Un buen padre vale por cien maestros

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La foto de Ginés y Guillermo Marín en el callejón de la Plaza de toros de Las Ventas. “Un buen padre vale por cien maestros” Jean Jacques Rousseau.

U no de los inventos de la humanidad que agradecemos todos los días,

quizá sin darnos cuenta es la fotografía. La historia se jacta de ubicar este hecho en Francia dándole el crédito a Niépse y Daguerre en 1824 y Frederick Scott, a la vez sumándose inquietos admiradores de la imagen que parecieron ser verdaderos alquimistas que utilizaron cantidad de pruebas y procedimientos químicos para lograr plasmar un retrato en diferentes materiales y papeles hasta lograr la captura de un mínimo suspiro y sublevar desde un rostro humano hasta el cosmos lo más nítido posible; si bien en aquellos tiempos obtener una imagen era un acontecimiento, todo precedía de un protocolo en los estudios a donde acudían las personas a tomarse el retrato, ya fuese en solitario, en familia o entre las calles de las ciudades, el instante era tan mágico que hasta incienso emitían aquellas bombillas que explotaban en una valiosa captura. Siempre han existido cientos de artistas con cámara en mano, que les agradecemos tener algún vestigio de haber plasmada la vida, el arte, la naturaleza, paisajes, los acontecimientos políticos, sociales y hasta los hechos bélicos que nos demarcan la historia fotográfica en añejos colores sepia. La vida siempre ha requerido de testigos visuales de la implacable sociedad y de todo el acontecer cotidiano, guardar memorias, retener el tiempo; la tauromaquia no quedó exenta de los fotógrafos de época quienes tenían en su oficio una verdadera devoción por el toreo, hoy en día sus fotografías no solamente dan la vuelta al ruedo también al mundo entero gracias a la difusión de los tiempos cibernéticos. La tauromaquia ha sido descrita como “el arte efímero”, pero las imágenes son testigos de lo perpetuo, de ahí los lances del toreo que nos arrullan a través del tiempo. De las primeras muestras relevantes que se tiene registro, nos narra el historiador José Francisco Coello Ugalde, un fotograbado del Matador Bernardo Gaviño y Rueda, en el año de 1853. 1 Nada era sencillo para lograr plasmar cada fotografía de la realidad de la época, las cámaras pesaban tanto que eran un desafío transportarlas, el proceso de revelado era un misterio, corría el riesgo de poder perderse el trabajo realizado en ese juego de azares entre lograr el negativo y el positivo, claro siempre y cuando se lograba conseguirlo, y deje usted la aparición en la foto de uno que otro fantasma entre las cuadrillas o sentado junto a la 1 https://ahtm.wordpress.com/2020/03/16/alquimia-celebra-22-anos-y-aun-sigue-pendiente-la-alquima-taurina/


