranque de inmadurez y vanidad, Treviño levantó el índice de su diestra, autoproclamándose así “el número uno”, galardón
pomposo que a la postre no tuvo agallas para justificar. Su trasteo fue de más a menos, y los aficionados que ya nos frotábamos las manos como quien espera presenciar algo inolvidable, acabamos por bostezar y exasperamos. El regiomontano pinchó dos veces. Luego hundió tres cuartos de estocada en buen sitio. Juglar se amorcillo. Al fin Treviño dio cuenta de él al tercer golpe de descabello. Una vez cerradas las puertas de arrastre, tibias palmas lo invitaron al tercio. Pero Treviño se tomó una vuelta al ruedo, que desde luego el público acogió con más pitos que palmas. Siguió su curso la corrida. Santiago Palma cortó una oreja al cuarto toro. Leonardo Treviño dio una vuelta al ruedo -menos injustificada que la anterior- después de haber despenado al toro que fue corrido en el lugar de honor. Pero lo que hizo Pío Granda con el que cerró plaza, es de las cosas que jamás se olvidan. Albardonero pesó cuatrocientos ochenta kilos. Fue un toro de bandera. Dulzuras, inconmovible en el centro de la arena, se abrió de capa con cuatro verónicas a pies juntos y una media arrogante y ceñidísima. El bicho tomó tres varas muy bien puestas, habiendo derribado en una ocasión a la cabalgadura. El matador interpuso su oportuno capote, impidiendo así que el codicioso de Rancho Seco acometiese al jamelgo y al picador caído. y ya que hubo apartado al toro, se echó el capote a la espalda, y en el tercio más próximo a toriles, estructuró un quite de oro que acaso fuera el primero digno de denominarse así desde los tiempos de Pepe Ortiz, El Orfebre Tapatío. Pío Granda solicitó del señor juez autorización para banderillear. Luego llamó a Santiago Palma y le ofreció el primer par de garapullos. El torero de Colombia sujetó los palos con energía. Alegró al toro con la voz y fue aproximándose hacia él muy lentamente, como saboreando el cite. Albardonero -que a la sazón estaba cerrado en tablas- se le arrancó impetuosamente. El colombiano todavía tuvo la calma de girar sobre la punta de sus zapatillas y luego se desplazó por el lado izquierdo, de dentro a fuera, para encontrarse al fin un instante -sólo un instante- en la cara del burel. Un instante eterno en que sacó el par desde abajo, levantó muy alto los brazos y perforó con los arponcillos 52
las moñas rojo y caña de la divisa. El coso se cimbraba, materialmente. Muy quitado de la pena, Pío Granda ordenó a su peón de confianza que cerrara nuevamente en tablas a Albardonero. Cuando el subalterno hubo acatado la orden del matador, éste corrió hacia los medios y desde ahí citó al de Rancho Seco, que acudió al llamado decidido y pronto. El diestro se quedó impasible, como un tancredo, y sólo unos cuantos metros antes de que el toro llegase a su jurisdicción, lo quebró por el lado derecho, y al propio tiempo que esquivó la acometida, igualó el par en todo lo alto, sin descomponer un ápice la majeza de su figura ni alterar la expresión adusta y recia de su rostro. Pese al incontenible clamor de la multitud, Pío Granda parecía no darse por aludido, fija su mente en la temeridad que se disponía a hacer: tomó los últimos zarcillos de la tarde y los redujo a no más de diez centímetros. Albardonero derrotaba violentamente contra el burladero de matadores. Pío Granda lo citó de espaldas. Cuando el toro se le arrancó volvió a cambiarle el viaje: sin dejar de darle la espalda le marcó la salida -nuevamente por el lado derecho-; juntó los pies y, sin girarlos, moviendo únicamente el torso, alcanzó con los arpones el morrillo del toro. Un súbito derrote de la res estuvo a punto de estrellarlo contra las tablas; pero todo quedó en un leve golpe con el hocico, merced al cual¡vaya una paradoja!- el diestro pudo ayudarse a salir sin novedad de tan comprometido trance. Y a base de zigzagueos, fue llevándose al burel de un tercio al otro. La plaza aplaudía a más no poder. La arena estaba cubierta de claveles y sombreros, de prendas de vestir y aun de calzar. Pío Granda y Santiago Palma, uno junto a otro, señalándose recíprocamente, acogían con gratitud el tributo que, por sus notabilísimas facultades de rehileteros, se les prodigaba tan copiosamente. -Preciosa: te brindo esta faena, que creo será la más grande de mi vida. Las finas manos de Pilar acariciaban nerviosamente la montera de su amado. Albardonero acudía a la muleta con nobleza y continuidad. Pío Granda pudo torearlo a su placer, por alto y por abajo, con la derecha y con la izquierda, en los terrenos naturales y en los cambiados. Sucedíanse sin respiro las tandas de naturales, oportunamente rematadas
con pases de pecho y vistosamente adornadas con arrucinas y desdenes, trincherazos y pases de la firma, afarolados y kikirikíes. El recorrido que Albardonero describía cada vez que tomaba el engaño era tan amplio y con tanta claridad, que el diestro podía torear casi sin enmendar terreno, corriéndole la mano en círculos inconmensurables, y cosa no muy frecuente en él- despatarrándose a fin de imprimir a su toreo en redondo la mayor dimensión posible. Abandonado al embrujo de su arte, el espada exponía una lección inolvidable de sapiencia torera. Tanto era el sitio que demostró, que muchos aficionados coincidíamos en que, más que para recibir, estaba para dar alternativas. Cuando Pío Granda escuchó la orden de indulto para el noble astado, indicó al torilero que abriera la puerta, y a su peón de confianza que se metiera al burladero del túnel de toriles. En seguida volvió a Albardonero y le instrumentó cinco giraldillas estatuarias. Después fue tirando de él hasta casi hacerlo llegar a la puerta de su salvación. Lió la muleta, arrojó la espada y, perfilándose para simular la muerte, recibió al burel. El peón tocó a Albardonero desde el burladero del túnel, y tras aquellos alardes del espada y de su peón -el virtuosismo del uno y la eficiencia del otro- regresó el toro vivo a los corrales, sin que fuera menester el auxilio de los cabestros. Dulzuras fue levantado en hombros por la multitud. El público no se resolvía a abandonar sus localidades. Aplaudía a rabiar. El triunfo de mi amigo me embriagó de alegría, de una alegría enorme que me condujo hasta las lágrimas cuando comencé a escuchar los acordes de mi pasodoble. Pío Granda, a hombros de sus partidarios, parecía volver en sí del inspirado éxtasis bajo cuyos efectos había estructurado la faena de su consagración. Sonreía con humildad y como no dando crédito a lo que acababa de acontecer. En una de tantas vueltas al ruedo, solicitó Dulzuras a los mozos que lo llevaban, el favor de permitirle bajar. En un burladero de contrabarrera lo estaban esperando Pilar y su familia. El señor Leopoldo devolvió al torero su capote de paseo, y Pilar la montera. La muchacha y el diestro se 53
estrecharon en un abrazo y rompieron a llorar de contento. Todavía estaban cruzando algunas palabras cuando la ansiosa multitud, celosa de su ídolo, lo arrebató de su amada y lo levantó de nueva cuenta a hombros, llevándoselo por el túnel de cuadrillas a la calle y proclamándolo por su verdadero nombre: “¡torero, torero!”
de haber llegado a la alternativa con toros bien puestos. Ahora soy un matador de toros. Y si algún día llego a alcanzar fama, será matando toros; toros de verdad, cuatreños o mayores. Y con las astas íntegras. Este razonamiento, al ser llevado a la práctica, atrajo sobre Pío Granda muchas envidias y amenazas por parte de las figuras. ¿Qué papel iban a representar ellos en lo sucesivo? Las influencias de los poderosos pudieron cerrarle a Dulzuras las puertas de muchos cosos importantes. Pero, por fortuna, no de todos. En abril de 1974 pudo impedírsele actuar en la feria de San Marcos, para la cual -según informaciones extraoficiales dadas a conocer por la prensa capitalina- estaba por firmar tres corridas. Pero los mandones se negaron a alternar con él, y como la empresa de Aguascalientes no quiso aventurarse a prescindir de aquellos “colosos”, tuvo que excluir de sus combinaciones al tapatío. Semejantes impedimentos se le presentaron para actuar en las plazas de Tijuana, Querétaro, San Luis Potosí, León, Monterrey, Mérida y Morelia, entre otras. Aparte, las figuras no querían alternar con él ni en tentaderos. Cierto. Pío Granda iba sumando algunas fechas, yendo de pueblo en pueblo y de triunfo en triunfo. Pero, ¿qué tanto podían servirle los apéndices que cortara en Teocaltiche, Jalpa o Rincón de Romos? Y sin embargo había que ver con qué profesionalismo salía a torear, sin parar mientes en la categoría de aquellos cosos. Yo recuerdo haberle visto en Río Grande (Zacatecas) un faenón de escándalo a un torazo cárdeno de Ateneo. Si aquella faena hubiera sido vista en México, ya luciría el coso de Insurgentes una placa que la recordara a la posteridad. - En adición a su modesta campaña por esos pueblos de Dios, Pío Granda tuvo ocasión de torear dos tardes en Guadalajara, una en Durango y otra en Torreón, y sus éxitos en tan importantes plazas iban reputándolo sencillamente como lo que era: un torero honrado. Y eso lo distinguía de los demás. Casi todos los domingos de marzo y abril estuvo toreando en plazas mexicanas. Su apoderado era quien generalmente fungía como empresario, y en verdad lo hacía con tan buena visión, que
POR ESOS PUEBLOS DE DIOS Una dura política encabezada por las figuras mexicanas del toreo, se desencadenó en contra del nuevo as. Los toreros de mayor prestigio se negaban a alternar con él. Entre otras cosas, porque él, a su vez, se negaba a ser cómplice de tantos fraudes, de los que las figuras y sus representantes hacen objeto a la afición. Temerosos de ser destronados, todos los toreros de cartel procuraban activar sus influencias para impedir que Pío Granda se presentase en plazas postineras. Y eso que no hubo ni siquiera una declaración en la que Pío denunciase la falta de pundonor profesional que tanto priva entre los magnates de la torería. Sin embargo, su vida y su ejemplo iban granjeándole, a la par que envidias y rencores por parte de los mandones de la fiesta, incontables simpatías populares. Y a pesar de todas las vicisitudes, Pío Granda no permaneció inactivo: consiguió actuar en seis corridas en lo que restaba del mes de marzo. Casi todas ellas -excepto dos, que se celebraron en Chihuahua- tuvieron por escenario placitas pueblerinas de los estados de Zacatecas y Aguascalientes. Eso sí, en todas se lidiaron encierros grandes, con edad y cuajo, y todas las corridas resultaron un éxito económico, a pesar de que el nombre de Pío Granda no era muy conocido todavía. Mucho menos el de sus modestísimos alternantes. -¿Cuál es el secreto -se preguntaban, extrañados, muchos taurinos para llevar tanta gente a la plaza? Los que se asomaban a las corraletas encontraban respuesta a su pregunta. II -Torearé lo que venga -decía Pío Grandaen cuanto a procedencia. Y si el ganado viene grande, mejor. Mi único orgullo profesional es el 54
era rara la tarde en que no se registrase una estupenda entrada. Naturalmente, el atractivo mayor que los programas exponían a la consideración del público eran los toros. Ven esto -ni en nadajamás engañaban: siempre se imprimían, al reverso de los programas, las fotografías de los toros que iban a lidiarse. Al joven diestro se le comenzó a hacer una intensa pero realista campaña publicitaria, imprimiendo carteles en base a una serie de ocho fotografías suyas, en blanco y negro, captadas en distintas tardes de triunfo. Todas las fotografías tenían en común un tema específico: la suerte suprema. Y al calce de cada foto, con esbeltos caracteres blancos sobre fondo negro, sólo se leía: “Pío Granda, Dulzuras, matador de toros”. Así lacónicamente. Nada de “este es el hombre”, “Volcán de multitudes”, “Tigre de Jalisco” o “León de Guadalajara”. Nada tampoco de adjudicarle títulos de rey, faraón, califa o príncipe, ni calificativos como monstruo o terremoto. Nada de eso. Sólo la justa verdad: Matador de toros. y así lo mostraban las fotografías: como verdadero matador; de verdaderos toros. Nada de retratos de estudio ni de caritas sonrientes. Nada de mostrarlo a hombros ni con los apéndices en las manos. Sólo delante del toro, confundiéndose con él, volcándosele materialmente sobre las astas y hundiéndole el estoque en todo lo alto y hasta las cintas. De entre todas las muestras que se publicaron, hubo una que me llamó poderosamente la atención. Correspondía a un volapié que ejecutara el 31 de marzo. De aquella estampa no sabía yo qué admirar más, si el ortodoxo estoconazo del diestro o la oportunísima maestría del fotógrafo. Pío Granda aparece con un terno claro bordado en abundante pasamanería negra. El toro va humillado, tomando dócilmente el engaño. El torero, arqueando el brazo derecho, está mojando los dedos en la sangre que fluye del morrillo del burel. Toro y torero se encuentran en pleno sol. Y el escenario de aquel encuentro, contra todo lo que acostumbran los toreros en sus campañas promocionales, con ser tan humilde, resulta original y atrayente. No son las recias tablas de un coso postinero. sino el rústico muro enjalbergado de la plaza de toros
de Juchipila (Zacatecas); muro sobre el cual brillan las luces bordadas en un oscuro capote de paseo. Ilumina el sol las camisas blancas y los sombreros de paja de los lugareños. Y en las localidades sombreadas presencian la corrida las mocitas del lugar, todas vestidas de majas, como es costumbre en Juchipila. Ahí queda eternizada, en la simplicidad de un papel, la fugacidad intangible de un victorioso instante torero. III Arcadio Luján es un hombre flacucho y de elevada estatura. Tiene los ojos hundidos y pequeños. Su mirada denota inteligencia y dinamismo. Es un individuo enérgico, al que nada se le dificulta. Aunque joven cuando yo lo conocí -tendría unos cuarenta años- lucía una cabellera entrecana; eso sí, muy poblada. En su rostro había quedado la huella de pocas, pero decisivas arrugas. Su faz, siempre luminosa, mostraba unas mejillas enrojecidas, afeitadas con saña. La agilidad felina de su cuerpo guardaba concordancia con su temperamento despierto y aguzado. Se licenció en derecho, pero prácticamente no ejerció su profesión. Quiso ser torero en sus años mozos, aunque se convenció de que no era ese su camino. La misma tarde que Pío Granda toreó el encierro de Atenco en la plaza de Río Grande -24 de marzo- estuve platicando como media hora con Arcadio Luján. Era la una de la tarde. En un cuarto de hotel -oscurecido y solitario reposaba Pío. Luján y yo nos fuimos a sentar en un corredor contiguo, para impedir que alguien importunase al torero. Arcadio estaba sumamente preocupado. No era para menos. Cierto que donde toreaba Pío Granda estaba siempre el toro-toro. Pero los de Atenco de aquella tarde eran para afligir a cualquiera. En un intento por mitigar la inquietud de Luján, se me ocurrió preguntarle cómo fue que conoció a Pío y cómo lo comenzó a apoderar. -Siempre me ha gustado hablar de eso -me respondió- Recordarás que en abril de 1972, la empresa de El Progreso organizó una pequeña temporada de jueves taurinos nocturnos, en busca de nuevos valores. -Sí, lo recuerdo. Por cierto, no pude asistir por culpa de mis clases. 55
