El toreo entre libros

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EL TOREO ENTRE LIBROS Bibliófilos Taurinos de México xxx aniversario


El toreo entre libros © 2015, Bibliófilos Taurinos de México A.C. Derechos reservados Impreso por Primera edición I.S.B.N. No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del titular del copyright. La información de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual. Impreso en México D.F.


Bibliófilos Taurinos de México, A.C. agradece a Brandies Torres y a la Bodega Torres España el invaluable soporte y apoyo brindados para la publicación de eta obra que sin su ayuda no habría sido posible.

*** Vaya nuestro más sincero agradecimiento, de manera breve pero profunda –como un buen muletazo– a nuestros amigos de Editorial Cordillera, por su desinteresado apoyo para la edición y publicación de esta obra taurina. *** También queremos hacer un reconocimiento especial a nuestro compañero bibliófilo, Eugenio Guerrero, quien sembró en nuestra agrupación la semilla que nos permitió crear y participar en la preparación de este libro. ***



Índice

PRÓLOGO ����������������������������������������������������������������������������������������������������������������������������� v LOS TOREROS. GLORIAS Y TRAGEDIAS........................................................................ 1 Lo que confiesan los toreros. Pesetas, palmadas, cogidas y palos ���������������������3 Juan Belmonte, matador de toros. Su vida y sus hazañas................................10 Mis veinte años de torero. El libro íntimo de Rodolfo Gaona ������������������������21 Manolete (Dinastía e historia de un matador de toros cordobés) �������������������36 Aprendiendo a vivir...........................................................................................39 Recuerdos............................................................................................................45 ¿Por qué vuelven los toreros?............................................................................48 Nacido para morir..............................................................................................50 Joselito, el verdadero..........................................................................................56 Enrique Ponce, nieto de un sueño.....................................................................67 Las cornadas.......................................................................................................81 México, diez veces llanto....................................................................................89 EL TORO. BRAVURA Y LINAJE......................................................................................101 El toro bravo. Teoría y práctica de la bravura.................................................103 Las claves del toro.............................................................................................114 Trece ganaderos románticos............................................................................127 San Mateo, encaste con historia......................................................................132 El color de la divisa..........................................................................................141 La legendaria hacienda de Piedras Negras. Su gente y sus toros ������������������148 Cornadas al viento...........................................................................................154 LA HISTORIA.....................................................................................................................157 La fiesta brava en México y en España............................................................159 La pantorrilla de Florinda y el origen bélico del toreo..................................171 El toreo en la Nueva España............................................................................178 v


vi  El toreo entre libros LA CRÓNICA.....................................................................................................................185 Memorias de ‘Clarito’.......................................................................................187 El sentimiento del toreo...................................................................................193 Charlas taurinas. Obra de consulta, de enseñanza y de recreo. Crítica de críticos, antiguos y modernos.........................................................203 LAS TEORÍAS.....................................................................................................................209 Teoría de las corridas de toros.........................................................................211 ¿Qué es torear?..................................................................................................220 Tauromagia.......................................................................................................233 Los arquitectos del toreo moderno.................................................................245 Los toros desde la barrera................................................................................251 The Complete Aficionado................................................................................265 El toreo, en teoría. Análisis de tauromaquia fundamental.............................271 LA FIESTA Y OTRAS ARTES...........................................................................................275 La Monumental de Sevilla. Voces y silencios.................................................277 Más cornadas da el hambre.............................................................................286 Corridos taurinos mexicanos..........................................................................298 BIBLIOGRAFÍA �����������������������������������������������������������������������������������������������������������������������305


Prólogo

Leer es torear J orge F. H ernández Dobla la muleta en perfecto triángulo y acentúa la muerte de la espada, apoyando la punta sobre el filo de lo que ya no es burladero para que esa leve curva de metal asegure la trayectoria de la estocada que piensa ejecutar en unos minutos. No piensa brindarle esa muerte a nadie y se distrae con la mirada fija en el vacío: el toro que lo mira fijamente desde el otro lado del mundo, todo el universo que se extiende sobre la arena, pesa al menos media tonelada y en un parpadeo, a él se le ocurre pensar que quizá eso mismo pesa el coche en el que llegó a este compromiso… que el animal también parece una sombra más de las que han servido de telón para todos sus esfuerzos… que la vida no ha sido más que una acumulación de calendarios para llegar al instante exacto en que decide armar la muleta e iniciar a pasos lentos una trayectoria fija en línea recta, al hilo de la redonda geografía del mundo, directamente al tercio donde lo espera el toro de su vida. El párrafo anterior es pura imaginación y, por ende, no niega los laberintos de un engaño. A cualquier lector se le podría figurar como la necia descripción de lo que sucede al menos en seis ocasiones en una plaza de toros cada vez que se celebra una corrida, pero al que se le ocurrió escribir precisamente ese párrafo quizá intentaba ocultar que en realidad narraba la atrevida e irracional madrugada en la que un maletilla se ha saltado la barda de una ganadería de prestigio y pretende torear sin estoque simulado a un magnífico semental que en realidad no merece morir de noche. Revelado el secreto, el lector se desengaña y comprende que el torero no va vestido de luces, que lo que ya no es burladero es en realidad un muro de piedras y que la arena no corresponde a un ruedo soleado, vii


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sino a un potrero en medio de la vasta geografía de la imaginación, pero las palabras han logrado quizá el sortilegio de un birlibirloque: escribir es torear, pero eso mismo no se logra de veras hasta que sea leído por Otro. Luego entonces, leer es torear. Quien escribe de veras, espera en la callada impaciencia que sigue a todo paseíllo –con los brazos apoyados allí sí en un burladero– la salida de lo que ha de intentar escribir sin saber si será crónica o ensayo, quizá soñando que será un poema, y dispuesto de entrada a que llegado el tercer tercio, la coreografía de los párrafos indique que quizá está a punto de cuajar una novela. Quien escribe de veras quizá tenga que saludar al tema con lances de tanteo, pero decididamente propuesto a ejecutar eso que llamamos Verónica, mirando al percal para no ver los pitones, como quien contempla un rostro ensangrentado ya consagrado a una eternidad. Quien escribe de veras ha de procurar que una vez terminado el saludo de esos lances, y bien rematado lo toreado con ese milagro instantáneo que llamamos Media Verónica, ese primer tercio de escritura sea probado en varas, llevando la prosa o quizá incluso los versos, en una mesurada geometría que coloque a cierta distancia del picador la bravura o mansedumbre intacta del burel. El picador torea entonces con el caballo y en la arrancada del burel (sea cuento, poema, ensayo o posible novela) se empieza a medir la bravura y quien escribe de veras lo ve de lejos y se fija si eso ha recargado, si es capaz de provocar un tumbo de toda enciclopedia o tratado teórico o libro de citas con el que se parte el lomo de los textos y se les provoca un sangrado… y de lejos, quien escribe de veras mira entonces si su cuento se crece al castigo, si esa crónica romanea caballos y monturas… y sale entonces a adornarse con un quite que mida el nuevo temple de las embestidas de todas las palabras posibles y quizá entonces, lo vuelve a colocar para una nueva prueba de imprenta. Aunque ya no se acostumbra, quien escribe de veras ha de permitir entonces que otro escritor saque al relato del peto y haga su propio quite, su intento de adorno y así, quien escribe de veras, mira en escena –a prudente distancia– la vera calidad de lo que ha de lidiar con muleta, lo que ha de rematar con un punto final e incluso, picado de orgullo puede replicar ese quite del invitado con versos propios, párrafos que superen lo que ya todo el público lector miró desde el tendido en el capote del Otro.


Prólogo   ix

Quien escribe de veras ha de llevar al texto que es un toro desde las tablas hasta el centro del Universo. Quizá le camine despacio llegado al tercio e incluso habrá de hacer oídos sordos a los familiares, apoderados, editores o agentes literarios que le griten desde el callejón que se quede cerca de las tablas para que tenga el alivio de un quite, que allí en tablas hasta los monosabios pueden salvarte de una cornada con la gorra que lancen al filo de los pitones. Pero quien escribe de veras ya no se fija ni en los gritos del tendido ni en la comodidad de las querencias y ha de intentar conjugar la secreta coreografía de un cuento, eso que a la segunda o tercera tanda ya pinta como novelón o no, y quizá recurra al pase de la firma o al forzado de pecho como puntos suspensivos que insinúen el aroma de un verdadero poema. Dicho lo anterior, quien lee de veras abre las páginas de un libro sin saber a ciencia cierta si ha de toparse con letras enfiladas de aburrida asepsia o jugosos versos alineados como enredaderas de metáforas. Quien lee de veras recibe las primeras páginas con miradas de tanteo y también busca un tercio de varas al consultar de sobremesa la valía del libro o la biografía de su autor. Quien lee de veras –tanto como el que torea escribiendo– busca un segundo tercio que alterne los lados de la embestida y sirva no solo para decoración de colorido con banderas en diminutivo, sino como aliciente para alegrar las embestidas de esa sombra que en las plazas es toro y en la mirada no más que un libro que hemos de leer, quizá sin tener que brindarle a nadie su lectura. Quien escribe y quienes leen de veras saben que las embestidas de toda literatura merecen medirse por ambos lados de cada página, que en realidad se cobra con la mano izquierda –escribiendo, leyendo y toreando al natural–, quizá porque Borges reveló que es precisamente por ese lado que se resuelven los laberintos. Quien lee y quienes escriben de veras intentan medir las embestidas de la prosa o la intensidad de un poema tomando debidamente las distancias, sin adelantar la suerte, quizá adelantando la pierna o mirada contraria al texto para intentar el milagro de templar las palabras, habiendo citado en el instante exacto en el que hay que citar (y sin olvidar que quien cita mucho no escribe de veras, así como ante mansos que calamochean, morlacos que puntean, bureles de vista desparramada y que voltean siempre contrario, quien los cita mucho en realidad no llega a torear). Quienes escriben y


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leen de veras, sabrán entonces en qué momento pide la muerte el último párrafo, quizá en el palmo más cercano a su querencia, de vuelta a las tablas o en el centro mismo del mundo y lo saben porque las yemas de los dedos han medido que le quedan ya pocas páginas a la novela, tanto como quien torea de veras mide con las yemas de los dedos la caducidad del último pase de pecho, y pesa en sus muñecas el lánguido transcurso de ese lento pase cambiado por bajo que indica que el toro ya ha entregado todo lo que podía entregar. El libro que el lector tiene ahora en sus manos es un mural de afición pura y una confirmación de que quienes sentimos amor por una de las fiestas más bellas que ha generado la cultura, somos imantados por una inexplicable facultad para torear al leer. Casi medio centenar de aficionados de verdad, no contentos con asistir religiosamente a las corridas en las plazas, abonan y alargan su pasión reuniéndose periódicamente para no solo hablar de toros y toreros, recrear faenas en relatos, de memoria o en pantalla, sino también para recomendarse libros de la más diversa tauromaquia y multiplicar así no solo la lectura de las faenas, la morfología y genealogía de esos hermosos animales que son criados precisamente para morir a estoque o las biografías, anécdotas, glorias y fracasos de esos hombres extraordinarios que se visten con sedas y oros para por lo menos durante unas horas reinar sobre el resto de los mortales como príncipes de un arte, cada vez más incomprendido por la ignorancia de las modernidades y las prisas atléticas de una inmensa mayoría villamelona. Aquí se registran las lecturas de un notable grupo de aficionados que han decidido celebrarse y compartir su apasionada entrega con comentarios a los libros que apuntalan esa afición que constituye la explicación de una soberbia manera de leer el mundo. El aficionado a las corridas de toros, el entendido en tauromaquia, ha de intentar redactar la vida misma de cada día como quien torea cada minuto, cada empeño y cada propósito con la pamba de su muleta, sin abusar de picos y llevando el trajín de toda conversación o trabajo con temple, girando para torear en redondo la vida misma y volver al callejón más íntimo de su hogar con las orejas para la espuerta.


Prólogo   xi

Algunos han elegido libros de teoría pura del toreo, los terrenos y la geometría que se cuadricula sobre los círculos concéntricos del arte de torear y no solo burlar embestidas como acostumbran los políticos bufos. Otros se han concentrado en comentar libros sobre la historia del toreo que, bien vista, es una microhistoria que corre en paralelo a la Historia con mayúscula de la cultura hispanoamericana (y quien lo niegue, aun por razones de amor por los animales, estará condenado a comer hamburguesas y hot-dogs por los siglos de los siglos). De las glorias y tragedias de toreros admirados o incluso idolatrados se han ocupado no pocos miembros de esta cofradía, que hoy se convierten en coautores de un hermoso libro, con el que me han honrado al otorgarme las tres en un intento por firmar este prólogo que no es más que pretexto para ponerme de pie y aplaudir la faena que juntos han transpirado con su afición. El privilegio de alternar con cada uno de ellos en estas páginas y sentirme acompañado en la irracional y desenfrenada pasión que me despierta la liturgia cada vez más incomprendida de las corridas de toros, me alienta cada madrugada a volver con pasos lentos, con la muleta a rastras, directamente hacia la encornadura de un nuevo artículo para el periódico, otro cuento para libro o un nuevo capítulo para esa novela siempre inconclusa que se confunde con insomnio a la luz de la Luna, como único testigo posible de los párrafos que intento ligar todas las noches para convertirse en libro, sabiendo que más allá de las sombras y de ese silencio donde apenas se percibe el murmullo de nubes –aunque parezcan pañuelos blancos en un tendido– hay alguien que nos lee y por eso, uno nunca está solo.



LOS TOREROS. GLORIAS Y TRAGEDIAS



Lo que confiesan los toreros Pesetas, palmadas, cogidas y palos J. López Pinillos Pármeno

Ediciones Turner Madrid, 1987

R afael M edina

de la

S erna

El periodista, dramaturgo y narrador José Luis de la Santísima Trinidad López Pinillos, nació en Sevilla el 1o. de junio de 1875 en el seno de una familia integrada por Luis López Anaya, natural de Santiago de Cuba y María Teresa Pinillos y Bravo, natural de Castro del Río en la provincia de Córdoba. De talante hosco, de trato difícil y de ideas socializantes, López Pinillos, mejor conocido por sus seudónimos periodísticos Puck y sobre todo Pármeno, fue un escritor respetado y leído en su tiempo, cuya prolija obra teatral gozó del favor del público y que sin embargo quedó un tanto marginado en el olvido en virtud de que su estilo literario, naturalista y crudo, rayano en el tremendismo y abundante en arcaísmos, pertenecía claramente a la tradición decimonónica, muy superada ya por las modernidades de la llamada Generación del 27, que por entonces “cortaba el bacalao” en los cenáculos culturales españoles. Su muerte, acaecida el 12 de mayo de 1922 a causa del cáncer pulmonar, sobrevino justamente cuando comenzaban a cobrar auge la sensibilidad y las tendencias vanguardistas que habrían de predominar en la literatura y las artes del siglo xx. Entre su obra narrativa, integrada por una prolija obra teatral, diversos relatos cortos y reportajes y brillantes entrevistas periodísticas (una especialidad de este autor, como lo demuestra Lo que confiesan los toreros), así como un puñado de novelas de estilo descarnado y naturalista, entre las que cabe destacar una de ambiente taurino: Las águilas (de la vida del torero), editada en 1911 y reeditada por Alianza Editorial en 1967 y 1991. 3


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Productos de su labor periodística y de su maestría en el género de la entrevista, las conversaciones de Pármeno, tanto con las grandes figuras de la baraja taurina española de la primera década del siglo xx, como con un pintoresco muestrario de la picaresca del mundo del toro de aquellos años heroicos, constituyen un atisbo privilegiado al entorno peculiarísimo de aquella época en la que la fiesta de toros era sinónimo de grandeza, señorío y torería y los toreros de tronío eran figuras genuinas dentro del ruedo y auténticas celebridades de primer orden en la vida pública española. El genio entrevistador de Pármeno y su agudo oído para captar y reproducir en la página impresa la gracia discursiva y los rasgos fonéticos y morfológicos del lenguaje andaluz y del acento “cañí”, le otorgan vida y “verdad” a estas confesiones que nos permiten penetrar en las personalidades reales de aquellos toreros que, sin importar su condición y jerarquía en el escalafón (lo mismo ricos que fracasados, célebres que cuasi–anónimos, solemnes que bufonescos), se ufanaban sin excepción de la grandeza de su oficio. Penetrar, a través de las fascinantes entrevistas de Pármeno, en las personalidades de algunos de los protagonistas de la fiesta taurina de finales del siglo xix y principios del xx, significa penetrar también en el espíritu de una fiesta y de una tauromaquia que ya no existen más. Y es que ­– como no cesa de lamentarlo Joaquín Vidal, prologuista de la edición que nos ocupa–, los tiempos han cambiado. En muchos aspectos sin duda han cambiado para bien, pero por desgracia no ha sido así para la dignidad del oficio de torero, al menos como era concebido este oficio por los toreros entrevistados por Pármeno. Para ejemplificar ese deterioro de la grandeza y la dignidad del oficio de torero, el entrevistador recoge las siguientes palabras del veterano diestro el Tortero (coleta sevillano de la línea de fuego, de nombre Enrique Santos), quien en la calle solía vestir un pantalón “fló de romero, señío”, para que se le viesen “jasta las venas”: “Parecía lo que era: un matador de toros y no un mancebo de botica. Claro es que los de ahora, que parecen mancebos de botica, toreando lo son”. Como bien señala Vidal –con evidente amargura–, otra muestra más de la falta de torería que aqueja a los tiempos modernos de la fiesta (ca-


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racterizados por la búsqueda de la comodidad y por el distanciamiento del peligro), es el estéril desierto en el que se ha convertido el riquísimo repertorio de lances y de pases heredado de los diestros del pasado. Pero la mayor señal de decadencia de la fiesta es la que ha venido afectando, desde hace ya décadas, a la otrora denominada suerte suprema, hoy día reducida, demasiado a menudo, a un indigno acuchillamiento del burel, que se ejecuta sin ningún recato y de cualquier manera. Por todo ello resulta más que pertinente asomarnos a aquel pasado mítico en el que incluso los personajes bufos y cuasi-circenses como Charlot y Llapisera, Pablo Hidalgo y el ínclito Don Tancredo, destilaban más torería que muchas de las “figuras” de nuestros días. A lo largo de doce capítulos, Pármeno pasa revista, mediante amenas conversaciones, a lo más granado de la torería de su tiempo; desde la cima del escalafón, encabezada por Belmonte y Joselito, hasta los estratos populares en los que pulula la fascinante picaresca de los maletillas trashumantes (como Manuel Suárez el Marinero y Emilio Sodorniz Silvela), los veteranos sin suerte (representados por Enrique Santos Tortero y Ángel Carmona Camisero), los cómicos (como Pablo Hidalgo, Matías Lara Larita, Carmelo Tusquellas Charlot y Rafael Dutrús Llapisera) e incluso el inefable Don Tancredo, la “estatua de marmo” que desafiaba estoico a los bureles. Por supuesto, no olvida Pármeno a las figuras de tronío y a los espadas de cartel de aquellos años, como Rafael el Gallo, Vicente Pastor, Ricardo Torres Bombita, Juan Silvetti (sic) o Enrique Vargas Minuto. Tan pintoresco y variopinto catálogo de personajes asombrosos y memorables tiene un remate cumbre con la entrevista de Pármeno al genial pintor cordobés y hábil garrochista de toros, Julio Romero de Torres. Tratándose pues de una antología de interviús tan ilustrativa y esclarecedora como divertida y gozosa, a propósito de una época –y un lenguaje– de la fiesta de toros irremisiblemente perdidos, vale la pena hacer referencia al contenido de sus doce amenos capítulos, reproduciendo algunas frases de las más reveladoras o asombrosas conversaciones que Pármeno ha sabido captar, onomatopéyicamente, con todo el gracejo y la sabiduría de aquellos toreros de leyenda.


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Los primeros que tienen la palabra son las dos cumbres de la torería de su época, Juan Belmonte y José Gómez Ortega. El pasmo de Triana sintetiza así su revolución taurina: Yo no sé las reglas, ni tengo reglas, ni creo en las reglas. Yo ‘siento’ el toreo, y, sin fijarme en reglas, lo ejecuto a mi modo. Eso de los terrenos, el del bicho y el del hombre, me parece una papa. Si el matador domina al toro, to’ el terreno es del matador. Y si el toro domina al matador, to’ el terreno es del toro.

Por su parte, Joselito afronta sin inmutarse una polémica pregunta del entrevistador: “¿le exige usted toros chicos a las empresas?”, a lo que Gallito responde que no, pero aclara con sencillez e implacable lógica: Figúrese que le presentan tres platos de durse, uno muy grande, otro muy chico y otro mediano… ¿Cuá escogería usté?... Er grande le estomaga y el chico no le deja satisfecho. ¿No escogería er mediano, que le yena sin indigestarle?

El hermano del “rey de los toreros”, el divino calvo Rafael Gómez el Gallo, se defiende con lujo de gracia y sinceridad de quienes piensan que lo suyo son “las espantás”, con una frase memorable: La verdá, yo no me azusto de un tuerto, ni de un entierro, ni de una “bicha”, pero con a un toro como er de Irún o frente a un publiquito revolusionao, me zurro iguá que un niño de teta. Vicente Pastor tampoco se corta cuando Pármeno le pide: “—Si a usted no le molestase, charlemos del miedo”. “— ¿Molestarme? ¿Por qué?... ¡Si a mí el miedo ni siquiera me deja ir a la plaza de parroquiano’! (…) No hay uno que se vista de luces y tenga sentido común que no tiemble como un azogao. El único que no tiembla es el toro”.

Martín Vázquez, prodigioso y letal estoqueador que sabía matar toros de manera intuitiva, nos narra su proceso de aprendizaje, en el que no tuvo maestro, sino maestra:


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Una vaca que sabía más que Meslín (…) toreá y retoreá, y en dies minuto me enseñó con los pitones lo que hubiera podío enseñarme un catedrático…

El malagueño Matías Lara Larita, torero de valor temerario y de maneras burdas y groseras, gozó de no poca popularidad, más por sus desplantes chulescos que por sus virtudes toreras, como lo demuestra la siguiente declaración de principios: Toa la afisión sabe que sin un cabayo entre las piernas, un duro en el borsiyo y unas copas en el buche, Larita no sería Larita.

De aquellos años heroicos no podían faltar, por supuesto, alusiones a la legendaria vacada de Miura; el sevillano Enrique Vargas Minuto (llamado así por la brevedad de su talla) no dudaba en calificarlos como “¡Intoreables!... que er toro de Miura no es tan bruto como los demás toros. Tiene inteligensia. Y si le da usté inteligensia a un toro, ¿qué va usté a dejarle al mataor?” Por su parte, don Ricardo Torres Bombita, “caballero amigo de exquisiteces, bien apersonado, fino de gustos, de trato señoril”, tenía la siguiente opinión sobre los toros miureños: No son el cólera los miuras. A mí sólo me hirió uno, Pañero, y tengo 27 sicatrises. (…) Una cornada muy desente (…) Salió el Pañero con la velosidá de un automóvil. Dio dos vueltesitas; tomó, engañado, una vara en los tersios, y esa vara le enseñó más que diez cursos en una Universidá…

Emilio Sodorniz Silvela, un luchador callejero y sin fortuna y maletilla megalómano, se queja con amargura de que los ases no le permitieron colocarse: El señor Rodolfo Gaona, propietario y miyonarísimo, a un bohemio como yo –porque no me puedo desinar como golfo, sino como bohemio, o séase periodista vendedor– le ha cerrado el camino con rentoyes y hechos de asurda notoriedaz (…) y añada que en el delito le ayudó Juan Belmonte… que es mi enemigo en la plaza de Madrí…


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Considerable protagonismo concede Pármeno en su antología a la troupé de toreros bufos que encabezaba Carmelo Tusquellas, llamado Charlot por su imitación del genial cómico inglés, y quien se inició en el toreo bufo sustituyendo precisamente a Chaplin en una función en Barcelona en la que el verdadero Charlot debía filmar una faena chusca a un becerro. Su camarada y frecuente “patiño”, Rafael Dutrús Llapisera, era, según su propia descripción, “un artista de ispiración. Voy a la plaza sin saber lo que he de ejecutar. Y sale el toro y me ispiro… Tengo ‘ocurrencias cómicas momentáneas’… como el invento mío de más celebridá: el molinete triple o el molinete interminable, porque dura lo que yo quiero…” Un lugar aparte merece el inefable don Tancredo León Pedro Blas Juan López y Martín, creador inmortal de “una atracción de asolutísima novedá” (realizada por primera vez en Valencia, a su regreso de Cuba): “la de que un hombre, que se yama Tancredo, aguante, subido en un pedestá, y amarrao de pies y manos, la arrancá de un toro”. Con este trepidante espectáculo taurino, al que le incorporó luego algunas originales variantes (como la de hacer “el tancredo” envuelto en yerbas para que el toro comiera de ellas), don Tancredo se hizo de gran fama, pero también de una cauda de imitadores que acabaron por fastidiar a la afición. La torería americana está representada en el libro por nuestro paisano Juan Silvetti (sic), el “suicida” como lo califica Pármeno, quien declara con desparpajo: En Morelia me hirió un bicho… me clavó un pitón en el muslo y me derrivó. Ahora, que yo le clavé el estoque en la péndolas y lo derribé también… ¡Me alegré más aqueya tarde!... Yo estaba deseandito que me hirieran pa probar que era un torero de verdá, pa que viesen que no tenía miedo y pa lusir la sicatrís. Un matador sin cornás, ¿en qué va a poner su orguyo?... Y no hay que asustarse, porque el papel del toro es repartir cornás, lo mismo que el papel del matador es repartir volapiés.

Cierran la antología de conversaciones con los protagonistas de la fiesta, las voces de dos diestros veteranos cuyas trayectorias no fueron coronadas con el éxito, pero que pese a ello no dejan de añorar sus buenos tiempos. El esforzado Enrique Santos Tortero, quien en su juventud conoció lo mismo


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la gloria y el dinero, que las cornadas y los fracasos, no renuncia a una nueva oportunidad que lo reivindique: Que me den quince días pa prepararme y que me echen (a los “fenómenos”). Si tó lo que hacen lo hasía yo por los pueblos de mi infancia. Joselito es un copiadó de Bombita, que imitó a Guerrita… y Guerrita fue el adulteradó der toreo serio… Que me los echen a los dos, y que un jurao de afisionaos castisos diga dónde está la verdá.

Otro veterano, Paco Frascuelo, hermano del gran Salvador Sánchez, no duda en valorar a los toreros “modernos”, pero sin dejar de añorar “tiempos mejores”: Hoy, Belmonte torea con un aroma que da gloria y Joselito se defiende y domina como un sabio; pero también conosí yo en mi juventú a gente de aroma y gente sabia. ¡Si hubiera usté visto a Curro Cúchares!...

Como bien se dice: “lo bien toreao, bien arrematao” y en tal tenor, cierra el magnífico desfile de testimonios el dedicado a un personaje de “tronío”, Julio Romero de Torres, “pintor formidable, que con una escandalosísima audacia se mete en los cotos artísticos de los cantaores, los bailaores y los toreros”. Y al respecto, el gran artista cordobés no tiene empacho en confesar: No le oculto que he cantado, he bailado y he picado; pero sin pretensiones vanidosas. Una vez por ganarme la vida, y las demás, en momentos de buen humor, por divertirme y por fortalecer mi cuerpo. La higiene no es cosa despreciable.” Y añade: “con el capote me ‘baña’ cualquier novillero. Ahora que, toreando a caballo… Perdóneme la inmodestia pero dicen que tengo que ver. Como es uno buen jinete, y como disfruta uno de un gran brazo y de bastante habilidad, y como hay en uno afición…


Juan Belmonte, matador de toros Su vida y sus hazañas Manuel Chaves Nogales Editorial Estampa Madrid, 1935

H umberto R uiz P rado Escribir sobre este libro no es tarea fácil, ya que son muchos los que lo han hecho desde su publicación original en 1935, efectuada en la revista Estampa mediante entregas semanales y con la publicación finalmente en formato de libro a finales de ese mismo año. Desde entonces se conocen al menos 15 ediciones, de las cuales cinco son traducciones al inglés, dos al francés y las demás en castellano, como bien lo señala la académica española María Isabel Cintas Guillén, en su página web dedicada a Manuel Chaves Nogales. Manuel Chaves Nogales fue un reconocido periodista sevillano nacido en 1897. A partir de los años 20 del pasado siglo se dedicó a la actividad periodística, destacando sus escritos sobre la vida española antes de la Guerra Civil, la Revolución Rusa y la presencia en el panorama europeo del nazismo y el fascismo. Al inicio de la Guerra Civil salió desterrado de España rumbo a Francia, por haber defendido expresamente a la República. Finalmente, murió en Londres en 1944. Es importante precisar que Chaves Nogales no era aficionado a los toros; sin embargo, su oficio de periodista lo acercó a Juan Belmonte, de quien supo captar su esencia, que luego transformó en una gran obra biográfica de trazos novelescos, que va narrando las anécdotas del torero desde su infancia hasta poco antes de su retiro. L os

años heroicos

En los primeros capítulos del libro nos sitúa el autor en el barrio sevillano de Triana, donde creció Belmonte en el seno de una familia humilde que 10


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vivía del negocio del padre, dedicado a la venta de quincalla. En esos primeros años de su vida, en los que Belmonte iba descubriendo el mundo a través de las calles de Triana –el mercado y todo lo que en éste se movía–, se lanzó a las aventuras que le fueron forjando el carácter. Fue en ese tiempo, cuando apenas contaba con dos años de edad, cuando se produjo su primer recuerdo taurino: la muerte del Espartero, hecho que lo marcó y lo impresionó vivamente; no lo entendió entonces, pero se contagió de la tristeza colectiva. Otro momento que también le marcó fue la muerte de su madre, que lo enfrentó a la soledad, al desconsuelo, al vacío. A la edad de ocho años dejó los estudios, por lo que solamente aprendió a leer y escribir. Entonces su padre lo llevó a trabajar al negocio de quincalla, pero se enfrentó a su inseguridad; por un lado le temía a todo lo que veía a su alrededor, pero por otro le atraía ese mundo de bullicio, aventuras y retos. En medio de ese ambiente se abrió paso en la vida. Entre los ocho y 11 años solía acompañar cada tarde a su padre a un café, donde aprendió las cosas de la hombría, como el valor de la palabra empeñada en medio de un ambiente machista. Como todo niño de la época no podía faltar jugar al toro, pero aún no pensaba en que algún día sería torero. Chaves Nogales nos sumerge en el mundo de la fantasía que vivía Belmonte en esta época, alimentada de la lectura de historietas de aventuras que le llegaron a obsesionar, al grado de querer lanzarse a la aventura al África para cazar leones. El relato de esta aventura nos presenta a un Belmonte decidido, valiente, aventurero, pero a la vez indefenso ante el mundo. Descubrió entonces que el mundo no era fácil, que se pasa hambre, frío, temor, incertidumbre. Finalmente, en su viaje solo llegó a Cádiz, regresando derrotado y temeroso de enfrentar nuevamente su mundo del barrio de Triana. Entonces Belmonte se refugió en el toreo de salón, como un escape de la realidad; fue la primera vez que se planteó realmente ser torero y se sintió con el valor de decírselo a todos, pero aun con muchas dudas interiores. Poco a poco se le fueron presentando oportunidades de probar suerte ante un animal. La primera vez fue ante un becerro con el que pudo prac-


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ticar todo el repertorio aprendido en el toreo de salón; resalta en el relato la emoción del momento, la alegría y el orgullo de haberlo podido hacer. A lo largo de su formación como hombre y como torero, Belmonte se alejó de los caminos tradicionales y ortodoxos, yéndose por otros. No se identificaba con los torerillos postineros y tampoco buscó la ayuda de las personas del medio taurino, de las tertulias, los apoderados, los conocedores. En cambio, se juntaba con un grupo de zangalones, agrios y crueles, que reconocían en Antonio Montes su inspiración y no reconocían valor en Bombita y Machaquito, que eran las figuras del momento. El autor se vale de los relatos de Belmonte con este singular grupo, para describirnos cómo se fue gestando su forma de torear. Sus constantes escapadas con otros maletillas a la dehesa de Tablada, sorteando toda clase de obstáculos: el Guadalquivir, los guardas, la Guardia Civil, la oscuridad, el cansancio, el campo abierto, las heridas y, finalmente, el ganado de media casta. Toreando desnudos con una chaqueta, esquivando las embestidas de aquel ganado que les rozaba la piel, pero que también les llenaba el alma de ilusiones, de deseos de ser toreros. Belmonte fue descubriendo su estilo, que no era producto de la arbitrariedad, sino de la necesidad, las circunstancias y las condiciones que imponía el toreo nocturno en la dehesa de Tablada. Así lo dice Belmonte a través de la pluma de Chaves Nogales: …y si yo toreaba como lo hacía era porque en el campo, y de noche, había que torear así. Era preciso seguir con atención todo el viaje del toro, porque si se despegaba se perdía en la obscuridad de la noche y luego era peligroso recogerlo; como toreábamos con una simple chaqueta, había que llevar al toro muy ceñido y toreado.

El camino hacia la alternativa no fue fácil. Belmonte tomó el camino de las capeas, de los festejos de poca importancia, sin buscar el cobijo de algún ganadero. Seguía la anarquía dictada por aquel grupo singular del barrio de Triana. No gustaba de ir a los tentaderos, continuando su formación taurina pasando por penurias y aventuras, sin llegar a ninguna parte. Fue entonces cuando su padre lo puso en contacto con su compadre,


Los toreros. Glorias y tragedias  13

el banderillero Calderón, quien aconsejó a Belmonte dejar las andadas nocturnas y que de una buena vez se dejara ver en un buen tentadero, y finalmente accedió a acudir a la ganadería de don Félix Urcola. Como resultado de la actuación de Belmonte, los invitados concluyeron que se trataba de un torero valiente, pero torpe para quitarse al toro de encima. Sin embargo, poco a poco el nombre de Belmonte empezó a oírse más, aunque apenas le alcanzó para su primera contratación, en la que el propio torero debía pagar el alquiler de su traje, llevar un banderillero, viajar a Elva, Portugal y además entrando al cartel sustituyendo a un torerillo anunciado como Montes II, por lo que su nombre ni siquiera apareció en los carteles. En aquel festejo la suerte que le tocó ejecutar a Belmonte fue un par de banderillas a porta gayola, que ejecutó como buenamente pudo, para salir del apuro. La primera vez que estoqueó un toro fue el 24 de julio de 1910, en Arahal, provincia de Sevilla; a su primer astado lo mató de una estocada entera después de haber estado muy valiente en la lidia. Al segundo lo pinchó infinidad de veces, pero dejó buena impresión entre los aficionados. Esta actuación le abrió las puertas de Sevilla, donde se presentó al lado de Bombita IV y Pilín, con una buena actuación –según dice el mismo Belmonte–, pero sin tanto impacto en el medio taurino sevillano. Sin embargo, en Triana, Belmonte ya era un torerillo de renombre y comenzaba a rodearse de amiguillos, de nuevas relaciones, de mujeres. Fue entonces cuando se enamoró de una mujer casada, relación que le hizo cambiar radicalmente, dejando a un lado la obsesión de ser torero. Vivía para ella y por ella; no entrenaba, no dormía, no comía y ya no pensaba en ser torero. En tales condiciones toreó en Sevilla dos toros muy difíciles y fracasó rotundamente. Existe una fotografía de esa tarde, en la que Belmonte se ve frente al toro cogiéndole uno de los pitones y Chaves Nogales nos cuenta que Juan le gritaba en su desesperación al toro: “¡Mátame, asesino; mátame!”. Ante tal desastre, Belmonte dejó de lado su ilusión de ser torero, pero debido a su gran determinación por salir adelante y no perderse del todo, se fue a trabajar como jornalero en las obras para desviar el cauce del río Guadalquivir; su trabajo consistía en darle aire a un buzo que trabajaba bajo el agua. Una vez pasado el invierno le volvió la ilusión por el toreo, pero ya nadie se acordaba de él; solo Calderón seguía pensando que


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Belmonte podía ser torero. Finalmente, consiguió actuar como sobresaliente en Valencia, donde estuvo realmente valiente, pero nuevamente le costó que lo repitieran. La oportunidad se presentó poco tiempo después, cuando lidió un par de astados cornalones con los que nuevamente estuvo valentísimo, llevándose una cornada. Ya para este tiempo empezaba la polémica sobre si Belmonte era un loco temerario o realmente un gran torero. La narración de la consagración como novillero de Belmonte es extraordinaria. Nos deja ver los momentos de duda, de miedo, de temor de un torero antes de afrontar un compromiso y cómo éstos se transforman en valor, en sentimiento, en expresión, en arte, en comunión con los aficionados, en triunfo. Sin duda aquel 21 de julio de 1912 fue inolvidable para el torero y los aficionados que se alzaron con el grito de ¡Viva Belmonte! A partir de entonces Belmonte no paró de torear. Poco a poco fue dejando su época heroica, llena de pasajes y aventuras, para seguir los rumbos de los compromisos taurinos, las plazas de toros, el contacto con la gente y el nacimiento del mito de Juan Belmonte. Todo lo que se decía era producto del impacto que habían causado sus actuaciones, tanto para los que decían que era bueno como para los que no. Como dijo Rafael Guerra Guerrita: Darse prisa a verlo torear, porque el que no lo vea pronto, no lo verá.

Su presentación en Madrid fue el 26 de marzo de 1913, con buenos resultados, pero su consagración definitiva en esta plaza sucedió unos días después –en el mes de abril–, cuando Belmonte demostró ante la afición su nueva forma de torear, que rompía con todas las reglas establecidas. Por la importancia que este cambio tuvo en la tauromaquia moderna, qué mejor que transcribir el texto, tal como lo explica Belmonte a través de la pluma de Chaves Nogales: Se regía entonces el toreo por aquel pintoresco axioma lagartijero de “Te pones aquí y te quitas tú o te quita el toro”. Yo venía a demostrar que esto no era tan evidente como parecía: “Te pones aquí y no te quitas tú ni te quita el toro, si sabes torear”.


Los toreros. Glorias y tragedias  15

Ya cerca del fin de la temporada española, Belmonte tomó la alternativa el 16 de octubre de manos de Machaquito, con el testimonio de Rafael el Gallo. Fue una tarde accidentada, pues salieron 11 toros al ruedo y no hubo mayor triunfo de los espadas. Belmonte emprendió un viaje a México recién alternativado. En el libro se le dedican dos capítulos a sus recorridos por tierras americanas, en las que resalta –y le sorprende– lo revuelto del ambiente mexicano de entonces. Se rodeó de riquillos juerguistas, se dejó querer, se enamoraban las mujeres de él, se las dio de galán. También conoció a los generales de la Revolución, quienes en medio de las copas y luego de una comida, involucraron a Belmonte en una carrera de coches que por poco le cuesta la vida. Ante todo esto Belmonte solo pudo concluir: “En México todos están locos”. En lo taurino, Belmonte resalta la importancia de la competencia para entusiasmar a los públicos, ya que tuvo oportunidad de rivalizar con Rodolfo Gaona en varias corridas. Durante su estancia en nuestro país no solo toreó en la Ciudad de México, ya que también lo hizo en Puebla, Veracruz, Guadalajara, San Luis Potosí y Nogales, triunfando en la mayoría de estas plazas. Para Belmonte España era la contención, el freno a los instintos, el tacto, la prudencia, la tenacidad, el sentido de continuidad. México era todo lo contrario. B elmonte

y

J oselito

En 1914 comenzaron a torear juntos, naciendo su rivalidad en los ruedos y fuera de ellos. El público se dividió entre belmontistas y gallistas, con posturas irreconciliables que tarde a tarde se confirmaban y se acrecentaban. Joselito era el torero que todo lo sabía, que todo lo podía; un semidiós juvenil. Llegó al toreo jugando, rodeado de gozo, mimado, aclamado, y se tornó muy vanidoso. Ante él Belmonte parecía un simple mortal que tenía que hacer un gran esfuerzo para triunfar. En aquel año de 1914 logró un gran triunfo en Madrid, alternando con Rafael el Gallo y con Joselito. En 1915 toreó 90 corridas de las 115 que tenía contratadas, en 68


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de las cuales hizo el paseíllo al lado de Joselito. En el siguiente año toreó treinta y tantas tardes a su lado; los públicos querían verlos enfrentarse y abarrotaban tarde a tarde los tendidos. Es de resaltar el relato que hace Chaves Nogales de la corrida del 21 de junio de 1917 en Madrid, en la que Belmonte alternó con Gaona y Joselito. Conforme transcurría la tarde estos dos fueron borrando al trianero hasta el punto de que el público llegó a decir: “dejen solos a Gaona y Joselito; ¡fuera Belmonte!” Los tercios de quites habían sido maravillosos, y en el toro de Juan alternaron los tres diestros en quites; aquello era un hervidero. Belmonte, lleno de amor propio, salió a darlo todo y dejándose llevar por lo que sentía, logró un gran triunfo que él mismo calificaba como la mejor faena de su vida. Ya para el año 1919 los aficionados comenzaban a cansarse de la dupla Belmonte-Joselito; la facilidad de ambos ante el toro ya no impactaba igual. Esto fue más marcado en José y por ello la exigencia creció; había cansancio y fastidio. Sin embargo, fue en este ambiente cuando ambos se acercaron, compartieron tardes de toros, patios de cuadrillas, trenes y hoteles. Su relación se humanizó; Joselito se hizo hombre, maduró; y cuando se encontraban fuera de la plaza, los dos toreros charlaban con fraternidad y cariño. Intimaron, y Joselito le contaba a Juan sobre sus amores y desamores, sobre los problemas de la vida. Hasta que llegó la fatídica tarde del 16 de mayo de 1920. Belmonte no daba crédito a las primeras noticias de la muerte de Joselito y después de confirmarlo no pudo asimilar la noticia; sentía que había muerto una parte de él y lloró como nunca lo había hecho. Sin embargo, se tuvo que sobreponer pronto, pues dos días después hizo el paseíllo en Madrid y triunfó. La afición se adormeció ante el impacto de la muerte de Joselito, pues ya no presionaba tanto a Belmonte. Para Juan, la falta de José representaba cargar con todo el peso de las corridas y esto lo agotó. Comprendió que a pesar de la rivalidad, se necesitaban y se complementaban. Nada sería igual después de Talavera de la Reina.


Los toreros. Glorias y tragedias  17

La

vida privada de

B elmonte

y el miedo

El salto a la fama lo enfrentó a nuevos retos; todo lo que hacía se conocía públicamente, nada pasaba inadvertido; la gente se enteraba si había comprado una bañera, si le regalaron un caballo, si había salido a pasear en él por las calles de Triana, etcétera.; por ello decidió mudarse a Madrid, para tratar de llevar una vida normal. Ya en Madrid buscó a sus amigos los intelectuales, como Ramón del Valle Inclán, Pérez de Ayala o Sebastián Miranda. Incluso, para pasar desapercibido decidió un día entrar a una barbería y cortarse la coleta. En otra parte del libro aborda el trajín del torero durante una temporada. Las primeras corridas eran en primavera y para el verano el ritmo se intensificaba, toreando tres o cuatro veces por semana, feria tras feria, viaje tras viaje, largas jornadas de un lugar a otro, recorriendo toda España; el cansancio era mucho. Los triunfos ayudaban a sobreponerse, pero cuando se fracasaba la recuperación anímica no siempre era tan rápida. Cuando llegaba la última corrida, Belmonte dudaba: “¿Qué es mejor, ser torero de verano o torero de invierno?” Es muy interesante la reflexión que hace Belmonte sobre el miedo, que aparece sigilosamente por la mañana antes de torear, se instala, se siente, se manifiesta físicamente, se suda, crece la barba, se dilatan los poros; todo es más sensible. Belmonte entabla un diálogo con el miedo, le habla, le argumenta, lo refuta, lo cuestiona, lo confronta; parece entonces que el miedo le gana la partida. Finalmente supera este primer episodio cuando se viste de luces, pero el miedo sigue presente; continúa el diálogo y no se disipa hasta que sale el toro; ahora sí ya no hay tiempo para reflexiones, pues la faena transcurre instintivamente hasta la muerte del toro. Finalmente, concluye diciendo: “Ponerse sin decisión ante los cuernos del toro es fatalmente perder la partida”. Al finalizar la temporada de 1917 Belmonte decidió viajar a Lima; una nueva aventura americana, que además de grandes triunfos taurinos resultó trascendental, porque fue donde conoció a su mujer, con la que


18  El toreo entre libros

se casó poco tiempo después. Es curioso descubrir que a Belmonte no le gustaban las bodas, bautizos, comuniones y demás festejos, por lo que se casó por poderes con su mujer, mientras él toreaba en Venezuela. Viajó con ella por Argentina, para después regresar a España y seguir con su temporada europea. L os

últimos años

A finales del año 1921 volvió a torear en México sin mucho éxito; reconociendo que se quedó en deuda con la gran afición mexicana, poco después anunció su retiro. Compró una finca y se hizo ganadero, pero la vida del campo no le llenaba y decidió volver a los toros. Lo hizo en un festival toreando a caballo en Sevilla, en 1924. En los años siguientes siguió toreando, aunque ya no con la misma intensidad; sin embargo, conquistó triunfos importantes. En 1927 recibió una grave cornada en Barcelona, por lo que su familia lo presionó para que dejara de torear. Finalmente se retiró a su finca de Utrera, donde pasó varios años muy felices, viendo crecer a sus hijas. Pero don Juan, como ya lo llamaban, seguía siendo torero y no se dio la oportunidad de ser feliz; le daba miedo esa felicidad. Además, su mujer enfermó, por lo que buscó en el toreo un escape a todo ello. Reapareció nuevamente en 1934. El público lo recibió bien, pero con cierta reserva. Belmonte enfrentaba las corridas con más angustias y dificultades que nunca. Así transcurrió aquella temporada, que también estuvo marcada por tiempos difíciles para los españoles. Percibió una gran preocupación por el dinero, que se traducía en que el público fuera más reflexivo ante la actuación de los toreros; se tornó más frío, pues ya no veía la explosión de pasiones de sus primeros años como torero. Con estas reflexiones Belmonte termina su narración y da paso a un epílogo que titula “Una teoría del toreo”, en la que analiza varios conceptos: a. La técnica del toreo campero. El primer problema consiste en lograr que el toro embista a campo abierto, pues lo normal es que no lo haga. Para ello, Belmonte y su cuadrilla se ponían en línea con la querencia natural del astado, obligándolo a esquivarlos una y otra vez hasta evitar que huyera


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y logrando que embistiera. Belmonte cree que no inventaron nada, pues piensa que el toreo primitivo debió desarrollarse de manera similar. b. La decadencia del toreo. Belmonte afirma que cada día las corridas interesan menos, ya que al toro se le ha vencido; se le torea con tal perfección que la emoción es menor. En sus palabras: “Subsiste la belleza de la fiesta; pero el elemento dramático, la emoción, la angustia sublime de la lucha salvaje se ha perdido. Y la fiesta está en decadencia. La técnica del toreo es cada vez más perfecta. Se torea cada día mejor, más cerca, más artísticamente. Como no se ha toreado nunca”. Palabras de los años 30 del siglo xx que hoy, entrado el siglo xxi, siguen vigentes. c. El toro de lidia. Al respecto, dice que el toro ha venido evolucionando, ya que de una bestia ilidiable para crear arte, se ha llegado a un toro que ha aprendido a ser toreado. Incluso afirma que los toros de lidia son productos creados igual que un automóvil: se fabrican tal y como los públicos los quieren. Matiza su comentario expresando que no quiere decir que el toro tenga menos riesgo, poder y bravura. Continúa con su análisis diciendo que los toros de sus años finales como torero eran bravos, fuertes, que su pelea en el caballo era más intensa, a pesar del peto; también dice que la alimentación mejoró y por ello el toro ganó en fuerza. Concluye que no se le ha quitado bravura, pero se le ha restado nervio.

Vistos estos comentarios con ojos de aficionado mexicano del siglo xxi, parece que hoy sí nos acercamos más a esos toros inferiores en bravura, poder y riesgo. Por ello, creo que vale la pena, para rematar esta reseña, compartir de forma completa lo que Belmonte nos dice sobre el porvenir de la lidia: A mi juicio, no hay más que dos salidas: o el público sigue siendo partidario de las corridas vistosas y la lidia afiligranada, exacta e igual, a que se ha llegado, o hay que volver atrás, dar armas al enemigo, acumular dificultades en el toro en vez de quitárselas. Pongamos a lidiar toros viejos, resabiados, broncos, ilidiables. La fiesta quizá vuelva a encender así los antiguos apasionamientos: pero entonces, ¡adiós la


20  El toreo entre libros

torería actual!, ¡adiós la filigrana y la maravilla del toreo! ¡Volveremos a los tiempos en que se cazaba al toro como buenamente se podía! Yo no sé si el aficionado de hoy se divertiría viendo torear como toreaba Pepe-Hillo. Creo sinceramente que no. Como creo también que toros como los que Pepe-Hillo mataba no los torearían como acostumbran los toreros de ahora y, es más, el mismo público los devolvería a los corrales por considerarlos ilidiables. Esta es, según mi leal saber y entender, la situación en que el arte de lidiar toros se halla. El público dirá lo que prefiere, y los toreros se jugarán la vida por conquistar su aplauso en el terreno y en las condiciones que el gusto de la muchedumbre exija. Es lo que ha ocurrido siempre y lo que seguirá ocurriendo. Para mí, aparte estas cuestiones técnicas, lo más importante en la lidia, sean cuales fueren los términos en que el combate se plantee, es el acento personal que en ella pone el lidiador. Es decir, el estilo. El estilo es también el toreo. Es la versión que el espectáculo de la lucha del hombre sobre la bestia, viejo como el mundo, toma a través de un temperamento, de una manera de ser, de un espíritu. Se torea como se es. Esto es lo importante. Que la íntima emoción traspase el juego de la lidia. Que al torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga esa sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual que el hombre siente cada vez que el ejercicio de su arte, el suyo peculiar, por ínfimo y humilde que sea, le hace sentir el aletazo de la Divinidad.


Mis veinte años de torero El libro íntimo de Rodolfo Gaona Carlos Quirós Monosabio

Biblioteca Popular de El Universal Tercera edición México, D.F, 1925

H umberto R uiz Q uiroz He escogido para incluir en esta publicación que hace Bibliófilos Taurinos de México, una obra muy amena e interesante, y que además fue el primer libro de tema taurino que leí en mi vida, cuando estaba entrando a la adolescencia. Existía en mi casa porque lo habían regalado años atrás a la familia de mi padre, quien a su vez me lo obsequió cuando vio mi afición a la fiesta de los toros y a los datos históricos de esa actividad. El autor, Carlos Quirós, quien usaba también el seudónimo de Monosabio, redactó la obra con base en hechos que él presenció, como fueron numerosas corridas en las que actuó Rodolfo, pero que fueron descritas al autor por el leonés, para que expresara cómo las vivió, las valoró y las recordaba, por lo que vienen escritas en primera persona. La obra fue escrita antes del famoso 12 de abril de 1925, fecha en la que el Indio Grande dijo adiós a la afición mexicana y a todo el mundo taurino. Rodolfo nos narra que hasta 1897, cuando tenía nueve años, nunca había visto una corrida, pero ese año vio en su tierra natal, León, Guanajuato, un festejo taurino en el que actuó un diestro llamado Santiago Gil Pimienta y en el que sufrió una de sus múltiples cornadas Arcadio Ramírez Reverte Mexicano; sin embargo, el diestro que más le gustó a Rodolfo fue José Palomar Caro Grande. A partir de entonces anduvo en aventuras en pueblos y ranchos, para ver si se hacía torero profesional, pero ante las dificultades estuvo a punto de abandonar sus ilusiones taurinas, cuando llegó a León –por 1903 o 1904– Saturnino Frutos Ojitos, antiguo banderillero de Salvador Sánchez 21


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Frascuelo, quien andaba en busca de muchachos que quisieran ser toreros para formar una cuadrilla, convenciendo a la madre de Rodolfo para que le diera permiso de afiliarse a la cuadrilla que estaba formando, pues él requería del permiso paterno de los que quisieran formar parte de su grupo de incipientes toreros. Ojitos formó su grupo con Samuel Solís, Carlos Lombardini, Rodolfo Gaona y otros más que no llegaron a matadores, como sí lo hicieron los tres nombrados. Después de un año de aprendizaje teórico, acudieron a una hacienda llamada Santa Rosa para el aprendizaje práctico; ahí, Ojitos les explicó las querencias naturales y accidentales de los toros, los terrenos de la lidia y las suertes en cada tercio de ella. Además, les explicó no solo las características de los toros, sino cómo realizar las suertes en los tres tercios de la lidia. La primera actuación de Rodolfo fue precisamente en León; después en Celaya, El Oro, Acámbaro y otros pueblos en los años 1904 o 1905. Después de eso, los primeros integrantes de la cuadrilla se disgregaron y solo quedaron Rodolfo y Refulgente Álvarez. En septiembre de 1907 se presentó en la antigua Plaza México de la Ciudad de México la cuadrilla de Ojitos, cuyos matadores eran Gaona y Antonio Ortega, y aunque la novillada se suspendió por lluvia, como dice Rodolfo, echó los cimientos de su cartel en México. Actuó en otra novillada y en varias corridas formales celebradas en la plaza de El Toreo, matando dos novillos al final de cada una de ellas. Después de esas triunfales actuaciones, Rodolfo se fue con Ojitos a España, para actuar, no en una cuadrilla formada conjuntamente con algún otro diestro, sino alternando con otros toreros contratados por las empresas de aquel país, y para ello deseaba tomar la alternativa de inmediato, pues se consideraba suficientemente preparado para ello. Indalecio Mosquera, el gallego que era empresario de la plaza madrileña, no quiso contratarlo para que actuara como matador y ante la persistente negativa de dicho personaje, Ojitos decidió dar una corrida en la plaza de Tetuán de las Victorias, barrio de la ciudad de Madrid, donde había un coso al que los enemigos del empresario Mosquera iban con gusto.


Los toreros. Glorias y tragedias  23

En ese festejo, que tuvo lugar el 31 de mayo de 1908, el matador Manuel Lara Jerezano otorgó la alternativa a Rodolfo. La plaza se llenó, a lo que contribuyeron los aficionados y periodistas enemigos del empresario Mosquera. La actuación de Rodolfo fue un éxito y fue tratado esplendorosamente por la prensa; pero ante la negativa del empresario Mosquera para contratarlo, volvió a torear en Tetuán como único matador, estoqueando cuatro toros de Peñalver, con los que tuvo un éxito mayor que en su alternativa. Por fin, el empresario Mosquera dio su brazo a torcer ante los éxitos de Rodolfo en las pequeñas plazas de la provincia madrileña y lo contrató para que confirmara su alternativa, lo que sucedió el 5 de julio de ese mismo año de 1908, de manos de Juan Sal Saleri y en la que actuó como testigo Tomás Alarcón Mazzantinito. En esa corrida tuvo Rodolfo su primer triunfo grande en España, ya que salió en hombros hasta la Puerta de Alcalá. Repitió el domingo siguiente en un mano a mano con Vicente Pastor, con toros de Carvajal, y su siguiente tarde fue nada menos que con Ricardo Torres Bombita y Rafael González Machaquito en la plaza de Vista Alegre, con toros del Marqués de Castellones. Era la primera vez que alternaba con dos grandes figuras; el primero lo ayudó mucho, mientras que el diestro cordobés le impedía hacer quites, pero Gaona era entonces demasiado joven para tratar de meter al orden a Machaquito. Todavía toreó una corrida más en Vista Alegre, con Minuto y con Camisero, pero Ojitos ya no quiso que actuara más y suspendió su temporada sin contratar ninguna otra actuación. Gaona dejó un magnífico recuerdo en Madrid y fue muy elogiado por cronistas y escritores como Amado Nervo, entonces secretario de nuestra legación en España; y todavía lidió a puerta cerrada dos toros de Bañuelos en la placita de Puerta de Hierro, a la que fueron invitados Mazzantini, diversos críticos y otros toreros. Aunque los toros resultaron mansos, salió bien la prueba y los periódicos hablaron elogiosamente del diestro mexicano. En su segundo año en España, que fue además su primera temporada formal en la Madre Patria, actuó en 35 corridas en buenas plazas, pero


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no con grandes honorarios por cada actuación. Además Ojitos, que fue un magnífico descubridor de muchachos con cualidades para ser toreros, y también buen maestro para que fueran perfeccionando sus facultades taurinas, no remuneraba adecuadamente a sus pupilos, y desde que llevó por primera vez a Rodolfo a España, manejó como apoderado a su pupilo, a quien mantenía con lo que cobraba en las corridas; pero sin entregarle ni un centavo adicional de lo que con gran mérito y esfuerzo ganaba. Por otro lado, durante ese segundo viaje y primera temporada formal en España, la estancia de Gaona no empezó en forma agradable, pues el público no lo trataba bien, no porque fueran malas sus actuaciones, sino porque cundió un chisme relativo a que Gaona, en un banquete celebrado en México, había pisoteado la bandera española, lo cual sorprendió a Rodolfo, pues eso era absolutamente falso; había que investigar quién era el autor de esa mentira. Poco después logró enterarse de que su picador Manuel Martínez Riesgo Agujetas y un sobrino de Ojitos de apodo Algeteño, banderillero muy malo, a causa de un pequeño pleito que sostuvo con ellos el día de su santo, en que Rodolfo anduvo de parranda, le inventaron el susodicho cuento que esparcieron en España. Regresaron Gaona y Ojitos a México para la temporada 1909-1910, en la que el diestro leonés tuvo, como él mismo dice, tardes magníficas, buenas, mediocres y malas. Esa temporada estuvo Rodolfo envuelto en un chisme de faldas, relacionado con el suicidio de una mujer al que era ajeno; sin embargo, ciertos periódicos enemigos usaron este hecho para denigrarlo, y hasta que consiguió reaparecer en El Toreo fue recibido con gran ovación y apoyo, al mismo tiempo que se atacaba a algunos periodistas enemigos suyos, que aprovecharon el asunto para atacarlo con saña e injusticia. Aquella temporada de 1909 en España trajo para Rodolfo una tragedia impresionante y conmovedora. Su peón de confianza y además su verdadero amigo, Fernando Romero Lagartijilla, español residente en México, actuaba en la cuadrilla de Gaona en la Plaza de Madrid el 25 de abril de ese año. Al terminar la lidia del quinto toro, Lagartijilla le dijo a otro peón que ya quería que se acabara la corrida, pues no estaba tranquilo, ni lo estaría hasta que se terminara.


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El sexto toro le dio un fuerte revolcón a Gaona, quien fue llevado a la enfermería, aunque regresó poco después severamente aturdido; en tales circunstancias, el de Concha y Sierra, al ser banderilleado por Lagartijilla, le dio a éste una tremenda cornada en la yugular, que como cabe esperar, le quitó la vida, lo cual significó un golpe durísimo para Rodolfo, pues era el único miembro de su cuadrilla con quien tenía una verdadera amistad. El año de 1911 trajo un cambio importante en la vida de Rodolfo, pues dejó de ser apoderado por Ojitos, quien no tomó el hecho en forma tranquila, ya que éste se regresó a México y dejó a su poderdante sin una peseta, aunque el matador deseaba que esa relación terminara al concluir la temporada española. El hecho es perfectamente explicable y justificado, pues Ojitos siempre trató a Rodolfo como un menor de edad a quien solo le entregaba pequeñas cantidades de dinero para sus gastos indispensables y así sucedió al terminar aquella relación profesional, cuando el matador se quedó sin dinero y sin conocer el contenido de sus contratos. Gaona nos dice: No me pasó por el pensamiento que me dejara solo en España, con la temporada encima, sin ninguna orientación y en un medio todavía desconocido para mí.1

Gaona creyó que tendría un nuevo arreglo con Ojitos, quien continuaría como su apoderado, pero no fue así; Ojitos se marchó para México y Gaona se enteró al día siguiente de que ya no estaba en Madrid su apoderado, quien solo le dejó la ropa y cincuenta pesos mexicanos. Así terminó la relación de Rodolfo con su apoderado, quien lo trató como a un ser jurídicamente incapaz, quien durante ese tiempo nunca tuvo control de su patrimonio, ni derecho alguno. En el libro, Rodolfo reconoce el magnífico trabajo y favor que le hizo Ojitos, al convertirlo en matador de toros con alternativa en Madrid y todos los beneficios que de ahí derivaron; pero recalca que siempre lo trató como a un menor de edad, que no tenía derecho a disfrutar de lo que ganaba, ni a decidir sobre los aspectos más elementales de su vida. 1

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Durante aquella temporada de 1911, el propio Gaona se veía a sí mismo como un diestro aún verde, y en tales circunstancias vino a torear en México a finales del año para alternar por primera vez con Antonio Fuentes, a quien consideraba una de las tres figuras del toreo del momento; los otros dos eran Ricardo Torres Bombita y Rafael González Machaquito. Rodolfo fue un gran admirador de Fuentes, a quien calificaba como un torero corto de muchísima calidad, de quien aprendió a matar. De Bombita dice que fue el más valiente que conoció, el más alegre en la plaza, el más voluntarioso, el de más facultades y el mejor compañero. A Machaquito lo consideraba un torero que no tenía sino valor y figura, y que además era un pésimo compañero. En el año de 1912, después de actuar en San Sebastián, toreó en Madrid el domingo de Pascua, sustituyendo a Rafael Gómez El Gallo –quien no pudo llegar–, alternando con Machaquito y con Vicente Pastor. Tras recibir a su primer toro con verónicas, Gaona se echó el capote a la espalda y armó “una revolución” con sus lances de frente por detrás, entusiasmando a todos los presentes. “No los conocían. Los jóvenes creyeron que era un invento mío. Los viejos se rejuvenecieron al ver lo que habían visto cuando chiquillos.” 2 Rodolfo toreó casi todas las tardes del primer abono, pero la recepción del olvidado lance de frente por detrás tuvo tal importancia, que vale la pena transcribir textualmente lo que dijo Gaona al respecto: Los lances de frente por detrás sembraron confusiones. Y al día siguiente, en las crónicas, hubo que ver los esfuerzos de los críticos para darles ajustada denominación, buscando que no se confundieran con el toreo de frente por detrás que se conocía. Y les dieron diversos nombres después de haberse quemado las pestañas para ver cuál era el que convenía. Unos los llamaban de frente por delante; otros, de frente por delante, con el capote por detrás; aquellos afirmaron que era la suerte al costado. Cada quien echó de su ronco pecho lo que quiso. 2

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Hasta que salió Don Pío –que ese año empezó a escribir de toros–, y las llamó gaoneras. Y vinieron las correspondientes protestas y el jaleo a que se entregan los aficionados en estos casos. Dijeron que no podían llamarse gaoneras, porque yo no era el inventor, y eso ya lo hacían Cayetano Sanz y Ángel Pastor. Y se escribió mucho, y se discutió más. Pero Don Pío puso las cosas en claro. Dijo: “–Cuando decimos de frente por detrás ¿no se confunde uno con el procedimiento vulgar y conocido? “Y cuando se dice de frente por delante, con el capote por detrás ¿no es un disparate? “¿Quién entiende eso de frente por delante? “Y ¿no hay diferencia con el lance al costado que vemos en las láminas de Perea y lo que hace Gaona? “¿Sí? “Pues, cuando decimos gaoneras, ya sabemos de qué se trata: que no es lo que vemos hacer todos los días, ni lo que está pintado en La Lidia. “Y lo que se necesita es claridad, y que nos entiendan todos. “Por lo demás, si Gaona no ha sido el inventor de esa suerte, sí es Gaona quien la ha restaurado. “Y debe llevar el nombre de quien la sacó del olvido.” Así quedaron las cosas. Fueron gaoneras y por gaoneras conocen todos esa suerte y así la seguirán conociendo, por más que hoy se nota un movimiento para quitarles ese nombre. Pero, será en balde. Esa ya está ejecutoriado (sic). Y pasarán los años. Y por más que se hable de la suerte de frente por detrás, no faltará quien salga llamándola: ¡Gaonera!....


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Lo cierto del caso es, que desde entonces, el procedimiento por todos empleado para torear de frente por detrás –haciendo una carrerita en semicírculo en sentido inverso al viaje de toro–, se murió. Nadie volvió a practicarlo. Desde entonces, hay que parar, y aguantar, y mandar con los brazos, y presentar el pecho a los pitones.3

Actualmente en México, en España y en todo el mundo taurino, a ese lance se le conoce y llama como la gaonera. Rodolfo consideró que el primer gran año que tuvo en España fue el de 1912 y que fue trascendental la tarde del 21 de abril, en la feria de Sevilla; nos dice que en esa ocasión realizó la mejor faena de todas las que le vieron los públicos españoles, a un bravísimo toro de Gregorio Campos, de las que también merece transcribirse el relato de su autor: Fue en mi primer toro, que era bravísimo. Toda la corrida fue brava, pero ese sobresalió por su tipo, por su poder y por la nobleza que demostró hasta que lo arrastraron las mulas: lo cambié de rodillas, luego, con el capote lo toreé por verónicas y gaoneras, de modo superior. Le hice cuatro o seis quites superiores, porque el toro peleó magníficamente en varas. Y tomé las banderillas y le colgué cuatro pares soberbios. Todo dentro de una constante ovación que se inició a poco de que salió al ruedo, cuando le di un cambio muy ceñido. La faena de muleta fue breve y artística: quince muletazos magistrales, solo, derecho y toreando de brazos, y lo tiré patas arriba de una estocada sin puntilla.4

Relata el matador otros triunfos que tuvo poco después, el mismo año de 1912, como uno en Madrid con un toro de Olea, que lo cogió al entrarlo a matar. Esta tarde fue seguida de otra en Córdoba en que estrenó un terno negro y oro, le dio una gran lidia, luciéndose en los tres tercios; pero al 3 4

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terminar su faenón y tirarse a matar fue cogido gravemente y estuvo en convalecencia cerca de un mes. Al reaparecer fue cogido numerosas veces, por lo que sus amistades le dijeron que su apoderado Juanito Cabello le traía mala suerte, pues varios de sus poderdantes habían sido muertos por cornadas, por lo que ese mismo año cambió de representante y además, desde esos meses de 1912, le tomó superstición al número 12. Como el libro que nos ocupa fue escrito poco tiempo antes de su despedida, no nos explicamos por qué decidió despedirse un día 12 de abril. En 1913 toreó 44 corridas en España y alternó por primera vez con Joselito, en una corrida en Zaragoza. Aquella temporada –nos dice Rodolfo– dejó en todas partes un buen sabor de boca. Actuó en Madrid el 17 de mayo con Bombita, Pastor y Rafael El Gallo una corrida de Miura enviada para perjudicar a Ricardo Torres, quien estaba en malas relaciones con el famoso ganadero, lo que perjudicó a todos los que actuaron, por la clase de toros que se lidiaron; el público trató mal e injustamente a Bombita, quien se retiró de la plaza por tener un tendón herido. A fin de año regresó Rodolfo a nuestro país, donde alternó con Juan Belmonte y posteriormente en el mes de abril del siguiente año de 1914, actuó en la feria de Sevilla y en agosto, en San Sebastián, tuvo un gran triunfo con un toro con el que sufrió una aparatosa cogida. Su cartel aumentó en esa plaza en la que ya era consentido. Nuevamente el 15 de agosto, en la misma plaza donostiarra, recibió a un toro de Santa Coloma como nadie lo ha hecho mejor y ni él mismo en ocasiones posteriores lo pudo hacer igual. De nuevo en San Sebastián actuó con Rafael El Gallo y mientras el mexicano fue recibido con gusto y con aplausos, el público le silbó a Rafael El Gallo, lo que dio lugar a que el hermano menor de éste culpara a Gaona de la actitud del público, lo que fue el origen de la hostilidad de José Gómez Ortega contra Rodolfo. A 1915, año en el que actuó en solo 35 corridas, lo califica Rodolfo como un gran año para él, con pelea dentro y fuera del ruedo, aunque


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quedó por primera vez fuera del abono de Madrid y solo asistió a las ferias de Pamplona, Santander y Granada. La causa de la carencia de contratos fue la guerra que le hicieron los gallistas. Joselito le impuso a la empresa actuar siempre de primer espada, con una única excepción: si alternaba con su hermano Rafael, quien sí podría precederlo en antigüedad. Los partidarios de los Gallos iban a ver a Gaona para meterse con él y a chillarle e incluso apareció un periódico titulado The Kon Leche que se dedicó a atacar a Gaona. La guerra entre ambos siguió pero Gaona aguantó y consiguió incluso actuar como primer espada en algunas corridas, con Joselito de alternante. En ese año Rodolfo puso en la capital de Navarra el gran par de banderillas que por su calidad tanto llamó la atención y que fue inmortalizado por una gran fotografía que todos los aficionados, desde aquella época hasta casi un siglo después, conocemos y admiramos. En la siguiente corrida a la del famoso par de Pamplona hizo un faenón a un toro del Duque de Veragua, al que despachó de gran estocada. Pero la injusta guerra de los Gallos continuó (mediante el periódico que éstos manejaban) y Gaona tuvo que recurrir a un arma similar: un periódico que se llamó Café con Media, que defendía a Rodolfo y atacaba a los Gallos. A pesar de una entrevista que se concertó entre Joselito y Rodolfo, la guerra continuó entre las dos figuras durante los años 1915 y 1916, y aunque Gaona no pudo actuar en las plazas más importantes, su temporada fue brillante y dejó huella, pues logró triunfos importantes en diversas plazas y toreó algunas tardes con Joselito, como la del 15 de agosto en la que alternaron mano a mano en San Sebastián y en la que el sevillano realizó una gran faena, aunque Gaona estuvo superior y cortó la única oreja de la tarde, además de superar a su alternante con las banderillas. Al fin de 1916 viajó Rodolfo a Lima donde toreó siete corridas y cobró 6,000 duros españoles por corrida, que era lo máximo que se había pagado en Perú. Nuevamente en España ocurrió la gran desgracia de su vida: su primer matrimonio, que el diestro consigna mezclando su narración con la sus grandes triunfos en los ruedos, ya que en aquel año volvió al abono madrileño y a las principales ferias como Sevilla, Pamplona, Santander, Salamanca y otras.