afición en una barrera, ya tenían suficiente con tan solo intentar sostener la mirada de los grandes toreros antiguos, como por ejemplo, José Dámaso Rodríguez, “Petete”, quién lo fotografió en 1861 Juan Laurent, ni qué decir del intenso Manuel Granero, o el mismo “Monstruo de Córdoba”, Juan Belmonte y más. Las cámaras lograron dejar un testimonio del toreo y sus protagonistas, su proceso de avance fue paulatino, como lo fue el cine, y todo el devenir del desarrollo científico y artístico, al igual que la propia tauromaquia. Hoy en día la tecnología no se detiene, cambia de manera vertiginosa nadie hubiese imaginado en aquel entonces que un teléfono móvil tomase instantáneas que las hace virales con solamente oprimir una tecla, pero también se pueden desechar, se pierden en un instante, como todo en esta época cibernética. Las palabras aplicadas en esta temática como celuloide, nitratos y cuidados en el manejo de revelado, eran además de desafíos toda una expectativa para lograr los objetivos, cada imagen en color sepia atestigua un hecho histórico, al igual que el blanco y negro, que, con el tiempo, se logró llegar a obtener el color. Todos los archivos encontrados y que aún se conservan, son un tesoro, algo similar al bordado de una casaquilla en oro viejo como si fuese la del gran Frascuelo. Siempre se dice, “una imagen habla más que mil palabras”. Los fotógrafos de plaza también llevan su propia espuerta, en ella viajaban un cúmulo de ilusiones, cargaban con aquellos rollos que hasta se prestaban entre sí, dispuestos a plasmar la historia de los fenómenos taurinos, los más gratos, ingratos o agridulces desde años muy remotos; cada foto guarda un valor increíble que los fetichistas taurófilos coleccionan y siguen siendo joyas, como lo son las fotos que habitan bajo el vidrio de un museo, algunas cuentan con las firmas originales de los fotógrafos o de los mismos protagonistas, la curiosidad nos lleva a acercamos y mirar la rúbrica lo más cerca de nuestra percepción óptica. El llamado oficio de fotógrafo ha sido algo más que eso, todos son profesionales, artistas de lo vorágine, tiempo que consagran y hacen constatar en una toma certera captan desde el aliento hecho niebla que fluye del hocico de un toro de lidia, hasta la lágrima más jonda de un torero; pero también va la profundidad del vals en un lance a la verónica o el dramatismo de la tauromaquia en una cornada, y miles de imágenes implícitas en su razón de ser. Los fotógrafos son del mismo modo reporteros gráficos que corren la legua de plaza en plaza, viajan en las carreteras, los hay trasatlánticos, habitan los callejones de las plazas, esos sitios que van llenos de secretos, muchas veces les sobra gente en su entorno porque les estorba en su trabajo, en el callejón se debe llevar una seria conducta. Los fotógrafos han hecho historia, me encantaría poder mencionarlos a todos, cabe recordar al maestro alicantino Francisco Cano, sabía todos los arcanos mayores y menores de las plazas por algo inmortalizó a Domingo


Ortega, y Luis Miguel Dominguín, se llevó en el alma el rostro del “Manuel Rodríguez, “Manolete” , seguramente le tendió la mano en el otro ruedo celestial de lo infinito, igual que al maestro mexicano Francisco Urbina Ceballos, quien plasmó el lance a la Verónica de Francisco Vega de los Reyes, “Gitanillo de Triana” el mismo “Curro Puya”, foto que sigue siendo un emblema. Me atrevo a escribir y describir las siguientes líneas con mi más profundo respeto. He visto a los artistas de las instantáneas también ser unos ases en captar lo inimaginable en toda la plaza, en el ruedo, en un callejón o en el tendido, sus cinco sentidos están puestos en el acto. Para muestra, así ha ocurrido en la plaza de las altas exigencias, Las Ventas de Madrid el pasado 15 de mayo, día en que se pudo vivir y apreciar la Feria de San Isidro del año en curso 2022, a la par de otro gran valor como lo es el amor entre padre e hijo; pues en esa tarde se lidiaron toros del hierro de “El Parralejo” con un cartel armado por Álvaro Lorenzo, Curro Díaz y el Matador extremeño Ginés Marín, quién en la lidia por derechazos de su primer toro, terminó siendo llevado por los aires al girar como un compás abierto, que lo hirió con una cornada en el muslo derecho de dos serias trayectorias, con ese hundimiento de pitón astifino de luna en menguante; mientras tanto, todo en segundos, el toro de manera tardía se entretenía con la muleta carmesí del diestro, la exclamación del público, fue jonda y dolorosa; el matador vestía de color turquesa y oro, de inmediato afloró la sangre entre la seda, como un río en granate, el oro fue opacando la brillantez de su taleguilla. Marín, colmado de esos valores que poseen los seres elegidos por la tauromaquia hicieron gala de presencia y gravitó sobre el diestro todo un sistema solar que lo envolvía, el pundonor, la valentía, el coraje, la resiliencia, y el carácter de un hombre que se juega la vida de frente y por derecho en la época de la posmodernidad, en la que sigue encajando un matador de toros, pésele a quién le pese y ejerce dignamente el ritual de sacrificio de un toro de lidia. Así sin verse el terno, ante un aforo con un sol en primavera, puso en alto el título de su profesión enaltecida de serenidad inusitada, esa que es paralela a guardar silencio cuando se debe “apretarse los machos” además de los labios. Habiendo enmendado el trasteo, se fue por uvas iluminando el acero, con un decoro que no cabe en las mentalidades insensibles al rito, al culto ancestral de esta profesión y el honor que lleva en la vena un torero. El diestro por su propio andar en zapatillas de moñas negras emprendió el camino a la enfermería dejando pétalos de clavel herido a su paso desde la arena del ruedo, pasando por el callejón; así en un instante, la plaza de toros de Las Ventas, como son las fotografías tomadas con arte convirtió el callejón y toda la plaza en un espacio de silencio colectivo, reivindicando que en la tauromaquia existen muestras del más alto humanismo gracias a la lente del fotógrafo Alfredo Arévalo que captó una gran fotografía al mostrar el amor incondicional de Guillermo Marín, el padre del torero, que además de ser picador de su propia cuadrilla sintió el dolor en el pecho al ver a su hijo entre los pitones del toro, ante la impotencia del percance, parecía solamente poder cuidar el aura de su hijo a la distancia en desesperado silen-