-¡Vaya!, de la que te perdiste. Para actuar en los jueves se convocó a todos los aspirantes a novilleros a una prueba masiva que se llevó a efecto en la ganadería de San Marcos. Como ya te imaginarás, acudieron al llamado decenas de torerillos procedentes de toda la República. Unos ya se veían viejos; otros, muy aniñados todavía. Unos iban vestidos pintorescamente, con su cachucha, su paliacate al cuello y su camisa anudada; otros, con ropa de charlatanes. Unos eran altos y otros chaparros; unos gordos y otros flacos; unos tímidos y otros extrovertidos. Mucho revelaban las apariencias de cada uno de ellos, pero había que verlos torear para que el veredicto de los jueces -yo era uno de ellos- determinara los nombres de los mejores. Afuera de las oficinas de la plaza de toros, aguardaba un camión escolar que la empresa había rentado exclusivamente para llevar a los muchachos a la ganadería. Entre ellos iba Pío. Luján guardó silencio y se quedó mirando al infinito. Luego reparó en que yo estaba esperando la continuación de su relato, y lo reanudó con una exclamación: -¡Qué bien toreaba desde entonces! Había una vaca de retienta para cada tres muchachos. Primeramente había que torearla de capote y luego de muleta, en el mismo orden de turnos. Pío Granda fue uno de los primeros en ser nombrados. Cuando escuchó su nombre saltó al ruedo y... lo demás ya te lo imaginas. Todos los jueces quedamos admirados: “Ese muchacho torea el próximo jueves”. Al fin de la retienta volvieron a torear los ocho mejores. Aún quedaban cuatro vacas, una para cada dos muchachos. Aquella era una prueba todavía más determinante. Pío volvió a hacer de las suyas, y al ver cómo toreaba, me dije a mí mismo: a éste lo apodero yo. Terminada la retienta, les avisamos a seis de los ocho seleccionados que dispusieran sus mejores avíos, pues se iban a presentar en El Progreso muy en breve. -¿ y qué cara puso Pío? -No pareció muy sorprendido de su éxito, pero desde luego se puso contentísimo y nos dio las gracias a todos los jueces. Yo lo llamé aparte y lo cité al día siguiente en el despacho de la empresa. Llegó trajeado y muy puntual. Ahí mismo, después de presentármele ampliamente,
le propuse apoderarlo provisionalmente. Pío accedió sin ninguna reserva. Pues bien -le dije, ahora mismo nos vamos a tu casa a que te cambies de ropa. Luego, a la plaza, que hay que estar muy en forma para el jueves. Pío a todo decía que sÍ. Nos pusimos a entrenar el resto de la mañana. Y el resto de la semana. Por fin llegó el día en que se fijaron los carteles: “Pío Granda, Dulzuras, de Guadalajara”, era todo lo que se decía de él. Los novillos procedían de la ganadería de Santo Domingo. Eso fue el jueves 27 de abril. El toro de Pío salió manso y se escupía de varas, pero el chaval lo centró muy bien en la muleta y mató pronto. Aunque no cortó orejas, se ganó a pulso la repetición. Pero como en la temporada de los jueves había que ver al mayor número posible de muchachos, los que iban triunfando no repetían en los festejos de los jueves, sino que eran tomados en cuenta para torear posteriormente novilladas de tercia. La repetición de Pío tuvo efecto el domingo 21 de mayo. Tampoco cortó orejas, pero al salir de la plaza no se hablaba más que de él. Al siguiente domingo volvió a torear, llenó la plaza, cortó tres orejas y salió en hombros. Por fin, el 4 de junio tomó parte en la novillada de triunfadores, y resultó ser el mejor de todos. Por cierto, se ganó el viaje a España que tenía ofrecido Pedro Domecq al máximo triunfador. -jCómo! -exclamé sobresaltado-. ¿Así que el Dulzuras ya fue a España? -Naturalmente. ¿Por qué crees que tiene tanto sitio? Toreó mucho por allá. ¿Nunca te llegó a platicar? -No. Ya ve usted cómo es de reservado. ¿Y dónde toreó? -Bueno... Para empezar, en la ganadería de Domecq, en Jerez de la Frontera. Luego estuvo tentando en diversas ganaderías andaluzas, Miura entre ellas. -jMiura! -Miura, sí señor. -Miura -repetí lleno de pasmo. - Y un par de festivales benéficos, uno en Utrera y otro en Écija. Además, se hospedó en Sevilla, en una casa de asistencia para estudiantes. Ahí permaneció dos semanas que, según él, han sido las más cortas de su vida. Frecuentó el ambiente taurino de la capital andaluza y se hizo de excelentes relaciones. Ahora que ya es matador, le servirán de mucho. 56
-¿Y por qué no regresa a España? -Eso es precisamente lo que va a hacer. Mira: yo tengo bastantes contactos en el medio taurino nacional, y te aseguro que si me lo propusiera, Pío podría torear, desde ahora, en cualquier plaza, duélale a quien le duela. Pero prefiero que se vaya a torear a España. -¿Cómo “que se vaya”? ¿Usted no va con él? -Desgraciadamente no puedo. Padezco de un riñón y necesito ver a mi médico con cierta regularidad. Aparte de eso, el dinero que hemos estado ganando en las corridas que organizamos, apenas alcanza para que Pío “salte el charco”. Afortunadamente no va mano sobre mano. Domecq y otras amistades lo están esperando en España, y creo que será mucha la ayuda que le podrán brindar. Hay, incluso, quien lo represente. -¿ Y cuándo se va? -A fines de abril. -¿Y permanecerá? -Dios lo sabe. Lo que sea necesario. - Y usted, ¿qué hará entre tanto? -Promocionarlo en México todo cuanto sea posible. Pienso mandar Imprimir más carteles que digan “Pío Granda, Dulzuras, matador de toros”, pero ahora en base a las fotografías que él me envíe desde España, para que los nuestros vean qué clase de toros mata Pío Granda y de paso se enteren qué clase de fenómeno ha nacido en México. Mediante la prensa especializada le haremos una campaña que lo proyecte como lo que es: un genuino matador de toros. Ya verás. Creo que todo saldrá perfectamente. -Con un torero de la talla de Pío Granda no podían salir las cosas de otro modo. Dentro de la habitación, colocado cuidadosamente sobre una silla de madera rústica brillaba un temo olivo y oro. Como si fuera una visión fantasmal en la penumbra de la alcoba, el torero miraba, atemorizado, el brillo de su indumentaria. La obsesión machacante de miedo que aflige a los toreros todos los días de corrida, hincaba sus garras en .el ánimo de Pío. Y entonces surgía la reflexión, la plegaria, la meditación: -Esta tarde toreo. ¿Moriré, acaso? Dios lo sabe. Puede ser. Tengo hambre. Ya comeré después de la corrida; ¿Después? Pero, ¿quién me lo garantiza? ¿Hay alguien que pueda
asegurarme que el pan que comí esta mañana. no será mi último alimento? ¡Dios mío, qué vida ésta, la de ser torero! Yo sé, Señor, que sólo de Ti proceden mis fuerzas. De otro modo no podría explicarme cómo es que sobrellevo, tras un miedo, otro y otro. Y así, siempre. ¿Hasta cuándo, Dios mío? ¿Hasta esta tarde? Y a pesar de todo, amo mi profesión con pasión de enamorado, y a fe mía que cuando más siento la vida es cuando más próximo estoy a la muerte. ¡Qué misterios tan insondables subyacen en los cuernos de los toros! ¿Se darán al arrastre limpios de sangre... o llevarán al destazadero mi ilusión muerta? ¡Con qué pasmo los miro pasar tan cerca de mi pecho! ¡Qué tremenda mi soledad frente a la soledad del toro! Yo, que tanto temo ahora por mi vida, sé que, de cara al riesgo, querré que nunca termine mi faena. Querré embriagarme de torear, salir de mí y crear una obra de arte, embestida tras embestida ... hasta la eternidad. Para mí se rompe el encanto cuando principia el de muchos toreros: cuando el toro, moribundo, rueda vencido por la arena. Para mí ahí termina todo. Yo sólo quiero torear. Lo demás no me interesa: ni aplausos, ni orejas, ni vueltas al ruedo, ni lisonjas, ni claveles. Todo eso, aunque grato, es perecedero. Los públicos taurinos son ingratos y volubles. Lo único que no morirá mientras yo viva es la fuerza de haber vencido al miedo, tarde tras tarde. ¡El miedo! Y contra el miedo, ¡el valor! No el arranque irracional de quien no teme torear porque no mide las consecuencias de sus actos, no, sino la valentía del hombre consciente de sus alcances y sus limitaciones. El que, a sabiendas de que puede morir, acepta -no obstante-ir a la plaza y quedarse inmóvil cada vez que pasa el toro. Esta tarde me las veré ante dos señores toros. Tengo miedo, mucho miedo. jSanto Dios! Me, siento tentado a cumplir solamente mi compromiso de hoy... y retirarme. Pero los toros son mi vida y no concibo nada más triste que dejar de torear. ¿Y Pilar? ¿Qué estará haciendo ahora? jAh, Señor! Tengo hambre. Si así conviene, concédeme salir esta tarde ileso de la plaza, para después, nuevamente, bendecir a la mesa el pan de tu prodigalidad. Vida dura y azarosa la de los toreros. Vida en que el valor no ha de concebirse como ausencia de miedo, sino como dominio del 57
mismo. Pío Granda era valiente, muy valiente. Y tanto mayor era su arrojo cuanto más grande su miedo. Y su miedo era insufrible; Y el móvil que lo impulsaba a torear fue siempre constante. Y muy poco común, ciertamente, entre los toreros: la afición, limpia y desinteresada. Ni amigos de juerga, ni fama, ni mundanal gloria. Pío hablaba con frecuencia y desencanto de lo inconstantes que suelen ser las amistades del medio; esos pelmazos ociosos que jamás se cansan de mendigar a los toreros favores y boletos, para luego murmurar de ellos en sus interminables charlas de café; de la infamia que priva entre los revisteros y periodistas, extorsionadores de toreros; parásitos que, distribuyendo elogios o censuras en proporción directa a la plata que reciben o dejan de recibir, se alimentan desde el tendido y desde el escritorio, a expensas de quienes derraman su sangre o dejan su vida en los ruedos. Por otra parte, en la plaza, el homenaje de los públicos, el sonido de las dianas o el delirio multitudinario, no aumentaban el gusto de Pío Granda por ser torero, como tampoco lo disminuían la indiferencia de los públicos, los mítines, los silencios y las broncas de sus tardes insípidas o aciagas. Pío Granda era un hombre reconciliado consigo mismo. Consciente de su inmensa valía como torero -la humildad no consiste en menospreciarse, sino en aceptarse como se es- no se alteraba si el populacho ignoraba los méritos de sus procedimientos ante toros difíciles, ni lo envanecían las ovaciones que le prodigaban por su desempeño ante toros faltos de peligro. Jamás atendía a la procedencia de los toros que lidiaba. Y siempre velaba por que las astas estuvieran intactas. Siempre que se enfrentaba a un toro, ponía el corazón por delante, todo pundonor. Aunque en su vida privada padeciera depresiones, crisis o tristezas, la vergüenza torera fue un rasgo que nunca le faltó, si bien la interpretación de su toreo -cuando atravesaba por aquellos trances- reflejaba un regusto depresivo, crítico o triste. Juan Belmonte tenía razón: “El toreo es la expresión de un estado de ánimo”. Aquella tarde en Río Grande, después de haber dormitado un par de horas, recibió
Pío Granda a José María Murra, un elemento eventual de su cuadrilla, que le traía noticias del sorteo: -Matador, nos ha tocado un lote muy disparejo: un toro negro listón, cómodo de cuerna y escobillado. Está precioso, como para cortarle las orejas. Pero el otro, el cárdeno, tiene unos cuernos descomunales, un verdadero “sombrero charro”. Y muy astifinos. A ese, le vaya ser franco, de plano no quisiera banderillearlo. Murra exteriorizaba su miedo, entre bromista y acongojado. Y sin el más leve sentido de la prudencia, seguía afligiendo a su matador con las descripciones que del cárdeno hacía. Por callarlo de algún modo, el torero lo interrumpió: -Quédate tranquilo ya y no pienses más en eso. Si no tienes agallas para banderillear, yo sÍ. Dicho queda. Olvídate del asunto y cambia de tema, por lo que más quieras. Encima de que voy a verle la cara al toro más tiempo que tú, todavía vienes a importunarme. ¿No te he dicho que a cada momento le basta su propia pena? José María Murra guardó silencio. Se desplomó luego en una silla. Su gesto tenía un rictus que denotaba un enorme alivio. ¡Qué caray! No siempre quiere banderillear el Dulzuras, por lo que muchas veces sus peones tienen que entrar en escena. Y el tal José María, ¿iba a salir a banderillear’ semejante catedral? ¡qué va! No lo haría ni aunque perdiera el empleo. Porque para él, torear es sólo un empleo. IV Ya era la hora de que el diestro se bañase y se afeitase la barba. Otro tanto correspondía hacer al peón de brega. Unos muchachos del lugar -curiosostocaron la puerta de la habitación cuando el mozo de espadas ajustaba los tirantes sobre el torso del torero. Arcadio Luján abrió la puerta y, antes de que el apoderado dijera nada, Pío Granda le indicó: -Déjalos entrar. Eran tres jovencitos entre los quince y los dieciocho años. Nunca antes habían visto vestir a un torero ni habían palpado las hombreras y las guarniciones de un traje de luces. Estaban deslumbrados, boquiabiertos. Observaban fijamente cómo el mozo abotonaba la taleguilla y apretaba los machos, trenzando los largos 58