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El fracaso de su matrimonio con la actriz Carmen Ruiz de Moragas influyó mucho en que Gaona quisiera dejar España para residir en su tierra, como también influyeron los ataques de algunos cronistas sin honradez. Sin embargo, todavía actuó triunfalmente ese año en Madrid, con un toro del Duque al que cortó una oreja –cuando este trofeo no era ni frecuente ni fácil obtenerlo–, y también tuvo una gran Feria de Sevilla. Pero una tarde en la que el público de Madrid le exigía más de lo normal y le arrojaba cojines mientras él lidiaba un toro nada toreable, Gaona optó por no matar al burel luego de dos pinchazos. El propio diestro reconoce que no puede justificarse esta reacción por la actitud injusta del público, pero las agresiones de éste al arrojarle cojines lo pusieron en riesgo de sufrir una cornada. Como represalia, se negó a volver a torear en Madrid, aunque la empresa se lo solicitó insistentemente; inclusive, Ernesto Pastor le pidió que fuera su padrino de confirmación y aunque Rodolfo lo apreciaba mucho, no aceptó volver a torear en esa plaza. Regresó a México después de algunos años de ausencia –los últimos de los cuales habían coincidido con la prohibición de Venustiano Carranza– y fue recibido con gran ovación y una vuelta al ruedo inmediatamente después del paseíllo. Nuevamente en México para participar en las siguientes temporadas, sin ausentarse para torear en España, buscaron los empresarios enfrentarlo con todos los diestros que vinieran del otro lado del Atlántico y especialmente con Ignacio Sánchez Mejías; aunque a este respecto, Monosabio argumenta convincentemente que tales enfrentamientos con el cuñado de Joselito fueron una exageración. Es interesante, antes de analizar la opinión que tuvo Gaona sobre Sánchez Mejías, compararla con la que tenía respecto de Joselito y Belmonte, de los cuales nos expresa lo siguiente: En España me sucedió con Belmonte: no había punto de comparación, porque éramos distintos. Ni él hacía lo mío, ni yo lo suyo. Pero con Joselito era otra cosa: se establecía la comparación forzosamente. Los aficionados podían ver, en uno, mayor facilidad, más poderío; en el otro mejor procedimiento. La competencia sólo puede existir en dos toreros del mismo corte, que pueden encontrarse en todos los momentos de la lidia. Esa competencia entre Gallito y Belmonte fue una chufla. Juan apenas supo hacer, como nadie, dos o tres cosas; en


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cambio, José lo hacía todo. Una tarde Juan se lo llevaba de calle, como se llevaba a todos, pero de cien, en las 99 restantes Gallito triunfaba. Por eso le gustaba torear con él y no conmigo, con quien, en todas las suertes podía encontrarse.5

Respecto a la competencia con Sánchez Mejías, dice Gaona lo siguiente: Dieron en decir que Mejías constituía una cuña para mí. Falso. Yo no necesito cuñas de nadie. Lo que necesito son toros bravos, para poderlos torear como al público le gusta. Con los mansos no puede hacerse lo mismo que con los bravos. Son faenas distintas, más difíciles y generalmente de mayor peligro, y con la agravante de que no entusiasman sino a unos cuantos. Para mí podrá constituir una cuña el torero que toree mejor que yo. Que me obligue a afinar, a poner mayor interés y verdad en la ejecución de las suertes. Pero, no aquel que, dormido, toreo mejor que él y tengo más recursos; no puede hacerme salir de mis casillas, porque somos del todo diferentes.6

No quiso entrar Rodolfo a describir todas las faenas buenas ni todas las tardes malas; pero sí creyó importante referirse a la faena que hizo a Revenido de Piedras Negras, que tantas veces hemos oído relatar; pero la reseña de esta faena no la hace él, sino le cede la palabra al cronista de El Universal, de cuya narración transcribo una parte: … se arrodilla para el primer encuentro con la fiera; es un pase ayudado, en el que pasa aquélla muy despacio y enterándose. Luego, con la derecha, abre cátedra… Torea con los pies juntos, derecho, gallardo, moviendo exclusivamente el brazo derecho. Se trae al toro, lo empapa, se lo deja llegar, lo des-

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pide; lo toma otra vez. Y Revenido, que no era franco ni codicioso, se rinde a la maestría y sigue sumiso el viaje que le marcan con el engaño. A medida que los muletazos van produciéndose, el bruto mejora su condición… Imposible pedir más gracia, ni mayor valentía, ni más dominio, ni mejor oportunidad para sacar partido de donde no lo había en un principio. La faena provoca un escándalo. Porristas y contraporristas la contemplan babeando de admiración. Yo sé que inalámbricamente el suceso fue comunicado hasta otros mundos; que las cincuenta Danaides, castigadas porque cortaron las cabezas a sus maridos, cesaron de llenar el horadado tonel.7

Otras grandes faenas realizó en México, alguna de las cuales han sido consideradas por aficionados y críticos como mejores que la de Revenido; pero para su autor ésta fue la mejor de todas, aunque tales enfrentamientos con el cuñado de Joselito la mayor parte de ella haya sido realizada con la mano derecha y no con la zurda. Son dignas de recordarse las que realizó a Bordador, Curtidor, Carbonero y Chalupero, aunque para su autor fue mejor la de Revenido y todavía mejor la que realizó a un toro de Gregorio Campos en Sevilla. Aunque no tenía la intención de volver a España, Gaona cambió su decisión y regresó para despedirse de las plazas donde había toreado triunfalmente, como la de Madrid, en la que su última actuación no había sido buena; la de Sevilla, donde realizó su mejor faena; la de San Sebastián, a la que tenía especial cariño y muchas otras; pero se topó con la novedad de que los empresarios habían formado un sindicato para no pagar a ningún matador más de siete mil pesetas, lo que era insignificante para una figura. Resumiendo sus actuaciones en España, dice Gaona que no fueron por dinero –del que le quedó muy poco al regresar a México– y que su fortuna la hizo en sus últimas temporadas en nuestro país, pero lo que le dieron sus actuaciones en la Madre Patria fue la categoría de gran figura. 7

Páginas 255 a 256.


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Expresa que el público andaluz es el que más conoce del toro y el que más aprecia el mérito de la faena en relación con las condiciones del toro. El público valenciano es entendido, exigente, entusiasta y a la vez benévolo. Los del norte son más fríos y más serios, ven más al torero que al toro y por eso a veces no son justos. En Madrid es donde hay mayor número de buenos aficionados, las corridas son más formales y es la plaza que consagra a los toreros. El de San Sebastián es muy alegre y se conjuntan aficionados de toda España y de Francia. Reconoce que los públicos de España fueron justos con él; pero no los pequeños grupos de aficionados, que viven de los toreros. En la última ocasión que Rodolfo fue a España para torear, los empresarios mandaban y obligaban a los toreros a ingresar en el sindicato de matadores, además de fijar la cantidad máxima que se podía pagar a éstos, con la única excepción en favor de Rafael El Gallo. Gaona no se sometió y para despedirse solo pudo torear en plazas no asociadas, por lo que únicamente actuó en el sur de Francia y se despidió en Barcelona, donde la empresa era independiente. Un crítico catalán dijo del leonés: “Por su historia, por sus prestigios y su antigüedad es actualmente la figura de más consistencia en el toreo. Las faenas que le hemos visto hacer a Rodolfo en Barcelona denuncian al artista en la plenitud de su arte y de sus conocimientos”; otro periodista tildó al impedimento para torear en sus plazas favoritas para despedirse, como una de las páginas más ignominiosas de la historia taurina. Si bien los públicos españoles fueron justos con el diestro leonés, no lo fueron en cambio algunos pequeños grupos hostiles; aunque siempre recordará los triunfos que a lo largo de trece años tuvo en Madrid, así como su gran faena en Sevilla y en otras ciudades y que fue ídolo de San Sebastián, donde en sus días de triunfo, al igual que en la capital de España, le gritaron: “¡Viva México!” Expresa elogios a las grandes figuras españolas como Joselito, Belmonte, Bombita (a quien considera como el torero más valiente que vio), Vicente Pastor, Antonio Fuentes y Rafael El Gallo. Sin embargo, no deja de mencionar en diversos capítulos de su autobiografía la guerra que le hizo Joselito, que alguna temporada le envió espontáneos que incluso viajaban, sin que los viera el matador, en el mismo tren que trasladaba al diestro de una ciudad a otra. Menciona como sus enemigos a Saleri y Curro Posada, entre otros; a los toreros mexicanos no los menciona, pero dice que el único


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amigo suyo fue el mexicano-portorriqueño Ernesto Pastor, quien nunca lo difamó, mientras que todos los demás fueron sus enemigos. Especialmente interesante es el capítulo que dedica a los hombres del poder, a quienes Gaona procuró invitar a alguna de sus corridas, como a Porfirio Díaz y a Francisco I. Madero; pero como el diestro leonés vivía la mayor parte del tiempo en España, donde no se publicaban detalladamente los sucesos políticos de México, no se enteró de la forma tan cruel y detestable en que fue asesinado Madero, por lo que cuando regresó a México a una de sus temporadas de invierno, convivió con Victoriano Huerta en algunas ocasiones, lo que le trajo grandes enemistades y, sobre todo, la del enemigo de la fiesta que fue Venustiano Carranza, por lo que se vio obligado a permanecer en España mientras le expropiaban los bienes que tenía en México. En el último capítulo de las dos primeras ediciones de este libro, termina Gaona su amena narración con la noticia de que pronto se retiraría de los toros, pues la autobiografía se publicó con anterioridad a su última temporada. Sin embargo, como el libro tuvo gran éxito, publicó pronto una segunda edición y por fin una tercera, que es la que he tenido a mi alcance para este comentario. Y en ésta –publicada poco antes del 12 de abril de 1925–, el diestro agrega un interesante capítulo en el que además de narrar su última temporada –que dedicó a sus amigos y partidarios–, se defiende de las calumnias de sus detractores, quienes le atribuían que pagaba personas para que fueran a aplaudirle. En todas las corridas de esta última temporada salió Rodolfo satisfecho, menos de una –que sin embargo fue muy meritoria–, en la que enfrentó un encierro manso de La Laguna con el que arriesgó mucho. De las faenas triunfales que realizó aquella última temporada, Gaona recuerda las de Faisán de Atenco, la de Revenido II y la de Lucero de La Laguna. Relata también la lidia de toros malos a los que se enfrentó esa temporada y se refiere a sus grandes pares de banderillas, entre los que destaca el que le puso a Pavo de Zotoluca, que además fue en el que expuso más. Termina su relato antes del 12 de abril de 1925, por lo que nos falta en este magnífico libro la narración de lo que hizo y lo que sintió en la que fue su última tarde como matador de toros.


Manolete (Dinastía e historia de un matador de toros cordobés) José Luis de Córdoba / Rafael Gago Imprenta Provincial Córdoba, España, 1943

F ernando

del

A rco

de I zco

Hacer la crítica o el comentario de un libro es algo muy subjetivo y puede –casi seguro–, encontrar opiniones diversas o discordantes en otras persnas en las que el modo de enfocar el argumento no coincide con el autor de la crítica. Cabe aclarar que crítica no implica que se señale lo malo del libro que se ha leído, sino juzgar la bondad, la verdad y la belleza del libro tratado y saber expresar nuestro juicio sobre lo leído. La de 1941 fue la fecha en que vi mi primer festejo taurino en Barcelona, llevado por mi padre a la Monumental (hoy cerrada a cal y canto para los festejos taurinos); me impactó ya durante el paseíllo ver a seis figuras con trajes relucientes recorrer el ruedo para ir a saludar al presidente y pedirle su venia para torear. El cartel de esa tarde fue: Marcial Lalanda, Rafael Ortega Gallito, Vicente Barrera, Juan Belmonte Campoy, Manuel Rodríguez Manolete y Pepe Luis Vázquez, y la fecha fue el 22 de junio de 1941; yo tenía entonces ocho años. ¡Festejo de 12 toros para seis toreros! Un invento de don Pedro Balañá Espinós, que luego repetiría muchas veces. Uno de los seis toreros me impactó sobremanera; era alto, magro, de figura elegante y señorial en sus andares, con una seriedad rozando la tristeza, capaz de ligar –palabra desconocida entonces para mí– series de seis u ocho naturales seguidos al 85% de las reses que lidió como matador de alternativa, que sumaron en total 1,021. Transcurridos un par de años, en 1943, apareció el primer libro dedicado a su figura: Manolete (Dinastía e historia de un matador de toros cordobés), escrito al alimón por José Luis de Córdoba y Rafael Gago, con prólogo de Rafael González Machaquito y editado por la Imprenta Provincial de Cór36


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doba “el 25 de julio, festividad de Santiago, del año del Señor de mcmxliii. laus deo”.

A lo largo y ancho de sus 221 páginas de texto, nos narran sus autores, con prosa clara y entretenida, una parte importante de la historia de la Córdoba taurina, iniciando su andadura en el barrio más taurino del mundo, el que ha dado más toreros por metro cuadrado: el barrio de Santa Marina, y su corazón situado en el campo de la Merced, para luego introducirnos en la tauromaquia cordobesa a través de Pepete I, muerto por Jocinero de Miura; la familia de los famosos Bebé y los califas Lagartijo y Guerrita, antecesores de Manolete en el llamado “Califato taurino cordobés”. El libro incluye una exhaustiva relación de los festejos toreados por el biografiado desde su debut como becerrista –en traje de calle– en 1929 en El Lobatón, sin pasar por alto la relación de su bautismo de sangre en 1930. Se consigna su primera novillada en público, en Cabra, provincia de Córdoba, así como sus actuaciones en la parte seria del espectáculo cómico-taurino denominado Los Califas, en cuya troupé actuó dos veces en Barcelona en el año 1933, y una noche en Arlés, única actuación de Manolete en Francia. También se da fe de su presentación en Córdoba como novillero, en el año de 1934. Se describe también el itinerario de Manolete por tierras cordobesas durante la Guerra Civil española (1936-1939), en el que llegó a torear por toda Andalucía, así como en Zaragoza y Salamanca. A partir de 1939 los autores nos relatan todos los festejos en los que intervino el biografiado por toda la geografía de España, hasta el año de 1942, en el que actuó en 72 corridas y perdió otras 19 por percances. Se trata pues de una historia muy bien narrada, que constituyó la primera obra que se le dedicó a este segundo revolucionario de la fiesta de toros del siglo xx, y que además aumentó mi afición por los toros, me afianzó en mis deseos de ver todos los festejos que en las plazas Las Arenas y La Monumental de Barcelona organizaba su extraordinario empresario, don Pedro Balañá Espinós. Tanto este libro como la afición de mi padre fueron las bases de mi manoletismo practicante. Con él aprendí la vida y milagros de mi ídolo, al que vi hacer en Barcelona más de 30 paseíllos, incluidos los


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dos últimos del año 1947. Incluso llegué a tratar epistolarmente a don José Luis de Córdoba, con quien coincidí en muchos temas manoletistas. Como ya he dicho, éste fue el primer libro que se editó dedicado a Manuel Rodríguez Manolete, y resultó todo un referente en mi afición taurina, pues desde entonces he logrado reunir más de 300 obras dedicadas a la figura sin par de este gran torero, muchas de las cuales han tenido como base, en su planificación, este libro que ahora comento y que me obsequió mi padre, a quien debo mi gran afición a la fiesta de toros.


Aprendiendo a vivir Conchita Cintrón Editorial Diana México, D.F., 1979

E ugenio G uerrero Quien escribe su autobiografía entra en un juego doble simultáneo: lo hace ya sea para encontrarse, o bien para jugar a las escondidillas y que otros sean quienes lo descubran. Conchita Cintrón llama a su libro Aprendiendo a vivir, pero al narrar unos días de tedio que tuvo que sufrir, confiesa que sin toros no sabía vivir,8 por lo que también pudo llamarse Aprendiendo a torear, sin perder sentido. También, cuando rememora sus frustraciones, dice: “Empecé mi vida taurina llorando, y la acabé en la misma forma. Recuerdo aquella tarde en Madrid, cuando la autoridad me mandó decir que…”9 Sería entonces otro título que le vendría bien: Aprendiendo a llorar. El prólogo es de José María de Cossío, lo que constituye un extraño lujo, porque en el Tomo I de Los toros,10 al empuñar la pluma para desarrollar el tema de “Las Señoritas Toreras”, el célebre autor dijo hacerlo con repugnancia aunque terminando el texto dictaminaba que el rejoneo es lo único que aprobaba para las mujeres, entre las que todavía no se encontraba Conchita. Pero, al iniciar el prólogo de Aprendiendo a vivir, cambia de lidia y afirma: “Con verdadero temor empiezo a escribir estas palabras (…) innecesario prólogo a este delicioso libro…11 Yo creo que la vocación más acusada de Conchita fue la de torear (…) a pie. ¡Y con cuánto conocimiento, gracia y arte!”12 En las hojas que le tocó desprender del calendario que todos recibimos al nacer, Conchita Cintrón escribió algunos de los episodios más nobles que 8

Página 294. Página 68. 10 Cossío, José María de, Los toros: tratado técnico e histórico, s.l.u. Espasa Libros, 2000, página 747. 11 Página 1. 12 Página 3. 39 9


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vuelan de su biografía hasta ordenarse en el archivo colectivo de tantas otras toreras que en el mundo han sido. Ella, al vivir su pasión torera, siguió las vicisitudes de otras que le precedieron y desbrozó la senda para que otras anduvieran sobre sus huellas. ¡Qué vida! Su libro traza un zigzag de una mujer que nació en Antofagasta, Chile, descubrió y se entregó a la tauromaquia en el Perú, y se consolidó en México. Pudo rejonear en casi todas las arenas del mundo taurino, toda vez que no le fue permitido echar el pie en todas ellas. Convivió con las figuras de la tauromaquia, de la política, de la realeza, de la literatura, y las incluye en su obra con algo de familiaridad, muchas veces con admiración y no pocas sin dar mayores explicaciones de cómo las conoció. Aquí hay que lamentar que algunas de sus hojas devienen en portones, tras de los cuales se entrevén jardines con macetones de confidencias inéditas, que han quedado perdidas para siempre. Terminó sus largos días en Portugal, después haber procreado una familia. Fue hija de portorriqueño y de estadounidense, nacionalidad esta última que conservó durante un tiempo, porque luego la abandonó por la peruana. Fue una gringa torera, como ella misma se dijo también, y aun se amplió esa (casi) contradicción cuando sus allegados dictaminaron que había pasado de ser gringa a flamenca.13 Mujer, gringa, torera; valía la pena conocerla. Ella también conoció y fue conocida por Belmonte, Gaona, Lalanda, Domingo Ortega, Manolete, Arruza, Solórzano (su enlace con México),14 Gregorio García, Silverio, El Calesero, etcétera., y muchos ganaderos de estirpe. Debió presidir la curiosidad en los primeros acercamientos que los demás tuvieron con ella. Pesó en ellos, por supuesto, la fascinación de una chamaca de ojos azules que dejó de ser niña en el momento en que empezó a vibrar más intensamente de cara al arte.15 La narración ensarta las andanzas una mujer que escuchó el llamado de la tauromaquia, pero no del exhibicionismo, lo que es notable porque aunque apenas da algunas pinceladas impresionistas de su vida artística, en su ámbito personal tampoco se detiene en minucias de sus afectos. Aun el primer encuentro con su futuro esposo, apenas merece tres o cuatro 13

Página 57. Página 125. 15 Página 211. 14


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líneas sorprendentes por la inminencia del matrimonio, sin detenerse a bosquejar el noviazgo y apenas insinuar el nombre familiar.16 Su dignidad la lleva por todas las páginas sin hacer mención a las luchas internas, que dice no haber tenido,17 ni siquiera rozar las sabrosas “confidencias” alrededor de su vida, que con arrogante displicencia las hace aparecer como brisa que sopla sobre rocas. Aún más, en la sala familiar no hay indicios de lo que su vida fue antes de ser madre de una parvada de chiquillos a quienes acaricia en las hojas iniciales. Desde el inicio de su obra sabemos que su madre, estadounidense, escribe un libro sobre su vida y Conchita que, por cierto, se llamaba Consuelo, concede que sería mucho más interesante la obra propia (la de Conchita), porque… para hablar de toros solo en castellano.18 Aquí pudiéramos atribuirle a Conchita dos lenguas maternas: castellano e inglés, además de que hablaba portugués y francés. Así que cuando ella ciñe indisolublemente los toros con el castellano y luego de haber sido entrevistada en los cuatro idiomas, nos hace pensar que pudo tener, en su caso, una apreciación volátil de las novelas taurinas de Ernest Hemingway, Death in the Afternoon y de Henri de Montherlant, Les bestiaires, que son aclamadas en sus versiones para monolingües. Al tanto del rompimiento taurino entre México y España, encabezado por Marcial Lalanda (mayo de 1936), no tiene reservas –o no las manifiesta– cuando éste se encarga de llevarle sus asuntos taurinos en España. No le genera extrañeza que el artífice cumbre del cisma ente toreros promueva los paseíllos de una torera peruana, lo que representaría una prestación más revolucionaria, por no decir escandalosa, que la competencia de los machos mexicanos en los alberos ibéricos.19 Lalanda se dejó ver, ya que Conchita pudo rejonear en España: toreó a puerta cerrada en algunas plazas,20 mientras que en otras no se le permitió echar pie al albero, ni siquiera para apuntillar al toro, labor tenía que hacer 16

Página 295. Página 245. 18 Página 19. 19 Página 257. 20 Página 277. 17


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un hombre. Para torear en París tuvo que entrar a una jaula de leones y pagar una multa posterior, por maltrato a los animales.21 Toreó en el sur de Francia donde estaban y están permitidas las corridas en Les Arenes de Nimes. También toreó con Carlos Arruza en Marruecos, en franca doble contravención por ser mujer y hacerlo con Arruza, con el rompimiento hispano-mexicano aún vigente22. También lo hizo en los Estados Unidos en una corrida incruenta frente a tres mil espectadores, en un pueblecillo del que no da mayor información, salvo que volvió a visitarlo.23 Fue proclive a tener mascotas a su alrededor, como una perra de su niñez a la que equipaba para hacerla animal de tiro y deslizarse sobre patines. Conejillos, periquitos, un mono y un borrego llamado Golondrino que le fracturó una costilla a Gregorio García cuando éste trató de banderillarlo (¡¡!!).24 Ya como torera itinerante internacional no excluyó a sus criaturas, además de sus caballos, en los viajes internacionales. Cuando moja la pluma en los atardeceres y mares inmensos, se mete en la nostalgia paisajista y se descubre como enamorada de las arenas blancas. Es recurrente que al salir del ensimismamiento al que la obliga la lidia se percata, como en un sobresalto, de la circunstancia cotidiana: ve la plaza, escucha los gritos, disfruta las caminatas, la fruta y la charla amena de sus allegados. Cuando el machismo le interrumpe sus sueños de torear, parece no amargarla: lo ve como si fuera un rasgo de un toro que no se puede corregir en la lidia, por lo que hay que encararlo con sapiencia. Dominó el ambiente taurino tan escaso de mujeres. Heriberto Lanfranchi 25 registra en México, por los días del arribo de Conchita, la presencia de toreras españolas, que no trascendieron con la intensidad que lo hizo la peruana diosa rubia del toreo. La mexicana Juanita Aparicio aparecería tres lustros después. Es una condición humana el erigir personalidades –lo 21

Página 275. Página 280. 23 Página 209. 24 Página 24. 25 Lanfranchi, Heriberto, La Fiesta Brava en México y en España 1519-1969, Editorial Siqueo, México, 1978, Tomo 2, página 432. 22


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merezcan o no–, para regocijarse con la idolatría. Cuando aparecen figuras de alto relieve dentro del panorama artístico, las demás figuras aparentan medianía, lo que en ocasiones va en desdoro de la luminaria. No se descarta esa posibilidad, pero de tarde en tarde un genio de la torería emerge tanto sobre los demás que parece destacar sobre el mar de la mediocridad. Conchita Cintrón fue excepcional, aunque hubiera tenido competencia. Se puede construir lo que pudiera ser su tauromaquia y la técnica que debe aplicar el diestro en cualquiera de las etapas de la lidia. Para llevar a cabo esta tarea, habría que incorporarla al estudio de otra de sus obras: ¿Por qué vuelven los toreros? En su tauromaquia se podrían incluir sus apreciaciones de los festivales en los que vio a las grandes figuras retiradas y las actuantes en su tiempo, como Gaona, Belmonte, Manolete, Silverio, Solórzano, El Soldado, Pepe Ortiz, Domingo Ortega, Arruza, etcétera., y también el comentario que le merecen las faenas del campo, para complementar dicha tauromaquia de Conchita Cintrón. Pero también detesta algunos usos y costumbres, como morder el capote, torear a pies juntos, retorcer la figura, etcétera. También encomiaba lo reducido de las mantas y sargas de antaño. Le molestaba el tamaño desmesurado de los engaños y diez años después de la fecha de publicación de esta obra, nos tocó ver en Guadalajara a Manolo Martínez dar una vuelta al ruedo con los premios en la mano. Los aficionados en los tendidos aplaudían alborozados y al pasar por la barrera de sombra, Conchita Cintrón, silente e impasible, pareció ajena al estruendo, mientras Manolo frente a ella devolvía prendas y sonrisas. En Guadalajara, como en las demás ciudades taurinas mexicanas, levantó clamores como torera y por su calidad humana arraigó amistades para siempre. Fue muy querida de los aficionados tapatíos, quienes le coreaban Las mañanitas el día de la Inmaculada Concepción. Las líneas que escribe con la pluma que humedece con la nostalgia, dedicadas a su despedida en la Perla Tapatía, son tiernas, y dice que en México las despedidas son las más tristes.26 Volvía de tarde en tarde a Guadalajara, donde pasaba vacaciones; tal vez sus últimas fueron cuando la tarde del triunfo 26

Página 225.


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de Manolo. En la misma ciudad detiene el corazón de los lectores voyeristas al hablar del charro apuesto cuyo sombrero eclipsaba al sol y que la quiso como un charro quiere a su china, pero que ella no pudo corresponder.27 Cuando le pide a José María de Cossío que le prologue su obra, éste lee el manuscrito y le dice que ya va en la página 380 y todavía no sale de México,28 pero en la edición sobreviviente al comentario, Conchita sí se deshace de México en menos capítulos,29 para entrar a sus días ibéricos. Este sobrevuelo nos impide saber más de su relación con los taurinos mexicanos, como Maximino Ávila Camacho, hermano del presidente y generoso donante de cuatro caballos,30 que ella aceptó de buen grado. También la había nombrado agente especial con cuya credencial tenía salvoconducto para transitar por las carreteras mexicanas: libertad restringida por el estado de guerra declarado por su hermano el presidente, a las potencias del Eje.31 Maximino, también ganadero de reses bravas, fue el causante de una celebérrima bronca cuando un lote de su ganadería resultó una corralada, con el consiguiente enfado del respetable; un apetecible episodio de cuya degustación Conchita nos priva al acelerar su paso biográfico por México, tal vez en obsequio al maestro Cossío. Escribe con delicia sobre la tarde en que participó en el concurso de monta en el que según ella fracasó, y del triunfo que tuvo esa misma tarde, que fue la primera vez que rejoneaba en su vida. Dice Conchita que su vida tiene extremos de lágrimas, mas el colofón de su libro es una tarde de sol y toros en Jaén, donde no sabe si soñó esa tarde o durante toda su vida. Desobedece a la autoridad, atiende el llamado del toro, se somete a su vocación y triunfa. Después de leer su libro, el lector entra a la plaza del brazo de Conchita como si fuera bordado en oro. Luego –el colmo de la fortuna–, comparte con ella el tendido y disfruta durante el desarrollo de la tarde sus apretones de manos cuando pasa algo digno. Es un sueño parecido al que ella tiene cuando cierra su libro, en aquella tarde de Jaén. Página 227. Página IX. 29 Página 211. 30 Página 194. 31 Página 193. 27 28


Recuerdos Conchita Cintrón

Editorial Espasa-Calpe Madrid, España, 1962

J uan E. M iletich B errocal Hago memoria de cómo me impactó Recuerdos, el libro que comentamos, obra que, junto con otros títulos de los insignes autores José María de Cossío, Gregorio Corrochano, Luis Fernández Salcedo y Antonio Díaz Cañabate, llegaron circunstancialmente a mis manos a inicios de la década de los años 60 del siglo xx, otorgándome pautas inolvidables con las que inicié mi formación taurina literaria. Después de la cantidad de años transcurridos desde que leímos por primera vez el trabajo que nos ocupa, destacamos la calidad de la prosa que la rejoneadora Conchita Cintrón nos descubriera en 1962, al publicar en Madrid Recuerdos, vía la Editorial Espasa-Calpe. Posteriormente fue traducida al inglés y publicada en Estados Unidos en el año de 1968. Su estilo personal y el desarrollo de su obra literaria, quedó ratificado en otros libros taurinos de su autoría publicados en México, e infinidad de artículos de la misma índole divulgados en periódicos y revistas de los demás países taurinos. La obra de Conchita Cintrón la equiparo solo con la de Carmen Madrazo, escritora taurina mexicana que, haciendo gala de formas sencillas, guía a sus lectores hasta adentrarlos en las particularidades del mundo taurino que ella experimenta. Lo interesante del caso consiste en que se trata de dos mujeres comunicadoras de la fiesta, refiriéndose con muy buenos modos y conocimientos a la temática taurina y en que, además, pertenecieron al mundo del toro desde niñas. Conchita presenta cómo vivía lo suyo en los ruedos de las plazas de toros, dónde rejoneaba y toreaba a pie, mientras que Carmen evoca sus andares de siempre al interior y alrededores de “La Punta”, ganadería brava que perteneció a su familia. 45


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A través de las 300 páginas de Recuerdos, Conchita Cintrón, con un estilo elegante y poético que cautiva al lector, abre los ojos de su memoria, generando la autobiografía de la que fue su vida taurina profesional. Inicialmente, describe sus primeros pasos en el mundo del toro en compañía de algunos amigos suyos, en una placita a la que llamaron el Tentadero de la Legua. Destaca a finales de la década de los años 30 del siglo xx, el significado especial que tuvo para ella, el salto que debió dar de caballista de concursos de equitación al ruedo de la Plaza de Toros de Acho en la ciudad de Lima. Rememora su circunstancial encuentro con el matador Jesús Chucho Solórzano en un tentadero en Perú y la invitación de éste para que viajara a México, con lo trascendente que ello iba a resultar después en su vida. Prosigue con la descripción detallada de lo que ella denominó en su libro ¡México de mis recuerdos! Describe el viaje marítimo, los puertos, las estaciones y los trenes hasta su llegada a Guadalajara, sin adivinar entonces lo que esa ciudad sería para ella en su futuro. Después, ya establecida en el Distrito Federal de inicios de la década de los años cuarenta, la autora nos da a conocer las marimbas de la calle Madero, los caballistas por Chapultepec, los charros en el Paseo de la Reforma y el ir y venir de coches y omnibuses que la aturdían con sus luces y movimiento. Aborda sus encuentros con Rodolfo Gaona, al que inicialmente describió como sigue: “… un hombre impresionante atravesó el ancho corredor del Hotel Imperial”; con Juan Belmonte, “…extraordinario anfitrión de maravillosa personalidad”; con Manolete, de quien le extrañó su excesiva seriedad, que después comprendió al conocer su tierra, y con Marcial Lalanda, de “…mirada calma y franca, que con un pestañeo podía volverse amiga o desdeñosa”. Evoca la autora su presentación en la plaza de El Toreo, las peripecias de su primera gira por los estados y de cómo le brindaron su amistad y la arroparon las figuras del toreo mexicano de aquella época. Rememora también cuando conoció a Carnicerito de México, y hace el espeluznante relato de su muerte –años después–, luego de su grave cogida en una plaza portuguesa. Se refiere a su primer contacto con la tragedia en el ruedo, que tuvo lugar en Aguascalientes; la víctima, el novillero Juan Gallo, y


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también cómo, al poco tiempo, presenció desde el tendido de la plaza de El Toreo, la cornada mortal de Alberto Balderas, de cuya muerte se enteró a la salida del festejo por los titulares de El Redondel. También nos narra su gira americana por Quito, Caracas y Bogotá, donde experimentó la indescriptible y única alegría de torear en plaza llena con un público de niños. Otro recuerdo: cuando toreó por primera vez en Lisboa, donde los rejoneadores portugueses se negaron a alternar con ella, salvo Rufino da Costa, quien dejó su retiro para acompañarla en el paseíllo. Nos cuenta sus actuaciones en España y los avatares para intentar conseguir el permiso para torear a pie con público, culminando con su retiro de los ruedos en Jaén, España, en el mes de octubre de 1950. Conchita Cintrón falleció en Lisboa, en el año 2009.


¿Por qué vuelven los toreros? Conchita Cintrón Editorial Diana México, D.F., 1977

M uriel F einer Al sentarme en mi despacho y mirar a mi alrededor todos los libros que tengo y que amo y que me han aportado algo, reflexiono sobre las muchas publicaciones que han dejado huella de forma significativa en mi crecimiento taurino. El primer libro taurino que leí en español y con pasión, a pesar de mis incipientes conocimientos del idioma, fue Casta de toreros, de Felipe Sassone, dedicado a la dinastía Bienvenida. Después me impresionó sin duda alguna Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chaves Nogales, y creo que no habrá nadie que lo haya leído y que no se haya enamorado del toreo y de la figura del trianero. A un lado, en la misma estantería, están las muchas publicaciones de los Bibliófilos Taurinos de México, que me proporcionó mi querido y añorado amigo Luis Ruíz Quiroz la primera vez que estuve en su casa. Y un libro más: Recuerdos, que contiene las memorias de mi ídolo, Conchita Cintrón, publicado en España por Espasa-Calpe, aunque voy a referirme aquí a otro libro también escrito por ella, y que fue publicado en México por la prestigiosa editorial Diana en 1977: ¿Por qué vuelven los toreros? A Conchita Cintrón la llamaron la diosa rubia del toreo y para mí era como mi diosa. Cuando me la presentaron por primera vez en la plaza de toros de Las Ventas, no fui capaz de articular palabra alguna ante la presencia de esa mujer, que era el máximo mito para mí. Luego tuve la dicha de que años más tarde se convirtiera también en mi amiga. Si he seleccionado este libro, que consiste en una recopilación de escritos diversos, es porque revela y descubre los sentimientos y secretos de ser torero mejor que nadie. Está claro que tenía que salir de la pluma de una torera. 48


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Conchita escribió en 1972, en Nueva York: Cuando ejerce su profesión el torero, es un dios. ¡Es el destino pagano del toro! Los vuelos de sus trastos son el soplo de la suerte… cuando el torero deja el ruedo, pasa al mundo de los hombres. Ya no es un dios. …. El torero en la plaza será un dios; mas en la vida no pasa de un pobre animal sujeto a la voluntad del Lidiador Supremo.

Dijeron de ella en 1946: ¡La pasión! Esto representa en el toreo Conchita Cintrón.

A propósito de unas críticas hacia los toreros que vuelven a los ruedos después de despedirse, ella escribió en Lima, en 1971: Sí, señores críticos, vuelvan a los toros o no vuelvan, hay que comprender el drama del hombre que es, sin poderlo remediar, antes que nada… torero.

Y reproduce un comentario de Rafael Rodríguez, que fue pronunciado en una tertulia íntima sobre su regreso a los ruedos en México, en 1971. Insistió que no era por echar de menos las palmas y el clamor del público, ni por afán de ganar dinero; aseguró que él regresaba a los ruedos por “hambre y sed”: “Tengo sed de toros negros… y tengo hambre de miedo”. La verdad es que llevaba años buscando ¿Por qué vuelven los toreros?, porque este libro no se encuentra en España. Luego, milagrosamente lo encontré el año pasado en un puesto ambulante en la plaza de toros de Aguascalientes, en mi primera visita (que espero fervientemente que no sea la última) a la Feria de San Marcos. Creo que el valor de los libros no reside solo en su contenido, sino en que su “dueño” se enriquezca con la experiencia de encontrarlo, o con el mismo peregrinaje que ha seguido ese libro hasta llegar a sus manos. Luego, claro está, la recompensa final será nuestro deleite por leerlo y el profundo gozo que nos deja para siempre.


Nacido para morir José Carlos Arévalo / José Antonio del Moral Editorial Espasa-Calpe Segunda edición Madrid, España, mayo de 1985

E duardo E. H eftye E tienne Esta obra tiene el honroso mérito de portar el número 1 de la estupenda colección La Tauromaquia, integrada por 55 libros de temática taurina, editada por la afamada editorial española Espasa-Calpe, que ha permanecido ligada e identificada con el mundo de los toros a raíz de la publicación de los diversos tomos que integran la enciclopedia Los Toros, de José María de Cossío. La primera edición de Nacido para Morir se publicó en el mes de abril de 1985, es decir, tan solo siete meses después de la cornada mortal que recibió en Pozoblanco, provincia de Córdoba, el diestro gaditano Francisco Rivera Pérez Paquirri, quien entonces contaba con 36 años de edad. La oportunidad y calidad con la que este libro fue escrito le aseguró un gran éxito editorial, tomando en consideración la gran repercusión que el trágico suceso tuvo a nivel mundial. El prólogo se encuentra redactado a manera de diálogo entre los dos autores, quienes desde entonces eran reconocidos periodistas del medio taurino español, aunque unos años después de escribir esta y otras obras taurinas al alimón, tuvieron un serio distanciamiento, que al parecer perdura hasta la fecha. En esta parte inicial del texto, José Antonio del Moral reconoce que mantenía desde hacía varios años una relación de estrecha amistad con Paquirri, en tanto que José Carlos Arévalo manifiesta haberlo conocido desde una óptica meramente profesional. Por tanto, a partir de esos dos puntos de vista divergentes de los autores respecto de Paquirri, se logra una obra bastante equilibrada y objetiva, toda vez que no se incurre en halagos innecesarios ni desproporcionados, ni tampoco se omiten algunos 50


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defectos y descalabros del diestro, como lamentablemente suele suceder en la mayoría de las biografías taurinas. El texto medular de esta obra se encuentra dividido en cuatro capítulos: (1) “El ocaso y la forja”; (2) “El rebelde y los colosos”; (3) “El hombre y su obra”, y (4) “El torero y la muerte”, concluyendo con un corto pero emotivo epílogo escrito por el maestro Antonio Ordóñez, al que más adelante haremos referencia. Cabe resaltar que el libro viene debidamente ilustrado con cinco secciones fotográficas en blanco y negro, que fortalecen y dan mayor sentido al texto. Adicionalmente, en la parte final se acompaña una completa información estadística de la carrera taurina de Paquirri, elaborada por el aficionado cordobés Rafael Sánchez, que incluye datos detallados de las novilladas y corridas toreadas, los carteles, los nombres de sus alternantes, las plazas en las que toreó, el nombre de las ganaderías, las alternativas concedidas y testificadas, etcétera., lo que proporciona al lector un perfecto complemento del texto para conocer la importante trayectoria de este torero. En los cuatro capítulos del libro los autores abandonan el estilo inicial del diálogo, para sustituirlo por un texto novelado sobre la vida profesional y personal de Paquirri, aunque sin observar una estructura cronológica determinada, toda vez que la obra mantiene un constante ir y venir en el tiempo, lo que desde luego hace mucho más interesante una biografía de esta naturaleza. Debe destacarse que esta obra se enfoca más en la vida profesional que en la vida privada de Paquirri, lo que resulta sumamente valioso para los aficionados a los toros, ya que desafortunadamente Paquirri fue un torero sumamente asediado por la llamada prensa del corazón, debido a sus mediáticos matrimonios con Carmen Ordóñez, hija del maestro Antonio Ordóñez, en 1973, y posteriormente con Isabel Pantoja, la famosa y entonces joven cantante sevillana, en 1983. Es indudable que los sinsabores de la carrera de los toreros son una verdadera constante, y que resulta muy compleja la lucha de aquellos que pretenden y llegan a ser considerados figuras del toreo, máxime cuando tal reconocimiento les es cuestionado de manera permanente. Éste fue


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precisamente el caso de Francisco Rivera Paquirri, quien nació el 5 de marzo de 1948 en un pequeño poblado marinero de la provincia de Cádiz, en Andalucía, llamado Zahara de los Atunes, perteneciente al municipio de Barbate. El padre de Paquirri, Antonio Rivera, quien incluso llegó a torear como novillero en la plaza de Las Ventas de Madrid en 1941, es un caso más de tantos aquellos que han intentado ser toreros sin lograrlo. Debido a ello, y con la esperanza de salir de la pobreza en que se encontraba su familia, inculcó el toreo desde pequeños a sus dos hijos mayores: José Rivera Riverita y Francisco Rivera Paquirri, a quienes dio sus primeras lecciones cuando era conserje del matadero municipal de Barbate, para posteriormente organizarles algunos festejos montando una plaza portátil en esa ciudad, donde Paquirri debutó de luces en 1963. Precisamente fue Riverita con quien Paquirri mantuvo su primera rivalidad profesional, ya que su hermano mayor solía destacar por su arte y clase en los ruedos. Sin embargo, poco a poco Paquirri fue imponiendo su mayor conocimiento de los toros, a los que solía dominar e imponer su completa tauromaquia en los tres tercios, demostrando un poderío inusual para su edad. Ese poderío innato, aunado a su indudable valor, lo llevó a destacar entre los novilleros y posteriormente entre las filas de los matadores, que en ese entonces eran de primerísima línea, ya que figuraban, entre otros, Antonio Ordóñez, Manuel Benítez El Cordobés, Paco Camino, Santiago Martín El Viti¸ Curro Romero y Diego Puerta. Un paso trascendental en su trayectoria lo constituyó el apoderamiento que a partir de 1966 asumió José Flores Camará, quien había llevado a la cumbre a Manuel Rodríguez Manolete en la década de los años 40 del siglo xx. En el libro se describen ciertos pasajes de la relación profesional que mantuvieron Camará y Paquirri, donde cobran especial relevancia sus intercambios de impresiones sobre algunas de las actuaciones de Paquirri, que le ayudaron a que paulatinamente fuera ampliando y desarrollando sus conocimientos para dominar a los toros que le tocaban en suerte.


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Cabe apuntar que Paquirri recibió la corrida alternativa el 11 de agosto de 1966 en la plaza Monumental de Barcelona, en la que actuó como padrino Paco Camino y como testigo Santiago Martín El Viti, con toros de la ganadería de Urquijo. Esto sucedió después de un infructuoso intento de alternativa que tuvo lugar en esa misma plaza el 17 de julio de 1966, ya que Paquirri recibió una fuerte cornada al torear con el capote al primero de la tarde. Aquella tarde alternaba con Antonio Bienvenida y Antonio Borrero Chamaco, con toros del Marqués de Domecq. Posteriormente confirmó su alternativa en Madrid el 18 de mayo de 1967, con Paco Camino nuevamente como padrino y José Fuentes como testigo, con toros de Juan Pedro Domecq. En la obra se mencionan particularidades y repercusiones de algunos de los triunfos más importantes que obtuvo Paquirri en Sevilla, Madrid y Bilbao, así como en otras plazas españolas, francesas y americanas, incluyendo la Plaza México y la de Acho, en Lima, aunque también se describen circunstancias de algunas cornadas que recibió durante su carrera y que temporalmente le quitaron el sitio. También resulta muy interesante la descripción de algunos pormenores de negociaciones y de manejos empresariales que llevaron a Paquirri a ser el torero mejor cotizado en la temporada de 1979, que precisamente fue la más triunfal de su carrera, cuando era apoderado por los hermanos Martínez Uranga, después de haber permanecido 11 años con Camará, quien había fallecido a principios de 1978. Debe precisarse que Paquirri siguió cotizándose muy alto hasta la fecha de su muerte, aunque sus triunfos ya no fueron tan rotundos en las últimas dos temporadas de su exitosa carrera. De la lectura de este libro claramente se desprende la inquebrantable voluntad y ambición a toda prueba de Paquirri para conseguir un lugar preponderante en la fiesta de los toros, cuya cumbre llegó a ocupar durante varios años. En efecto, las diversas anécdotas de su carrera, así como la transcripción de algunas reseñas de sus actuaciones en los ruedos, nos muestran a un torero profesional, con alto sentido del deber y con una raza y una afición desmedidas, lo que suplió con creces su falta de arte y de clase. Sin embargo, pese a llegar a la cumbre, siempre tuvo detractores


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tanto en la afición como en la prensa taurina, lo que por momentos influyó en su ánimo y hasta en su vida personal. No obstante lo anterior, a lo largo de esta obra se nos revela el gran celo profesional que siempre mantuvo a Paquirri en los primeros planos del toreo, destacando la rivalidad que pretendía mantener en la parte final de su carrera con Paco Ojeda, cuyos notables triunfos eran un fuerte acicate para él. También se menciona la rivalidad profesional que mantuvo con el diestro mexicano Manolo Martínez en la década de los años 70, así como con su hermano Riverita al iniciar su carrera y con Sebastián Palomo Linares en su etapa de novilleros, entre otros muchos toreros con los que alternó. Una anécdota que se menciona en el libro refleja en gran medida la manera de pensar y de ser de Paquirri; se trata de una frase que Camará le dijo en sus inicios al diestro: “Aprender a ser yunque para cuando seamos martillo”. Se menciona que José Antonio del Moral mandó poner dicha frase en azulejos como regalo a Paquirri, quien los colocó a la entrada de su casa, en la finca Cantora, ubicada en Andalucía. Especialmente dramático y emotivo resulta el cuarto y último capítulo del libro, en el que se describen a detalle algunas circunstancias y pormenores del fallecimiento de Paquirri. Llama la atención el hecho de que Paquirri estuviera radiante y contento durante ese fatídico 26 de septiembre de 1984 –su última tarde del año en España–, en que el cuarto toro de la tarde, de nombre Avispado, perteneciente a la ganadería de Sayalero y Bandrés, le infirió la brutal cornada que lo llevó a la muerte. Esa tarde alternaba con José Cubero Yiyo, quien al año siguiente también falleció por una cornada en Colmenar Viejo, Madrid, y con Vicente Ruiz El Soro, quien unos años después sufrió una grave lesión en la rodilla izquierda que lo hizo abandonar los ruedos. Debido a tales sucesos, algunas personas suelen referirse a esa corrida como la tarde maldita de Pozoblanco. La grave cornada que recibió Paquirri, que destrozó las principales arterias de su pierna derecha, hizo que perdiera mucha sangre, además de que se perdió tiempo muy valioso en la enfermería de Pozoblanco, hasta que finalmente se decidió trasladarlo a Córdoba, ciudad a la que desafortunadamente llegó sin vida.


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A partir de entonces Paquirri se ha convertido en un mito y una leyenda auténtica del toreo, y para todos nosotros resultan inolvidables las impactantes escenas de televisión en las que aparece dando instrucciones y tranquilizando al médico que lo atendió en la enfermería de la plaza de Pozoblanco, tan sólo unos minutos antes de perder la vida. Para concluir esta reseña, me permito transcribir las siguientes frases del epílogo del libro, escrito por el maestro Antonio Ordóñez: Francisco es un hombre al que quiero. Querer mejorarse en la vida fue su fuerza. De sus cualidades destaco el tesón, su afán de superación en el andar por el mundo. Lo conocí de niño, de muchacho, de hombre. Su ilusión fue inmensa. Observé su lucha por la gloria. Viví su trayecto. De Pozoblanco sólo comprendo los designios de Dios.


Joselito, el verdadero José Miguel Arroyo

Editorial Espasa Libros Cuarta edición Madrid, España, abril de 2012

J orge E spinosa

de los

M onteros G.

No cabe duda que una de las biografías taurinas más exitosas de los últimos tiempos es Joselito, el verdadero, que vio la luz en el mes de marzo de 2012 en Madrid (y que después de casi dos años de su aparición ya va en la quinta edición), bajo los auspicios de la casa editorial hispana Espasa, antaño denominada Espasa-Calpe, editora de la famosa Enciclopedia Espasa-Calpe y principal difusora de obras taurinas, como la renombrada enciclopedia Los Toros de José María de Cossío. Si bien es cierto que en el libro aparece como su único autor José Miguel Arroyo (y por ello se presenta como un libro autobiográfico), la realidad es que fue escrito conjuntamente con el reconocido periodista y escritor taurino madrileño, Francisco Aguado Montero, mejor conocido en el medio como Paco Aguado, autor de títulos como El rey de los toreros: Joselito el Gallo y Por qué Morante, la obra que Paco Aguado escribió con anterioridad a la que nos ocupa en este comentario. En la portada del libro aparece el propio torero en una fotografía de un poco menos de medio cuerpo, citando con la muleta en la mano derecha, en tanto que los forros interiores se presentan de color violeta, tal como lucían los vuelos de su capote. La obra inicia con una dedicatoria que dice “A los que me quieren y a los que me odian”, seguida de una introducción a cargo del propio Joselito, y después se desarrolla en ocho capítulos, cada uno de los cuales ha sido segmentado con diversos subtítulos. El libro está ilustrado con 39 bien seleccionadas fotografías en blanco y negro, que aparecen primero en cuatro hojas por ambos lados (entre las 56


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páginas 96 y 97), y otras cuatro hojas (entre las páginas 192 y 193), que nos muestran varias etapas de la vida de Joselito: una foto que le fue tomada a los tres años de edad (al lado de su hermano menor Roberto Carlos), de su padre biológico, Bienvenido Arroyo. Otras imágenes se refieren a su paso por la Escuela Taurina de Madrid –al lado de Sevillita, El Fundi y José Luis Bote, entre otros–; a su alternativa; a su paso por el Ejército; a su convivencia con sus padres adoptivos, Enrique Martín Arranz y su esposa Adela, y en otra aparece con su esposa Adela y sus hijas. En lo particular, lo interesante de este libro es que, si bien es cierto que se refiere a la vida de un matador de toros, seguro estoy de que si cayera en manos de un lector que no fuera taurino, también disfrutaría de su lectura, puesto que el contenido nos muestra el lado más íntimo y profundo de un ser humano, dejándonos conocer su alma, sus sentimientos, los recuerdos de su infancia, sus vivencias, su éxito como matador de toros y su depresión profunda al retirarse. Es de llamar la atención cómo una persona, después de padecer tantas adversidades durante su vida, puede alcanzar el éxito, sobrevivir a los fracasos y defenderse de sus demonios internos. En particular, esta confesión tan íntima y honesta, nos hace reflexionar en retrospectiva y nos aporta muchas respuestas a tantos porqués que seguramente muchos nos planteamos durante la etapa profesional de Joselito. Como es de suponerse, el libro se desarrolla en dos grandes vertientes: la vida del hombre y la vida del torero, y en ese mismo orden se desarrolla este comentario. J osé M iguel A rroyo D elgado ,

el hombre

Joselito nació en Madrid el 1o. de mayo de 1969; sus padres fueron Bienvenido Arroyo de la Llana, oriundo de la provincia de Guadalajara, y María Encarnación Delgado Vega, de la provincia de León. Sus hermanos llevan por nombres Maribel –que es la mayor– y Roberto Carlos, el menor de los tres. Cuando Joselito apenas tenía tres años, su madre los abandonó y únicamente él se quedó a vivir con su padre, pues su hermana se mudó con sus abuelos maternos y su hermano, entonces de apenas un año de edad, se fue con su madre.


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Su padre decidió que se fueran a vivir a Madrid y se instalaron en el barrio de La Guindalera, por los rumbos de la Plaza de Las Ventas, junto con la nueva pareja de Bienvenido, de nombre Pepita. Su vida transcurrió entre las constantes peleas de su padre con Pepita –que era una jugadora empedernida– y los diversos oficios de su padre –quien no duraba mucho en los trabajos–, mientras él pasaba más tiempo en la vagancia que en las aulas, a tal grado que cuando su padre se dedicó primero a la reventa de billetes para los toros y después al tráfico de drogas y a los juegos de azar, Joselito también desempeñó esas mismas actividades. Con los amigos del barrio, Joselito también aprendió el oficio del robo de estéreos y de relojes. Luego de ser un buen estudiante en sus primeros años escolares, por no tener ningún control sobre su persona, la vida de José Miguel transcurrió en un completo y absoluto desorden. Tras dos incursiones en la cárcel por tráfico de drogas, Bienvenido Arroyo enfermó pocos meses después de salir de su segunda reclusión y murió el 7 de marzo de 1982. Es de resaltarse que, si bien es cierto que el padre de Joselito no fue precisamente el mejor modelo a seguir, sí fue muy afectivo con él, por lo que esta pérdida irreparable tuvo un considerable efecto emocional en el joven José Miguel. Muerto su padre, Joselito quedó completamente solo en su casa, ya que Pepita se había marchado después de la última pelea con su padre; sin embargo, Joselito la llamó y Pepita regreso a vivir con él; y si bien ella no le brindó al chico mucho calor, al menos no lo dejó solo. Cabe señalar que desde que Joselito ingresó a la Escuela Taurina de Madrid a instancias de su padre, el director Enrique Martín Arranz, conocedor de la azarosa vida del muchacho, le cogió mucho aprecio y siempre le ofreció su ayuda en todos los sentidos, aun en vida de su padre Bienvenido. Es por ello que después de la orfandad del chico, durante sus vacaciones escolares, días festivos y cada vez que se podía, pasaba mucho tiempo en la Finca de Colmenar del Arroyo, un pueblo situado al oeste de Madrid, al lado de Enrique y Adela, su esposa. Al año de muerto Bienvenido, Enrique Martín Arranz decidió llevar a Joselito –quien para esa época ya tenía trece años–, a vivir a su finca de Monte Claros, junto con dos compañeros de la Escuela: José Luis Bote y


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Juan José Prados El Fundi, pues ya para ese tiempo los tres habían dejado de estudiar. Enrique y Adela eran para José Miguel como sus padres y Bote y El Fundi como sus hermanos; era su nueva familia. Sin embargo, la convivencia inicial con sus compañeros le produjo grandes celos, pues sentía que le estaban robando el cariño de los que ya consideraba como sus padres. Mención especial merece el hecho de que para esa época el carácter de Joselito era el de un total rebelde al que con nada se le daba gusto, y siempre que podía prefería estar solo, por lo que sus compañeros lo bautizaron como el loco de la piedra. Pasado el tiempo se fueron sus compañeros y él se quedó en la casa de Enrique y Adela, por lo que ésta se convirtió en una verdadera madre para él, al grado que le ayudaba en sus entrenamientos, manejando el carretón, además de que era su crítica más exigente como torero. A ella José le hablaba de tú en aquel entonces, pero a Enrique esto lo pudo hacer hasta que tuvo 20 años. En la primavera de 1986, Joselito acudió a un programa de Televisión Española y aprovechó el foro para solicitar a la audiencia que si alguien conocía el paradero de su hermano Roberto Carlos, le dieran sus datos para que se pusiera en contacto con él. Días después establecieron contacto y en Alcorcón se reencontraron ambos hermanos. Roberto Carlos ya tenía quince años y cuidaba las cabras y los pollos de la familia que lo acogió. Después de esa cita lo empezó a ver con alguna frecuencia. A raíz de la grave cornada que le infirió Limonero de Peñajara, el 15 de mayo de 1989 en Las Ventas, apareció Pepita queriendo ver a Joselito, quién sabe si queriéndose quedar con su custodia o con qué intención, pese a que Joselito ya le estaba ayudando económicamente y permitiéndole vivir en un piso de la calle de Cartagena, donde habitó hasta el día de su muerte. Al día siguiente la que reapareció también fue su madre biológica, y su presencia le produjo al torero un estado de ansiedad tremendo. Volvió la mujer al otro día y Joselito le pudo decir que si lo quería tanto como decía, no volviera por ahí. Sin embargo, al año siguiente la volvió a ver, pues ella se presentó en el hotel el día que toreaba en Alcalá de Henares, solicitando tener una conversación con él, pero el diestro no lo permitió. A causa del disgusto que le produjo verla, pegó un petardo gordo, a tal grado que le


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dijo a Martín Arranz que no quería que le contratara ninguna corrida más en Alcalá, pues no se la quería volver a encontrar. Su hermana mayor, Maribel, también pasó a visitarlo después de la cornada. Llevaba cinco años sin verla, desde que sus abuelos la mandaron a pasar unos días con Pepita y con él, tiempo después de haber quedado huérfanos. Un año después, ya casada, le llamó a Joselito para pedirle el dinero que le faltaba para comprar un coche. Como José no tenía dinero disponible y no se lo pudo dar, ella se molestó y se enfrió la relación. En diferentes plazas de toros y hoteles fueron apareciendo diversos tíos y primos con los cuales nunca tuvo relación, y por eso mismo a todos les daba en las narices, pues no le interesó sostener con ellos una relación que jamás existió, además de que todos buscaban sacarle algo. Por todo ello, cuando cumplió los veinte años, Joselito le propuso a Enrique Martín Arranz que lo adoptara legalmente como su hijo. Adela y él acababan de tener una niña, de nombre Rocío, y en principio Enrique no quiso aceptarlo; sin embargo, Joselito le argumentó que en el hospital habían aparecido muchos buitres, lo cual volvería a pasar el día en que muriese, por lo que no le parecería justo que lo que hubiese ganado se quedara en manos de gente que no hubiera hecho nada por él, además de que los consideraba a ellos dos como su verdadera familia. Y fue así que desde 1989 Enrique y Adela figuran en la partida de nacimiento de Joselito como sus padres, aunque sigue manteniendo sus propios apellidos. Gracias a Antonio –hermano de Enrique Martín Arranz–, quien fuera su mozo de espadas, fue que se aficionó Joselito a la lectura, pues antes de ello le costaba ir a un acto público, a un coloquio o a una entrega de premios, dado que no sabía qué decir ni cómo actuar. La lectura le dio seguridad y se fortaleció su personalidad dentro y fuera del ruedo, además de que le proporcionaba tranquilidad, a tal grado que se habituó a leer siempre antes de torear. El primer libro que leyó completo fue Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Confiesa que lee de todo, pero que le gusta mucho Mario Vargas Llosa, quien es la única persona a quien le ha pedido un autógrafo en toda su vida.


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Sobre el hecho de que escribieran libros sobre él comenta: “… me venía muy grande, porque sucedió muy pronto, a los cuatro años de alternativa. Ya que entre el año 90 y el 99 se publicaron seis”. Por cierto, con el Juez Mariano Tomás, quien publicó dos libros sobre su persona, entabló gran amistad y gracias a las conversaciones que sostenían, le hizo ver la vida de otra manera. Decididamente la lectura y la cultura lo transformaron. El 15 de mayo de 1996, en Las Ventas, al enterarse de que García Márquez estaba en un burladero en el callejón, tras el cambio de tercio se acercó para decirle: “le brindo la muerte de este toro por Cien años de soledad, porque gracias a su novela me he aficionado a la lectura y porque me maravilla verle aquí, uniendo así dos artes tan grandes, la literatura y el toreo”. Le cortó las dos orejas y salió por la puerta grande. A su esposa Adela, sobrina carnal de su madre adoptiva del mismo nombre, la conocía desde niña, pues ella acudía a la finca de Enrique a pasar algunos días, cuando ella tendría nueve años y Joselito 13. En aquella época Joselito ni la miraba ni jugaba con ella, pues era cuando ni él mismo se entendía; de hecho, cuando su madre Adela le obligaba a atender a la niña, la trataba mal. Sin embargo, con los años comenzó a interesarse en ella y en febrero de 1994, en Alicante, después de torear un festival, se le declaró. Luego de un corto noviazgo rompieron y Joselito empezó a salir con Cristina, una chica madrileña, pero finalmente se dio cuenta que su verdadero amor era Adela, y se casó con ella en 1999, como todo un anticlerical (al igual que Adela): dado que no aparecía en el padrón de la Guindalera, ni en Santa María de la Cabeza, ni en Talavera de la Reina, una amiga que conocía a un funcionario de los juzgados de Fuenlabrada, lo empadronó y terminó casándolos en un McDonald’s que estaba frente al juzgado. Tres años después de su retirada definitiva en 2006, Joselito vivió los momentos más críticos de su vida, pues hubo un cambio radical en sus costumbres diarias, al pasar del todo a la nada; de ser el centro de atención de todos a ser simplemente uno más. Tenía que atender sus negocios y empezar a producir, a lo cual no estaba acostumbrado, máxime que Enrique se había separado de su esposa y vuelto a casar en México. De la noche a la mañana, casi sin darse cuenta,


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le faltaba su amparo de toda la vida. Y así, abatido, se sentía impotente para afrontar esa situación. Tan mal llegó a sentirse, que a punto estuvo de suicidarse, como Juan Belmonte, porque llegó un momento en que todo le daba igual: sus hijas, su mujer, sus fincas. Su madre Adela le propuso que si torear le resultaba de ayuda, pues que regresara a los ruedos, pero él sabía que ésa no era la solución. Fue así que se puso en manos de una psicóloga de Madrid, a la cual acudió dos veces por semana durante tres meses, y sin medicación alguna, limitándose a hablar, contándole su vida desde la infancia, como ahora lo hace en este libro. Su cura llegó porque aquella doctora lo dejó expresarse de nuevo, esta vez con la palabra, pues antes solo podía hacerlo con capotes y muletas. J osé M iguel A rroyo J oselito . E l

torero

Pero, ¿cómo, cuándo y por qué decidió Joselito ser torero? Su padre, Bienvenido Arroyo, era un buen aficionado a los toros y, por tanto, abonado de Las Ventas y desde niño Joselito ya le acompañaba a los festejos. Al principio no se interesó por lo que pasaba en el ruedo, ni mucho menos pensaba en ser torero. No fue sino hasta cumplir los diez años, cuando ya le había tomado el gusto a las corridas de toros, que le dijo a su padre que quería ser torero, y éste lo matriculó en la Escuela Taurina de Madrid en 1979. La Escuela era encabezada por su director, Enrique Martín Arranz, y sus profesores fueron José de la Cal, Andrés Vázquez, Serranito, Luis Morales, Gregorio Sánchez Tinín y algunos otros. Dentro del alumnado fueron sus mejores amigos –y posteriormente compañeros de cartel–, José Luis Bote y Juan José Prados El Fundi. El 4 de mayo de 1980, en una de las clases que se daban de cara al público, Joselito, con solo diez años de edad, toreó su primera becerra; aquel día recibió más golpes que los muletazos que pegó, pero mostró mucho valor. Cuenta que su referente como torero fue José Cubero Sánchez Yiyo, al que conoció precisamente en la Escuela, y que verlo salir en hombros en la Plaza de las Ventas fue el estímulo definitivo para convencerse de ser


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torero. Si Yiyo había salido de Canillejas y era un chaval de barrio como él; si había empezado en la Escuela como él; si habían entrenado juntos y le tenía tan a mano; si era un tío tan normal como él, ¿por qué no iba él a poder ser también un torero importante? Por eso, de becerrista y novillero siempre quiso José Miguel ser como Yiyo y le imitaba hasta en los gestos. Cuando murió trágicamente José Cubero, Joselito recibió un golpe más en su vida, pues guardaban una estrecha amistad, a tal grado que no fue capaz de entrar al velatorio. Su primera becerrada la toreó dos años después de haber ingresado a la Escuela, el 7 de julio de 1981, en la plaza de toros de Trujillo, con José Luis Bote y un chaval de ahí; a El Fundi le tocó salir de sobresaliente; esa tarde cortó dos orejas. Como no tenía traje corto, la calzona se la prestó su compañero Antonio Romero y la chaquetilla negra, que por cierto había sido de Yiyo, se la prestó José Luis Bote y los botos o botines que estrenaba, se los habían regalado unas prostitutas amigas suyas. El debut vestido de luces fue el 15 de agosto de 1982, en Salas de los Infantes, provincia de Burgos. El vestido blanco y plata que utilizó esa tarde también era prestado; había sido de Luis Francisco Esplá y era uno de los primeros que también había usado Yiyo, ya de segunda mano. Esa tarde alternó con Juan José Prados El Fundi. En la Escuela Taurina de Madrid solo estuvo de 1979 a 1982, ya que Enrique Martín Arranz decidió juntar a José Luis Bote, a Joselito y a El Fundi (ése era el orden de cartel), como lo había hecho antes con los llamados príncipes del toreo, José Cubero Yiyo, Lucio Sandín y Julián Maestro, y se fueron los tres a vivir a su finca Monte Claros, para tener así una mejor preparación. El debut de la terna fue en Barcelona y solamente Joselito cortó una oreja. En 1983, José Luis Bote, Joselito y El Fundi debutaron sin picadores en la Plaza de Las Ventas de Madrid, donde torearían dos tardes más; él se anunciaba como José Miguel de la Llana, que era el segundo apellido de su padre, usando un carnet de identidad falso, que había utilizado para poder torear tiempo atrás en la Plaza de Valencia cuando tenía catorce años, dos menos que los exigidos para poder torear profesionalmente.


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Como no le agradaba mucho ese nombre taurino, tiempo después decidió utilizar el diminutivo de Joselito, que era más natural, además de que así lo llamaban no solo en la Escuela sino en todos lados, y que si bien a muchos no les hacía gracia por la referencia a Joselito el Gallo, éste nunca lo usó taurinamente en los carteles en que se anunció, pues utilizaba el de Gallito. Por ello José Miguel decidió utilizar ese diminutivo; de allí el título de este libro: Joselito, el verdadero. Su debut con picadores fue el 8 de septiembre de 1983, en Lerma, Burgos, al lado de Sánchez Marcos y Marcos Valverde, con un vestido turquesa y oro que le había comprado a Lucio Sandín. Su debut con picadores en Las Ventas fue durante la Feria de San Isidro, el 3 de mayo de 1985, alternando con Pedro Lara y Rafael Camino. No tuvo éxito pero lo repitieron el domingo siguiente y entonces cortó una oreja. El 5 de abril de 1986 triunfó clamorosamente en un festival en Las Ventas, que fue televisado, al lado de Antoñete, El Cordobés y Palomo Linares, entre otros, cortando dos orejas. Este triunfo lo convenció de que estaba listo para la alternativa, la cual tomó el 20 de abril en Málaga, de manos de Dámaso González, con el testimonio de Juan Mora, diestro al que había admirado como novillero en Las Ventas, cuando tenía diez años, y quien había sido una de sus fuentes de inspiración para decidir ser torero. Aquella tarde le cortó una oreja a Correrías, el toro de su alternativa, de la ganadería de Carlos Núñez. La mejor etapa de José Miguel Arroyo fueron los años de 1993 a 1997, en los que sobresalen tardes como la de su encerrona en Madrid en 1993, en la que salió por la puerta grande; la del 17 de junio, también en Las Ventas, con motivo de la Beneficencia; la faena del 25 de febrero de 1996 en la Plaza México, en la que le cortó el rabo al toro Valeroso de De Santiago, propiedad de José Garfias; la corrida goyesca del 2 de mayo de 1996, también en Madrid, en la que en solitario cortó seis orejas y despachó a sus seis toros de otros tantos estoconazos; y la memorable salida por la puerta del Príncipe de Sevilla, el 15 abril de 1997, por citar algunos de sus triunfos más importantes, y a los cuales se refiere en su autobiografía. La cornada más grave que sufrió en su carrera se la pegó en Las Ventas el toro Limonero de Peñajara, de 697 kilos, el 15 de mayo de 1987 –día de


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San Isidro–, tarde en la que alternó con Curro Vázquez y Pepín Jiménez; ese toro le infirió una cornada en el cuello de diez centímetros de profundidad y rotura en dos de la clavícula izquierda, cuando apenas se disponía a torear con el capote. Mención especial amerita el comentario de Joselito en el que expresa que “… vencer al dolor y al miedo es una virtud mental. Y superarlo te hace sentir muy orgulloso de ti mismo. En mis inicios aprendí mucho de la forma en que otros toreros afrontaban los percances. Algunos casos fueron ejemplares como el de David Silveti cuando toreamos juntos en el año de 1989 en Guadalajara. El último de la tarde le atravesó un muslo a Silveti y éste lo siguió toreando por el mismo lado del percance, lo mató, cortó las orejas y el rabo, dio la vuelta al ruedo y lo sacaron a hombros bajándose cuando pasaba frente a la enfermería y entró por su propio pie. Pensé que si ese torero era capaz de hacer aquello, mientras pudiera y el cuerpo aguantara, yo tenía que hacer lo mismo”. Los principales rivales a los que enfrentó durante esa etapa y que fueron líderes del escalafón taurino, fueron Juan Antonio Ruiz Espartaco, Enrique Ponce y Jesulín de Ubrique, pero también se refiere a Cesar Rincón, a José Tomás y a José Ortega Cano, entre otros. De Espartaco relata que fue su primer enemigo, ya que el sevillano lo apartó de muchos carteles, a pesar de su sonrisa y sus abrazos efusivos cuando el propio Joselito triunfaba; es decir, considera que Espartaco era un doble cara. De Enrique Ponce comenta que era su rival más directo y que alguna vez cuando triunfó le llegó a decir “…Desengáñate Enrique, tú ni soñando llegarás a torear como yo despierto”. Sobre Jesulín de Ubrique, menciona que era un “relaciones públicas cojonudo” y un gran torero, pero que se perdió en el laberinto que él mismo montó. Jesulín nunca lo motivó, ni sintió necesidad de competir con él, porque si el de Ubrique no se respetaba a sí mismo, no tenía por qué respetarlo él. Respecto a Cesar Rincón, José Miguel reconoce que lo trajo a mal traer el año de sus salidas a hombros en Las Ventas y también reconoce que le dio un repaso durante una feria de septiembre en Talavera de la Reina. Por lo que toca a José Tomás, Joselito señala que fue el único diestro con el que nunca pudo. Era un torero de su concepto, pero con mucho más


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valor; de él dice que tiene “dos cojones que le arrastran” y que a valiente no le ganaba. De Ortega Cano opina que ha sido un torero muy bueno – y de los más honrados– y con una profundidad espectacular. Tras una desastrosa encerrona en la Maestranza de Sevilla el 26 de septiembre de 1998, y habiendo sufrido su carrera un declive, Joselito tomó la determinación de poner fin a su trayectoria taurina, y para no tener la tentación de volver a torear se rapó el cabello y se dedicó a atender su vida personal, destacando en este plano su boda con Adela el año de 1999. Sin embargo, el 2 de abril 2000 reapareció en Castellón toreando mano a mano con José Tomás, con el mismo vestido blanco y plata de su última tarde en Sevilla. Para su mala fortuna, el 17 de mayo de 2003, en Nimes, sufrió una grave fractura en la cabeza del fémur que lo paró varios meses y de la que no quedó bien; por ello, el 13 de octubre reapareció en Zaragoza, encerrándose con seis toros, ahora sí para poner punto final a su carrera, cortándole dos orejas al último ejemplar de la tarde. No se cortó la coleta en aquella ocasión porque afirma que será torero hasta el día en que se muera. Tras su retiro en 2004 se dedicó a apoderar a César Jiménez, el torero de Fuenlabrada, así como a atender sus ganaderías del Tajo y La Reina. C onclusión Estimo que la importancia de este libro radica en que Joselito, que fue un torero congruente con su tauromaquia, basada en el toreo verdad, también lo es en su calidad de autor, al relatar sin tapujos no solo la forma como se hizo y desarrolló como torero, sino al abrirse de capa para referirse, sin reserva o engaños, a su vida personal y familiar y a su trayectoria profesional, desde su parte más íntima. Para todos aquellos detractores de la fiesta de los toros, podría resultar de especial interés este libro, que nos cuenta cómo una persona que estuvo muy cerca de caer en las drogas y en un mundo de perdición, cambió su vida por completo gracias a la fiesta de los toros, para convertirse en una figura del toreo y en una persona de bien.


Enrique Ponce, nieto de un sueño Francisco Paco Villaverde

Diputación de Valencia Segunda edición Valencia, España, 2010

L uis A dolfo H ammeken B arreto Esta obra, editada por la Diputación de Valencia, es presentada por su presidente, quien hace expreso el reconocimiento que el órgano legislativo hace a la maestría y el trabajo profesional del abuelo de Enrique Ponce, Leandro Martínez, quien en su juventud, en el breve y modesto espacio que ocupó en la tauromaquia española, fue conocido como El Motillano, afirmando que probablemente Enrique no hubiera llegado a ser torero y que, de haberlo sido, no hubiera llegado al inobjetable primer sitio en la torería universal, sin la innegable influencia, orientación, apoyo y consejos de su abuelo en su formación, para concluir sosteniendo que la realización del sueño del abuelo Leandro está en la realidad del excepcional torero que es Enrique Ponce. A continuación, el autor hace también una presentación de su obra, narrando que la escribió a petición del propio abuelo del torero, quien le solicitó, a sus 94 años de edad, que escribiera “la verdadera historia de la carrera de su nieto”, pues quería verla publicada antes de morir. Ante tan conmovedora excitativa, el autor se entrevistó con el maestro Ponce y se encontró con una sorpresa: Enrique quería también que escribiera una biografía, la de su abuelo. Ello dio lugar a la elaboración del libro que, según su autor, es producto de la admiración y del amor que siente Leandro por su nieto, así como de la admiración y amor que siente Enrique por su abuelo. El prólogo de la obra es de la autoría de Pedro Javier Cáceres, periodista, crítico taurino y locutor español, quien afirma que la misma tiene como su mayor activo la normalidad en la “terrenalidad”, concebida esta última como sencillez y proximidad, sin recurrir en el culto al “becerro de oro” y menos mimetizar al ser superior, sin ser “una entrevista externa 67


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con formato de narración, ni dicho género en sí mismo; para nada una novela, ni vivencias noveladas; supera al relato, para adentrarse, según se ‘devoran’ sus páginas por su entrañable, sutil y fácil escritura en un cuento que empieza en Hadas y se rubrica refutando una gozosa realidad”.32 El libro contiene dos secciones de fotografías, provenientes en su mayoría de los archivos familiares del diestro y de su abuelo, que transportan al lector al pasado remoto del abuelo y al tiempo más próximo del nieto, que al convertirse en figura del toreo hizo realidad el sueño de Leandro. Más que un recorrido por las breves actividades taurómacas del abuelo Leandro y el fecundo quehacer taurino de su nieto, la obra trata de trascender tales aspectos y ofrecer al lector un análisis de la compleja relación existente entre los dos personajes, dejando siempre presente tanto el amor y respeto que fluye entre ellos como la aceptación de Enrique a los actos de quien, por propia voluntad, se convierte primero en cómplice, después en mentor y finalmente en copartícipe de su asombrosa tauromaquia. El primer capítulo está dedicado al “Abuelo Leandro y sus tiempos de torería”, y así, para ubicar al lector en la realidad taurina española imperante en la época del nacimiento de Leandro Martínez en marzo de 1913, el autor refiere que fue precisamente en ese mes cuando Juan Belmonte se presentó como novillero en Madrid, quien el 16 de octubre del mismo año recibió la alternativa en la misma ciudad de manos de Machaquito y Rafael El Gallo. Según Villaverde, es esa misma época la que alumbra el nacimiento del toreo moderno, cuyos conceptos venía mostrando el llamado Pasmo de Triana, siendo mítico que también en ese año declinaran los conceptos del anterior quehacer taurino, con las retiradas de Machaquito y de Ricardo Torres Bombita. Leandro Martínez ingresó como aprendiz de peluquero a la temprana edad de ocho años en la barbería de su pueblo natal, Motilla del Palancar, y sin antecedente taurino alguno, dio inicio su temprana afición a los toros tanto por las noticias periodísticas como por los comentarios que 32

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escuchaba de los clientes del establecimiento. Enterado de que la ciudad de Valencia era el centro taurino de la provincia, decidió acercarse a ella para convertirse en torero, por lo que se estableció en la población de Chiva, también como aprendiz de peluquero, en el negocio de don Enrique Yuste, lugar en donde se presentó el primer suceso de una serie de circunstancias coincidentes en la vida de Leandro Martínez. Ahí conoció a la entonces niña que sería el amor y la mujer de toda su vida, Enriqueta, pero ni siquiera eso le hizo desistir de su sueño: si quería torear, debía acercarse a Valencia. Para ello, dejó la barbería de Chiva y llegó al suburbio de Albal para prestar sus servicios en la peluquería del tío Picola. Poco después, ingresó a las filas de la torería formando parte de la Banda del Empastre, grupo musical de toreros cómicos, en el que participaba en la parte seria del espectáculo, y donde conoció al gran torero cómico Llapisera, ex matador de toros, con quien se unió en estrecha amistad. Ahí también entabló relación con quien sería su mozo de espadas, Pancheta, quien lo inició en los rudimentos del toreo. Cumplió Leandro su sueño de encabezar el paseíllo cuando se presentó en Valencia el 27 de octubre de 1935. Continuaron las andanzas taurinas de Leandro por toda España actuando con la Banda del Empastre, queriendo la casualidad que en el pueblo de Cheste, cercano a Chiva, se presentara en un festival y, para ahorrarse el gasto de la pensión, pidió permiso a su antiguo patrón, el peluquero Enrique Yuste, para vestirse de torero en su casa. Ahí se encontró nuevamente con Enriqueta, convertida ahora en una hermosa joven. Leandro se prendó de ella proponiéndole relaciones formales, mismas que no se concretaron debido en parte a la juventud de Enriqueta, pero sobre todo por el deseo de Leandro de continuar toreando. El segundo capítulo sitúa a Leandro en la Guerra Civil Española, en el cual se narran sus angustias al no recibir respuesta a las cartas que dirigió a Enriqueta, única forma de comunicarle sus intenciones matrimoniales en medio del caos del conflicto. Estando en Madrid destinado en el cuerpo de Sanidad, por medio de la esposa de un militar asentado en Chiva, recibió un paquete con artículos que le envió Enriqueta, lo que hizo renacer sus esperanzas de verse correspondido.