cio, cuando ambos se encontraron en el callejón, este se acercó con cautela inclinando ligeramente el dorso, con su castoreño sostenido con las manos por detrás, como un objeto de seguridad, con mucho respeto y civismo de callejón le bordó un beso en la mejilla a su torero herido, el contacto del roce de sus labios, que da la fuerza y el cariño que transmite confianza al guerrero de arenas convirtió la escena en un emotivo espacio como si fuese otro callejón el “callejón del beso”, ese que seguramente le dio desde niño entre sus brazos, de joven novillero y hoy en día de un hombre, tan en torero. El rostro del Matador ligeramente inclinado al contacto de los labios de su padre llevaba la mirada errante, el cuello de la camisa en escarlata, al igual que otras partes inevitables del terno que había coloreado la propia ruptura de las venas del torero mezcladas con la sangre del astado como pinceladas de un cuadro de Salvador Dalí. En la foto se percibe a espaldas del torero su mozo de estoques en solidaria compañía, ambos caminan hacia la enfermería, igualmente se ven los pasos de un subalterno en dirección al mismo destino. Es una imagen en la que el sentimiento impera, nos hace valorar al ser humano que se juega la vida a través de su entrega, valentía y pundonor, así es una tarde de corrida, en esas plazas de toros que también son escenarios de azares, lo que nos permite a través de la fotografía mirar otros ángulos en los espacios íntimos del callejón de plaza y la actitud del padre del coleta, un hombre que actuó contenido de dramas ante la impotencia del destino afilado, que actuó sereno, es quien por su edad ya lleva el oleaje de la angustia marcada en los pliegues de su frente, quizá le pasaron por la imaginación cantidad de escenas inmediatas llenas de miedo, el que inevitablemente nos provoca a las personas minutos de desasosiego. Es posible que su padre, hubiese querido sostener a su torero como si fuera el pilar más grande que la misma Roma haya edificado al levantarlo de la arena, por algo los matadores de toros pueden nacer y morir en una sola tarde, siempre deambulan en el filo de la angustia, entre tardes de gloria y el errar de la muerte. El contenido de ese beso equivale al quite paternal que marcó este San Isidro como emblema y homenaje a los padres de los toreros, quienes también se pasaportan al dolor moral que nadie imagina; al final torear es un verso conjugado ante la vida mientras lo más fuerte se glorifica, los percances parecieran ser medallas de honor al derramar su sangre en aras de una faena de consagración, como el vino en el altar de Dios. La fotografía en estos tiempos se sigue agradeciendo, enmarcando, admirando, digitalizando, nos rectifica el valor que lleva este trabajo artístico, mientras los toreros de oro y plata en este caso, el padre del diestro enfundado en varilarguero y el matador Ginés, son quienes merecen una ovación hasta el alma por reivindicarnos que también de los percances se aprecia más la vida. ¡Felicidades a todos los padres de los toreros! Mary Carmen Chávez Rivadeneyra


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