cordoncillos de los que éstos pendían. -¡Ay, no! ¡Maldita sea! ¡¡Maldita sea!! . -¿Qué pasa contigo? -se volvió Pío Granda hacia su peón de brega¿Porqué pegas esos gritos? -¡Mire, matador! José María señalaba, desorbitados de espanto sus ojos, su montera posada en la cama. Uno de los visitantes, desconocedor de la vieja superstición torera, había tomado del tocador la montera de Murra, la había examinado con cuidado, y finalmente, como la cosa más natural del mundo, la había abandonado en el lecho del peón. José María estaba histérico, desasosegado, como un condenado a muerte. Increpaba a voz en cuello a los muchachos, agrediéndolos. Pío Granda se irritó, asió las solapas de la bata de su peón y le propinó una cachetada. -¡Cállate, maricón, y vístete! ‘A raíz de aquel incidente, un miedo reconcentrado tomó en la alcoba una forma casi tangible: se veía, se palpaba. Para colmo, a través de una ventana que daba a la calle, se alcanzaban a oír los comentarios que del cárdeno hacían los transeúntes, entremezclados con lejanos acordes de charanga y confundidos con molestísimos estallidos de cohetes. A los pies del torero, el mozo de estoques elaboraba habilidosamente los moños de las zapatillas. Algo pretendió decir Dulzuras a su apoderado con una mirada. Luján se concretó a acercarle una camisa blanca, de holanes, corta y limpísima. El diestro se la abotonó con lentitud solemne. Después se hizo el nudo de un corbatín color grana. El mozo ciñó la faja alrededor de la cintura de Dulzuras. ¡Qué empaque de torero! ¡Vaya una figura gallarda! Sobre la silla quedaban aún el chaleco y la casaquilla. Antes de ajustarse esas prendas, el diestro fue a sentarse frente ,al tocador. Tomó su montera y se la caló firmemente hasta las cejas. Sin pronunciar palabra, el mozo le tomó un mechón de la nuca. Lo retorció y le aplicó en su base una liga; así quedaría enhiesto, condición indispensable para que los cordoncitos del añadido apretasen los cabellos del occipucio, encima de los cuales había de fijarse la coleta. Faltaba media hora para que comenzase la corrida. En medio del silencio, se acentuaban como golpes de marro los rítmicos sonidos del
reloj. La cortina de la alcoba estaba corrida. Apenas una bombilla eléctrica iluminaba la habitación. Procedentes de otras recámaras, se aproximaron a la de Pío Granda los picadores, el sobresaliente, el puntillero y dos peones de brega ya vestidos. Su sola presencia indicaba al maestro, que ya era la hora de partir rumbo a la plaza. Pío Granda suspiró hondamente. Tomó el chaleco y se lo abotonó. Luján, a espaldas de su poderdante, sostuvo por las hombreras la casaca, para que éste deslizara sus brazos a través de las finísimas mangas, y vistiera así la penúltima prenda de su atuendo. El diestro tomó la última: un capote de paseo grana y oro. Luego abrió un tríptico de terciopelo rojo, que en caprichoso acomodo contenía estampas y reliquias: el Señor del Gran Poder, la Virgen de la Esperanza -mejor conocida como Macarenay la Virgen del Rocío, piadosos recuerdos de Sevilla; la Virgen de Guadalupe, la de la Soledad, que se venera en San Luis Potosí, y por supuesto las jaliscienses de Zapopan, Talpa y San Juan de los Lagos. Una vez abierto el retablo, Pío Granda se descubrió, encendió una veladora y oró con mucho recogimiento, implorando la ayuda de Dios y la intercesión de María para triunfar en el ruedo y regresar sin novedad a apagar, con aliviado soplo, la veladora encendida. Inspira fervor el solo hecho de contemplar a un torero en oración. Un fervor que se adueña de uno, que lo fuerza a guardar silencio ... y a orar también. Creo que todos orábamos en silencio, los amigos que nos hallábamos en el umbral de la puerta, y la cuadrilla que, desde el corredor del hotel, veía rezar a su torero. -¡Vamos! -ordenó éste después de santiguarseV Entonces se transformó en bullicio el anterior silencio. Comenzó el vocerío a ponderar la corpulencia del cárdeno, a reír viejas anécdotas, a adular al torero, a “darle coba”. Los mocitos que lo habían visto vestir le estrecharon la mano, le desearon éxito, se despidieron de él y corrieron a buscar el cuarto de Santiago Palma, que aquella tarde alternó con su ahijado de alternativa. La cuadrilla del 59
colombiano aguardaba respetuosamente a que éste terminara de rezar. Al pasar por el vestíbulo del hotel, los huéspedes y los conserjes, los botones y las recamareras aplaudían al torero, le deseaban la mejor suerte, le auguraban los más halagüeños auspicios y encomiaban la guapeza de su porte: -’¡Olé los toreros chipén! -¡Pobres gachós! -me comentaba el torero-o ¿Te fijas cómo los deslumbra el oropel? ¡Ay de mí si me cegaran sus adulaciones! ¿Los ves? Me aplauden y me vitorean, ¿verdad? Pues son los mismos que mañana me volverán la espalda. La aureola de gloria que irradian los toreros consagrados fue el señuelo que, cuando era niño, indujo a Pío Granda a abrazar la profesión taurina. Sin embargo, con el paso de los años, tuvo en muy poca estima la gloria mundana. De sobra sabía cómo los públicos suelen ser tan crueles con los mismos toreros que otrora condujeran, peldaño a peldaño, hasta la cumbre. Siempre acontece igual: surge por ahí algún novillero con aceptables maneras, y lo inflan, lo inflan hasta que revienta. Y si no revienta, lo pinchan. Esa multitud inconstante y rugiente es a la que llamó -con gran tino el novelista Vicente Blasco Ibáñez “fiera: la verdadera, la única”. ¿Cuántas veces hemos visto lidiadores inconmensurables, cuyo único -o principal“defecto” es haber cumplido treinta años, dar cátedra de sapiencia a ineptos toreritos de dieciocho? ¿Cuántas veces la “fiera”, el “monstruo de mil cabezas” chilla por sistema los trasteos magistrales de los viejos maestros, el sitio que han sabido conquistar a golpe de privaciones, lágrimas y cornadas? ¿Cuántas veces se celebra al nuevo torero lo que se le pitaría al viejo? Sí. Indiscutiblemente el público es injusto, despiadado. La fiera amorfa y multicefálica de los tendidos llevó a la muerte a Joselito y a Manolete. Les exigió más cuando ya lo habían dado todo, aunque... algo más podía exigírseles: su vida. Y la dieron. Entonces el público, horrorizado de la atrocidad que ha cometido, reacciona, se rasga las vestiduras, cubre de flores el cortejo y llora la desaparición del torero; le edifica suntuosos mausoleos, recuerda su aniversario luctuoso, enluta sus balcones, y si antes lo insultó en la plaza, ahora proclama a cuantos quieran oírlo: “Aquéllos sí que eran toreros”.
¡Hipócritas, homicidas! El gusto de torear por torear, la sensación de burlar hábilmente a los toros, la facultad de esquivar sus acometidas sin más recursos que un pedazo de percal o de franela; la posibilidad de crear arte en medio del peligro y expresar así un estado de ánimo, fueron los atractivos que Pío Granda encontró más apetecibles al avocarse a su vocación torera. Un día me dijo: “Cuando yo era niño, quise ser torero. Hoy quiero ser torero. Siempre me he visto en el espejo de los toreros: Antes, deslumbrado por su fama. Hoy, simplemente porque torean”. En su infancia quiso ser torero por ambición. En su juventud, por, vocación. VI La coba -las alabanzas serviles- cerraba en torno a los toreros una atmósfera asfixiante: saludos, palmadas, autógrafos, consejos, fotografías, promesas. El túnel de cuadrillas alojaba un abigarrado gentío que, al toque de la autoridad, se esfumó presurosamente. Los toreros desplegaron sus capotes de paseo y se los liaron parsimoniosamente. Al ser arrastrado el primer toro, Santiago Palma parece un alegre pordiosero. Lleva el rostro cubierto de arena y el pelo enmarañado; la taleguilla destrozada, manchada de sangre; una hombrera desprendida y una oreja del de Ateneo en su mano. Y mientras el diestro de Bogotá agradece las últimas ovaciones, Pío Granda es hostigado de continuo con toda suerte de recomendaciones: -jPégale un baño! -¡Arrímate igual que ayer! -¡Demuéstrales a esos villamelones cómo se torea! El cárdeno, el temido cárdeno está por salir. -¡Venga de ahí, torero! Y el pobre Pío Granda, fijos sus ojos en la puerta del toril, siente morir de miedo. ¡Ahí está el toro! Las manos le sudan fría y copiosamente. Abandona el burladero. Todavía escucha: -jVamos ahí! ¡Suerte, maestro! Pero opaca el grito con otro grito: -¡¡Jee, toro!! El cárdeno acude fieramente al percal. Y antes de que estalle el primer olé, el hombre de olivo y oro, paradójicamente, experimenta un alivio. -¡Madre santa! 60
Y el toro pasa. -Aquí termina la adulación ... y la verdad principia.
veroniqueado magistralmente. El bicho salió muy codicioso y el público esperaba que Pío diera la nota emotiva de aquel festejo, que había estado transcurriendo con más pena que gloria. Dulzuras tornó el primer par de banderillas. Fue aproximándose bizarramente al toro, que se erguía, majestuoso y desafiante, en los medios. Arpista acometió violentamente. Pío Granda lo cuarteó con precisión, levantó los brazos y le clavó el par de la tarde. Pero antes de que se retirara de la cara de Arpista, éste punteó con mucho nervio, alcanzando con sus astas a Pío Granda. El pitón había desgarrado la camisa, descosido el corbatín, roto el chaleco y salido por el hueco que tenía la casaca bajo la axila izquierda, junto al tembloroso y oscilante cairel de la hombrera. Pío Granda sujetó el asta por la cepa y, tras angustiosos esfuerzos, consiguió zafársela. Los peones retiraron al cárdeno. Y cuando todo el público, puesto de pie ovacionaba por anticipado la incorporación de Pío Granda, ileso y victorioso, el torero se llevó las manos al costado izquierdo, contrajo los labios en un rictus de insufrible quebranto, crispó los puños e intentó, sin éxito, levantarse. Los monosabios fueron por él y lo condujeron en volandas a la enfermería del coso. Pasado el silencio de la impresión, el público estalló en aplausos. Pío Granda llevaba un cornalón de dos trayectorias: una de doce centímetros y otra de siete. Aquel percance conmocionó a todos los públicos de la Península, especialmente al de Pamplona, que al día siguiente tuvo que celebrar su fiesta de San Fermín sin el mexicano, con quien se contaba ya, a quien se esperaba con suma expectación. j Y era tan grande el deseo de Pío de correr en los sanfermines! Ya sería al año siguiente. Los públicos de Tudela, La Línea, Valencia y Palma de Mallorca también se quedaron con el deseo de verlo. No fue sino hasta el 10 de agosto, en Huesca, que volvió a torear vestido de luces. Una semana antes había comenzado a hacerlo en tentaderos. En su reaparición se le vio tan valiente y seguro como de costumbre. Seguía firmando más y más contratos. Su representante español se veía, de continuo, con el problema de la incompatibilidad de fechas. San Sebastián,
LA CONSOLIDACIÓN El lunes 6 de mayo, por la mañana, estuve leyendo un diario deportivo. De inmediato tomé querencia en las páginas taurinas. Leí cuidadosamente las crónicas de todas las corridas celebradas la víspera en plazas mexicanas. Volví la página y me encontré de manos a boca con la noticia de que Pío Granda había triunfado ruidosamente en Alicante. Unos días más tarde, recorté -y conservola siguiente nota: “Talavera de la Reina, España. Mayo 16. Con un lleno imponente se celebró la tradicional corrida de aniversario luctuoso de losé Gómez Ortega, Gallito. Toros portugueses de Palha, bravos y con poder. Pío Granda, Dulzuras, de Méjico, cayó de pie ante la afición local. En su primero, vuelta al ruedo, con insistente petición de oreja; en su segundo, lucido trasteo, para oreja y dos vueltas al ruedo. ( ... )”. Con los antecedentes de sus dos primeras actuaciones en plazas españolas, sin duda le estarían lloviendo contratos. Yo me preguntaba frecuentemente: “¿Estará pudiendo con el toro español?”. Y a falta de un testigo que respondiese a mi pregunta, los diarios me contestaban afirmativamente, muy afirmativamente. El mes de junio fue decisivo y triunfal para Pío Granda. Sumó ocho corridas: una el día 9, en Bordeaux, Francia; una en Toledo y otra en Granada, los días 12 y 13 -por las fiestas del Corpus-; el 20 y el 21, en Algeciras; el 23 Y el 24, en Alicante y Badajoz, respectivamente -por las fiestas de San Juan-; y finalmente -por las de San Pedro- el 29, en Burgos. Resultó muy ovacionado en todas sus actuaciones, y muy particularmente en la de Granada, en cuya plaza se le concedió el primer rabo que cortara en España, por su inmortal faena al toro Mudéjar, negro bragado, con quinientos cuarenta y seis kilos, del Duque de Veragua. Salió a hombros y su fama cundió por toda Andalucía. El 6 de julio reapareció en Bordeaux. Había salido al tercio tras de matar a su primer adversario. Al que cerró plaza, Arpista, un cárdeno del Conde de la Corte, lo había 61
Bilbao, Almagro, Huelva, Tarragona, el Puerto de Santa María, Málaga, Almería y Linares fueron otros tantos escenarios de sus triunfos. El mes de septiembre -en cuyo día 29 se realizó en Sevilla el más antiguo sueño de Pío Granda: consagrarse en La Maestranza-, resultó, asimismo, exitoso el día 3, en Cuenca; el 8, en Salamanca; el 15, en Albacete; el 21, en Logroño, y el 24, en Barcelona. Las ambiciones de don Miguel Abante -el representante español de Pío Granda- chocaron con pared, en un principio, cuando, recién llegado a España el mexicano, lo propuso a la empresa de Madrid para que lo incluyese en los carteles de la feria de San Isidro. Imposible. La fama de Dulzuras no lo había hecho figura ni siquiera en su país. ¿Y aspiraba a torear en la feria más importante del mundo? Absurdo. Pero apenas pasados unos meses, los empresarios de Madrid le ofrecieron a Abante un jugoso contrato a cambio de que Pío Granda torease en Las Ventas dos corridas en el mes de octubre. Pío Granda había estado en Madrid en sólo dos ocasiones, y eso porque el aeropuerto Barajas es paso obligado para los viajeros mexicanos que visitan España. El torero, apenas si conocía Madrid. Sin embargo, en los corrillos taurinos de la Corte casi no se hablaba de otro torero. La prensa taurina daba cuenta de sus numerosos triunfos. Algunos aficionados madrileños habían salido de su ciudad tan sólo para ir a verlo, y cuando regresaban a los tradicionales cafés de la capital española, referían a sus boquiabiertos contertulios las hazañas realizadas por el héroe taurino que había nacido al otro lado del mar. En seguida se suscitaban las polémicas. Algunos -que no lo conocían hacían las veces de abogado del diablo. A otros les parecía muy malla enorme seriedad que adoptaba el torero en la plaza. Y otros más lo desdeñaban a priori por el solo hecho de no ser castellano. Todavía, por desgracia, entre muchos aficionados españoles se conserva el petulante espíritu de quien se atrevió a afirmar de Rodolfo Gaona -¡nada menos que de él!-: “Nunca de una india podrá nacer un torero”. Con Pío Granda acontecía lo que siempre acontece con los toreros que valen: se le discutía.