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Al final de la guerra, Leandro fue confinado en un campo de concentración en Francia, de donde regresó a Bilbao para cumplir un nuevo encierro. Una vez liberado y encontrándose en Portugalete, por un cartel en la pared se enteró que precisamente ese día actuaría ahí su conocida Banda del Empastre, reiniciando la interrumpida relación con Llapisera y Pancheta. Al terminar el festejo, acompañando al grupo, Leandro tomó dirección a Valencia y al llegar Llapisera le preguntó si tenía dinero y sin esperar respuesta le tendió un billete de cinco duros para aliviar su menguada economía. Lo primero que hizo Leandro fue comprar un paquete de puros para su último patrón, el peluquero Picola. Cambio de escena. Como en una película de suspenso, Villaverde informa sobre la decisión tomada por Leandro: su sueño de ser torero había terminado. Volvería a su oficio de peluquero, que nunca había abandonado. Quería formar una familia con Enriqueta y su pasión taurina pasaría a ser la de un simple aficionado, sin rencor ni frustración. Se sentía agradecido por no haber sido vencido o lastimado por ningún toro, pero ya veremos después que “desde adentro le desbordaría la ansiedad vital por explicar, por contar el toreo, todo el toreo que se había quedado dentro reprimido sin posibilidad de salir al exterior a volar en las plazas de toros en los brazos, piernas y cuerpos de algún torero clásico…”33 Con un Leandro que contaba ya 26 años, da inicio el tercer capítulo de la obra, “De vuelta a casa. La familia”, dejando ver a un protagonista ahora ya dedicado a trabajar de lleno en su oficio de peluquero, trabajando en Albal, en la barbería del tío Picola, logrando incluso ahorrar algo de efectivo para poder casarse. Finalmente, un año después de tomada la decisión, tomó estado marital el 27 de octubre de 1940 en la iglesia de Chiva. Su vida de casado transcurrió plácidamente y, aunque el autor no lo menciona, es de suponerse que fue a vivir a la casa de los suegros y volvió a trabajar en el negocio de su suegro don Enrique Yuste, nutriendo su afición taurina por medio de la prensa y de los comentarios de la clientela.

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Con la llegada de los hijos Enriqueta, Guadalupe y Leandro, se manifestó en el padre de familia la ingente necesidad de transmitir al benjamín las enseñanzas del arte del toreo, desistiendo al no tener puestas sus esperanzas en el retoño. Era tan grande el deseo de Leandro de compartir sus experiencias taurinas, que trajo a su sobrino Antonio Martínez de su nativa Motilla para iniciarlo tanto en el oficio de barbero como en la vocación taurina. Le consiguió trabajo en la peluquería del suegro, lo hospedó en la casa de la familia (de su esposa, por supuesto). Leandro arreglaba el pelo y afeitaba gratis al ganadero El Verruga, para que dejara torear sus vacas a Antonio; sobornó a un pastor de Vicentet el del Puig, ganadero de animales de media casta, para que el aprendiz toreara las vacas del amo en la madrugada; le compró un terno de torear y solamente desistió de su empeño cuando sus amigos de la Banda del Empastre le dijeron que no le veían como torero por su exceso de precauciones. A pesar del desengaño, Leandro no dejó de lanzar sus enseñanzas al mundo de los toreros. A todos los niños de la región que habían tenido aunque fuera la mínima intención de torear, les instruyó en el manejo de los avíos de toreo, pero siempre les previno de lo difícil de la profesión de torero y de la necesidad de tener siempre una profesión alternativa en el caso de no realizar su ideal, para con ello poder reorientar sus vidas y salvarlos de la frustración. Con la recuperación experimentada por España en la década que inicia en 1960, Leandro Martínez se subió al tren del progreso al asociarse para fundar una empresa de compraventa de coches y camiones, que luego transformaría en una empresa de transportes dedicada al flete de materiales para construcción, industria recién activada y esencial para la edificación de hoteles, restaurantes y demás desarrollos turísticos. Para dirigir la cocina del nuevo Hotel Las Lomas, llegó a él Emilio Ponce, quien, a pesar de estar más interesado en su trabajo que en cuestiones taurinas, siempre tuvo presente su condición de haber sido sobrino carnal del diestro valenciano Rafael Ponce Rafaelillo, otra circunstancia más que refiere el autor en el entorno familiar de Leandro, como prolegómeno de lo que iba a cristalizar, años más tarde, en la realización de


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su sueño: su nieto, el torero Enrique Ponce Martínez, puesto que Emilio se casó en 1967 con Enriqueta, hija de Leandro Martínez. El cuarto capítulo de la obra se refiere a la infancia de Enrique Ponce, detallando lo accidentado tanto de su nacimiento, ocurrido el 8 de diciembre de 1971, como el de la elección de su nombre, siendo referencia obligada recordar que en España era costumbre –y parece seguir siendo– bautizar a los niños con el mismo nombre del santo o deidad venerada el día de su nacimiento. Descartado el nombre de Inmaculada por ser niño, se decidió ponerle Alfonso, nombre de elección de su madre y de su hermana, la tía Gloria. La familia paterna se opuso, ya que en los Corrales de Utiel, de donde eran originarios sus miembros, precisamente así se llamaba el tonto del pueblo. Como el nombre de Alfonso ya había sido inscrito en el registro civil no hubo manera de cambiarlo, por lo que se decidió ponerle también Enrique por su bisabuelo y por su madre, Enriqueta. A la temprana edad de cinco años, al pequeño Enrique le dio por dar pases con un pañuelo blanco a su madre y a su abuela, imitando a los toreros que miraba por televisión. Sus movimientos no pasaban por alto a los ojos del abuelo Leandro, quien hizo participar a Enrique y sus primos en la apertura del misterioso baúl en que guardaba sus viejos avíos de torero, época de la cual les platicaba sus aventuras a sus nietos. Ante la sorpresa de Leandro, el niño Enrique mostró una gracia y apostura poco comunes a su edad al manejar el capote y la muleta: “por momentos su diminuto cuerpo se agrandaba, agigantaba su presencia infantil, en metamorfosis que convertía a un niño en hombre y a un hombre en artista, mutación que solo consiguen los elegidos para la gloria y el arte, aquellos que sin pretenderlo, con su arte, conducen todas las miradas hacia su persona. Había llegado, era él”.34 La primera cercanía directa de Enrique con el mundo taurino fue, por supuesto, con su abuelo Leandro en el año de 1977, cuando asistieron a un festejo celebrado en Utiel, figurando en el cartel Manuel Ruiz Manili, Manolo Arruza y Agustín Parra Parrita. El niño se compenetró de tal manera con lo que veía en el ruedo, que sorprendió a Leandro al decirle que 34

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él quería torear aunque fuera una becerra. A tan insólita petición, Leandro se negó, aduciendo que aún era muy pequeño, que era muy importante que entrenara el toreo de salón y que confiara en que, al cumplir ocho años, él mismo lo llevaría a torear. Contra la voluntad de su madre, que acaso ya vislumbraba que su pequeño hijo abrazaría la profesión taurina, los entrenamientos de toreo que impartía el abuelo Leandro se incrementaron, ocasionando con ello que recibiera continuas y acres recriminaciones de su hija por alentarle en su idea. Alternando la práctica del toreo de salón con abundantes referencias a los ases de la tauromaquia española, enteró a su nieto de la existencia de un torero en sus antepasados, Rafael Ponce Rafaelillo, hermano de su abuelo paterno, lo que causó una nueva y profunda impresión al niño, acrecentando su ambición por hacerse, como su tío, matador de toros. Las exhibiciones de toreo del pequeño trascendieron el círculo familiar y a menudo recurría a hacerlas en la peluquería, provocando el entusiasmo de propios y extraños. En el capítulo quinto, el más extenso de la obra, denominado “Comienza la leyenda”, Villaverde pone de manifiesto la forma en que se originó la confianza absoluta que tenía el abuelo Leandro en las aptitudes de su nieto, cuando refiere que en el verano de 1980 un pastor, cliente de la peluquería, le sugirió que fuera a ver a su amo, criador de reses de media casta, para que viera torear al niño y le diera su opinión. El domingo siguiente, sin enterar a la familia, se dirigió con sus nietos Álvaro y Enrique al campo para pedir al dueño de la finca, el ganadero Nadal, permiso para que sus nietos torearan una becerra. Ante la afirmativa, Leandro, dando inicio a una costumbre que siempre seguiría, aprobó la becerra que soltaría el ganadero para ser toreada, práctica que nunca abandonaría mientras fuera él quien se responsabilizara de su nieto. Nunca expondría a Enrique más de lo necesario. El pequeño emocionó al ganadero al torear la becerra con gran suavidad y arte, al grado que, previa consulta con el abuelo, el ganadero ofreció soltar otra becerra con más peso y que, a diferencia de la primera, tenía una embestida descompuesta.


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Sin esperar, Enrique se puso al hilo de las tablas y comenzó a someter las medias arrancadas de la vaquilla. Después de ver que el animal no rompería a bueno, el señor Nadal, impresionado por lo que había visto, le dijo que rematara y la dejara porque no servía para nada. Es ahí donde Enrique recibió del ganadero su primer sueldo como torero, cinco duros. El abuelo, por su parte, recibió la proposición de que volvieran al domingo siguiente para que el niño actuara en un festejo que daría a unos amigos. Así pasó, acudiendo en esa ocasión el padre de Enrique, el tío Leandro, el nieto Álvaro y, por supuesto, el abuelo Leandro con el pequeño y menudo aspirante Enrique. Nuevamente, el pequeño realizó toreras faenas a dos becerros, pero en esta ocasión actuó ante un público más numeroso. El ganadero Nadal, convencido de las facultades del niño, arregló con el abuelo la actuación de Enrique en más festejos, actuando cada vez ante más personas en Callosa, Jávea y Pedreguer. El entusiasmo llevó al hacendado a organizar un festival en el que el chaval toreó seis becerros en la inauguración de una pequeña plaza en Vergel; Enrique colmó las más optimistas esperanzas al lucir espectacular ante todos sus enemigos. Los subalternos profesionales que habían acudido para ayudar al pequeño acabaron apoyados contra la pared del redondel, admirando su arte y poderío como lidiador, asombrados ante lo que consideraban imposible. La fama del chiquillo empezó a crecer en los alrededores de Valencia, y durante todo el año de 1981 Enrique, siempre acompañado de su abuelo, asistió a los herraderos de diversos ganaderos que le apoyaron en su trayectoria inicial. En ese mismo año, la presidente de la Junta Local contra el Cáncer en Chiva quiso dar un festejo benéfico, a realizarse en una plaza portátil en el mismo pueblo, en un mano a mano del pequeño Ponce con Manolo Martínez Manolico. Enriqueta, la madre de Enrique, que formaba parte de la Junta, se opuso firmemente a la actuación de su hijo, pero acabó por ceder. Enrique estrenó su primer vestido corto de torear y la madre pudo verlo triunfar. La promesa del toreo continuaba hilvanando triunfos; participó en un concurso buscando toreros que se celebró en Monte Picayo, lugar en donde


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la suerte no le sonrió y tuvo que conformarse con lograr un segundo lugar por las malas condiciones de su becerra. A los pocos días de celebrado el concurso, Leandro recibió una oferta para que su pupilo toreara en el mismo lugar en un festejo organizado por una empresa local para unos clientes italianos. Enrique participó y, superando con creces sus anteriores actuaciones, alcanzó un éxito espectacular. El festejo trajo aparejado un inesperado logro económico, pues el abuelo Leandro, por su intervención en el manejo de su nieto, recibió del gerente anfitrión un regalo de dos figuras de cerámica. El torero recibió un espléndido estipendio por su lucida actuación, diez mil pesetas. La actuación del niño en el concurso de Monte Picayo empezó a dar resultados positivos, ya que la empresa de la plaza valenciana montó un cartel con los triunfadores del ya famoso certamen. El abuelo Leandro, siempre pendiente de los intereses del novel torero, consiguió que Enrique participara toreando con otro principiante para que, fuera de concurso, lidiaran los becerros más pequeños del encierro, toda vez que el resto de los aspirantes eran de mayor edad. Esto causó enfado al nieto, porque no quería ser considerado como inferior a los demás. Como ya parecía una costumbre, Enrique volvió a armar una escandalera, sorprendiendo incluso al famoso Manolo Camará, quien manifestó que desde los tiempos de Manolete no se había puesto de pie para aplaudir un torero. Leandro inscribió a su nieto en la Escuela Taurina de Valencia, en la que su director, Francisco Barrios, matador de toros en retiro apodado El Turia, en principio temeroso de violar el mandato legal que prohibía actuar en festejos a menores de 16 años, recomendó a Leandro que esperara a que las circunstancias fueran favorables para la actuación del niño. La oportunidad llegó cuando el plantel organizó la primera becerrada en que toreaban sus aventajados alumnos Rafaelín y Miguel Asensi con la inclusión, un tanto ilegal por el requisito de la falta de edad, del niño de Chiva. Esto trajo consecuencias, pues las envidias se manifestaron cuando los representantes de la Escuela Taurina de Madrid argumentaron que el aspecto infantil de Enrique predisponía al público en su favor. La campaña en contra del niño tomó tal fuerza que incluso se llegó a pensar en que continuara su formación taurina en México, donde, como en el caso de


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Juan Pedro Galán, había ya por lo menos un niño español funcionando. Se descartó la idea, pues el abuelo Leandro, fundadamente, temía que su hija Enriqueta se opusiera a la separación. El chamaco impresionó muy favorablemente al empresario Juan Ruiz Palomares en una corrida en Jaén. A base de buenos tratos al pequeño y su familia, se ganó la confianza de Leandro, a grado tal que decidió compartir el manejo taurino del nieto. Estaba decidido, consultaría con Juan, pero el abuelo seguiría viendo el ganado a lidiar, conservando el derecho de decir la última palabra. Auxiliaba a don Juan en sus labores como apoderado de Enrique su socio, Luis Fernández El Jocho, que no le iba a la zaga en cuanto a inventiva y argucia y que en ocasiones figuraba, en sociedad con él, como empresa en los festejos en que actuaba Enrique. La inclusión de la mancuerna como complemento del abuelo Leandro resultó benéfica para la administración del novel torero, destacando la argucia del apoderado al eludir el cumplimiento de la ley que prohibía a Enrique actuar taurinamente por falta de la edad reglamentaria. Para ello, se firmaban los contratos a nombre de un novillero sin prestigio ni cartel, previamente puesto de acuerdo, llamado José María Porcel, quien el día programado para el festejo simplemente no se presentaba, ocupando Ponce su lugar. Al principio hubo algunas objeciones de los empresarios al percatarse de la escasa edad y aniñada imagen del substituto, que era el que realmente iba a actuar. Para imaginar la vorágine generada por la intensa actividad del niño, baste citar que en una ocasión, alternando con los miembros de la Escuela Taurina de Valencia, toreó una becerrada en Sabiote donde obtuvo un gran triunfo. Programado para torear ese mismo día en la plaza de Linares por la noche, los actuantes en el festejo quisieron impedir la presentación de Enrique, por no ser miembro de la escuela de toreros de la localidad. El nuevo apoderado de Enrique, valiéndose de que el ganado que se iba a lidiar era de su propiedad, amenazó con retirarlo si no toreaba su representado. Ante la sombría perspectiva de la suspensión, el festejo se dio y así, en los festejos organizados por el aniversario de la muerte de Manolete, el 26 de agosto de 1985, hizo su presentación en el mítico coso linarense


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un menudo Enrique Ponce, recibiendo las orejas de su becerro por su lucida actuación. A partir de este momento, el autor resta la importancia del abuelo Leandro en la formación taurina de su nieto, para ubicar al lector más en cercanía con la figura de Enrique Ponce, quien estaba en plenitud de su carrera en la fecha en que la obra fue dada a conocer (2007). Mucho habría que agregar acerca de ella en el momento actual. Es de advertir al lector que en la obra materia de este comentario, el personaje biografiado es en realidad Leandro Martínez, ya que tratar de describir la importancia taurina de Enrique Ponce en el tiempo en que el libro fue publicado, trascendería el espíritu y naturaleza del mismo y su objetivo central, pues como afirma el prologuista Cáceres, “el punto de partida y nudo gordiano, umbral de la trama de este relato, es ‘el abuelo’: Leandro. El desenlace es el sueño hecho realidad y a los máximos niveles, ‘el nieto’: Enrique Ponce”.35 El capítulo sexto se titula “El sueño se viste de luces”, y tan significativo evento tuvo lugar en Baeza el 10 de agosto de 1986, en una novillada sin caballos en que Enrique alternaría con Juan Pedro Galán. Su primer novillo lo brindó a don Leandro y huelga decir que el joven diestro triunfó bordando el toreo. Aquí, cabe una reflexión sobre la fortaleza de carácter de nuestro personaje, el abuelo Leandro. Merced al decisivo paso que dio al confiar el quehacer taurino de Enrique a la eficiente mancuerna de Ruiz Palomares y El Jocho, Leandro dejó de ser la figura principal en la administración de la carrera de su nieto. Como todo un profesional del complicado tráfago taurino, prescindiendo de su predominante e innegable influencia sobre el torero, apostó a los resultados obtenidos por la dupla, y señeramente pasó a ocupar un segundo término, sin dejar de ser, eso sí, el más entusiasta apoyo –que nunca escatimaría– de la naciente promesa del toreo. Ya no asistía a todos los festejos, sino solamente a los que él consideraba más importantes. Su comunicación con Enrique no abandonó el cariño familiar, pero se fue alejando poco a poco, dejando así que su recio carácter y la tenacidad, 35

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evidentes desde su infancia, afloraran ante decisiones que solamente él, el torero, podía tomar. Continúa el capítulo reseñando la intensa actividad del novillero, quien hizo su presentación en festejos con los del castoreño en Castellón el 9 de marzo de 1987. Después, a Sevilla, luego, a la plaza de Valencia, de donde se narran las penurias del novillero para convencer a sus exigentes paisanos, ya que su incipiente tauromaquia transmitía demasiada seguridad. Toca el turno de reseñar el séptimo y último capítulo de la obra, “Porque hemos conseguido lo que un día soñamos”, que inicia refiriendo la temporada de Ponce actuando ya solamente en festejos con picadores durante 1988. Además de su toreo clásico, Ponce, como producto de su vasta experiencia taurómaca, tanto en festejos como en el campo bravo, contó siempre dentro de su bagaje taurino con un prodigioso poderío en la lidia. Según el autor, el poderío poncista “es este aspecto fundamental que le hace diferente, el que le permitirá en el futuro mantener la regularidad en el éxito, desmarcándose de aquellos toreros del clasicismo, grandiosos toreros, que se quedaron en toreros referencia sin marcar época o mandar en el toreo”.36 La actividad del novillero en 1989 lo situó en el primer lugar del escalafón novilleril ibérico con 65 novilladas y 68 orejas cortadas. Intervino en Valencia en cinco ocasiones, logrando su primera puerta grande el 7 de mayo de 1989. El apoderado consideró que era el momento idóneo para pensar en la alternativa, y la propuesta encontró eco en Enrique, quien pensó para sí mismo en la alegría que ello le daría a Leandro. Después de barajarse los nombres de varios toreros de primera fila como posibles padrinos, fueron descartados José María Manzanares, Pedro Gutiérrez Moya El Niño de la Capea y Juan Antonio Ruiz Espartaco, por diversas razones. Se formó entonces el cartel para la corrida de alternativa; el doctorado lo recibiría de manos de José Miguel Arroyo Joselito, y como testigo participaría Miguel Báez Litri, lidiando ganado de Moura.

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La fecha de la alternativa de Enrique Ponce fue el 16 de marzo de 1990, en la plaza de Valencia. A las 5 en punto de la tarde de aquella fecha se inició el paseíllo, con Enrique Ponce al centro, con la cabeza descubierta como aspirante, enfundado en un terno blanco y oro con cabos negros, luciendo un capote de paseo con la imagen bordada de la Virgen del Castillo, patrona de su pueblo, Chiva. Abreviaremos el momento sacramental de la ceremonia para referir que, después del acostumbrado breve discurso del padrino Joselito, del consabido intercambio de avíos y de los tradicionales abrazos y deseos de buena suerte entre los alternantes, Enrique se ajustó la casaquilla, se dirigió a paso lento ante el palco de la presidencia para solicitar el mandatorio permiso para proceder a la faena de muleta y muerte y, volviendo sobre sus pasos, se dirigió a la barrera en que se ubicaban su padre y el abuelo Leandro. El público interrumpió al unísono una aclamadora ovación para ser partícipe del emotivo momento en que el novillero Ponce, ahora ya investido de la categoría de matador de toros, observó de reojo cómo su peón de confianza, Mariano de la Viña, sujetaba al toro en un burladero lejano. Emilio, padre de Enrique, permanecía pegado a su asiento, pues al igual que el público, sabía de antemano a quién iba dirigido el brindis del excepcional artista. La pluma de Villaverde hace una emocionante descripción del momento y nos hace partícipes de su emoción, en líneas que a la letra se citan: Leandro puesto en pie, espera ilusionado la llegada de Enrique hasta su localidad. Se miran a los ojos, una pequeña sonrisa aflora en las dos caras, los dos saben lo que se quieren comunicar. En el instante en que Enrique no aguanta más, levanta el brazo derecho, en el que sujeta la montera, para dirigirse a su cómplice y compañero del onírico camino. –Abuelo, te brindo la muerte de este toro, porque hemos conseguido lo que un día soñamos ¡Va por ti!37 37

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Finaliza la obra con el sentido agradecimiento de Enrique Ponce a la labor de Leandro Martínez, mismo que estimamos sería innecesario citar para no extender aún más el mismo mensaje del significativo brindis en la plaza de Valencia, en el que hizo participar a todo el público asistente de ese amor y admiración que sienten los dos principales participantes de un sueño hecho realidad. Como epílogo, Beatriz Ferrús Antón sintetiza en una frase el valor de este testimonio: “Desde aquí, no debe perderse de vista que este es un libro que canta al arte, que mira a los ojos del duende para transmitirnos su significado”.38 Bien por Francisco Paco Villaverde, que en este libro hizo a todos sus lectores participar de aquel sueño del abuelo Leandro, por dejar que nos acercáramos a él y conocer su origen y génesis. Olé por su pluma y por su genio.

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Las cornadas Ignacio Solares / Jaime Rojas Palacios Cía. General de Ediciones, S.A. México, D.F., 1981

R afael M edina V ázquez S obre

el autor

J aime R ojas P alacios

Nació el 11 de julio de 1926 en la Ciudad de México; desde muy joven se interesó en la literatura y en la música clásica, de la que fue un profundo conocedor. En 1943 fundó el grupo Las corridas, destinado a promover eventos culturales alrededor de la fiesta taurina. Además de haber sido testigo y protagonista de toda una época, Jaime Rojas Palacios escribió 28 obras de teatro, entre las que destaca su famosa pieza Y quisieron ser toreros, que fue estrenada en 1959. Además de haber compuesto la melodía y la letra de más de 15 pasodobles sobre el tema taurino, don Jaime escribió cuatro libros: Las cornadas (1981); La tauromanía (1986), que consiste en un recopilación de sus mejores colaboraciones en periódicos y revistas; Los empresarios de toros (1996), interesante reflexión en torno a nuestros inefables promotores del espectáculo taurino, y México, tierra de toros, trabajo aún inédito, realizado por encargo de la editorial Espasa-Calpe para su colección La Tauromaquia, cuya publicación se frustró, pues según Rojas Palacios “a la mera hora se rajaron los españoles”. Lo de él siempre fueron el placer, los gozos mundanos, el teatro, los viajes, la música, los toros, la literatura y los coloquios. Finalmente, luego de diversas complicaciones respiratorias (mismas que lo condenaron a cargar con oxígeno permanentemente), falleció el 11 de agosto de 2012, a la edad de 86 años. S obre

el autor I gnacio

A ntonio S olares B ernal

Nació en 1945 en Ciudad Juárez, Chihuahua. Ha colaborado para publicaciones culturales como Diorama de la Cultura, Hoy (nueva época) y 81


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Quimera. Fue jefe de redacción de la revista Plural y director del suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Ignacio Solares ha ganado premios literarios como el Novedades o el Fuentes Mares, entre otros y también ha recibido reconocimientos como la Beca Guggenheim. En la actualidad funge como Director de Literatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. De entre su obra cabe destacar títulos como Delirium tremens; Madero, el otro o La invasión, probablemente su obra más conocida. Actualmente escribe de toros en el periódico El Universal. El

libro

Este libro no pretende ser una enciclopedia sobre el tema de las cornadas ni mucho menos; se trata simplemente de un compendio de momentos sangrientos de la fiesta, algunos mucho más terribles que otros, pero la mayoría de ellos francamente heroicos. A lo largo de más de 60 relatos se recopila un buen cúmulo de cornadas crueles; percances que no debieron haber sucedido, pero que demuestran que ser torero es una de las profesiones más ingratas existentes, pues finalmente las broncas o los triunfos se los lleva el viento, pero las cornadas y el sufrimiento que conllevan, se las quedan el torero o sus deudos. En las 304 páginas que integran este libro nos encontramos con escritos de diversos autores, tomados de otras fuentes como la monumental obra Los Toros, de José María Cossío; los textos de Rafael Solana Verduguillo para El Universal Taurino; El sentimiento del toreo de Enrique Bohórquez y Bohórquez; la famosa Muerte en la tarde de Ernest Hemingway; el tratado de Enrique Vila sobre la historia de los legendarios toros de Miura, Miuras. Más de cien años de gloria y tragedia, por mencionar solo algunas de las fuentes más destacadas. Entre los textos recopilados, algunos pertenecen a los propios autores del libro, aunque en realidad son los menos numerosos de este compendio de sangre. En la introducción de este volumen se comenta lo siguiente: “Nada tan ‘absurdo’ como arriesgar la vida frente a una fiera por satisfacer a una


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multitud delirante… Y sin embargo, es una simpleza decir que el toreo es solo eso”. El toreo es eso y muchas cosas más. Cuando un torero está en la plaza frente a un toro, ya sea con un capote o con una muleta, lo que llama la atención es la belleza plástica de la danza que tiene lugar entre el toro y el torero y esta danza no sería tan emocionante si no estuviera permanentemente presente ese invitado que puede ser una cornada, ese invitado que le puede quitar todo al torero. Hoy, para los aficionados modernos, una cornada, o al menos las más comunes, resultan algo rutinario, algo que cualquier médico actual puede reparar; pero pensemos en estas mismas cornadas en épocas en las que el toreo no era, ni de lejos, lo que es hoy: un tiempo en el que los toros iban 10, 15 o hasta 20 veces al caballo (y no porque fueran más bravos que hoy, sino simplemente porque antes los caballos no usaban peto). Pensemos en la fiesta hace 250 años, cuando aún era un espectáculo bárbaro, incierto, plagado de sucesos inesperados y luctuosos, propiciados por la sed insaciable del público por ver lances aparatosos y llenos de peligro. A aquella época pertenece una de las primeras víctimas de la fiesta taurina: José Cándido Expósito, quien murió en el Puerto de Santa María el 23 de junio de 1771, por esa misma barbarie que era antes la fiesta: queriendo hacer un quite resbaló con un charco de sangre de los caballos, se golpeó y quedó inconsciente y a merced del toro, que le propinó sendas cornadas en un riñón y en una pierna; una muerte segura en aquellas épocas. Es relativamente sencillo entender por qué había en aquellos años mucha mayor incidencia de muertes y cornadas, ya que, si bien el toro experimentaba varias suertes durante los primeros tercios de la lidia, para el tercio de muleta llegaba casi entero y en tales circunstancias los diestros solo realizaban cinco o seis pases por alto antes de proceder a la suerte de matar. José Delgado Pepe Hillo (1754-1801) se tiró a matar a Barbudo de Peñaranda de Bracamonte y le colocó una estocada contraria; el toro, al sentirse herido, embistió al matador, lo derribó y ya en los suelos cargó sobre él y le ensartó el pitón por la boca del estómago, lo campaneó largo rato y le quebró hasta diez costillas. Esa tarde Francisco de Goya, que estaba


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en los tendidos, tomó varios apuntes que más tarde plasmó en un cuadro sobre la horrible muerte de Pepe Hillo. José Rodríguez Pepete, torero cordobés, murió por intentar defender a un picador que estaba siendo embestido por Jocinero; ese toro hirió en el corazón a Pepete, quien murió en la arena de la plaza de Madrid. Esta cornada fatal resultó muy significativa, pues la historia trágica de la famosa ganadería de Miura comenzó con la muerte de Pepete. Y así continúa el libro, con historias cruentas, sangrientas y dolorosas: Antonio Sánchez el Tato, Bernardo Gaviño, Frascuelillo, Saleri, Julio Aparici Fabrilo I. Este torero valenciano se vio obligado a banderillear a un toro que no se prestaba para ello, por querer complacer las necias exigencias del público y las intransigencias de sus paisanos, quienes solo se aplacaron cuando vieron a su torero gravemente cornado; fue una lástima que tuvieran que verlo morir en el ruedo para calmarse con él. Pero la fiesta, además de todo, es muy irónica; Francisco Aparici Fabrilo II, quien era hermano de Julio, estuvo presente el día de la cornada mortal de su consanguíneo; y más aún, él fue quien hizo el primer quite al toro que hirió a su hermano. Pero aquí no para la ironía: varios meses después, Francisco, ya convertido en matador, sufrió al tirarse a matar en la misma plaza de Valencia, una cornada de 6 centímetros de extensión por 16 de profundidad, que le destrozó la femoral, provocándole la muerte no solo en la misma plaza y en la misma enfermería en la que falleció su hermano, sino para su mayor desgracia, enfundado en el mismo traje –un grana y oro– que llevaba Julio cuando fue herido de muerte. Así como la fiesta puede ser el infortunio de unos debido a graves cornadas, puede significar la gloria para otros; como sucedió con Domingo del Campo Dominguín, quien fue herido por un funesto bicho de Miura, la misma tarde que le dio fama a otro torero. Aquella corrida que resultó fatídica para Dominguín significó para el Algabeño el mayor triunfo de su vida: ¡seis toros de Miura, seis estocadas y cuatro orejas! Y aquí abordamos otro mérito importante del libro, consistente en recordarnos los nombres de toros trágicamente famosos, como el corrido el 13 de febrero de 1907 en la antigua Plaza México de La Piedad, un


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toro de Tepeyahualco que descollaba sobre los otros del encierro por ser cornalón, largo de cuello y zancudo, un toro de “mala construcción”, cárdeno entrepelado, herrado con el número 42, procedente de la simiente miureña que hubo en la vacada de Tepeyahualco y que hirió mortalmente a Antonio Montes: el tristemente célebre Matajaca. Este toro fue muy complicado, ya que apenas en el segundo lance de capote echó para arriba a Montes, quien salió ileso. Resultó difícil de banderillear y con la muleta presentó toda suerte de dificultades, pero al tirarse a matar de largo, como acostumbraba Montes, el toro estiró la gaita y le propinó un golpe a Antonio, quien instintivamente giró para salvarse, dándole la espalda al burel y fue en ese momento cuando el toro empitonó al matador por la región glútea izquierda. Cuando finalmente soltó Matajaca a Montes, todos en la plaza notaron lo que el diestro Ricardo Torres Bombita, alternante de Montes aquella tarde, narraría en su libro Intimidades y arte de torear: “Todos, al mirar cómo fue la ‘cogida’ y el chorro de sangre negra que salía de la herida, comprendimos que era mortal”, y así sería: tres días después Montes fallecía en su habitación del Hotel Edison, donde pronunció sus últimas palabras: “Pobre de mi madre cuando se entere…” Continuando con esos giros que da la vida de un torero, se menciona la historia trágica de amor de Miguel Freg, mexicano muerto en Madrid en 1914. Fue un torero de ascenso meteórico, y en España fue un verdadero éxito; los españoles hablaban mucho de aquel muchacho mexicano que, según decían, tenía un estilo similar al del maestro Belmonte. La noche anterior al 12 de julio de 1914, Miguel soñó cosas raras, cosas que lo perturbaron, pesadillas pues, y justamente cuando se preparaba para salir, algo espeluznante se cruzó en su camino: una mujer, decepcionada de la vida, sin una pistola o algún frasco de cianuro, decidió prenderse fuego y correr por las calles gritando angustiosamente. Si eso no es de mal agüero ¿qué lo será? y este espectáculo vaya que perturbó al joven Miguel. “¡Mala pata! ¿ya lo ves?”, le decía a su hermano Alfredo. Ese mismo día en la plaza, una persona conocida como Regaterín, que ayudaba en una becerrada, intentó descabellar a uno de los becerros que soltó un derrote y al soltar la espada, ésta se fue a clavar en el estóma-


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go de un espectador, que murió a causa del percance. Miguel se enteró… ¡Mala pata la que tenía ese domingo! Miguel murió de una cornada en el cuello, que el médico tratante menospreció, considerando que solo era una herida envainada, es decir algo superficial, pero no fue así: Miguel murió ahogado con su propia sangre. Pero esta historia no acabó ahí; por si fuera poco, el 15 de julio, tres días después, ya en México, en los prados de la Alameda Central, fue encontrado un cadáver, el de una señorita de nombre Inés Olmos, muy guapa según dicen, quien se había suicidado de un tiro en la cabeza. Al registrar el cuerpo encontraron un bulto, unas cartas y unas fotos de Miguel Freg; Inés, al saber el infortunio de su novio, había decidido seguirlo. Enterraron su cuerpo junto con las fotografías de su amado torero. Continúa la crónica de sangre con las cornadas del Meco Juan Silveti y de Ernesto Pastor, quien murió a causa de una infección que al parecer le provocó un antiguo padecimiento venéreo, pues bien se sabe que los toreros son muy asediados por todo tipo de mujeres. También se consigna la muerte por ahogamiento de Luis Freg, torero que había sufrido la friolera de ¡56 cornadas!, de las cuales seis fueron gravísimas, al grado de que en cuatro de ellas incluso lo sacramentaron en la misma plaza. Y aquí llegamos a la que más me ha impresionado como aficionado y lector, una cornada cuyo conocimiento provocó que no durmiera bien durante algunos días. Citemos el parte médico: Durante la lidia del quinto toro ha ingresado en esta enfermería el diestro Manuel Granero con una herida por cornada que penetrando en la región orbitaria derecha, fractura el fondo de esta cavidad y sigue por la fosa cerebral media, atravesándola en toda su extensión, destrozando la masa encefálica con fractura conminuta de los huesos frontales, desde el esfenoides, temporal, parietal, maxilar superior y molar, con desgarramiento de las partes blandas, del pericráneo, desde la órbita hasta la región mastoidea del mismo lado, con vaciamiento completo de la órbita y salida de gran cantidad de masa encefálica, con fractura igualmente del cráneo que hace comunicar esta cavidad con la faringe. LESIÓN MORTAL POR NECESIDAD.


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No hay que tener mucho conocimiento médico para sentir un profundo dolor con solo leer las lesiones que el toro Poca Pena de Veragua le produjo en Madrid a Manuel Granero el 7 de mayo de 1922. Seguimos con toros tristemente famosos: Michín, un burel de San Diego de los Padres que tenía, como se dice en el lenguaje del campo bravo mexicano, una “reata” magnífica: corría por sus venas sangre pura de la ganadería del Marqués de Saltillo y en su familia abundaron los toros bravos: fue hijo del toro Lucero y de la vaca Navarrita; fue su hermano Sangre Azul, de nombre inmortal por la faena que le realizó Rodolfo Gaona; también era pariente de Azucarero, último toro lidiado por Gaona, y de Cigarrero, con el que triunfó el maestro Fermín Espinosa Armillita. Ése fue el toro que hirió gravemente a Carmelo Pérez y que le produjo los graves males de los que ya no pudo recuperarse. También se consigna en el libro a Ignacio Sánchez Mejías, quien fuera cuñado del mítico torero José Gómez Gallito, en cuya cuadrilla se formó como subalterno y quien le dio la alternativa en 1919, con Juan Belmonte como testigo. En 1934 Ignacio decidió reaparecer en las plazas a la vez que Juan Belmonte. Sustituyó a Domingo Ortega en Manzanares el 11 de agosto, fecha en la que se encontró con Granadino, un toro pequeño, manso y astifino que le propinó una gran cornada en el muslo derecho al iniciar la faena de muleta sentado en el estribo, una de las arriesgadas suertes que practicaba a menudo. No permitió que lo operaran en la modesta enfermería de Manzanares, donde el médico local se ofreció para intervenirlo, y pidió volver a Madrid, pero la ambulancia tardó varias horas en llegar. A los dos días se declaró la gangrena, muriendo la mañana del día 13 de agosto; el mito dice que buscó la muerte. En Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, la que para muchos es la mejor elegía compuesta a un torero, Federico García Lorca narra esa tarde majestuosamente; es paradójico que tuviera que suceder esta tragedia para que surgiera este poema inmortal. Se consignan también otras cornadas famosas como la de Cobijero a Alberto Balderas; la de Calao a Luis Castro el Soldado; la de Zapatero a Silverio Pérez; la de Islero, otro Miura, a Manolete, y la que sufrió en Portugal Carnicerito de México, a quien Conchita Cintrón acompañó en su


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último suspiro. Relatos trágicos que no se olvidan y cuyo recuerdo sigue entristeciendo a los taurinos. Otras graves cornadas reseñadas en el libro estimulan la morbosa imaginación del lector, aun sin haber resultado mortales, como la que Borrachón le infirió a Manolo Martínez, la cual casi le costó la vida, o la que Escultor de Zacatepec le propinó en el cuello a Antonio Velázquez, quien, a pesar de no poder hablar bien a causa de la tremenda lesión en la cavidad bucal, no dejaba de preguntar por escrito a sus allegados: “¿Cuándo reaparezco?” También desfilan por las páginas de Las cornadas, los casos de Manuel Capetillo y Camisero, de Joselito Huerta y Pablito, de Antonio Lomelín y Bermejo, y la lista sigue y sigue… Siempre hay que encontrar reflexiones en todas las lecturas y de este libro me quedo con la siguiente, expresada en las profundas palabras de alguien que chanela de estas cosas: Ernest Hemingway: Ver y oír a un ser humano en tales momentos le hace a uno más razonable, creo yo, en relación con los caballos, toros y otros animales; hay una manera de estirar bruscamente las orejas de un caballo hacia adelante para dejar tensa la piel por encima de las vértebras de la base del cráneo y de un golpe muy sencillo de puntilla se resuelven todos sus problemas; el toro encuentra la muerte en quince minutos, a partir del momento en que el torero comienza a bregar con él… Pero mientras el hombre tenga un alma inmortal y los médicos le conserven la vida durante todo el tiempo que puedan, en momentos en que la muerte es el mejor regalo que un hombre puede hacer a otro, los toros y los caballos parecerán bien tratados en el ruedo y el torero seguirá corriendo el mayor riesgo.


México, diez veces llanto Fernando Vinyes

Editorial Espasa-Calpe Colección La Tauromaquia, volumen 36 Madrid, 1991

R afael C ueli La idea de Bibliófilos Taurinos de México –con motivo de la celebración de nuestro trigésimo aniversario–, de reseñar en unas cuantas cuartillas diversos libros taurinos que nos han marcado, resulta una magnífica ocasión para sembrar la curiosidad taurina entre los lectores. Si a través de nuestros comentarios logramos motivar a los lectores para que busquen un libro sobre toros, lo adquieran y lo lean, sería para mí el mayor éxito de este esfuerzo colectivo. México, diez veces llanto fue escrito por el estudioso español (catalán, para más señas) Fernando Vinyes, cuya trayectoria intelectual habla por sí misma del amor con que vivió la fiesta. El autor fue también un destacado caricaturista y, sobre todo, un apasionado de los toros (y del circo), hasta su fallecimiento en 1999, a la edad de 58 años. La presentación de este volumen corrió a cargo del crítico valenciano Manuel F. Molés, quien no necesita mayor presentación ya que es un taurino de cepa, periodista, escritor y comunicador de gran solera. La obra que nos ocupa, cuyo título no tiene desperdicio, no se limita a consignar diez tragedias de la fiesta en México; sus pretensiones van más allá de lo anecdótico, pues constituye también un interesante recorrido por la historia taurina de México y de España, en la que asoma la mayoría de los toreros destacados de cada época evocada, en una narración que toma como ejes centrales las trágicas muertes –a menudo muy tempranas– de diez toreros mexicanos, cada uno de los cuales prometían taurinamente grandes cosas, pero por azares del destino se adelantaron de forma prematura en el paseíllo final, pero no sin antes dejarnos grandes 89


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faenas, momentos memorables, anécdotas llenas de torerismo o situaciones dignas de ser contadas. Este ameno recorrido por la historia taurina no está exento, sin embargo, de algunos errores de fechas, datos, nombres y lugares; un ejemplo de ello es el año de la inauguración de la Plaza México, que el libro sitúa en 1945, cuando lo correcto es 1946. A este respecto, es de mi conocimiento que uno de los miembros más reconocidos de nuestra agrupación, Daniel Medina de la Serna, le envió en 1991 una carta a Fernando Vinyes, en la que le hacía notar los errores contenidos en su libro; el autor respondió con una misiva –toda comedimiento, modestia y simpatía– en la que hizo referencia a las fuentes consultadas, algunas de las cuales resultaron poco fiables. Un ejemplo de ello fue la Historia del toreo en México de Enrique Guarner, una de las fuentes a las que acudió el señor Vinyes (para escribir sobre Joselillo), la cual está plagada de inexactitudes y errores, y que no solo ha confundido a Vinyes, sino también a Fernando Claramunt, el gran historiador de la fiesta, mexicanista como el que más, quien en el capítulo seis del segundo tomo de su Historia ilustrada de la tauromaquia, se refiere a la despedida de Fermín Rivera en la Plaza México, con una duda, anotando que fue “en febrero de 1957 (el 17 según Lanfranchi; el 24 según Guarner)”, difundiendo el error contenido en la obra de Guarner, pues el dato correcto es el aportado por Lanfranchi. Queda pues asentado que quien busque precisión en los datos de fechas, nombres o lugares, deberá verificarlos con las fuentes debidamente acreditadas para ello. Imprecisiones y errores aparte, el autor emprende en México, diez veces llanto un recorrido por la historia taurina, siguiendo como eje central del libro las muertes de diez toreros mexicanos, de diez épocas o momentos distintos de la fiesta brava en México y España. De esos diez toreros, glosaré en estas páginas alguna anécdota o comentario interesante, sorprendente o relevante, para no extenderme demasiado en esta reseña. El orden de aparición de estos diestros en el libro corresponde a su antigüedad –aclarando que algunos de ellos nunca tomaron la alternativa–: Miguel Freg, Ernesto Pastor, Esteban García, Carmelo Pérez, Alberto


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Balderas, Félix Guzmán, Laurentino José López Joselillo, Eduardo Liceaga, Héctor Saucedo y Valente Arellano. Lo primero que cabe destacar de esta lista, es que no todos los toreros incluidos son mexicanos, aunque todos ellos vivieron y se formaron taurinamente en México. No todos se llamaron como aparecen en esta lista, ya que por distintas razones algunos cambiaron sus nombres: Carmelo Pérez se llamaba en realidad Armando Pedro Antonio Procopio (con semejante nombre Agustín Lara no hubiera podido hacer rimar la letra del pasodoble Silverio), y Félix Guzmán, hijo de padre italiano y madre alemana, fue registrado con el nombre de Felice Veglio Kutmann Schopenhauer. Ernesto Pastor Lavergne nació en San Juan, Puerto Rico, mientras que Laurentino José López Rodríguez Joselillo vino al mundo en la provincia española de León, concretamente en Nocedo de Curueño. Familiarmente le decían Tino y en el mundo taurino se le conoció como Joselillo. De lo anterior nos queda que de las diez tragedias narradas, ocho corresponden a mexicanos y las otras dos a un puertorriqueño y a un español, taurinamente mexicanizados. El autor comienza refiriéndose a la primera corrida de que se tiene noticia realizada en México, el día 24 de junio de 1526, en la festividad de San Juan. También menciona los seis nombres fundamentales de la historia taurina de México: tres españoles y tres mexicanos, a saber: el primer criador de reses americano, Juan Gutiérrez Altamirano, fundador de Atenco, la primera ganadería mexicana (que hoy en día es la más antigua del mundo); el diestro gaditano Bernardo Gaviño; Ponciano Díaz –el torero con bigote–, el primer matador mexicano con alternativa en Madrid; el maestro español Saturnino Frutos Ojitos, y los toreros mexicanos Vicente Segura y Rodolfo Gaona, el Indio grande. La primera semblanza de México, diez veces llanto corresponde a Miguel Freg, miembro de una familia taurina en la que los cuatro hermanos se dedicaron al toreo, y cuyo apellido aún hoy en día es considerado como sinónimo de valor. Nacido en 1894, Miguel fue de los hermanos el que más prometía, ya que poseía una innata pinturería y una calidad torera que ilusionaba a los aficionados. Debutó en España en 1914 gustando al público, pero el 12 de julio del mismo año, toreando una novillada en Ma-


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drid, el novillo le tiró varias cornadas secas, una de las cuales le alcanzó el cuello. Entró a la enfermería por su propio pie, aunque le manaba sangre a borbotones. En el tendido nadie suponía la gravedad del percance, pero, al finalizar la lidia del cuarto novillo, el público se enteró que Miguel Freg había muerto de una cornada en la yugular. Profundamente conmovidos, los aficionados saltaron al ruedo para pedir la suspensión de la novillada. El colofón patético, amargo y romántico a la muerte de Miguel Freg, lo protagonizó su novia Inés Olmos, quien tres días después de la muerte de su amado apareció muerta en los jardines de la Alameda Central de la Ciudad de México, tras haberse disparado –loca de dolor y desesperación– un tiro en la sien. Ernesto Pastor, nacido en Puerto Rico, salió de su país natal en 1898, cuando la ciudad de San Juan era bombardeada por los norteamericanos antes de la derrota española y la ocupación de la isla. Después de Gaona, Ojitos tenía una especial predilección por Pastor, quien fue el último de sus discípulos. Ernesto viajó a España en 1916, toreó algunas novilladas y dos años después se presentó en Madrid, alternando con Luis Freg y dos españoles, Carnicerito de Málaga y García Reyes. Regresó a España en 1921, recién casado, y toreó cinco tardes, la última en Madrid el día 5 de junio, alternando con Alcalareño y Angelote, con toros de Villagodio y Concha y Sierra. El tercero de la tarde, Bellotero de Villagodio, jabonero de pinta, luego de ser banderilleado por el propio Pastor, le infirió al diestro una cornada de 12 cm en el muslo derecho; las asistencias quisieron retirarlo a la enfermería, pero el torero no lo permitió y entró a matar. Parecía una herida leve, pero al ver que no mejoraba al cabo de seis días, lo operaron nuevamente, localizando en la herida restos de la taleguilla del torero, los cuales provocaron la brutal septicemia de la que falleció al día siguiente, luego de no poder detenerle la infección. El quinto capítulo del libro comienza así: “En un cuartucho húmedo, utilizado como enfermería, de la vieja plaza de toros de piedra de Morelia, oliendo a suciedad y al guadarnés de los caballos, Esteban García Barrera agonizaba, mientras el novillo asesino rumiaba plácidamente en


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un corral vecino”.39 Tenía fiebre por la peritonitis y la pulmonía, y en su delirio afloraba el rencor profundo por su rival Carmelo Pérez: “me voy a morir y este chingao ojete ya es matador de toros… ¿Por qué no pudo ser al revés?”.40 Nunca supo lo que el destino tenía reservado para Carmelo. El 2 de noviembre de 1929, en la tradicional corrida de Día de Muertos de Morelia, Esteban García alternó con David Liceaga para lidiar cuatro novillos de Queréndaro. A las 9:30 de la noche no habían llegado a la plaza ni David ni su cuadrilla; después se sabría que un accidente mecánico le impidió llegar a tiempo. La corrida debía suspenderse, pero por no perjudicar a la empresa, Esteban se comprometió a matarla como único espada. Aleve, lidiado en tercer lugar, parecía haber sido toreado a juzgar por sus descompuestas embestidas, y en una de éstas Esteban recibió una grave cornada en el vientre. Aleve no fue apuntillado y fue soltado 15 días después en otro festejo, en el que el torero en turno, Edmundo Zepeda, se negó a lidiarlo. Se dio entonces orden de devolverlo a los corrales, pero no pudo ser, pues rompió una puerta y se escapó de la plaza, arremetiendo contra todo lo que encontraba a su paso, matando a un niño antes de que pudiera ser lazado y apuntillado en las calles vecinas al coso. El autor comenta lo siguiente: “Según algunos tratadistas el novillo que mató a Esteban se llamaba Pajarero; para otros y para los caporales de la ganadería era Aleve (y en los archivos de la ganadería). Sin embargo, el aficionado don Celerino Velásquez, que poseía la cabeza disecada del novillo, afirmaba que su nombre era Gallo, y todos aportan pruebas y razones irrefutables.”41 Todos saben que Carmelo Pérez, debido a la actividad familiar de la venta de barbacoa en Texcoco, comenzó a torear en el rastro a escondidas de su familia, y que cambió su nombre de Armando por el de Carmelo por temor a ser descubierto por su madre. Gustaba al joven Pérez observar el comportamiento de las reses y fue ésta la forma en la que de manera autodidacta se desenvolvió en el arte del toreo. Se decía que Carmelo 39

Página 79. Idem. 41 Página 88. 40


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asustaba por su forma de torear, pero el público mexicano –que es muy chuflón–, comenzó a decir que en efecto asustaba, pero de feo. Tomó la alternativa en 1929, a pesar de que la crítica decía que era un novillero que no tenía la técnica ni la madurez suficientes, pues era herido constantemente. Pese a ello realizó una faena increíble al sexto de la tarde al que le cuajó 16 estatuarios, consiguiendo que el público lo sacara en hombros a pesar de dos pinchazos. El 17 de noviembre fue anunciado de nuevo para matar un encierro de San Diego de los Padres, actuando con Pepe Ortiz y Antonio Márquez. Carmelo, que no había podido con su primero y picado en su orgullo por la faena de orejas y rabo de Márquez, nada más salió Michín –el sexto de la tarde– fue a encontrarse con él, le dio un lance por el derecho y uno por el izquierdo como estatua, pero en el siguiente Michín se lo llevó por delante, hundiéndole el pitón en el muslo izquierdo; lo mantuvo en el aire, lo sacó hacia el tercio y se revolvió sobre su presa, cebándose en el torero caído e hiriéndole con el mismo pitón en el costado derecho. Nadie podía hacer el quite mientras el toro estaba encelado con su víctima y cuando lo soltó, la impresión era que Carmelo estaba muerto. Había recibido cinco cornadas, de ellas muy graves las del muslo izquierdo y la del tórax, que llegaba al lóbulo del pulmón y a la pleura. El público, de por sí impresionado, se sobrecogió aún más al ver a Michín seguir desde la arena al grupo de asistencias que llevaba a Carmelo hacia la enfermería por el callejón, derrotando sobre los tableros, viendo que se llevaban a su presa. Luego de un año de sufrimientos y curaciones, toreó en Guadalajara su última corrida en México, antes de viajar a España con una fístula que los doctores Rojo de la Vega e Ibarra le habían recomendado no retirar; sin embargo, volvió a ser operado en España y le cerraron la fístula. Sobrevino la muerte; como él mismo decía, estaba podrido; le pidió a David Liceaga que no lo dejaran en España y le dio el dinero que tenía para su traslado a México. El Papa Negro –de la dinastía Bienvenida– sufragó los gastos para repatriar los restos de Carmelo, quien había fallecido en Madrid el 18 de octubre de 1931. El cadáver llegó a Veracruz y lo recogió su hermano Silverio, quien esa triste noche, mientras esperaba recuperar el


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cuerpo de su hermano Armando (que venía registrado como Carmelo, lo que complicó los trámites burocráticos), decidió hacerse torero. Después de haber sido mortalmente herido por Cobijero, de Piedras Negras, Alberto Balderas (esa tarde vestido de amarillo canario y plata) no cayó al suelo, sino que llegó trastabillando a la barrera para morir en su plaza preferida, El Toreo de La Condesa. Irónicamente, Cobijero no era su toro, ya que correspondía a José González Carnicerito de México. El burel, que era burriciego, se topó con Balderas propinándole una cornada en el hígado, que fue mortal de necesidad. Hoy una placa recuerda el lugar en el que murió Balderas, en el estacionamiento de El Palacio de Hierro de la calle de Durango. De los diestros consignados en México, diez veces llanto, Balderas es el único personaje que no era una esperanza, ya que no era como los demás un joven novillero, sino un torero consolidado que el autor califica como el creador del toreo encimista, que no pudo desarrollar cabalmente al ser truncado por la muerte. Con tan solo 19 años de edad y casado con Carmen Rovira, quien entonces estaba embarazada de un hijo que nació muerto, falleció el novillero Félix Guzmán. El 13 de julio de 1941 en El Toreo de la Condesa había cortado orejas y rabo, en un festejo en el que se dio el caso insólito de haber sido sacado en hombros, pero no por el redondel, sino por el tendido, pues los aficionados querían tocar al torero niño. La falta de oficio de Félix provocaba que los novillos hicieran fácil presa con él, pero a pesar de haber sufrido graves cornadas en la boca y en el estómago, nada más se recuperaba y era anunciado de nuevo debido a su enorme éxito taquillero. El 30 de mayo de 1943 se anunció a Félix en El Toreo con una novillada de Heriberto Rodríguez, complementada con dos ejemplares de Santín. Félix lucía impaciente, queriendo recuperar el tiempo perdido por las cornadas, y en el cuarto de la tarde, Reventón de Heriberto Rodríguez, se lució en los dos primeros tercios. Sin embargo, al empezar la faena de muleta, apenas en el tercer natural, el novillo lo hirió en el muslo izquierdo. Continuó Félix la faena cojeando y mató de una buena estocada, dando por ello la vuelta al ruedo. Pasó a la enfermería por su propio pie; el parte médico consignó una cornada de 5 cm y 20 de profundidad, que llegaba


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a la fosa ilíaca, de pronóstico grave. Dos días después se declaró una gangrena gaseosa que le provocó la muerte al día siguiente. Tras hacerle la autopsia se encontraron restos de su taleguilla; al igual que Ernesto Pastor, Félix murió por un descuido médico, en este caso de los doctores Ibarra y Rojo de la Vega. Se puede decir que la familia Liceaga, con algunas excepciones, ha dado toreros fáciles, hábiles, dominadores, con recursos en la lidia, con oficio, soltura y sobre todo, muy buenos banderilleros. El 6 de agosto de 1944 se presentó en El Toreo Eduardo Liceaga, con una novillada de Rancho Seco, y merced a sus éxitos, lo incluyeron en la corrida de la Oreja de Plata, ganando el trofeo en disputa. En esta época se decía que Eduardo era un banderillero perfecto. El domingo siguiente mató en solitario una novillada de Atlanga, cortando seis orejas, y nunca más volvió a torear en México. Se presentó en Madrid en 1945 y debido a su éxito el semanario El Redondel anunció: Madrid tiene otro torero, Eduardo Liceaga. El 18 de agosto de 1946, en la localidad de San Roque hacía un viento fatal; toreaba Liceaga una novillada de Concha y Sierra y el primero de la tarde, de nombre Jaranero, cogió a Eduardo al cambiarse la muleta por la espalda, al quedar descubierto por el viento. Dejó un charco de sangre en el ruedo y un reguero en el camino a la enfermería. El Vito, que toreaba con él, dijo que le impresionó que el herido no pudiera levantarse, así como el dolor que mostraba en el estómago, pues la cornada había llegado hasta esa región. Lo trasladaron al hospital militar de Algeciras, pero murió de shock por las lesiones penetrantes en la pelvis. Algeciras en pleno acudió al entierro. Un mes después el cuerpo llegó a México, gracias a que la ganadera de Concha y Sierra se hizo cargo de los gastos. Tras una misa de cuerpo presente en la Basílica de Guadalupe, fue enterrado en el panteón civil. Con once años de edad, Laurentino José López Joselillo se embarcó en el puerto asturiano de Gijón con destino a Veracruz, y se domicilió con un hermano que lo inscribió en la escuela. Quería ser futbolista pero se interesó en el toreo; se fue a Estados Unidos sin documentos, buscando ganar


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dinero y allá fue detenido y acusado de espionaje. Regresó a México para torear en el sureste, anunciándose como Joselillo. Casi siempre vestía de plata, pero encargó para su alternativa la confección de un capote de paseo y de un terno bordados en oro, que por desgracia nunca llegó a estrenar. Apoyado por varios ganaderos, debutó Joselillo en la Plaza México en 1946, siendo un total desconocido para el público. Esa tarde cortó las orejas y el rabo de su primero e hizo una gran faena al segundo, al que pinchó ocho veces, saliendo clamorosamente a hombros. Pepe Luis Vázquez dijo de él: “Tiene el mundo en sus manos, y los demás a vender tacos”.42 Nunca imaginó que un año después lo vería morir. Actuó en una misma semana tres veces en la Plaza México, llenándola y triunfando. El 28 de septiembre de 1947, anunciado con una novillada de Santín, fue gravemente herido por el quinto de la tarde, de nombre Ovaciones, manso y cornicorto. Desde el callejón le habían pedido que terminara rápido con él, pero el público lo encrespó y el rabioso novillero encaró al toro con gran decisión. Vino una voltereta y luego, en unas manoletinas finales, fue alcanzado por Ovaciones, que le hizo dar una vuelta de campana clavado en el pitón. Se incorporó para matar al astado, pero tenía la ingle ensangrentada; prácticamente tuvieron que noquearlo para llevarlo a que le atendieran en la enfermería. El pronóstico era gravísimo: cornada en el triángulo de escarpa, de dos trayectorias, de 15 y 10 cm, que llegaba a la fosa ilíaca y afectaba la arteria femoral. Sin embargo, parecía que se recuperaba. Los doctores Rojo de la Vega e Ibarra recibieron una ovación el domingo siguiente por sus intervenciones. Inclusive se celebró una comida en el tradicional restaurante El Taquito, en honor a los médicos por haber salvado la vida de Joselillo, justo mientras Joselillo fallecía de una embolia en la arteria pulmonar, que le causó asfixia. Más de medio millón de personas acudieron a su capilla ardiente y más de 250 mil a su sepelio en el Panteón Español. Una de las esculturas de Alfredo Just en el perímetro de la Plaza México está dedicada a Joselillo y otra a Eduardo Liceaga, únicos novilleros que figuran en esta galería de arte al aire libre. 42

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México, diez veces llanto fue escrito en 1991 y, según relata su autor, el cerro La Pandura del Oso, cerro cercano a la ciudad de Monterrey, estaba aún sembrado de los restos dispersos de la catástrofe de Aeronaves de México, ocurrida el 25 de marzo de 1954, en la que no hubo sobrevivientes. Los restos de las víctimas quedaron totalmente calcinados, al igual que un juego de estoques de matar de Héctor Saucedo. Cuando apenas tenía 10 años de edad, Héctor se escapó de su casa para asistir a la inauguración de la plaza de toros de Monterrey. Decidido a convertirse en torero, se empleó como peón en un rancho para torear por las noches, y al ser descubierto por el ganadero, éste lo apoyó. En noviembre de 1947 en el Coliseo de Monterrey, el joven diestro indultó al novillo Chismoso, de Golondrinas, y en el verano de 1948 debutó en la Plaza México con Manuel Capetillo y Jesús Córdoba, en una novillada de Pastejé, en la que también cortó orejas y rabo, con lo que elevó considerablemente su cartel. En 1949 se peleó con el empresario Alfonso Gaona al pedirle que le incluyera en un cartel; como éste le respondió que el cartel ya estaba cerrado, el torero le pegó dos bofetadas, motivo por el que fue vetado cuatro años de la Plaza México. Héctor no usaba añadido y debido a su fe evangelista, no pasaba por las capillas de las plazas. Aquel fatídico día del accidente aéreo, Saucedo venía de torear y viajaba de Nogales a Monterrey, donde haría el paseíllo, pero el avión en que viajaba no consiguió librar el cerro por un error del piloto. Como la afición estaba esperando a Héctor en el aeropuerto, la fatal noticia se conoció de inmediato. El caso de Valente Arellano es de precocidad; desde niño todo el mundo afirmaba que sería figura del toreo. En su casa se vivía un ambiente taurino ya que su padre era aficionado práctico. Sus inicios estuvieron muy vinculados a la hacienda de Chichimeco, de los Armilla, debido a la amistad que sostenía su padre con la familia Espinosa, amistad que nació cuando el padre de Valente compró en Chichimeco cuatro novillos–toros para lidiarlos en solitario y el maestro Fermín quiso conocer al aficionado práctico que torearía sus ejemplares. Después de torear en el campo y recibir diversas lecciones de sus familiares y amigos, Valente debutó en Lerdo, Durango, en 1979, con novillos de


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Santacilia, dando la vuelta en el primero de su lote y cortando la oreja del segundo. Convertido en el orgullo lagunero, el joven diestro toreó en diversos estados de la República Mexicana con mucho éxito; se convirtió en ídolo y encabezó el escalafón novilleril en 1980 y en 1982 se presentó en la capital cortando dos orejas. Repitió en la quinta novillada de aquella temporada, alternando con Manolo Mejía y Luis Fernando Sánchez, con novillos de Huichapan; tuvo un tercio de banderillas impresionante y realizó una gran faena. Después de pinchar tres veces se tiró a matar sin muleta, siendo enganchado sin consecuencias. Para su tercera comparecencia y debido a su peculiar estilo de torear, llenó la Plaza México y esa tarde el Expreso de Torreón cortó un rabo al novillo de Felipe González, después de 10 años de no ser concedido este trofeo a ningún novillero; era el 7 de noviembre de 1982. En el mes de diciembre de ese mismo año, se dio el lujo de torear tres novilladas el mismo día. Valente estaba muy dedicado a su profesión, entrenaba mucho, banderilleaba muy bien y era muy arriesgado, sobre todo en tablas. Tomó la alternativa en Monterrey el 4 de junio de 1984, y solamente pudo torear nueve tardes como matador de toros. El 5 de agosto estaba anunciado para torear en un festival en Lerdo, Durango, con el Calesero, Adolfo Guzmán y su padre. La noche anterior había sido invitado a la coronación de la reina de la feria de Gómez Palacio; todos le creían allí, pero en realidad estaba en un hotel de Torreón con unos amigos. No solía tomar y tampoco lo hizo esa noche, de manera que luego de comer algo, a las once de la noche salió a su casa porque toreaba al día siguiente. Se subió a su Harley Davidson 150 (Valente era fanático de la velocidad), aceleró y al llegar a una curva la motocicleta derrapó, estrellándose Valente contra la pared. Así moría el último ídolo de la torería mexicana, con quien concluye esta obra.



EL TORO. BRAVURA Y LINAJE



El toro bravo Teoría y práctica de la bravura Álvaro Domecq y Díez

Editorial Espasa-Calpe Colección La Tauromaquia, volumen 2 Madrid, 1985

O scar M atcháin Cuando en el grupo de Bibliófilos Taurinos de México se planteó la idea de que los miembros hiciéramos un compendio de obras taurinas para ser reseñadas, jamás dudé en seleccionar este título, debido a mi gran afición a los toros, la que nunca he podido desligar de mi otra pasión, el caballo. Quién mejor que don Álvaro Domecq y Díez43, portador de esa herencia y largos años de práctica ganadera, de pisar los ruedos como precursor del rejoneo en España44 y guardián de las faenas camperas a caballo, para 43

El autor nació en una familia aristocrática de Jerez de la Frontera en 1917, hijo de Juan Pedro Domecq Núñez de Villavicencio, quien adquirió en 1930 la ganadería del Duque de Veragua. Comenzó a estudiar Derecho en las universidades de Granada y Sevilla, aunque la Guerra Civil interrumpió sus estudios. Posteriormente obtuvo el título de abogado, pero abandonó pronto el Derecho para dedicarse a los caballos y toros de la nueva ganadería de su padre, entre los que transcurrieron los años de su juventud. Además del rejoneo, creció en él la afición al toreo. En 1935 hizo su primer paseíllo en la plaza de Santander, en un espectáculo benéfico. Cuando en 1937 falleció su padre, él se hizo cargo de las bodegas de la familia. No abandonó, sin embargo, lo que fue la vocación de su vida, que le dio fama como torero a caballo; se hizo cargo de la ganadería de su padre y más tarde fundó la propia con el nombre de Torrestrella, en su finca Los Alburejos, donde falleció en octubre de 2005, a los 88 años de edad. 44 En la temporada de 1944 abrió el paseíllo en 50 funciones en los principales cosos españoles, como Las Ventas. El 11 de octubre de 1945 recibió la Cruz de la Orden Civil de la Beneficencia como distinción por sus numerosas participaciones en festivales benéficos. Don Álvaro siguió en activo como rejoneador durante las temporadas de 1948 y 1949, para retirarse en la de 1950. Pero en su actividad como rejoneador tuvo posteriores apariciones, como la del 1o. de septiembre de 1960 en el Puerto de Santa María, para conceder 103


104  El toreo entre libros

relatarnos en este texto la vida del toro bravo desde que nace hasta su lidia en la plaza, pasando por todos los temas que conforman una ganadería típicamente andaluza. Bajo la influencia de don José María de Cossío,45 don Álvaro fue motivado a escribir el volumen número dos de una colección de libros dedicados al tema taurino, que se titula La Tauromaquia, editada por Espasa-Calpe, y que constituye un estupendo acervo cultural. El autor hace alusión al tratado del toro de lidia del Cossío,46 en el que se describe la transformación del toro de lidia, de ser un animal semisalvaje, al estado que hoy conserva; un burel con una bravura dirigida y con cualidades para el toreo, como la calidad en la embestida, la fijeza, la transmisión y la acometividad. Pero sin duda alguna su mayor conocimiento es el de la observación y experiencia a lo largo de su vida, los consejos vertidos por generaciones de mayorales de su ganadería y los éxitos –y tropiezos– propios del ensayo y error. Dada la gran cantidad de temas que don Álvaro Domecq aborda en su obra –contiene 53 capítulos–, en esta sinopsis describiré aquellos que considero más ilustrativos y didácticos para el aficionado taurino. El

nacimiento de los becerros

La vaca, al sentir que el parto es inminente, busca un lugar donde poder parir sin ser vista por el humano y lejos de algún posible depredador. Don Álvaro les llama caprichosas y oportunas y comenta que, según las lunas, hay veces que las pariciones son de una mayoría de machos y en otras de hem-

45

46

una simbólica alternativa a su hijo Álvaro Domecq Romero, o el 11 de septiembre de 1988 en Ronda, para dar la alternativa a su nieto Luis Domecq (su última actuación en público). Jose María de Cossío (Valladolid, 25 de marzo de 1892-24 de octubre de 1977), fue un escritor y polígrafo español, miembro de la Real Academia Española y autor de una monumental enciclopedia taurina: Los toros. Tratado técnico e histórico. Se conoce popularmente como el Cossío a la mencionada enciclopedia taurina, dirigida por el académico José María de Cossío y publicada por vez primera en 1943. Es el tratado más extenso y documentado que existe sobre las corridas de toros, por lo que desde su aparición es la obra de referencia en este campo.


El toro. Bravura y linaje  105

bras. Hace hincapié en los primeros momentos del nacimiento, cuando los becerros beben el calostro de su madre, lo que provoca un profundo sueño; eso lo aprovecha la vaca para esconderlos de los mayorales, que impacientes los buscan para saber su sexo y hacerles en ese momento una marca característica en la oreja, porque a temprana edad se les lastima menos. Para esta faena, los vaqueros sobre sus jacas tienen que apartar a la madre toreándola a la grupa y alejándola lo suficiente para que sus compañeros puedan hacer la señal de la ganadería. El

herradero y el destete

Para el autor hay una simbiosis entre el caballo y el toro, y enfatiza la estética de la práctica del destete y el herradero al ejecutarse a caballo, con movimientos rápidos y vivos por parte de los mayorales, en la que la doma vaquera adquiere su forma más plena, al ser conducidas las vacas y sus rastras a una manga; es ahí donde a tirones, batidas y medias piruetas los vaqueros provocan las embestidas de las madres, mientras otros caballistas separan a los becerros –que en ese momento cuentan con ocho o nueve meses de edad–, llevándolos a una especie de corraleta semicircular. Ahí los someten con una garrocha que tiene una gasa en la punta tomándolos de una pata, provocando un derribo asistido por otros vaqueros, que cuidarán su integridad y estado virgen al no usar ningún implemento que pueda tocarlos o resabiarlos. En ese momento los hierros deben estar calientes para marcarlos; los números deben ser preparados por partida doble, del 1 al 0 y el 6 será el mismo que el 9. En todo momento compara y critica los procedimientos modernos que hoy en día se usan: el cajón para herrar y las mangas con trampas para el destete. Para don Álvaro estas faenas son las más bellas de la crianza del toro de lidia. Posteriormente son ahijados por un momento. Esto consiste en volver a juntar las crías con sus madres, para saber de cuál vaca es hijo cada becerro, verificar qué número llevan ambos y bautizar al becerro conforme al nombre de su progenitora; por ejemplo, si la madre se llama Marisma, el becerro se llamará Marismeño.


106  El toreo entre libros

A cerca

de la tienta de hembras

Entre los dos y tres años se lleva a cabo la tienta de hembras; el autor opina que no deberían ser más de seis animales por tienta, a fin de darle a cada vaca todo el tiempo que se requiera para que éstas puedan demostrar su bravura. Dentro de los valores de tienta, el autor le otorga un 50% al desempeño en la vara y el resto a la calidad en la muleta. La tienta debe hacerse en silencio y sin movimientos bruscos; opina que las hembras son más distraídas que los machos y está en desacuerdo con las tientas sociales, por considerar esta faena como el verdadero laboratorio donde se mide la bravura y se corrigen los defectos de la crianza. T ienta

de machos

A diferencia del autor francés Claude de Popelin,47 sostiene que tentar los machos a campo abierto, en la modalidad de acoso y derribo, tiene más ventajas que en una plaza de tientas, porque disminuyen los riesgos de lastimar los pitones y provocar resabios a los erales. Considera que al no hacerlo de la forma convencional (plaza de tientas que asemeja una plaza de toros), los machos demostrarán con mayor veracidad su bravura, porque el campo abierto les facilita la huida si así lo desean. Esta faena se lleva a cabo con dos jinetes con caballos de calidad en raza y doma; un caballero funge como el derribador y el otro como amparador; ambos acosan al eral y lo persiguen hasta derribarlo con el reguetón de sus garrochas; en ese momento el novillo se entera de que se trata de una pelea y embiste a las cabalgaduras. El ganadero mide el ritmo del galope 47

Ensayista francés, nacido en París el 17 de abril de 1899. Gran aficionado al mundo de los toros, dejó una buena muestra de sus apasionadas opiniones y sus curiosos saberes taurinos en obras como Le taureau et son combat (1952) –publicada en España en 1956 con el título de El toro y su lidia–; La corrida vue des coulisses (1964), traducida como Los toros desde la barrera; La lidia en las corridas de toros (1969), y La tauromachie (1970). En la obra colectiva Los toros en España, dirigida por Carlos Orellana Chacón, Claude Popelin intervino con la redacción del apartado dedicado a “Los terrenos del toro”. Falleció en 1981.


El toro. Bravura y linaje  107

y la forma de humillar del burel para después encontrarse con el caballo de pica; ante él ha de tomar las varas que su criador considere necesarias, cada vez alejándolo más para medir su bravura; después lo alejarán a la grupa de un vaquero y así dar paso a otro de sus compañeros, aunque hay ocasiones en que resulta muy difícil sacarlos del área, por estar totalmente aferrados a la pelea con el varilarguero. Don Álvaro nos relata haber presenciado verdaderas hazañas en las tientas de acoso y derribo, donde no solo brilla la bravura de los toros, sino la doma y destreza de caballos y jinetes; comenta que varios de ellos se trasladaron a las plazas, como rejoneadores, como en los casos de Antonio Cañero y de él mismo. De igual forma, recuerda haber presenciado tientas de erales con férrea bravura, como Arrempuja, un toro de Miura que toreó Fermín Espinosa Armillita en la feria de Bilbao de 1933. El autor remata esta parte del libro con unas palabras que vale la pena transcribir: “Ni quito ni pongo, ni deseo ni quiero, pero añoro hoy aquellos gestos de hombres a caballo y a pie que me hicieron admirar y querer lo que consideraba una afición de gloria. Los años pasan y mis recuerdos permanecen”.48 D esgreñado Es el nombre de uno de sus sementales, ya que en el capítulo que dedica a la sensualidad del toro y la vaca brava recuerda cómo en el mes de noviembre Desgreñado lanzaba singulares bramidos al llamado de las vacas y como un buen “Don Juan” saltaba las cercas y cambiaba de potreros en busca de sus amadas hembras. En los primeros días de enero, el llanto y dolor de Desgreñado terminaban cuando llegaba, como el autor le llamaba, el día del amor, y el romántico toro entraba a su potrero con parsimonioso andar y majestuosa actitud, realizando saludos y cortesías a cada una las vacas de su harem. En esta parte del texto, poética y anecdótica, nos explica don Álvaro cómo y por qué apareó a Desgreñado. Durante siete años padreó y el resultado fueron hijos muy bravos, pero desarrollaron mucho nervio y una cornamenta 48

Página 67.


108  El toreo entre libros

excesiva, algo poco cómodo para las figuras del toreo. En ese año el ganadero seleccionó vacas de cornamenta moderada y marcada suavidad en la embestida, con la intención de rebajar los genes negativos y exaltar los positivos. En su práctica, los sementales entran con las vacas el 1o. de enero y los retira el día de San Juan, 24 de junio. Ello, por estar su ganadería en Andalucía la Baja, buscando que las crías al nacer cuenten con buenos pastos, a diferencia de Salamanca, donde las nacencias tienen que librar el intenso frío y la dura nieve. El autor nos revela que la sexualidad de la especie es muy precoz, sobre todo la del macho, que a los seis meses comienza con el jugueteo de querer montar a las vacas. Una vez convertido en adulto, se acerca a la vaca y la huele a una distancia prudente y si ésta se encuentra en celo, la monta. El celo en las vacas inicia con un estado nervioso en el que mugen con más frecuencia y hacen por pelear con sus compañeras; al ser montadas por el macho entran en un estado de complacencia en la que lamen a sus congéneres con frecuencia; el mayoral debe vigilar el celo de las vacas para cerciorarse de que sean cubiertas, ya que hay toros enamorados que se desentienden de algunas por preferir a otras. El celo dura aproximadamente 15 horas e inicia como a las 6 de la tarde; en tales momentos es cuando existen más probabilidades de que queden fecundadas. No cabe duda que la sexualidad y la sensualidad del toro de lidia, tan misteriosas como su bravura, son toda una revelación. El

lenguaje de los toros

Para don Álvaro los toros tienen tres voces: el pitido, cuando el toro presiente algo, como cambios de clima o peligros; el reburdeo, cuando el toro está enojado y con ganas de pelear y retar, y el berreo, que es la voz del miedo, del recuerdo o la nostalgia. En esta parte el autor ofrece disculpas por utilizar términos humanos. El

peso y el trapío

Antiguamente los toros que se lidiaban eran de seis o cinco años, para poder alcanzar el peso y el trapío adquiridos por los pastos y temporales, a diferencia de los toros contemporáneos, de cuatro para cinco años de edad


El toro. Bravura y linaje  109

y que son cebados desde pequeños para alcanzar el peso reglamentario exigido actualmente. En opinión del autor, el toro es un animal glotón por naturaleza y con los concentrados actuales hay muchos toros gordos que no pueden con el peso y pierden su acometividad y su fuerza. El peso es uno de los grandes prejuicios que hoy en día en las plazas de España afectan el verdadero trapío, ya que hay una tendencia a confundir el peso con la bravura. El toro por selección tiene la tendencia a ser pequeño, porque a través de los años se buscó la movilidad y la repetición, dejando atrás al toro de nueve años de edad, grande y basto, que solo daba arreones descompuestos. Para el autor el peso es relativo, no así la estampa del toro, que al cumplir su edad debe adquirir el trapío característico de un toro hecho; paradójicamente, esta cualidad no es garantía de bravura. El peso exigido hoy en día tampoco garantiza la bravura; es cuestión de lograr un justo medio, sin tomar en consideración la exigencia de algunos públicos intolerantes. L os

sentidos del toro

El primer sentido es el de la vista, con la aclaración de que es diferente la mirada del toro en la dehesa y la encolerizada que muestra cuando es toreado. Sobre este tema, el autor cita un párrafo de Ramón Solís, contenido en su novela El canto de la gallina, que vale la pena transcribir: “¿Has observado alguna vez el misterio ‘que reflejan las pupilas del toro?’. Hay momentos en los que parece decir: “hagas lo que hagas, te voy a coger”.49 Al leer esta parte del libro me viene a la memoria el relato y los consejos de los toreros: “fíjate en la mirada del toro para ver sus intenciones”; yo también la sentí algunas veces. Regresando al libro, don Álvaro comenta que el toro llora y que eso no es una leyenda; Rafael de Paula se lo contó, al igual que Pepe Luis Vázquez y, sea como que sea, esto hace que se anude la garganta. Otro sentido es el del olfato; los conocedores le llaman ventear. También cuentan los toros con un oído agudo que les hace mover las orejas y calcular sus intenciones; cuando decimos que un toro tiene mucho sentido, nos referimos a la prontitud impulsiva. Y como dato hu49

Página 190.


110  El toreo entre libros

morístico, en una cita poética el autor nos dice que cuando un toro rasca la arena es que está cavando tu tumba.50 S obre

las arrancadas

Los que reseñamos toros o visitamos ganaderías, debemos poner especial atención en este capítulo. Sobre este tema, el autor cita a don Alonso Gallo Gutiérrez,51 quien decía lo siguiente: “si tiende la oreja derecha o no, pues es ciertísimo que mientras no la tendiere no embestirá”.52 Y es que el toro antes de embestir, casi imperceptiblemente eriza los pelos del morrillo y dobla la oreja del cuerno maestro con el que intentará cornear; por eso siempre las cuadrillas y el matador han de advertir cuál es el cuerno peligroso. Transcribo del texto del autor lo siguiente: En el campo existe una ley irrevocable de la costumbre y del conocimiento en el trato continuo con los toros, lo que sólo se aprende al vivir a su lado. Por lo general el toro de eral se arranca un poco; de utrero, suele arrancarse bastante los primeros días después de separados de los otros machos. Y es que extrañan las visitas más asiduas para hacer balance de cómo andan, cuando el ganadero junto a sus vaqueros decide su suerte. Estos irán a novilladas; aquellos los reservaremos para corridas; esos para festivales… Poco a poco, iremos discerniéndoles defectos en los ojos, cojeras, hechuras, trapío… etcétera.53

L as

peleas de toros

Dice el autor que al atardecer y al amanecer los toros suelen enfadarse entre ellos, porque es la hora del pienso y de la hipersensibilidad. Regularmente la inicia el toro mandón, el líder de la manada, que impone su ley sobre todos al comer y beber primero, aunque siempre habrá un rival

50

Página 193. Alonso Gallo Gutiérrez fue un noble español que escribió de este tema en el siglo xvii. 52 Página 196. 53 Página 199. 51


El toro. Bravura y linaje  111

que lo desafíe. No todas las peleas acaban mal, siempre y cuando no se una a la pelea un tercero en discordia, y la tendencia es que el mandón será el perdedor, y está condenado a morir como un Julio César54 en el senado romano, acuchillado por todos. También en el verano los toros se calientan; influye el apetito sexual y su incapacidad de tener hembras, y lo que a veces comienza como un juego o pruebas de cuerna acaba con mugidos de guerra y peleas con desenlaces fatales. Cuando un toro se abochorna es porque pierde una pelea que no fue de muerte o se siente enfermo, se aleja y está en solitario y cuando aparece un vaquero éste sale y campanea y alardea que embestirá con furia, pero al final se retira al escondite. Esta actitud también puede ser por la pusilanimidad de algún toro al que todos le pegan y no lo dejan comer. Estos toros se vuelven impredecibles; a veces suelen matar por sorpresa a vacas, toros y becerros, y suelen ser vulgares en la plaza, aunque otros han sido de bandera. El

caballo en la ganadería brava

En esta parte me permito simplemente transcribir un párrafo del autor, quien nos dice lo siguiente: Paseando a caballo piensas en lo que ves y lo que debes hacer para solucionar los problemas que salen al paso. En definitiva, una ganadería brava exige de caballos y hombres que sepan manejarlos. Algo que incide en la economía, puesto que habrá que tener un hombre que los cuide y los maneje, y, además, los caballos no pueden ser pencos, porque cabe que se arenque un toro y ha de tenerse la seguridad de que no lo alcance. Han de ser, por tanto caballos rápidos y ágiles, so 54

Julio César (Roma, Italia, 12/13 de julio de 100 a. C. - 15 de marzo de 44 a. C.) fue un líder militar y político de la era tardorrepublicana. Cónsul y dictator perpetuus –dictador vitalicio–, que inició una serie de reformas económicas, urbanísticas y administrativas. Con el objeto de eliminar la amenaza que suponía el dictador, un grupo de senadores formado por algunos de sus hombres de confianza, como Bruto y Casio, urdieron una conspiración con el fin de eliminarlo. Dicho complot culminó cuando lo apuñalaron en varias ocasiones los senadores conspiradores.


112  El toreo entre libros

pena de que, como en el verso de Góngora,55 el toro le hiera y le saque “sangre al viento”. 56

De

la dehesa a la plaza

En el primer cuarto del siglo xx, las travesías de los encierros a la plaza podían durar semanas; se realizaban arreándolos a caballo –recuerda don Álvaro–, que así era en los días en que su padre manejaba la ganadería. Actualmente los toros viajan en camiones, recluidos en cajones reforzados de madera y hierro; ya muy rara vez viajan en ferrocarril. Los toros demuestran su rusticidad y carácter al sentirse a oscuras dentro del cajón; ya no se mueven, ocasionalmente derrotan, rara vez toman agua, no comen y tampoco se echan. Según estudios del comportamiento del toro en el cajón, estos traslados no influyen en su bravura, pero sí en sus capacidades físicas. En previsión de que los toros no se alcancen a reponer, lo recomendable es que lleguen a su destino con un par de días de antelación a la corrida en la que serán lidiados. La

suavidad y la seriedad del toro

Sobre este particular, nuevamente me permito transcribir al autor: El toro ha de ser “suave”. El toreo moderno y el público exigente, quieren toros con embestida recta, recorrido largo, embestida reglada, pastosa, tranquila, como un factor esencial de la bravura. Antes de la palabra, en las libretas de los ganaderos leíamos: “Becerra tal. Buena. Tomó 15 puyazos”. En las libretas de los ganaderos de hace

55

Luis de Góngora y Argote (Córdoba, 11 de julio de 1561 - 23 de mayo de 1627) fue un poeta y dramaturgo español del Siglo de Oro, máximo exponente de la corriente literaria conocida, más tarde y con simplificación perpetuada a lo largo de siglos, como culteranismo o gongorismo, cuya obra fue imitada tanto en su siglo como en los siglos posteriores en Europa y América. Como si se tratara de un clásico latino, sus obras fueron objeto de exégesis ya en su misma época. 56 Página 122.


El toro. Bravura y linaje  113

veinticinco años surge, inesperada, la coletilla: “Becerra tal. Buena. Tomó 7 puyazos y se torea”.57

Refiere don Álvaro haber presenciado tientas en las que sus colegas aprobaban vacas benevolentes en su desempeño en el caballo, pero con boyante embestida y calidad en la muleta. En opinión del autor, la verdadera bravura se mide en el caballo de pica; considera que inclinarse por la suavidad atenta contra la esencia de la naturaleza del toro. Sin embargo, afirma que el toro es un misterio hasta que sale a la plaza, porque hay toros que, pese a ser calificados de mansos en la tienta, fueron muy bravos en la plaza; a diferencia de otros, a los que se les tenía mucha confianza y su juego resultó mediocre. A cerca

de otros temas

Hay muchos temas escritos en este gran libro, como las montas dirigidas; el caballo para el rejoneo; la selección y calificación; los requerimientos de infraestructura que debe tener una ganadería; la historia de la Unión de Criadores de Toros de Lidia de España, pero prefiero concluir esta colaboración con un tema apasionante: el secreto de la bravura. Desestimando el autor (y yo coincido con él) al veterinario Cesáreo Sanz Egaña,58 a Henry de Montherlant59 y al padre Laburu, quienes afirman que el toro se defiende básicamente por ser un animal cobarde y acorralado, don Álvaro afirma lo siguiente: El toro es un animal excitable, irritable al máximo, al que nosotros hemos llenado de ira y se la hemos sacado a flor de piel, como se saca la escultura de una piedra.60 57

Página 299. Cesáreo Sanz Egaña (Madrid, 25 de febrero de 1885 - 24 de febrero de 1959), fue un veterinario español que se constituyó en la única referencia española veterinaria durante los inicios del siglo xx, merced a que escribió diversos estudios sobre la historia de la veterinaria. Por su actividad literaria ha sido incluido dentro de la Generación del 98. 59 Henry de Montherlant (París, 20 de abril de 1895 - 21 de septiembre de 1972) fue un novelista, ensayista, autor dramático y académico francés, aficionado a los toros y autor de la novela Los bestiarios. 60 Página 288. 58


Las claves del toro Joaquín López del Ramo Editorial Espasa-Calpe Colección La Tauromaquia Madrid, España 2002

J osé A ntonio V illanueva L agar El mapa genético del toro de lidia es uno de los temas más apasionantes, pero también uno de los menos conocidos por los aficionados taurinos. En el caso de México, la tarea es francamente simple si consideramos que la abrumadora mayoría de las ganaderías actuales descienden de los célebres hierros de Piedras Negras y San Mateo, los cuales tuvieron como pie de simiente reses del Marqués de Saltillo que llegaron a estas tierras a principios del siglo pasado. Todo lo que vino después se derivó directa o indirectamente de estas dos divisas. Piedras Negras y su abundante pelaje cárdeno, con una influencia de menor cuantía y muy localizada en la región de Tlaxcala; mientras que San Mateo, con sus clásicos negros entrepelados, en una forma abundante y casi monopólica por las demás regiones del campo bravo mexicano. Por el contrario, la genealogía del toro de lidia en España es bastante intrincada considerando no solo el alto número de encastes involucrados, sino también por la gran cantidad de traspasos que han sufrido muchas vacadas por aquellos pagos. La contribución de autores como Alberto Vera Areva, José María de Cossío, Luis Uriarte y Miguel García Rodríguez, sumada a los archivos y a los catálogos de la Unión de Criadores de Toros de Lidia de España, fue decisiva para encontrar solución a semejante galimatías. Sin embargo, Joaquín López del Ramo, con su obra Las claves del toro, aporta toda su capacidad periodística y su gran afición por los toros para transformar un tema denso y confuso a los ojos de muchos, en una narrativa deleitosa que le simplifica la vida al lector para encontrar los hilos conductores del origen del toro español contemporáneo. 114


El toro. Bravura y linaje  115

En el año de 1991, López del Ramo publicó el libro Por las rutas del toro, en el cual aborda la temática del origen de una gran cantidad de ganaderías ibéricas, pero tomando como base su localización geográfica; así, la división capitular descansa enteramente en el nombre de la provincia donde se ubican las ganaderías; como por ejemplo, “Cádiz: el toro hecho lujo” o “Extremadura: reino de la encina y el toro”. Para esta nueva publicación que salió a la luz en el año 2002, el autor no solo actualiza la información, sino que también organiza los capítulos con base en los encastes y razas que derivan en las principales ganaderías de la Península Ibérica, todo ello sazonado con un enfoque sencillo, claro y ameno. Cada uno de los dieciocho capítulos comienza por señalar el historial y algunas de las principales características de la estirpe al que está dedicado, para posteriormente abordar en forma individual las principales ganaderías que proceden de ella. El enfoque con el que analiza cada ganadería es estupendo, ya que, en lugar de limitarse a detallar un entramado de árboles genealógicos, explica en forma sencilla de dónde proceden y su formación, la filosofía de sus propietarios, cómo son de hechuras y comportamiento sus toros y la evolución histórica que ha sufrido la ganadería hasta el momento de la publicación de la obra, sin faltar la reseña de algunos toros célebres. Los tres primeros capítulos de Las claves del toro se enfocan exclusivamente en deletrear el origen de solo tres castas fundacionales: Cabrera, Vazqueña y Vistahermosa, las cuales se consideran como las realmente importantes en la configuración del toro actual. Sin embargo, el peso específico de cada una de ellas varía sustancialmente, ya que de la casta Cabrera perviven únicamente las ganaderías de Miura y Partido de Resina (antes Pablo Romero),61 mientras que para el caso de la casta Vazqueña, su legado se limita a las divisas de Concha y Sierra y Tomás Prieto de la Cal. Por el contrario, la casta de Vistahermosa es el venero de casi la totalidad 61

Mientras que otros tratadistas incluyen a esta divisa como producto de la casta fundacional denominada Gallardo, López del Ramo la sitúa dentro de la casta Cabrera pero advirtiendo que está diluida por cruzamientos con otras sangres.


116  El toreo entre libros

de las ganaderías actuales, por lo que los siguientes quince capítulos de esta obra versan sobre las estirpes derivadas exclusivamente de ella. El nacimiento de esta casta se remonta al año 1772, cuando Pedro Luis de Ulloa, Conde de Vistahermosa, fundó su vacada con reses adquiridas de los hermanos Rivas en tierras sevillanas; tan solo cuatro años después, la divisa pasó a su hijo Benito Ulloa Halcón de Cala, quien mediante buena crianza y una selección sistemática y rigurosa, consiguió un lugar envidiable entre todos los criadores de su tiempo. La vacada siguió en manos de la familia hasta que en 1823 se vendió todo el ganado en cinco partes, de las cuales las correspondientes a Juan Domínguez Ortiz El Barbero de Utrera, y Salvador Varea Moreno, terminaron por jugar un papel verdaderamente relevante, dadas las muchas y significativas derivaciones que se desprendieron de ellas. A la muerte de El Barbero de Utrera en 1834, la ganadería pasó a su yerno José Arias Saavedra, quien la mantuvo en su poder durante 29 años, por lo que sus pupilos fueron conocidos popularmente como saavedreños. La rama de Salvador Varea cambió rápidamente de propietarios hasta que llegó a Pedro José Picavea de Lesaca en 1827, a quien poco le duró el gusto como ganadero, ya que murió tan solo tres años después. Sin embargo, su viuda Isabel Montemayor Priego y su hijo José Picavea de Lesaca tuvieron el arrojo y la suficiente afición para mantener la ganadería hasta 1854, siendo tan positiva su labor que los toros lesaqueños fueron muy cotizados en aquellos años. El autor advierte que su obra no pretende ser un ensayo literario o una enciclopedia universal de la genealogía del toro bravo, sino más bien un manual de consulta al que el lector pueda acceder para conocer los puntos sustanciales de la ganadería que sea de su interés. Entonces, ¿cómo abordar la reseña de tan estupendo volumen? Estimo que sería un despropósito detallar cada una de las derivaciones del toro bravo y replicar así el enorme trabajo que ya desarrolló López del Ramo para sus lectores, por lo que me limitaré a señalar las principales ganaderías que han conformado el origen del toro español actual, el cual se deriva casi enteramente de la casta de Vistahermosa. Estimo que esta génesis puede explicarse con base en 10 apellidos: en la rama saavedreña con Murube, Ibarra, Urquijo, Mendo-


El toro. Bravura y linaje  117

za, Fernández, Domecq y Núñez, mientras que en la lesaqueña con los apellidos Rueda, Queralt y Buendía. Un trabajo de generaciones acompañado por “un caudal de ciencia, arte, pasión, sabiduría, incertidumbre y responsabilidad, que se vuelcan en el ruedo y se someten a público juicio con el drama de la muerte como telón de fondo”.62

La

rama de

A rias S aavedra

López del Ramo señala atinadamente que Murube es la raíz genealógica de la que se derivan la mayor parte de las ganaderías, pues de ella brotan no solo la rama directa de Murube, sino también la de Eduardo Ibarra, nacida en 1884 como derivación de la anterior. Hacia el año de 1863, la señora Dolores Monge viuda de Murube sentó las bases de su ganadería adquiriendo dos terceras partes de la vacada de José Arias Saavedra, y aunque la mencionada señora aparecía como titular de la divisa, fue su hijo Joaquín Murube quien dirigió atinadamente los destinos de la misma, hasta que en el año de 1917 la señora Tomasa Escribano, su viuda, vendió la ganadería a Juan Manuel Urquijo y Ussía. El señor Urquijo puso la ganadería a nombre de su esposa, la famosa doña Carmen de Federico, pero fue de nueva cuenta uno de sus hijos, Antonio Urquijo, el cerebro que llevó a esta emblemática divisa a vivir otra época de oro entre 1940 y 1960. Este hierro se vendió en 1979 al torero rondeño Antonio Ordóñez, quien la enajenó cuatro años después a José Murube Escobar, volviendo así a manos de la familia que dio nombre a esta famosa estirpe ganadera. Hoy en día, las ganaderías más importantes encastadas con esta raza incluyen a la de Fermín Bohórquez, las pertenecientes a Pedro Gutiérrez Moya El Niño de la Capea, la propia Murube, Luis Albarrán, viuda de Flores Tassara, Castilblanco y Campos Peña. Estos toros son mayoritariamente de color negro, apareciendo ocasionalmente algunos castaños, además de ser muy corpulentos y enmorrillados, con la badana descolgada y, en su tipo más clásico, de astas no muy grandes y con las puntas hacia adentro. “En el ruedo, el rasgo murubeño más singular 62

López del Ramo, Joaquín, Las claves del toro, Editorial Espasa Calpe, S. A., 2002, colección La Tauromaquia, p. 12.


118  El toreo entre libros

es el galope, que se manifiesta en una embestida cadenciosa, templada, siempre al mismo ritmo y empujando la arrancada con los riñones”,63 lo que explica la gran demanda que tienen hoy en día estas reses para las corridas de rejoneadores. La labor ganadera de Eduardo Ibarra comenzó en el año 1884, cuando adquirió la mitad de la ganadería de la viuda de Joaquín Murube. Durante los 20 años que tuvo Ibarra en su poder esta divisa, logró transformar gradualmente los murubes adquiridos, imprimiéndoles un sello propio y rasgos claramente diferenciados, como el tener una mayor gama de pelajes que incluyen el negro, el chorreado, el colorado, el castaño y el salpicado, así como ser aleonados del tercio anterior, con los cuartos traseros caídos y de cornamentas mucho más largas y desarrolladas hacia arriba. En el año de 1904, Ibarra vendió la totalidad de su ganado en dos lotes, uno que terminó en manos del Conde de Santa Coloma y el otro en poder de Fernando Parladé. Parladé fue un aristócrata sevillano que tuvo la fortuna de adquirir una vacada que traía muchísimos años de selección practicada por Murube e Ibarra, pero sin mayores méritos pasó a la historia como un auténtico paladín de la crianza de toros bravos. Observemos el porqué: el mismo año en que Parladé compró a Ibarra, vendió una parte de la ganadería, y a lo largo de la década siguiente enajenó el resto en varios lotes, el último de los cuales lo traspasó en 1914. ¿Es merecida semejante celebridad con tan pocos años de posesión? De las ventas realizadas por Parladé se desprendieron cuatro linajes importantes para el toro español, los cuales incluyeron los de Francisco Correa (1904), Manuel Rincón (1908), la Marquesa de Tamarón (1911) y Luis Gamero Cívico (1914). A la postre, la joya de la corona fue el que adquirió la Marquesa de Tamarón, aunque detrás de esta operación de compra estaba un hombre que resultaría clave para el desarrollo de la cabaña brava española: Ramón Mora-Figueroa, uno de los 14 hijos de doña Francisca Ferrer, la susodicha Marquesa. La compra realizada a Parladé incluyó dos camadas 63

Ibidem, p. 120.


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de hembras y tres sementales, entre ellos el célebre Alpargatero, los cuales fueron trasladados a la finca Las Lomas, ubicada en la provincia de Cádiz. Apoyándose en la línea de Alpargatero, Mora-Figueroa sentó las bases de una gran obra genética de la cual no pudo disfrutar, ya que las dificultades económicas de la familia obligaron a que la Marquesa de Tamarón vendiera su vacada en el año de 1920. El comprador de la misma fue Agustín Mendoza y Montero, el Conde de la Corte. Con la simiente de Tamarón y la inestimable ayuda de personajes como Ramón Mora-Figueroa y Marcial Lalanda, el Conde de la Corte llevó su divisa a la cumbre de la ganadería española. Los toros criados en la finca extremeña de Los Bolsicos propiciaron una gran cantidad de triunfos que se sucedieron con gran regularidad, por lo que, a pesar de lo aparatoso y astifino de sus cornamentas, las figuras del toreo se apuntaban para lidiar todas sus camadas. Don Agustín Mendoza y Montero disfrutó de la lidia de incontables toros de bandera hasta su fallecimiento en 1964, heredando la divisa su sobrino Luis López Ovando. A partir de mediados de la década de los 80, el juego de los toros ha sido muy irregular, por lo que la ganadería se encuentra en un bache que la ha relegado de las principales ferias taurinas. Sin embargo, el Conde de la Corte pasó ya a la historia como una de las ganaderías madres más importantes de la Península Ibérica. En el año de 1908, llegó a Salamanca la ganadería de Carriquiri tras ser adquirida por Bernabé Cobaleda. Ante el deterioro y los malos resultados que presentaban los toros de casta navarra, el señor Cobaleda optó por desecharlos y los reemplazó en 1925 por un primer lote comprado al Conde de la Corte. Al morir don Bernabé en 1929, la vacada se dividió en dos lotes, uno de los cuales pasó a su hija Natividad Cobaleda, quien puso la ganadería a nombre de su esposo, el célebre Atanasio Fernández Iglesias. En los años subsecuentes, don Atanasio aumentó su simiente con más vacas y sementales de Agustín Mendoza y Montero, con lo que los potreros de la finca salmantina de Campocerrado quedaron colmados de simiente condesa. Gracias a esta simiente y a los atinados criterios de selección del señor Fernández, esta ganadería estuvo en el candelero por muchas décadas a partir de su presentación en Madrid en el año de 1932.


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El toro de Atanasio es casi una réplica del toro del Conde de la Corte, aunque con cornamentas menos aparatosas, siendo los pelajes más característicos el negro y el colorado, presentándose la particularidad del salpicado en los primeros. En cuanto a su comportamiento, “son toros a los que hay que esperar, sobarlos mucho, pues algunos no rompen hasta ya entrada la faena de muleta; pero cuando se centran en la lidia se vienen arriba de forma espectacular, hacen el avión, tienen gran largura y duración en la embestida”.64 El primer ganadero que percibió el buen fondo de los toros de Atanasio fue Lisardo Sánchez, quien le compró alrededor de 250 vacas de vientre y varios sementales en 1948. Hoy en día, un gran número de ganaderías tienen la sangre de Atanasio Fernández, ya sea en forma directa o a través de la línea de Lisardo, entre las que destacan Dolores Aguirre, Sepúlveda, El Sierro, Javier Pérez-Tabernero, Charro de Llen, Gabriel García, Puerto de San Lorenzo, Valdefresno, Los Bayones, José María Manzanares y Cortijoliva. A la muerte de su fundador en 1982, la vacada pasó a manos de sus hijos y hoy la encabeza Pilar Fernández Cobaleda, aunque su resplandor e importancia es apenas una migaja de lo que representó este emblemático hierro. Otra de las ventas muy relevantes del Conde de la Corte fue la efectuada a don Juan Pedro Domecq Núñez de Villavicencio, quien se hizo ganadero al adquirir la vacada de origen vazqueño que había pertenecido al Duque de Veragua, trasladándola a la finca de Jandilla, ubicada en la provincia de Cádiz. Sus hijos, los hermanos Domecq y Díez, se habían contagiado de la afición taurina algunos años antes de que los Veraguas llegaran a Jandilla, gracias a la influencia de Ramón Mora-Figueroa, su vecino de finca y quien se convirtió en el maestro de los Domecq como criadores de toros bravos. Por consejo de Mora-Figueroa, el señor Domecq Núñez de Villavicencio adquirió las primeras reses al Conde de la Corte entre 1930 y 1932, lote que fue reforzado posteriormente con nuevo pie de simiente condeso ya cuando la ganadería estaba en manos de sus hijos, cuyos esfuerzos y decisiones coordinaba Juan Pedro Domecq y Díez. 64

Ibidem, p. 254.


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Los Domecq inicialmente manejaron tres líneas: la pura de Veragua, la pura de origen Conde de la Corte y una cruza entre ambas. Sin embargo, hacia 1940, Juan Pedro Domecq vendió todo lo puro y cruzado de Veragua, adquiriendo en paralelo lotes de ganado del nuevo hierro que había formado Ramón Mora-Figueroa en 1932, el cual tuvo como base reses compradas a Antonio García Pedrajas,65 además de vacas y toros padres del Conde de la Corte, entre ellos el famoso semental Chavetero. Con esta base genética, Juan Pedro Domecq y Díez creó una divisa que ha sido bocado apetecido por las figuras del toreo por casi ya siete décadas, con reses nobles, repetidoras y de emotiva arrancada; además, al igual que lo proveniente de Núñez, su toro es más fino, terciado y bajo de agujas que los de otras ramas del tronco de Ibarra. Después de la muerte de Juan Pedro Domecq y Díez en 1975, la ganadería se dividió en dos partes: el nombre y el hierro originales, así como una parte de la vacada, se los llevó Juan Pedro Domecq Solís a una finca sevillana, mientras que el resto de la ganadería se mantuvo en tierras gaditanas y comenzó a lidiar con el nombre de Jandilla, cuyo primer titular fue Fernando Domecq –hoy ganadero de Zalduendo–, para posteriormente ser dirigida desde 1987 por Borja Domecq Solís. La cantidad de ganaderías con origen en Juan Pedro Domecq y Jandilla es enorme, por lo que este encaste es el que ha vendido más efectivos, directa o indirectamente, en toda la historia de la ganadería brava española. La lista incluye, entre otros, a El Torero, Hermanos Sampedro, Luis Algarra, El Torreón, Victoriano del Río, Daniel Ruiz, Garcigrande, Domingo Hernández, Hermanos García Jiménez, El Ventorrillo, Fuente Ymbro, Aldeanueva, El Pilar, Marqués de Domecq, Martelilla, Torrealta, Herederos de José Luis Osborne y Núñez del Cuvillo. Carlos Núñez Manso comenzó su andadura ganadera en 1938, al comprarle a Indalecio García Mateo la antigua ganadería de Manuel Rincón, la cual procedía directamente del lote que éste le compró a Parladé en 65

Este criador cordobés adquirió el ganado que Francisco Correa había comprado a Fernando Parladé en 1904, además de que incorporó tres sementales de Luis Gamero Cívico. Además del lote vendido a Mora-Figueroa, el resto de la vacada de García Pedrajas terminó en manos de Salvador Guardiola Fantoni y de los hermanos Isaías y Tulio Vázquez.


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1908. En aquel momento, la vacada se encontraba seriamente diezmada como consecuencia de la Guerra Civil, por lo que Núñez le compró vacas y sementales a Ramón Mora-Figueroa,66 entre ellos el semental Amistoso, considerado el toro que prácticamente le hizo la ganadería y que fue hijo del Chavetero del Conde de la Corte y una vaca de Pedrajas. Hacia el año de 1941, se agregó otra punta de ganado del Marqués de Villamarta, divisa que se había formado con una caprichosa mezcla de vacas de procedencia Murube, Ibarra, Vazqueña y Santa Coloma, puestas con sementales comprados a Fernando Parladé y al Conde de la Corte. Con este material, mayoritariamente de origen Ibarra, el señor Núñez creó una ganadería de excepción en la finca gaditana Los Derramaderos, ubicada en uno de los puntos más meridionales de España. Existen dos tipos de toros dentro de este encaste: los que tienen el predominio de la línea Rincón y Mora-Figueroa son más hondos y aleonados, badanudos y de pelo negro con las variantes de mulatos, listones, chorreados y salpicados, así como el pelaje colorado ojo de perdiz; en cambio, los de la línea Villamarta son de hechuras más finas y presentan como pintas frecuentes los girones en negro y en colorado, así como animales luceros y calceteros. En cuanto a su comportamiento, “el atributo que define a los Núñez es la profundidad y recorrido de su embestida desde el embroque al remate del muletazo, hasta salir con la cara por debajo del estaquillador”.67 Considerando la estupenda calidad de esta divisa, las figuras desde Manolete hasta Manzanares padre estoquearon las camadas enteras de Núñez, además de que muchos criadores le adquirieron pie de simiente, por lo que este linaje bravo se convirtió en una cantera muy prolífica de la que se derivan divisas como Marcos Núñez, Carlos Núñez,68 Manolo González, Gabriel Rojas, Antonio Briones, Astolfi, Fernando Peña, el Conde de la 66

Como ya se señaló, esta ganadería la creó Ramón Mora-Figueroa en 1932, comprándole ganado a Antonio García Pedrajas y al Conde de la Corte. 67 López del Ramo, Joaquín, op. cit., p. 353. 68 En el año 1979 se separa de sus hermanos Carlos Núñez Moreno de Guerra, hijo del fundador y quien dirigía la vacada desde la muerte de su padre, creando este nuevo hierro. En la actualidad, esta ganadería es dirigida por su hijo Carlos Núñez Dujat des Allymes, quien también es presidente de la Unión de Criadores de Toros de Lidia en España.


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Maza, María del Carmen Camacho y, como buque insignia de este encaste en la actualidad, la divisa de Alcurrucén. Al morir el fundador en 1964, la ganadería se anunció a nombre de Herederos de don Carlos Núñez y, a partir de 1999, cambió su denominación a Los Derramaderos.

La

rama de

P icavea

de

L esaca

Aunque el encaste Saltillo tuvo su comienzo en la rama vistahermoseña adquirida por Salvador Varea Moreno, quien comienza a perfilar las bases de esta raza a partir de 1827 fue la familia Picavea de Lesaca. Sin embargo, el que la consolida y actúa como verdadero creador de este encaste fue Antonio Rueda Quintanilla, Marqués de Saltillo, quien compró toda la ganadería en el año de 1854. Si magnífico era ya el origen, los criterios de selección aplicados por el Marqués la terminaron por convertir en una de las mejores divisas de su época. A la muerte de Antonio Rueda, la ganadería quedó en manos de su viuda, doña Francisca Osborne, pasando posteriormente a las de su hijo Rafael Rueda Osborne, séptimo Marqués de Saltillo, quien, a diferencia de sus progenitores, realizó la venta de muchos animales a divisas como el Conde de Santa Coloma, Tepeyahualco (que pasaron posteriormente a Piedras Negras) y San Mateo, entre otras. A la muerte de don Rafael, su sucesión vendió la ganadería a Félix Moreno Ardanuy en 1918, uno de cuyos nietos, José Joaquín Moreno de Silva, mantiene en su poder los escasos efectivos de la matriz de esta estirpe.69 La importancia actual de Saltillo en España es realmente marginal, ya que, además del pequeño número de reproductores existentes, lidia fuera de las grandes ferias y con resultados discretos. No obstante, esta raza es muy relevante del otro lado del océano por la decisiva influencia que jugó en la creación de los encastes de Albaserrada y Santa Coloma. Y, a pesar de que lo de Saltillo desciende de la casta Vistahermosa, al igual que Murube e Ibarra, sus hechuras son diametralmente diferentes, ya que las reses provenientes de la familia Rueda son de menor talla corporal, 69

Conforme a los registros de la Unión de Criadores de Toros de Lidia, dicho señor es propietario hoy en día de las ganaderías de Saltillo y José Joaquín Moreno de Silva, ambas de pura procedencia Saltillo.


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de lomo recto y morrillo poco prominente, con escasa papada que llega a veces a ser degollada, cariavacados y con predominio del pelaje cárdeno y negro entrepelado; igualmente, la longitud de las cornamentas no es exagerada, adoptando tres direcciones clásicas: corniveletos, cornivueltos y corniabiertos. La derivación Albaserrada es prácticamente puro encaste Saltillo y se originó por la compra que hizo Hipólito Queralt y Fernández-Maquieira, el Marqués de Albaserrada, a su hermano el Conde de Santa Coloma en junio de 1912, integrada por casi dos centenares de cabezas de la parte pura de Saltillo que tenía la vacada de este último. Al morir el Marqués de Albaserrada, la ganadería fue vendida en 1921 a José Bueno y después de pasar por diversos sucesores de éste y a punto de ser enviada al matadero, la adquirió Victorino Martín Andrés en 1965. No hay la menor duda que en las casi cinco décadas que lleva Victorino al frente de los antiguos albaserradas, ha mantenido un magnífico nivel de encastada bravura, lo que lo coloca en un lugar de privilegio dentro de los criadores de bravo. Sin embargo, su política de no vender reproductores ha impedido el avance de esta estirpe, cuyo número de ganaderías tiene un saldo muy desfavorable frente al inventario de las que provienen del tronco Murube-Ibarra. En el año 1905 se registró el nacimiento del célebre encaste del Conde de Santa Coloma, ya que don Enrique Queralt y Fernández-Maquieira adquirió la mitad de la ganadería de don Eduardo Ibarra, que había comprado un año antes Manuel Fernández Peña. Poco más adelante, Enrique Queralt se llevó un lote importante de hembras y machos de Rafael Rueda Osborne, Marqués de Saltillo, con objeto de crear un nuevo tipo de toro que reuniera los rasgos deseables tanto del tronco de Ibarra como del de Saltillo. López del Ramo opina que desde el principio llevó las dos ramas por separado y una tercera resultante de la mezcla entre ellas, aunque siempre mostró especial predilección por la sangre Saltillo. En este sentido, considero que le asiste razón al autor de Las claves del toro, ya que aunque él no la cita, existe una interesante entrevista que le hizo Gregorio Corrochano al Conde de Santa Coloma en marzo de 1917, en la que éste claramente manifestó que siempre dejaba para sementales los toros de Saltillo, por lo que, además de una línea de Saltillo puro, contaba con la cruza que cada vez tenía más de lo del Marqués. Esto demuestra que el


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Conde de Santa Coloma utilizó un cruzamiento por absorción mediante el uso reiterado de toros padres provenientes de la familia Rueda con las vacas ibarreñas. Lo puro de Ibarra y lo cruzado con menor porcentaje de sangre de Saltillo fue quizá lo que el Conde le vendió a Francisco Sánchez de Coquilla en 1916 y a Graciliano Pérez-Tabernero en 1920. Por problemas económicos, el Conde de Santa Coloma sacó a la venta su ganadería pocos meses antes de morir. Enterado de la venta, un joven sevillano de nombre Joaquín Buendía Peña compró en 1932 toda la ganadería con el hierro y la divisa originales, a pesar de que ésta no pasaba ya precisamente por sus mejores momentos. Buendía estuvo sin lidiar algunos años y practicó una férrea selección conforme a su particular criterio, el cual se enfocó a la extracción de la nobleza y la clase dentro de las embestidas codiciosas y vibrantes por las que apostó el señor Queralt. Para ello, jugó un papel relevante el semental Rivero, un negro entrepelado tentado y aprobado por el propio Buendía. El toro de esta estirpe es fino y redondeado, terciado y bajo de agujas, lo que unido a su discreta encornadura, lo ha relegado de las plazas de postín desde que empezó la moda del toro mastodóntico. El pelaje más característico del encaste es el cárdeno en sus distintas gamas, lo que evidencia la influencia de la sangre saltilla, pero también los hay negros y una alta frecuencia de particularidades como el girón, calcetero y lucero. En el año de 1996, y con 88 años a cuestas, Joaquín Buendía Peña dividió esta emblemática divisa en tres partes que fueron repartidas entre sus 13 hijos, quedando José Luis Buendía Ramírez de Arellano con el nombre, divisa y hierro titulares. Y, al igual que don Joaquín, el encaste Santa ColomaBuendía fue también muy prolífico por la gran cantidad de ganaderías que se derivaron de él; por una parte, las líneas más ibarreñas vendidas a Francisco Sánchez de Coquilla y Graciliano Pérez-Tabernero, que fueron la base de divisas como Sánchez Fabrés, Sánchez Arjona, José Escobar, Juan Luis Fraile, Alipio Pérez-Tabernero y Pilar Población; y en la línea de Buendía, la más asaltillada, hierros como el de Felipe Bartolomé, Ana Romero, La Quinta, Hernández Plá y Los Camino, esta última perteneciente al gran artista Paco Camino, quien fue un fervoroso partidario de estos toros. “Gracias a la labor de los Buendía, esta casta ganó un atributo


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trascendental: la clase, entendida como capacidad del toro para humillar y embestir entregado, sin reservas, rompiéndose en la muleta”.70 Se queda mucho en el tintero, pero mejor será leer y releer Las claves del toro, una obra que será de gran interés para todos aquellos que son atraídos por el principal protagonista de la fiesta taurina. En esta reseña, y tomando como base la estupenda información contenida en el libro, pretendí olvidarme por un momento de la arqueología torista que nos habla de castas y estirpes extintas o decadentes, para poner sobre la mesa el origen genético de las grandes ganaderías que, a partir de mediados del siglo xix, influyeron decisivamente en la configuración del toro ibérico contemporáneo. Un toro al que López del Ramo reivindica considerando el alto nivel de exigencia de la lidia actual: un tercio de varas abusivo y que provoca un enorme quebranto, faenas ligadas y de mano baja que obligan al toro a humillar y desplazarse durante mucho tiempo, y todo ello acompañado de una anatomía que soporta un peso desproporcionado.

70

López del Ramo, Joaquín, op. cit., p. 61.


Trece ganaderos románticos Luis Fernández Salcedo

Editorial Agrícola Española, S.A. Madrid, 1986

C arlos L orenzo H inzpeter Luis Fernández Salcedo fue bisnieto del famoso ganadero de Colmenar Viejo, Vicente Martínez, pero no quiso incorporar a su famoso ancestro en estos 13 capítulos dedicados a diversos ganaderos románticos. El autor, quien fue ingeniero agrónomo y escritor taurino, nació el 3 de septiembre de 1901 en Colmenar Viejo, provincia de Madrid y falleció en Madrid el 10 de julio de 1986. Durante su vida se publicaron las siguientes obras taurinas de su autoría: Relatividad del tamaño del toro o Del pavo a la mona (1942); Charlas taurinas (1947); Tres ensayos sobre relatividad taurina (1948); Mientras abre el toril (1949); Trece ganaderos románticos (1951); Veinte toros de Martínez (1954); La vida privada del toro (1955); Diano (1959); Veintisiete acuarelas taurinas (1961); Media docena de rollos taurinos (1964); Verdad y mentira de las corridas de concurso (1974), y Cuentos del viejo mayoral y los otros cuentos del viejo mayoral (1984). Con su obra Trece ganaderos románticos, Fernández Salcedo recorre la geografía taurina del siglo xix, con especial atención al andalucismo de Utrera, la Isla o Cortijo de Cuatro, a la sierra madrileña de Colmenar, Manzanares y Guadarrama, a la Tudela Navarra de los toritos matones, así como a los nombres castellanos de Villarrubia de los Ojos (Ciudad Real) o Benavente (Zamora). La obra está integrada por 13 capítulos de auténtica historia en los que el autor ha sabido contener el gracejo desbordante de su ingenio humorístico que se desprende de otras de sus obras, y ha dado a este libro un marcado tono de seriedad. En el texto se refiere a las castas fundacionales del ganado bravo, como la del Conde de Vistahermosa, Benito Ulloa y Calis (Celis para otros 127


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autores) y su heredero Pedro Luis Ulloa Halcón de Cala, quien obtuvo el título de Conde de Vistahermosa en 1735. También habla de la casta Cabrera, una de las más prestigiosas en la actualidad, cuyo origen hay que situarlo en Luis Antonio de Cabrera Ponce de León y Luna, ganadero utrerano que apareció vendiendo toros a la Real Maestranza de Caballería de Sevilla en 1752. Asimismo, alude a la casta vazqueña de Vicente José Vázquez, una de las primeras historias escritas sobre ganaderías de lidia en el siglo xix, de donde procede la ganadería del Duque de Veragua. Por último, menciona a la casta Jijón, representada muy dignamente por Gavira, con los bravos toritos de pelo típicamente colorado. Las ganaderías de los 13 románticos analizadas por Luis Fernández Salcedo son las siguientes: Vicente Vázquez; el Marqués de Gavira; el Conde de Vistahermosa; Rafael Cabrera; Fernando VII; Antero López; Faustino Udaeta; Pedro de la Morena; Pedro Colón; Manuel Bañuelos; Nazario Carriquiri; Juan Manuel Sánchez y Antonio Miura. 1. Vicente Vázquez. Contemporáneo de Goya y vecino de Utrera, fue un gran ganadero y un ganadero en grande. Fue un escultor de animales vivos, un verdadero alquimista de la sangre. Mezcló y combinó el tamaño de los toros de Cabrera con la resistencia física, el poderío y hasta la chispa de malicia de los pupilos de Becker; la fiereza, el nervio, el celo, la codicia de las reses del Marqués de Casa Ulloa, así como la de otras puntas de ganado por él adquiridas, dando por resultado el toro vazqueño. El autor resalta que conservar el patrimonio que se recibe en herencia, es menos fácil de lo que a primera vista pudiera creerse, pero lo que realmente es difícil es formar y consolidar un patrimonio. 2. El Marqués de Gavira. Éste fue un ganadero antiguo y personaje que no salía de Palacio, pues era muy amigo del rey Fernando VII. Dispuso que se cruzaran las reses vazqueñas con seis sementales de su propia ganadería y cuatro de Julián de Fuentes, por encontrarse ambas de moda por entonces. Cabe mencionar que en la historia de la ganadería brava del siglo xix existen dos nombres rivales: Veragua y Gavira. Los dos fueron palaciegos en la corte de Fernando El Deseado. Como amigos se trataron, pero como ganaderos es posible afirmar que se odiaron.


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3. El Conde de Vistahermosa. Pedro Luis de Ulloa y Celis (o Calis), Conde de Vistahermosa, anhelaba competir con Cabrera en el coraje, trapío, poderío y bravura de sus toros. Los toros de Vistahermosa, de constitución robusta y excelente trapío, no se parecen a ninguno de los de otras ganaderías entonces en boga. El mérito de los toros condesos radica en sus cualidades para la lidia; siempre han sido muy bravos y presentan una gran nobleza, que permite con ellos el ensayo de cualquier suerte. Su pelo es negro en la mayoría de los casos, tirando muchas veces a lombardo o chorreado en verdugo, habiendo algunos cárdenos oscuros o simplemente entrepelados. 4. Rafael Cabrera. Su ganadería era en 1789 la más famosa de España. Este ganadero vivió en Utrera (su abuelo vivía en Coria del Río en 1745) y poseía ganado bravo procedente de los diezmos. 5. Fernando VII. Al fallecimiento de don Vicente José Vázquez, surgió la curiosidad por saber quién adquiriría la ganadería, y fue Fernando Criado, en representación de su majestad Fernando VII, quien procedió a su adquisición. Cabe apuntar que Fernando VII, quien tenía una afición desmedida y entendía muchísimo de toros, fundó la Escuela Taurina de Sevilla. 6. Antero López. Este ganadero, quien fuera marqués de la Conquista y rico hacendado de Trujillo, decidió fundar su ganadería en 1851, con poco ganado y muy heterogéneo, con vacas de Manuel García-Puente (antes Aleas), de Elías Gómez y un macho y algunas hembras de Justo García Rubio, todos ellos ganaderos de Colmenar. Vale la pena mencionar que para la corrida de inauguración de la temporada 1862, se dispuso que el cartel incluyera tres toros de Agustín Salido y tres de Antonio Miura, para Cayetano Sáenz y Pepete. Antonio Miura quería lidiar con divisa verde y encarnada, pero le hicieron ver que el otro ganadero de la tierra ya había utilizado ese distintivo dos años antes. Por esta razón, Miura cambió a última hora el color encarnado por el negro y desde entonces siempre se han corrido con esta divisa los famosísimos miuras en la capital española, mientras que en las provincias se lidian con la verde y encarnada. 7. Faustino Udaeta. Este personaje no formó una ganadería, sino que se limitó a adquirir de raíz una muy acreditada, lo cual no mengua sus créditos. En marzo de 1883 formalizó la compra de 400 reses de Antonio


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Hernández y López y con la mezcla de dos muy buenas y muy dispares vacadas, una la andaluza de Freire y la otra de origen manchego, de Torre y Rauri, integró su ganadería. 8. Pedro de la Morena. Miguel de la Morena, vecino de Colmenar, fue comprando vacas y becerros a varios de sus amigos y paisanos y así formó un pequeño atajo de reses de casta, que creció con el tiempo. Apareció por primera vez en un cartel de la plaza de Madrid el 5 de diciembre de 1851, para una novillada, luciendo una divisa encarnada, dorada y blanca. A su muerte, legó la ganadería a su hijo, el presbítero Pedro de la Morena (sacerdote en la iglesia de Colmenar), quien la anunció con su nombre el 31 de octubre de 1866. 9. Pedro Colón. Pedro de Alcántara Colón, Duque de Veragua, Marqués de Jamaica, adelantado mayor de las Indias, almirante honorario del Mar Océano, amén de otros títulos y dignidades, fue una persona de gran influencia en la corte de Fernando VII. Participó en la selección de ganado cuando el rey adquirió su vacada de los descendientes de José Vicente Vázquez. A la muerte del monarca pocos meses después, en septiembre de 1833, juró su hija María Isabel como princesa de Asturias, y la reina gobernadora decidió deshacerse de la ganadería real, de manera que los primeros meses de 1835, fue vendida conjuntamente a Mariano Téllez-Girón y a Pedro Colón, Duques de Osuna y de Veragua, respectivamente. La vacada estaba compuesta por unas 500 cabezas, es decir, las mismas que el rey había llevado a Sevilla. 10. Manuel Bañuelos. Para conocer el origen de esta ganadería debemos remontarnos casi 300 años atrás, cuando en la segunda mitad del siglo xvii habitaba en Colmenar un acaudalado ganadero, José Rodríguez, quien poseía grandes y variadas manadas de vacas de todas clases, incluso algunas bravas, que cedió en herencia a su hijo Manuel, quien debutó como ganadero en Madrid el 6 de mayo de 1776. Manuel Rodríguez, clérigo y bachiller después del óbito del señor cura (que debió ser en 1783), apareció en los carteles de la plaza de Madrid el 9 de mayo de 1785 con el apellido Bañuelos, ya que el cura había designado como sus herederas a sus sobrinas María (esposa de Pedro Laso Rodríguez) y Manuela (casada con Juan Bañuelos y Fonseca). Juan Bañuelos tuvo a su cargo


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la ganadería durante casi 30 años, heredándola a su hijo Manuel Bañuelos Rodríguez, quien corrió por primera vez toros en Madrid el 25 de julio de 1813, cosechando nuevos laureles. A Manuel Bañuelos Rodríguez lo sucedió al frente de la ganadería su hijo Pablo, quien solo le sobrevivió 11 meses, pues murió debido a una caída de su caballo en 1853. A su muerte la ganadería se dividió en tres partes, que se adjudicaron a sus hijos Manuel, Julián y Prudencia Bañuelos y Salcedo. El primogénito, Manuel Bañuelos Salcedo, abogado del ilustre Colegio de Madrid, es de quien trata este apartado. 11. Nazario Carriquiri. El autor se permite hacer uso de una licencia literaria y deja que el retrato de Nazario Carriquirri cuente la historia de su ganadería. Este personaje inició siendo socio de Guendelain, después compró a don Tadeo su mitad en 1850, y luego se asoció con el conde de Ezpos y Mina en 1868. Refiere el autor la historia de la ganadería desde el siglo xvii, cuando lidió en Pamplona en 1690. También describe cómo eran los famosos carriquiris colorados: chicos de tamaño y grandes de bravura. 12. Juan Manuel Sánchez. Fue un ganadero de Salamanca nacido en 1839, al que sus íntimos llamaban Juanito Carreros y que ejerció gran influencia entre los ganaderos salmantinos. Llegó a poseer 1,500 vacas, cifra congruente con los más de 200 toros que lidió en 1910. Falleció en 1926. 13. Antonio Miura. La ganadería de Antonio Miura se estrenó con el nombre de Juan Miura el 15 de agosto de 1846, en la plaza de Sevilla, lidiando con divisa encarnada y verde, y el 30 de abril de 1849 en Madrid con divisa encarnada y lila. Falleció Juan Miura en 1860 y durante el año 1861 lidió a nombre de su viuda, Josefa Fernández, la cual falleció poco tiempo después. El 20 de abril de 1862 se lidiaron tres toros con el nombre de Antonio Miura, con divisa verde y negra, al igual que el 5 de abril de 1863. En general, el autor cuenta en cada uno de los capítulos correspondientes a los mencionados ganaderos románticos, la historia de todos ellos, incluyendo los datos de fundación de sus respectivas ganaderías, así como gran cantidad de anécdotas sucedidas a tales personajes, las cuales sería imposible transmitir en esta breve reseña.


San Mateo, encaste con historia José Antonio Villanueva Lagar

Editorial Aldus Primera edición México, Distrito Federal, febrero de 2005

E duardo E. H eftye E tienne Nunca nadie ha hecho tanto con tan poco, es una frase con la que el autor suele resumir estupendamente la visionaria y acertada labor del ganadero don Antonio Llaguno González durante la primera mitad del siglo xx, cuando tuvo a su cargo la legendaria ganadería de San Mateo, la de la divisa rosa y blanco, indudablemente la que mayores éxitos ha cosechado en la historia taurina de nuestro país. Es tal la importancia de esta ganadería en la tauromaquia mexicana, que me parece indispensable incluir una reseña del libro San Mateo, encaste con historia, de mi amigo bibliófilo José Antonio Villanueva Lagar, en el volumen antológico de comentarios de obras literarias taurinas con el que Bibliófilos Taurinos de México celebra su trigésimo aniversario. En esta obra, no por sintética, menos sustanciosa, Toño Villanueva describe con impecable claridad el nacimiento, desarrollo, auge, esplendor y decadencia de la ganadería de San Mateo. El prólogo del libro fue redactado por el abogado y también bibliófilo Antonio Barrios Ramos, quien, a través de algunos recuerdos y vivencias, destaca la importancia que ha tenido para nuestra fiesta taurina la afamada ganadería de San Mateo, sin dejar de elogiar la documentada labor de investigación del autor. En la introducción, el autor destaca el relevante papel que jugaron cuatro personas en el notable éxito ganadero que a la postre tuvo San Mateo: (1) Rafael Rueda Osborne, séptimo Marqués de Saltillo, quien vendió a don Antonio Llaguno González las vacas españolas que propiciaron el desarrollo en suelo mexicano de una ganadería con esa simiente; (2) Ricardo Torres Bombita, matador de toros sevillano, quien fungió como afortunado enlace y mediador entre los dos personajes ganaderos antes mencionados; 132


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(3) Antonio Llaguno González, creador, gran criador y verdadero artífice de la ganadería zacatecana de San Mateo, y (4) José Antonio Llaguno García, su hijo, quien esparció hacia otras ganaderías la sangre brava de San Mateo, misma que sigue presente en la gran mayoría de las ganaderías que conforman la cabaña brava de la República Mexicana. El texto del libro, producto de una acuciosa investigación, se encuentra dividido en seis capítulos, los cuales, a pesar de no presentar numeración alguna, sí obedecen en general a una estructura cronológica: (1) “El origen”; (2) “En camino a la cúspide”; (3) “Una pasmosa regularidad”; (4) “El final de una época”; (5) “Una herencia compartida”, y (6) “Ganadería madre por excelencia”. Adicionalmente, la obra está ilustrada con 15 fotografías en blanco y negro, incluyendo la que aparece en la portada, y cuenta con el apoyo de nueve gráficas que contienen básicamente las principales líneas de sementales usados en la ganadería tanto por don Antonio como por su hijo, así como los árboles genealógicos de las principales familias de vacas de origen Saltillo que forjaron la casta sanmateína, lo que facilita al lector complementar sus conocimientos sobre esta ganadería. En el primer capítulo, “El origen”, el autor se remonta a la Nueva España para exponer los orígenes de las haciendas de San Mateo y de Pozo Hondo, localizadas en diversos municipios del actual Estado de Zacatecas, la cuales finalmente quedaron en manos de don José Antonio Llaguno y Haza, padre de los futuros ganaderos Antonio y Julián Llaguno González. En esas tierras zacatecanas, Antonio Llaguno separó aquellos animales criollos que presentaban ciertos rasgos de acometividad, hasta llegar a separar 30 vacas y un toro, con los que decidió incursionar en la fiesta taurina con el hierro de San Mateo, cuyo debut formal tuvo lugar el 25 de diciembre de 1906, en la ciudad de Aguascalientes, en una corrida en la que actuaron Ricardo Torres Bombita y Fermín Muñoz Corchaíto. Poco después de este festejo, Bombita regaló a Llaguno un toro de la ganadería portuguesa de Palha, con el que el entonces joven Antonio Llaguno hizo sus primeros experimentos genéticos con sangre brava extranjera.


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En 1907, después de presenciar un festejo taurino en el que se lidiaron reses españolas del Marqués de Saltillo, don Antonio Llaguno llegó a la conclusión de que era conveniente importar esa sangre española para su ganadería. Gracias a la labor de intermediación de Bombita, en octubre de 1908 se importaron a México seis hembras y dos toros del Marqués de Saltillo. En 1911, Llaguno viajó a España para comprar ganado adicional del Marqués de Saltillo, que consistió en 10 hembras. En resumen, se importaron a México 16 hembras y dos toros, pero en su gran mayoría tuvieron un desenlace fatal o desafortunado, antes de poder rendir frutos para la ganadería. De manera detallada, el autor nos describe el destino de cada uno de dichos ejemplares importados, para concluir que “con solamente ocho vacas –Platillera, Gandinguera, Cominita, Guantera, Pardita, Zorrilla, Cumplida y Vencedora–, fue Llaguno capaz de generar las familias de hembras de esta histórica divisa”.71 Asimismo, debe destacarse que dos sementales fueron fundamentales para el desarrollo inicial de San Mateo: Conejo, proveniente de España y comprado por Bombita, y Vidriero, nacido en México y que cruzó el Atlántico en el vientre de la vaca española Vidriera, que había llegado en el primer embarque de ganado importado. Posteriormente, dichos sementales fueron relevados por otros del mismo encaste, siempre bajo la línea pura comprada a Saltillo, entre los cuales sobresalió un Guantero, herrado con el número 42 y nacido en 1922. Para cubrir las vacas criollas y su descendencia, Llaguno siempre utilizó los sementales de raza pura de Saltillo mediante el sistema de cruzamiento por absorción. Pero dejemos que sea el propio autor quien nos lo explique: La simiente importada de la península ibérica y su descendencia solamente se apareó entre sí para formar un núcleo de raza pura que fue aumentando paulatinamente en cantidad con el paso del tiempo, reses que identificó con un cero en la palomilla, mientras que las vacas criollas y su prole siempre fueron empadradas con los toros sementales de la línea pura bajo un sistema de cruzamiento por absorción. Este sistema de mejoramiento genético, consistente en utilizar machos de 71

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una raza pura con hembras de otra raza, generación tras generación, es un método muy efectivo para reemplazar parcial o totalmente una raza por otra, de manera que en la primera generación la descendencia tendrá un 50% de sangre del semental, en la segunda se alcanza un 75% y después de cinco generaciones, el 97%. Así, disminuía la sangre criolla poco definida para la lidia y a su vez, aumentaba progresivamente el porcentaje de sangre saltillense que tenía tras de sí más de cincuenta años de selección buscando la lidiabilidad.”72

En el segundo capítulo, titulado “En camino a la cúspide”, el autor menciona que la ganadería de San Mateo se presentó con una novillada en la plaza del Toreo de la Condesa de la Ciudad de México el 12 de diciembre de 1912, y que su primera corrida de toros en dicha plaza se lidió el 20 de abril de 1913. Después se lidiaron cinco novilladas adicionales, con lo que la ganadería obtuvo del Ayuntamiento de la Ciudad de México el cartel que la acreditaba como tal el 15 de febrero de 1915, aunque se reconoce como fecha de antigüedad 1899, año de fundación de la ganadería de San Mateo. Poco después vino la desafortunada prohibición taurina en la Ciudad de México, decretada por el presidente Venustiano Carranza, que estuvo vigente entre octubre de 1916 y el 16 de mayo de 1920, fecha en la que con toros de San Mateo se reanudaron los espectáculos taurinos en la capital del país, y que curiosamente coincide con la del lamentable fallecimiento del ilustre torero sevillano José Gómez Ortega Joselito, en Talavera de la Reina. A partir de entonces, la ganadería de San Mateo lidió regularmente sus toros en la plaza de El Toreo de la Condesa, con los que en 1924 triunfó Rodolfo Gaona (con Cocinero), pero el que brilló especialmente con ellos fue el sevillano Manuel Jiménez Chicuelo, quien entre 1925 y 1927 materialmente bordó a varios toros de esta ganadería (a Lapicero, Dentista, Consejero, Comisario y Peregrino).

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En diciembre de 1927 fueron el valenciano Enrique Torres y el tapatío Pepe Ortiz quienes tuvieron el privilegio de cortar rabos a toros de esta ganadería (Don Quijote y Sapito, respectivamente). En 1928 fueron Fermín Espinosa Armillita (con Hechicero) y el valenciano Vicente Barrera (con Formador), quienes obtuvieron los máximos trofeos, y en 1929 hizo lo propio Francisco Vega de los Reyes Gitanillo de Triana (con Como Tú). En la primera mitad de la década de los años 30 el éxito ganadero de San Mateo continuó, ya que lograron grandes triunfos David Liceaga (con Espartero y Aventurero), Manuel Jiménez Chicuelo (con Zacatecano), Pepe Ortiz (con Barrio Nuevo), Joaquín Rodríguez Cagancho (con Guerrita), Jesús Solórzano (con Granatillo), Victoriano de la Serna (con Centinela), Ricardo Torres (con Rumboso)¸ Lorenzo Garza (con Gitanillo y Saladito) y Domingo Ortega (con Lebrijano), entre otros toros ilustres y memorables de esta ganadería. En ese camino hacia la cúspide, el autor también menciona a otros importantes toros que recibieron el reconocimiento del público, los cuales significaron triunfos rotundos para la ganadería, aunque desafortunadamente fueron lidiados de forma deficiente por los toreros a quienes tocaron en suerte. En el tercer capítulo, “Una pasmosa regularidad”, se describe el periodo comprendido entre 1935 y 1945, cuando los éxitos ganaderos de San Mateo se multiplicaron por doquier, motivo por el cual se convirtió en la ganadería predilecta de toreros mexicanos y españoles, además de contar con el reconocimiento del público y de los empresarios. En este periodo destacan varias actuaciones de Alberto Balderas (con Estornino, Mensajero, Grillito, Solitario y Manzanito), así como las de Lorenzo Garza –el “torero de la casa”– (con Primoroso, Amapolo, Fundador, Campanillero, Desertor, Peregrino, Príncipe Azul, Caramelo, Terciopelo y Colombiano); de Fermín Espinosa Armillita (con Cantarito, Garboso, Pardito, Cordobés, Vanidoso y Vinagrillo) y de Jesús Solórzano (con Tortolito). También obtuvieron grandes éxitos con toros sanmateínos Luis Castro El Soldado (con Norteño, Veracruzano, Rayito y Famoso); Silverio Pérez (con Guitarrista, Cantinero y Mosquetero); David Liceaga (con Zamorano) y Luis Procuna (con Pinturero y Navegante), entre otros.


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En ese periodo, repleto de éxitos para San Mateo y en el que surgieron también serias pugnas entre ganaderos y toreros, San Mateo se consolidó como la ganadería brava más importante de México. Desafortunadamente, don Antonio Llaguno González, quien hasta ese entonces había dado 23 vueltas al ruedo en la plaza de El Toreo, sufrió un accidente en su ganadería, que propició que fuera operado de la columna vertebral en 1945, operación de la que nunca se recuperó del todo y que lo confinó a vivir en una silla de ruedas. En el cuarto capítulo, “El final de una época”, el autor inicia destacando que los toros de San Mateo tuvieron el honor de ser lidiados en la corrida inaugural de la Plaza México, el 5 de febrero de 1946, tarde en la que alternaron Luis Castro El Soldado, Manuel Rodríguez Manolete y Luis Procuna, El Berrendito de San Juan. La ganadería siguió triunfando repetidamente durante los siguientes años, cuando con ella obtuvieron notables éxitos Manuel Rodríguez Manolete (con Boticario), Manuel Capetillo (con Avellano), Humberto Moro (con Morrongo), Jesús Córdoba (con Luminoso), Manolo Dos Santos (con Boticario), Jorge Aguilar El Ranchero (con Montero) y Luis Miguel Dominguín (con Pajarito), sin dejar de mencionar que el autor cita una gran cantidad de toros que estuvieron por encima de sus lidiadores. Este capítulo concluye con el lamentable fallecimiento de don Antonio Llaguno González, el 15 de enero de 1953, tras una larga agonía. Por cierto, en aquellos años la hacienda de Pozo Hondo fue víctima de una tremenda sequía, lo que propició que se perdiera una parte importante del ganado puro de San Mateo. En el quinto capítulo, “Una herencia compartida”, se narra el manejo de la ganadería por parte de José Antonio Llaguno García, único descendiente varón de don Antonio, quien después de un inicio difícil obtuvo su primer gran éxito como ganadero en El Toreo de Cuatro Caminos en 1956, con los toros Barba Roja, lidiado por Miguel Báez Litri, y Cascabel, que correspondió al maestro Antonio Ordóñez, con el que éste realizó su faena más importante en México. José Antonio Llaguno García estableció su residencia habitual en Sevilla –aunque venía frecuentemente a México–, por lo que tuvo que recurrir a terceros para administrar de manera eficiente su ganadería. Para ello,


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contrató inicialmente al sevillano Alfredo Jiménez Cabello y posteriormente a Javier Garfias de los Santos, quien fungió como coadyuvante en la administración de la ganadería entre 1960 y 1965. Lamentablemente, ante las sequías recurrentes y la constante amenaza de invasiones agrarias, el nuevo ganadero decidió trasladar el ganado al estado de Michoacán, donde las reses tuvieron que adaptarse a un hábitat muy diferente al imperante en Zacatecas. En 1965, José Antonio Llaguno García vendió la mitad de la ganadería al empresario tapatío Ignacio García Aceves, mediante un acuerdo por virtud del cual Llaguno se haría cargo de los aspectos genéticos, en tanto que García Aceves asumiría la operación y comercialización de los toros de la ganadería. En la década de los años 60 San Mateo cosechó triunfos muy importantes en la ciudad de Guadalajara, cuya plaza El Progreso era administrada precisamente por Ignacio García Aceves, aunque ello propició que se ausentara durante varios años de la Plaza México. Cuando San Mateo regresó a la Plaza México, si bien es cierto que tuvo algunos triunfos importantes, ya no lo fueron con la regularidad de antaño. El 30 de abril de 1980, Ignacio García Aceves y su hijo, Ignacio García Villaseñor, adquirieron el 50% restante de la ganadería de San Mateo, con lo que la familia Llaguno quedó plenamente desligada de dicho hierro ganadero. En 1981 se trasladó la totalidad del ganado de San Mateo al estado de Jalisco, donde permanece desde entonces. Cabe apuntar que en 1984 falleció Ignacio García Aceves, en tanto que José Antonio Llaguno García hizo lo propio en 1989. Entonces, a partir de 1984 los destinos de San Mateo están a cargo de Ignacio García Villaseñor, quien ha tenido más fracasos que éxitos con el manejo de la divisa rosa y blanco, destacándose el hecho de que algunos toros de San Mateo fueron lidiados en España en 1986 y 1987. Dos de ellos se lidiaron en la Plaza de Las Ventas de Madrid el 24 de mayo de 1987, con uno de los cuales –Huidizo– confirmó su alternativa David Silveti.


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En esta sección del libro, me llamó especialmente la atención el detallado análisis que hace el autor sobre la manera en la que estaba integrada la ganadería de San Mateo por aquellos años, la cual había vendido ya todo el ganado producto de la cruza por absorción. La conclusión sobre la calidad de las cerca de 200 vacas puras que tenía esta divisa no tiene desperdicio y marca el referente del comportamiento actual de buena parte del toro mexicano: Sus notas de tienta nos indican que la selección había favorecido las cualidades en el último tercio, puesto que las hembras calificadas como superiores y buenas en la suerte de varas representaban el 48% del total, proporción que se disparaba hasta el 93% cuando el mismo rango de calidad valoraba su comportamiento en la muleta.73

En el sexto y último capítulo, “Ganadería madre por excelencia”, el autor describe de manera detallada las diversas transmisiones de sangre brava de San Mateo, mediante el obsequio y la venta de sementales y vacas, tanto puras como impuras. Es claro que don Antonio Llaguno González fue más cauto en la transmisión a terceros de la simiente de San Mateo, en comparación con su hijo José Antonio, quien desde que asumió las riendas de la ganadería realizó importantes ventas de ganado a terceros, entre las que el autor destaca las realizadas a Mimiahuápam, Garfias, Reyes Huerta y San Martín, hierros ganaderos que posteriormente diseminaron también su sangre hacia otras ganaderías mexicanas, por lo que el título de este capítulo resulta más que elocuente. Para concluir, el autor explica las razones por las cuales considera que San Mateo constituye un verdadero encaste: En primer lugar, nuestra ganadería prócer es una de las muy contadas que, a nivel mundial, conservaron y acrecentaron la sangre de Saltillo en pureza… En segunda instancia, San Mateo fijó caracteres

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140  El toreo entre libros

de comportamiento plenamente distinguibles y diferenciados que le permitieron, por muchas décadas, ser una ganadería predilecta de los toreros punteros, los empresarios y los aficionados. El toro prototipo de esta casa salía muy abanto de toriles para posteriormente cumplir en el tercio de varas, apareciendo algunos muy bravos y de pelea espectacular ante el caballo, llegando al último tercio yendo siempre a más, con movilidad, encastada nobleza y largo recorrido, embistiendo de forma lenta y muy humillada... En tercer lugar, San Mateo es el tronco originario –en forma directa o indirecta– de más de un 90% de las 300 divisas mexicanas actuales… Este logro, al que muy contados criadores han podido acceder en la historia, adquiere especial importancia si recordamos que se formó con un reducido hato de reses criollas y un pequeño puñado de animales del Marqués de Saltillo.74

74

Páginas 114 y 116.