No entiendo por qué muchos que se dicen aficionados se creen en el caso de mostrar predilección por determinado torero y ostentarla de un modo ridículo y ciego: disculpándole sus desaciertos y restándoles importancia a los triunfos de sus alternantes. Es lógico que la labor de un diestro, en particular, nos satisfaga más plenamente que la de los demás; pero esa preferencia por uno, de ninguna manera nos autoriza a desacreditar a los otros. Yo he sido partidario incondicional de Pío Granda; pero he aplaudido con todas mis ganas-; a la mayoría de sus alternantes, sin sentirme por ello incongruente, que es de lo que me han tildado algunos “conocedores”. Para la confirmación de su alternativa en Madrid, Pío Granda se había hecho confeccionar un terno champaña y oro, diseñado un poco al uso de los de fines del siglo XIX, con abundantísimos y caprichosos bordados, con tres hileras de chorrillos en cada hombrera y con los machos muy prominentes. La casaquilla se asemejaba a las que usan los picadores. (Toda la superficie de los costados estaba bordada, en lugar de llevar golpes simétricamente dispuestos.) El capotillo de paseo, elaboradísimo también, era tinto con bordados en oro. La· montera, alargada. Y en las medias de seda, de tono muy pálido, llevaba bordadas las espigas en hilo negro. Fue la tarde del domingo 6 de octubre cuando Pío Granda se presentó a confirmar la alternativa en la monumental plaza de toros de Las Ventas. Con él hicieron el paseo Fernando Castresana y Álvaro Pavón, figuras preeminentes de la torería española, que fungieron como padrino y testigo de la ceremonia, respectivamente. El encierro que se lidió agitó al viento los colores de la divisa de Pablo Romero. Cardenal, con seiscientos catorce kilos, salinero, veleto, de armoniosa lámina y herrado con el número 480, fue el toro que abrió plaza. Por tanto, el cedido a Pío Granda por Castresana. El confirmante dejó enormemente impresionados al público y a la prensa. Su valor resuelto, su gallarda finura y su circunspecta actitud ante el peligro; le granjearon elogios y palmas :sin cuento. Y a pesar de no haber cortado orejas, al término de la corrida fue levantado en hombros. Castresana -que reaparecía después de un cornalón gravísimo- también fue paseado 62
a hombros, y los gritos de sus partidarios -”¡torero, torero!” -, se confundían con los de los partidarios de Dulzuras. Unos y otros se fusionaron en la puerta de salida, y en tanto que los toreros triunfadores se abrazaban por encima del tumulto, los fanáticos del padrino se batían a golpes contra los del ahijado. Todos parecían empeñados en crear una rivalidad. Y lo consiguieron. Pero, por fortuna, solamente en los ruedos. Se fue perdiendo a lo lejos el rumor de los entusiastas. La plaza de Las Ventas quedó en silencio, a oscuras, olorosa a sangre y majada. Al siguiente domingo -13 de octubre-, se celebró en Madrid una corrida en la que actuaban Fernando Castresana, Pío Granda y Esteban de la Viña -un chavalillo cordobés que se presentaba en Las Ventas a confirmar la alternativa. Era la última corrida correspondiente a la primera temporada española de Pío Granda. El ganado procedía de las dehesas lusitanas de Palha, y exhibió la bravura y el poderío característicos de la casa. La plaza registró un lleno de bote en bote. El interés -ya de por sí mayúsculo- que Castresana y Pío habían despertado la semana anterior, se avivó más aún con la noticia de la histórica tarde que ambos espadas ofrecieron a la afición de Zaragoza el día 11 de octubre, durante la primera corrida de la Feria del Pilar. -Cuando De la Viña pasaba de muleta al sexto toro -me platicó Pío Granda algunos meses más tarde-, me imaginé muy vivamente las glorias de Juan Belmonte; en especial, su hazaña del 21 de junio de 1917. En aquella ocasión se celebraba la corrida del Montepío de Toreros. Los alternantes de Juan -Joselito el Gallo y Rodolfo Gaona-, habían acaparado el interés de la concurrencia, dejando al pobre Belmonte en un plano muy inferior. El trianero, desgarbadillo y taciturno, ¿cómo podía rivalizar con aquellos colosos, el de Gelves y el de León de los Aldamas? No me extraña que, en las postrimerías de la corrida, insistiera el público: “¡Los dos solos, los dos solos!”, excluyendo inmisericordemente al infeliz fracasado. Pero de pronto cambiaron los vientos: el debilucho se yergue, se sitúa frente al toro que cierra plaza -que era de Concha y Sierra- y hace volver a sus asientos a los espectadores que ya se iban; se crece, se sublima y, con sus conmovedores arrestos, opaca el brillo -que se
creía indeclinable- de sus soberbios rivales. Pues algo semejante aconteció en la corrida del 13 de octubre. En el toro de su confirmación de alternativa, Esteban se vio descompuesto, inseguro, desangelado. El toro lo desarmó varias veces y el chamaco pasó tantas fatigas para matarlo, que le sonaron dos avisos. Imagínate lo que es eso: dos avisos en el toro de tu confirmación madrileña. ¡Pobre! No sabes la compasión que me daba. Cuando regresó al callejón -despiadadamente hostilizado por el público- estaba hecho un mar de lágrimas. Para colmo de sus males, Castresana y yo tuvimos una tarde de gloria: él cortó la oreja del segundo toro, y yo di vuelta en el tercero y corté la oreja del quinto. Por fin salió el último de la tarde: una mole de seiscientos setenta y dos kilos. Esteban se fue a los medios y ahí aguantó a pies juntos cinco o seis embestidas espeluznantes. El chaval mandó al toro donde él quiso. ¡Qué tan bien habrá toreado, que con sólo esas verónicas consiguió que el público se olvidara de nosotros! Y bien lo comprendo. Yo nunca he visto cosa igual. En seguida banderilleó, ligó un faenón y cobró un estoconazo de efectos fulminantes. Todo le salió como si previamente lo hubiese ensayado con el toro. Aquélla fue, a un tiempo, la tarde de su mayor fracaso y la de su apoteosis. Cortó las orejas y salió a hombros por la puerta grande, en tanto que Castresana y yo, seguidos por nuestras cuadrillas, atravesamos el ruedo por nuestro propio pie, sin que nadie nos hiciera caso. II Aquellos comentarios de Pío Granda vinieron a cuento a raíz de haberle preguntado yo que si conocía a ese tal Esteban de la Viña, cuyo debut estaba programado en El Progreso para el 7 de febrero de 1975. Era el mediodía de aquella fecha. Yo me encontraba con Pío Granda, en una habitación de su casa, exactamente en la recámara donde había de vestirse una vez más de luces -porque él también torearía aquella misma tarde Hacía tiempo que Pío había abandonado la costumbre de hospedarse en hoteles. No lo hacía más que en casos aislados, cuando toreaba en alguna ciudad donde no contaba con ningún amigo de confianza. Y en tales casos soportaba con paciencia de santo el enjambre de pelmazos que se congregaba en tomo a él. 63
Completaba la tercia Santiago Palma. El ganado contaba con la edad y el peso reglamentarios, y provenía de la ilustre vacada de San Mateo. Después de casi un año de ausencia, volvía Pío Granda al coso que le brindó el calor de sus primeras palmas. La expectación con que se le esperaba se echó de ver, elocuentemente, en que se agotó en pocas horas el boletaje. -¡Mira, hijo! Era el padre de Pío Granda entrando en la habitación. Llevaba en sus manos el suplemento dominical de un diario deportivo. Lo abrió por la mitad, y mostró -con todo el orgullo de que es capaz el padre de un gran torero- una fotografía a colores, preciosa, impresa a dos páginas. Era una estampa que mostraba a Pío banderilleando a la perfección. El grupo formado por toro y torero ocupaba un espacio insignificante en medio de tanto papel. La fotografía fue captada el 29 de septiembre de 1974, en la Maestranza sevillana. El ruedo -mitad sol, mitad sombraaparecía casi en su totalidad. Y como cosa perdida en los medios, Pío Granda, de tinto y pasamanería negra, cuadraba armoniosamente en la cara misma del burel. La lente del fotógrafo captó la totalidad del tendido de sol, que entonces se vio abarrotado hasta los arcos. Y por encima de los tejados se asomaba -como lo hacía para ver a Jose1íto y a Belmonte- la torre eterna de la Giralda. Y sin faltar a la verdad -ni exagerarla-, léase al pie de la gráfica: “Pío Granda, Dulzuras, en todo lo alto”. -¡Hombre! -exclamó Pío-o Esta foto no la conocía. Está preciosa, ¿eh? Yo la miré -la admiré- un buen rato, y luego se me ocurrió decirle: -Es muy original la combinación de ese terno. -Sí, se usa poco. A mí me agrada particularmente la pasamanería negra. Aquella tarde estrené el vestido tinto. Siempre soñé con debutar en Sevilla llevando un traje como ese. Me sedujo desde que vi una estampa de Juan Belmonte, citando al toro, realizada por Ignacio Zuloaga. -A propósito -comentó el padre de Pío-, recuerdo que Pilar nos platicó un día a tu madre y a mí que con ese vestido te presentarías en la Maestranza. -Sí -contestó el torero desplomándose en el lecho y poniéndose súbitamente pálidoSu padre, que no reparó en ello, se llevó el
periódico y abandonó la habitación diciendo: -Voy a enseñárselo a tu madre. Sin causa aparente, Pío Granda comenzó a llorar. -¿Qué pasa contigo? -procuré consolarlo-. El torero no podía hablar. Apenas me dio a entender con señas su deseo de que quedara asegurada la aldaba de la puerta. No quería que sus familiares lo encontraran en ese estado. -Es que... -comenzó a decirme, todavía sollozando-, Pilar ha roto conmigo. Y me siento inmensamente triste. Quedé estupefacto. No supe qué decir. Ensayé mentalmente alguna palabra de consuelo, pero ninguna se me ocurrió. Por eso preferí solidarizarme con él en absoluto silencio III Al caer la tarde, salió al ruedo de El Progreso el quinto toro. Era para Dulzuras, que había estado discreto en su primero, un marrajo imposible. Llevando el gesto más hierático y reconcentrado que de costumbre -que ya era decir-, se abrió de capa y cargó la suerte en una serie de verónicas que remató con una media de lentitud majestuosa. Yo no sé qué había en esa forma de torear, que calaba muy hondo en el sentir de la multitud. La tarde estaba nublada, fría, serena. Pío Granda mantuvo inmaculado, sin gota alguna de sudor ni de sangre, su terno blanco y plata. Su labor torera, su proyección artística iban a más. Estuvo soberbio con las banderillas, colosal con la muleta y superior con el estoque. Al término de su faena, yo creo que no había mano en la plaza que no agitase un pañuelo blanco. Cuando rodó el toro comenzó para la muchedumbre el placer de aplaudir a su ídolo ileso y a salvo. Pero para el torero terminó el gozo de burlar las tarascadas de la fiera. Cuando vimos pasar por nuestra barrera a Pío, con su sonrisa triste y las orejas y el rabo del toro en sus manos, todos creíamos enloquecer de alegría. Todos, menos él. . Algunos espectadores se preguntaban, confusos: ¿Qué tendrá el Dulzuras, que se ve tan triste? y nadie en el tendido se lo explicaba. Sólo yo, en sol. y Pilar Bartomeu ... en sombra. 64
Entre mis viejos papeles conservo un recorte que dice: “México, D.F., 21 de febrero. La plaza de toros más grande del mundo registró hoy uno de los llenos más impresionantes de su historia. Se lidiaron seis toros de Peñuelas, que dieron buen juego, a excepción del sexto, un manso de solemnidad que no cumplió en caballos y presentó dificultades en el tercio final. Pío Granda, Dulzuras, que debutaba en el coso de Insurgentes en calidad de matador de toros, confirmó no sólo su alternativa, sino también el justo prestigio que adquiriera en España. Miguel Molina le cedió los trastos, habiendo fungido como testigo el colombiano Santiago Palma. El toro de la ceremonia -Montaraz, negro zaíno, veleto, marcado con el número 12 y con cuatrocientos· sesenta kilos demostró una bravura y una nobleza excepcionales, dando al tapatío ocasión de justificar la inmensa nombradía de que venía precedido. Pío Granda, que vestía un terno champaña bordado en pasamanería negra, se abre de capa para instrumentar en los medios cuatro mandiles y una revolera que se le corean fuertemente. En seguida lleva a Montaraz al caballo, encelándolo por tapatías. El de Peñuelas derriba hasta en dos ocasiones las cabalgaduras, y pasa al segundo tercio con cuatro puyazos. El espada en turno solicita banderillas y señala dos pares al cuarteo y uno al sesgo, de ejecución prodigiosa montera en mano, se ve obligado a saludar. Más aún: hay fuerte insistencia, por parte del público, para que Pío coloque un cuarto par, petición a la que el torero no accede. Brinda la muerte del toro a todo el público, e inicia su trasteo muleteril con un péndulo en los medios. Liga dos tandas de naturales y las remata primorosamente con sendos pases de pecho. Luego cita de frente y torea en redondo con la derecha, añade a la tanda una arrucina escalofriante y se adorna con un afarolado de magnífica factura. Se dobla con el toro para prepararlo a bien morir. Y, sordo a las ruidosas protestas del público, entra a matar en corto y por derecho, señalando un estoconazo fulminante en el hoyo de las agujas. Las protestas se encaminan, a poco, a otra persona: al juez de plaza, que inexplicablemente no accede a que se corte el rabo de Montaraz.” Noticias de similares tenores fueron apareciendo
en los diarios con suma regularidad. Ya no me sorprendían. Tanto como su valentía estatuaria, lo que atraía y subyugaba de ver torear a Pío Granda era la pavorosa presencia de sus adversarios. Y contra este insustituible atractivo, no pudieron las figuras. Es curioso, pero inclusive el espíritu con que se iba a ver actuar a dichos toreros, era muy distinto del que adoptaba el aficionado que iba a ver a Pío Granda. Como si éste fuera el único matador de alternativa. y los otros, apenas aprendices. Al ir a verlos a ellos, se iba tan sólo a dejar pasar de algún modo la tarde del domingo. Pero al ir a ver a Pío Granda se iba a una auténtica tarde de toros. SÍ, señor: ¡de toros! Entonces sí que estaba Pío en condiciones de imponer su voluntad a las empresas. Era el torero mejor pagado y el que mandaba dondequiera que actuaba. Sólo el veterano Castresana resultó ser un dignísimo y constante rival. j y qué tardes se les vieron a ambos! No fueron muchas; pero sí las más gloriosas del toreo contemporáneo.