El color de la divisa Francisco Madrazo Solórzano Editorial Font Primera edición Guadalajara, México, 1986

X avier G onzález F isher A cerca

del autor

Francisco Madrazo Solórzano nació en la Hacienda de La Punta, en Lagos de Moreno, Jalisco, el 6 de octubre de 1933. A partir de 1958 asumió la responsabilidad de dirigir la ganadería de toros de lidia de su familia, que tenía su asiento en esa finca y desde 1960, tras el fallecimiento de su padre, don Francisco Madrazo y García Granados, fue junto con su hermana Carmen, el titular del hierro de la primera vacada en México que formó sus hatos con pura sangre española de origen Parladé. Durante muchos años La Punta fue la ganadería más larga del país y quizá del mundo, pues llegaban a herrarse en ella hasta mil machos al año. Madrazo Solórzano dejó materialmente de ser ganadero de reses de lidia el 2 de junio de 1991,75 fecha en la que se lidió el último encierro de La Punta a su nombre en la Plaza de Toros San Marcos de Aguascalientes. También fue por algún tiempo titular de los hierros de Chinampas y Pastejé. En la vertiente literaria, publicó en 1991 Agotado el boletaje, que recolecta los sucesos de los primeros 50 años de actividad empresarial de don Ignacio García Aceves en la ciudad de Guadalajara; Pelos comunes del toro de lidia mexicano, ilustrado por el maestro Antonio Navarrete y Directorio taurino mexicano, estos dos últimos auspiciados por la Asociación Nacional de Criadores de Toros de Lidia (anctl). Dejó a su muerte el manuscrito de una obra titulada La espuerta vacía, en la que narra sus experiencias con los toreros que tuvieron mayor relación con su casa ganadera. 75

La estoquearon Ricardo Sánchez, David Bonilla y Héctor de Granada. 141


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Fungió también como veedor de toros para las empresas Diversiones y Espectáculos de México (demsa), la de don Guillermo González Muñoz y la de don Ignacio García Aceves. Francisco Madrazo Solórzano falleció en la misma casa en la que nació, el día 16 de agosto de 1996. P lanteamiento

general de la obra

El color de la divisa se divide en tres grandes partes; la primera, titulada “Amo y señor de la fiesta”, se dedica a una revisión más o menos amplia de las pintas o capas del toro de lidia. En la segunda parte, titulada “De corto y con zahones”, el autor nos presenta 13 casas ganaderas españolas con las que tuvo relación durante sus viajes, ya sea por haber visitado las fincas en las que tienen o tuvieron asiento, o por haber conocido a sus titulares. Finalmente, en la tercera parte, titulada “Ganaderías mexicanas”, presenta una serie de vivencias ocurridas en 20 ganaderías del país, cuando ejercía sus funciones como veedor para distintas empresas. Entre esas 20 ganaderías, evidentemente se encuentra la de La Punta, de la que narra su nacimiento, ascenso y decadencia. En la sección relativa a las dedicatorias, introducción y agradecimientos, destaca la inclusión de un texto con una prosa casi poética, titulado Luciérnagas de tabaco, que en lo personal me parece la verdadera declaración sumaria de intenciones de lo que la obra pretende ser: Este es un libro escrito a la pálida luz ámbar de los quinqués sobre maderas que crujen, y luciérnagas de tabaco pegadas a la boca de los hombres que dicen versos al hablar… Este es un libro escrito al lado de los ganaderos, de sus triunfos y de sus fracasos, al viento de los días camperos… Este es un libro escrito junto a los vaqueros del campo bravo de mi patria… Este es un libro pensado desde niño, cuando montado sobre un caballo de madera y que tenía ruedas en lugar de cascos, esperaba la arrancada de un toro negro lucero con pitones de cartón…76

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Página XV.


El toro. Bravura y linaje  143

A mo

y señor de la fiesta

Para el aficionado a los toros de cierta edad, es un hecho notorio que el típico toro de La Punta era de capa negra. Afirma en el libro don Paco Madrazo que su padre no toleraba ni la más mínima bragada. Aunque por otra parte habrá que considerar que los toros descendientes del tronco Murube-Ybarra-Parladé son mayoritariamente así: negros. Sin embargo, a lo largo de la obra se puede advertir que de cuando en cuando, su reata y su nota en la tienta llevaron a la plaza a más de algún punteño que no fue precisamente negro zaino. Pero dentro de ese estado de cosas, el autor confiesa que cogió gusto por ver a toros de pelos distintos en las corridas de otros ganaderos y en esta primera parte del libro nos lleva en un recorrido por todas las capas simples, las mezcladas y también por los distintos accidentes o particularidades que éstas pueden tener. Las explicaciones las hace a partir de la información contenida en la obra del doctor José María Romero Escácena, titulada Pelos o pintas del toro de lidia (1953), ilustrándolas con fotografías en blanco y negro y en color. Pero, más allá del dato meramente técnico o doctrinal, ubica cada caso con la experiencia vivida en el campo o en las plazas de España y México, relacionando cada capa y todo accidente o particularidad, con algún toro visto durante su vida, señalando fecha y lugar de acuerdo con sus puntuales reseñas levantadas en el campo o en el ruedo, y en ocasiones en ambos lugares, dejando constancia de que algunos pelos o particularidades que son raros, no son producto de la imaginación o de la inventiva de quienes se dedican a la descripción exterior de los toros de lidia. De

corto y con zahones

Esta segunda parte de la obra se compone de trece a la mesa –para usar una de las expresiones que el ganadero repite varias veces en el decurso del libro–, pues presenta al lector sus recuerdos de ese número de criadores hispanos de toros de lidia con los que tuvo trato amistoso o cuyas fincas


144  El toreo entre libros

visitó.77 La mayor parte de esas casas ganaderas estaban encastadas en el tronco Murube-Ybarra-Parladé y me resulta fácil entender que Francisco Madrazo Solórzano quisiera observar la evolución de la matriz de sus ganados, y la manera en la que los caminos seguidos en un lado y otro del Atlántico se habían apartado, considerando sobre todo que la importación de reses españolas estaba prohibida y que pensar en un refresco de sangre para su ganadería era imposible. En la mayoría de los casos nos presenta una breve reseña histórica de cada ganadería (las que parecen tener sus fuentes en alguna de las obras de Alberto Vera Areva), para pasar después al relato de su trato con el titular de cada una de ellas durante el tiempo en el que les trató o cuando visitó sus fincas. En todos los casos aborda la lidia de uno o varios toros vistos en la plaza de Madrid y que dieron lugar a algún acontecimiento resonante, en minuciosas reseñas en las que señala número, peso, nombre, capa y demás particularidades del toro en cuestión. En un fragmento del capítulo dedicado a la ganadería de Pablo Romero, destaca la corrida del 25 de mayo de 1952, en la que Juan Silveti Reynoso se quedó solo con cuatro de los toros lidiados esa tarde, por percances de sus alternantes Raúl Acha Rovira y Pablo Lozano, logrando abrir, por primera vez para un torero mexicano, la puerta grande de Las Ventas en la Feria de San Isidro. Quizá para evitar los efectos del número trece, don Paco Madrazo cierra esta parte del libro con un capítulo titulado “Recuerdos”, en el que rememora el último viaje que hizo a España con su padre, en 1948, y hace referencia a dos toros puntuales; el primero de Graciliano Pérez Tabernero, lidiado en Toledo, y el segundo de Ricardo Arellano y Gamero Cívico (antes Carlos Sánchez Rico), lidiado en Valencia, al que Victoriano Posada le cortó el rabo. En este último caso confiesa escribir de memoria, pues dice haber perdido la reseña de la corrida, y solo recordar dos toros por su juego. 77

Urquijo, Carlos Núñez, Conde de la Corte, Clemente Tassara, Marqués de Villamarta, Fermín Bohórquez, Salvador Guardiola, Antonio Pérez de San Fernando, Alipio Pérez Tabernero, Pablo Romero, Atanasio Fernández, Manuel Arranz y Miura.


El toro. Bravura y linaje  145

G anaderías

mexicanas

A lo largo de su andadura como criador de toros de lidia y como veedor para las empresas, Francisco Madrazo Solórzano conoció muchas casas ganaderas en el país. En la introducción del libro expresa que escogió para el libro las 20 en las que pudo permanecer más tiempo y con cuyos señores tuvo una mayor y mejor relación.78 En este caso, el tratamiento de cada capítulo proviene del conocimiento natural que resulta de saber lo que tienen los competidores y los amigos, y en el desarrollo de cada sección se puede observar que el celo natural del criador de toros de lidia fue dejado a un lado por don Paco y fue la amistad –casi familiaridad, diría yo–, cultivada desde una generación anterior, lo que se puso por delante para hablar y poner en letra impresa lo que entre ellos era ya conocido. Eso hace más fluido el relato, porque tanto sus tareas como veedor como sus conocimientos como criador, le permiten describir con mucha claridad la manera en la que los toros se ven en el campo, cómo se comportan allí, cómo son las instalaciones de cada una de las fincas y las vicisitudes que en ellas se generan; y todas esas descripciones le surgen sin trabazón, de manera comprensible, lo que le permite rociar la narración con anécdotas diversas y recuerdos de hechos ocurridos en faenas de campo, que ilustran la belleza y la dificultad que conlleva la crianza del toro de lidia. También nos hace saber que el seguro azar al que se refería José Alameda está omnipresente en las cuestiones de los toros, recordándonos –durante su paso por Torrecilla, por ejemplo–, que el toro Fedayín, inmortalizado por su primo Jesús Solórzano, llegó a la Plaza México apenas tres días antes de la corrida, para sustituir a uno de los originalmente enviados, que se había roto una pata en una pelea en los corrales de la plaza, o que el toro Teniente de Mimiahuápam, el primero que se indultó en la plaza Monumental de Aguascalientes, iba en el encierro de la despedida de 78

La Punta, Peñuelas, Pastejé, Valparaíso, Jesús Cabrera, Torrecilla, Mariano Ramírez, José Julián Llaguno, Tequisquiapan, Piedras Negras, Mimiahuápam, Javier Garfias, De Santiago, La Laguna, Santo Domingo, Manuel Labastida, Carranco, Jorge Barbachano, Vallumbroso y San Mateo.


146  El toreo entre libros

Paco Camino en la Plaza México y que el sagaz Manolo Chopera no lo supo ver, no obstante que a juicio de don Paco Madrazo, tenía todas las características de ser un toro de vacas. Respecto de La Punta, el autor describe con sinceridad su fundación, ascenso y decadencia y además desmonta algunos mitos, como el del toro Judío, que fue lidiado en la plaza de El Toreo por Domingo Ortega el 27 de enero de 1935, al que la conseja popular atribuye que pesó 800 kilogramos; el autor confiesa que en realidad ese toro dio 610 kilos al llegar a la plaza. Sobre este particular refiere también que cuatro años antes, el 18 de octubre de 1931, José Amorós lidió a Peinero, que al llegar a El Toreo había pesado 632 kilos, aunque nadie se percató de ello. Otra cuestión que aclara es que nunca se hicieron en su ganadería cruces con ganados de Murube. En los años 1945-1946 llegó a México la última simiente española de aquella época y entre lo que se importó venían toros padres de ese origen. La confusión, explica, resulta del hecho de que el maestro Fermín Espinosa Armillita le facilitó para sus vacas a un toro del Conde de la Corte llamado Cocotero, que había importado para su propia ganadería y que viajó junto con ese ganado murubeño. Luego, al referirse al declive de La Punta, deja ver entre líneas que tardó en percatarse del giro que había dado la fiesta en México y la manera de presentar al toro en las plazas. Sumado esto a una reforma agraria mal entendida, se vio forzado a buscar la manera de adaptar el toro de su ganadería a las exigencias de los nuevos tiempos. Así, empadró sus vacas parladeñas con tres sementales de Mimiahuápam que le facilitó don Alberto Bailleres y producto de esos cruces, por ejemplo, resultó Candilejo,79 el toro más pesado que se ha lidiado en la historia del toreo en México. También agrega que a las vacas resultantes de estos cruces –La Punta con Mimiahuápam– las puso con un toro de Carranco en 1977, pero no da a conocer los resultados de tal experiencia.

79

Fue lidiado en la plaza de toros San Marcos, en Aguascalientes, el 5 de mayo de 1972; pesó 736 kilos, fue corrido en tercer lugar y lo estoqueó Fabián Ruiz, quien le cortó una oreja.


El toro. Bravura y linaje  147

El libro se cierra con lo que debiera ser el paso de Francisco Madrazo Solórzano por la ganadería de San Mateo, pero dedica este espacio a escribir una sentida carta abierta a su amigo José Antonio Llaguno García, en la que hace referencia a las vidas casi paralelas de ambos. Sin mayor comentario, transcribo esta triste despedida: Tú nada más me dirás, Antonio, si este grupo sabrá quién fue el Marqués de Saltillo. Tú me dirás si estos señores tienen alguna idea de lo que nuestros padres hicieron para que la ganadería mexicana floreciera… Ya no somos ganaderos de bravo, ni lo seremos jamás. Nuestra vida entre los toros será hoy dispersa, vaga y al poco tiempo olvidada. Me despido de ti con un fuerte abrazo. Abrazo que me lleva a recordar aquellos viejos días de nuestras casas ganaderas…80

A

guisa de remate

El color de la divisa es un libro en el que se plantea, al margen de la anécdota o de la narración de acontecimientos puntuales, parte de la historia de la crianza del toro de lidia en México. Durante varios años fue una obra de referencia muy destacada, pese a su defectuosa difusión y distribución, y hasta que se publicaron los estudios más recientes y profundos sobre la obra de don Antonio y don Julián Llaguno, era una de las pocas fuentes fiables en esta materia. Considero que estamos ante una obra que todo aficionado a la fiesta de los toros debería leer, dado que permite obtener una visión general del estado de la ganadería de lidia mexicana en el último tercio del pasado siglo y facilita la comprensión del estado que guarda actualmente.

80

Páginas 482 a 483.


La legendaria hacienda de Piedras Negras Su gente y sus toros Carlos Hernández González Impretlax Tlaxcala, México, 2012

E ugenio G uerrero La ganadería de Piedras Negras es una pieza indispensable en la composición del paisaje mexicano de la crianza de ganado bravo. Esa importancia la ha obtenido por el respeto rendido al toro y por la tenacidad mostrada durante casi siglo y medio por la familia González para conservar la bravura de los toros ultramarinos y de sus descendientes, en latitudes y pastos mexicanos. Carlos Hernández González, uno de los actuales portadores de esa vocación y tío de su actual propietario, nos cuenta esta historia. El prólogo fue asignado al veterano cronista taurino Valeriano Salceda Giraldés, uno de los instigadores de la obra. Cuenta también con la opinión preliminar del crítico Leonardo Páez, tal vez el principal deudo por el delicado estado de la fiesta. Por su parte, Gastón Ramírez Cuevas, aficionado y escritor taurino de opinión respetada y extensamente aprovechada, ocupa acertadamente el espacio para hablar de la bravura vinculada a Piedras Negras. El libro contiene 10 capítulos, acotados por la Introducción y textos posteriores: Apéndice, Epílogo, Bibliografía y Datos del autor. La portada es la panorámica de la hacienda, reproducida de un óleo de Evangelina Molina. En el primer capítulo, “Historia”, toma el autor el hilo narrativo desde la alianza de los nativos tlaxcaltecas con los invasores españoles en contra de los aztecas, a quienes vencieron; hasta llegar a la narración de los días de la hacienda en el presente siglo. Aquella derrota se acreditó parcialmente a los tlaxcaltecas, lo que significó centurias de escarnio. Aquí no soportamos la tentación de comentar una analogía histórica, no señalada por el autor, de cómo tal distanciamiento originado por aque148


El toro. Bravura y linaje  149

lla alianza bélica, tiene ahora este avatar taurino que se presenta como la frialdad entre Piedras Negras y las empresas, por la preferencia de la bravura sobre la nobleza en la crianza de los toros en esta casa ganadera. Volvamos a escuchar al autor, quien nos conduce siguiendo huellas históricas sobre los terrenos que llegaron a constituir la hacienda de Piedras Negras, a través del devenir de distintos conceptos de la propiedad de la tierra, tanto prehispánicos como virreinales, y de forcejeos entre los grupos interesados a lo largo de los siglos, que derivó en la propiedad de los frailes betlemitas y su éxito regional. El progreso económico de aquellas arideces se debía, entre otros factores, a la importancia geopolítica de la posada de Piedras Negras, administrada por los frailes, y que era parada obligatoria para quienes viajaban en carrozas entre México y Veracruz. Aunque esa posada devino en un emporio, la orden betlemita extendida por toda la Nueva España, trastabillaba al borde de la quiebra por lo que la propiedad tuvo que ser vendida. Luego vino la crisis causada por la guerra de Independencia, que lograron sobrevivir los propietarios de la hacienda. En 1833 llegaron Mariano González Hernández; los pleitos de liberales contra conservadores y las leyes inevitables, así como la pérdida de la mitad del territorio ante los Estados Unidos de América en 1848, que alentó a los liberales para legislar y liquidar los bienes religiosos. Las relaciones laborales que ligaban a los amos con los gañanes eran sensatas, de tal manera que durante la Revolución Mexicana, los peones de Piedras Negras no se incorporaron a las fuerzas beligerantes. Carlos Hernández González, quien en otra obra literaria de su autoría (Sin Sangre, Pajarito. Una novela no apta para taurinos), se enfundó en Pajarito (aquel toro que voló sobre el callejón de la Plaza México y aterrizó en barreras), para hablar en favor de las corridas incruentas, en el segundo capítulo del libro que nos ocupa –“La Vieja”–, aprovechando el mismo fuero literario, se empareda en el casco de la hacienda y habla por ésta, rememorando asuntos que entre los cuixtles parecen abrillantar sus ojos. Hace remembranzas del origen indígena, español y criollo del lugar, así como de la orientación agrícola, silvícola y ganadera de La Vieja, como llama a la querida hacienda. Y sustancialmente vuelve al contenido del capítulo anterior.


150  El toreo entre libros

Pero además, nos ofrece nuevos datos: en 1874 empezaron a pastar toros bravos en la hacienda, no obstante que don Mariano González Fernández, el propietario desde 1833, fuera ajeno a la idea de criar reses bravas. Nombró albacea a uno de sus 13 hijos, quien, de acuerdo con su encargo, otorgó Piedras Negras a uno de sus hermanos, José María González Muñoz. Don Mariano había dedicado la hacienda a actividades pecuarias, pero su hijo, antes de ser el heredero, había construido ya, a hurtadillas, un tentadero. A partir de ese año, 1874, vivo todavía don Mariano, las reses bravas fueron el inicio de tan singular vocación, convirtiéndola en el hierro de la familia. Fue Bernardo Gaviño quien lidió los primeros toros que se mandaron al Huizachal, en el Estado de México. La narración de Carlos Hernández González rompe en los siguientes capítulos y se convierte en un empedrado que nos lleva a un laberinto por Piedras Negras, como lo haríamos en una feria regional, donde sin apercibirnos paseamos otra vez por el mismo andador y volvemos a divertirnos con lo ya visto. Sitios con abundancia de colorido, personajes y anécdotas de relevancia. De visita en la hacienda, en 1904, el torero José García Algabeño sugirió que se tomaran dos decisiones que, afortunadamente, fueron llevadas a término para consolidar la crianza de ganado bravo: la tienta en campo abierto mediante el acoso y derribo y la importación ultramarina de sangre del Marqués de Saltillo. Un par de ideas trascendentales que necesitaron ser ligadas por la vocación de los González para que se erigiera lo que posteriormente fue un baluarte de bravura. También Juan Pérez fue encargado de traer cuatro sementales de España, sin lograrlo por no pactar el precio. Antes, habían abierto un abanico de intentos: en 1888, un toro de Benjumea, sobrero de la Plaza Colón, fue llevado a padrear. Luego, al año siguiente sendos sementales de Saltillo, Veragua y Pérez de la Concha. También tres de Murube, antes de ser lidiados. Todo esto nos recuerda que Piedras Negras era el sitio de ambientación y recuperación de los toros españoles destinados a ser lidiados en las plazas mexicanas. Finalmente, en 1907 llegó un hato que se repartió en cinco ganaderías: Piedras Negras (Lubín González), Zotoluca (Aurelio Carvajal), Coaxamaluca (Carlos González Muñoz), La Laguna (Romárico González) y Ajuluapan (Antonio Zamora). Lubín y Romárico administraron ambas ganaderías,


El toro. Bravura y linaje  151

alianza que con el tiempo obligó a que se consideraran como gemelos y así es como el autor las unió en la historia. Ya con toros bravos seleccionados pastando en las dehesas y embistiendo en los redondeles, se dio otra analogía histórica –¿o la inventamos?–, que liga dos eventos separados por más de 300 años y que tampoco menciona el autor. En 1585, por órdenes del gobernador Gregorio Nacianceno, se armó una expedición de centenares de familias tlaxcaltecas para dirigirse a tierras norteñas y ayudar a integrar el territorio novohispano. Esto es, los tlaxcaltecas se extendieron sobre el territorio para poblarlo. Siglos después –ahora sí nos lo cuenta el autor, aunque omite la fecha–, Lubín González, el entonces patrón de la hacienda, como apoyo a una pareja de hijos fuera de matrimonio, fundó una ganadería fuera de Tlaxcala, en Caltengo, Estado de México, la que en 1930 llegó a otras manos y luego a otras más, hasta que terminó en Puebla, donde se diluyó en la ganadería de Zacatepec, que por su parte, ya tenía aportes de esa sangre, por medio del toro Recobero. Las vacas españolas del Marqués de Saltillo bañaron con sangre pura la ganadería de Piedras Negras. Fueron las madres de los sementales más decisivos que diseminaron la acometividad en Piedras Negras y La Laguna: (1) Garbosa, madre de tres Garbosos; (2) Campanera, madre de Campanero; (3) Conductora, madre de dos sementales Conductores y de la vaca Tabaquera, a su vez, con descendencia notable en toros de lidia y sementales; (4) Cantarera, con dos sementales Cantareros, destinados a La Laguna; (5) Carriona, madre de Carriona, vientre de sementales para Zotuluca y Rancho Seco; (6) Recobera, madre de tres sementales Recoberos, uno de los cuales se incorporó a la ganadería de Zacatepec; (7) Andaluza; (8) la célebre Fantasía, madre de tres Fantasíos y de Vanidosa; (9) Murciana, madre de Murciano, y finalmente (10) Trianera, madre del semental Trianero. La fecundidad de esos 10 vientres pobló con criaturas bravas las dehesas y redondeles de México. Conociendo lo anterior, doña María Laura Villa, viuda de Raúl González y madre del actual patrón, comentó irónicamente que si son las vacas las que transmiten la bravura, ¿por qué nadie corta las cabezas de las vacas para adornar las paredes, sobre todo tratándose de una vaca que ha dado


152  El toreo entre libros

toros extraordinarios? (Esta conversación se registró en la página 81 de la obra de Gabriela García Padilla, Piedras Negras. Bravura con Abolengo). El autor nos recuerda algunos toreros famosos nacidos en Piedras Negras: Manuel González Carvajal (1895-1922), hijo de Romárico González, a quien Rodolfo Gaona le dio la alternativa en 1921. Gabino Aguilar (1911-1944), novillero que sufrió en España el arranque del boicot del miedo. Jorge Aguilar El Ranchero (1927-1981), quien renunció a su primera alternativa de 1949, que hizo definitiva dos años después; triunfador en plazas importantes de América y España; se retiró en 1968 y murió toreando por naturales a una vaquilla en Coaxamaluca. Flavio Aguilar González, novillero nacido en 1929, quien tuvo un inicio promisorio, pero asuntos económicos lo llevaron por otro rumbo de vida. Gabino Aguilar León, quien nació en 1940, fue novillero exitoso, tomó la alternativa en Madrid en 1964 y abrió las puertas grandes en Sevilla y Barcelona, quien después de una exitosa vida taurina, dejó de torear. Gonzalo Iturbe González, buen novillero y matador, toreó poco para después, con su hermano, empezar como ganaderos con el hierro de Yturbe Hermanos. Paco Pavón, nombre taurino del malogrado hermano del autor, quien murió por cornada de un Peñuelas, con sangre de Tepeyahualco y Piedras Negras. También dedica espacio para dejar constancia de las tragedias que han provocado los toros de Piedras Negras. La muerte de Romárico González, el Amo Maco, a las semanas de recibir un puntazo en el lagrimal. El archiconocido Cobijero, que hirió de muerte a Alberto Balderas, a quien no le correspondía lidiarlo. Luego la muerte de Viliulfo González Carvajal, El Amo, durante un coleadero con reses de la hacienda. Otras cornadas que no causaron la muerte, pero que acercaron a la orilla a los heridos: Fernando López el Torero de Canela, Juan Estrada, Manuel Capetillo, Héctor Saucedo, Fernando de los Reyes El Callao y una larga fila de dolientes por los cuernos de los de Piedras Negras. Es emocionante cuando el autor nos lleva a repasar la lista de los grandes triunfos durante 34 años, en la plaza de El Toreo de La Condesa, que se lograron cuando la bravura de los toros de Piedras Negras encontraba un torero capaz de templarla y de trascender la tarde: Ignacio Sánchez Mejías, Rodolfo Gaona, Juan Silveti, Manuel Jiménez Chicuelo, Marcial Lalanda,


El toro. Bravura y linaje  153

Fermín Espinosa Armillita, Alberto Balderas, Silverio Pérez, Luis Procuna, Carlos Vera Cañitas y Lorenzo Garza. Todos ellos cortaron rabos, la mayoría en más de una ocasión, como en el caso de Gaona, quien llegó a nueve o Armillita quien cortó 11. ¡Once rabos de toros de Piedras Negras! La ganadería de La Laguna también tuvo tardes brillantes con las que iluminó la plaza de El Toreo de La Condesa. Cortadores de rabos fueron: Luis Freg, Ignacio Sánchez Mejías, Juan Silveti, Joaquín Rodríguez Cagancho, Heriberto García, Fermín Espinosa Armillita, Paco Gorráez, Jesús Solórzano, Alberto Balderas, Lorenzo Garza y Silverio Pérez. En esta plaza también Armillita fue el máximo triunfador, con siete rabos. Sin dar mucha información, Carlos Hernández nos cuenta que en la Plaza México se han cortado 14 rabos de ejemplares de Piedras Negras y de La Laguna. Entre esos trofeos sobresale el de Fermín Espinosa Armillita a Nacarillo el 15 de diciembre de 1946, aquella tarde de los 27 naturales templados, alternando con Manolete y El Calesero. Después de Timbalero y Mariano Ramos (21 de marzo de 1982), solo se han toreado cinco corridas y una novillada de Piedras Negras en la Plaza México. Las estadísticas ofrecidas al final de la obra ameritan largas tertulias para descargar sus tesoros. El “Epílogo” es un acta de la catástrofe ecológica activada por la entrega del 95% de la superficie de la hacienda, para un corredor industrial que aún no justifica su costo histórico. En tan solo 229 páginas, y unas 90 fotografías, Carlos Hernández González nos cuenta amenamente la historia de cinco siglos de la hacienda de Piedras Negras y casi dos de los González como sus propietarios. Quinientos años que se leen en dos jornadas y que están expuestos en episodios apretados, como los machos de una taleguilla; aun así, nos dejan divisar el señorío de tan singular familia. Hay en esas páginas un anecdotario docto, sabroso, ilustrativo y emotivo, que no se puede reseñar en tan corto tiempo. No obstante, su lectura es suficiente para sintetizar la odisea de los González, concluyendo que “criar ganado de lidia es preservar la bravura, no buscar el trapío dócil”. Lo que a su vez, nos refuerza la aseveración de que “torear es templar la bravura, no aprovechar el viaje”. Piedras Negras aporta su sangre brava para que se produzca el toreo auténtico, templado; nada más y nada menos.


Cornadas al viento C. Madrazo (Carmen Madrazo Solórzano) Impresos Labra Primera edición Guadalajara, México, 1990

J uan A ntonio La

de

L abra

emoción de la nostalgia

Escribir una reseña literaria de este libro me provoca diversos sentimientos. Y esta sensación no solamente proviene de la lectura de una obra escrita por mi madre, sino por el trasfondo psicológico que entraña la historia de mi abuela, María Luisa Solórzano Dávalos (Morelia, 1906), y las tres décadas que vivió en una de las mejores ganaderías que han existido en México: La Punta. En la redacción de Cornadas al viento (libro prologado por el maestro Marcial Lalanda) subyace la emoción de la nostalgia y el talante evocador de una época que hace mucho tiempo dejó sus días más alegres en el calendario. No recuerdo de quién surgió la idea de que esas memorias quedaran en blanco y negro; pero sí recuerdo, y con nitidez, las horas que mi abuela, en el ocaso de su vida, se sentó a grabar sus recuerdos del campo bravo –y al hablar de La Punta, el decir campo bravo no es un eufemismo bucólico–, delante de mi callada presencia. De hecho –y se lo agradezco con el corazón– en las primeras líneas del libro dice así: “VA POR USTEDES… y por mi nieto Juan Antonio, quien es el más taurófilo de todos mi nietos…”. Y me gustaría enlazar esta frase con la dedicatoria que mi mamá me escribió en tinta azul en la primera edición, que data de 1990: Juan Antonio: Se puede decir que este libro fue escrito para ti; tu abuela disfrutaba el que tú la hicieras revivir su pasado en la ganadería. 154


El toro. Bravura y linaje  155

Nunca la olvides y reza por ella. Y como ella dijo: “…va por mi nieto Juan Antonio…”, yo la secundo y digo lo mismo al dedicarte este libro. Con todo mi amor, de tu mamá, octubre de 1990.

Aquí está inmersa la carga moral que tantas veces, abrumado por la mediocridad del medio, me vuelve a ilusionar para seguir adelante con mi carrera de periodista taurino. De esta guisa, ustedes perdonarán si de pronto me pongo un poco melancólico al contarles de qué va la historia de Cornadas al viento, que ciertamente no fue el libro que muchos aficionados y taurinos esperaban leer sobre la ganadería de La Punta, sino los jirones de la lúcida memoria de mi abuela María Luisa, en esos años en que ella fue el pilar que sostuvo aquella magnífica finca que alguna vez había pertenecido al mayorazgo de Ciénega de Mata, el bastión de los Rincón Gallardo. En Cornadas al viento no está contada la trayectoria taurina de la ganadería de La Punta, sino las vivencias con las que se puede reconstruir la historia de la familia Madrazo; las semblanzas de mi abuelo Paco y de su inseparable hermano, Pepe Madrazo. Pero también de mi tío Paco, el hermano de mi madre, al que se le quedó en el tintero –la obligación era suya– haber escrito el otro libro de La Punta, aquel que hubiese referido la importancia ganadera, genética y taurina de esta emblemática divisa y de un encaste con sello propio que, tristemente, en sus manos se fue perdiendo hasta desaparecer por completo. Así que en Cornadas al viento aparecen los recuerdos de esos años que confirieron prestigio a esta casa ganadera, donde la esmerada atención de María Luisa al visitante, el orden, la disciplina y el armonioso trabajo de los amos –como todavía se les llamaba– con sus numerosos empleados, era una sinfonía de respeto y señorío. Tal vez ahí estriba la verdadera importancia de la labor de mi abuela en La Punta, lo que queda reflejado en las páginas de este precioso libro escrito al calor de la nostalgia. Y parafraseando al gran escritor jalisciense amigo de mi abuela, don Agustín Yáñez, de aquellas tierras flacas –y perdidas, añadiría yo– el terrible dardo de la injusticia que hirió a María Luisa Solórzano en lo más hondo de su ser, sobre todo después de lo que,


156  El toreo entre libros

con inmenso cariño, había hecho por un rancho, una torada, una casa y aquella familia. El relato de mi abuela está enriquecido con las aportaciones que hace mi madre sobre determinados temas, mediante citas puntuales, escritas en cursivas para diferenciar las voces de ambas, en un afán por dar un mayor contexto y énfasis a los recuerdos. Y así, de una manera diáfana y refinada, al más puro estilo literario de C. Madrazo, como firmó mi madre todos los libros que escribió, la historia de Cornadas al viento nos revela los aspectos humanos de La Punta, esos que la hicieron tan majestuosa como los triunfos que propiciaron sus toros negros, que la encumbraron prácticamente desde el día de su debut en El Toreo de la Condesa, en agosto de 1924. Para dejar constancia de lo dicho, vale la pena citar el remate de esta obra, tan sencilla en su forma y tan profunda por dentro, donde queda reflejada la intensidad de unos recuerdos en los que se entreveran las emociones de dos mujeres que vivieron intensamente sus años maravillosos en La Punta. Y en el último párrafo, donde refieren haber acudido a la ganadería como invitadas, y ya no como señoras de aquella casa, mi madre escribió estas líneas: Al estar en la placita de toros, vi los hermosos árboles que daban sombra refrescante y acogedora. Sus enormes ramas cubrían el callejón y un tercio del redondel. Ahora también dan sombra esos mismos árboles, pero la sombra que antes se veía esplendorosa, ahora se ve sombría. Antes en La Punta había señorío. Ahora sólo hay soledad.


LA HISTORIA



La fiesta brava en México y en España Heriberto Lanfranchi

Editorial Siqueo 1971, Tomo 1 y 1978, Tomo 2 México, D.F.

M iguel L una P arra Esta obra se encuentra integrada por dos grandes tomos que suman en su conjunto 800 páginas. El primer volumen se terminó de imprimir el 29 de mayo de 1971 y se publicaron 1,000 ejemplares; el segundo tomo vio la luz el 22 de mayo de 1978, con el mismo tiraje. C omentarios

generales

Estamos ante una obra monumental, indispensable para cualquier investigador o aficionado ávido de conocer la historia del toreo en México. Su magnitud ameritaría dedicarle un comentario mucho más extenso y profundo, pero la limitación del espacio del que disponemos no nos lo permite. En primer término hay que tomar en consideración que posiblemente esta obra, esencialmente de consulta, sea el instrumento más valioso y útil que se ha escrito en México en materia taurina; porque una vez que el lector ha localizado la información que busca, sin duda se adentrará en la cultura y la historia que el libro contiene y le será muy difícil dejarlo. La historia del toreo se presenta en forma de anales que respetan estrictamente el orden cronológico, lo que permite disfrutar plenamente de su lectura y localizar con facilidad cualquier dato histórico o algún detalle específico. No solamente describe acontecimientos taurinos sino también hechos políticos, económicos y sociales que han influido trascendentalmente en la fiesta de los toros, tanto a favor de ella (temporadas triunfales, festividades, ferias y fechas tradicionales), como también factores en contra (prohibiciones, asesinatos, accidentes, boicots, desastres naturales, etcétera). 159


160  El toreo entre libros

Las numerosas y espléndidas imágenes que contiene la obra permiten imaginar el ambiente y las circunstancias de la fiesta de toros a lo largo de su evolución. Por su parte, los cuadros estadísticos de cada temporada resultan de gran utilidad, y las crónicas de cada corrida son muy claras y objetivas, y están narradas con notable imparcialidad.

T omo 1 P rólogo El prólogo de la obra es de Eleuterio Martínez –considerado el primer bibliófilo taurino de América–, quien describe la obra y menciona los recuerdos de su juventud relacionados con los grandes toreros de fines del siglo xix y principios del xx. También ratifica la fecha del 24 de junio de 1526 como la de la primera noticia de alguna corrida de toros celebrada en México. Considera a esta obra como un gran paso para alcanzar la más verídica historia de la fiesta de los toros en nuestro país. A solicitud del autor, Eleuterio Martínez redactó una breve descripción de la Unión de Bibliófilos Taurinos, cuyo nacimiento tuvo lugar el 11 de mayo de 1954. Desde entonces, la Unión ha publicado un gran número de títulos y de reimpresiones de obras agotadas. Finalmente, menciona a los prestigiosos escritores taurinos que formaban parte de la Unión, que tenía representación de miembros activos en España, México, Francia, Italia, Portugal, Inglaterra, Estados Unidos, Venezuela, Perú y Marruecos. A dvertencia

previa

El autor menciona que en repetidas ocasiones había sentido la necesidad de redactar un libro, lo más completo posible, sobre los acontecimientos taurinos que han tenido lugar en México, y expresa su esperanza de que su obra sea capaz de satisfacer esa necesidad. Enseguida menciona una serie de libros de historia de mucha calidad, pero que tratan temas parciales, como biografías o textos sobre épocas determinadas. En el libro se narra brevemente lo sucedido desde la llegada de los españoles a nuestras tierras en 1519, hasta la primera corrida celebrada en este territorio, siete años después. Cabe precisar que el libro de Lanfranchi no se


La historia  161

limita a México, ya que por el paralelismo y la influencia de lo que sucedía en España, resulta inevitable realizar comparaciones entre lo que sucedía en ambos lados del océano durante los cuatro siglos y medio del periodo colonial. El autor también agradece la cooperación y el apoyo que le prestaron diversos personajes para la elaboración de la obra. La lectura del prólogo y la advertencia previa motivan al lector al reconocimiento y al aprecio de los libros de toros y de las agrupaciones que los promueven para bien de la fiesta brava. Esta afición del autor por los libros de toros contribuyó de manera decisiva al nacimiento de Bibliófilos Taurinos de México en 1984 –seis años después de publicada esta obra–, de la que Heriberto Lanfranchi fue uno de los fundadores. P rimera

parte .

G eneralidades

En el capítulo “Evolución de las corridas de toros” se describen los antecedentes del arte de lidiar toros bravos, y los cambios y transformaciones que ha experimentado a través de la historia. El autor hace un paréntesis en su ilación histórica para presentar los “Principales tratados taurinos publicados en España de 1551 a 1836”, que integran las normas de la técnica taurina. S egunda

parte .

É poca

colonial

Para este comentario, únicamente haremos referencia a acontecimientos trascendentales en la evolución de la historia del toreo, sin incluir las sabrosas descripciones de los festejos taurinos más celebrados o más bochornosos que se describen en la obra. De la época colonial destacan algunos acontecimientos notables, como la primera noticia de una corrida celebrada en la Ciudad de México y otros hechos históricos que dieron lugar a la celebración de festejos taurinos, tales como las celebraciones de la familia real de España, las llegadas de nuevos virreyes a la Nueva España, o las fechas conmemorativas, como el día de San Hipólito –13 de agosto–, en el que se celebraba la caída de la gran Tenochtitlán, que tuvo lugar el 13 de agosto de 1519.


162  El toreo entre libros

Por otro lado, se mencionan también grandes periodos en los que se dejaron de dar corridas de toros, ya fuera por la llegada de virreyes antitaurinos que establecieron prohibiciones temporales, o por otros motivos, como lutos por muertes en la familia de los reyes, conflictos sociales o militares, grandes inundaciones, prolongadas epidemias, devastadores incendios u otros fenómenos naturales adversos. De esta segunda parte –dividida en cuatro capítulos referidos a los siglos de la época colonial– glosamos algunos hechos relevantes: El

siglo

XVI

En una fecha tan temprana como 1577, ya existía el afeitado en las reses a lidiar. Por otro lado, en 1598 se dio el primer paso para cobrar la entrada a los espectadores y convertir a las corridas de toros en un espectáculo público de carácter “profesional”. El

siglo

XVII (1601–1700)

El libro presenta dos planos elementales del centro de la Ciudad de México, uno de 1610 y el otro de 1969, para fines comparativos. Se incluyen algunas láminas de Gregorio de Tapia y Salcedo (Madrid, 1643), que ilustran su tratado Ejercicios de la jineta. El

siglo

XVIII (1701–1800)

En 1733 en Sevilla se hace referencia por primera vez, en las cuentas de una corrida, a un torero de a pie: Miguel Canelo. En 1743 se construyó la primera plaza permanente que existió en Madrid. Durante ese siglo, las plazas más activas en la Ciudad de México fueron El Volador y San Diego y en los últimos años, la de San Pablo. En 1769 el virrey Carlos Francisco de Croix, marqués de Croix, dictó severas medidas para evitar desórdenes en los espectáculos taurinos. Se presentan también documentos referentes a la temporada que se celebró en la Ciudad de México en 1770 y a los costos de algunas corridas celebradas en 1788.


La historia  163 El

siglo

XIX (1801-1821)

En 1801 Miguel Hidalgo y Costilla era dueño de las haciendas de Jaripeo, Santa Rosa y San Nicolás, en las que se criaban toros bravos. En 1815 el virrey Félix María Calleja publicó un reglamento con 15 artículos, que buscaba el buen orden y la más grande alegría y diversión en los festejos taurinos. T ercera

parte .

M éxico

independiente

Una vez consumada la Independencia de México en 1821, la obra hace referencia tanto a los periodos con numerosos festejos taurinos, como aquellos otros en los que no se celebraban corridas de toros, principalmente por guerras y prolongadas prohibiciones. 1822–1850

En 1822 el general Luis Quintanar, jefe superior interino de la provincia de México, publicó el primer reglamento taurino posterior a la Independencia, que contenía solamente ocho artículos que pretendían evitar desmanes del público. En 1833 se terminó la reconstrucción de la plaza de San Pablo. En 1836 se publicó en Madrid la Tauromaquia completa de Francisco Montes Paquiro. 1851–1867

Entre 1851 y 1860 se celebraron numerosas corridas en la plaza de San Pablo y en la recién inaugurada del Paseo Nuevo, en las que continuamente actuaba el torero español Bernardo Gaviño, quien se convirtió en el gran ídolo de la afición y en maestro de un considerable número de matadores. En aquella época se presentaba el deplorable espectáculo de peleas entre toros, osos y otros animales, así como ascensiones de globos aerostáticos, toros embolados, etcétera. La presencia de jefes de gobierno era muy común en aquellos festejos y sus onomásticos se solían festejar con corridas de toros. El 26 de septiembre de 1852 se publicó la primera crónica taurina de un festejo celebrado en México bajo el título de fiestas de cuernos, en el número 1367 de El Siglo xix.


164  El toreo entre libros

Largas temporadas transcurrieron sin festejos taurinos a causa de la caótica situación política del país, pero el 7 de diciembre de 1867 el entonces presidente Benito Juárez decretó la prohibición las corridas de toros en el Distrito Federal. 1868–1886

Dicha prohibición motivó que la plaza del Paseo Nuevo fuera demolida en 1863, aunque en esa época se dieron corridas en las plazas de Tlalnepantla y del Huizachal, ubicadas en el Estado de México, cerca de la capital. Felizmente, el 29 de noviembre de 1886, el presidente Porfirio Díaz derogó el artículo que desde hacía casi 20 años prohibía los festejos taurinos y de inmediato se desató la más grande euforia en la historia del toreo en México. 1887–1900

Entre febrero de 1887 y enero de 1888 se construyeron en la Ciudad de México ¡cinco plazas de toros!, que estaban muy cercanas entre sí y que presentaron un gran número de festejos que a menudo provocaron fenomenales broncas, tanto por la escasez de bureles apropiados como de matadores con destreza. Si bien se presentaron espectáculos magníficos, los fracasos motivaron otras tres prohibiciones –una de tres años y medio y las otras dos no muy prolongadas–, por lo que los cinco cosos taurinos acabaron siendo demolidos durante los siguientes años. La plaza que más tiempo sobrevivió fue la de Bucareli, que fue demolida en 1899, debido a que el 15 de abril de ese año había fallecido su constructor, el empresario, matador de toros y gran ídolo de la afición, Ponciano Díaz. En marzo de 1887 se presentó el torero español Luis Mazzantini, primero en la ciudad de Puebla y unos días después en la Ciudad de México. En abril de ese mismo año se celebró la primera corrida nocturna en la Ciudad de México y en mayo se trajeron a México por primera vez toros españoles, con la intención de lidiarlos en una corrida.


La historia  165

En 1894 se publicó un nuevo reglamento taurino, que ya marcaba la diferencia entre toros y novillos, así como entre matadores con alternativa y sin ella. En diciembre de 1899 se inauguró la plaza México de La Piedad. El

siglo

XX

1901–1919

Las corridas de toros ya eran muy semejantes a las de nuestra época. La plaza México de La Piedad permaneció en pie hasta 1914, cuando ya no pudo soportar la rivalidad y competencia de una nueva plaza: El Toreo de la Condesa, que se había inaugurado en 1907. Casi todas las más grandes figuras actuaron en El Toreo y este coso fue el escenario de una de las más brillantes épocas del toreo en México, hasta que en 1916 Venustiano Carranza prohibió nuevamente las corridas de toros en el Distrito Federal. 1920–1935

Esta nueva prohibición perduró hasta el 16 de mayo de 1920, unos días después de la muerte del presidente Carranza y casualmente el mismo día de la muerte de Joselito Gómez Ortega Gallito en Talavera de la Reina. Estos años marcaron la continuación de la época de esplendor de la historia del toreo en México, con la celebración de muchas corridas y con triunfos memorables de las grandes figuras del momento. El 4 de noviembre de 1928 se publicó por primera vez el añorado semanario taurino El Redondel. En abril de 1934 se presentaron en España los primeros brotes de inconformidad contra la actividad de toreros mexicanos en la Península. En la página 400, con la crónica de la corrida celebrada el 3 de mayo de 1936, concluye el primer volumen de esta obra.

T omo 2 1936–1943

En abril de 1936 estalló el boicot en contra de los toreros mexicanos en España, por lo que desde aquel año y hasta 1944, se dieron varias temporadas muy exitosas en El Toreo de la Condesa, sin la participación de


166  El toreo entre libros

toreros españoles. Durante la temporada 1938-1939, se presentó un serio conflicto entre ganaderos y toreros mexicanos. 1944–1969

El 5 de febrero de 1946 se inauguró la monumental Plaza de Toros México y en mayo de ese mismo año, la plaza de El Toreo de la Condesa presentó su última corrida. En abril de 1946 se publicó un decreto que prohibía la celebración de más de dos corridas de toros a la semana en la Ciudad de México. En octubre de ese año se presentaron los primeros brotes de fiebre aftosa en la República Mexicana. En noviembre de 1947 se inauguró la plaza de El Toreo de Cuatro Caminos y desde entonces hasta 1966 en repetidas ocasiones se dieron festejos simultáneos en las dos grandes plazas existentes en el área metropolitana de la Ciudad de México. El 14 de febrero de 1947 un grupo de toreros españoles rompió el convenio taurino hispano-mexicano, por lo que los toreros mexicanos dejaron de torear en España y los españoles en México. El conflicto se arregló el 28 de mayo, pero el 21 de junio se volvió a romper, hasta que se logró un nuevo arreglo el 25 de febrero de 1951, con la celebración de la Corrida de la Concordia en la Plaza México, a partir de la cual los toreros de un país podían actuar libremente en el otro. El 2 de octubre de 1957 se rompieron nuevamente las relaciones taurinas entre México y España; este nuevo conflicto se arregló cuatro años después, el 22 de noviembre de 1961. Sin embargo, problemas sindicales con la Unión de Picadores y Banderilleros y con la Unión de Matadores de Toros y Novillos, impidieron la celebración de corridas de toros y la actuación de algunos toreros mexicanos en España, del 27 de noviembre de 1966 al 15 de enero de 1967. A péndice 1970–1975

En este adéndum se presenta una síntesis de los hechos más relevantes referidos a los festejos taurinos celebrados durante esos seis años.


La historia  167

C uarta D atos

parte

biográficos

En esta sección, el autor proporciona a sus lectores útiles listados con la siguiente información: •• Matadores y novilleros mexicanos del siglo xix. •• Banderilleros y picadores mexicanos del siglo xix. •• Matadores españoles del siglo xix que torearon en México. •• Novilleros españoles del siglo xix que torearon en México. •• Matadores mexicanos del siglo xx que confirmaron alternativa en la Ciudad de México. •• Matadores mexicanos que no confirmaron alternativa en la Ciudad de México. •• Novilleros mexicanos que torearon más de 10 veces en plazas importantes de la Ciudad de México. •• Principales subalternos mexicanos del siglo xx. •• Víctimas del siglo xx. Novilleros y subalternos. •• Matadores españoles que han toreado en la Ciudad de México (siglo xx). •• Matadores de otras nacionalidades que han toreado en México (siglos xix y xx). Q uinta

parte

Incluye información relativa a: •• Ganaderías de toros de lidia y principales plazas de toros. •• El toro de lidia en México. •• Ganaderías por estado de la República y ganaderías que ya no existen.


168  El toreo entre libros

•• Principales plazas de toros en la República Mexicana. •• Ganaderías españolas y portuguesas que mandaron toros a México (1887-1946). •• Toros españoles y portugueses lidiados en México (siglos xix y xx). •• Ganaderías españolas que mandaron vacas y sementales a México (siglos xix y xx). S exta

parte

Se incluyen datos relativos a: •• La lidia no ordinaria. •• Rejoneadores que han actuado en México, por nacionalidades (siglo xx). •• Toreo femenino en México, por nacionalidades (siglo xx). •• Toreo cómico en México (siglo xx). A péndices

Despliega información sobre: Historia de la Oreja de Oro en México. Historia de la Oreja de Plata en México. Principales libros de toros publicados en México (1887-1975). Se presenta un listado de aproximadamente un centenar de obras, que constituye una invaluable información para investigadores y bibliófilos. A nexo 1975-1977

Se incluyen cinco páginas sueltas que contienen la descripción de acontecimientos, corridas y novilladas que tuvieron lugar de mayo de 1975 a junio de 1977. También aparece una fe de erratas y una lista de efemérides taurinas mundiales.


La historia  169

O bservaciones En su advertencia previa, el autor confiesa que ha ofrecido a sus lectores la mayor cantidad de los materiales que logró recopilar; sin embargo, sabemos que ha guardado en su poder un enorme cúmulo de documentos que se podrían publicarse para continuar y actualizar esta obra y engrandecer aún más la información integral sobre el toreo en México. La parte medular de la obra se refiere a historia y es deseable su actualización con los festejos taurinos celebrados a partir de junio de 1977, fecha de cierre de esta obra. La temática de otros capítulos obliga también a su actualización, como sucede con los datos biográficos y las plazas de toros, algunas de las cuales han sido demolidas desde entonces, mientras que otras se han construido recientemente. Cabe puntualizar que esta obra monumental prácticamente no toca la historia taurina de otras ciudades de la República Mexicana, ni de otras ciudades españolas aparte de Madrid. Tampoco hace referencia al resto de los países taurinos del mundo y, aunque sería mucho pedir, hubiera sido deseable que lo hiciera. El capítulo V de la cuarta parte del segundo tomo, titulado “Matadores mexicanos del siglo xx que confirmaron alternativa en la Ciudad de México”, incluye los datos biográficos de cada uno de estos diestros, así como las fechas de sus presentaciones como novilleros, de su alternativa y de su confirmación. Por otro lado, hubiera sido más conveniente que en lugar de presentar los percances más graves de estos toreros, se destacaran sus mejores actuaciones y sus triunfos memorables. En la página 386 del Tomo 1 se presenta una fotografía del toro llamado Judío, de la ganadería de La Punta, que se presentó en el ruedo el 27 de enero de 1935 y del que se dice que ha sido el toro más pesado que se ha lidiado en México, con 803 kilos sobre los lomos. A este respecto, sin embargo, el ganadero Paco Madrazo ha aseverado que en realidad pesó menos, aproximadamente 640 kilos. Aunque no existe la obra perfecta, a pesar de la extensión de La fiesta brava en México y en España, es prácticamente imposible encontrar error cronológico alguno, ni tampoco de redacción o de ortografía, por lo que


170  El toreo entre libros

su rigor y veracidad generan una gran confianza en el lector exigente. Cabe mencionar que en la fe de erratas del Anexo 1975-1977 solamente se consignan ¡cuatro errores! Sin embargo, para facilitar la localización de cualquier dato, habría sido muy conveniente realizar un índice onomástico de toda la obra. C onclusión

final

Se trata de una obra extraordinaria cuya veracidad y rico contenido la han convertido en un documento de consulta de gran importancia para todos los aficionados e investigadores de la fiesta de los toros, y que ha sido fundamento de un gran número de investigaciones y publicaciones posteriores referentes a muy diversos temas, principalmente el de la historia del toreo en México.


La pantorrilla de Florinda y el origen bélico del toreo José Alameda

Editorial Grijalbo México, D.F., 1980

M ario U rosa El autor, Carlos Fernández Valdemoro José Alameda, nació en Madrid, nada menos que en la calle de Goya, el 24 de noviembre de 1912. Su formación intelectual se gestó en tiempos de la Segunda República, con una fuerte influencia de la Generación del 28. Las circunstancias de la vida lo llevaron a París y fue en la Sorbona donde cursó la carrera de Derecho, profesión que nunca ejerció. En 1940, en pleno conflicto mundial, se trasladó a Londres por poco tiempo y de ahí cruzó el Atlántico hacia Nueva York, como escala antes de llegar a México, donde se estableció para el resto de su fructífera vida. Pese a ser nieto de un aristócrata –el Marqués de Navas– e hijo de un republicano, José mostró una marcada preferencia por el bando de su padre. Una vez que llegó a México comenzó a ejercer el oficio de periodista taurino, firmando sus escritos con el pseudónimo de José Alameda, con el que fue conocido hasta su muerte, en el año de 1994, aunque se le solía llamar Pepe Alameda. Fue autor de numerosas obras taurinas, como Los heterodoxos del toreo, Los arquitectos del toreo moderno, Crónica de sangre, etcétera. Tuvo a su cargo las columnas taurinas de los diarios El Universal y El Heraldo de México y también se desempeñó como cronista y narrador de corridas de toros tanto en la radio como en la televisión. Indudablemente, Pepe Alameda fue el pilar sobre el que erigió el periodismo taurino actual. La pantorrilla de Florinda y el origen bélico del toreo –obra dedicada al periodista Jacobo Zabludowsky– es una obra dividida en 11 capítulos y 171


172  El toreo entre libros

cada capítulo está dedicado de manera especial a importantes personajes del ámbito empresarial y periodístico de México y España. La

gran laguna

Este primer capítulo es el más importante de la obra y en él plantea el autor una hipótesis sobre cómo fueron los inicios del espectáculo taurino. Comienza formulándose un par de preguntas fundamentales: ¿por qué el toro, que surgió de forma silvestre en la naturaleza, fue desapareciendo de todas partes menos de España?, y ¿por qué siendo toda la Europa mediterránea tan similar en su agricultura, ganadería y cultura en general, solamente se conserva al toro en la Península Ibérica? Si no hay una diferencia material que lo explique, tiene entonces que existir alguna circunstancia histórica. Menciona que al pretender explicar los orígenes del toreo, los historiadores han cometido dos grandes errores; el primero consiste en la afirmación de una importante influencia musulmana. Según el autor, este argumento cae por su propio peso cuando consideramos que los árabes nunca antes habían practicado ningún tipo de juegos taurinos antes de la conquista de España, ni tampoco lo hicieron en alguna de las tierras que habían conquistado, como tampoco lo hicieron después de la reconquista de 1492. El segundo gran error consiste en pensar que el toreo tiene su origen en las culturas antiguas con vestigios de tradiciones o ritos donde se utilizaban toros, como los egipcios o los griegos. Menciona el autor que esto tan solo demuestra que el toro, como especie, existía en muchos sitios del mundo antiguo. Asimismo, afirma que el toro solo no es el toreo, ya que esta práctica consiste en un ejercicio y un arte que adquirieron su forma mucho tiempo después. Alameda sitúa este momento clave a principios del siglo viii, con la invasión árabe encabezada por Tarik, quien derrotó a Don Rodrigo, el último rey godo, en la batalla de Guadalete. Es decir, 10 siglos antes del inicio del toreo a pie. Los árabes pretendían seguir avanzando hacia el resto de Europa, pero fueron detenidos por Carlos Martell, rey de Francia, en la batalla de Poitiers en el año 732.


La historia  173

La

paralización del

M editerráneo

Detenidos los árabes, que no vencidos, se quedaron en España y con esto, según Alameda, se paralizó el mar Mediterráneo –por el que habían circulado desde siempre el comercio y la cultura–, al no ser dominado por nadie, ni por los europeos ni por los árabes. Esta circunstancia trajo consigo una consecuencia muy importante: el feudalismo. Con la época feudal la economía del viejo continente se enrareció, se replegó y se redujo fundamentalmente a la agricultura. Pero en España la vida no quedó tan paralizada, tan feudalizada, porque España vivía en guerra y la guerra siempre implica dinamismo. Éste es el momento en el que comenzó la historia del toreo. En esta larga, larguísima guerra de ocho siglos, también hubo largos periodos de tregua y en éstos, cuando no había con quién pelear, la caballería de ambos bandos buscaba mantenerse ocupada y en forma. No tuvieron que ir muy lejos para encontrar la manera de lograrlo, pues ahí tenían al toro, que habitaba en gran parte de la Península Ibérica. Ya incluso en la época de Alfonso VI hay testimonio de estas prácticas. De haber caído España en el estado sedentario agrícola en el que vivía el resto de Europa, se habría tenido que eliminar al toro, como se eliminó al lobo. Por eso es que en Italia, Egipto y Grecia, el toro solo existe hoy en día en sus mitologías. Ochocientos años después, una vez liberada la península del yugo musulmán, la semilla del toreo germinó y fueron los aristócratas y los guerreros de a caballo los que continuaron con la práctica de luchar con bureles. Lo hicieron en las plazas públicas cada vez que celebraban algo importante, y aunque no fuera importante, siempre encontraban un motivo para jugar con el toro. Ya no fue como antes, cuando atacaban al cornúpeta con lanzas; la nueva época impuso el uso de un nuevo instrumento agresor: los rejones. En esta época el toreo era elitista, ya que lo realizaban únicamente las personas que poseían un caballo, por lo que los caballeros aristócratas fueron los personajes estelares de este periodo. De esta época es la leyenda de don Juan de Tarsis Peralta, conde de Villamedina, afamado rejoneador, poeta y galán, célebre por burlar astados y


174  El toreo entre libros

abusando de su suerte, según cuentan, lo hacía también con su rey, lo que seguramente fuera el motivo del accidente que le causó la muerte en 1622. Fue en el año de 1700, con la llegada del primer rey Borbón, Felipe V, de origen francés, cuando la aristocracia comenzó a alejarse de la tauromaquia y fue el pueblo el que retomó las prácticas taurinas por parte de los otrora mozos y sirvientes de los caballeros, que bastante práctica tenían en los quehaceres de asistir a sus señores en las faenas del rejoneo. En aquellos tiempos la fiesta taurina ya había enraizado profundamente en el pueblo hispano y fue con la llegada de estos nuevos protagonistas, héroes paridos por el vulgo, cuando las corridas de toros se hicieron realmente populares en todo el reino. En esta nueva etapa empezaron a erigirse los primeros escenarios construidos ex profeso para la práctica del toreo y también se escuchan ya los primeros nombres de los toreros jarifos y populacheros que ahora venían armados con un estoque, dejando de lado ya los rejoncillos que de poco servirían para la nueva forma de torear. Resumiendo brevemente las tres etapas de la evolución del toreo, podemos decir que: 1. En sus orígenes se utilizó al toro solamente como instrumento de entrenamiento para la guerra, usando lanzas y sin ánimo de espectáculo. 2. Se utilizó al toro para las fiestas, como espectáculo ecuestre restringido, solamente para la aristocracia y utilizando rejones en vez de la lanza. 3. Las corridas de toros se hicieron realmente populares; comenzó el toreo a pie y para su ejecución el estoque fue el instrumento fundamental. Respecto del toro, el elemento central de toda esta historia, Alameda nos dice que existen datos de cómo fue que se hicieron de ellos los caballeros para sus ejercicios de entrenamiento, aunque no es difícil de suponer que eran los soldados, que arreando al ganado silvestre lo llevaban hasta los sitios donde deberían cumplir con su función y morir lanceados por los hombres de armas. Pero en algún momento de esta historia el asunto ganadero se comenzó a formalizar y unos de los primeros ganaderos de los que se tiene noticia fueron nada menos que reyes de la casa Austria, desde Felipe III hasta Carlos II. Pero fue también con la llegada del toreo a pie,


La historia  175

que comenzaron a formarse las famosas castas fundacionales: Vazqueña, Navarra, Jijona, Cabrera y Vistahermosa. Y comenzó a transformarse el toro mismo; ya no era igual el toro primitivo y silvestre, que el toro de “potrero” o de “serrado” y seleccionado por la mano del hombre. Como colofón a este capítulo, Alameda nos cuenta la leyenda que le da el título a esta obra, refiriendo que el rey Rodrigo se encontraba en sus aposentos reales cuando divisó a un alegre grupo de jóvenes y guapas doncellas que jugaban alegremente a la vera de un río. El rey mostró interés en una de ellas, llamada Florinda, que era la de más gracia y belleza, por lo que el joven monarca quedó prendado de sus encantos. Dio la casualidad que la bella Florinda era hija nada menos que del gobernador de Andalucía, a quien no le gustó nada que don Rodrigo sedujera a su amada hija. Por este motivo traicionó a su monarca y al reino, al permitir el paso de los moros por el territorio que él gobernaba, comenzando así una historia que duraría 800 años. La

voz de los toreros

En este capítulo, dedicado al periodista español Vicente Zavala, el autor hace un recuento de recuerdos y anécdotas vividas con cinco figuras históricas del toreo. De Gallito recuerda que siendo muy niño se topó con él en una caseta de la feria de Sevilla. De Rafael El Gallo rememora una entrevista que le hizo, también en Sevilla, plagada de mentiras que únicamente El Gallo era capaz de creer. Del gran Juan Belmonte, el de Triana, refiere su hablar despacioso y pausado, tal como su toreo. Menciona también la fuerte personalidad de Rodolfo Gaona, y de Manolete nos dice que ambos coincidían en que la faena del Monstruo a Espinoso de Torrecilla, quizá haya sido la mejor de su vida. T oreros

graves y toreros leves

Este capítulo, dedicado a Alberto Bailleres, inicia con un fuerte cuestionamiento a la prensa taurina, a la que divide en dos: la que analiza y considera los valores del toreo, y la que critica y ejerce un terrorismo insultante. Sobre los toreros graves y los leves, no deja muy clara la diferencia, aunque menciona que de los graves están llenos los libros taurinos. Y de los


176  El toreo entre libros

leves, dice que cuando torean, levitan, se separan del suelo. Y entre ellos menciona a Pepe Luis Vázquez, a Manuel Jiménez Chicuelo y al mexicano Pepe Ortiz. Al parecer esta división obedece a la eterna discusión que ha prevalecido sobre las escuelas rondeña y sevillana; es decir, el toreo sobrio y el toreo de arte. G oya

en su tauromaquia

En este capítulo, que dedicó a Emilio Azcárraga, hace un breve análisis del célebre pintor nacido en Fuendetodos, provincia de Zaragoza. Fue a la edad madura cuando el genial artista perfeccionó su arte sin color, con sus grabados y fue durante esa época oscura para el maestro aragonés cuando surgió su tauromaquia. Esta etapa creativa coincidió con la de la invasión francesa a España, que tanta violencia generó. Goya, como testigo de ella, plasmó sus más desgarradores momentos, como el fusilamiento represor en el montículo de la Moncloa. Don Francisco de Goya y su arte fueron protagonistas de un periodo apasionante en la historia de España y es tan importante su huella que se le da su nombre: la época goyesca. Con su tauromaquia queda testimonio de cómo se vivía la fiesta, de sus héroes y de sus tragedias. Del salto de garrocha de Juanito Apiñani o la suerte del embolsado del famoso estudiante de Falces. Goya fue un cronista pictórico de esta época heroica de la fiesta taurina, y por eso merece cumplidamente el nombre de Don Francisco el de los toros. A punte

sobre la tradición mexicana del toreo

En este capítulo, dedicado a Gabriel Alarcón, Alameda comenta el hecho de que se considere a Bernardo Gaviño como el padre del toreo mexicano. Al respecto dice tanto que sí, como que no. Sí, porque fue el primero que dio orden a la fiesta en nuestro país. Pero no, porque Gaviño no aportó ningún elemento mexicanista en su quehacer taurino. En cambio, considera que el verdadero padre del toreo nacional es Ponciano Díaz, quien aportó esencias mexicanas de campo y de ciudad, de hacienda y de ruedo. Ni españolas ni indias, simplemente mexicanas.


La historia  177

Sostiene que Ponciano Díaz constituye la raíz del sentimiento mexicano del toreo, que luego puliría Gaona. Menciona a los toreros que transpiran esa esencia en su toreo y en su personalidad; en primer lugar señala a Silverio Pérez, seguido de Armillita, Pepe Ortiz, Calesero, Procuna. Todos ellos nietos de Ponciano, que por eso fueron toreros banderilleros. Y concluye con Carlos Arruza, que con sangre española es el que más se identifica con el torero de Atenco; torero de a pie y torero de a caballo. El

toreo en la obra de

F ederico G arcía L orca

En este capítulo final, dedicado a Miguel Alemán Velasco, afirma el autor categóricamente que el célebre poeta granadino no era taurino, y que ni siquiera era aficionado. Sostiene que su obra con temática taurina es menor de lo que suele creerse. Menciona que García Lorca conocía a algunos toreros, en especial a Ignacio Sánchez Mejías, a quien conoció no por el medio taurino sino por el literario, y que tampoco le gustaba ese halo de gitano que le adjudicaban. En su detallado análisis, Alameda comenta que García Lorca apenas se refiere al toro de lidia en dos de sus poemas; el primero netamente taurino es Mariana Pineda (1927), una crónica taurina en verso. Afirma también que el famoso Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías no es un poema taurino, y ni siquiera pretendía que lo fuera. Es el canto a una persona dramática, a un carácter, a un mito vivo o mejor dicho, al mito que nace de la muerte de un hombre, que no de un torero. Un solo poema no sostiene la tesis de que García Lorca era un poeta taurino. Respecto de su prosa, también menciona que solo hay una referencia directa al tema taurino: su conferencia Teoría y juego del duende, y además toca someramente el tema en dos cartas que se conocen, una dirigida al periodista español Bagaría y otra al escritor italiano Giovanni Papini.


El toreo en la Nueva España Daniel Medina de la Serna

Bibliófilos Taurinos de México, A.C. Colección Bajo el signo de tauro, volumen 1 México, D.F., 1997

M iguel L una P arra En la mayoría de mis actividades profesionales y durante muchos años he tenido varios jefes y a menudo me vi obligado a realizar funciones contrarias a mi forma de pensar. Cuando supe de la existencia de la agrupación cultural Bibliófilos Taurinos de México, de inmediato me identifiqué plenamente con sus actividades, objetivos y logros, y finalmente dentro de este prestigiado grupo pude expresar mis pensamientos e ideas con plena libertad y sin tener que obedecer a superiores. Desde aquel afortunado encuentro formo parte del grupo con la auténtica esperanza de que sea para el resto de mi vida. También sentí una gran admiración y una profunda amistad con la mayoría de sus miembros; uno de ellos, Daniel Medina de la Serna, era su presidente en ese entonces. De inmediato me proporcionó valiosa información, acertadas opiniones y recomendaciones relacionadas con nuestro espectáculo favorito, la fiesta brava. Conocí y me impresioné con sus extraordinarios textos taurinos y compartí con él interesantes comentarios e intercambios de opiniones, que muchas veces no coincidieron con las mías. Sin embargo, a través de todo ello, tuve la oportunidad de aprender y de profundizar diversos pensamientos y diferentes maneras de apreciar y disfrutar del toreo y de su historia, así como de su actualidad y de su futuro. Con Daniel me sucedía algo que no es muy común, a pesar –o probablemente por eso, en este caso– de tener muy diferentes puntos de vista taurinos, ya que siempre estuve sumamente interesado y deseoso de conocer su opinión sobre todos estos temas. Una parte importante de mis actividades profesionales ha sido la planeación del desarrollo regional y urbano de diversas zonas y ciudades de 178


La historia  179

nuestro país; gracias a ello, he aprendido que para planear es necesario reunir la mejor y más abundante información y así tener bases sólidas para ser capaz de suponer y pronosticar lo que podría suceder, mediante el planteamiento de diferentes escenarios y situaciones. Algunas veces en la vida nos equivocamos rotundamente al prever los acontecimientos del futuro y así nos podemos llevar grandes desilusiones, pero también muy gratas sorpresas, como la que sentí al recibir la invitación que me hizo mi admirado Daniel para escribir el prólogo de este libro. ¡Fue un gran honor para mí! Muchas horas de investigación se necesitan para crear una obra como esta, la cual no solamente trata de buscar, localizar y entresacar datos de documentos antiguos, sino que también contiene una serie de pensamientos y consideraciones de gran importancia. El toreo en la Nueva España es una pequeña gran obra, ya que solamente contiene alrededor de 100 páginas; comprende ocho capítulos, un apartado de notas y su respectiva bibliografía. En el primer capítulo el autor presenta los hechos más notables desde el punto de vista taurino a partir de la llegada a nuestro territorio de los españoles y hasta el final del siglo xvii. Inicia con algunos cuestionamientos respecto de la supuesta llegada a Atenco de los primeros toros bravos, procedentes tal vez de las islas de Santo Domingo y de Cuba, que fueron traídos por Juan Gutiérrez Altamirano para fundar en 1526 la ganadería de reses bravas más antigua del mundo, Atenco, principalmente con el objetivo de alimentar a los colonizadores. Presenta también varias consideraciones acerca de la primera corrida de toros –conocida hasta ahora– en la Nueva España, el 24 de junio de 1526, y de cómo era la práctica del toreo en la península ibérica en esa época. El segundo capítulo incluye lo que considero la parte más interesante y destacable del ya de por sí formidable trabajo: la revisión histórica de las actitudes taurófilas y taurófobas de algunos de los virreyes (por limitaciones de espacio únicamente se incluyen los que realizaron acciones más notables a favor o en contra del espectáculo) que gobernaron en la Nueva España, siempre intercaladas con importantes y trascendentes he-


180  El toreo entre libros

chos contemporáneos no taurinos que tuvieron lugar a lo largo de los siglos xvi, xvii y xviii, hasta llegar a la guerra de Independencia.

CUADRO DE VIRREYES TAURÓFILOS Y TAURÓFOBOS Nombre / Años de vigencia Antonio de Mendoza (1535-1550)

Monarca reinante

Relación con el toreo

Carlos I (1544-1551)

Ordenó festejos taurinos para celebrar tratados entre España y Francia (1538 y 1545), al apóstol Santiago (25 de junio de 1541) y otras celebraciones. Gustaba practicar el toreo y lo hacía diestramente. Ordenó festejos para celebrar y para divertir, algunos de ellos en Chapultepec.

Luis de Velasco (1550-1564)

Pedro Moya de Contreras (1584-1585)

Felipe II (a partir de 1557)

Gran aficionado. Ordenó una corrida de toros al entregar el poder (1585).

Álvaro Manrique de Zúñiga (1585-1589)

Por primera vez utilizó la plaza de El Volador (1585) y organizó otras corridas en el convento de San Francisco (1587).

Luis de Velasco, hijo (1590 -1595) (1607-1611)

Una de sus tres hijas fue esposa de Juan Gutiérrez Altamirano, propietario de Atenco.

Fray García Guerra (1611-1612) Diego Fernández de Córdoba (1612-1621)

Felipe III

Muy taurino. Todos los viernes celebraba corridas en Palacio. Organizó numerosas corridas, con gran número de toros lidiados.


La historia  181 Diego Carrillo de Mendoza, Marqués de Gelves (1621-1624)

No se realizaron corridas de toros. Era totalmente antitaurino.

Rodrigo Pacheco y Osorio, Marqués de Cerralvo (1624-1635)

Gustaba de organizar corridas de toros. También toreaba, pero tuvo mala suerte y muchos festejos se tuvieron que posponer (1628-1629).

Diego López de Pacheco, Duque de Escalona (1640-1642) Juan de Palafox y Mendoza (1642)

A partir de 1621 gobernó Felipe IV, desde los 16 años de edad

Ordenó corridas en Puebla y en Chapultepec. Le gustaban las corridas, pero se negaba a asistir a las fiestas.

Luis Enríquez Guzmán, Conde de Alba Liste (1650-1653)

También celebraba toros en el palacio virreinal.

Francisco Fernández de la Cueva, Duque de Albuquerque (1653-1660)

Por primera vez, y desde 1653, presentó corridas de toros los domingos y días festivos.

Antonio Sebastián de Toledo, Marqués de Mancera (1664-1673)

Poco taurino, por lo que solamente se celebraron algunas corridas.

Pedro Nuño Colón y Portugal (1673)

Aunque era muy taurino, celebró pocas corridas, por ser de edad avanzada.

Payo Henríquez de Rivera (1673-1680)

En 1665 murió Felipe IV; lo sucedió Carlos II

Muy taurino. Celebró corridas y toros de once en la iglesia de San Diego. Daba vueltas al ruedo antes de los festejos.

Melchor Portocarrero y Lasso de la Vega (1686-1688)

Época del conde de Calimaya, aristócrata, lidiador y propietario de Atenco.

Juan Ortega y Montañés (1696) / (1701-1702)

Muy taurino. También gustaba de dar vueltas al ruedo.


182  El toreo entre libros José Sarmiento y Valladares (1696-1701)

En 1700 murió Carlos II, lo sucedió Felipe V de Borbón

Hubo cambios en el toreo español, pero no en el mexicano.

Juan de Acuña y Bejarano, Marqués de Casafuerte (1722-1734)

Corridas en El Volador durante diciembre de 1732.

Juan Antonio Vizarrón y Eguiarreta (1734-1740)

En 1735 organizó corridas de toros en la plaza de El Volador con espectáculos de mucha variedad, a beneficio de la Basílica de Guadalupe.

Carlos Francisco de Croix, Marqués de Croix (1766-1771)

Posiblemente se elaboró el primer reglamento taurino y hubo corridas para financiar la ampliación y arreglo de la Alameda.

Antonio María de Bucareli y Ursúa (1771-1779)

En 1746 murió Felipe V; fue sucedido por Carlos III

No muy taurino, pero se lidiaban toretes durante los entreactos del teatro.

Martín de Mayorga (1779-1783)

Tampoco fue muy taurino.

Bernardo de Gálvez (1785-1786)

Según Nicolás Rangel, era un taurómaco rematado.

Alonso Núñez de Haro y Peralta (1787)

No fue partidario de las corridas de toros.

Manuel Antonio Flores (1787-1789)

En 1788 murió Carlos III; subió al trono Carlos IV

Tampoco fue partidario taurino y únicamente asistía a los toros en ocasiones.

Cabe apuntar que en 1788 se suscitaron diversos escándalos y protestas contra el empresario Castera, por lo que la plaza de El Volador quedó casi destruida.


La historia  183

En el capítulo tercero se comenta y analiza el inmediato y profundo arraigo que desde los primeros años a partir de la Conquista alcanzó nuestro espectáculo en la Nueva España; también se hace referencia a las grandes extensiones de tierras que se destinaron a ganaderías de bravo, con las numerosas cantidades de cabezas que en sus campos pastaban. En el cuarto capítulo se hace mención de las más importantes estancias ganaderas de la época colonial, destacando algunas que sobrevivieron inclusive hasta el siglo xix; por ejemplo, Gogorrón; Bledos; Bocas; Guanamé; Jaral; Río Verde; San Diego y Jalpa o Xalpa, entre otras. En el quinto capítulo se mencionan los principales toreros o toreadores: capitanes, y primeros y segundos espadas. Como ejemplo se menciona al primer toreador mexicano del que se conoce su nombre: Francisco Rodríguez, quien actuó en compañía de Juan de Álvaro y de un individuo apellidado Yáñez. Durante el periodo colonial el diestro más notable y afamado fue probablemente Tomás Benegas o Venegas, apodado El Gachupín Toreador, de quien se sabe que estuvo en activo desde 1769 hasta 1790. También se menciona a muchos otros, la mayoría peninsulares, como Pedro Montero, Juan Sebastián El Jerezano, Felipe Paredes El Tejón, Cristóbal Díaz El Andaluz y el nacido en estas tierras, José Hernández El Chino. Ya en 1815, por la restitución en el trono de Fernando VII, actuaron en nuestro territorio Felipe Estrada y José Antonio Roa y un año más tarde también la torera Francisca Gándara. Asimismo, se describen numerosos incidentes por cornadas, algunas de las cuales resultaron mortales. El sexto capítulo se dedica a describir los escenarios para correr toros bravos; al principio se utilizaron las llamadas plazas mayores y después las plazas de poner y quitar, que duraron prácticamente toda la colonia. Su forma también evolucionó al cambiar de la planta rectangular a la ochavada, hasta alcanzar la definitiva de trazo circular, siendo la primera de éstas probablemente la de San Pablo, ya al final del periodo colonial. En el séptimo capítulo se describen las diferentes formas y suertes de torear que se estilaban durante la época colonial, subrayándose la antigüedad y la popularidad del toreo cómico, de las pantomimas y de diferentes


184  El toreo entre libros

espectáculos ahora desaparecidos. También se menciona la lamentable costumbre que existió desde los mismos inicios del toreo en América, consistente en despuntar a los toros que iban a lidiarse. Ya desde 1578 se ordenaba que fueran aserrados los pitones y en 1819 se mencionaba una curiosa distinción: “no se lidiarán toros puntales en los días festivos y sí en los de trabajo”; ya después de la Independencia, en 1849, un reglamento poblano señalaba: “sólo se permitirán corridas de toros aserrados”; también en Puebla, en alguna ocasión se anunció que “ningún toro se matará en presencia del público”. Para concluir esta obra, en el octavo capítulo el autor realiza diversos comentarios en relación con los ataques que siempre han existido en contra del toreo. A lo largo del libro se narran incontables e importantes acontecimientos y al terminar los capítulos mencionados, en las últimas cinco páginas del libro, previas a la bibliografía, se presentan 19 notas que enriquecen considerablemente el contenido de la obra y que las limitaciones de espacio para este comentario, no permiten su inclusión. En resumen, se trata de un valioso estudio que encierra un gran trabajo de investigación, ya que no solamente presenta la información y los datos históricos que ya eran más o menos conocidos, sino que constituye un profundo análisis y una aportación nueva y fresca de gran interés para todo aficionado a los toros. Todo ello narrado con el amenísimo estilo que caracterizó siempre a nuestro compañero y magnífico escritor, Daniel Medina de la Serna. Con esta publicación Daniel inició un proyecto para desarrollar una colección de libros titulada Bajo el signo de tauro, acerca de la historia del toreo en México. Desgraciadamente no ha sido posible recuperar su idea, pues falleció en 1999, algo más de un año después de que viera la luz esta obra que nos ocupa.


LA CRÓNICA



Memorias de “Clarito” César Jalón Clarito Editorial Guadarrama Madrid, 1972

Á ngel G onzález J urado Se trata –su título es rotundo–, de las memorias de quien fue crítico taurino en periódicos españoles como El Liberal e Informaciones o en revistas semanales como The Kon Leche (así era la cabecera), medios en los cuales firmaba con el seudónimo de Clarito, aquel que por nombre tuvo César Jalón Aragón, nacido en La Rioja en el año de 1889 y fallecido en Madrid en 1985. Clarito vino a Madrid e hizo oposiciones para obtener una plaza en el cuerpo de funcionarios de Correos. No procedía de familia aficionada a los toros y se instaló en la capital de España, en los alrededores de las conocidas –tanto para españoles como para muchos mexicanos– Puerta del Sol y la torera calle de Alcalá. Clarito tiene una ventaja como escritor y un inconveniente como crítico, lo cual puede apreciarse al leer el libro, y es que se movía en un círculo de empresarios del toro, toreros, profesionales del ramo, etcétera., así como en el ambiente de los cafés y establecimientos de esa zona que, además de torera, es también de ambiente teatral y del espectáculo (tómese nota: en una extensión de no más de una hectárea de esa zona de Madrid, en aquella época existían establecimientos hosteleros –que el mismo Clarito cita en el libro– 81 con nombres tales como el Universal, el Madrid, Colonial, Levante, Lisboa, La Montaña, Regina, Fornos, el Suizo, el Lyon d Ór, la Granja del Henar, el Negresco, establecimientos que Clarito visitaba asiduamente y en los que compartía tertulias. Clarito, bajo su nombre oficial –César Jalón–, fue nombrado Ministro de Comunicaciones (“degenerando, degenerando” hubiera dicho aquel 81

Página 26.

187


188  El toreo entre libros

peón de Juan Belmonte) por el Gobierno de la Segunda República Española82 que presidía Alejandro Lerroux, y ejerció dicho cargo ministerial durante el periodo comprendido entre octubre de 1934 y mayo de 1935. En cuanto a las Memorias de Clarito se refiere, he glosado para esta nota un ejemplar de la primera edición de 1972, publicada por la Editorial Guadarrama, con prólogo de José Luis Herrera y con dedicatoria, que muestra agradecimiento a cinco personas, a saber: un político, un torero, un sastre (de toreros), un picador y un fabricante de banderillas, a su vez conserje de la Plaza de Madrid.83 Estas Memorias están divididas en dos partes, siendo de tener en cuenta un inconveniente: la obra no tiene clase alguna de índice, con la dificultad que ello conlleva para poder utilizarla como fuente de consulta. La parte primera se compone de 29 apartados numerados, y la segunda de otros 19. Todos juntos significan un recorrido histórico taurino que inicia con la mención, en lo que a matadores de toros se refiere, a Fabrilo (aquel Julio Aparici que tan trágica muerte tuvo ocho años después de que naciera el escritor) y lo termina con una también somera y crítica mención a El Cordobés, Manuel Benítez. A través de las 398 páginas que contiene el libro, se expone un muy interesante periodo de la historia del toreo, que desarrolla extensamente los años inmediatamente anteriores a la llamada Edad de Oro –época representada por Joselito el Gallo y Juan Belmonte– y alcanza a citar a diestros más contemporáneos y por entonces emergentes, como Paquirri y Dámaso González. Relata esta obra ricos y puntuales esbozos de la historia de España, de la misma forma que expresa –con la facilidad de un buen comunicador– una parte importante de la historia del toreo. De la lectura de la obra puede deducirse que Clarito no era tan buen escritor como buen comunicador, y ello se pone de manifiesto en los relatos que expone de periodos históricos, tales como el final del siglo xix, el último periodo monárquico hasta D. Alfonso XIII, las dos repúblicas españolas, el golpe de Estado de Francisco Franco, al que pudo ser adicto César Jalón pese a haber sido ministro en 82 83

Página 244. Página 6.


La crónica  189

el gobierno republicano,84 la Guerra Civil de 1936 a 1939, la restauración democrática borbónica y constitucional de 1978, hasta prácticamente el fallecimiento del cronista en 1985. En paralelo desarrolla el autor sus vivencias taurinas –la materia que más interesa al bibliófilo taurino–, desde su primera crónica (escrita una noche de verano de ¿1913?; duda el propio Clarito la fecha), que cubrió la información de un festejo que se celebró en la madrileña Plaza de Toros de Carabanchel85 (su presentación como cronista en la Plaza de Madrid no fue sino hasta septiembre de 191786); para tratar después periodos tales como la competencia entre Machaquito y Bombita con Rafael el Gallo, compartiendo los carteles; el pleito de los Miura; la aparición de Joselito el Gallo y la competencia con Juan Belmonte. Hace referencia a otros toreros que hicieron relativa competencia a los anteriores, como Saleri, Vicente Pastor o Rodolfo Gaona, con quien el autor, parece ser, mantenía una buena amistad;87 asimismo, trata con cierta profundidad las vísperas de la muerte de José;88 la buena relación con Ignacio Sánchez Mejías;89 la(s) retirada(s) de Juan Belmonte y la inauguración de la Plaza de Toros Monumental de Madrid. Se encuentran en esas páginas referencias a toreros que él no pudo haber visto torear, en razón de su edad (como Romero, Illo, Cándido, Costillares, Paquiro, Cúchares, Lagartijo, Frascuelo o el Guerra…), para lo que al parecer dispuso de referencias de críticos taurinos y escritores que le precedieron. Faltan en la obra datos importantes sobre una cuestión de gran interés: la implantación del peto en los caballos de picar, que tuvo lugar en fechas comprendidas en el libro, pero en cambio sí facilita datos de ganaderías históricas, tales como la de la Viuda de Ortega o la de Ayala, causantes respectivamente de las muertes de Joselito y de Sánchez Mejías, así como 84

Páginas 27 y 246. Página 24. 86 Página 63. 87 Página 71. 88 Página 110 y siguientes. 89 Página 95. 85


190  El toreo entre libros

de otras de mayor abolengo, como las de Murube, Vicente Martínez, Salas, Gamero Cívico, Miura, Santa Coloma, Albaserrada y Pérez Tabernero, por citar algunas. Y hablando de ganaderías, cita90 una comisión que le hizo un general mexicano apellidado Urquizo, empresario de la plaza de Torreón, para que le comprara 20 toros españoles que serían lidiados en su coso. Con la muerte de Ignacio Sánchez Mejías el 11 de agosto de 1934, a punto de que César Jalón fuera promocionado desde su puesto –entonces de Subsecretario– a Ministro de Comunicaciones y con la crónica de la inauguración de la Plaza Monumental de Madrid, en la corrida en que Juan Belmonte cortó un rabo,91 termina la primera parte de las Memorias de Clarito, para dar lugar a la segunda parte del libro, en la que hace mención a la “marcha de Armillita y sus compatriotas mexicanos” en 1936.92 Fue a partir de la finalización de la Guerra Civil española en julio de 1939, cuando Juan March –una de las mayores fortunas españolas de entonces y cuya participación fue de gran importancia en apoyo del golpe de Estado de 1936–, le cedió al ex Ministro de Comunicaciones de la República y autor de estas Memorias, el periódico Informaciones y la sede donde estaba instalado, “con extraordinarias facilidades de amortización”, según nos dice el propio Clarito.93 Y es también en esa época cuando surgieron o reaparecieron diestros como Domingo Ortega, Pascual Márquez, Marcial Lalanda, el Estudiante, Silverio Pérez, Manolete y ¡el toro chico! Toro chico que Clarito achaca a la escasez de piensos como consecuencia del conflicto bélico, así como a que tuvieran que lidiarse reses de tres años y de muy poco peso,94 práctica contra la que no existía reparación, como no fuera un simple sistema de multas de importe irrisorio. El autor indica que se “advierte el azote de la

90

Página 203. Página 246. 92 Página 239. 93 Página 253. 94 Página 270. 91


La crónica  191

guerra civil... (en la que) varias ganaderías del Centro se evaporaron”,95 y también hace mención96 al origen del problema del afeitado, si bien no se extiende demasiado sobre tal lacra. También la segunda parte de estas Memorias es un alarde de erudición y conocimiento de la materia taurina, lo que no quita que el estilo literario no haya conseguido pulirse y no dejan de sorprender las citas que hace a las relaciones de amistad y colegueo que dice mantener este escritor y crítico taurino con relevantes personalidades, no solamente del mundo taurino (toreros, empresarios, ganaderos, apoderados), sino también de otros órdenes sociales como el pintor Ignacio Zuloaga, el doctor en medicina Mariano Zúmel, o la familia bodeguera de los Domecq,97 ellos también relacionados con el mundo del toro. Viajó Clarito con Manolete y Camará en plena campaña,98 igual que ya había viajado acompañando a otros toreros en fechas anteriores. El propio Clarito reconoce tener “mala y justa fama de intrigante –el maldito virus político–”, dice.99 En relación con los toreros mexicanos de aquel periodo, que actuaron en España tras haberse superado una vez más los conflictos derivados de los convenios taurinos, hace el autor extensas referencias tanto a la presentación de Carlos Arruza en la Monumental de Madrid100 –el 18 de julio de 1944–, como a sus posteriores triunfos. Manifiesta la admiración que Manolete le profesaba a Silverio Pérez y hace referencia a la construcción de la Plaza México, en lo que era un agujero en los terrenos de la Ciudad Deportiva, a través de una conversación entre el apoderado de Manolete y Neguib Simón, sobre la ejecución de la obra y el tiempo que habría de durar la construcción de la plaza más grande del mundo, que se inauguraría el 3 de febrero (según refiere Clarito por error) de 1946.101 95

Página 262. Página 273. 97 Página 231. 98 Página 274. 99 Página 326. 100 Página 299. 101 Página 318. 96


192  El toreo entre libros

Después hace el autor un repaso a la época que tras la muerte del propio Manolete, marcarían toreros como Pepe Luis Vázquez, los ya mencionados Domingo Ortega y Marcial Lalanda, Luis Miguel Dominguín, Julio Aparicio, Litri (IV), Antonio Ordóñez, Manolo Vázquez, los innovadores Chicuelo II, Chamaco o Mondeño, los hermanos Girón de Venezuela, Jaime Ostos, Diego Puerta, Curro Romero, Paco Camino, El Viti… Alude también a acontecimientos tales como la muerte de Juan Belmonte un domingo de 1962,102 o su propio cese del periódico Informaciones, que fuera de su propiedad.103 Así, hasta llegar al Cordobés, Manuel Benítez: “basto, rústico, de la gañanía, a medio pelar, con personalidad de teatralería barata, que no sabe torear de capa, que tampoco sabe matar y que provoca el entusiasmo del público…”104

102

Página 384. Página 383. 104 Página 388. 103


El sentimiento del toreo Enrique Bohórquez y Bohórquez Imprenta Monterrey México, D.F., 1961

J avier O choa R ivera Hablar de don Enrique Bohórquez y Bohórquez es hablar de un españolmexicano y a la vez de un mexicano-español y esto lo afirmo porque siendo hispano amó a México como su segunda patria. Nació en 1890 en el pequeño pueblo de Ubrique en la provincia de Andalucía y emigró a nuestro país en 1940, a donde llegó para quedarse y formar también un hogar. En el seno de su familia, tanto paterna como materna, no hubo antecedentes taurinos; su padre fue un maestro de escuela que renegaba de la fiesta brava y en más de una ocasión se le escuchó decir que la consideraba detestable y brutal; bajo su punto de vista, era una de las grandes calamidades de España, pues iba en contra del progreso y la civilización. “¿Qué se puede esperar de un hombre que se consagra a matar toros?”, exclamó muchas veces. Sin embargo, y a pesar del antitaurinismo de su progenitor, éste nunca le puso demasiadas trabas por su acendrada afición y al mismo tiempo siempre sintió por él un profundo amor y respeto. Don Enrique, en son de broma y haciendo gala de su gracejo andaluz, solía decir que los profesores de escuela pasan por el alambre de la vida como el equilibrista de un circo, que han de sostenerse casi siempre en un pie como las grullas, y esto era porque si bien en su casa nunca faltó lo necesario, tampoco nunca sobró. Pasado un tiempo, su familia emigró de Ubrique a la cercana población de Tarifa, donde posteriormente le concedieron a su padre su traslado a Valencia, ciudad donde, aparte de sus correrías taurinas con muchachos de su edad, se inició en la carrera del periodismo, campo en el que llegó a destacar como redactor del periódico República y posteriormente como jefe de redacción de La voz de Valencia. 193


194  El toreo entre libros

Ya viviendo en México laboró hasta su muerte en el diario Esto, donde tenía a su cargo una columna taurina muy amena y didáctica, en la que usaba el pseudónimo de Menda, que nunca abandonó. En este periódico gozó siempre de la confianza y simpatía del entonces dueño del mismo, el coronel José García Valseca, quien patrocinó la edición del libro que nos ocupa, así como de muchos de sus compañeros, destacando sobre todo su gran amigo, el siempre bien recordado maestro del pincel, Francisco Pancho Flores, quien colaboró con sus bellas viñetas en la edición de El sentimiento del toreo. El autor era dueño de una prosa sencilla y agradable, al alcance de cualquier aficionado que leyera sus artículos, en especial la crónica de la corrida celebrada el día anterior. Hablar de su libro El sentimiento del toreo es disfrutar de una serie de acontecimientos, unos jocosos y divertidos, otros tristes, algunos trágicos y los más, didácticos. Muchos de ellos vividos por él, o bien, contemplados por nosotros sus lectores, porque sucedieron en nuestra época. El libro comprende dos partes: la primera abarca desde su niñez, alrededor de 1900 hasta 1940, año en el que inicia la segunda parte con su llegada a México y en la que nos narra sus vivencias en la que siempre llamó su segunda patria. Enrique Bohórquez y Bohórquez falleció en 1963 en la Ciudad de México. Es prácticamente imposible poder extractar los 73 capítulos que integran su obra en tan poco espacio, por lo que he seleccionado los pasajes que a mi juicio pudieran ser del agrado de los lectores. Y como decimos los taurinos: “Al toro, que es una mona”. Aquel niño que iba corriendo por la carretera aproximadamente por el año 1897 –nos dice el autor–, era yo, que trataba de alcanzar a la diligencia que hacía el recorrido de Cádiz a Algeciras pasando por Tarifa, donde vivía por ese entonces.

¿Y por qué corría aquel niño?, pues porque se había escapado de la casa sin permiso de su madre, y es que era domingo y se había enterado que se celebraba una corrida con motivo de la feria de Algeciras. Además,


La crónica  195

su padre se había marchado a esa misma población para visitar a unos familiares y no lo había llevado. Esto le causó tristeza y disgusto, y así, vestido de marinerito con su traje dominguero, decidió marcharse llevando como único capital 50 céntimos, con los que pretendía lograr todo. Al llegar al paradero de la diligencia le faltó el valor para abordarla; y ésta se marchó sin él; entonces no se le ocurrió otra cosa que correr tras ella como un desaforado, haciendo señas con su pañuelo, hasta que el vehículo se detuvo y pudo abordarlo. Ya en Algeciras fue a la corrida, ¡qué caray!, si a eso fue y, ¡oh sorpresa!, al salir de la misma se topó en un merendero con su padre, quien ya había sido enterado de lo sucedido por otro pasajero, lo cual salvó al chico de una reprimenda mayor. Por cierto, acompañando a su padre estaba el matador Manuel Hermosilla, quien le tomó simpatía al chaval por lo sucedido y además lo aleccionó sobre lo acontecido en la corrida, en la que habían actuado nada menos que Rafael Guerra Guerrita y Enrique Álvarez Minuto; y así es como nos refiere el autor su primera aventura taurina. El niño se había inoculado de por vida de esa enfermedad denominada mal de montera. En otra ocasión, cuando en su pueblo se celebraba la festividad del santo patrón, soltaron un torete en la plaza para diversión de la gente y decidió el joven Enrique armarse de un trapo –aunque de valor confiesa que andaba muy desarmado– y citó al animal, rogándole a Dios que no le embistiera; para su fortuna un vecino lo apartó del peligro y se lo llevó a su casa, donde el castigo no se hizo esperar. Como buenos cristianos, lo mandaron con el cura para que le confesara su pecado y el sacerdote –quien para entonces ya estaba enterado de la escapada detrás de la diligencia, y de su fallido debut taurino–, le escuchó entre serio y complacido y al absolverlo le dijo: “dichoso tú chiquillo que te armaste de capote, pero más porque viste a Guerrita y eso lo tiene que perdonar Dios; te absuelvo en nombre de Él”. Y es que el cura era un gran taurino y tenía su historia, pues ya en alguna ocasión, armado de un capote, había sometido a un toro desmandado en una ganadería cercana. En otra ocasión, y aquí nos envuelve el autor con su amena prosa, nos narra la primera vez que toreó en una capea en un pueblo cercano, donde


196  El toreo entre libros

de hinojos le pegó una larga cambiada a una vaca y luego otra y otra, describiendo la emoción que sintió después de esto y de disfrutar los aplausos de la gente; aunque también nos narra el revolcón que se llevó al hacerle un quite a un compañero, y así las correspondientes burlas y silbidos. Es magistral la forma en la que Bohórquez y Bohórquez nos describe la muerte de un viejo maletilla que ya peinaba canas: llegaron a Tarifa un grupo de torerillos camino de un poblado cercano en el que al día siguiente, con motivo de la festividad de la localidad, se celebraría una capea. El narrador entabló amistad con ellos –que andaban sobrados de hambre y faltos de dinero–, y al observar esto decidió ir con su abuela, quien tenía una pequeña tienda, y en un descuido de la dueña, le sustrajo unos panes y unos chorizos para que comieran los maletillas. Después de comer le dijo el viejo maletilla: “¡Qué malo es ser bueno!” “¿Lo dice usted por mí?, respondió el chaval; “No mi alma, lo digo por el pan, que siendo lo mejor del mundo lo devoramos.”

Sucedió que el día de la capea, después de la lidia de la primera vaca y cuando los torerillos contaban las monedas recaudadas que tenían sobre un capote en el suelo, soltaron el segundo animal y todos huyeron, menos el viejo, que por falta de facultades no pudo ponerse a salvo, resultando empitonado y zarandeado varias veces por el cornúpeta, que le infirió varias cornadas, a resulta de las cuales perdió la vida, pese a los esfuerzos del médico que lo atendió en su casa, pues ahí no había hospital. Se sobrecoge e impacta uno al leer esto; al regresar a su casa con lágrimas en los ojos –pues le había tomado afecto al viejo–, se dio cuenta a su corta edad de otro aspecto de la condición humana, al observar que en las casas había fiestas, risas y alegría y dentro de aquel bullicio escuchó un vals que le gustó a pesar de la tristeza que lo embargaba. Muchos años después, ya viviendo en México, supo que aquel vals que había escuchado la tarde de la muerte del maletilla, era Sobre las olas, la obra maestra de nuestro Juventino Rosas.


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Aquella tragedia lo impactó por un corto tiempo, ya que lo hizo dudar sobre el significado de la fiesta brava; pero como nos sucede a todos los que somos aficionados, llegó a la conclusión de que la fiesta, sin la posibilidad de la muerte trágica como parte de ella, perdería gran parte de su significado y de su esencia. Años después, ya viviendo en Valencia y siendo un adolescente, el autor y un amigo embaucador fueron sorprendidos por un policía cuando intentaban saltar la barda de los corrales de la plaza, con la pretensión, según ellos, de darle unos muletazos a un sobrero que ahí se encontraba. Luego de esta y otras aventuras terminó esta etapa de su vida y su afición, cuando comprendió que no tenía el valor suficiente para ser torero. Fue así como encontró en la capital de Levante su vocación de periodista, iniciándola desde los primeros escalones. Posiblemente de esta época es un relato en el que nos refiere cómo conoció a bordo de un ferrocarril a los matadores Ricardo Torres Bombita y Manuel Lara Jerezano, y cómo entabló charla con ellos y llegó a la conclusión de que el retiro de Bombita y de Machaquito había sido motivado por la llegada de Juan Belmonte y de Joselito, luego de que aquellos dos fueran los mandones en su momento y habían acumulado un buen caudal en sus cuentas bancarias, gracias a que ambos habían sabido administrar muy bien sus capitales. Menos fortuna tuvo el Jerezano, quien murió sin recursos económicos en México, el 6 de octubre de 1912, como consecuencia de una peritonitis causada por un varetazo en el vientre, que le propinó un toro en una corrida en Veracruz. Era tan precaria su situación económica, que el Marqués de Domecq cubrió todos los gastos de transportación del cuerpo y de las exequias en Jerez, donde recibió sepultura el desafortunado torero gitano. En otra parte de su libro nos habla el autor del torero sevillano que fue el primer ídolo y consentido de la afición mexicana: Antonio Montes, muerto por el toro Matajacas de Tepeyahualco en la antigua Plaza México; de él nos dice que trajo un estilo nuevo –y hablamos del año 1900, antes de la aparición de Belmonte– porque paraba mucho y llevaba al toro más cerca que los demás y embebido en el capote o en la muleta. Este torero, igual que sucede ahora, fue víctima de la política taurina siempre tan turbia,


198  El toreo entre libros

pues tenía como enemigos a muchos de los toreros que estaban entonces de moda; sin embargo, habría acabado por imponerse, de no ser por su muerte prematura. A propósito y como datos curiosos, nos refiere que Antonio Montes antes de ser torero fue sacristán de la iglesia de Santa Ana en el barrio de Triana y que después fue carpintero, además de que padecía de sordera. Nos habla también del gran pintor Ignacio Zuloaga, vasco de origen pero avecindado en Sevilla, de donde no lo hacían salir ni a tiros, con la afición a los toros metida hasta los huesos. Nos dice que Zuloaga tenía muy buen trato con los gitanos, de quienes llegó a decir que eran “lo único serio que tenía España”. También destaca que Zuloaga nos dejó dos obras taurinas maravillosas: los retratos de Juan Belmonte y de Domingo Ortega. Tuvo un gran afecto por el torero gitano Rafael Albaicín y por la madre de éste, llamada Agustina, mujer de singular belleza que fue su modelo y antes también de Julio Romero de Torres. Zuloaga falleció el 30 de octubre de 1945, a los 75 años de edad y fue sepultado en el pueblo de Eibar, en el país vasco. En su momento Bohórquez y Bohórquez conoció y trató a Rodolfo Gaona, quien le causó un gran impacto y a quien siempre consideró de igual nivel que Joselito y Juan Belmonte –aun siendo los tres de estilos tan diferentes–, destacando de nuestro torero su clase y elegancia natural, así como sus grandes dotes de banderillero, en su opinión superiores a las de Joselito. Muy notable es también la admiración que demuestra por los toreros mexicanos que en su momento visitaron España, tanto a los dos que no vio, Ponciano Díaz y Vicente Segura, como a los que sí vio, como Luis Freg, Rodolfo Gaona, Juan Silveti, Heriberto García, Fermín Espinosa Armillita –de quien se expresa maravillosamente–, Lorenzo Garza, Luis Castro el Soldado, entre otros. En ningún momento oculta su predilección por Juan Belmonte, del que desde un principio observó que traía al toreo un aire nuevo, otro estilo. Un reformador, en una palabra, el iniciador de una nueva época. Pero esto no fue óbice para no admirar y calibrar la maestría, poder e intuición para lidiar reses bravas (sobre todo tomando en cuenta que por aquellos años


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los toros eran cinqueños y con más raza que los actuales) de José Gómez Ortega Joselito, hermano menor de Rafael El Gallo, torero singular. Estas cualidades ya descritas de Joselito fueron las mismas que admiró en nuestro maestro Armillita. También comenta el impacto que causó en Valencia Juan Silveti, el llamado Tigre de Guanajuato, Juan sin miedo o el hombre del mechón, con su forma de vestir como charro y su particular lenguaje, como cuando empleaba el “manito”, el “quihúbole”, el “me canso que sí”, el “chaparrito”, palabras muy usuales aquí, pero desconocidas allá. Juan Silveti tomó la alternativa en Barcelona con toros de Pérez de la Concha de manos de Luis Freg, el 18 de junio de 1916, y causó muy buena impresión por su valentía, y es que según el autor –y estoy de acuerdo con él–, desde que Gaona triunfó en España con su arte indiscutible, comenzó a dársele importancia y categoría a los toreros mexicanos, de tal manera que los empresarios estaban dispuestos a contratarlos y los públicos a ir a verlos. A los cuatro días de haber toreado en Barcelona, Silveti se presentó en Valencia donde alternó nuevamente con Luis Freg y Saleri, con toros portugueses de Palha; cuando salió el segundo toro que le correspondía y que parecía un elefante por su corpulencia, al hacer su quite se ajustó tanto con él que el toro le echó mano, pegándole una gravísima cornada en el pecho que impresionó al público, por lo mucho que sangró y por la expresión de la cara del torero camino de la enfermería, en la que no murió por un milagro. Es de llamar la atención que los trabajadores ferroviarios impidieran que los trenes llegaran a la terminal (pues en Valencia la plaza y la estación ferroviaria estaban una junto a la otra), parándolos un kilómetro antes con el fin de que los ruidos no molestaran al herido. Lo anterior en correspondencia al gesto del público de México, ya que cuando Antonio Montes agonizaba en el Hotel Edison de la Ciudad de México, se prohibió el paso de vehículos por esa calle. Yo no vi torear a Juan Silveti, pero sí lo recuerdo con gusto por las muchas veces que lo encontré en las corraletas de la Plaza México, ayudando y dirigiendo las faenas de enchiqueramiento de los toros; siempre con su puro, su mechón de pelo ya blanco y su traje de charro de faena. Don Juan Silveti murió el 13 de septiembre de 1956 y su muerte fue muy sentida.


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Estimados lectores, si aún les queda paciencia, qué tal si hablamos ahora de don Fermín Espinosa Armillita, así con el don por delante. Se hablaba tanto de él que el autor se trasladó a Granada para verlo debutar con ganado de Concha y Sierra, el 30 de septiembre de 1928, fecha en la que alternó con Chicuelo y Cagancho. Don Enrique, al ver torear a nuestro joven maestro, exclamó “¡Viva México!” A los 16 años Armillita se hizo matador de toros y así se constituyó en el más joven torero en recibir la alternativa, y es que cuando se reúnen condiciones especiales para torear, no se puede ser más que figura y Fermín las reunió y figuró como tal desde que apareció en los ruedos, tanto aquí como en España; por algo allá lo llamaron el Joselito mexicano, y es que era un torero que lo sabía todo, por lo que nadie se opuso a que se le llamara así. Don Enrique le siguió por España, y así le tocó estar presente el día de su gran tarde en Madrid, el 5 de junio de 1932, cuando cuajó su gran faena a un toro de Aleas, con tal arte y sapiencia, causando admiración sus naturales; en fin, faena de catedrático del toreo y, a pesar de pinchar cuatro veces, le concedieron la oreja. Volvió a Madrid y se encerró con seis torazos de la ganadería de Marcial Lalanda, y estuvo en maestro. Triunfó en diversas ferias, como Bilbao y Valencia; en la plaza de esta última hay una placa en memoria de la faena a Cortijano. Ya estando en México también siguió don Enrique al diestro saltillense y así recuerda entre muchas las faenas de Clarinero y Nacarillo, aquella de los 23 naturales. Se retiró Armillita de los ruedos el 3 de abril de 1949, para regresar cuatro años después por motivos que no son del caso mencionar. Un capítulo por demás interesante es el penúltimo del libro que nos ocupa, titulado “Un minuto de silencio por el alma de Carlos Ruano Llopis”, quien falleció en la Ciudad de México el 2 de septiembre de 1950 y por el que se guardó un minuto de silencio en la Plaza México en forma emocionante y solemne a la vez, seguido por un estruendoso aplauso. Ambos se conocieron desde su natal España, cuando el artista iniciaba su carrera en el arte y el periodista en la suya. Fue una situación muy difícil, pues Bohórquez criticó la primera pintura taurina de don Carlos; se reconciliaron finalmente con una botella de vino y una guitarra en la mano, sentados ahí en la playa valenciana. Ruano emigró primero a México, entre otras razones por causas emocionales, como la muerte de


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su ahijado torero Manuel Vare Varelito y posteriormente por tragedia del matador Félix Rodríguez; el primero muerto a causa de una cornada y el segundo por una grave enfermedad. El maestro Ruano Llopis fue una persona que también quiso mucho a México y nosotros le correspondimos de igual forma. Sus obras adornan muchas casas y museos y yo en lo particular, sin haberlo conocido personalmente, siendo un niño de seis años coleccioné e hice un álbum de las ilustraciones de sus cuadros, que en una época promovió una marca cerillera. Finalmente ambos maestros, el del pincel y el de la pluma, se casaron con mexicanas y formaron sus propias familias. Sólo me resta desear que descansen en paz en esta tierra que los acogió. Como en esta vida todo tiene un principio y un fin, es el momento de terminar este resumen, presentando el último texto que se incluye en la obra y que demuestra que también en la poesía destacó el autor: “Un andaluz en México” Compadre Severo –no, no, yo no quiero –que me digan aquí que soy extranjero– ¿Por qué soy hispano?– a mí ser hispano me es lo mismo que ser mexicano–. Igual –lo mismo que allá– todo aquel que habla castellano –por español pasa– pues tendría guasa –que allá al mexicano– se le llamara extranjero. Extranjero se dice –de una cosa extraña y en España no causa extrañeza– ni la mexicana majeza –ni el traje de charro– ni que le llamen carro a un coche lujoso –sería pasarse de meticuloso– tanto analizar –yo he venido aquí– y me siento igual que por allá– lo mismito. Aquí hay sol y luz y alegría.–Esto es tan bonito… ¿Que hay aquí tamales? –pues allá “empanas”– todito es igual. Pues ¿y los cafés? –ese Tupinamba ¡caramba!– parece que está lleno siempre de cafés– ¡Qué ruido!– ¿Qué español se siente ahí retraído?– Na’ allí le extraña… Si aquello es lo mismo –que si fuera España– ¿Que a las camareras les llaman meseras? ¿Y qué?– sirven como allá. Riendo, charlando y a veces fiando –y pasándose de “desdemorías”– Las están llamando un siglo y no vienen –porque se entretienen en un


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comadreo– ¿La cuenta? No tiene importancia la venta –de un café o de un platillo– La cuestión es pasar el ratillo. ¡Uy qué algarabía! Y así por la noche, y así por el día. Allí está Silveti –menudo sombrero el que lleva Juan– ¿y aquel tío tan serio –de cara “alargá”– aquel es Silverio que va con Durán– Allí está metido –lo que en la ciudad arma más ruido– una coktelera para marear –todo muy mezclado– todo arrebujado… Un bulo inquietante –alguna patraña…– La frase alarmante –largada con saña– y el que va con las intenciones de ver al que engaña… –Un café de España– igual …¿Quiere “usté” un brillante? –¿quiere “usté” un reloj?– ¿quiere “usté” un tunante ? pues allí hay de “to”. El toreo por fuera – allí se cultiva…–¡Valiente manera– de gastar saliva! Allí está Perico –que habla en madrileño–, –una mueca, un guiño… Chico ven aquí –y frunciendo el ceño– ¡Acabaca, niño, no seas “gili” – igual que un café de Madrid. Y luego la puerta –allí estacionados– toreros en ciernes y otros fracasados -gente pintoresca– que pasa revista a un artista –y otros, a seguir la pista– de alguno que logró triunfar –y darle un sablazo– Que hay quien tiene siempre –la “espá levantá”– ¡Igual que en la calle Alcalá! ¡Igual donde quiera! Aquí como allá. ¡Suerte para todos!

Una recomendación a los aficionados: si algún día cae en sus manos un ejemplar de este libro, cómprenlo y léanlo; no se arrepentirán, se los aseguro.


Charlas taurinas Obra de consulta, de enseñanza y de recreo. Crítica de críticos, antiguos y modernos Antonio Sáenz Sáenz Imprenta Zambrana Málaga, 1951

J osé M aría S otomayor Ignoro hasta qué punto fue conocido en México el comentarista Matías Prats. En España fue, así le llamaron muchas veces, la voz de la radio. También de la televisión. Y como a los toreros, sus propios compañeros siempre se refirieron a él como el maestro. Y yo puedo añadir con verdadero conocimiento, que fue un profesional excepcional. Tanto, que a su muerte escribieron: No se tiene noticia de detalle tan íntimo pero, seguramente, en alguna parte de su traje –en la solapa, como alfiler de corbata tal vez– luce ahora mismo un pequeño micrófono, sin el cual, no podría transmitir como Dios manda su propio paseíllo hasta la cancela de San Pedro.

Su profesión le unió, fundamentalmente, a dos espectáculos de masas: los deportes y los toros. Pero su pasión, la de este comunicador como se diría hoy, fue la fiesta nacional. Y de ella fue un erudito. Algunos maestros retirados, en presencia mía, le dijeron: “sabemos que no te has puesto delante pero sorprende tu sentido del toreo”. Y yo añado que conoció como pocos la historia de la fiesta. Alguno se preguntará el motivo de este preámbulo. Por razón de matrimonio emparenté con Matías Prats, tío de mi esposa, su padrino de bautizo y desde el año 1968, por tanto, también tío mío. Pero más que esto, fue entrañable amigo, extraordinario maestro de tauromaquia y de la vida –aunque el alumno no lo aprovechara–, e impulsor de mi relación con el mundo de los toros más allá de la condición de aficionado que ya 203


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tenía. Sin duda, él está en el origen de cualquier actividad mía relacionada con los toros. Fui su asiduo acompañante a transmisiones de corridas, conferencias, coloquios, tertulias y a cuantas actividades mi trabajo me lo permitió. Y de su mano conocí a toreros, ganaderos, escritores, periodistas y a tanta gente del toro. Pues bien, en esa época de nuestras vidas en la que deseamos absorber todos los conocimientos posibles de tauromaquia, además de los adquiridos en largas charlas en su casa y en viajes hasta diferentes plazas, también obtuve alguno en su biblioteca, que siempre puso a mi disposición. Y fruto de todo ello se despertó en mí el gusto por los libros taurinos que, después de leídos allí, procuraba adquirir. Se unieron a los que ya poseíamos mi esposa y yo y que ahora forman parte de la Biblioteca Sotomayor-Muro. En cierta ocasión, una tarde en su casa, rebuscó en su biblioteca –no demasiado–, hasta encontrar un librito muy manoseado. Me lo prestó como otros, con la recomendación de que lo leyera con atención. “Ahora”, me dijo, “en este libro todo te parecerá un dogma de fe. Pasado el tiempo, te darás cuenta de que existen otros conceptos, que algunos no pueden interpretarse como lo hace el autor y, finalmente, tendrás tu propia opinión”. Y creo que se cumplió su predicción. Recuerdo que aquel libro fue de los pocos que yo leí tomando muchas notas en un cuaderno. Lo busqué pero nunca pude encontrarlo para añadirlo a mi biblioteca. Pasados muchísimos años, una gran amiga, conocida de muchos de ustedes, María Victoria Rodríguez, una Navidad me hizo un regalo. Fue este libro, dedicado por ella y magníficamente encuadernado. Y de él quiero hablar. No fue el primer libro taurino de nuestra biblioteca. No es uno de los que cito cuando me piden que elija mis libros preferidos. Pero es una pieza unida al recuerdo imborrable de Matías Prats. Su título es Charlas taurinas. En cubierta consta también un subtítulo, quizá dos: Obra de consulta, de enseñanza y de recreo. Y, continúa: Crítica de críticos, antiguos y modernos. Después incluye una relación muy extensa de éstos. Su autor fue Antonio Sáenz Sáenz, crítico taurino desde 1938 en las emisoras de Radio Málaga y Radio Nacional de España en esa ciudad. Se editó en 1951, aunque en otro ejemplar que he podido ver estos


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días, su antiguo propietario la corrigió a mano y puso 1953 como fecha de aparición. Fue editado en Málaga y tiene 184 páginas. La tipografía es de tres tipos y dos cuerpos para resaltar lo que el autor consideraba singular. Se imprimió en octavo mayor. Es probable que la corrección de la fecha apuntada se debiera a que esta obra se editó con anterioridad en cuadernos sueltos, con paginación correlativa, de 16 páginas cada uno, que aparecieron los días 16 y 30 de cada mes como consta en la cubierta de unos que también he podido tener en mis manos. Todos tenían inserta publicidad. La edición en fascículos fue de Publicitaria Diana. La monografía debió ser obra de autor, impresa en la Imprenta Zambrana. Consta esta obra en el catálogo de la Biblioteca Nacional de España y, con el número 2,367 en el de la Biblioteca de Carlos Urquijo. Probablemente un texto que aparece en la portada, mezcla de lamento y propósito, exprese con más exactitud lo que de la lectura del libro pudiera extraerse: Mi lema es la Verdad, y unido a ella sufro insultos y allego enemistades; mas… también, a montones, voluntades supe unir, conducido por mi estrella. Dos fines cumplirán a mi deseo, al lanzar estas CHARLAS a la calle; solo dos: la enseñanza y el recreo… ¡Quiéralo Dios, que tal fortuna halle!

El texto está estructurado en dos partes bien diferenciadas, dedicadas al ganado de lidia y a las suertes del toreo. Pero hay que añadir una más, la que titula “Mis charlas han terminado”, en la que enumera y resume las críticas que hizo en el texto a los periodistas de su época. Tampoco se libran en este último apartado, notables de la literatura taurina como Don Cándido, Dulzuras, Don Modesto, Don Pepe o José Sánchez de Neira. Todo el libro está salpicado de anécdotas y de la lectura actual saco en consecuencia que no fue su intención zaherir a nadie. Quizás entendió que matizando o corrigiendo los errores de otros, siempre desde su par-


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ticular punto de vista, contribuía a que aquellos no se enraizaran entre los aficionados. Pero es el cuerpo del texto lo que interesa. En el correspondiente a la primera parte, más breve que el siguiente, y que parece haber sido incluido más por necesidad que por objetivo, repasa las tientas y su modo de operar; las faenas de herradero; el nacimiento y el desarrollo del animal de lidia; entra en conceptos propios de la veterinaria anatómica; no de manera exhaustiva, pero sí se detiene en algunos aspectos de las encornaduras y la capa de los toros. Aunque discutible, y más con la perspectiva de los años, afirma que no debe hablarse de pelo del toro sino de pinta, que él subraya como color, matiz o pintura. No le falta razón, pues a veces el color del exterior de un toro lo apreciamos como suma del de su piel y de sus pelos. Pero no quiero yo entrar en ninguna pacífica polémica. Se detiene también en el cruce y en el semental y nos cuenta algunas trapacerías de mayorales y vaqueros. La visión, el peso, la edad, las querencias y la bravura del toro, sobre todo esta última, merecen su atención. Es natural que también se detenga en la mansedumbre. Estoy comentando un libro escrito en los años 50 del siglo xx, y como casi nada es nuevo en nuestra fiesta, Antonio Sáenz Sáenz, antes de cerrar este apartado, quizá como preámbulo al siguiente, habla del torero y el lidiador y justifica que no es lo mismo torear que lidiar. Después de contar unas anécdotas entra de lleno en la segunda parte de sus charlas, hablándonos de una manera escuetísima de los orígenes del toreo de capa. Y en relación con este origen, sin asegurarlo, dice: Parece ser que el manejo del capote comenzó en manos de un moro, llamado Mojitabed-El Zendub, procedente del pueblo, que viniendo del campo de Granada, a la ciudad, por la Cuesta de los Gomeles, en la puesta de sol de una tarde septembrina, se vio acosado por un toro desmandado de un grupo que conducían jóvenes vaqueros a través de trochas y cañadas. Y para defenderse de la acometida del animal, echó


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mano del alquicel y con sus vuelos estuvo sorteando las embestidas, hasta que el ruido de los cencerros del cabestraje le hizo tornar al rebaño.

Enlaza este comentario con uno de los grabados de la Tauromaquia de Goya y esto para él, parece legitimar este origen. Mucho, y muy bien documentado, se ha escrito desde entonces acerca del origen del toreo. Dejémoslo como un apunte que abre el abanico de suertes del toreo que el autor va acercando a las páginas de su libro y que ocupan alrededor de las tres cuartas partes del texto. Es en este tema de las suertes en el que más se detiene, y en el que, a mi entender, el libro cobra mayor relieve. Analiza las suertes de los tres tercios desde un prisma técnico e histórico, siempre estableciendo comparaciones, y desde luego, denunciando las maneras incorrectas en aquella época –quizá también ahora– de ejecutar las mismas. Prolijo sería detenerse a enumerar sus diversos comentarios, pero sí me llamó y aún me llama la atención uno (prueba tal vez de que los tiempos no cambian demasiado), referido a la faena. Dice el autor: Rumbosamente se llama faena, a lo que no lo es. Y en lugar de decir “hizo una gran faena de muleta” debería decirse “hizo dos o tres o cuatro faenas de muleta” ya que, real y verdaderamente, esa fue la labor del lidiador, muleta en mano. Lo de faena de muleta, así, en singular, solemos verlo de tarde en tarde en estos tiempos en que el camelo nace, crece y se reproduce desaforadamente; y, lo que es peor ya que esa es la causa que lo sostiene, se aplaude con jubilosa insistencia por las consabidas huestes, faltas de la necesaria preparación para ahondar en la busca del matiz… En otros tiempos la faena solía hacerse en un solo terreno, que el matador elegía a la vista de la condición que el enemigo hubiera observado en el desarrollo de los dos tercios anteriores. Y a una leve indicación del jefe, cuando el toro no hubiera quedado en lugar a propósito, el subalterno colocaba al enemigo en terreno apropiado, retirándose acto seguido a prudente distancia, en acecho de cualquier contratiempo o apuro en que su jefe pudiera verse.


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En los años 50 del siglo xx se decían estas cosas. Probablemente, a principios del siglo pasado alguien escribiera algo parecido de los toreros de entonces. Seguramente ocurriría también a mediados del siglo anterior y es evidente que, con demasiados matices, en la actualidad también echamos de menos esas faenas realizadas en lo que dimos en llamar un palmo de terreno. Este párrafo anterior, extraído del libro que me ocupa, probablemente dictado con anterioridad ante los micrófonos de Radio Málaga o Radio Nacional de España en aquella ciudad, es una muestra del esquema del mismo. Podríamos trasladarlo a la verónica, a un par al quiebro o al cambio, o a una estocada, baja o caída. ¿Qué es lo ortodoxo en el toreo y en la manera de contarlo? ¿Qué tiene mérito o qué está bien dicho o escrito? Ese es el hilo conductor de este librito que leí hace muchos años y que aquí he querido recordar con mi pensamiento, puesto también en otro gran amigo: el queridísimo Luis Ruiz Quiroz. Con su recuerdo, y mi sincera enhorabuena a todos los miembros de Bibliófilos Taurinos de México, finalizo estas notas, deseando que Dios les dé otros tantos años de vida.


LAS TEORÍAS



Teoría de las corridas de toros Gregorio Corrochano Revista de Occidente Madrid, 1962

A ntonio B arrios Gregorio Corrochano nació en Talavera de la Reina,105 en la provincia de Toledo, el 8 de abril de 1882 y murió en Madrid el 19 de octubre de 1961, sin haber corregido el texto de este libro, al que le faltó la última mano que todo autor suele dar a sus obras. En 1914, Corrochano sustituyó en la crónica del diario ABC de Madrid a Manuel Serrano García-Vao Dulzuras. Grandes plumas lo siguieron, entre ellos Antonio Díaz Cañabate, Vicente Zabala, padre e hijo –más conocedor de la fiesta y mejor escritor el primero– y actualmente Andrés Amorós, quien es catedrático de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid. Las crónicas de Corrochano tenían un carácter didáctico, cualidad que también lo distingue en su obra póstuma. En primer lugar, considera el autor que el toreo, la lidia del toro, tiene unas normas que son de ayer, que son de hoy y que regirán siempre mientras haya corridas de toros. No hay más variantes que aquellas que se derivan de la interpretación personal, del modo de hacer de cada torero, de su estilo y su personalidad. Por ello, cuando las normas dejen de ser normas, las corridas dejarán de ser corridas de toros. Expone como consejo para los aficionados (y esto es parte muy importante de su teoría), que: 105

Cabe recordar que precisamente en esa ciudad, Talavera de la Reina, murió el 16 de mayo de 1920 el matador de toros José Gómez Ortega Gallito o Joselito, uno de los más grandes toreros de la historia. 211


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Para ver una corrida de toros es condición indispensable no perder de vista al toro. Es muy importante lo que hace el toro. Donde está el toro, está la corrida. El que solo mira al torero, ve la mitad. Hay que mirar al toro y al torero, pero primero al toro. Todo gira en el ruedo alrededor del toro. Por él dictó la experiencia de los grandes maestros las reglas de la Tauromaquia, que son las leyes de la gravitación del toreo. El toro, no solamente es el protagonista, es el objeto del espectáculo. El espectador que distrae su vista del toro, en aquel instante deja de ver la corrida. Al mirar al toro, no solamente vemos lo que hace el toro, sino lo que hacen con él los toreros. Y relacionando lo que hace el toro y la intervención del torero, que esto es la corrida, juzgamos”.

De acuerdo con lo anterior, Corrochano amplía el tema del toro y afirma que “sin toro no hay toreo”; y se cuestiona, ¿cómo ha de ser el toro de lidia? De esta pregunta y de su respuesta hace depender todo lo que viene después en la fiesta de toros. Manifiesta que el tema ha apasionado en todas las épocas. Siempre hubo toristas, que ponían en el toro en énfasis de su afición, y toreristas, para los que el torero iba por delante del toro. Entre estos dos extremos, entre el choque de estas dos tendencias, se encontró una media que, preocupándose del toro como elemento base, atendiese al torero, siempre en función del toro. Ni el toro de lidia imposible, por edad y raza inadecuadas, ni el torero incapaz de enfrentarse con un toro, ni el toro viejo que sabe latín ni el torete sin edad ni respeto, o mutilado, para que unos toreritos hagan en serio lo que Llapisera hacía en broma, de noche y con luz de verbena.106 También sostiene que el novillo de tres años no se debe lidiar en corridas de toros, aunque dé en la báscula peso de toro, porque éste se encuentra en periodo de crecimiento hasta los cinco años. A los cinco años es toro.

106

Recordemos que Rafael Dutrús Zamora Llapisera (nacido en el poblado valenciano de Cheste en 1892 y fallecido en Valencia en 1960) fue el creador del toreo cómico o bufo. Sus espectáculos se denominaban charlotadas. Las chicuelinas que ejecutan la mayoría de los toreros actuales se parecen más a las que practicaba dicho torero bufo, que a las que realizaban Manuel Jiménez Chicuelo, Silverio Pérez, Paco Camino o Manolo Martínez.


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Ésta era la edad reglamentaria del toro, aunque más tarde se aceptó la de cuatro años y cinco hierbas, porque con selección y cuidado el toro podía anticiparse un año, siempre que esta rebaja de edad viniera emparejada con el tipo característico de su raza, con las dimensiones torácicas, con las del esqueleto, con la colocación de los cuernos, con la cara del toro, con la presencia, con todo lo que, reunido, compone la silueta, lo que se llama el trapío del toro. Corrochano no se conforma con que el toro tenga peso, si no tiene edad y dice más: el toro que tiene más peso que el que corresponde a su edad, no es apto para la lidia, precisamente por exceso de peso. Si bien los reglamentos no aceptan el toro de tres años, se lidian sin embargo muchos utreros, además de otros más que intentan lidiarse y que el público rechaza porque no tienen cara de toros. El público no conoce ni los años ni los kilos, pero lo que sí sabe –porque tiene ojos en la cara–, es cuando el toro no tiene cabeza de toro, condición fundamental del trapío. Algunas veces los toros traen resabios adquiridos en el campo y otras veces los adquieren durante la lidia. Si el toro sale con malas costumbres visibles, toda la lidia debe orientarse a corregirlas; se podrá o no, pero debe intentarse. Si no manifiesta defectos en los primeros momentos, toda la lidia debe orientarse a evitarlos; a que no aprenda, como dice el público; y dice bien, porque los toros aprenden. El autor afirma que el toreo tiene su explicación en el movimiento geométrico de dos líneas: una vertical, que es el torero, y otra horizontal, que es el toro. Mientras la línea vertical gira sobre sí misma, sin variar su punto de apoyo en el suelo, la línea horizontal tiene que trasladarse, hacer un recorrido para ir y otro para volver. En aprovechar todo el tiempo empleado por el toro en embestir y en revolverse (en ir y venir, que por rápido que parezca resulta lento, si se compara con el giro del torero), está basada la defensa de este último y la posibilidad misma del toreo. De esta sencilla lección de geometría nace toda la difícil teoría del arte de los toros. Por lo que respecta a la suerte de varas, Corrochano sostiene que el matador de toros no puede permanecer indiferente a ésta, ya que quien se desentiende de ella y deja hacer a los peones de brega, descuida lo que


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más le debe interesar cuidar: el buen estado del toro para el último tercio, el de la lidia. ¡Cuántas veces este descuido es causa de faenas equivocadas! El puyazo es la acción de clavar la puya en el lomo del toro, y al respecto se pregunta el autor: ¿cuántas veces se debe clavar la puya en un puyazo? Y la respuesta no puede ser otra que: una solamente. Esta aclaración perogruyesca es sin embargo necesaria, a la vista de cómo se pican hoy los toros. En resumen: “El puyazo no se puede rectificar, no se puede sacar y meter, y menos para buscar la parte más sensible o ya agujereada del toro”. En todo caso, una vez terminado el puyazo, bueno o malo, el matador de turno debe sacar al toro, aunque no haya peligro ni para el picador ni para el caballo, pues el que está en ese momento en peligro es el toro: en peligro de resabiarse, en peligro de desgraciarse. Un buen tercio de varas da lugar a un bonito tercio de quites, estímulo de matadores que casi ha desaparecido; en cambio, si se pica mal al toro, probablemente se malogrará la faena de muleta y se le quita al público una de las cosas que más le gusta, el tercio de quites. Al mencionar al picador, Corrochano usa el vocablo varilarguero y sostiene que no es una palabra caprichosa, sino más bien una definición: varilarguero es el picador de vara larga. Algunos tratadistas estiran la definición a la vara larga de detener, con lo que queda fijado el propósito. Se trata de detener al toro con la vara larga; detenerlo, no dejarle llegar tanto que coja al caballo. Como todo lo que se hace en el toreo, el picador tendrá en cuenta las condiciones y el estado del toro. Si es pronto, si es tardo, si tiene mucha fuerza, si es blando y se duele, si es duro y recarga, si se quita el palo al acometer (lo que hay que tener en cuenta para no enseñar el palo con anticipación); si por el contrario, humilla y se deja pegar sin tirar una cornada. Según sea el toro, y según venga el toro, el picador manejará el caballo y la garrocha, alargando o acortando, pero siempre con la vara suficientemente larga para intentar detener y despedir al toro antes de que toque el peto. Si lo coge, que le cogerá muchas veces, es un accidente y un riesgo con el que hay que contar, pero no hacer del accidente una norma de picador.


Las teorías  215

Refuerza Corrochano su teoría afirmando que si el toro es bravo, hay que abrirle, tomarle de lejos para verle, para ver lo que le dura el poder y la bravura y, según va bajando la fuerza del toro por los puyazos, se le va cerrando más; se van acortando las distancias entre el picador y el astado, porque hay menos toro que detener. En el sentido opuesto, el autor resume en la carioca todas las malas artes que se emplean desde el caballo amurallado por el peto, para herir y dañar a los toros, para inmovilizarlos e inutilizarlos para la lidia, a saber: barrenar; reincidir en el puyazo buscando el agujero del anterior; picar con el toro parado; pinchar con la puya en la cabeza del toro y taparle la salida y rodearle, lo que justamente se conoce como la carioca. Para apreciar la bravura de un toro, el autor asevera que es indispensable lidiarle. ¿Qué hay que hacer para lidiar a un toro? ¿Cómo debe lidiarse un toro? Ya está el toro en la plaza y el autor sentencia: “La lidia empieza en el primer capotazo”; y no solo la lidia, la muerte del toro empieza en el primer capotazo. Todo cuanto se hace en el ruedo es ir preparando al toro para la muerte; aun hoy que parece olvidada la suerte de matar. En cada suerte, en cada instante de la lidia se le mata un poco, para que llegue al momento final con la bravura, con el poder y con la ligereza precisos y justos, ni más ni menos, para que se le pueda dar la estocada en regla. Todo toro, sea grande o chico, bueno o malo, bravo o manso, debe lidiarse. Necesita su lidia, tiene su lidia; la suya propia y no otra, pero la tiene y debe dársele. Eso es tauromaquia pura y eso es, en consecuencia, el toreo. Torear es ejecutar, hacer el toreo con arreglo a las condiciones del toro, tal como el toro lo pida. Eso es lidiar. Pero siempre con la lidia y el toreo entramados, tejidos, que de esta urdimbre está hecha la tauromaquia. Y también de ese enlace está hecho el arte del toreo. El arte no excluye la lidia; ni la lidia excluye al arte. Cuanto mejor se lidia, mejor se torea, con más claridad luce el estilo; es decir, eso que llamamos arte. Por lo que respecta a la suerte de banderillas, Corrochano la considera una suerte intermedia, de paso, un enlace entre la muy importante, dura y fundamental suerte de varas, y la no menos importante, bellísima y decisiva suerte de matar. Cuando esta suerte está encomendada a buenos


216  El toreo entre libros

banderilleros, resulta un bonito tercio de adorno, airoso y ligero, en el que el torero sale a cuerpo limpio en busca del toro, sin engaño para desviarle, sin más defensa que las líneas geométricas que trazan los pies o quiebran la cintura. Cuando en cambio se encomienda a banderilleros torpes, que en vez de banderillear clavan banderillas donde pueden y como pueden, el tercio es una prolongación lamentable de la carioca del picador, porque también existen los banderilleros a la carioca. El autor pone énfasis en un aspecto técnico de la actual suerte de banderillas: observar lo que hace el toro cuando llega hasta él un hombre a cuerpo limpio y esta observación resulta de la mayor utilidad para el matador que está en la barrera para enterarse de lo que hace el toro por ambos lados, para lo cual bastarían solo dos pares, uno por la derecha y otro por la izquierda. No solamente considera innecesario el tercer par, sino que lo considera perjudicial debido a tantos capotazos o tantas pasadas por la cara, se clave o no. El de banderillas es el tercio en el que los toros cambian más –a veces de un par a otro–, de ahí la gran importancia de ejecutarlo conforme a los cánones. Al respecto, Corrochano recuerda a los banderilleros que dan el menor número de capotazos a los toros para colocarlos (“El buen banderillero encuentra toro en todas partes”), redunda en beneficio tanto de quien entra a banderillear, como del matador que espera en la barrera. Con frecuencia se ve que en un toro vulgar, después de un vulgar o desagradable tercio de varas, coge las banderillas un matador que es un vulgar banderillero y banderillea vulgarmente. ¿Qué se propone con esto? ¿Cuándo debe coger banderillas el matador? Cuando el público se lo pida, pero si hay un toro bravo en el ruedo y si la plaza está caldeada por un lucidísimo tercio de quites. Y las debe coger no para banderillear al cuarteo más o menos disimulado, con la espectacularidad del arco del círculo y del salto –falsificación de poder a poder–, tal como lo haría un banderillero cualquiera si le dejaran, sino para banderillear de manera excepcional, como no podrían hacerlo los banderilleros. No le importa al escritor pecar de reiterativo al insistir en esto de coger banderillas el matador y de los brindis; sobre todo de los brindis al público. Para las dos cosas hace falta un toro, y más para el brindis. “¡Qué triste


Las teorías  217

debe ser recoger de la arena la montera, sin entusiasmo, o entre palmadas de consolación a la buena voluntad!” Y pasamos al último tercio. Corrochano sostiene que el toreo de muleta no es una sucesión de pases sin ninguna relación entre sí. Una faena no se compone de pases sueltos, más o menos numerosos y más o menos artísticos. Esto no tendría ninguna eficacia, y el toreo no es toreo en tanto no se le relacione con el toro. El toro es el que da la medida de la faena: clase y número de pases, distancia a la que debe colocarse el torero, mano que ha de emplear preferentemente. La distancia de la muleta al toro es lo primero que se debe medir. Si el toro es bravo y conserva poder, se arrancará antes que el manso y el agotado. Puntualiza el autor que no son mejores las faenas por largas, sino por precisas y exactas. La mayor belleza de una faena de muleta, su mayor éxito, su eficacia y su razón de ser, se basan en su precisión y su ajuste al toro; ni más larga, ni más corta; ni un pase más, ni un pase menos; los que hagan falta, los que necesite el toro para dominarle, cuadrarle y entrarle a matar. No es mejor una faena por larga, sino por bien toreada; con pases bien mandados, rematados y ligados; sin cortar la faena y ésta no debe ser nunca larga, porque ni la resiste el toro ni la resiste el torero. Si se prolonga, va en perjuicio de la faena, del toro y de la estocada, que es el corolario de la lidia. Los defectos de los toros son un seguro peligro cuando no se ven o no se tienen en cuenta; en cambio, cuando se torea contando con ellos, el peligro se convierte en ventaja para el torero. Respecto del temple, Corrochano sostiene que éste consiste en poner de acuerdo el movimiento del toro que embiste, con el movimiento del hombre que torea. Se templa el instinto con el instinto; para torear hace falta temple. Temple en el capote y la muleta que llevan al toro; temple en el brazo que torea; temple en el hombre que torea con el brazo. Para torear hace falta ser muy templado. Acaso el temple no esté bien definido y pueda confundirse con la lentitud. Templado no es igual a lento. El temple depende del toro, como todo lo que se hace en el toreo. Si no van


218  El toreo entre libros

de acuerdo el movimiento del toro y la mano del torero, no hay temple, aunque haya lentitud. Tanto se falsea el temple por torear rápido como por torear lento. El autor insiste en la necesidad, la eficacia y el mérito de ligar las faenas, los pases de una faena. Para conseguirlo hay que torear con temple. La mayoría de los enganchones y los desarmes son debidos a que por falta de temple, el toro derrota antes de terminar la suerte. Añade que cuando la suerte no se carga y se remata en su sitio, es inevitable que el torero se enmiende; y al enmendarse los pases, éstos resultan sueltos; no se ligan porque cada pase es el comienzo de una faena que no se sigue, que se interrumpe porque no se lleva al toro toreado hasta donde debe ir (ni derrota donde debe derrotar) y la faena se corta. Critica a los presuntos matadores por sus salidas jactanciosas de la cara del toro, mirando al tendido, y afirma que éstas son enmiendas para irse del toro cuando el torero no se encuentra muy tranquilo. No se cansa de repetir que el toreo tiene una finalidad: dominar al toro, y a éste solo se le domina cuando la muleta tiene mando en la mano del torero; con la franela bien mandada se torea tan limpiamente que el toro va por donde quiere el torero. Corrochano vuelve a insistir en que si la faena ha sido perfecta en cuanto a cantidad, calidad y unidad, se debe matar al toro. Pero la faena se interrumpe cuando el torero se va de la cara del toro para cambiar el estoque de madera con el que torea, por el estoque de acero con el que mata; por esta razón el toro ya no queda igualado como se le dejó. Esto hace necesario un nuevo muleteo para encelar otra vez al toro y volver a caldear el entusiasmo del público, que con el paréntesis empezaba a enfriarse. Menos mal si el toro, poco bravo y menos entero, aguantó en el tercio sin irse a otro terreno, refrescado con el ir y venir del matador. Menos mal si el toro no era gazapón, con sentido o difícil de igualar o no era de esos toros peligrosos que hay que matar aprovechando el viaje. De todos modos, ese paréntesis que abre en la faena el cambio de estoques resulta ser, cuando menos, inoportuno. Si interrumpir la faena, cortar su flujo, no ligar los pases, lo considera el escritor como un defecto técnico de la faena, abandonar al toro para


Las teorías  219

ir en busca del estoque en el momento preciso en que había que entrar a matar, le parece que rompe la eficacia de una labor, conseguida a veces con mucho riesgo. Por mi parte, con todo lo hasta aquí expuesto, estoy de acuerdo. Sin embargo, en lo que creo que Gregorio Corrochano está equivocado es en su afirmación de que “el toro, desde que sale a la plaza, pone en juego su instinto defensivo”, y que “la bravura es una forma aguda de la defensa”, pues la acometividad del cornúpeta, su capacidad de embestir, de recargar en varas, son acciones que considero eminentemente ofensivas. Considero que este tema debería ser objeto de un análisis mucho más profundo.


¿Qué es torear? Gregorio Corrochano

Ediciones de la Revista de Occidente Madrid, 1966

J osé F aes N oriega A cerca

del autor

Gregorio Corrochano nació en Talavera de la Reina, provincia de Toledo, el 8 de abril de 1882, en el seno de una familia de agricultores y ganaderos. Inició en Madrid los estudios de ingeniero de caminos, que pronto abandonó para abrazar con pasión la literatura, los toros y el periodismo. Primeramente ejerció como corresponsal durante la guerra del Rif, pero su fama se debe más a sus crónicas taurinas en el diario madrileño abc. Pertenece a una segunda generación de críticos taurinos que empezaron a escribir crónicas con estilo literario, en las que incluían juicios técnicos, pero también estéticos y subjetivos. Presenció la mortal cogida de José Gómez Joselito o Gallito, que puso fin a la llamada Edad de Oro del toreo. Su tremenda admiración por Joselito y el doloroso recuerdo de su cogida, marcó muchas de sus crónicas posteriores. En 1955 obtuvo el premio Castillo de Chirel, que otorga la Real Academia Española y en 1956 se hizo acreedor al premio Mariano de Cavia. Don Gregorio Corrochano murió en 1961 en la ciudad de Toledo. I ntroducción

a la tauromaquia de

J oselito

El autor comienza externando el deseo de que su estudio o ensayo de tauromaquia teórica, también resulte práctico, y para ello se apoya en lo que vio hacer a José Gómez Joselito, gran maestro de su época. Explica que escogió a Joselito porque fue el maestro que vio nacer, desarrollarse y morir, y también porque llenó la época más completa del toreo que él conoció. Nos describe las condiciones que debe reunir un maestro de los toros para poder llegar a ser considerado como tal, así como a lo que puede 220


Las teorías  221

enfrentarse –no siempre agradable–, que fue precisamente a lo que se enfrentó Joselito a lo largo de su carrera. Corrochano nos proporciona una completa y detallada narración de los logros y capacidades de Joselito a lo largo de su carrera, así como algunos datos estadísticos, entre los que sobresalen los siguientes:107 Corridas contratadas:

805

Corridas toreadas:

680

Corridas de seis toros:

22

Toros estoqueados:

1,569

Matador con quien más veces alternó:

Juan Belmonte, en 257 tardes

Plaza en donde más toreó:

Madrid, 81 corridas

¿Q ué

es torear ?

El autor describe el amplio espectro que tiene el cuestionamiento Qué es torear y nos enumera una serie de personajes con los que está involucrado el toro, desde la gente del campo, que tiene que ver con la crianza del toro mismo, pasando por los toreros, por los empresarios, por la prensa, por el público, llegando incluso hasta el espontáneo. En una época de grandes toreros, como Montes, el Chiclanero, Curro Cúchares, Cayetano Sanz, Manuel Domínguez, no se admitían errores durante la lidia; las reglas del toreo creadas por Pepe Hillo, estaban en su apogeo y máximo vigor. Era aceptado y bien visto por toreros y público que en determinado momento un matador corrigiera o aconsejara a otro con el único propósito de que las cosas se hicieran mejor. Nos dice que se torea con la cintura, con el pie aplomado y el brazo suelto y que de ahí tiene su origen el temple, es decir, la armonía del movimiento del toro que acomete y del movimiento del torero que lo torea. Nos describe con ejemplos claros que el temple depende del toro y que el temple se puede falsear, ya sea para torear rápido o para torear lento, y nos advierte de las consecuencias de una u otra cosa. Ni más rápido ni más lento: con temple. 107

Páginas 26 a 28.


222  El toreo entre libros

C uando J oselito

vino al toreo

Corrochano menciona que el toreo atravesaba por un periodo de decadencia iniciado a raíz del retiro de Guerrita y como consecuencia la fiesta había bajado de tono e interés; en tal estado de ánimo fue que irrumpió Joselito en la escena taurina. Eran tiempos difíciles, en los que Bombita y Machaquito sostenían entre ellos una competencia sin competencia y llegaron a abusar de esta situación al grado de simular un veto a la ganadería de Miura, afirmando, sobre todo Bombita, que cobrarían más caro por torear esos toros, toda vez que torearlos representaba mayores dificultades. A este episodio se le llamó entonces el pleito de los Miuras. Habiendo sido Bombita y Machaquito prácticamente expulsados de la plaza de Madrid, empezaron a reaparecer en dicho coso toreros antes relegados y que no veían demasiada actividad, como Vicente Pastor y Rafael Gómez el Gallo, de quienes nos describe el autor sus capacidades y virtudes taurinas. Más tarde volvieron Bombita y Machaquito al abono de Madrid (entonces los toreros no podían vivir sin torear en esta plaza) y las temporadas se normalizaron con ellos y con los que habían estado toreando en su ausencia. Fue entonces que se comenzó a hablar en las tertulias y en los cafés sobre el hermano menor de Rafael el Gallo, un chaval de nombre José, de quien se hacía toda clase de comentarios sobre sus enormes capacidades, hasta que un día se anunció en Madrid su presentación como novillero. A este respecto, Corrochano nos narra que Joselito acudió con el representante de la plaza de Madrid a ver la novillada y que ésta le pareció chica, por lo que se negó a torearla, pero al ver el encierro de una corrida de Olea que estaba preparada para matadores, de inmediato la exigió para él y se la concedieron. Su presentación madrileña fue un éxito total a sus 17 años. El toreo prodigioso de Joselito se hizo amo y señor de la época, lo cual con el tiempo propició la retirada de Bombita y Machaquito. “A sí

no se puede torear ”

El autor hace una comparación de las cualidades de Joselito y las de Juan Belmonte; en el primero, la afición veía una maestría lograda precozmente y con el segundo veía lo que nunca había pensado ver. Profundiza en lo


Las teorías  223

que cada uno de ellos hacía o dejaba de hacer en el ruedo y las consecuencias de ello. Joselito era un torero que conocía todas las suertes, pero como una derivación de su gran conocimiento del toro, que era la verdadera clave de su toreo. En cambio, Belmonte se inclinaba más hacia la perfección de las suertes, llevando al toro bien toreado, con su estilo tan propio. Con Belmonte se empezó a hablar del temple; antes de Belmonte, el temple, si bien no era desconocido, sí era casi invisible. Con Belmonte el temple se vio más, no solo porque era un rasgo de estilo, sino también porque era un recurso de defensa. El

conocimiento de las reses

El autor cuestiona si es más importante el conocimiento de las reses o el conocimiento de las suertes, asunto que divide las opiniones según las preferencias de cada quien. En todo caso, Corrochano se enfoca en el profundo conocimiento que Joselito tenía del toro y de su comportamiento afuera y dentro del ruedo, así como al tiempo que dedicaba a observarlo en el campo, para saber cómo vivía y cómo reaccionaba. En suma, Joselito profesaba una dedicación total al toro y por ende podía con todos los toros: porque sabía cómo era cada toro y a cada uno lo lidiaba como se debía. La

competencia de

J oselito

y

B elmonte

El autor cuestiona si verdaderamente existió una competencia entre ambos, cómo fue, y si fue distinta de otras. Al respecto hace una breve mención de la pugna entre Cúchares y el Chiclanero o la de Lagartijo y Frascuelo, pero concluye que la competencia entre Joselito y Belmonte fue de otra índole, pues se trató de una competencia absolutamente torera. Eran dos escuelas, dos estilos, dos interpretaciones. No era únicamente una competencia entre dos toreros, sino entre dos conceptos del toreo. Para Joselito los toros no tenían secreto, ni había suerte que ignorase; llevaba el toreo en la cabeza. Asombraba por su maestría, su dominio y su facilidad para solucionar los problemas que le pudiera plantear el toro en la plaza. Por su parte, Juan Belmonte toreaba más con el sentimiento, muchas veces ignorando las reglas del toreo y en algunas ocasiones era capaz de hacer cosas inexplicables.