PIO GRANDA, EL HOMBRE
1 Debido a la discreción del diestro y a mi poca afición a enterarme de vidas ajenas, no supe exactamente la causa de su rompimiento con Pilar; pero supongo que no debió ser cosa demasiado grave, pues una tarde en que se me ocurrió entrar en el templo de Nuestra Señora del Carmen, lo primero que vi fue a Pilar, más hermosa que nunca, acariciando tiernamente la mano del torero. Habían llevado a Lorencilla a ofrecer flores. Era el mes de mayo de 1975. Me fui a sentar cautelosamente en la última banca del templo, y recordé -con la alegría de quien contempla un sufrimiento que ya se ha ido la tarde del anterior 7 de febrero, en que Pío Granda estaba tan triste y la afición tapatía tan contenta. Recordé también cómo siendo yo un niño, mi madre me llevaba a ese mismo templo a ofrecer flores. Vi la imagen de la Virgen del Carmen. De mis ojos brotaron unas lágrimas y de mis labios una plegaria: - Vengo a verte otra vez, María, como en los días en que mi madre me vestía de blanco 65
y me traía a ofrecerte las blancas flores de mayo. Mira que he perdido ya el candor de la infancia. Ya no desfilo por la alfombra roja de tu santuario ni alterno con los demás niños. Ya no traigo entre mis manos nardos ni azucenas, pero te traigo en cambio otra flor. Bien sé que está ajada y marchita, pero es todo lo que tengo. ¡Acéptala! Es mi corazón, ya dramático clavel ensangrentado. Unos minutos más tarde, vi a Pío aproximarse a la salida. Iba en medio de Pilar y Lorencilla. Cuando se percató de mi presencia manifestó mucho gusto, lo mismo que las niñas. Abandonamos el templo silenciosamente y, ya en la calle, nos abrazamos y platicamos casi a gritos. A pesar de lo mucho que yo sonreía, Pilar -mujer al fin-, con una rara intuición, advirtió en mi rostro la huella de una profundísima depresión. -¿Qué te pasa? -me preguntó mansamente-. -Na... , nada. ¡Nada! -Perdóname si soy demasiado curiosa, pero estoy segura de que algo traes. Si así prefieres, no me lo participes, pero recuerda que soy tu amiga, que te aprecio mucho y que me duele verte así. Si gustas, ven con nosotros. Tal vez necesites salir un poco de tu soledad. -SÍ, hombre -añadió Pío- Ven con nosotros. Me llevaron a casa de Pilar. Platiqué con ellos largo y tendido. No me daba la impresión de estar hablando con un fenómeno de la torería y con su novia, sino con dos amigos generosos y entrañables. El señor Leopoldo y su esposa nos alegraron la sobremesa refiriéndonos sus impresiones de la noche aquella en que, por accidente, nos conocieron a Pío Granda y a mí. Unas horas después, el torero se ofreció a llevarme a casa. Durante el trayecto estuve escuchando los consejos que me ofrecía -sin petulancias ni paternalismos- el maestro de los ruedos, el maestro de la vida. Aunque aquella hubiese sido la única lección que yo recibiera de Pío Granda, nunca tendría en la boca la expresión exacta de gratitud al Señor y a él. ¡Qué amigo entre los amigos! En el silencio de mi habitación, a punto de conciliar el sueño, creí escuchar la voz del torero y la de Pilar confundidas con las infantiles que cantaban en la iglesia las viejas loas marianas:
¡Oh, María, Madre mía! ¡Oh, consuelo del mortal! Amparadme y guiadme a la Patria Celestial. Aunque la crítica y el público celebraron apasionadamente la intervención que tuviera el espontáneo Diego Guzmán en El Progreso, nada le valió al pobre muchacho para que la empresa lo incluyese en su temporada novilleril del año siguiente. Los “taurinos” que tienen la sartén por el mango desprecian a los humildes torerillos, tildándolos de indocumentados, vagos, pobres diablos. En el extremo de su desesperación, Diego seleccionó unas quince instantáneas que le habían sido tomadas por esos pueblos de Dios, y unos programas de papel corriente -muy maltratados- en los que figuraba su nombre. Se instaló afuera del coso del Hospicio, junto a una de las puertas de acceso a sol, y se declaró en huelga de hambre. A ver si así conseguía revalidar en El Progreso, vestido de luces y por las buenas, la excelente impresión que causara unos días antes, vestido de calle y en plan de intruso. Llevaría Diego unos cuatro o cinco días de ayuno cuando comenzó a correr el rumor de que por fin se le daría una oportunidad. Algún particular debió apiadarse de él, porque, lo que era la empresa, ni por equivocación. -¡Bahl Casi todas las temporadas se pone alguno ... hasta que el hambre trastorna sus deseos de ser torero. El público lo miraba con curiosidad o con lástima. Algunas almas piadosas conversaban con él, le infundían ánimos, le aconsejaban que desistiese de su afán o lo ayudaban económicamente. Otras almas, mucho menos piadosas, se paraban frente a él y comían en presencia suya, paladeando, exagerando el deleite que les causaba llevarse a la boca un antojito o un trago de refresco. El 7 de diciembre de 1974, Pío Granda triunfó ruidosamente en Aguascalientes. Y como no tuviera otro contrato sino hasta el día 15 del mismo mes, en Guadalajara, decidió venir a esta ciudad, reunirse con los suyos, y de paso presenciar la novillada que se celebraría en El Progreso el día 8. Aparte de ser un torero de excepción, Pío Granda era también un excelente aficionado. No 66
se contentaba con llegar a la plaza a presenciar el festejo, sino que iba desde temprano a ver el ganado en los corrales y a enterarse de los resultados del sorteo. Cuando acudió a ver la novillada que iba a Iidiarse, se cercioró de la presencia del huelguista, iluso famélico y trasnochado. -Pío Granda -me lo contó más tarde el propio Diego Guzmán- me vio a lo lejos, pero no me hizo caso, no se le ocurrió acercarse a verme. Yo me sentí muy triste; pero después de todo, ¿qué podía importarle a una figura del toreo un mísero muerto de hambre? Entró a la plaza a ver los novillos, y después del sorteo salió, rodeado de admiradoras y admiradores. Subió a su auto con una gachí que no veas: de bandera, y desapareció. Ya de noche, terminada la novillada, me quedé completamente solo y me puse a llorar de rabia e impotencia. Me arropé en mis viejos avíos y me quedé profundamente dormido, por ver si en sueños podía vivir la gloria que la realidad se me negaba. Serían las once de la noche cuando sentí, de pronto, que alguien quería despertarme: -Diego... ¡Gachó! Era Pío, completamente solo. -¡Maestro! -me quedé sorprendido-o ¿Qué hace usted aquí? -Eso mismo te pregunto. El próximo domingo sales de sobresaliente. Levántate, toma tus cosas y vámonos a jamar, que buena falta te hace. Me llevó primero a un restaurante chipén. Más tarde me dejó en mi casa, me regaló un buen parné y un vestido de torear. No encontré la forma de agradecerle lo que hizo por mí. -Me lo vas a agradecer arrimándote fuerte al toro. Come, entrena y por favor no me vayas a fallar, que me costó mucho trabajo convencer a la empresa y a la Unión que salieras de “sobre”. Para el domingo 15 de diciembre se había programado un mano a mano entre Pío Granda y Fernando Castresana, con toros de Santa Rosa de Lima. Diego Guzmán podría, al menos, salir a hacer quites en los toros de su protector. Pero la filantropía de Pío Granda llegó a más: de su propia bolsa compró un novillo para que Guzmán lo estoquease el 22 de diciembre. Sería el séptimo y se lidiaría al término de una novillada ordinaria. A fin de cuentas, nadie supo Quién movió
sus influencias para que el huelguista saliera de sobresaliente. Bien pudo este gesto servirle a Pío de publicidad sensiblera y sentimentalista; pero él procuró ser generoso en secreto con aquel novillerito oscuro, así como lo fue con tantos otros. Me consta -desde que fuimos a Villa Corona- la admiración que Pío Granda sintió siempre por Diego Guzmán. Por eso se empeñó tanto en ayudarlo. ¡Y bien que respondió el protegido! Pío le permitió intervenir en sus tres toros, y Castresana en uno. ¡Cuatro quites prodigiosos!: faroles de pie, orticinas, navarras y fregolinas. Pío Granda y Castresana tuvieron una tarde gloriosa, por lo que salieron de El Progreso a hombros, en compañía del sobresaliente. Una misma y cohesionada multitud coreaba a los tres. Un reportero les tomó una fotografía. Y Pío, humorístico, le comentó a su protegido: “Creo que de algo te servirá esa foto cuando vuelvas a ponerte en huelga de hambre”. Pío Granda reía y Diego Guzmán lloraba; pero ambos de felicidad incontenible. Al año siguiente, en Huamantla, Tlaxcala, Pío le concedía la alternativa a Diego. III Los andaluces, tan afectos a indagar anécdotas de la vida privada de los toreros -supersticiones, aventuras, amoríos- no tenían mucho de que hablar acerca de Pío Granda, pues éste eludía por sistema las juergas y los excesos, y no le agradaba presentarse en público fuera de los cosos. Además era muy parco y conciso en todas sus declaraciones. Cuando llegaba a ciudades que no conocía, visitaba catedrales, museos, bibliotecas, plazas públicas, teatros, mercados y callejuelas, invariablemente vestido de incógnito. Caminaba, disfrutaba, tomaba apuntes. Era infatigable. A veces se sentaba en el suelo y se ponía a dibujar algún edificio que le agradaba. Y nadie lo sabía. El desenfadado transeúnte vestido de paisano de un día, era el siguiente un ídolo bizarro de oros y sedas. Era el año de 1977 y se aproximaba la feria de abril sevillana. Contra todo lo que acostumbran las figuras de hoy, Pío Granda solicitó muy especialmente que, entre otras 67
fechas, se le incluyese en la última corrida de la feria: en la de Miura. Sorprendido, le preguntó uno de los empresarios: -Pero, ¿es que estás dispuesto a que te maten esos galafates? -No -le respondió con serena naturalidad-o Estoy dispuesto a matarlos yo. j y qué bien lo hizo! Dos mimas, dos estocadas. y la oreja de uno de ellos.