224  El toreo entre libros

Corrochano resalta que ambos toreros marcaron una época, no de toreros, como pasó con Lagartijo y Frascuelo, sino de dos formas de torear que se fundieron en una misma época. Con estos dos toreros sucedió que los conceptos que cada uno tenía del toreo, no permanecieron aislados o diferenciados, sino que acabaron por fundirse. Termina Corrochano este apartado preguntándose si en el estado actual de la fiesta sería posible una competencia como aquella. A

quien le den miedo los toros , que no sea torero

Comenta el autor sobre los engaños y las trampas que se suelen cometer en la fiesta, y cómo algunos que él llama conformistas consideran que por ser estas prácticas antiguas, deban ser aceptadas o toleradas, sin que se haga nada para corregirlo. Reconoce que el abuso siempre está al acecho, pero niega que tal abuso sea aceptado. El Doctrinal taurómaco de Hache había representado una recopilación de protestas constantes y reiteradas de los aficionados, por lo que en este libro quiso Corrochano reflejar su inconformidad contra los abusos que se cometen contra la fiesta, en especial la mutilación del toro. Antiguamente los jueces no solamente se limitaban a reseñar las corridas; además, una vez terminadas éstas, bajaban al desolladero para revisar las bocas de los toros y comprobar, por comparación con unas bocas disecadas, la edad de cada toro. También señala el autor que todos se preocupan por el peso del toro sin tomar en cuenta su edad, que es el factor más importante y básico para diferenciar un toro de un novillo. Al final de este apartado, Corrochano declara lo siguiente: “Tenemos la obligación de conservar y proteger a este maravilloso animal, único en su especie, que es el toro de lidia”.108 ¿C ómo

ha de ser el toro de lidia ?

Para Corrochano no hay toros grandes ni toros chicos, sino toros o novillos, y como características del toro señala la edad, el trapío, el tener el

108

Página 77.


Las teorías  225

tipo de la ganadería a la que pertenece, ser limpio de cornamenta y estar sano y fuerte. Si no reúne estas características, no es toro, es novillo. ¿Qué es un toro bravo? La bravura, cuyo origen y medida desconocemos, se le ha considerado como un carácter del instinto, con lo que se ha creído darle una definición. ... Si juzgamos por lo que vemos con el toro confiado en el campo, tranquilo en libertad, donde convive con el hombre y con el caballo, y por lo que ocurre en la plaza, donde no tolera la presencia del hombre ni la del caballo, podemos pensar que la bravura es un temor defensivo. Cuando un toro pisa el ruedo busca una salida. Como no la encuentra, se para. El hombre le reta tirándole un capote o avanzando hacia él con un caballo, y el toro acomete. ¿Por qué?... Lo hace por defenderse del hombre que lo hostiga, que le hiere y a quien teme. La bravura es un instinto de defensa, de un gran parecido con el valor del torero. … ¿Qué procedimiento sigue el ganadero para descubrir la sospechada bravura, aislarla y conservarla? Tiene la práctica de la tienta, que es una lidia en miniatura y la conducta, registrada en los libros, de la familia o reata, es decir, la herencia. Dos variables de dos procedimientos insuficientes, porque los errores frecuentes del ganadero, pregonan la insuficiencia del método. Y, sin embargo, se desconoce otra práctica.109

La bravura implica una serie de aspectos a cuidar, tales como saber si los toros tienen una escala de dureza o resistencia al dolor, de codicia y rapidez, de nobleza o instinto claro de defensa y de sentido para diferenciar el engaño del bulto. Asimismo, para el cuidado de la bravura, Corrochano considera muy importante conservar la pureza y bravura de la especie; al respecto, menciona que existen ganaderías que fueron bravas y que sin embargo se degeneraron a causa de una serie de errores, descuidos 109

Páginas 81 y 82.


226  El toreo entre libros

y manipulaciones en busca de una bravura que no se logró y que, por el contrario, condujo a la mansedumbre. ¿C uándo

y por qué empezó el sorteo de los toros ?

Anteriormente el ganadero no solo era el criador de los toros de lidia; también le correspondía elegir las corridas, decidir a qué plaza iban y establecer en qué orden salía cada uno de los ejemplares en la corrida. El toro que abría plaza era el de mejor trapío y por consecuencia el que causaba la mejor impresión y era recibido con aplausos. El resto de los toros se distribuía de tal manera que el quinto fuera el de mejor reata (herencia) y, por ende, el de mayores posibilidades de bravura, con la finalidad de levantar la corrida en caso de que ésta hubiera decaído. De ahí deriva el dicho popular de “no hay quinto malo”. En el tiempo de Guerrita (diestro que durante su carrera no tuvo mayor competencia), éste comenzó a mover el toreo, aconsejando que los toros engancharan más con los caballos, e influyendo con los empresarios para que contrataran a determinadas ganaderías. Por otro lado, algunos ganaderos, buscando las preferencias del torero, acomodaban el orden de salida de sus toros teniendo siempre en cuenta el turno de Guerrita. Aunque todo se debió a una suspicacia de Luis Mazzantini, él fue quien demandó la instauración del sorteo y, al aceptarse el sorteo, los ganaderos perdieron el mayor privilegio del que gozaban: tener el control absoluto en el toro, hasta que salía al ruedo. C apítulo

de la suerte de varas

El autor considera que de todos los instrumentos empleados en la lidia, son las puyas las que ejercen mayor influencia, pues de la suerte de varas y de su función tan definida, se deriva todo lo que se hace con el toro. Comenta Corrochano que en el asunto de la puya existen dos intereses encontrados: el del picador y el del ganadero, pues el primero quiere herir al toro con más facilidad y menor riesgo, mientras que el segundo quiere que el toro luzca más, para que se aprecie su bravura, pero con el menor daño posible.


Las teorías  227

El propósito de la suerte de varas consiste en fijar al toro para la lidia de a pie, y la misión del picador es realizar la suerte de manera correcta, a través de la ejecución de ciertas técnicas y del conocimiento que debe tener el picador del estado del toro en lo referente a su fuerza y codicia, para saber cómo castigar al toro y cómo manejar el caballo en el proceso. El autor hace también una crítica respecto al desprestigio que ha sufrido esta suerte: “Debiéramos estar más atentos a ella y restaurarla como algo que tuvo grandeza y hoy ha degenerado, hasta admitirla como un mal necesario”.110 Como complemento, menciona las trampas que se cometen por no respetar las reglas del toreo a caballo, así como un extenso número de comentarios sobre lo que debería ser la suerte de varas. Apunta el autor que durante su ejecución el matador no puede permanecer indiferente o distraído, ni limitarse a realizar el quite cuando llegue su turno. El matador de toros que limita a esto su función durante la suerte de varas y deja hacer su voluntad a los peones de brega, descuida lo que más le debiera interesar cuidar: su propia lidia. Sobre este particular, Corrochano nos relata que Joselito no esperaba en la suerte de varas a que el toro saliera del caballo, sino que él mismo realizaba el quite: “Hacer el quite es quitarle de donde está. ¿De dónde hay que quitar al toro en la suerte de varas? Hay que quitarle del caballo”.111 C apítulo

de la suerte de banderillas

El tercio de banderillas es muy importante para el toro; conviene observar cómo sale de la suerte de varas para no cansarlo más. Con las banderillas se busca refrescarlo un poco, ya que no solo ya sufrió el puyazo, sino además su empuje o romaneo con el caballo y su lucha con el peto y el armazón del mismo. Afirma Corrochano que el banderillero que necesita que le coloquen al toro como si fuera entrar a matar, no es banderillero. Podrá banderillear, 110 111

Página 97. Página 115.


228  El toreo entre libros

pero no es banderillero. “El mejor banderillero es el que necesita menos colocación del toro, ahorra capotazos y no sale nunca en falso, sino en caso de inminente peligro.”112 Apunta que la suerte de banderillas es el tránsito entre la suerte de varas y la de matar, que son los dos momentos fundamentales en la lidia de un toro. Considera el autor que las banderillas son una suerte ágil, muy variada y artística, pero más de adorno que de eficacia, por lo que sus mayores méritos deberán ser la brevedad, la limpieza en su ejecución y la pausa en el momento de la reunión. Como ejemplo, el autor nos da una amplia explicación de las virtudes que como banderillero tenía Guerrita, a quien pone como ejemplo de lo que debiera ser un banderillero en toda la extensión de la palabra: Un matador debe coger las banderillas cuando el público se lo pide o cuando hay un toro bravo en la plaza y está caldeada por un lucidísimo tercio de quites. Y las coge, no para banderillear… como lo haría un banderillero cualquiera, sino para banderillear de una manera excepcional… para ir subiendo el entusiasmo.113

También da ejemplos de cómo Lagartijo, Guerrita, Fuentes y Joselito tomaban las banderillas y apunta que lo hacían cuando “…ya estaba la plaza en tensión, que ascendía a hipertensión en cada par”.114 En opinión del autor bastaría con clavar dos pares de banderillas –uno por el lado derecho y otro por el lado izquierdo–, con lo cual la suerte se habría logrado y la finalidad de ver cómo embiste el toro al bulto y al engaño, también; de esta manera se ahorrarían muchos capotazos innecesarios. C apítulo

de la suerte de matar

Corrochano postula que la suerte de matar empieza desde el primer capotazo y que todo cuanto se hace en el ruedo, consiste en ir preparando 112

Página 118. Página 123. 114 Página 124. 113


Las teorías  229

al toro para su muerte. Se podría afirmar que en cada suerte se mata al toro un poco, hasta llegar al momento final en el que el toro debe contar con la bravura precisa para que se le pueda dar la estocada. Establece el autor que a los toros hay que lidiarlos, por lo que pide olvidar el concepto equivocado de que una cosa es lidiar y otra torear. La lidia tiene toda la diversidad del toreo y caben en ella los toros más distintos y es el arte de saber torear, es la percepción del toreo, a la que cada torero imprime su estilo y carácter. Todo cabe en la lidia: bravura, instintos, querencias, terrenos, reglas, arte y valor. Para ejemplificar lo anterior, relata una tarde en que Joselito se enfrentó en Sevilla a unos Miuras y dio una gran lección de cómo lidiar y matar a un toro. De

cómo debe ligarse el toreo

Uno de los defectos de los que adolecía el toreo en los tiempos de Corrochano, era la falta de ligazón o continuidad. Una faena cortada o interrumpida resta emoción y eficacia y causa disgustos cuando se está frente a un verdadero toro. Para cortar una faena, el torero suele echar mano de tranquillos: dirigirse a saludar al público sin que nadie lo llame, o cambiar al toro de terreno con pases de tirón. La realidad, es que muchas veces ambos son pretextos para separarse del toro con el que no se está a gusto o al que no se sabe qué hacer con él. Lo difícil en el toreo son los remates, rematar un pase y más rematar una faena. De pases sueltos está lleno el infierno taurino… Pero faenas completas, faenas ligadas, faenas sin perder terreno y sin despegarse del toro, dominando el torero, éstas son patrimonio de los pocos privilegiados del toreo.115

El

toro se queda y no pasa ,

¿ por

qué ?

En opinión de Corrochano, si el toro no pasa es por falta de bravura, por falta de poder o instinto, y la falta de codicia o de poder se resuelve con el 115

Página 152.


230  El toreo entre libros

temple. Para abundar en este punto, el autor nos reseña cómo Belmonte definió su estilo a través del temple. Con él, el toro seguía a la muleta y no al torero, y como no había pase de tirón violento, el toro conservaba su movimiento inicial, mantenido por el temple y por la suavidad con la que movía la muleta. En la conservación de la distancia entre toro y engaño está el secreto del temple y también el secreto del toreo de Belmonte. T eoría

del pase natural

La mano de torear al natural es la mano izquierda, pero no todos los pases que se dan con la mano izquierda son naturales; tal es el caso del pase de pecho, que tiene su característica especial. Apunta Corrochano que en algunas tauromaquias lo llaman pase regular, aunque así se denomina a todo lo que se ejecuta con la mano izquierda, menos el pase de pecho, como ya se comentó. El pase natural, que hoy se utiliza generalizadamente, nació –según nos dice Corrochano–, con Cayetano Sanz, de acuerdo con lo que se deduce de un relato de la época: Era la tarde del 2 de junio de 1872; corrida de Beneficencia en Madrid... solo en la plaza, y para mayor lucimiento en los medios, sin abandonar la muleta de la mano izquierda, girando los talones de las zapatillas pegados uno al otro los dos pies, y con el cuerpo erguido y flexible, dio seis naturales y dos de pecho ideales, para una soberbia estocada arrancando, de la que salió Listón, de Hernández, muerto sin puntilla.116

El final del último tercio concluye con el suerte de matar o suerte suprema. Según el autor, a esta suerte le ha pasado algo parecido a la suerte de varas, ya que le han ido restando importancia, al grado de que es muy común escuchar, al juzgar a un torero: “perdió la oreja porque no tuvo suerte con la espada”.117 116 117

Página 163. Página 176.


Las teorías  231

Considera Corrochano un enorme desdén para la estocada, atribuir a la fortuna la adecuada ejecución de una suerte tan difícil y peligrosa. Por otro lado, señala que los toros suelen matarse al volapié, o bien, mediante derivaciones tendientes ya sea a mejorar su ejecución, como la suerte de recibir y la estocada a un tiempo, o para sacar ventaja, como los recursos de cuartear o de echarse para fuera. C ogida

y muerte de

J oselito

¿Qué es torear? Yo no lo sé. Creí que lo sabía Joselito y vi cómo lo mató un toro el 16 de mayo de 1920, en la Feria de Talavera.118

Así empieza la descripción profunda y apasionada que hace el autor del último toro de Joselito, llamado Bailaor. Aborda con gran claridad lo que sucedió en el ruedo aquella tarde con Bailaor, el toro que Joselito creía que había perdido la vista en los caballos (o que era burriciego, como supone el autor): “Se levantaron todos. Cogieron a Joselito. Le sacaron en hombros de la plaza. En hombros había salido muchas veces. Pero ahora le sacaban, sin ruido, sin risas, sin palmas, silenciosamente. Y abrazados a él, se lo llevaron a Sevilla. ¿Qué es torear?”119 I ntroducción

a la tauromaquia de

D omingo O rtega

Casi para terminar este maravilloso tratado, el autor opina que sirve de mucho recoger las enseñanzas de aquellos toreros cuyas actuaciones pueden servir de referencia y ejemplo. Teniendo esto en cuenta, fija su atención en Domingo Ortega, que para él era un torero actual con la herencia de ayer. Domingo Ortega tomó la alternativa en Madrid el 16 de junio de 1931, en una corrida de mucha expectación a la que se le había hecho una excesiva propaganda y que al final no tuvo el éxito esperado, por lo que el público se sintió engañado y rechazó al torero de una manera injusta. Su 118 119

Página 201. Página 205.


232  El toreo entre libros

repetición llegó el 23 de junio, una semana después de la alternativa, y en esta ocasión el público pudo ver algo sobresaliente en este matador. En su crónica del abc, Corrochano escribió lo siguiente: Lo mejor que tiene Ortega, lo fundamental, es el toreo por bajo. Ese aguante, ese temple, esa suavidad con que carga la suerte, echando todo el cuerpo sobre la pierna de salida, con la rodilla un poco doblada, es lo que tiene de verdadera calidad.120

Corrochano señala también como algo singular del toreo de Domingo Ortega, su manera de cargar la suerte, cuya finalidad es: Para llevarle a donde él quiere que vaya, tiene que andarle, y para mandarle tiene que cargar la suerte. ¿Cómo? Adelantándole la pierna por donde ha de pasar y salir el toro, sin mover la otra. ¿Cuánto? Lo que haga falta, según las condiciones y estado del toro. Pero siempre hacia adelante, nunca hacia atrás.121

Y concluye el autor su explicación, afirmando: “Torear sin cargar la suerte no es torear”.122 El corolario de este libro (que contiene 15 páginas con fotografías de Joselito y de Domingo Ortega) es un epílogo escrito por Emilio García Gómez, miembro de la Real Academia Española.

120

Página 217. Página 220. 122 Página 222. 121


Tauromagia Guillermo Sureda Molina

Editorial Espasa–Calpe Colección Austral, volumen 1632 Madrid, 1978

O ctavio X. L agunes A larcón Tauromagia es un libro de madurez en el que se analizan importantes temas de técnica y estética taurina, y que a pesar de haber sido escrito en 1978 sigue plenamente vigente. Es de bolsillo, económico y fácil de conseguir, al menos en México. Por su dimensión parecería que se puede leer rápidamente, pero resulta tan interesante que la propia lectura impone un ritmo pausado para encontrar momentos de reflexión. El autor nació en Palma de Mallorca en 1926, donde no solo se aficionó a los toros sino que también sintió la necesidad de escribir. Su primer artículo apareció en 1945 y se hizo popular por un programa radiofónico. Fue titular de la crítica del Diario de Mallorca desde 1952, hasta que se trasladó a Madrid en 1973. En 1952 publicó su primer libro, titulado Ensayos taurinos, que fue muy elogiado; luego escribió nuevas obras taurinas, entre las que destacan El toreo contemporáneo; La suerte consumada; El Viti (El hombre y el torero); El toreo gitano y Paco Camino en blanco y negro; en todas ellas analiza el toreo con gran rigor intelectual. Desafortunadamente, este prolífico autor taurino falleció en 1979 a la edad de 53 años. Su obra más conocida, Tauromagia, inicia con una introducción en la que el autor advierte que abordará todo aquello que pueda tener importancia para la causa del buen toreo. Fue testigo excepcional de una época dorada del toreo, desde Manolete a El Cordobés, y por ello aclara que pretendió escribir este libro como Miguel de Unamuno quería que fueran tratadas todas las cosas de los hombres: “con la cabeza clara, el corazón caliente y la mano generosa”.123 Dice que este reto no es de humilde ta123

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lante, pero bastante más difícil es dar a un toro seis buenos muletazos con arrogancia, en los que hay que tener valor, temple y arte. Por tanto, el teórico toro de la crítica no tiene por qué ser más peligroso que el toro real de la corrida. Cita también al escritor francés Jean Cau, que en su concepto ha escrito una de las frases más bellas e inteligentes de la esencia de un aficionado: “Amar a los toros es, cada tarde, a eso de las cinco, creer en los Reyes Magos e ir a su encuentro”.124 Sureda Molina considera que un buen aficionado “es aquel que busca la perfección del toreo y espera encontrarla seis veces en cada corrida”,125 a pesar de que esto es solo una ilusión. Pero subraya que en ello radica la magia de la afición a los toros y es la razón por la que debemos conservar la corrida de toros pura, intacta y decente, con un toro auténtico y con la gallardía de un torero para que siga vigente; por eso hay que defenderla de los fraudes y abusos. De entrada, en el primer capítulo, titulado “El toreo y su técnica”, el autor se hace los siguientes cuestionamientos iniciales: ¿qué extraña cosa es ser torero? ¿Se ha estudiado a fondo la esencia de esta insólita profesión? ¿Es normal psicológicamente quien decide ser torero, quien decide hacer de su vida un espectáculo, poniéndola en juego cada tarde, frente a unas astas? Por otra parte ¿se ha estudiado esta profesión desde un punto de vista sociológico?126 Comenta que hay muchas cosas por estudiar y saber. Un día un chico cualquiera, con o sin antecedentes, decide hacerse torero. ¿Por qué toma semejante determinación? Al principio es una idea que va germinando lentamente, casi de manera subconsciente, hasta que un día necesita aflorar al primer plano. Por otra parte, toda vocación implica una determinación para elegir el camino, y toda elección es dramática. La de ser torero lo es todavía mucho más, porque trata precisamente de 124

Idem. Página 10. 126 Página 13. 125


Las teorías  235

llenar la vida con una actividad que consiste en poner cada tarde su vida en una situación límite.127 Por eso menciona la distinción fundamental entre profesión y vocación: la vocación es algo muy concreto, mientras que la profesión es una realidad que pertenece a la vida colectiva y que por consiguiente está genéricamente estereotipada. Las profesiones se pueden ejercer con vocación, pero también sin ella. La auténtica vocación, en cambio, no coincide casi nunca con la profesión preestablecida, es decir, con el repertorio de conductas que ella propone, sino que exige siempre de dicha profesión una interpretación más original. De ahí que cada gran torero aporte algo nuevo y original a su profesión. Y esa vocación de ser torero se convierte de pronto en una locura por cuanto significa poner la vida en constante peligro y una locura por quien la padece: el aspirante que siente que se vuelve loco por ser torero. Comenta Sureda que platicó tanto con figuras del toreo, como con otros toreros que no pasaron de modestos y con otros que ni siquiera a eso llegaron, y que: Todos, todos, todos a la hora de la verdad, a esa hora de confidencia sincera y terminante, me han dicho lo mismo: la vocación de torero es como una llama poderosa que nos prende, nos envuelve, y no nos deja ya nunca quietos. También todos, absolutamente todos, coinciden en lo mismo: si nacieran mil veces, mil veces querrían ser de nuevo toreros.128

Leer lo anterior me hizo recordar aquella ingeniosa frase de Camilo José Cela, Premio Nobel de Literatura en 1989: “Yo quise ser torero pero solo llegué a Premio Nobel”. El autor de este tratado se plantea los ingredientes que deben combinarse en esta vocación para hacerla irresistible. Son variados, unos de tipo idealista y otros de índole materialista; aunque no siempre, ni mucho menos, coinciden: 127 128

Página 14. Página 15.


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•• La necesidad de salir de un estrato social deprimido. •• El deseo de ser eso que se llama un triunfador. •• La necesidad de henchir una vanidad poderosa. •• El impulso de una rebeldía interior contra unas estructuras socioeconómicas a todas luces injustas. •• El deseo de ser un vengador social y de codearse con quienes le han ignorado antes de ser torero e incluso en ocasiones, humillado. •• El puro, escueto y limpio placer de torear. •• El apetito de ovaciones, triunfos y popularidad. •• El brillo del dinero ganado prontamente y a lo loco. •• La emoción indescriptible que lleva implícito el hecho de pasarse el toro por la faja.129 Una vez expuesto lo anterior, el autor se formula otra pregunta: ¿Ser torero ha sido siempre lo mismo, es decir, ha significado siempre, a lo largo de la historia taurina, una misma cosa?130 Entonces explica que el torero, en general, se amolda al gusto de la época que le toca vivir, de modo que la profesión de matar toros ha tenido distinto significado a través de los tiempos. Pretende, en virtud de esta diferente significación, aclarar cuáles son las cualidades y características esenciales que se requieren para ser un torero de alto rango en la actualidad. El toreo ha progresado, pero ¿ha mejorado? Esta pregunta se queda sin respuesta. Lo que sí afirma el autor es que al torero moderno se le exigen unas condiciones y cualidades muy determinadas, las cuales por otra parte son esenciales:131 el valor; la inteligencia; la personalidad y la capacidad estética o arte. Todo lo demás viene por añadidura. 129

Páginas 15 a 16. Página 16. 131 Página 20. 130


Las teorías  237

El autor no cree que en lo anterior existan grandes discrepancias (las habría si cada uno tratara de valorarlas según sus criterios personales) y se ofrece dispuesto a rectificar esa escala de valores cuando sea necesario. Desarrolla en primer lugar el concepto de valor. Se refiere al valor necesario para estar a gusto frente a la cara del toro; el valor que cabe exigirle a un torero para que sea capaz de torear con la suficiente honestidad. El torero, en líneas generales, no tiene por qué estar al borde de la cornada. La historia del torero está llena de toreros suicidas que nunca han alcanzado un tono torero elementalmente decoroso. Lorca dijo: “El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad, no torea, sino que está en un plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida”. Pero el valor es el pedestal sobre el que se basa todo lo demás. Porque sin ese valor –el necesario–, no hay arte taurino, ni siquiera hay toreo. En segundo lugar hay que situar al binomio inteligencia–intuición, tan difícil siempre de separar, pero mucho más en el mundo de los toreros. Torear es vencer racionalmente el poder de la fuerza bruta. José Bergamín escribió: “El torero no se disfraza de torero; la inteligencia no se puede caracterizar. El traje de luces del torero es emblema de pura inteligencia: porque es cosa de viva inteligencia torear”. Yo personalmente discrepo de este comentario, porque en realidad sí he conocido toreros que se disfrazan de toreros. El autor explica una cualidad esencial: la personalidad. Es imprescindible para todo aquel que quiera arrastrar a una masa de aficionados y llenar las plazas de toros. Eso es cierto, y, para ser buen torero, ¿qué se necesita? En la biografía de Juan Belmonte, de Manuel Chaves Nogales, se dice del torero: “Para mí, lo más importante de la lidia, sean cuales fueren los términos en que el combate se plantea, es el acento personal que en ella pone el lidiador. Es decir, el estilo”. ¿Qué quiere decir esto?, que quien quiera ser fiel a sí mismo, quien quiera gozar de una suerte de eternidad artística, tiene que hacer un esfuerzo para seguir la voz de los postulados personales. Cada torero ante su propio yo, debe ser de una sinceridad absoluta. Rafael El Gallo dijo: “Cada torero debe ir a la plaza a decir su misterio”. La frase no solo es bonita, sino que encierra una gran verdad artística. Por eso


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mismo, lo que en un torero es bueno y por consiguiente elogiable, puede resultar censurable en otros, cosa que ocurre con frecuencia. Vuelve Sureda a García Lorca y a su famosa conferencia Teoría y juego del duende: “España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.” Por su parte, Enrique Tierno Galván dice del torero: “Al torero se le llama ‘artista’ en el sentido creador de la belleza y desde luego lo es, teniendo plena conciencia de que la figura y la dignidad plástica prestan al lance un peculiar estilo que elevan la lidia al máximo de expresión estética; belleza y galanura ante la muerte”. Se trata de que torero trate de ser, cada tarde, un creador de belleza, sin dejar fuera el sentimiento, sin el cual la estética se convierte en neoclasicismo de escayola. Con esa estimación del toreo, con esa concepción de los valores toreros, las cosas no son tan sencillas como a primera vista parecen. Según una anécdota que Sureda atribuye a Romea, el famoso actor de teatro y a Mazzantini, el no menos célebre torero; éste, al momento de disponerse a matar a su toro, se acercó al actor y le dijo, “Le brindo a usted este toro, para que vea, que aquí, en el ruedo, puede uno morirse de verdad y no de mentirijillas como hace usted cada tarde en el escenario”. Cierto, en la plaza, queramos o no, pende siempre la muerte. Y una corrida de toros es el único espectáculo en que esa muerte es el protagonista principal. El peligro existe hasta cuando no lo parece. Está bien que se desmitifique a los toreros, entre otras razones porque cada desmitificación resulta saludable; pero no caigamos en el extremo opuesto de creer que lo que hacen en el ruedo tiene el mismo peligro que lo que hacemos los demás mortales en nuestras oficinas. Mientras haya muerte, habrá miedo. Y mientras haya miedo, existirá su contrario: el valor. Incluso los toreros valientes –o que han pasado por tales–, no lo han sido siempre ante todas las situaciones planteadas en el ruedo; por el contrario, algunas veces lo han sido y otras no; algunas veces se han jugado la vida de un modo evidente y hasta gratuito y otras, en cambio, se han tirado de cabeza al callejón. ¿Qué es el valor?


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Quienes están fuera de la órbita de la normalidad; quienes nunca se sujetan a normas o escuelas más o menos tradicionales, son los que tienen gancho con el público, precisamente por ir a contracorriente y por poseer una personalidad con cierto carisma. Cada uno de esos toreros con su estilo y sus modos, con su aderezo particular y personal, cada uno en su puesto y a veces en el extremo opuesto. Quien hoy es valiente en el ruedo, mañana puede no serlo y, de hecho, así suele suceder. Entre los tres tipos de toreros: los que saben torear y torean bien; los que saben torear pero torean mal y los que torean bien pero no saben torear, quienes suelen tener más valor son los primeros, los que toreando bien o mal (en cuanto a estilo se refiere, claro está), saben torear; es decir, los que tienen el conocimiento de los toros, de los terrenos y de las querencias. En puridad, éstos y solo éstos son los buenos toreros, los únicos que torean con conocimiento de causa. Los del tercer grupo, los que no saben torear pero que torean bien (a un escaso número de toros, claro está), son los que están siempre a merced de la mayoría de las reses que salen por los chiqueros. Su ignorancia les da miedo y por eso su valor es siempre menguado, escasísimo. El autor hace referencia a Antonio Ordóñez (uno de los toreros más valientes que ha dado el toreo: tuvo el valor del arte y el valor del saber, porque toreaba bien y sabía torear), quien le confesó que cuando un torero sabe por qué le ha cogido un toro, las cornadas no hacen mella en su ánimo; no así, en cambio, cuando se desconoce la causa de la cogida. El valor no es una constante; el conocimiento del toreo y de los toros da valor a los toreros; por el contrario, la ignorancia es uno de los vehículos más efectivos del miedo. Cabe en este punto repetir la pregunta: ¿qué es el valor?; y dar la respuesta: Lo opuesto al miedo. Quien crea que los toreros no tienen miedo, que se asome en la habitación –una hora y media antes de la corrida– en la que el matador, a solas consigo mismo y con su mozo de espadas, se va vistiendo lentamente, ritualmente, mientras sobre una mesita se consume una lamparilla encendida. Quien no crea en el miedo de los toreros, que vaya en un coche de cuadrilla a la plaza y se dará cuenta enseguida de la terrible tensión que llevan dentro los cuerpos; del miedo apagado y sordo, como un tiro leja-


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no, que pasan esos hombres vestidos de oro y plata. Quien quiera ver el miedo reflejado en los ojos, en las pupilas de los hombres, que mire a los toreros, cara a cara en un patio de cuadrillas, momentos antes de liarse el capote en el hombro, casi siempre alrededor de esa hora lorquiana de las cinco de la tarde. Pero he aquí que los distintos miedos se cruzan unos con otros inmisericordemente: el miedo al toro; el miedo a la propia responsabilidad; el miedo a hacer el ridículo; el miedo al miedo, etcétera. Hay toreros que sienten menos preocupación por el tamaño de los pitones (incluso por la agudeza de sus puntas), que por la fuerza de los cuartos traseros de la res. Los hay que se sienten a gusto cruzados con el toro, citando en corto y en cambio, muy incómodos cuando tienen que citarlo desde lejos. También existen toreros que se sienten seguros citando de largo y, por el contrario, son incapaces de citar en corto con serenidad. Son formas de torear, maneras de hacer el toreo, se dirá. ¡Claro que sí! Pero son modos dictados por cierto tipo de valor, condicionados por un sentido certero y lúcido de la seguridad personal: del ir al ver venir, del aguantar al provocar… Pero el misterio del valor y del miedo no para ahí. ¿Qué decir del torero valiente con la muleta, pero medroso con la espada? ¿Qué decir del valiente con la espada y medroso con la muleta? ¿No será, otra vez, que el valor lo da el conocimiento de las suertes? Pero, ¿cómo es posible –por ejemplo– que con valor natural no se coja el secreto de la suerte suprema? ¿Por qué hay toreros que hacen con valor las suertes dinámicas y con miedo las estáticas y viceversa? ¿Por qué –por ejemplo– Manolete tenía tanto valor a la hora de entrar a matar y no solía dar a gusto los pases de pecho? En todos los casos ¿Se es o se está valiente? ¿Es lo mismo o no lo es? ¿Por qué un torero es capaz de darle a un toro ochenta pases –suponiendo que sea posible dárselos a un toro auténtico– y se siente incapaz de darle cierto muletazo determinado? ¿Por qué un torero naturalmente valiente lo es ante un toro y no lo es frente a otro? Son todas estas preguntas que encierran en definitiva una sola: ¿qué es el valor y qué misterios encierra? Como colofón narra Sureda un par de anécdotas extraídas del libro Memorias, de César Jalón Clarito; en la primera, nos cuenta que toreando juntos una tarde en Madrid, Juan Belmonte y Rafael El Gallo,


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este último le preguntó al primero: “¿Tiene usted miedo?”, a lo que Belmonte contestó: “Yo sí, porque pienso arrimarme mucho y estoy preocupado. En cambio, usted no lo estará ni pizca”.132

Algo similar cuenta Clarito de Manolete: Es 24 de julio: cuarta de feria y tercera de Manolete, y vuelvo a la habitación a decirle ¡hasta luego!, cuando vistiéndose, le aprieta Camará los machos de la taleguilla. —¡Tengo miedo! —musita Manolete. —¿Usted? ¿Con lo que se arrima? —se extraña un visitante admirador. —Pues, por eso, porque me arrimo… ¡Cuánta grandeza tiene ese miedo!133

El segundo factor que desarrolla el autor es la inteligencia torera. La define como la capacidad de elección y de síntesis necesaria para resolver los problemas que el toro plantea; ya que el error más mínimo en la ejecución de las suertes le puede costar al lidiador la vida.134 Asimismo, analiza la geometría del pase. Llama la primera medida cuando la muleta está a una distancia de la cara del toro, más o menos cruzado con ella. La segunda medida a la altura determinada del engaño y la tercera medida al ajuste del torero al llevar la muleta a la misma altura, o bien, corregir para que el toro embista con la cara más baja.135 Para Sureda Molina, cargar la suerte es citar adelantando la muleta, mientras la cadera parece también adelantarse hacia el hocico del animal; y cuando el toro ha iniciado la galopada y va a meter la cara en la muleta,

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Página 28. Idem. 134 Página 35. 135 Página 38. 133


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la pierna de salida se adelanta suavemente obligando al animal a variar su embestida.136 También describe el temple, que conlleva en sí la idea de lentitud. Lento es, en efecto, el lance templado en el que se tira de un toro que embiste con codicia. El temple del torero consiste en frenar la rapidez de una embestida fuerte, lo que le permite recrearse en la suerte. Asimismo, el autor considera que los cuatro pilares en los que se asienta el arte del toreo son parar, mandar, templar y ligar. Si se liga el toreo, el torero no se puede pasear por el ruedo y si el torero se pasea por el ruedo, no se puede ligar el toreo. Porque una cosa es torear y otra es dar pases o paseos.137 Con respecto a la suerte suprema, suele decirse que el torero “no ha tenido suerte con la espada”, cuando la verdad es que no ha tenido valor ni maestría para entrar bien a matar. La suerte suprema debe realizarse con agallas y sabiduría. El toro tiene un momento en el que pide su muerte, que no es otro que el momento en el que el toro deja de embestir. Técnicamente, ese es el momento justo que el torero debe aprovechar para matar al toro. A este respecto, el autor describe técnicamente las diferentes formas de matar a los toros, al volapié, recibiendo y todas sus variantes.138 Señala Sureda que muchos toros se caen con una frecuencia bochornosa mientras que otros no se caen, y que algunos andan por el ruedo de un modo mortecino y apagado. Pero que cada vez que un toro se cae sobre la arena, la fiesta también se derrumba. Por eso se pregunta, ¿cómo debe ser un buen puyazo? La suerte de varas consiste en ir al toro por derecho; citarle a la distancia precisa; esperar su embestida para lanzarle la vara desde lejos; clavársela en el morrillo (un poco trasera si el toro tiene tendencia a bajar la cabeza o más delantera si tiene la tendencia a levantarla); evitar taparle la salida, medir el poder del toro echando más o menos el cuerpo sobre la vara, siempre con las riendas en la mano izquierda 136

Página 41. Página 56. 138 Páginas 61 a 73. 137


Las teorías  243

y finalmente separar al caballo, siempre procurando que la reunión se deshaga con belleza.139 Aquello de que cada puyazo debe ocasionar una sola herida, es un cuento chino de las venerables tauromaquias y pura letra muerta en el toreo de hoy. El monopuyazo consiste en hacer dos y aun tres agujeros sin que nadie haga el quite y eso no es picar, sino algo mucho más burdo, feo, impune, elemental y cruel. Y mientras sucede este triste espectáculo, los tres matadores, lejos del caballo, contemplan complacidos esa carnicería; o muerden la esclavina del capote que llevan abrazado. Cuando se pica así, se confunden el aficionado y el propio torero. De ahí que en el último tercio surjan tantas sorpresas y que tantos toros mansos parezcan bravos.140 Con el toro debajo del caballo, con el picador bien agarrado a la vara única, con ambos dando vueltas, con el picador metiendo y sacando el palo del morillo, el matador, que ha estado quieto y mudo como una estatua, y que ha contemplado complacido cómo le destrozan su toro, se adelanta muy serio y muy digno hacia los medios –para que lo vean todos–, se quita la montera con muchas prisas y hace gestos teatrales y ostensibles al presidente para que cambie el tercio. Y entonces, el público, en vez de chillarle con fuerza por haber permitido ese interminable puyazo, le ovaciona mientras piensa con una adorable ingenuidad: “¡Ya no quiere que le piquen más al toro!”141 Sureda Molina hace referencia a los elementos y características que debería reunir una faena ideal: ligazón; temple (es decir, lentitud); entrega y sentimiento; unidad en la variedad; ausencia de monotonía y de uniformidad; conocimiento de causa (es decir: saber cómo, dónde, cuándo y por qué ejecutar cada muletazo); unidad de estilo y ausencia de contradicciones.142 139

Página 84. Página 87. 141 Idem. 142 Página 127. 140


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El autor expresa su preocupación respecto a la falta de rivalidad de los toreros actuales, ya que dicha rivalidad es la salsa de la fiesta. Ésta debe reunir al menos cuatro condiciones: un equilibrio entre los pesos específicos de ambos toreros rivales; la voluntad de competencia por parte de los dos diestros; la aquiescencia del público hacia dicha competencia y una similar valoración económica entre ambos toreros, así como una equiparable atracción taquillera.143 También le preocupa al autor el incierto futuro de la fiesta; critica a los aficionados que confunden la realidad con el deseo, o dicho de otra forma, confunden lo que es con lo que ellos quieren que sea. De igual manera, critica a quienes no se atreven a destapar la corrupción que hay alrededor de los toreros, al igual que a los que todo lo ven color de rosa y todo lo justifican. Sureda lamenta otras muchas lacras de la fiesta, como que se acepte la espada de madera; la decadencia de la bravura; que haya desaparecido el tercio de quites; las estocadas caídas y bajas; las banderillas mal clavadas; los lances vulgares; los paseos entre serie y serie; el monopuyazo y la pasividad del matador; las orejas en faenas de enfermeros a toros débiles, entre otras. El autor es consciente de que la fiesta se ha contaminado, no por los toreros que se juegan la vida en los ruedos, sino por la gente que está a su alrededor, como empresarios, apoderados, cuadrillas, periodistas, etcétera. Finalmente, enumera y discute las posibles razones por la que ya no surgen nuevos valores toreros: la elevación del nivel de vida; la educación gratuita; la oligarquía empresarial y la comodidad.

143

Página 162.


Los arquitectos del toreo moderno José Alameda

Bartolomé Costa-Amic México, D.F, 1961

A ntonio B arrios R amos Luis Carlos Fernández y López Valdemoro, madrileño, abogado, escritor y poeta taurino, quien firmaba sus artículos con el seudónimo de José Alameda, entre sus muchos libros escribió el que se titula Los arquitectos del toreo moderno, que considero una verdadera tauromaquia escrita. Es importante para el estudio de esta obra, tomar en cuenta que la misma se escribió en 1961, o sea, hace más de medio siglo, y que Pepe Alameda cambió algunos de sus criterios en los siguientes libros de su autoría. Sostiene el autor que el toreo moderno surgió con Rafael Guerra Guerrita, por haber influido en los ganaderos para que éstos, al seleccionar sus productos, procurasen afinar tanto el estilo de los toros, como su tipo y sus encornaduras, a fin de hacerlos más aptos para la lidia y facilitar el lucimiento de los toreros; también señala que el inventor del toreo en redondo y de la faena moderna fue Manuel Jiménez Chicuelo, pues antes de él la faena se mantenía en el terreno natural y era rectilínea. Alameda explica así el proceso: Los toreros antiguos daban muletazos desligados, dejando casi siempre ir suelto al toro. Incluso era frecuente que uno o varios peones se colocasen a la salida, ya fuera para avisar al toro o cortarle el viaje y hacer que volviera hacia el matador. Cuando, por excepción, un diestro lograba que el toro no se le saliera de la muleta, se le alababa en las crónicas porque había “sujetado mucho”. Este era el verbo: “sujetar” o sea, no dejarlo ir. Lógicamente, todo se hacía en línea recta, en forma que, por comparación con el toreo de hoy, era de “elemental simpleza”. 245


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Sigue diciendo el autor que Chicuelo, llegado a la profesión taurina inmediatamente después de Belmonte, toreó a la distancia establecida por el trianero y sujetó también al toro, pero al curvársele éste en el final del pase, no hizo lo mismo que Belmonte, sino exactamente lo contrario. En lugar de ir a cruzarse al pitón contrario, para dar también por el terreno de afuera el siguiente pase, lo que hizo Chicuelo fue girar sobre sus plantas, dejando al toro por el terreno de adentro, para engranar el siguiente muletazo. Añade el autor: La intención de la faena de Chicuelo era curva, redondeada. El primer pase por el terreno natural, el segundo por el terreno contrario, o sea el de adentro; el tercero otra vez por afuera y así sucesivamente.

Para Alameda, desde Chicuelo la faena ha seguido siendo la misma. “Simples diferencias de expresión personal según el sentimiento o la constitución física de cada cual”; pero la faena, en su concepción y en su desarrollo, ya siempre fue la misma. La misma en Marcial Lalanda, que ligó también los naturales en serie; la misma en Nicanor Villalta, el primero en realizar con la derecha lo que Chicuelo había iniciado con la izquierda. Y así, hasta nuestros días. Considera Alameda que el primer tiempo del lance o del pase es el tender la suerte, aunque algunos toreros –como Manolete–, lo han suprimido. En el segundo tiempo se carga la suerte (y que esto no consiste en adelantar la pierna de salida), pues sin cargarla no se puede torear, y que no cargar la suerte es tanto como no hacerla; incluso se puede suprimir también el último tiempo –el remate–, pero nunca el segundo. Cargar la suerte, para Alameda, es el movimiento de adelantar el brazo (o los brazos) y por ende el engaño, al llegar al centro de la misma, para lo cual el movimiento fundamental ha de ser el de los brazos. El primer movimiento coadyuvante, en orden de necesidad, es el de la cintura, quedando el movimiento de piernas o de apertura del compás, relegado a un tercer término. A este respecto, el autor advierte que el movimiento de


Las teorías  247

despatarrarse o abrir el compás de las piernas, no se debe confundir con el de cargar la suerte, que es un movimiento de los brazos. En lo personal no estoy de acuerdo con el concepto de José Alameda sobre cargar la suerte, puesto que, al contrario de lo que consideraba el autor, el movimiento de adelantar la pierna del lado del pitón por el que se torea, constituye precisamente la esencia de cargar la suerte. Es más valioso el toreo adelantando la pierna de salida, y será tanto menos valioso cuando dicha pierna se atrase. Además, para el toreo moderno, es necesario que se cumplan otros dos requisitos: que el torero, con la pierna adelantada, ocupe el terreno del toro y que obligue a éste a cambiar la trayectoria de su viaje. Estos últimos conceptos merecen una explicación: en el toreo moderno, que podríamos llamar paralelo, el toro sigue una línea recta, tanto en la primera fase de su embestida, como cuando pasa enfrente del cuerpo del torero, y que esta línea es paralela a la posición del torero, quien casi siempre torea de perfil, sin cargar la suerte. Para que ésta se cargue, es necesario que la pierna de salida del torero invada el terreno del toro. Pensemos que la trayectoria del toro equivalga a las vías de un ferrocarril; pues bien, para que se considere que se carga la suerte, la pierna de salida del torero tiene necesariamente que pisar dentro de las vías, pues de no ser así el diestro solo estaría adelantando una pierna, pero no estaría cargando la suerte; tan solo sería un remedo. Además, es necesario que el torero obligue al bovino a cambiar su viaje; es decir, que las vías del ferrocarril ya no serían rectas, sino que por el mando del torero, esas vías se vuelven curvas. Cabe puntualizar que también se carga la suerte con los brazos –pues sin éstos no se puede torear–, así como dejando caer todo el peso del cuerpo sobre la pierna que marca la salida del toro. De lo expuesto, se puede concluir que el concepto del autor no es el correcto y que contradice las enseñanzas prácticas de su cuñado Domingo Ortega, quien sí cargaba la suerte adelantando la pierna de salida del toro. En resumen, y según mi criterio: 1) con los pies juntos no es posible cargar la suerte; 2) es más valioso el toreo cargando la suerte, que cuando


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no se carga; 3) cuanto más se atrase la pierna de salida, el toreo es menos meritorio; 4) para cargar la suerte es requisito esencial que se adelante la pierna de salida; 5) ésta tiene que pisar el terreno del toro; 6) es necesario que se obligue al toro a cambiar la trayectoria de su viaje, y 7) se manda más cargando la suerte. Por otra parte, Alameda expone la teoría de que dentro del proceso del toreo moderno pueden distinguirse claramente dos líneas, dos sentimientos, dos técnicas: una es la del toreo en cruce de los lidiadores que caminan, al que llama toreo en traslación: Juan Belmonte, Domingo Ortega, Carlos Arruza; y otra, la del toreo en la línea o natural, en que el torero busca ser centro y eje, a lo que denomina toreo sin traslación: Chicuelo y Manolete. Para Alameda, toreo natural es todo pase en el que la mano del cite es la del mismo lado por donde viene el toro. Si se cita con la mano izquierda por el pitón izquierdo, eso es toreo natural, lo mismo que si se cita con la mano derecha por el pitón derecho. Por otro lado, toreo cambiado es todo pase en el que la mano del cite es la del lado opuesto a aquél por el que viene el toro. Si se cita con la izquierda por el pitón derecho, o viceversa, en tales casos el toreo es cambiado o contrario. En este tenor puntualiza que: 1) el pase de pecho es cambiado por alto; 2) el trincherazo es cambiado por bajo, y 3) el derechazo es natural por abajo. En el toreo natural se torea en la línea, sin forzar el viaje del toro; es un toreo más de arte. En el toreo cambiado se torea al sesgo, oblicuamente y se tiende a desviar el viaje del astado; es un toreo más de técnica. El tratadista sostiene que cuando un toro es bravo, noble y mete la cabeza sin problemas, debe hacérsele el toreo natural sin forzar ni desviar su trayectoria espontánea; midiéndolo, llevándolo, para dar la mayor dimensión posible a los muletazos y lograr que se conserven más tiempo las facultades del astado, de modo que aguante mayor número de pases y que permita una faena más larga. Si un toro puntea o se defiende, es aconsejable comenzar con el toreo cambiado; si éste se ejecuta con temple y la condición del toro es extremosa en lo arisco, se puede llegar, y de hecho se llega, a un punto en que


Las teorías  249

el astado se entrega y entonces se puede ejecutar el toreo natural. Si, por otro lado, el toro, al irse agotando, torna a defenderse, surge de nuevo la necesidad del toreo cambiado. El toreo natural es más para pasarse al toro; el toreo cambiado o contrario, es más para mandarlo hacia adelante; en esencia, es toreo por delante. Sigue explicando Alameda su teoría: en cierto sentido, el toreo natural es más de arte, en tanto que el cambiado es más de técnica. Los movimientos del toreo natural son sencillos, pero, por eso mismo, requieren mucha medida y mucho ritmo; en cambio, los movimientos del toreo cambiado tienen mayor complejidad material, son más difíciles de aprender; pero, una vez conocidos y dominados, permiten, por su misma eficacia funcional, ser aplicados a mayor número de toros. En aquél, todo depende de sutiles medidas; en éste, el engranaje técnico es determinante. Cabe la frase: el toreo natural tiene más alma; el cambiado, más cuerpo. Por eso, sin duda, los diestros del toreo natural dan la impresión de ser más finos y los del toreo cambiado, más sólidos. Resumiendo: el natural es toreo de paz; el cambiado es toreo de guerra. Para José Alameda no existen más que dos pases fundamentales: el natural y el de pecho; dice que éstos son la base del toreo y que de ellos, como variaciones, salen todos los demás. Añade que al decir natural se comprende también en este género a los llamados derechazos o redondos con la derecha, destacando que el hecho de que en estos pases la muleta se monte sobre la espada establece una variante, pero no cambia la naturaleza o condición de la suerte. Lo que caracteriza o define una suerte es la relación mutua de posiciones entre el toro y el torero. Siempre que esa relación sea la misma, la suerte en esencia es idéntica por cualquier lado que se ejecute. Y a una misma cosa, debe dársele un mismo nombre. Empeñarse en reducir la esencia del pase natural al hecho exclusivo de que se ejecute con la izquierda, no tiene sentido. Durante años, décadas, y aun siglos, el pase natural se había ejecutado con la izquierda. El hábito de ejecutarlo con la derecha es del siglo xx y empieza con Nicanor Villalta, torero basto, pero que en verdad fue el inventor del derechazo.


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Termina Alameda su tratado con un apéndice sobre el temple, manifestando que éste es una cualidad personal de ciertos lidiadores y que la palabra temple es una palabra impresionista, que no pretende más que reflejar la impresión que dan ciertos toreros de cálida hondura, sabrosa rotación y angustiosa demora. Alameda sentencia que templar es torear despacio y que torear templado es torear lento; es llevar al toro a menor velocidad que la suya natural. Quien templa no es el que lleva el engaño más lento de lo que va el toro, sino el que logra que el toro cambie su velocidad, que la aminore, que vaya más despacio.


Los toros desde la barrera Claude Popelin

Libros de bolsillo RIALP Segunda edición Madrid, 1966

J osé

de

J esús H ernández R odríguez

Claude Popelin nació en París el 17 de abril de 1899; fue doctor en Derecho y licenciado por la Escuela de Ciencias Políticas. Entre sus múltiples e importantes cargos, fue delegado para estudios financieros del banco Credit Lyonnais (1923); abogado del Tribunal de Apelación de París (1935); agregado de prensa en la embajada de Francia en Madrid (1939); teniente en el Estado Mayor del General Giraud (1940) y posteriormente en su gabinete en Argel (1943) y encargado de relaciones públicas de la empresa Ford (1951), entre otras encomiendas. Finalmente, Claude Popelin falleció el 31 de julio de 1981. Además de haber sido un gran aficionado práctico, ya que a lo largo de su vida toreó más de 600 animales entre vacas y novillos, Popelin fue corresponsal en Madrid de algunos diarios y revistas franceses; también fue colaborador en El Ruedo y conferencista de temas taurinos; de manera que fue un gran estudioso y conocedor de la tauromaquia, lo que lo impulsó a escribir esta obra didáctica, dirigida tanto a los nuevos aficionados, como a los que se consideran conocedores, ya que todos encontrarán en ella múltiples enseñanzas sobre la fiesta de los toros. Fueron varios los libros que escribió Popelin y algunos de ellos han sido traducidos al español, como El toro y su lidia; La lidia en la corrida de toros y el que nos ocupa en este comentario, así como también algunos otros que únicamente se han editado en francés, como La Tauromachie. Por lo que respecta a Los toros desde la barrera (La corrida vue des coulisses), indudablemente se trata de su obra más conocida, la cual se encuentra dividida en 20 capítulos, de los cuales comentaré los que en mi concepto resultan más relevantes. 251


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I. L a

expansión de la corrida

En este capítulo Popelin narra brevemente los orígenes y la evolución de la fiesta de los toros, hasta llegar a mediados del siglo xviii y xix, cuando la versión moderna de la corrida se convirtió en un espectáculo para la sociedad y para el público. También hace mención de la necesidad de los aficionados de conocer más a fondo todo lo que implica el espectáculo o fiesta de toros y recomienda que la mejor manera de hacerlo, es acercarse a la buena literatura taurina. Relata cómo el viejo Bienvenida, fundador de esa famosa dinastía de matadores de toros, le dijo un día que, a su manera de ver, era más difícil hacer un buen aficionado que hacer un torero corriente. II. Q ué

es torear

El autor se encarga de dar amplias y detalladas explicaciones de lo que distintos autores o personajes describen como sus conceptos de lo que es torear. Destaca la teoría que Domingo Ortega –considerado uno de los toreros más poderosos–, sostenía: “Torear es aprovechar las embestidas del toro para llevarlo a donde se quiere, reducir su fuerza, dominar su instinto de defensa y simultáneamente, lograr un efecto de belleza”. Como he mencionado, es muy amplia y detallada la descripción de las técnicas del toreo, de los terrenos, de las querencias de los toros, etcétera., y todo ello está muy bien explicado por Popelin, lo que se puede considerar como una cátedra muy clara, impartida por un gran conocedor y que es de enorme ayuda no solo para un buen aficionado, sino hasta para algunos toreros, ya que es todo un compendio de cómo torear. III. S aber

ver toros

Menciona el autor que saber ver bien a cada toro que se lidia, es casi tan importante para el espectador como para el torero, ya que de otra forma el aficionado está condenado a conformarse con sensaciones vagas que no le permiten apreciar, comprender y juzgar adecuadamente una faena. Para ello explica, en forma muy detallada y clara, los principales aspectos sobre los que hay que fijar la atención, que Popelin sintetiza en cuatro factores principales:


Las teorías  253

a) Instinto ofensivo. Referido a la bravura del toro, que se debe medir por su embestida, la cual se comienza a notar desde su salida al ruedo; al respecto, el autor hace una descripción de los elementos que hay que considerar, luego describe los puntos que se deben tomar en cuenta para juzgar el comportamiento del toro, tanto en la suerte de varas como en el tercio de banderillas y, por último, en la faena de muleta. b) Instinto defensivo. Entendido como la utilización de las armas del toro, que son sus cuernos; es decir, su defensa con la cabeza y cuyas señales a observar son: el desafío con los pitones al salir al ruedo; cómo embiste a los capotes con la cabeza alta; si busca al torero al pasar y se defiende; si derrota, cornea o se quiere quitar la vara; si pega cornadas contra el peto; si en el tercio de banderillas retrasa su embestida o corta peligrosamente el terreno, entre otras. c) El poder. La fuerza física del toro es otro elemento que debe ser tomado en cuenta para determinar cuál deberá ser el castigo en la suerte de varas, para lograr que el toro llegue a la faena de muleta con la suficiente fuerza para que el torero pueda realizar su faena, evitando que se exceda el castigo que deje al toro casi inválido, que es una forma vergonzosa de aliviarse por parte del torero. En todo caso, es preferible que al toro le falte castigo, ya que esto se puede remediar dominándolo con una lidia poderosa. d) Los pitones. El peligro de los pitones no radica tanto en su tamaño, longitud, grosor, apertura, altura y otros factores, sino en la forma en la que el toro los utiliza y aprovecha para atacar, sin importar si los cornúpetas son cornicortos, cornigachos, corniapretados o cornivueltos. Apunta el autor que el afeitado de los cuernos es una trampa en todos los casos y que, a pesar de las justificaciones de que aun afeitados pegan cornadas o que el afeitado no pasa de ser un apoyo psicológico para los toreros, lo cierto es que un toro en puntas siempre es más preciso y, por tanto, más peligroso. IV. C ómo

aprenden los toros

Los toros aprenden porque tienen una excelente memoria: basta observar cómo una becerra que ha sido herrada en la placita de tientas de la ganadería, es capaz, dos años después, al momento de ser tentada, de


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reconocer enseguida la puerta por la que la dejaron marchar al campo después del herradero. Por otra parte, su capacidad de observación parece estar en relación directa con su casta; una demostración de ello sería que en una tienta, una vaquilla brava y con casta que ha sido toreada por un experimentado profesional sin que se note el menor defecto en su comportamiento, cambie de inmediato de lidia al ser toreada por un inexperto, mostrando además algunos defectos que no tenía. En cambio, al ocurrir lo mismo con un animal menos encastado, se puede abusar de la becerra tanto tiempo como se quiera, sin que su comportamiento cambie ostensiblemente. Entonces, queda claro que el toro aprende por los errores de lidia que comete el torero, tales como: dudar al momento del cite; no avanzar hacia el toro hasta el sitio exacto; no alargar suficientemente el brazo; dar cualquier muestra de desconfianza; no conducir bien la embestida; retirar demasiado pronto el engaño y descubrirse ante los ojos del animal; cortar su viaje; tocarle los lados, etcétera. V. L idia

y toreo

En este capítulo el autor trata de hacer una distinción entre la lidia y el toreo al que se llama arte y apunta que lo primero es un imperativo digno de atención para los toreros y para el verdadero aficionado, y lo segundo es un brillante corolario, y que solo se puede hacer una faena lucida con el adversario, en la medida en que se le haya dominado previamente. Popelin distingue –para oponerlos entre sí– dos aspectos: por un lado, la dirección eficaz del combate, es decir, la lidia; y por el otro, la ejecución artística de los pases, es decir, el toreo. Para ejemplificar lo anterior, el autor relata una conversación que sostuvo con Julio Aparicio y Antonio Ordóñez, en la que ambos se quejaron de la incomprensión de los públicos por el desconocimiento de sus adversarios, que en muchas ocasiones –a pesar de su labor de auténtica lucha para dominarlos y realmente poderlos lidiar–, se enfrentaban con la impaciencia y protestas de un público que no se daba cuenta de lo que el torero estaba exponiendo para poder imponerse al toro. Por otra parte, sucedía a veces que por faenas de relumbrón y sin verdadera importancia,


Las teorías  255

se cortaban orejas, que al llevarlas en las manos hacían sentir a estos diestros profundamente avergonzados de ellos mismos, al grado de perder la motivación para continuar en la profesión. Aparicio y Ordóñez concluyen que el principal responsable de esta situación es la prensa taurina, incapaz de darle al público una verdadera orientación. VI. L a

tienta

La tienta –literalmente un ensayo–, es la prueba a la que son sometidas las vacas para juzgar su bravura, casta y nobleza, antes de destinarlas a la reproducción; y es que de la buena y escrupulosa selección dependerá el éxito de una ganadería. Los ganaderos serios exigen mucho para aprobar los ejemplares que realmente se quedarán para la recría. El autor hace una muy detallada e interesante descripción de los diferentes tipos de tientas: para machos, vacas, sementales, retientas y otras, y nos da una verdadera cátedra de los principales aspectos y procedimientos de la tienta, aclarando los roles del tentador, del picador y del ganadero, así como la manera en la cual debe comportarse el público asistente. También hace un muy personal relato de sus vivencias en las ganaderías que ha visitado en diferentes regiones y países, incluyendo la de Mimiahuápan en México. VII. L a

parte del artista

Éste es uno de los capítulos más extensos del libro, en el que Popelin se propone explicar que los toreros pueden conseguir mover directamente el corazón del público, solo extrayendo de su labor una expresión artística. Para ello tienen dos cuerdas en su arco: la explotación de la sensación de peligro y la seducción ejercida por la belleza de su gusto. Al respecto describe la manera de la que se vale el torero para atrapar –por medio del dramatismo–, la emoción del público, distinguiendo lo que se considera solo entusiasmar por la forma vana o teatral, de lo que vulgarmente se considera torear al público. Por otra parte, la expresión del verdadero arte de lidiar a los toros consiste en expresar la serenidad del alma, característica del perfecto dominio sobre sí mismo y sobre las circunstancias, lo que supone: una calma absoluta, una naturalidad que excluye hasta la idea del esfuer-


256  El toreo entre libros

zo; una prodigiosa facilidad para resolver los innumerables gajes del oficio; la apariencia de regular la propia voluntad el transcurso del tiempo; una elegancia reposada; una gracia espontánea del gesto y un aire de burla constante del peligro que, de cuando en cuando, viene a iluminar una sonrisa. También hace un breve análisis para describir la técnica e historia de los mejores toreros –desde su punto de vista–, grupo en el que solo incluye a un torero mexicano: Rodolfo Gaona, omitiendo de forma inexplicable al maestro Fermín Espinosa Armillita. Los doce toreros a que se refiere en este tenor son: José Gómez Gallito (Joselito), Juan Belmonte, Antonio Ordóñez, Luis Miguel González Dominguín, Manuel Rodríguez Manolete, Antonio Mejías Bienvenida, Rodolfo Gaona, Domingo Ortega, Rafael Gómez el Gallo, Manuel Jiménez Chicuelo, Pepe Luis Vázquez y Paco Camino. VIII. U na

figura de

L orca

Este capítulo lo dedica el autor a la figura de Ignacio Sánchez Mejías, cuyo padre era el médico de la plaza en Sevilla y quien tenía como su mayor ilusión dejarle su puesto a su hijo. Pero el destino le tenía reservado a Ignacio otro papel, ya que se hizo muy amigo de los Gallos: Rafael, Fernando y José, de cuya hermana Lola, una gitana morena de ojos muy bellos, Ignacio se enamoró, con el inconveniente de que era costumbre entre las familias de los toreros no aceptar casar a sus hijas con pretendientes ajenos a la profesión, por lo que decidió hacerse torero, que era la única manera de que la familia de la chica lo aceptara. Así inició su batalla para torear en capeas, ganaderías y otros festejos, pero con el problema adicional de que su padre trató de impedir que continuara por ese camino, por lo que Ignacio decidió marcharse con su hermano Aurelio a México, donde vivió toda suerte de peripecias para lograr su objetivo. Hace el autor un breve relato de la carrera de Ignacio, principalmente en México, donde se convirtió en uno de los principales rivales de Rodolfo Gaona. También relata su propia convivencia con Ignacio y algunas de sus pláticas. Por ellas nos enteramos de que el diestro fue en sus inicios banderillero de Corchaíto y de quienes después se convirtieron en sus cuñados, los Gallos. A Ignacio se le dificultaba mucho banderillear, pero con el tiempo y la práctica descubrió que era tan fácil como cambiar las


Las teorías  257

velocidades de un coche, es decir, había que acoplar dos movimientos: el del animal y el propio; si el banderillero se adelanta, no encuentra al toro, y si se retrasa, el toro no lo deja pasar. Refiere Popelin que Ignacio no sabía matar bien a sus toros, pero que una noche en el tren en que viajaba con Joselito, le confió a éste su preocupación y el menor de los Gallos le dijo: “es que entras a matar con el brazo pegado al pecho y empujas con todo el peso de tu cuerpo; por lo que si quieres matar fácilmente despégalo e incluso, suéltalo en la reunión si no te decides a embraguetarte. Sólo así asegurarás la muerte de los toros”. Ignacio le reprochó que si eran como hermanos, si llevaba 50 corridas viéndole hacer el ridículo, por qué hasta entonces no se lo había dicho, y Joselito le contestó que porque no se lo había preguntado. IX. F estival

de

P amplona

Claude Popelin, que fue muy amigo de muchos grandes personajes del ambiente taurino de la época y que, por tanto, tuvo acceso a lo más íntimo de la fiesta, narra que una tarde que Antonio Maravilla toreaba en Bayona, le propuso al matador tomar el lugar de su mozo de espadas para ayudarlo a vestirse; describe a detalle ese rito y comenta que en el momento en que lo vestía, tocaron a la puerta de la habitación tres amigos del matador, en busca de localidades. El diestro le pidió a Claude que se las regalara, por lo que en señal de agradecimiento uno de los señores le quiso regalar un billete, pensando que él era el mozo de espadas; Popelin lo rechazó y el propio matador aclaró la situación, comentándoles además que su mozo de estoques toreaba muy bien; muy apenados por el incidente, los visitantes invitaron al autor a formar parte del cartel de un festival que tendría lugar en Pamplona, invitación que de inmediato aceptó. Popelin hace una narración muy sabrosa y minuciosa de todos los momentos previos y del desarrollo, paso por paso, del festival, aprovechando la ocasión para explicar diversos aspectos técnicos de la lidia, como por ejemplo, el gran temor e incertidumbre que representa la mirada del animal, así como el gran secreto para combatirlo, que no es otro que sobreponerse, aceptar ser visto por el adversario y luego captar su atención con el engaño, sin preocuparse de sus intenciones naturales; de esa forma, al


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torear con el capote es más fácil salir de apuros aprovechando el empuje inicial del animal. Por el contrario, con la muleta hay que colocarse más cerca del animal, soportar su indecisión, forzar su embestida y tirar de él extendiendo bien el brazo para darle salida. A la menor distracción o duda de parte del torero, el toro empezará a perseguirlo o colarse y lo empujará más hacia dentro, por lo que muy probablemente terminará siendo arropado, golpeado o cornado. X. U n

amor de

M anolito

El autor narra el origen de su gran amistad con Manolito Bienvenida: encontrándose en una tienta en la famosa ganadería de Miura, Popelin se resbaló y cayó en la cara de la vaca cuando intentaba quitar a la res del caballo; al borde estuvo de recibir una cornada en los glúteos o en los riñones, pero milagrosamente la libró gracias a la aparición providencial de Manolito Bienvenida, que le cogió un pitón a la vaca, retirándola de su víctima. De esa forma nació su estrecha, sólida y larga amistad con el torero y con su familia. Entre otras intimidades, comenta el autor que el patriarca de la dinastía, el viejo Manolo, manejaba a sus hijos –ya matadores de toros– como si fueran adolescentes y como si su casa fuera un imperio que todos sus hijos respetaban sin chistar. En el verano de 1936, para evadirse de la atmósfera de la Guerra Civil española, Manolito Bienvenida viajó a Francia para cumplir varios contratos y se hospedó en la casa del autor, quien pudo ser testigo –y cómplice– del gran romance surgido entre el torero y la hija del Duque de Alba y al respecto describe cómo los grandes prejuicios sociales de la época complicaron aquella relación. Siendo el torero su huésped, también tuvo Popelin ocasión de fungir como su mozo de espadas y en tal tenor nos narra las labores de un día de corrida, desde que amanece, y nos refiere el autor todo lo que hacen el torero y sus ayudantes, quienes asisten al sorteo y a la definición de los lotes de los toros y luego le dan la reseña a su matador sobre los toros que le tocaron en suerte. Asimismo, describe algunos aspectos curiosos, como la manera en que se debe limpiar un traje de luces, cuyo secreto consiste en no mojarlo jamás, sino dejar secar completamente las manchas


Las teorías  259

de sangre para luego reducirlas a polvo, pasando un peine cuyos dientes se hacen resbalar entre el canutillo del jersey de seda de la taleguilla. Un buen cepillado posterior se lleva el resto de las manchas; en cuanto a los bordados de metal, su brillo se aviva con un cepillo de crin metálico. XI. E se R afael Este capítulo lo dedica Popelin a su amigo Rafael Ortega Gómez, hijo de una hermana de Joselito y de uno de sus banderilleros, quien como matador de toros –aun cuando tenía mucho arte–, no tuvo en cambio la necesaria decisión. Como pintorescamente se dice en el argot taurino: tenía demasiada tendencia a afligirse. Lo interesante del capítulo, es que el autor refiere que un día de un mes de julio, en que el sol pone ardiente el asfalto madrileño, se encontraron en una esquina y el torero le dijo: “Claude, como sé que te gusta torear te invito a un festejo que da uno de mis amigos; iré a buscarte mañana a las nueve de la mañana en punto”. Después de una larga espera y ya muy tarde, vio aparecer un viejo carro Hispano-Suiza de alquiler en el que iban Rafael y el venezolano Luis Sánchez Diamante Negro, uno de los toreros más completos que ha dado Venezuela. Popelin narra las peripecias de ese viaje en el viejo auto, en el que llegaron, luego de más de dos horas de trayecto, a la ganadería del hijo del ganadero Moreno Ardanuy, cuyos toros procedían de la vieja estirpe de Saltillo, y que vivía en una finca cercana a Cuenca y quien los había llamado porque quería agasajar a sus invitados: el gobernador y su séquito. Al momento de recibirlos, el ganadero Moreno de la Coba les recriminó el retraso, ya que los invitados habían esperado un largo rato. De paso les dijo que las vacas eran producto de un cruce con un semental de su padre, que tenían cuatro años y que eran de retienta, es decir, que habían sido toreadas. Al escuchar eso Rafael palideció, mientras que la pigmentación oscura del cutis del Diamante Negro le permitía disimular la emoción. Rafael, muy a sus anchas en el mando, pronunció la frase fatídica: vamos ya, y en ese momento empezaron a saltar al ruedo las impresionantes vacas. Rafael le ordenó a Claude: “dale unos capotazos para que nos demos cuenta de


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cómo viene, a ver si puedes hacerla pasar”; y así prosiguió toda la tienta, en la que únicamente intervinieron Claude y el diestro venezolano. XII. J usticia

para los picadores

El autor trata de explicar por qué durante la actuación de los picadores, desde el momento en que aparecen en el ruedo, luego cuando les toca actuar y al final cuando se retiran, son rechazados injustamente por la mayoría del público, que no toma en cuenta que los varilargueros solo obedecen las indicaciones de su matador o, en su caso, del apoderado, máxime cuando se trata de principiantes. La intervención de los de a caballo en la lidia tiene dos objetivos: el primero, permitir apreciar en su exacto valor la bravura del astado, la cual se puede medir observando la prontitud de su arrancada, su acometividad, su alegría, la pujanza con la que acomete al caballo, etcétera. El segundo objetivo de la suerte de varas consiste en rebajar la fuerza del toro en la medida adecuada para que el torero pueda realizar su labor con lucimiento, sin llegar al exceso de dejar al toro completamente disminuido, en calidad de inválido, lo que disminuye el peligro, que debe estar siempre presente durante la lidia. XIII. M i

profesor de banderillas

Popelin narra que un amigo suyo lo invitó a su cuadrilla como banderillero, para participar en un festival de beneficencia que se desarrollaría en Madrid. Acudió entonces el escritor a recibir los consejos del viejo Mella –quien había sido durante un buen tiempo banderillero de Sánchez Mejías–, quien lo entrenó durante los ocho días previos al festejo. Explica el autor que para una buena ejecución de la suerte de banderillas, hay que hacerse ver por el animal, andar lentamente por derecho hacia él, incitarle a embestir con un gesto, voz o movimiento que lo alegre, echar a correr en cuanto arranque, llegar a la cabeza y desviar en el último momento la propia trayectoria, de forma que se sitúe uno fuera del camino del pitón, para clavar las banderillas con la precisión requerida. Dos complicaciones adicionales esperan al neófito: si no se levantan los brazos antes de la reunión, se entra en un momento de retraso y se falla, y si no se apoyan los palos en el fondo de la palma de la mano, no se clavarán en el cuero del animal.


Las teorías  261

Luego hace un sabroso relato de aquella tarde del festival, agregando otros muchos datos técnicos de esta suerte, entre los que destaca la afirmación de que, aunque la mayoría de los tratados afirman a la ligera que el fin de las banderillas es castigar al toro, el verdadero objetivo del segundo tercio es dejar descansar un momento al toro después de sus duros encuentros con el picador y hacerlo correr para que llegue en mejores condiciones al tercio final. XIV. E l

último adiós de

M anolete

a

M adrid

El autor narra la última tarde de Manolete en Madrid, el 16 de julio de 1947, en la corrida de la Beneficencia para la ampliación del Hospital Provincial de Madrid, y hace hincapié en la forma hostil en la que el público le exigía en exceso al torero. A su segundo adversario, que había salido con mucho nervio y con la cabeza suelta, lo castigó con excelentes doblones para luego torearlo muy bien a pesar de sus cortas embestidas. En medio del silencio y la expectación generales, se oyó de pronto un grito proveniente del tendido de sombra: “¡Cobarde!”, lo que hizo que el torero se estremeciera y se pusiera pálido, buscando el lugar de donde había surgido la voz; luego se volvió hacia el toro, clavando los pies en la arena y siguió toreando hasta que a la salida de un pase el animal se le quedó a media suerte, alargó el cuello y le pegó la cornada en una pierna. El torero continuó la lidia sin inmutarse, hasta hundir el estoque hasta la empuñadura, desplomándose inmediatamente el toro, al tiempo que el torero caía en brazos de su cuadrilla para ser llevado a la enfermería. El público, transformado por la emoción, increpó violentamente al espectador, quien tuvo que ser protegido por la policía y ser sacado de la plaza. XV. L os

lunes de

P entecostés

en

M arguerittes

Marguerittes es una localidad francesa de muy pocos habitantes, vecina de Nimes, en la que se acostumbra celebrar becerradas con aficionados y con ganado sin encaste puro, sino procedente de la Camarga. En un principio, estos festejos eran organizados por la vieja revista taurina francesa El Club de los Amigos de Toros, aprovechando que acudía público de la


262  El toreo entre libros

feria de Pentecostés de Nimes. Claude hace una sabrosa narración de todos los acontecimientos dentro y alrededor de esos pintorescos festejos. XVI. M éxico ,

segunda patria del toreo

Tanto desde el punto de vista histórico, como por el número de espectáculos que anualmente se celebran en su territorio, se considera a México como la segunda patria del toreo. Al respecto opina el autor que la afición mexicana está, por lo menos, a la misma altura que la de la Península Ibérica, refiriendo que en una ocasión el matador Pedro Martínez Pedrés le aseguró: “Sevilla y México, ¡las mejores aficiones del mundo!” Qué tiempos aquellos tan añorados. Trata el autor de hacer una breve historia de los orígenes de la fiesta de toros en nuestro país desde la Conquista, pero lo hace con muy poco rigor histórico. En cambio, hace un muy buen análisis de cómo estaba la fiesta en México en la década de los 60 del siglo pasado, destacando muchos detalles diferentes de los de la fiesta en España; por ejemplo, que en aquel tiempo no se acostumbraba pintar los círculos concéntricos en el ruedo, ya que, según afirma, los picadores mexicanos eran más respetuosos del reglamento. Anota también que los banderilleros mexicanos no eran rutinarios ni negligentes en su tercio; que al público le gusta particularmente el torero artista y que por tal razón se habían creado en nuestro país tantas suertes creativas y bellas. También afirma que los toreros mexicanos tardan mucho en madurar debido a sus pocas actuaciones. Asimismo, le llaman mucho la atención las dianas, celebraciones musicales con las que se subrayan los buenos momentos del torero. Por otro lado, narra escandalizado algunos festejos que vio en provincia (en Acapulco y en la frontera norte), que más bien parecían festivales en los que se lidiaban utreritos despuntados. Algo muy curioso que destaca es la admiración que le causó la transmisión por televisión de algunas corridas en directo, así como lo cómodo de las plazas, sobre todo las zonas de barreras, y comenta el vivo interés de los gobernantes por la fiesta; al respecto relata que un miembro influyente del gobierno, interrogado por un diplomático francés durante un banquete oficial, le comentó que era muy grande la tradición taurina en el país, y que tan


Las teorías  263

solo un 20% del público asistía al futbol, mientras que el 80% acudía sin falta a los toros. XVII. C onsejos

al espectador

Este extenso capítulo comprende una serie de consejos para el aficionado, que van desde los más elementales hasta otros muy técnicos, como la recomendación de que para asistir a una corrida, lo más importante es tomar en consideración la procedencia del ganado, ya que de él depende en gran medida el éxito del festejo. Trata en forma muy breve de describir los orígenes de las diferentes castas de las ganaderías de su época, así como su comportamiento, e insiste en que se debe aprender a analizar el comportamiento del toro antes de juzgar lo que el torero realiza. Saber juzgar a un animal es algo de lo más delicado, para lo cual es importante rechazar ideas preconcebidas, que pronto se convierten en temas o reglas rígidos, y no sustituir nunca el rigor lógico de los hechos correctamente analizados, con una explicación abstracta, por inteligente que pueda parecer. Al término de una corrida en Nimes, durante una tertulia, un joven revistero lo interpeló porque Popelin había calificado como buena una faena de Diego Puerta, argumentándole que había tenido el gran defecto de no haber toreado por el lado izquierdo, considerando que el toro no tenía ningún defecto al embestir por ese lado. Popelin le hizo ver otro detalle que el otro no había observado: que Puerta había iniciado la faena a corta distancia de las tablas, para protegerse del fuerte viento que soplaba; pero el toro, con una bravura relativa, rápidamente había tirado hacia los tableros, por lo que el torero había decidido sacarlo de su querencia para llevarlo al centro del ruedo, donde el viento era más violento, teniendo que sujetar la muleta pinchándola con la espada y que por tal razón no había podido torearlo por naturales. También relata una ocasión en la que otro escritor taurino francés de mucho talento, le hablaba sobre la autenticidad del valor de un torero, con el argumento bomba de que recientemente lo había visto triunfar clamorosamente con un ejemplar de 480 kilos, con los cuernos largamente abiertos y afilados, sólido sobre sus patas y con una briosa embestida; a lo que respondió Popelin: “oye ¿cómo llevaba la cabeza, alta o embestía


264  El toreo entre libros

humillado?, ¿cabeceaba?, ¿punteaba?, ¿y de qué lado?” Tal es el criterio esencial para calibrar la dificultad y, por ende, el riesgo de la lidia, ya que un toro muy noble, sea cual sea su trapío, pasa casi tan fácilmente como una buena erala en una tienta. Los tres últimos capítulos de su tratado los dedica Popelin a explicar detalladamente lo relacionado con la crónica y crítica taurinas, bosquejando una breve historia de cómo nacieron y evolucionaron a través de los siglos. El penúltimo capítulo lo dedica íntegramente a describir y explicar las diferentes suertes de matar, así como la técnica de su ejecución, todo lo cual sirve para que el aficionado conozca más a fondo lo relacionado con la suerte suprema. Finalmente, en el último capítulo presenta el autor una recopilación de las diferentes suertes –tanto de capote como de muleta– que eran más usuales en su época, mencionando el nombre de cada una de ellas; y por último, describiendo su ejecución y explicando su finalidad, algo que no suelen especificar otros tratados que describen las suertes taurinas.


The Complete Aficionado John McCormick / Mario Sevilla Mascareñas Weidfield & Nicolson Londres, 1967

M ike P enning I ntroducción Antes de comentar el libro y aportar algunos datos biográficos sobre su autor, quisiera explicar mis motivos por haber seleccionado esta obra para ser reseñada. Como visitante nacido en un país de habla inglesa sin tradición taurina, me sentía tan fascinado por lo que había vivido al asistir a mi primera corrida de toros (Barcelona, 23 de julio de 1964: Paco Camino, El Cordobés y Gabino Aguilar, con toros de Barcial), que me sentía obligado a leer libros sobre tauromaquia en inglés, antes de que tuviera oportunidad de aprender español. En efecto, adquirí mi primer libro sobre el tema antes de dejar España al término de esa visita tan importante del año 1964. El libro en cuestión era la versión inglesa de La corrida de toros (Bulls and Bullfighting), de José Luis Acquaroni, que trataba sobre los aspectos básicos de la fiesta de los toros. Luego, leí la obra de Ernest Hemingway Death in the Afternoon (Muerte en la tarde) y otros varios libros que ahora clasificaría de básicos, pero entonces no había más fuentes literarias en inglés capaces de explicarme más allá del nombre de un pase o suerte, o la ganadería del toro, ni mucho menos debatir si esto o aquello era bueno o malo; o decir, por ejemplo, si un torero podía cargar la suerte mientras toreaba de perfil. En el año 1967 se publicó la obra de John McCormick, y así se reanudó la “curva de aprendizaje” de este aficionado. En su prefacio, el autor concuerda con la premisa de Walt Whitman, en el sentido de que una gran poesía necesita de un gran público, declarando que la fiesta no puede prosperar ante un público desinformado, ni puede sobrevivir ante una crítica ignorante o corrupta. Con el objeto de rescatar el 265


266  El toreo entre libros

toreo de los temas novelescos, concibe su obra como aventurarse más allá de la simple cartilla para convertirse en una lectura de nivel intermedio y avanzado. No describe ni la capa ni la muleta, ni informa al lector que el picador va montado a caballo, sino que intenta instruirlo con un tratado sobre el toreo. Consigue mucho de esto profundizando en la enseñanza y técnica del matador. John Owen McCormick nació el 20 de septiembre de 1918 en Thief River Falls, Minnesota, en los Estados Unidos. Después de visitar España durante la Guerra Civil, John volvió a los Estados Unidos, licenciándose en la Universidad de Minnesota en el año 1941. Durante un año como profesor visitante en la Universidad Nacional Autónoma de México, en el Distrito Federal, encontró el tiempo para formarse como torero. A pesar de nunca haber participado en una corrida formal, “recibió su alternativa” después de matar dos toros a puerta cerrada. Finalmente, fue nombrado catedrático de Literatura Comparativa de la Universidad de Rutgers, Nueva York, cargo que ocupó durante 28 años. Después de jubilarse, se trasladó a Inglaterra, al norte de Yorkshire, donde fue nombrado profesor emérito honorífico por la Universidad de York. Finalmente, el profesor John McCormick falleció el 1 de abril de 2010. El

libro

El libro promete mucho al nuevo aficionado. ¿De verdad facilitará el mismo nivel de conocimiento que obtuvieron los pescadores de caña gracias al famoso tratado histórico de Izaak Walton sobre la pesca titulado The Compleat Angler (El perfecto pescador de caña), de donde supuestamente el título de la obra está tomado? Nunca lo sabremos con certeza, pero no cabe duda que se trata de un libro de referencia que se puede disfrutar mediante su lectura de principio a fin. Las 271 páginas de la obra se encuentran comprendidas en nueve capítulos, que tratan los siguientes temas: “El toreo como arte”; “El toro”; “La enseñanza del torero”; “El toreo contemporáneo”; “El toreo y la sociedad”; “El lado oculto del toreo” y “Los toros de ficción”, concluyendo con un diálogo del autor con el torero que le había ayudado a obtener tantos conocimientos profundos sobre los toros y el toreo. El texto del


Las teorías  267

libro se complementa con 80 dibujos a línea, obra del prestigioso pintor colombiano Roberto Berdecio. En el primer capítulo, el autor explica las similitudes de la tarea del torero con la de un atleta, para luego señalar sus diferencias. Se habla de las habilidades y los conocimientos especiales del toreo y de los toros, además de las características personales de la interpretación del toreo por parte del torero: cómo la elegancia de sus movimientos y el esteticismo de sus pases pueden transformar esas habilidades en arte. También explica que mediante los orígenes, mitos y rituales, la tauromaquia ha evolucionado desde lo que podía haber sido un deporte, hacia el arte. El protagonista del segundo capítulo –y especialmente interesante para el aficionado extranjero– es el toro. Se habla de la apreciación del toro desde el punto de vista torista, además del valor del toro contemporáneo, mediante una comparación con los animales de la –así llamada– edad de oro. El autor explica cómo se desarrollaron las diferentes razas y la reducción de las mismas hacia finales del siglo xx. Se habla también de los abusos del afeitado, además de la actitud cambiante del público hacia dicha práctica. Además, el autor plantea una serie de ideas sobre lo que se puede detectar en el toro cuando sale al ruedo, y cómo cada uno de los seis toros habituales de una corrida podría torearse según sus características demostradas. Por ejemplo, podría darse el caso de un toro cuellicorto, que suele fatigarse fácilmente y con más tendencia que otros a enganchar, o un toro cariavacado, que a menudo padece una visión angular limitada. Los dos capítulos siguientes se centran en la “Enseñanza del torero”, con un análisis de su formación y de su técnica. El objetivo de McCormick consiste en describir el toreo auténtico y correcto mediante la enseñanza de un chico llamado Domingo Alameda por parte de un torero antiguo de apellido Ayala, cuyas primeras palabras subrayan el nivel de dedicación que necesitará Domingo para llegar a convertirse en matador de toros. El entrenamiento se traslada a un área del parque local y comienza con unos simples ejercicios de footing para endurecer la fuerza de las piernas de Domingo. Luego, la enseñanza se centra en el uso del capote y cómo manejarlo, y luego la forma correcta de ejecutar los lances de capote. Las lecciones después se trasladan a la muleta y la forma clásica de emplear la


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tela para crear los muletazos ligados y los remates. La segunda etapa de la enseñanza tiene lugar en la ganadería de un viejo amigo, con el objeto de estudiar los toros mientras se continúa profundizando en las técnicas de matar. También se demuestran las distintas suertes para la colocación de las banderillas y todas estas cuestiones se analizan en las corridas que Domingo y Ayala presencian juntos. En el quinto capítulo, que trata sobre “El toreo contemporáneo”, el autor analiza la evolución del toreo clásico hacia el toreo moderno. Presenta la evolución de los lances y pases ejecutados por alto hacia la forma moderna del toreo por bajo, desde las básicas verónicas, medias verónicas, naturales y pases de pecho. El autor continúa con una explicación de los terrenos y jurisdicción, así como el efecto de la visión del toro. También en este capítulo se habla del toreo de frente, de tres cuartos y de perfil, además de la capacidad para cargar la suerte con este último. McCormick comienza su capítulo sobre “El toreo y la sociedad” hablando del efecto del arte sobre la sociedad y cómo el arte es concebido por las distintas clases sociales. Esto se demuestra en la literatura general y en la dedicada al tema del toreo; menciona también la función de los clubes y las peñas taurinas en España, América Latina y países no hispanohablantes. Concluye el capítulo declarando que, al igual que en otras artes, el público tradicional se ha visto inundado recientemente por un público nuevo y masivo, que ha propiciado cambios en el toreo para satisfacer el mercado de masas. En el capítulo siguiente, el autor lleva al lector hacia el mundo del toreo y su lado oculto. Declara que todos los artistas se encuentran a merced de los empresarios, pero ninguno más que el torero. El poder de estos empresarios, que pueden gestionar varias plazas importantes, resulta inmenso. Luego está la prensa, que ve influenciadas sus críticas mediante la recepción del sobre infame, ahora menos presente que antes. Los toros son el objetivo de la siguiente área de abuso tratado. Se habla no solo de los problemas del afeitado, sino también de los de la “edad” y raza del


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toro, y de cómo pueden “ajustarse” y, por supuesto, el tratamiento que recibe el toro por parte del picador constituye otra forma de dicho “ajuste”. En el octavo capítulo, “Toros de ficción”, McCormick habla del mérito de obras literarias como Más cornadas da el hambre, de Luis Spota, El matador, de Henri de Montherlant, o La corrida de San Feliu, de Paul Scott. Plantea que la inspiración para estas novelas, y otras, sigue una ruta literaria desde la ópera Carmen de Bizet hasta Sangre y arena, de Blasco Ibáñez, pasando por Fiesta, de Ernest Hemingway, dando ejemplos de su influencia. En el noveno y último capítulo de la obra, “Conversaciones con Carlos”, el autor habla de aspectos del toreo con su matador y mentor Mario Sevilla Mascareñas. Entre otras cosas, analiza cómo se siente el torero antes y después de la corrida, y si sus sentimientos tienen que ver con el miedo de una cogida o con la reacción de un público caprichoso. Nos habla de la importancia de los linajes a la hora de evaluar a los toros; menciona la superstición y la religión y también analiza si la corrida debe verse como una tragedia. McCormick concluye dicho capítulo final con estas palabras: En un mundo lleno de una colosal vulgaridad, pasividad inhumana y denegación, el toreo representaba una isla de orden y cordura, y los toreros a que conocía y admiraba, unos auténticos “Starbucks” (en una referencia a la novela Moby Dick) “aquí en este océano crítico, matando ballenas para su subsistencia, y no dejándose matar por éstas para la suya”. Sólo puedo estar agradecido a España por haber evolucionado un arte que ha mantenido la fórmula clásica de su esencia, canónica y tradicional, frente al nihilismo suicida con que nos encontramos en cada aspecto de nuestras vidas. Me siento privilegiado –y me sentiré privilegiado siempre– por haber sido admitido al mundo de los toros, y por haberme relacionado con un puñado de toreros grandes.

Estoy convencido de que, al igual que yo, los aficionados extranjeros compartirán el agradecimiento de McCormick a España por haber evolucionado el arte del toreo y el privilegio que siente al ser admitido en el mundo de los toros.


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E pílogo El aficionado de habla inglesa tuvo que esperar unos 30 años para la publicación del segundo análisis detallado de la tauromaquia en idioma inglés. Se trata de una obra de edición limitada, escrita por Walter Johnston, titulada Brave Employment y publicada por el Club Taurino de Londres en 1997, que a menudo se le describe como la totalidad de las obras de Cossío condensadas en un solo libro. Luego, en 2006, Tristan Wood escribió su importante obra sobre los toros titulada Dialogues with Death, también publicada por el Club Taurino de Londres y seguida por otro libro informativo dirigido al aficionado de habla inglesa titulado How to Watch a Bullfight, publicado por Merlin Unwin Books en 2011. En esta última obra, Trisan Wood analiza todas las fases de la corrida, empezando por los objetivos de cada fase y describiendo cómo se consiguen. Como ya se ha comentado, la obra de John McCormick The Complete Aficionado (1967), se volvió a publicar más tarde con un nuevo prefacio y epílogo, bajo el título Bullfighting: Art, Technique and Spanish Society (1998). Esta edición cuenta con una nueva introducción y un epílogo titulado “Ice Cream at the Bullfight” (“El helado en la corrida”), donde el autor describe su regreso a la Plaza de Las Ventas de Madrid y sus observaciones sobre los cambios en el nuevo y más próspero público: los turistas y los hombres de negocios con los gastos pagados. Llama la atención sobre los vendedores de helados de marca norteamericana, a diferencia de los vendedores de cerveza y whisky de antaño y, por supuesto, el cambio en los toros y el toreo. De las muchas frases interesantes contenidas en el libro, mis favoritas son las siguientes: El toreo, como cualquier arte, no requiere justificación, y Los toros no hablan inglés. Tuve la oportunidad de conocer a John McCormick cuando acudió, en su condición de miembro honorífico del Club Taurino de Londres, a ofrecer una charla en una de las reuniones del club. Sus sentimientos sobre la importancia del conocimiento del aficionado respecto al toreo se resumieron así: “El aficionado que hace caso omiso de la historia, evolución y estética del toreo, se encuentra en una situación parecida a la del niño en un museo de arte. Su placer es auténtico, pero se limita a una respuesta inmediata y no intelectual”. Y las palabras finales de su charla fueron éstas: “Si quieres aprender sobre los toros, tienes que aprender español”.


El toreo, en teoría Análisis de tauromaquia fundamental Raúl Galindo

Ediciones Bellaterra Barcelona, España 2014

C arlos L orenzo H inzpeter Raúl Galindo, nacido en Madrid en el año 1964, es hijo y hermano de toreros; siendo aún novillero estudió ingeniería técnica industrial, titulándose en el mismo año de su alternativa, en 1988. Fue presidente de la Asociación de Toreros durante varios periodos, hasta 1998, año en que actuó por última vez en la Plaza de la Real Maestranza de Sevilla. Después de ello se ha dedicado a la organización de festejos, así como a la formación y apoderamiento de toreros. Con la perspectiva de quien primero experimentó el aprendizaje del toreo, luego lo ejerció profesionalmente y que, por último, lo ha enseñado a otros, el autor pretende en este libro establecer las bases de la técnica del toreo más avanzado. Partiendo de un análisis del animal, tanto fisiológico como conductual, el texto construye una original teoría del toreo, autoconsciente y unitaria. El toreo de capote y de muleta es abordado con un novedoso análisis técnico de las telas y de su movimiento ante el toro. Pretende el autor que esta obra interese tanto a los profesionales del toreo como a los aficionados que deseen saber un poco más de toros. Considero que esta obra es la actualización de las obras de Gregorio Corrochano, Guillermo Sureda Molina, los hermanos Luis y Adolfo Bollaín, entre otros autores, quienes han abordado las técnicas del toreo, así como el conocimiento del toro.

271


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El autor divide su obra en tres grandes capítulos, uno dedicado al toro (que organiza en tres subcapítulos), su fisiología, su visión y su conducta en el ruedo. Otro capítulo lo dedica el autor a la práctica del toreo, tanto con la muleta como con el capote, para concluir dedicando el último capítulo –de menor extensión que los dos anteriores– al miedo. Dentro de la fisiología del toro, describe su conformación y tipo de acuerdo con su procedencia, basándose en su anatomía, y por qué y cómo se presta a todas las suertes que se realizan con él, describiendo cómo son sus movimientos y acciones durante los tres tercios de la lidia. En el apartado dedicado a la visión del toro, el autor explica claramente la capacidad para diferenciar los colores y el presunto daltonismo del toro, concluyendo que el animal no responde a un estímulo por su color, sino sencillamente por el movimiento, que es lo que lo incita a embestir. También habla de la colocación de los ojos en la cabeza del toro y de su dimensión, todo lo cual influye en la peculiar visión binocular que el burel utiliza para atacar. Asimismo, describe la zona ciega delante de la cara del toro, la cual determina la colocación del torero durante la lidia. En cuanto a las condiciones del toro, el autor se refiere a su fijeza, recorrido y capacidad para humillar, así como a la jurisdicción que le circunda; también menciona la distancia de la que depende su arrancada; la obediencia o franqueza durante su embestida; su repetición en los sucesivos pases sin detenerse; la reposición de los terrenos para la continuidad de la embestida; la velocidad durante la embestida y el ritmo de la misma; su sentido para percatarse de lo que lo rodea; su entrega y capacidad de embestir; el disentimiento y falta de fijeza que acusa cuando le falta celo a sus acometidas; la dureza en obedecer y entregarse a la embestida; la duración de la misma; la aflicción de su conducta; su condición de toreabilidad y su continuidad durante la faena. El autor define torear como el acto de lidiar toros, aunque algunos aficionados distinguen el concepto de torear del acto de únicamente pegar pases, y explica estas diferencias; abunda también sobre las técnicas del toreo y da gran importancia a la colocación de los pies durante la consumación de los pases y la ligazón de la faena. Asimismo, destaca la coordinación del


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movimiento de los brazos con la cintura y con la posición de los pies al realizar los pases. Por último, habla sobre el miedo que sienten los toreros. En esta parte se refiere a los diferentes miedos que experimentan los diestros, tanto antes como durante y después de su actuación. Tales miedos traen como consecuencia final el valor, definido como la capacidad para sobreponerse, controlar y dominar el miedo. Como conclusión, podemos afirmar que Raúl Galindo, a través de su obra El toreo, en teoría. Análisis de tauromaquia fundamental, nos lleva a las entrañas del toreo, basándose en las características del toro y en las técnicas básicas del toreo, tales como la posición de pies; la coordinación de las articulaciones de brazos, cintura y piernas; la manera de tomar el capote y la muleta para la correcta realización de los lances y pases, para de esta manera estructurar una buena faena.



LA FIESTA Y OTRAS ARTES



La Monumental de Sevilla Voces y silencios Lourdes Ramos-Kuethe

Instituto de la Cultura y de las Artes de Sevilla (ICAS) Colección Biblioteca de Temas Sevillanos, Volumen 80 Primera edición Ayuntamiento de Sevilla, 2011

X avier G onzález F isher U na

cuestión previa

En los últimos tiempos han cobrado algo de fuerza grupos de aficionados maduros que se proclaman gallistas o neo-gallistas y al amparo de esa afiliación intentan convencer a la afición más joven de que el único revolucionario del toreo fue precisamente José Gómez Ortega Gallito y de que la idea generalizada de que Juan Belmonte fue el que la protagonizó, es en realidad un producto de la buena prensa que históricamente ha tenido el trianero. La realidad es que no reparan en que esa llamada revolución del toreo que se produce en las dos primeras décadas del siglo xx no es producto de una actuación contradictoria entre Gallito y Belmonte, sino de una complementariedad entre ellos… y Rodolfo Gaona, pues el primero aportó las bases del toreo en redondo, el segundo el temple y nuestro compatriota dio el elemento del tempo o ritmo, sin el cual los dos anteriores carecerían de toda proporción o sentido.144 En lo que no reparan esos autoproclamados gallistas o neo-gallistas y que sí es mérito exclusivo del llamado rey de los toreros, es en la revolución que inició en torno a los escenarios en los que se ofrecían las corridas de

144

Cfr. Alameda, José, Historia verdadera de la evolución del toreo, Bibliófilos Taurinos de México, 1985. 277


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toros. Gallito tuvo la inteligencia y la audacia de sentarse con empresarios y constructores para diseñar cosos taurinos que pudieran albergar la mayor cantidad de espectadores posible, de modo tal que el precio de las entradas fuera accesible, evitando que la afición se perdiera. No le importó, como en el caso de Sevilla, enfrentarse a poderosas oligarquías económicas y políticas y hoy, a casi un siglo de distancia, los frutos de su visión y de su revolución en este sentido siguen en pie en muchos lugares. Insisto, este mérito es de él y nada más de él. El

tratamiento del tema

Aunque la obra de Lourdes Ramos-Kuethe se refiere a la plaza de toros Monumental de Sevilla, el análisis que nos presenta va más allá de las aristas meramente taurinas. Y es que la autora, según deduzco de su manera de presentar el tema, no es precisamente una aficionada a los toros, pero acomete la investigación con un gran rigor y a fe mía que la resuelve de manera exitosa. Así, analiza las cuestiones urbanísticas, sociales y económicas que vivía Sevilla entre los siglos xix y xx. Realiza una minuciosa descripción de los cambios que se generaron a partir de una Ley de Mejoras y Ensanches del 18 de marzo de 1895, que es la que finalmente generó el espacio citadino necesario para la edificación de la que por un par de años fue la nueva plaza de toros de Sevilla. Bien hilados los temas, la profesora Lourdes Ramos-Kuethe logra un libro de esos que no se caen de las manos y que nos aclaran varias de las grandes dudas que la breve historia de esa plaza de toros ha dejado sembradas en la historia universal del toreo. S evilla En el tránsito del siglo xix al xx la antigua Híspalis seguía manteniendo –por lo que nos narra la autora–, su disposición medieval, con sus murallas y su traza de plato roto. La falta de realización de obras de modernización y de regeneración urbana mantenían a la ciudad sometida a las inundaciones por las frecuentes crecidas del Guadalquivir.


La fiesta y otras artes  279

Su infraestructura urbana también era deficiente, toda vez que en materia de agua potable dependía absolutamente de los manantiales de Alcalá de Guadaira, los que por esas fechas estaban a punto de secarse, por lo que Sevilla estaba a punto de quedarse sin fuente de provisión de agua para sus casi 250 mil habitantes. Aun con esos obstáculos, la capital del Betis no se veía impedida de gozar de un interesante ambiente cosmopolita gracias al puerto del río, al que llegaban y del que salían embarcaciones con diferentes destinos y con pasajeros y tripulaciones variopintos, como todos aquellos que van y vienen del mar. Si a eso se le suma el hecho de una bonancible economía sustentada por la agricultura, la ganadería y las industrias de hilados y por el comercio generado por el puerto, para muchos las cosas no parecían tener razones para cambiar. La Ley de Mejoras y Ensanches de 1895 estableció que las poblaciones mayores de cincuenta mil habitantes deberían someterse a una serie de profundas transformaciones. Coincidentemente con la aparición de esa legislación, la infanta María Luisa donó a la ciudad los jardines de su Palacio de San Telmo –hoy conocidos como el Parque de María Luisa–, y estos dos hechos vinieron a dar un vuelco en la disposición urbana de Sevilla y generaron las condiciones necesarias para la edificación de la plaza de toros Monumental. En las dos décadas siguientes se derribó parte de las murallas del antiguo casco de la ciudad; se realizaron obras de pavimentación de sus calles; se abrieron las avenidas de La Palmera, de Oriente (actual Luis Montoto), Monte Rey (actual Eduardo Dato) y del Nuevo Matadero (actual Ramón y Cajal), dejando abierto el acceso para lo que es en la actualidad el barrio de Nervión, en lo que fuera el Cortijo de Maestrescuela y del otro lado del río, junto a Triana, la antigua huerta de Los Remedios se convirtió después en el barrio del mismo nombre. Por el rumbo de la avenida del Monte Rey se ubicaba la huerta de La Salud, en los confines del barrio de San Bernardo, sede del antiguo matadero. Allí fue edificada unos años después la plaza de toros Monumental de Sevilla.


280  El toreo entre libros

D ramatis P ersonae Tres son los personajes que Lourdes Ramos-Kuethe menciona como fundamentales en esta historia. El primero es necesariamente Gallito, a quien atribuye el interés de que más personas pudieran verle a él y a Belmonte, sin necesidad de que los precios se incrementaran: La pareja Gómez Ortega-Belmonte había incrementado la afición taurina y, no queriendo subir el precio de las entradas en medio de las dificultades económicas que el pueblo sufría, José pensó que la solución era aumentar los aforos de las plazas…145

Le atribuye también a Gallito el haber logrado la construcción de los cosos monumentales de Logroño (1915) y Albacete (1917), además de haber ideado con el arquitecto José Espeliú y Anduenga el proyecto de la madrileña plaza de toros de Las Ventas, que fue sometido a la diputación de Madrid en 1919. El segundo personaje por su orden es el capitalista. Su nombre fue José Julio Lissén Hidalgo, sevillano de ascendencia francesa, que tenía negocios relacionados con la importación y exportación de productos agrícolas en bruto y procesados, y que posteriormente se dedicó también al negocio de los hilados en su complejo fabril La Esperanza, lugar en el que llegó a emplear más de 2,500 personas en su época de esplendor. Esa unidad industrial se ubicaba en una de las varias huertas que Lissén poseía al final de la nueva avenida del Monte Rey, llamada de La Salud, en cuyos terrenos se levantaría después la plaza de toros Monumental de Sevilla. El tercer personaje –que yo consideraría casi marginal para esta histria–, es Juan Belmonte. La autora le invoca más que nada –a mi parecer– como parte del boom que generó el incremento de interesados en asistir a los festejos taurinos y quizá también como complementario de Gallito en el cambio profundo que la tauromaquia sufrió por esos días. El peso 145

Página 73.


La fiesta y otras artes  281

específico de Belmonte vendría después de la tragedia de Talavera de la Reina, cuando la Monumental de Sevilla estaba condenada a la picota. L a M onumental

de

S evilla

José Julio Lissén Hidalgo, aficionado a los toros y gallista por añadidura, contrató al arquitecto José Espiau y Muñoz para proyectar una de las obras más atrevidas del proceso de regeneración urbana que vivía Sevilla en el primer cuarto del siglo xx: la construcción de una nueva plaza de toros. El diseño estructural de ese nuevo coso taurino corrió a cargo del arquitecto bilbaíno Francisco Urcola Lazcanotegui. Relata la autora que el inicio de las obras se anunció para el año de 1915 y para noviembre de 1916 se apreciaban notables avances en su edificación, pues las graderías –de hormigón armado– sobresalían y eran visibles desde la vía pública, lo que daba visos de realidad a las informaciones periodísticas que comenzaron a circular desde inicios del año anterior, en el sentido de que Sevilla contaría con un nuevo coso taurino. De hecho, cuando la obra llevaba este grado de avance –dice Ramos-Kuethe–, se manejaba ya una fecha de inauguración en torno al mes de marzo de 1917, aunque el escenario tendría que superar primero las pruebas de resistencia a las que lo someterían los peritos del Ayuntamiento de Sevilla, para garantizar que el inmueble era seguro para los asistentes al mismo. Lo que nunca se informó al propietario y a los constructores fue que por la metodología para llevar a cabo esas pruebas –colocación de barras de plomo y sacos llenos de arena por secciones de los tendidos–, las pruebas tardarían de tres a cuatro meses en realizarse, y por ello la fecha de inauguración pretendida por el propietario de la plaza quedaba en el aire. El 10 de abril de 1917 la comisión encargada de dictaminar sobre la seguridad de la plaza emitió su conclusión en el sentido de que era insegura y de que no debía ser abierta al público y en la noche de ese mismo día se hundieron algunas secciones de sus tendidos a causa de las deficiencias estructurales que presentaba. Para remediar las deficiencias se contrató a los ingenieros Carlos Gato Somodevilla y José Manuel de Zafra, quienes rectificaron lo necesario y dejaron la plaza en condiciones de ser utilizada.


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Pese a todos estos contratiempos, la Real Maestranza de Caballería de Sevilla reaccionó. Por primera vez en casi tres siglos vio peligrar su privilegio de ser la única entidad que ofrecía corridas de toros en Sevilla: En 1915 cuando comenzó a circular la noticia sobre la nueva plaza de toros a construir y confiando en su capacidad para sobrepasar este nuevo inconveniente, la Real Corporación hizo mejoras por la suma de 185,000 pesetas en el Coso del Baratillo… Debajo del palco real se puso una cancela de hierro forjado del siglo xvii procedente de la Capilla de la Maestranza del Convento de Regina… Se reparó la fachada restituyendo la misma cadena que por Real Cédula de 1796 había sido concedida a la Real Corporación como símbolo del derecho de asilo…146

Sin duda, el hecho de que a no poca distancia surgiría otro coso taurino, motivó a la Hermandad Maestrante a actualizar en la medida de lo posible su escenario, habida cuenta de que el nuevo casi duplicaría en tamaño al suyo y de que, además, el ya denominado rey de los toreros sería el atractivo principal de la nueva plaza de toros Monumental. Y como no hay fecha que no llegue, ni plazo que no se cumpla, luego de que las fallas estructurales fueran corregidas y de que el Ayuntamiento de Sevilla extendiera las licencias correspondientes, la Plaza de Toros Monumental de Sevilla se inauguró el 6 de junio –jueves de Corpus Christi– de 1918, lidiándose toros de Juan Contreras y de la viuda de Felipe Salas (las informaciones de la prensa madrileña que reseñan la corrida y que pude consultar, no señalan a estos últimos) para Gallito, Curro Posada y Diego Mazquiarán Fortuna. El primer toro lidiado fue Vallehermoso, número 48, negro, y Gallito le cortó la primera oreja otorgada en el coso. Posada y Fortuna también cortaron oreja al primer toro de sus respectivos lotes. D ecadencia

y fin

La plaza de toros Monumental de Sevilla tuvo una vida útil muy corta. Por una parte, al ser Gallito el eje de su existencia y tras la tragedia de 146

Página 53.


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Talavera de la Reina, el coso se quedó sin su mayor y mejor valedor. Por otro lado, José Julio Lissén Hidalgo centró la mayoría de sus inversiones industriales en Alemania y al final de la Primera Guerra Mundial sus negocios quebraron, luego de conocerse las sanciones derivadas de los Tratados de Versalles, y esto le llevó a la pérdida y embargo de casi todas sus propiedades, entre ellas la Monumental. Ante esas dos situaciones, la temporada de 1920 constó de un puñado de festejos, la mayoría de poca trascendencia, y después del celebrado el 10 de octubre de ese año la plaza de toros cerró sus puertas y no volvió a abrirse, autorizándose su demolición el 10 de abril de 1930. C uando

los silencios de

S evilla

se vuelven ominosos

Los llamados silencios de Sevilla tienen fama. De hecho, este término, tratándose de toros, se refiere al hecho de la expectante ausencia de ruido que se genera actualmente en la Plaza de la Real Maestranza cuando se barrunta algo importante. Escribe Juan Ruesga Navarro: Mucho se ha escrito y hablado de los silencios de Sevilla. Silencio de cofradía. Silencio de patio. Silencio de noche de verano. Silencio de claustro de convento. Silencio de tendido de la Maestranza. Silencio de pueblo antiguo. Silencio de equilibrio. Silencio clásico. Silencio humilde. Silencio orgulloso. Silencio profundo...147

Pero en el caso de la plaza de toros Monumental, esos silencios se han vuelto ominosos. El silencio histórico lo explica así Lourdes Ramos-Kuethe: Con la construcción de la Monumental, la Maestranza se enfrentó a una nueva amenaza que podía quitar de sus manos el privilegio de organizar corridas de toros… Por eso y de manera más o menos subrepticia, se embarcó en un boicot de la nueva plaza… es claro que esas actitudes no encajaban con el espíritu de nobleza que debía imbuir la

147

Ruesga Navarro, Juan. Los Silencios de Sevilla, en Alféizar, ABC de Sevilla, edición impresa, 15 de marzo de 2003, página 42.


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orden y por eso, al proclamar inocencia, los maestrantes aducían que aunque hubieran podido acudir al rey, hermano mayor de la orden, no lo hicieron… Hoy día sin embargo, los documentos legales para una detallada historia de la Monumental son imposibles de localizar en el archivo y hemeroteca de la ciudad…148

Y, sin embargo, queda como mudo testigo de la existencia de la plaza lo que un día fue la puerta de los toreros, sobre la avenida Eduardo Dato, entre las calles de Diego Angulo Íñiguez y Óscar Carvallo, afortunadamente señalada hoy con un azulejo que recuerda que allí hace casi un siglo estuvo de pie la plaza de toros Monumental de Sevilla. El azulejo dice lo siguiente: Aquí estuvo la Monumental de Sevilla (1918-1921) impulsada por Joselito el Gallo, Rey de los Toreros. Septiembre de 2012, centenario de la alternativa de Joselito. Sus partidarios.

A lgunas

cifras de la

M onumental

La autora recoge en el apéndice número 11 la celebración de 54 festejos, entre su inauguración en 1918 y su clausura en 1921 (24 en 1918; 18 en 1919 y 12 en 1920). Un diestro recibió la alternativa en su ruedo: Juan Luis de la Rosa, el 28 de septiembre de 1919, de manos de Gallito, y solamente un torero mexicano pisó su ruedo: Luis Freg, quien actuó como primer espada en la Corrida de la Prensa de ese mismo año, alternando con Domingo González Dominguín y José Roger Valencia, para dar cuenta de un encierro de Antonio Flores, antes Braganza.

S obre

la autora y sus motivos

Lourdes Ramos-Kuethe nació en La Habana, Cuba, en 1936. Es licenciada en Enseñanza del inglés como lengua extranjera por la Universidad de La Habana y doctora en pedagogía por la Universidad de Vilanova, plantel 148

Ramos-Kuethe, op. cit., páginas 54-55.


La fiesta y otras artes  285

de La Habana. Obtuvo una maestría en Estudios sociales en el George Peabody College for Teachers. Doctora en Literatura hispana e Historia por la Texas Tech University, actualmente es titular de la cátedra Horn y miembro de número del Departamento de Historia de la Texas Tech University. Realizó varias estancias académicas en Sevilla y contribuyó con su esposo, el profesor Allan J. Kuethe, a la formación del Texas Tech University Center en la capital andaluza. Entre otras obras ha publicado: Valle Inclán. Las Comedias bárbaras; Vida y obra de Luis Montoto; Prosa de Luis Montoto; Romance anónimo sobre el sitio y la toma de La Habana por los ingleses en 1762, de la que fue coordinadora. Explica la profesora Ramos-Kuethe que este libro fue el resultado de su deseo de conocer lo que había detrás de un trozo de muro que hoy se ubica en la avenida Eduardo Dato, frente a los Jardines de la Buhaira, en el corazón del sevillano y taurino barrio de San Bernardo, donde residió durante su estancia académica en Sevilla. Una vez que fue informada que ese pedazo de muro con una puerta tapiada fue en su día la puerta de los toreros de la plaza de toros Monumental de Sevilla, se dedicó a recabar la información necesaria –y que al final de cuentas resultó la única disponible– para poner a disposición de quienes tenemos interés por la fiesta, por la historia o por ambas, la breve existencia de este recinto taurino.


Más cornadas da el hambre Luis Spota

Editorial Costa Amic Décima edición México, D.F., 1979

J orge M atcháin M artínez El

autor

Luis Spota, autor de esta novela, nació en la Ciudad de México el 13 de julio de 1925; fue hijo del matrimonio formado por un inmigrante italiano y una mexicana de ascendencia española. De formación autodidacta, se inició en el periodismo a la temprana edad de 14 años, como office boy, fotógrafo y aprendiz de periodista en la revista Hoy, de Regino Hernández Llergo. Fue por aquella época que decidió hacerse torero, llegando inclusive a debutar en la plaza de El Toreo, con un resultado desafortunado. A los 17 años ingresó como reportero en Excélsior, donde Manuel Becerra Acosta lo impulsó y preparó para posteriormente dirigir La Extra de Últimas Noticias. En junio de 1945 se incorporó a la campaña presidencial de Miguel Alemán Valdés, y durante su administración, el licenciado Casas Alemán, entonces Regente del Distrito Federal, lo nombró Jefe de Espectáculos del Distrito Federal, cargo que desempeñó entre 1949 y 1952 y que resultó de gran provecho para su novela Más cornadas da el hambre (título que tomó de una famosa frase atribuida a Manuel García El Espartero), publicada por primera vez en 1951 por Manuel Porrúa. El mencionado cargo público le permitió a Spota establecer un vínculo con muchos torerillos que recurrían a él en busca de ayuda para ser incluidos en algún festejo, ya que en su calidad de Jefe de Espectáculos, Spota era quien otorgaba los permisos a los empresarios para autorizar los festejos taurinos en las diferentes plazas de la periferia. Estas ayudas (que brindaba por solidaridad a los novilleros, por haber sido uno de ellos) eran frecuentes, llegando incluso en muchos casos a apoderar a algunos de ellos, lo cual aprovechaba para conocer a fondo el mundillo taurino que más tarde habría de reflejar en su novela. A 286


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este respecto, escribió: “La fiesta de los toros ofrece, a quien es imaginativo, posibilidades de realización personal y espiritual. La fiesta atrae, asusta, cautiva y si se la llega a conocer íntimamente, repugna por tanta miseria como hay en ella”.

Luis Spota fue un novelista prolífico –con más de 30 títulos en su haber–, dramaturgo, guionista y periodista y se hizo acreedor a múltiples premios en los ámbitos del periodismo y de la literatura, así como en el cine, la radio y la televisión. Entre sus reconocimientos destacan el Premio de la Ciudad de México, por su novela La estrella vacía, que después fue llevada al cine por Emilio Gómez Muriel, con María Félix en el papel estelar, y el Premio Nacional de Periodismo 1978. Participó de manera constante en el cine, colaborando en más de 20 guiones y argumentos para directores como Miguel Morayta, Matilde Landeta, Roberto Gavaldón y Arturo Ripstein, entre otros. También participó como director y argumentista en la cinta experimental Torerillo (1951), basada en el libro objeto de esta reseña. Luis Spota Saavedra falleció el 20 de enero de 1985, víctima de un cáncer que le fue detectado un par de años antes. M ás

cornadas da el hambre

La novela nos describe el mundillo taurino en el que los maletillas sueñan con ser figuras del toreo. Está dividida en tres tiempos y narrada de forma lineal, utilizando términos del caló taurino de la época, como chipén, andoba, buñí, gachí, jamar, algarabaste, chamuyar, parné, entre otros, muchos de ellos ya en desuso. La escritura sencilla le da agilidad a la lectura, sin caer en exageraciones y sentimentalismos innecesarios, logrando conmover al lector a partir de la descripción de la tragedia, las humillaciones, las heridas, la miseria, el hambre y la muerte del torerillo. Describe Spota las pachangas de pueblo, en las que se lidiaban reses de media casta y toreadas, evidenciando los conocimientos de quien ha toreado y vivido de cerca el ambiente taurino en sus diferentes facetas. Narra también las golferías de los personajes; sus debilidades cuando se envanecen ante los incipientes triunfos; sus amarguras ante el fracaso; sus excesos con el alcohol y las mujeres; su carga de misoginia –propia


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de la época–, y cómo en tales circunstancias se van transformando de seres limpios en pillos, y la aspirante a torera en prostituta. La novela describe también lugares emblemáticos de la fiesta de toros, como La Flor de México, el Tupinamba, el Cantonés, el Campoamor, el Do Brasil y otros escenarios del México de los años 40 del siglo pasado, en el que abundan personajes reales y otros producto de la ficción, para reflejar la cruda realidad taurina de los humildes torerillos de una época romántica. Más cornadas da el hambre fue traducida al francés en 1956 y en ese mismo año al inglés por Barnaby Conrad. P rimer

tiempo

El autor nos introduce en las aventuras de dos provincianos: Luis Ortega, torerillo de 18 años y Pancho Camioneto, cojo por una cornada andando la legua, quien funge como su apoderado y mozo de espadas y cuyo apodo le venía por haber sido conductor de una camioneta en su pueblo. Ambos llegan a la Ciudad de México con la ilusión de conseguir oportunidades para que Luis se haga matador de toros; para ello, buscan al novillero Rafaelillo, al que habían conocido en un festejo en su pueblo y quien les pidió que lo buscaran al llegar a la capital. El encuentro tiene lugar en el café Cantonés, donde se reúnen personajes del mundillo taurino y quedan de verse al día siguiente en la Plaza México, después de pasar la noche en la Fuente de la Rana (ubicada entre las calles de Uruguay y Bolívar), desde donde se trasladan a pie a las cinco de la mañana, con menguados recursos que solo les alcanzan para comer elotes. Una vez en la Plaza México –que les causa gran impresión–, no pueden entrar en ella pues no ha llegado Rafaelillo y no cuentan con el carnet exigido; aparece entonces Luis Procuna en su Cadillac y el par de maletillas lo abordan y le piden interceder por ellos para entrar a la plaza, a lo cual accede el diestro. Ya dentro del coso y mientras esperan la llegada de Rafaelillo, comienzan a entrenar, integrándose con ellos el novillero Rafael Rodríguez, de Aguascalientes. Al terminar se reúnen con Rafaelillo, quien presenta a Luis Ortega con su apoderado Don Paco –que las puede–, un personaje desaseado y que resulta pargo (homosexual), ya que a cambio de ponerlo en la México le pide favores sexuales a Luis, quien


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reacciona golpeando al apoderado. Luis sale decepcionado tras este primer encuentro con la realidad taurina y le reclama a Rafaelillo, pero éste trata de convencerlo de que pasar por eso es necesario para poder torear y llegar a triunfar, como él lo había hecho. En el Cantonés aparece el Ciego Muñoz –personaje real que seguramente conocía las claves de la novela–, gran conocedor del mundillo taurino, quien aclara las dudas del novillero sobre los apoderados contestando que casi todos son así, enumerando nombres y agregando que “forman una banda que se hace el avío entre sí”. El autor intercala personajes reales dentro de la fiesta, como el picador Conejo Grande, quien en el billar le hace referencia al altercado con Don Paco, diciéndole con sorna que en el ambiente todo se sabe y que el toreo ha dejado de ser cosa de hombres. Luis Ortega y Camioneto se encuentran en el Cantonés con otro maletilla a quien también habían conocido en el pueblo, de nombre Juanito Lavín (a quien Luis había alojado en su casa), hijo de una vendedora de tacos en San Juan, muy aficionada a los toros. Juanito, quien estaba anunciado para torear en Cuautla, acude con Luis a ver al empresario el Pollo para que le dé a su amigo la oportunidad de echar unos capotazos ese día. Sin dinero para gastos llegan ambos maletillas a Cuautla de aventón y haciendo gala de habilidad consiguen dormir en la cárcel, donde reciben el mismo rancho que los presos. El autor nos describe detalladamente el ambiente del momento, así como las fatigas y el miedo de los personajes, utilizando el lenguaje coloquial y los términos usados en la jerga taurina. En Cuautla le salen a un berrendo que había sido toreado cinco años atrás y que había dado muerte a un torero en el festejo; el marrajo trajo a Juan Lavín por los aires, hasta que finalmente fue lazado y devuelto a los corrales; por su parte, Luis sale muy bien librado con el que le tocó en suerte, cortando las orejas y el rabo. De vuelta en la Ciudad de México, Luis se enreda con una prostituta del cabaret El Grillo, quien le da alojamiento y le proporciona dinero y ropa, y en consecuencia, el torerillo comienza a engolfarse, lo cual afecta sus facultades y ocasiona fricciones y distanciamiento entre los dos amigos, cumpliéndose por tanto la conseja de que el torero y la mujer no son


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una buena fórmula. Es curioso que las mujeres aparecen a lo largo de la novela, pero siempre ligadas a problemas. Durante el lapso en que Luis y Camioneto se disgustan y distancian, Rafaelillo busca a Luis para que lo ayude a vestir, ya que actuará en la Plaza México en una novillada que se salda con un fracaso rotundo, mientras su alternante Joselillo sale cornado; aun así Don Paco le tiene firmadas tres fechas más. Finalmente, Luis y Camioneto dirimen sus diferencias al romper el primero con su amante. Spota pasa revista a las adulaciones con las que dan coba al novillero los vagos y oportunistas que pululan en el medio buscando obtener algún beneficio; las visitas de las buñís y las celebraciones de los maletillas a pesar de sus fracasos. Rafaelillo presenta a Luis con el empresario de la plaza México y le pide a éste que ayude a su amigo, pero, pese a las solicitudes de una oportunidad, reciben la misma respuesta: que el elenco de la temporada está completo, que vuelvan el próximo año y mientras, que se placeén por los pueblos. En la repetición de Rafaelillo se repite la historia. S egundo

tiempo

Luis y Camioneto deciden irse a pueblear junto con Juanito Lavín, cuya madre les da algún dinero y solo les pide que no echen la pata para atrás. Parten en un camión con rumbo a Zacapu, Michoacán, a cambio de descargarlo. En Zacapu encuentran a un viejo conocido, el Tato, quien tiene el problema de que le falta un torero para el festejo, ya que el que tenían contratado se piró cuando vio los toros; Juanito Lavín se ofrece a sustituirlo. Al sustituto le toca en suerte un ejemplar chorreado en verdugo, de fea catadura y previamente toreado, que se pasa sin picar. Juan lo banderilla bien, brinda al presidente municipal y se enfrenta al burel, solo para pasar con la muleta los peores minutos de su vida. La excelente narración transmite al lector los estados de angustia e incertidumbre del torero, la atmósfera de la plaza y el talante del público: “Era éste un indio prieto, borracho y gritón, que a pesar del calor que achicharraba a todos se abrigaba con un jorongo de lana café”. El momento en el que Juan Lavín recibe la cornada repercutió en la plaza; el cate era fuerte y las desesperadas asistencias buscan a un médico, pero solo encuentran a un boticario que


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se niega a atender al herido. Sabiendo que si trasladan a Juan a un hospital, morirá sin remedio en el trayecto, Camioneto amenaza al boticario con un puñal, obligándolo a atender al lesionado, pero Juan sabe que va a morir y pide lo despidan de su madre y antes de su desmayo le dice a Camioneto: “Las cornadas no las pega el toro, Pancho… Las cornadas grandes, las que pesan, las da el hambre”. La escena de la muerte del novillero es narrada con toda su crudeza y dramatismo; Juanito es velado en la casa de doña Carolina, una viuda que se compadece de ellos y que también pagó las curaciones. Camioneto y Luis esperan al Tato y al resto de la cuadrilla, pero alguien les informa que todos se han marchado; comprenden entonces que “en este endiablado negocio no hay amistad”. Luego de sepultar a Juan –no sin antes abrir de nuevo la caja, ya que habían olvidado sacar el dinero que el difunto había cobrado por torear–, los dos amigos se marchan a Teocaltiche en un camión de carga, cuyo pasaje pagan con una cabrita que habían robado en el trayecto a la carretera. En esta localidad solo les ofrecen hacer la suerte de la mamola a un toro de yunta al que embravecen untándole aguarrás en las criadillas. Camioneto accede a realizar la suerte sosteniendo en los pies la olla con ceniza, recibiendo a cambio una paliza y algunos pesos, antes de continuar su viaje a Guadalajara en un camión de verduras. En la ciudad, Camioneto se involucra con una frutera que les proporciona alojamiento y comida sin mayores preocupaciones, pero prefieren dejar estas comodidades por estar aburridos y sin torear, no sin antes hurtar el dinero de la frutera. Camioneto le solicita una oportunidad para su torero al empresario don Nacho Aceves, quien les pide como condición una oreja cortada en la México. Dadas las circunstancias, deciden trasladarse a Jalostotitlán, donde se encuentran con que el cartel de la feria lo integran Lorenzo Garza y Gregorio García, con cuatro toros de La Punta. Consiguen colarse a la corrida y en el tercer ejemplar de Garza, Luis se tira de espontáneo, logrando ejecutar algunos buenos muletazos, antes de terminar apaleado por el toro y después por los gendarmes, que al final lo meten preso. Camioneto gestiona la intervención del matador Garza para liberar a Luis, quien finalmente recupera su libertad. Garza reconoce que


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el espontáneo estuvo lucido con el albaío, le obsequia algunos pesos y lo invita a torear unas vaquillas al día siguiente en la ganadería de La Punta, pero cuando llegan a la hacienda el caporal los echa dándoles trato de mugrosos. Decepcionados, los dos amigos deciden viajar a Aguascalientes, donde Camioneto propone ir a Chichimeco, la ganadería de los hermanos Armilla, pero al no ponerse de acuerdo, terminan dirigiéndose a Noria del Ojo, en Durango, en un tren de carga. En el vagón en el que viajan como polizones, Luis es despertado a patadas por un gigantón empleado del ferrocarril, al que tienen que golpear por la espalda para poder huir saltando del tren. Van a parar a Fresnillo, a una casa de asistencia donde los hospedan y en esta población visitan al párroco del lugar buscando ser incluidos en el cartel del festejo para el que ya están contratados toreros de San Luis Potosí. Debido a que son dos los toreros y cuatro los toros de Ibarra, proponen que sean tres los toreros del cartel y el que el triunfador toree el cuarto ejemplar; al cura le parece buena la idea. Sin embargo, por carecer de experiencia empresarial, el párroco no le había hecho propaganda al festejo, por lo que les proporciona dinero y les confía a los dos amigos la publicidad, la venta de los boletos y la fijación de los carteles en los que aparece el nombre de Luis Ortega. Pero Luis no toreará esa corrida, pues habiéndose enredado con la mujerona dueña de la casa de asistencia, es sorprendido in fraganti por el marido, un ferrocarrilero manco con un garfio en lugar de la mano, que lo obliga a huir de la localidad no sin antes recibir un rasguño profundo del marido engañado. De nueva cuenta montados en un camión carguero, viajan a Poanas, donde se encuentra la ganadería Noria del Ojo. En este punto, la novela se refiere un tanto veladamente al hierro de Francisco Hernández, fracción de Ibarra, fundada en 1935 en el municipio de Poanas, Durango, por Pascual Padilla y Francisco Hernández, quien se quedó después como único dueño. Más tarde su viuda, Luz Gurrola, quien quedó como heredera a la muerte de don Francisco, cambió el nombre por el de Noria del Ojo, en 1983.149 149

Heriberto Lanfranchi S., Historia del toro bravo mexicano, A.N.C.T.L., México, D.F.


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En el camino aborda el vehículo un muchachillo de cachucha, también torero, de nombre Mario Valente, pero al bajar en Poanas se dan cuenta de que se trata de una mujer. Llegan los tres a la ganadería, pero el austero casco se encuentra cerrado; mientras Camioneto busca al ganadero, María le cuenta a Luis que la razón que la orilló a andar en la guerra fue que su padrastro “le quería meter una cornada”, por lo que prefirió fugarse con una cuadrilla de toreras, a las que tuvo que dejar luego de propinarle un puntillazo al patrón de la cuadrilla, cuando éste quiso abusar de ella. El ganadero accede a dejarlos torear, pues “lo que sobra es ganado”, pero antes tendrán que trabajar para pagar la bravura, desgranando mazorcas, tarea que les resulta ardua y fatigosa. Con el trato constante Luis y María sienten una fuerte atracción mutua, mientras Camioneto desarrolla una profunda antipatía por María, adivinando futuros problemas. De regreso de una faena el ganadero sorprende a Luis y a María en situación comprometedora y reacciona descargando un cuartazo en la espalda de Luis, llamándoles “maricones de majada” y los corre, pero entra al quite Camioneto, quien aclara que el otro novillero es en realidad novillera. Ahí cambiarían las cosas, complicándose la vida para los tres; tanto el ganadero como el empresario de un pueblo llamado Nombre de Dios, se encaprichan por obtener los favores de María, quien es la única que interesa para el festejo. María logra colocar a Luis y lo engaña diciéndole que el dinero asignado para ella, era la paga de Luis, quien logra triunfar en el festejo; aun así el empresario lo trata con desprecio y le niega la repetición, por lo que deciden seguir su camino, no sin antes buscar al empresario en su casa para cobrar el dinero que aún les adeuda, pero solo le permiten entrar a María, quien se ve obligada a escapar cuando el salaz empresario intenta abusar de ella. Buscan torear en un pueblo llamado Rodeo, pero llegan tarde. Sin embargo “solo como novedad” incluyen a María en el cartel para torear un becerro de 200 kilos, que le propina a la torera un golpe que se confunde con un cate grande por la gran cantidad de sangre que mana, pero se trata en realidad de un aborto de dos meses. De nueva cuenta Camioneto le pide a Luis dejar a María, ya que solo les ocasiona problemas, pero los enamorados deciden seguir juntos.


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Una vez que María se ha recuperado, se trasladan a la feria de Parral, donde el empresario del festejo no es otro que el Ciego Muñoz. Debido a que el cartel está completo, el empresario solo puede ofrecerle a Luis un puesto como charlot con un becerro y a María, por llamar la atención como mujer torera, la incluye con un becerro de don Tomás Valles, arreglándose con una cortita; el cartel lo complementa Chucho Muñoz. La muchacha triunfa, mientras Luis es apaleado por su becerro, razón por la que María se hace cargo de éste y le brinda su faena a un joven rico del pueblo, quien agradece el brindis con dinero. Luego del festejo María sale a cenar con Camioneto, mientras Luis permanece en cama, maltrecho. En la tertulia del café, la chica es aplaudida por los concurrentes, quienes invitan los tragos a la triunfadora. Con algunas copas encima, María sale en compañía de Manuel Salgado, el joven a quien le brindó su faena, a cambio de algunos billetes azules. Camioneto, Luis y María continúan su viaje hasta Camargo, donde el Ciego les había dicho que habría toros. La noticia resulta falsa y disgustados por no existir tal festejo, hacen escala en un café de chinos donde entablan conversación con el mesero del establecimiento, un inocente chino, hijo del dueño, de nombre Enrique Chin, quien también aspira a ser torero. Puestos de acuerdo los tres, con engaños le sacan a Enrique dinero y un traje marfil y plata, que había pertenecido a Ángel Inzunza y se trasladan a Delicias donde pagan al empresario –que también es ganadero– para que le permita a Luis torear un toro de 500 kilos, al que consigue hacerle una faena de orejas y rabo, obteniendo de paso que el empresario de Camargo los mande con el encierro que va para Ciudad Juárez, donde el empresario local es su primo. Luis va muy crecido y Spota nos describe ese comportamiento tan propio de los novilleros que siendo unos perfectos desconocidos, pierden la cabeza con un triunfo en una plaza de pueblo, como si se tratara de una plaza de importancia. En Ciudad Juárez Luis alterna con Fernando López y con Rafaelillo. Confiado, se encierra con María durante varios días, abusando del alcohol, y el día de la corrida torea con una terrible cruda y el fracaso es absoluto. Rafaelillo aborda a María en el callejón y se burla de Luis, pidiéndole que


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vaya con él. Por si fuera poco, Camioneto la increpa y la culpa de haberse acabado a su amigo en la cama; mientras tanto, el empresario humilla a Luis y le recomienda que se dedique a albañil. María acude al cuarto de Rafaelillo y se deslumbra con su entorno, quedando ambos de acuerdo en reunirse más tarde en Laredo. Mientras tanto, María, Luis y Camioneto idean la manera de hacerse de un dinero: María servirá de carnada para llevar al cuarto del hotel en el que se hospedan a un soldado norteamericano para aprovecharse de su borrachera y despojarlo de su dinero, para luego darse a la fuga. Cuando el soldado despierta y descubre el robo, se lanza a la búsqueda de la joven, con la ayuda de un grupo de compañeros militares, quienes solo consiguen atrapar a Luis y a Camioneto, a quienes golpean, hasta que son rescatados por un teniente de la policía mexicana, quien los encierra. Durante las averiguaciones declaran ser toreros y el secretario los describe en el acta como “vagos… y malvivientes”. Luego de sobornar al teniente mexicano con los dólares robados, éste los deja libres y solo regresan al hotel por el traje de luces que le habían robado al chino, pero ya no lo recuperan, pues ya lo había vendido el propietario del hotel. T ercer

tiempo

En la última parte de la novela, la más corta, el autor nos narra el regreso de Luis y Camioneto de su periplo, tras el abandono de María, quien se había escapado con Rafaelillo. De regreso en la Ciudad de México, donde nada ha cambiado, enfrentan la terrible tarea de comunicarle a la madre de Juanito Lavín la muerte de su hijo, haciendo una emotiva descripción de lo triste del momento. La madre les da alojamiento y deciden ir a ver al empresario de la Plaza México, quien les da la misma respuesta de siempre: que volvieran el año que entra. En el Cantonés el Pollo le propone a Luis torear en Cuautla. Nuevamente, como es común en esos pueblos, los espectadores fustigan al torero, quien, tratando de agradar al público, se pasa muy cerca al marrajo, que termina pegándole una cornada en el muslo. El autor nos detalla con su buena narrativa las penurias que pasan para trasladar al herido a la Ciudad


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de México, para darle atención médica, que finalmente le es proporcionada por el doctor Javier Ibarra, quien no les cobra por sus servicios. La herida es grave y se complica por una anemia aguda; además, los gastos hospitalarios y de los demás servicios son responsabilidad de ellos. Un peón le aconseja a Camioneto que recurra a alguna figura para que los ayude y decide acudir a Lorenzo Garza. En el mismo hospital se encuentra herido el novillero Paco Ortiz, a quien visita la prensa y gente importante del medio, y de quien sí se preocupan todos, a pesar de que solo sufre de un puntazo, lo cual acentúa el miserable estado en que se encuentra Luis, quien es un pobre diablo. Camioneto busca en su casa al matador Lorenzo Garza y le explica la situación y éste, con su buen corazón, decide ayudarlos. Al llegar el diestro al hospital es reconocido y abordado por la gente del medio, a quienes alude Spota mencionando nombres muy conocidos en aquellos años, como el fotógrafo Arroyito y el periodista José Octavio Cano (quien utilizaba el pseudónimo de Juan de Triana), que supone que el matador va a visitar a Paco Ortiz. Garza le aclara al periodista que el motivo de su visita es ver al novillero Luis Ortega, un desconocido como tantos, y logra que Cano se interese por Luis, aunque a éste solo le preocupaba quedar cojo, como Lalo Cuevas, quien había perdido una pierna a causa de un percance taurino. Camioneto le anuncia a Luis la visita del matador Garza, quien muestra su personalidad y bonhomía conversando con el maletilla sobre las amarguras y desigualdades que sufren los toreros novatos. Garza le deja dinero a Luis y le pide a Camioneto que llame a la prensa y al empresario –quienes se encuentran en ese momento en el hospital–, y el matador les anuncia que él apadrinaría al muchacho. El empresario promete ayudar a Luis y la prensa lo publica al día siguiente; finalmente, esa cornada le abre las puertas. Antes de partir a Tijuana, Lorenzo Garza se despide y le desea suerte a Luis, haciéndole ver que ahora que tiene la oportunidad, sacarle provecho ya será cosa suya. El cartel del compromiso anuncia: presentación de Luis Ortega, alternando con Juan Silveti y Lalo Vargas. Spota describe los pasos de Luis durante la semana anterior a la novillada: tertulia en el Tupinamba (centro de reunión de mayor nivel que el


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Cantonés), con sus parroquianos habituales –el Ciego Muñoz, ejerciendo de apoderado de un muchacho de Chihuahua– y las mentiras habituales del ambiente. Se percibe el cambio de la gente hacia Luis, ahora que está anunciado en la Plaza México. Tras un encuentro con el agente de publicidad que arregla los asuntos referentes a la prensa de los toreros, Luis se reencuentra a la salida del café con María Valente, acompañada de varios hombres, entre los que figura Rafaelillo, el habilidoso vividor que alardeaba de haberse apoderado de María, quien por su parte ya era figura de mucho cartel en la casa de Graciela Olmos la Bandida, donde atendía a su clientela con el nombre de Mapy. Este reencuentro produce un gran impacto emocional en Luis, quien termina reconociendo en su fuero interno, la razón que siempre tuvo Camioneto sobre la mala influencia de esa mujer. Horas antes de la novillada, Luis recibe en su hotel la visita del Ciego Muñoz, quien le informa que el lote que le tocó en suerte es precioso, el mejor del encierro. Con la inquietud y la zozobra previas al inicio de un festejo taurino, Luis se apersona en la plaza, recibe los buenos deseos de la afición y de personajes como el doctor Ibarra y se apresta a partir plaza. Y es este momento de máxima incertidumbre pero también de máxima esperanza, el que ha elegido Luis Spota para concluir su novela con la siguiente frase: La hora. Y Luis Ortega ponía ya el primer paso en el misterio.


Corridos taurinos mexicanos Eduardo E. Heftye Etienne

Bibliófilos Taurinos de México, A.C. Litográfica IM de México Primera edición México, D.F., 2012

E ugenio G uerrero *** A mí, que todo libro quiero para leer, de toreadores, ¡Lalo me trae un cancionero, que es, nada más, nada menos, de taurinos cantautores! *** Gabriel Lecumberri, el prologuista de esta obra, señala que el corrido está justificado porque canta al heroísmo y que es un género musical inclinado al literario, ya que puede sobrevivir sin la música, porque nadie recuerda la de muchos. A todos les podemos poner música interna personal, como dice Andrés Henestrosa,150 por desconocer la original o simplemente porque nunca la pretendieron. Si no, dígalo el propio Eduardo Heftye, quien con un corrido dedica este libro, cuya música sería el aporte del lector contemporáneo o el que viva cuando no haya más corridas, ni corridos, según el presagio de Lecumberri. Pero, ante ese vaticinio sombrío de Lecumberri, hagamos una proposición: siendo la tauromaquia una hazaña heroica y el corrido un canto a las gestas épicas, entonces mientras haya alguien que le salga a un toro con un trapo y un espectador que taña una guitarra, podemos contar con que ambas expresiones permanecerán indisolubles y tener por insignificante su peligro de extinción. 150

Nota al pie de la página 31. 298


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Es sabido que en los pueblos mexicanos todos somos un don nadie, ¡hasta que aparecemos en un corrido! El corrido legitima. El corrido es la querencia natural de los entrones, porque es lo único que realmente le da credibilidad popular a sus hazañas. De ahí la importancia de esos documentos que Heftye ha rescatado minuciosamente. Con ese acervo podemos contrastar las imágenes de héroes de hojas de papel volando que esos mismos personajes llegan a tener en documentos encuadernados. Eduardo Heftye recoge 51 cantos de hazañas taurinas en los ruedos, alberos y ciudades mexicanas. Aparecen 17 toreros, tanto mexicanos como españoles, de los cuales seis murieron a consecuencia de las cornadas y otro más que murió por otro tipo de cornada. Menciona 17 plazas de toros, dentro de las cuales, por tratarse de Ponciano y Silverio, la de Texcoco aparece unas 10 veces. Y una veintena de ganaderías mexicanas y españolas; aunque el nombre de dos parecen ser más los rumbos de donde trajeron los toros que los registros de las dehesas: de la Sierra y de la Frontera.151 Además, las estrofas nos regalan ambientes de fiesta y soledad de hospitales y hoteles, cuartuchos, subalternos, personajes periféricos y hasta algunas damas que fueron parte de la gloria y tristeza de los héroes taurinos. Es pues, un cancionero meticulosamente escrito, con una seriedad de partitura que contrasta con el espíritu mayoritariamente guitarrero de los autores. Son 145 obras bibliográficas consultadas, además de 24 de producción periódica. El volumen tiene tres secciones, con las que agrupa los corridos en lotes destinados al torero, a los incidentes taurinos y a los relativos al toro. El resultado de la investigación es una obra sólida, de consulta divertida y de diversión docta, y que ya fue reconocida al recibir el XII Premio Fábula Literaria Vicente Zabala, de parte del prestigiado Círculo Taurino Amigos de la Dinastía Bienvenida, en Madrid, el 5 de mayo de 2014. Ahí Eduardo Heftye fue distinguido por su libro, que permanecerá en el ambiente mucho más que el lustro de esfuerzos del que es criatura. Después de algunas tardes de amena lectura, al cerrar el libro quedamos dentro del hálito de nobleza. En los corridos recopilados por Heftye, que 151

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nos cuentan, como ya se dijo, las hazañas de toreros, de toros y anexas, no hay un solo canto que denigre a otro torero. Y eso que algunos entonan hazañas de toreros que tuvieron partidarios hoscos dispuestos a las reyertas de machete y a morir sin pensarlo mucho. Entonces, pudiéramos añadir a las galas del corrido, ya ponderadas por el prologuista y por el autor, la de su nobleza. Habrá que reconocer esa hidalguía: tributar un elogio a un torero, sin arrojar el denuesto al otro. *** Después de tararear líneas tan sonoras, elogios ingenuos y sinceros, ¡qué limpio cantan las canoras, avecillas en los alberos! Versos cimarrones, abonados en simpleza, se abren rimas que desparraman flores, sin preocuparse de la maleza, ¡sólo ven los primores de la fiesta y su grandeza! ***

Otro asunto: las mujeres. Divulga Darío Piedrahíta152 en unos párrafos vouyeristas, que Dominguín, cosido a cornadas, les tenía un nombre femenino a las más grandes que recibió: Ava, Rita, Lana y Lauren, hermosas a quienes les acreditaba el estado de indefensión ante el toro, en que le habían dejado en sus respectivos encuentros.153 En cambio, en los corridos que nos entrega Eduardo, entre las féminas mencionadas sólo hay dos que son femmes fatales, al menos al estilo de la suntuosa Vivola Adamant de Enrique Jardiel Poncela, de la atroz Milady de Alejandro Dumas, de la abismal Lolita de Nabokov, de la siniestra Luisa de Riva Palacio y de la celebérrima mujer fatal del ambiente taurino: Carmen, la de Mérrimée y de Bizet. Aquí los casos merecedores de corrido son el de Presciliana Granado,

152

“El otro Rincón… su verdadera historia…”, Panamericana, Formas e Impresos S. A., Colombia, 1996. 153 Página 90 de dicha obra.


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provocadora del asesinato del afamado torero Lino Zamora,154 y el de María Luisa Noeker,155 mujer suicida que propició el encarcelamiento de Rodolfo Gaona. Las demás mujeres insertas no fueron riesgosas para la integridad de los matadores: La Malagueña de Bernardo Gaviño, que le mandó flores a su tumba;156 Grace, de Antonio Montes, quien sufrió en otro cuarto la agonía del torero;157 las novias de Rodolfo Gaona,158 y Amparito Ramírez, quien fue sacrificada después de una tarde triunfal de Gaona, sin tener vínculos con el torero.159 Parece natural que una colección de inspiración popular, la cual comprende más de 150 años, necesariamente recoja los variados usos y costumbres del trato a la mujer, imperantes de cuando fueron escritas y cantadas. Así, resulta que encontramos alguna opinión contradictoria, en el mismo autor de uno de los corridos: “Por respeto a su memoria, no toco aquí sus mujeres. En la vida del torero… ¡Benditas sean las mujeres!” Es decir, primero “Por respeto a su memoria”, pero luego parece contradecirse al decir: “¡Benditas sean las mujeres!” Así se canta en uno de los corridos dedicados a Juan Silveti.160 *** Al conocer a las damas de tan afortunados toreadores, se antoja convocar a todas a una reunión de cantautores sin poder reconocerlas, porque ninguna quedó grabada, sólo la triste Noeker, la que sí fue dibujada. 154

Página 48. Páginas 315 y 319. 156 Página 70. 157 Página 142. 158 Página 166. 159 Página 341. 160 Página 226. 155


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*** Pasen por aquí, señoritas, lleguen por estos senderos, son todas tan bonitas que las van a hacer floreros *** Vamos a oír los cantos, donde salen junto a los toreros, déjense de chismorreos, encomiéndense a sus santos, *** Escuchando las canciones, están todos muy callados, se oyen ruidos solapados, hasta que una carcajada truena: ¡Es de la mentada Granados! ***

Presceliana Granado o Prisciliana Granados mancornó a dos: al torero Lino Zamora y a Braulio Díaz, el banderillero que lo mató de un balazo.161 No encuentro en el corrido las fachas de la tal Presceliana, pero la imagino de trenzas esponjosas y esquivas, en tiempo de secas, y muy sumisas cuando mojadas, según el caso. Tal vez era, como dice Borges de la Lujana, alguien que uno no se cansaba de ver. *** Elote de tierno maíz con hileras de sonrisas, ¿cuál usó la Prisciliana para enyerbar toreros? Ya dímelo a mí, y ni te esperes hasta mañana,

161

Página 48.


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dímelo, porque me muero. ***

Otro hallazgo: los corridos presentados por Eduardo Heftye apenas hablan de seis pintas y de una docena de pases, pero de ninguna cornamenta. Si quisiéramos integrar un prontuario de la fiesta basados en la narrativa del corrido, nos quedaríamos cortos. Pero en cambio, sí podríamos reconstruir la emoción previa, la generada en los lances y la que se revive después de la corrida. También el dolor de los cuerpos tasajeados y la pena de los amigos y parientes del vencido frente al toro. Lo que sí obtenemos es la vibración emocional que dejaba el torero en las vivencias de su época. Entonces el corrido –nos enseña Heftye– no es una precisión en el acontecer, sino una emoción en el recordar. Porque ya entonces se contaba con prensa escrita, que no tenía –no podía tener–, el cortejo de la música. Pero el corrido al tenerla, o sugerirla, amalgamó dos expresiones artísticas, la literatura y la música, para ponerlas al servicio de la memoria taurina. No registran las peripecias de la corrida, sino la emoción del quehacer del torero. El corrido es la gesta de los toreros. *** En este caballo que tengo, de crines despeinado por una víbora, un mes fue rengo, lustroso y humor alborotado, bien que me conoce arrebatado. Por eso ya le dije, desde Atengo, “Ay te encargo a la Granado”. ***

Así como de ciertas corridas cumbre sale uno toreando por la calle, sin toro y sin elegancia, terminando de leer a Heftye, se atreve uno a hacer corridos, aunque tenga que acudir al ripio y a forzar la consonancia.


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*** Presciliana y yo, muy unidos, ya echamos a tierra el pie, llegamos de donde anduvimos, para cerrar, con gemidos, despuĂŠs de haber leĂ­do juntos, el gran libro de Heftye E. ***


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