profesión, continuar mis estudios, formalizar mi compromiso con Pilar y llevar una existencia privada y discreta. -¿No extrañarás las reseñas de la prensa taurina? -Eso sí que no. Al principio de mi carrera, buscaba afanosamente los diarios y leía las crónicas con avidez. Incluso, las coleccionaba. Pero a fuerza de tanto hacerlo acabé por hartarme, lo mismo que cuando escucho comentarios de café. Siempre las mismas frases hechas: Que aquel encierro “tenía de todo, como en botica”. Que el quinto toro salió tan noble como “una perita en dulce” o como “una hermana de la Caridad”. ¡Claro!, con eso de que “no hay quinto malo”. Que Castresana “no pudo redondear el triunfo grande porque no hubo tela de dónde cortar”. Que yo “escuché un aviso” en Antequera porque “el toro se me volvió de hueso”. Que “a ver de cuál cuero salen más correas”. Que mis dos toros “se fueron al destazadero sin apéndices”. Que a Guzmán “le tocó bailar con la más fea”. Que el berrendo de Santo Domingo “tenía unas astas como de aquí a Lima”. Bien se ve que la fiesta de toros no es para describirse, sino para vivirse. y que, en definitiva, torear es tan difícil como escribir de toros. -y Pilar, ¿qué opina de tu retirada? !.-Está contentísima. La pobrecita la pasa muy mal siempre que toreo. -Me imagino. -Creo que ya es hora de que me retire. Un día quise ser torero. Ahora lo soy y -no me parece inmodestia decirlo- de los mejores. Pero ya me fastidió esta inestabilidad de gitano errante. Quiero llevar una vida privada y apacible, arraigarme en un solo lugar. Movido por mi afición, llegué a ser torero. Y el haber alcanzado mi propósito trajo consigo, con la ayuda de Dios, una agradable consecuencia secundaria: seguridad económica para poderme casar y continuar mis estudios. Eso es precisamente lo que pienso hacer a un mediano plazo. Me iré de los toros sin que la causa de mi despedida sea la disminución de contratos -¡qué val-, ni de cotización, ni de facultades físicas, ni de interés por parte de los públicos. Me voy porque ahora comprendo que la profesión de torero no fue un fin en mi vida, sino un medio. Antes que ser torero soy un ser humano, y como tal siento la necesidad
IV A fines de aquel mismo año, a pesar de que Pío Granda se encontraba en el pináculo de su carrera, pensaba muy seriamente en retirarse, aunque mucho se guardaba de decirlo. A mí me lo comentó en los primeros días de noviembre, durante un viaje ferroviario que hicimos de México a Mérida: -Pues esto que voy a decirte sólo lo saben Pilar y mi apoderado. Ni siquiera mis padres: a fines del próximo mayo, me corto la coleta. -Pero... , ¿en serio? -Absolutamente. Toreo el 15 la corrida de San Isidro en Madrid, y el 22, la última de mi vida, en El Progreso. Ya lo tengo decidido. No pienso hacer campaña de despedidas; eso equivaldría a una agonía demasiado prolongada y dolorosa. En cuanto regrese de España –y eso será el 20 de mayo anunciaré por televisión mi despedida. Así que la afición del Distrito Federal no sabe que mi última salida a la Plaza México será la del próximo 9 de enero. En abril toreo en Aguascalientes las dos primeras corridas de la feria de San Marcos, y en seguida me marcho a Sevilla. Allá torearé tres corridas, y entre ellas, otra vez la de Miura. También será de Miura uno de los dos encierros que mataré el mes de mayo, en Madrid. Regreso, como digo, el día 20, y el 22 me encierro en Guadalajara, con toros de San Antonio de Triana. -Vas a echar de menos el ambiente del toro. - y o creo que sí, un poco. Pero seguiré toreando en festivales benéficos de vez en cuando. Y con más frecuencia, a puerta cerrada y en tentaderos. No quiero dejar de torear. Es lo que más me agrada en el mundo. Te confesaré algo: aunque tengo fama de buen banderillero y estoqueador, no me agrada el derramamiento de sangre, aunque tampoco me horroriza. Es un mal necesario. Prefiero vivir retirado de la 68
de cultivarme intelectualmente, de enraizarme en un pedacito de mundo que pueda llamar legítimamente mío, de unirme a una mujer que me complemente y con la cual procrear una familia. Le doy gracias a Dios por haberme permitido ser torero -y torero de cartel-, privilegios que tantos han anhelado y tan pocos hemos alcanzado. Si otra vez naciera, otra vez· optaría por ser torero. Pero creo que esa vida ya cumplió su objetivo en mi existencia. En cierto modo me siento triste. No porque dejaré de ser aclamado por las multitudes, sino porque torearé necesariamente menos. Dicho esto, volvió su visita a la ventanilla del vagón, y fijó en el paisaje una mirada nostálgica: el viaje había llegado a su fin.
en El Diente la tradicional fiesta alpina de San Estanislao de Kotska. Pío Granda estuvo presente. Aquella noche fue particularmente significativa para mí, pues asistí a ella no como espectador, sino como participante. A las nueve de la noche comenzó el espectáculo de luz y sonido. Sólo que ... ¡Qué diferente lo vi desde lo alto de El Diente! Lo único que yo esperaba era recibir la señal convenida. Mi cuerpo -perfectamente perpendicular a la roca- la aguardaba tembloroso y emocionado. Mis manos, enguantadas, se apretaban contra la cuerda. Todo estaba prevenido: la rappelera, el mosquetón, las anillas. “Porque no es mejor montañista quien menos fatiga siente, ni quien burla los riscos con mayor destreza, sino quien tiende la mano al compañero débil e incipiente”. ¡La señal! Pío Granda acercó un cigarrillo encendido a la mecha de mi sombrero, y en cuanto se prendió el aro pirotécnico comencé a deslizarme roca abajo, a través de la interminable cuerda. De no ser por las luces que saltaban caprichosamente en el pico de mi sombrero, habría tenido que descender en completa oscuridad, en medio de aquella soledad nocturna. Descendí lentamente y toqué el suelo sin novedad. El aro acababa de apagarse al tiempo que se encendieron los aplausos de los espectadores. Abrí el mosquetón y me alejé de la cuerda. Subí presurosamente una vez más a la roca y me dispuse a practicar el paso tirolés, última suerte de mi actuación, que consistió en pasar de un risco a otro a través de una cuerda. Afortunadamente todo salió bien. El público quedó satisfecho con el espectáculo, olvidándose por completo de los héroes anónimos que “tras bambalinas” habían contribuido al lucimiento de nuestra actuación. Uno de ellos era Pío Granda, quien, juntamente con otros, bajó de El Diente a tientas, sin que nadie lo viera ni mucho menos lo aplaudiera. Llegó la hora de cenar, de encender las fogatas, de amenizar la velada con guitarras y voces. Un numeroso grupo de amigos y curiosos se congregó en tomo al torero para oÍrlo cantar. ¡Quién lo diría! ¿Y era ese el que iba a torear al día siguiente en Irapuato? A las siete de la mañana ya estaba despierto. Almorzó, dio un paseo por el campo
V Un fotógrafo yucateco asomó la lente por debajo del estribo y disparó oportunamente su cámara. La foto se hizo famosa. Desde aquel ángulo insólito se apreciaba cómo el cuerno de Comediante, un jabonero de San José de Buenavista, comenzaba a penetrar por debajo del chaleco de Dulzuras, en tanto que éste, saltando y levantando los brazos, se disponía a colocar un par de banderillas. Cuando los monosabios condujeron a Pío Granda a la enfermería, llevaba el semblante mustio y blanquecino; la camisa, como mordida por perros rabiosos, y el pecho lacerado teñía de rojo el raso celeste y los bordados de plata. Pío Granda perdió tres fechas a consecuencia de aquel percance: una ahí mismo, en Mérida. Otra en Caracas y otra más en Maracaibo. No reapareció sino hasta el día 20, en Irapuato. La herida, más extensa que profunda, acabó por cicatrizar satisfactoriamente, como una estrecha veredita en el espeso follaje pectoral del diestro. Tres días después de aquel percance, tuve que despedirme de mi amigo y regresar a Guadalajara. -Allá nos veremos el día 18, si Dios me lo permite. Y por vida tuya dile a Pilar que no se angustie. Que no ha sido nada. - ... si Dios quiere... y Dios quiso. La noche del 19 al 20 de noviembre se verificó 69
e hizo un poco de oración. Por fin llegó la hora de oír misa. Esta fue oficiada por dos jóvenes jesuitas, en lo alto de El Diente. Abajo concelebró un tercer sacerdote, el que distribuyó la Sagrada Comunión a quienes se acercaron a recibirla. Terminado el Santo Sacrificio, Pío Granda se apresuró a abordar su camioneta. Una avioneta lo estaba esperando en la Base Aérea Militar de Zapopan. Aquella misma noche, la televisión me dio cuenta de su clamoroso triunfo en Irapuato. Que se le había visto más valeroso que nunca, especialmente con las banderillas.
astados a los que se enfrentaban. “Toreanderos”, galanes, carniceros de lujo; pero ... ¿toreros? A Pío Granda siempre se le tuvo por torero genial, auténtico y genuino. Sencillamente porque lo era. -Quien toma demasiadas precauciones frente al toro -comentaba a menudo- se expone mucho más a la cornada que aquel que va decidido a morir. y así lo demostraba en la práctica. No era Pío Granda lo que se dice un lidiador. Sus conocimientos no se asemejaban ni con mucho a los de un Domingo Ortega o a los de un Armillita Chico. Su intuición no pasaba de ser la normal -o si se quiere, algo mayor- que se espera de un torero de alternativa. Pero esa cierta insuficiencia en el conocimiento de las reses era un rasgo suyo que suministraba un singular atractivo a su forma de interpretar el toreo: la sensación del riesgo. Raras veces sonreía en la plaza. Y jamás se encaraba con el público mientras toreaba. Sin embargo, tenía “duende”. La gente lo quería, se le entregaba con facilidad; pero él nunca tomaba en cuenta las peticiones del público. 0, mejor dicho, nunca se dejaba guiar por ellas, sino por sus propios discernimientos: si consideraba que ya había llegado el momento de entrar a matar, se perfilaba desoyendo la rechifla de los que le pedían que siguiera toreando. Si no le apetecía banderillear, sencillamente no banderilleaba. No era como tantos otros, que aparentan no querer banderillear y esperar a que sus subalternos tomen los zarcillos y a que el público proteste, para luego acabar por complacerlo, mientras adoptan una actitud petulante, de perdonavidas. No. Si Pío Granda quería banderillear, tomaba los pares sin más trámite. Y si no estaba de vena, no había fuerza humana que modificara su parecer. Sabía tomar y sostener sus propias determinaciones. Jamás sintió envidia de las palmas que oían sus subalternos. Durante una de sus temporadas españolas llevaba por peón de confianza a Bartolomé Gil, un sevillano -trianero- que era un rehiletero prodigioso. Sus intervenciones no eran de mero trámite ni estaban hechas al buen tuntún: citaba, avanzaba lentamente, cuadraba en la cara y se retiraba andando con mucha gallardía, gracia, majeza y pinturería.
VI Dos días después, Sara -mi abuela materna- expiraba Llegué a la casa donde vivía -donde moría-o Me asomé a su recámara y vi la pieza vacía, el lecho tendido, y los medicamentos -sobre una cómoda en perfecto orden. Había una nota para mí, en la que se me indicaba el domicilio donde la estaban velando. En cuanto llegué a la capilla ardiente, arrodilladlo junto al féretro, vi a Pío Granda guiando una letanía. Y junto a él, a Pilar. Al terminar el rezo me abrazaron, en señal de condolencia. Habían pasado casualmente -providencialmente, diría yo- por la agencia funeraria. Al pasar, leyeron en la pizarra el nombre de mi difunta abuela. Pilar no la conocía, pero Pío sí y sabía de quién se trataba. A iniciativa de él entraron en la agencia, hicieron oración y me acompañaron hasta muy noche, privándose -a causa de ello- de asistir a una alegre reunión de amigos a la que estaban invitados y a la cual se dirigían. Así era Pío Granda, el hombre.
DULZURAS, EL TORERO
1 Donde tenía puestas las zapatillas al momento de citar, ahí mismo quedaban mientras el toro lo rozaba con sus astas. Cuatro o cinco diestros mexicanos de la época de Pío Granda, cobraron cierta celebridad, quien por su sapiencia, quien por su temple, su finura o su simpatía personal. Pero yo dudo en lIamarIos toreros, ya que -salvo raras excepcionesresultaban pequeños y casi domésticos los 70
Pío Granda lo admiraba muchísimo, tanto por su carácter humilde y servicial como por sus cualidades profesionales. En cierta ocasión, toreando en la vieja Ronda una corrida goyesca, Pío Granda invitó a su propio subalterno a alternar con él en banderillas. j Y qué tercio cubrieron Gil y su maestro! II La recia personalidad que Pío Granda proyectaba en los ruedos, se veía realzada por ciertas manifestaciones externas un poco fuera de lo común. Por ejemplo, sus capotes eran todos malva oscuro por el lado de la esclavina y azul celeste por la cara interna. Tales capotes eran inconfundiblemente suyos. Por tanto, no mandaba rotular en ellos su nombre. Sus muletas, pequeñas y pesadas, ofrecían un tono más semejante al tinto que a! rojo, lo mismo que las cintas que envolvían los gavilanes de sus estoques. Sus ternos de luces constituían un amplio y variado guardarropa: los había bordados en oro, en plata y en pasamanería blanca o negra. Incluso tenía uno de punto marfil-muy apreciado por él-, bordado en una extraña pasamanería café oscuro. Le gustaba la exuberancia en los bordados de sus trajes, lo mismo que en sus capotes de lujo. Al volver de su segunda campaña española se dejó crecer unas patillas que le brotaron generosamente, dándole la apariencia de un torero antiguo y legendario, que enfatizaban más aún sus monteras extendidas y sus abultadas coletas.
toros sosos y bobalicones, y la gente se me ha entregado. Y es que son muy contados los que de verdad entienden de toros. En su mayoría, el público es indocto y vocinglero, grita y pide música. Con todo ello, me perturbo. Por eso me siento tan feliz cuando toreo a solas, en tentadero o a campo abierto. Pío Granda jamás solicitaba música. Antes bien, muchas veces pedía silencio. Tampoco fanfarroneaba con los públicos. No tenía, en suma, ojos más que para el toro, y en ningún momento le perdía la cara. Hasta que lo arrastraba el tiro de las mulillas. Muy rara vez brindaba la muerte de sus toros a alguien en particular. y cuando la brindaba, no lo hacía por interés de ninguna especie. Ni siquiera por simple cortesía. Sólo por afecto o amistad. Un ejemplo muy representativo de esa conducta suya se dio una vez en Quito, en cierta corrida de feria en que actuaban seis toreros y en la que, por tanto, sólo le correspondía en suerte un toro a cada quien. Pues bien, Pío Granda brindó la muerte del suyo a una adolescente inválida, que en compañía de sus padres había ido a visitarlo al hotel unas horas antes de la corrida. Pío la reconoció en la plaza y le brindó su actuación, no obstante que se encontraba en el coso el propio presidente de Ecuador. -Se te quedan viendo con esos expresivos ojos de bestia, y mientras se desangran y agonizan parecen preguntarte: “¿Por qué me has hecho esto?” y yo siento, junto a tablas, el dolor de tener que matar para vivir. Y luego son para mí las orejas y el rabo del toro, y para él, para la bestia, los puñales del matarife y el mostrador del carnicero. Patético, pero inevitable suceso. Yo soy matador de toros y mi cometido es matar. Procuro ser eficaz y certero para evitar cuanto sea posible el quebranto de esos animales tan nobles, que nacen condenados inexorablemente al sacrificio. No me explico por qué hay tantos toreros -sobre todo, mexicanosque desdeñan la espada de descabellar. Eluden el descabello como si no fuera éste una suerte del toreo o como si su práctica no fuese admisible ni meritoria. Prefieren entrar a matar nuevamente, sin tener la menor misericordia para con el animal que va a morir. ¡Qué caray! Si mi estocada no bastó para despenarlo, pues a tomar de prisa la espada
III Algo que le parecía un tanto tedioso, era el paupérrimo repertorio de pasodobles que se veía obligado a escuchar tarde a tarde, en una plaza sí y en otra también. Acabó por exasperarle la música. De por sí nunca le agradó que tocara la banda mientras él toreaba. -Uno sabe cuándo está haciendo bien las cosas -decía- y también cuándo no. Así que ni la música ni los olés son parámetros confiables que me indiquen el mérito de mi labor. Muchas veces he toreado de pitón a pitón animales peligrosísimos, y la gente me ha insultado sin parar mientes en el mérito que tiene torear por la cara. También me he puesto a juguetear con 71
del descabello y jZas!, a otra cosa. ¿Para qué prolongar innecesariamente el dolor de la bestia? ¿Por la vanidad de no descabellar? No merece la pena. Yo no recuerdo haber visto a Pío Granda -nunca- tras la ejecución de un estoconazo eficaz, levantar su mano en señal de victoria. Sólo fijaba su mirada en el toro moribundo y no lo perdía de vista sino hasta el momento en que el puntillero le daba el cachete decisivo. Sí. Pío Granda era un torero muy humano... y también un hombre muy torero.
amena, lejos de las tensiones, las prisas y la contaminación de la gran ciudad. Respiraría el aire puro del campo y se prepararía física y emocionalmente a reincorporarse a la vida urbana y a sus responsabilidades universitarias. Mientras tanto, escribiría cartas y versos -quizá sus memorias-, y practicaría con más dedicación la guitarra. Algunas veces venía a Guadalajara, pero eran más las ocasiones en que su familia y Pilar iban a verlo. Su madre cuidaba de él casi todo el tiempo, cosa que a Pío no le acababa de simpatizar. Y no porque no la pasara bien -¿qué cuidados superan a los de una madre?-, sino porque no creía justo que su padre se viera privado de la presencia de su compañera. -Quien debiera estar aquí es Pilar, madre. Habrá que pedirla pronto. A veces volvían al torero retirado su viejo vigor y su habitual apetito. Permanecían unos cuantos días, y de nueva cuenta aparecían el sopor y el desmadejamiento. Y los médicos no acertaban, no daban con el porqué de aquella anomalía. La víspera de Navidad se celebró en Zapotiltic un festival taurino de aficionados prácticos. Yo lo organicé, y desde luego fungí como matador. lidiamos a muerte cuatro vaquillas. Los gastos se cubrieron casi del todo gracias a la ayuda en la venta de boletos -o al efectivo- que aportaron mis alternantes y los que salieron de banderilleros. Dos semanas antes del festejo me hacía falta un sobresaliente y había que conseguirlo a toda costa, pues ya era apremiante mandar a imprimir los programas. No faltaban, entre mis amigos, quiénes quisieran salir a hacer un quite, pero no había ninguno que se comprometiera a vender, a cambio de ello, veinte boletos de sombra. Una tarde fui a Zapotiltic a contratar la banda. Arreglé el asunto y salí a visitar a Pío Granda, a Santa Cruz del Cortijo. Lo encontré regando las macetas de una casa vecina. Su semblante, risueño, lucía un poco más compuesto: -¡Olé los amigos que vienen a verme! Hizo a un lado la manguera, me dio un abrazo y me llevó a su casa. Ahí sostuvimos una charla muy cordial. Entre otras muchas cosas, le platiqué del festival que estaba organizando y del problema que tenía para conseguir
EL ÚLTIMO PASEO
I A mediados de 1978 su vida se había transformado de raíz. Ya prácticamente nadie lo llamaba Dulzuras y había vuelto a ser un asiduo estudiante. de arquitectura. Atrás había quedado su vida nómada. Volvía a echar raíces en su terruño amado. El dinero que llegó a cobrar como matador de toros le permitía ser el principal sostén de su familia, costearse sus estudios y dedicarse por completo a ellos. Su romance con Pilar comenzaba a edificarse sobre los cimientos del trato cotidiano. ¡Qué felices eran! Ya contemplaban seriamente la posibilidad de casarse. Los fines de semana solían visitar diversos fraccionamientos, en busca de un lote o de una casa. Hacían planes, jugueteaban, sonreían. II Sus calificaciones habían sido de las más altas del grupo. Pero ya no se inscribió en el siguiente semestre. Casi al término del que acababa de cursar, comenzó a sentirse muy débil. Si se sentaba a estudiar o a trazar un plano, la cabeza le estallaba sin causa aparente. Había perdido el apetito y mucho peso. Su semblante se había vuelto excesivamente pálido. Los médicos, más que recomendarle no estudiar, se lo prohibieron y le recetaron una inactividad indefinida y una dieta especial. Pío Granda poseía una finca en Santa Cruz del Cortijo, adonde decidió irse a vivir un tiempo, por ver si así mejoraba su salud. Su vida ahí sería apacible, despreocupada y 72
sobresaliente. -No te preocupes por eso -me dijo entusiasmadoYo salgo. -¿Tú? -Yo. -Pero... toda una gloria de la torería, que llegó a triunfar con miuras en Madrid y en Sevilla, ¿quiere ahora salir de sobresaliente en un festival pueblerino? ¿Y con vaquillas? -Hace tiempo que no echo la capa. Tengo un amigo “empresario” al que le hace falta un sobresaliente, y yo quisiera ofrecerme a completarle su cartel. Trae acá esos veinte boletos y toma el parné por adelantado. -Oye, no. Tratándose de ti, no tienes por qué vender boletos. -Dámelos, te digo. Apúntame en el cartel y ya vete a la imprenta a levantar el pedido. -Bueno, pues. Está bien. ¿Y cómo te anuncio? Supongo que no querrás que figure tu nombre. --¿ Y por qué no? Mucha gente me tomó a chunga por anunciar -icomo sobresaliente, en Zapotiltic y con vacas- a un coloso inmortal de la torería. Pero cuando llegó el .24 de diciembre no cupo en sí de asombro el ver desfilar humildemente, detrás de mí, vestido con increíble sencillez, a Pío Granda, Dulzuras. ¡No habían mentido los programas! El pobre Pío salió a bregar la primera vaca -la mía- y lo hizo tan torpemente, que en dos ocasiones perdió el capote, y en una se tropezó. Seguidamente, queriéndose sacar la espina, se echó el capote a la espalda y ejecutó tres gaoneras sensacionales, pero al iniciar el remate, la becerra lo levantó, le dio una voltereta de campana y se puso literalmente a bailotear encima de él, sin atender a los capotes con que mis compañeros y yo habíamos. acudido al quite. Yo no sé qué le pasaba a Pío, pero cada vez que intervenía en la lidia era para llevarse un nuevo susto. Cuando me acerqué a brindarle la muerte de mi vaquilla, noté que le rodaban abundantes lagrimones de impotencia y desesperación, y que su respiración era sumamente agitada. No supe qué decirle. Sólo el convencional “jva por ti!”, y le di un abrazo. El público consternado, le aplaudió a Pío tan insistentemente, que tuvo que salir al tercio a recibir la sincera ovación que todos le brindaron
como un homenaje a sus heroicas hazañas taurinas. Resulta extraño, pero a la hora de estar toreando no tuve mi mente tan concentrada en la lidia como en el recuerdo de la despedida de Pío Granda en El Progreso. ¡Qué bien se había visto entonces! Tras de encerrarse con seis toros, todavía tuvo ánimos de regalar los dos sobreros. Y aun así se fue a su casa tan aseado y entero como si no hubiese salido a torear. Había cortado cinco orejas y un rabo. ¡Y pensar que en Zapotiltic le pesaba el capote! ¿Cómo era posible que, llevando una vida tan metódica, se debilitara tanto en tan poco tiempo y a tan temprana edad? ¡No había cumplido aún los veintiséis años! Después del trasteo lié la muleta, empuñé la espada y la hundí poco más de la mitad en el magro morrillo de la vaca, lo cual bastó para entregarla al puntillero. El resto de la tarde me estuvo remordiendo la conciencia. ¿Por qué habré aceptado que el famoso Pío Granda, tan enfermo como estaba, saliera a una placita insignificante a pasar sustos y vergüenzas? Y lo que más me dolía es que estuvo presente su madre. Al caer la tarde les pedí cuentas a los taquilleros, quienes me entregaron unas cuantas utilidades. Pío Granda me dio las llaves de su camioneta y me pidió que lo trajera a Guadalajara, a pasar la Navidad con su familia. Con nosotros venían su madre y dos jóvenes que habían puesto banderillas. Nadie hablaba durante el camino. Aquel silencio comenzaba a intranquilizarme, y me habría intranquilizado más si no fuera porque llevaba mi mente ocupada, frente al volante. Al salir de Ciudad Guzmán, Pío Granda me pidió que pusiera un poco de música. Llevaba en la guantera una selecta variedad de cintas. Tomé una al azar: Concierto Andaluz, de Joaquín Rodrigo. El diestro se puso de mejor humor. Y como si no tuviese motivos muy explicables para entristecerse, contó un par de chistes y luego se quedó dormido. Se encontraba sumamente fatigado. ¿Se habrá visto a sí mismo, en sueños, repetir sus pasadas glorias? 73
III Miguel Espinosa estaba llamado al honor de matar el último astado en la historia de la vieja plaza de toros El Progreso: Adiós, de San Mateo. Pero un percance inesperado transfirió a Manolo Arruza tal privilegio. Antes de que se diera suelta a Adiós, se llevó a efecto la ceremonia de despedida a la plaza. Casi siglo y medio de historia taurina iba a entregarse ala prosaica piqueta. Las melancólicas notas de Las Golondrinas se escucharon por última vez en el coso, mientras un numeroso grupo de taurinos daba la última vuelta al ruedo. Al frente iba don Ignacio García Aceves, que por más de treinta años había sido el empresario. Lo acompañaban el doctor Mota Velasco, médico de plaza durante cinco décadas -y ni un torero muerto, ni una sola amputación-; los dos toreros en activo que actuaron aquella tarde, con sus respectivas cuadrillas; los elementos del servicio de plaza, La Güera de los Claveles, el famoso gritón Chancho y un sinnúmero de toreros en activo o retirados: Conchita Cintrón, Mauro Liceaga, Miguel Ángel Martínez El Zapopan, que aquella tarde salió como sobresaliente... y muchos, muchos más. Era el 1 de enero de 1979. Pío Granda estuvo presente en aquella corrida, pero no bajó al ruedo a dar la última vuelta. Nadie sabía que estaba ahí. Se quedó sentado en su barrera. Como se había dejado crecer la barba varios días, resultaba difícil reconocerlo. Con él estaba Pilar. Durante aquella última vuelta al ruedo, Pío Granda experimentó una de las mayores nostalgias de su vida. ¡Cuántos recuerdos de gloria le traía El Progreso! ¡E iba a demolerse! No pudo contener el llanto. Lloró callada y abundantemente, sin más alivio que unas pocas palabras de Pilar, que produjeron en el matador una sonrisa triste: “Aún te quedo yo”. IV En diversas ocasiones, Pío Granda llegó a aportar ayuda pecuniaria a los frailes franciscanos, para sus misiones en el Nayar. Asimismo, cultivó entre ellos excelentes amistades. Y los frailes, sintiendo para con el torero la deuda debida a un benefactor y amigo, lo invitaron al más solemne acontecimiento imaginable en la historia de la basílica de Zapopan: la misa que había de oficiar Su
Santidad, el Papa Juan Pablo H. i30 de enero! Una muchedumbre de millones, jamás vista en Guadalajara, ocupó calles, plazas, puentes, árboles, azoteas, semáforos, postes, balcones, comisas. Cualquier lugar donde pudiera verse, siquiera por un instante, el paso presuroso del Santo Padre. Cuando la transmisión radiofónica dio cuenta de que el Papa había arribado al aeropuerto de Guadalajara, la multitud que se apretujaba en Zapopan estalló en ovaciones tempestuosas, como si hubiera aterrizado ahí mismo. El regocijo y la expectación crecían en la medida en que se acercaba el momento esperado, ansiado con meses de anticipación: en que el ex cardenal de Cracovia, Karol Wojtila, llegara a Zapopan. No importaba a nadie la espera de horas y horas, ni la exposición a los abrasadores rayos solares, ni la sed, ni la fatiga, ni la forzosa permanencia de pie. ¡Con cuánta veneración fueron escuchadas las palabras del Papa, difundidas a través de la radio!: a los pobres del barrio de Santa Cecilia; a los obreros y deportistas congregados en el Estadio Jalisco; ·a la Guadalajara católica que lo vio asomar a los balcones de Catedral. ¡Y qué efervescencia cuando se anunció, por fin, que ya iba el Papa rumbo a la Basílica!: ¡Acaba de salir de Catedral!... ¡Va pasando por el Santuario de Guadalupe!... ¡Ahora viene por la Normal!. .. ¡Ahora frente al templo de San Ignacio de Loyola!. .. ¡Por la glorieta de entrada a Zapopan!... ¡¡Ahí, ahí viene ya, es él!! Y con un oleaje impresionante de banderitas amarillas y blancas -los colores del Vaticano-,el pueblo saludaba al Vicario de Cristo, que protegido del sol por un sombrero de palma, sonreía y bendecía incansablemente a la numerosa grey, venida de sabe Dios cuántos lugares, próximos y remotos. -iiViva el Papa!! j¡Viva el Papa!! Un crucifijo tamaño natural y la imagen de la Virgen de Zapopan, aguardaban a que el Sumo Pontífice, circundado por incontables cardenales y obispos, subiera a oficiar la santa misa al altar que, bajo un inmenso toldo, se había improvisado en el atrio de la basílica. Tocaron a gloria las campanas de todos los templos, en cuyas astas ondeaban las banderas de México, del Vaticano y de Polonia. 74
Pío Granda oyó misa con una devoción extática, y recibió la Sagrada Comunión de manos del propio sucesor de San Pedro. Con algunas horas de retraso en el plan del itinerario, agobiado por el calor y el cansancio, el santo obispo de Roma comió en el convento, dentro de cuya celda trece descansó brevemente. Dicha celda se ha clausurado para siempre. Pío Granda no cabía en sí de gozo. Para su mayor ventura, el inmediato 2 de marzo había quedado formalmente -lo mismo que sus padres de ir a casa de Pilar para pedirla en matrimonio. Junto a Pío, durante la misa papal, se encontraba el padre Julio Rendón, el jesuita que años atrás fuera su director espiritual. Se reconocieron -no al instante, pues ambos gastaban barbas muy crecidas-, se abrazaron y evocaron dulcísimos recuerdos de tiempos idos. Como Pío Granda sintiera que su salud iba de bien en mejor, pensó ir a Santa Cruz del Cortijo por sus pertenencias, regresar a Guadalajara y ver si aún habría modo de reinscribirse en la universidad. -El domingo pienso salir para allá, padre. ¿Por qué no me acompaña? -Porque hoy mismo debo volver a Torreón. Pero otros dos padres y yo pensamos hacer un retiro dentro de dos semanas, y lo más probable es que aceptemos tu invitación. Aceptemos, ¿eh? ¿No importa que seamos tres? -La casa está de par en par para los que guste. -Gracias, matador. Ahí te veremos. -Me has convencido. Dios mediante así lo haremos. No te imaginas lo que me agrada hospedarme en esa casona que tienes en el callejón del Santo Entierro. ¡Cómo me gusta San Luis Potosí! Imagínate: salir yo otra vez el Viernes Santo, en la Procesión del Silencio, vestir de nuevo el hábito capuchón de la cofradía del Cristo Roto. Escuchar las saetas. Y el Domingo de Resurrección, ¡volver a torear! Nada menos que una corrida goyesca en el coso Fermín Rivera. ¡Claro que acepto, mi buen amigo! Todo será cuestión de entrenar duro para no volver a estar como en Zapotiltic. Así hablaba Pío Granda a un empresario potosino, amigo suyo, que había ido a visitado a Santa Cruz del Cortijo... y a contratarlo. Era el jueves 15 de febrero.
Este mismo día llegaron a Santa Cruz los padres. Por la noche, Pío Granda volvió a sentirse débil. Un poco nada más. Y un poco peor al día siguiente. Al levantarse sintió mareos, cuerpo cortado y algunas dificultades respiratorias. Nada serio, en apariencia. Todo aquello podría sobrellevarse: A las cuatro de la tarde asistió a la misa que se ofició en su propia casa, y comulgó. Un poco antes se había confesado con su director espiritual, con quien -como en otros tiempos- se había desahogado larga, concienzudamente. A las seis se fue a dormir. Necesitaba descansar. Como a las once de la noche se acercó el padre Julio a ver cómo seguía el enfermo. El torero estaba despierto, sentado en la cama. Tenía el semblante intensamente pálido; casi cadavérico. -¿Cómo te sientes? -Fatal. -¿Quieres que llame al médico? -SÍ, pero primero adminÍstreme la extremaunción, padre. Encomiéndeme el alma a Dios. Imposible decir que no. Había que ver con cuánta seriedad hablaba el enfermo. Naturalmente que no era la primera vez que recibía ese sacramento. Estaba muy acostumbrado a la aplicación de los santos óleos, cuyos aromas había aspirado tantas veces, confundidos con los olores del éter, en las enfermerías de las plazas de toros. Luego de ser ungido, sonrió y volvió a recostarse. No tardaría en llegar el médico. Pío sintió sueño otra vez. Y, poniéndose algo más cómodo, echó su cobija sobre el hombro izquierdo, como diestro que se ciñera el capotillo de lujo... para hacer el paseo en el ruedo de la Eternidad. Pasaba de la media noche. Llegó el médico y lo examinó. Se volvió luego a los sacerdotes y les explicó que no estaba al alcance de hombre alguno resucitar a los muertos. Ahí mismo, en Santa Cruz, se le dio sepultura. El padre Julio se comunicó por teléfono a la casa del difunto. ¡Qué terrible papel tuvo que asumir! También llamó a la de Pilar y a cuatro o cinco más. La mía, entre ellas. Unas treinta personas viajamos a Santa Cruz en cuanto nos enteramos de la muerte de Pío. Nos parecía inconcebible. Pero el visillo 75
toda la vida, inseparablemente, soy yo misma. Yo misma, que paso por la vida a través de la vida de los demás. Hoy viven mis padres, pero en cualquier momento me dejarán, como me ha dejado Pío. O los dejaré yo -¡Dios lo sabe!-. Si no se hubiera muerto Pío, me habría casado con él. Y por muchos y venturosos que hubieran sido nuestros años de matrimonio, al fin tendríamos que separamos. La muerte no nos perdonaría. En la vida de cada cual no existen sino Dios y él. Los demás son accidentes, circunstancias: padres, hermanos, amigos, novios, profesores... Todo pasa. ¿Por qué, pues, aferrarse a la vida de otro mortal? Es preferible entregarse por entero a Dios, el único que no nos traicionará jamás ni se separará de nosotros por medio de la muerte, puesto que no puede morir. Dios va conmigo en esta vida. Y cuando yo muera, lejos de separarme de Él, me acercaré todavía más. ¡Ay de mí si no tuviera esta esperanza! ¡Bendito sea Dios, que, por medio del dolor que me envía, me vuelve, en alguna medida, semejante a Él! VI Llegó el mes de noviembre. Y con él, una celebración más en El Diente. Una nueva fiesta alpina en honor de San Estanislao de Kotska. Igual que en la noche en que conocí a Pío Granda, toqué mi guitarra y canté junto al fuego. Cuando me cansé de tocar, alguien -a quien yo acababa de conocer- inició conmigo una conversación sobre temas taurinos. -Bueno -me preguntó-, ¿y quién es el mejor torero? Respondí sin titubear: -Pío Granda, Dulzuras. -Es curioso. Nunca había oído hablar de él. -No, amigo. No es curioso. -¿Por qué no? ¿Quién es Pío Granda, Dulzuras? -La imagen de lo que quise ser.
del ataúd nos lo mostraba cadáver. ¡Y no había cumplido aún los veintiséis años! A las cinco y media de la tarde se abrió su tumba. Los sepultureros lo ocultaron para siempre bajo la tierra y bajo el cemento. Nadie tomó fotografías durante el sepelio. Brillaron por su ausencia los reporteros. La afición no tuvo pronta noticia del fallecimiento del ídolo, y los escultores oportunistas se quedaron sin captar la mascarilla mortuoria del ilustre torero. Pío Granda tuvo en su muerte aquella privacidad que tanto anheló en sus tiempos de torero. Murió silenciosamente, casi sin causar molestias, tal como él había deseado. Después, los periódicos dieron toda suerte de pormenores -ciertos, exagerados, o totalmente inventados- de su enfermedad, agonía y muerte. A la postre, la falta de información gráfica suscitó una serie de suspicacias y leyendas. Todavía hay quienes afirman que Pío Granda vive... ¡y que lo han visto! He escuchado una sarta de disparates, que bien quisiera olvidar. Sólo me parecen dignas de recordarse -o por mejor decir, de tener siempre presentes- las palabras profundas, dolientes, lapidarias y conformes con la voluntad de Dios que expresó Pilar: -Cuando acepté la realidad de mi terrible pena, sentí la necesidad de renovarme, de ser otra, de que no me dominara la tribulación. Clausuré todos los objetos -cartas, retratos, carteles, libros y regalos- que Pío me había dado. El recuerdo de Pío me sigue por todas partes: por las aceras de la avenida Vallarta, donde juntos caminábamos tomados de la mano; por las bancas del templo de El Carmen, donde tantas misas oímos. ¡Por toda la ‘ciudad! Mi propia casa, mi propia recámara, mi propio guardarropa, los escombros de la plaza de toros El Progreso... todo está dramáticamente impregnado de su recuerdo. Imposible huir. A veces miro mis manos: son las mismas que acarició Pío. ¡Si pudiera tener otras! Me miro al espejo y ‘veo mis labios, los mismos que él besó tantas veces y tan apasionadamente. Quisiera otros labios, otro cerebro, otro corazón, otro cuerpo y otra alma. Pero entonces yo no sería yo: tengo que ser valiente para aceptar que soy la misma que fue de Pío. He llegado a comprender que, finalmente, el ser humano -siempre está solo. La única persona que ha estado y estará conmigo
POST SCRIPTUM Y antes que un tal poeta, mi deseo primero Hubiera sido ser un buen banderillero. Es tarde…Voy de prisa por la vida. Y mi risa Es alegre, aunque no niego que llevo prisa. Manuel Machado
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Si no fuera porque correría el riesgo de ser ambiguo o inexacto -o porque revelaría antes de tiempo el impensado desenlace de mi obra-, habría escrito estas líneas bajo el título Prólogo del Autor. He descrito mi sueño para luego confesar que desperté. Pero el lector podrá estar cierto de que no todo ha sido un sueño; de que no todo se ha opuesto o apartado de la realidad. Yo podría señalar los puntos fronterizos entre lo constatable y lo imaginario, entre lo que me ocurrió y lo que se me ocurrió; pero no lo quise hacer por considerar que tal empeño resultaría tan exhaustivo como infructuoso. Si este volumen contuviera mis memorias, no me hubiera atrevido a echar mano de la ficción. Por eso seleccioné el género novelístico. Acaso la proyección de mi propio YO ha quedado en las páginas de mi novela mucho más patente y mucho menos irreal que si me hubiera limitado -con rigurosa veracidad- a esbozar mi autobiografía. Y es que yo no puedo oponer ni contraponer el sueño a la realidad. Para mí todo es realidad, incluso el sueño. ¿Puede no ser real en mi existencia un sueño que me revitaliza, que me angustia, que me entristece, que me ilusiona? Así que para mí es una la realidad de la vigilia y otra la realidad del sueño. Pero ambas, realidades. Y ambas realidades, lector, son los toros que me correspondió lidiar en el ruedo de la vida; muy semejantes a los que te han tocado a ti. Cuando conociste a Pío Granda, conociste más bien la realidad de mi sueño. Pío Granda fue algo más que simple torero, si tomamos el arte de torear como metáfora del arte de vivir. En el ruedo de la vida hace falta caminar, luchar para situarse en el terreno adecuado. Y hace falta también soportar las adversidades, como soporta a pie firme el diestro la brutal acometida de las fieras. Para torear y para vivir hay que saber erguir el pecho y echar siempre “la pata pa’lante”. Para torear y para vivir hay que saber cuándo arrojarse y cuándo quedarse quieto, cuándo rectificar y cuánto aguantar. El triunfo, la cornada, el fracaso, el miedo, la temeridad, la muerte ... ¿no hacen al arte de vivir muy semejante al arte de torear? ¿No hacen al arte de torear muy semejante al arte de vivir? El autor de esta novela tiene que declarar
que él también -como su personaje- quiso ser torero. A fin de cuentas, no lo fue. Pero ha descrito cómo hubiera sido o cómo le habría agradado ser. Muchas veces me han irritado las actitudes de algunos toreros. ¿Por qué insultan en público al puntillero que levanta a un toro que ya había doblado ... como si esa hubiese sido la intención del cachetero? ¿Por qué increpan al banderillero anciano que pasa en falso? ¿Por qué se embriagan tan a menudo y llevan una vida excesivamente disipada? ¿Por qué son tan ridículamente jactanciosos? ¿Por qué se expresan despectivamente de sus compañeros de profesión? En muchas ocasiones me he llegado a decir: ¡Ah!, si yo fuera torero, no quisiera ser así. Si yo fuera torero, ¡qué diferente sería a todos! Si yo fuera torero ... Pero no lo soy. Entonces, ya que a la tauromaquia no puedo ofrecer mi persona, ofrezco al menos a mis lectores a Pío Granda: la imagen de lo que quise ser. Quiero vivir con la misma bizarría con que Pío Granda toreaba. Quiero ser tan torero como él en el ruedo de la vida, ya que no pude serio en la vida del ruedo. Pero muy poco importa todo si al fin, una tarde como cualquiera, toca el clarín de la Autoridad celestial, llamándome -y a mis semejantes todos como a Pío Granda, a hacer en el ruedo de la Eternidad... el último paseo.
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