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D.R. © Bibliófilos Taurinos de México, A.C. Patriotismo núm. 733 Colonia San Juan Mixcoac Delegación Benito Juárez 03730 Ciudad de México bibliofilostaurinos@hotmail.com

Impreso por Portada: Pintura de Jorge Matchain Martínez

Primera edición, 2019 ISBN: en trámite No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin contar con el permiso previo y por escrito del titular de los derechos de autor. La violación de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

Impreso en México.

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A través de los siglos, por su inagotable carga de sentimientos y emociones, la fiesta de los toros ha sido un pródigo detonante de las Bellas Artes. Como parte fundamental de la cultura de los pueblos hispanos, el toreo ha propiciado el surgimiento de un abundante número de grandes artistas por quienes aflora lo mejor del espíritu del hombre. Dicha riqueza —precisamente— impulsó a Fomento Cultural Tauromaquia Hispanoamericana (FCTH) a darse a la tarea de transmitirla. FCTH es consciente de que la inevitable “globalización” une a los países del mundo e induce a homogenizar a los pueblos. Mas sabe también que las expresiones culturales individuales serán el único elemento que mantendrá la identidad y la sana diferencia entre las naciones. Por lo tanto, Promover y difundir los valores culturales de la Tauromaquia Hispanoamericana es la honrosa Misión de nuestro Organismo. El presente volumen, EL TOREO ENTRE LIBROS II, reúne en sus 312 páginas comentarios o glosas de otros tantos textos clásicos o memorables del amplio acervo bibliográfico que se ha escrito sobre la tauromaquia. Con ellos, los miembros de Bibliófilos Taurinos de México, A.C. expresan magistralmente su indeclinable afición e imperecedera devoción por la fiesta de toros y por los libros taurinos. Deseamos que la lectura del libro sea un gozo permanente, pues representa una importante aportación para mantener viva la afición a la fiesta de los toros. Juan Pablo Corona Rivera Presidente Honorario

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Agradecimientos

Bibliófilos Taurinos de México, A.C. agradece al empresario y ganadero Juan Pablo Corona Rivera, presidente honorario de Fomento Cultural Tauromaquia Latinoamericana, su invaluable patrocinio de este libro. *** Agradecemos a Jorge F. Hernández su amistad y su colaboración al realizar el prólogo de esta obra. *** Vaya nuestro más sincero agradecimiento a Daniel Salinas Flores por su desinteresado apoyo para la edición y publicación de esta obra taurina. *** También queremos hacer un reconocimiento a Gilda Moreno Manzur por la preparación de este libro. ***

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Índice

PRÓLOGO .................................................................................................................................. xi Jorge F. Hernández SU MAJESTAD EL TORO ........................................................................................................ 1 Viaje a los toros del sol ................................................................................. Germán Marina Candás Victorino por Victorino ................................................................................ José Antonio Villanueva Lagar

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LOS HÉROES ............................................................................................................................. 29 El secreto de Armillita .................................................................................. Humberto Ruiz Prado El rey de los toreros. Joselito el Gallo ......................................................... Mario Urosa Mendoza Manolo Martínez, un demonio de pasión ................................................. Rafael Cueli Jiménez

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El Juli sin comillas ......................................................................................... José Faes Noriega

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HISTORIA DE LA FIESTA ....................................................................................................... 91 Fiestas de toros. Bosquejo histórico ........................................................... Rafael Cabrera Bonet La afición entrañable .................................................................................... Miguel Luna Parra El hilo del toreo ............................................................................................. Jorge F. Espinosa de los Monteros Guerra Anales de la Plaza de Toros de Madrid ...................................................... José María Sotomayor Espejo-Saavedra El toreo contemporáneo (1947-1954) ........................................................ Fernando del Arco de Izco

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x  El toreo entre libros II LA FIESTA EN LA HISTORIA ............................................................................................. 161 República y toros (España 1931-1939) ....................................................... 163 Xavier González Fisher Garapullos por máuseres ............................................................................. 170 Rafael Medina de la Serna TEMAS DE REFLEXIÓN TAURINA .................................................................................. 179 Filosofía de las corridas de toros ................................................................. Eduardo Gómez Ibarra Muerte en la tarde ......................................................................................... Luis Hammeken Barreto Iniciación a la fiesta de los toros ................................................................. J. Jesús Hernández Rodríguez Tres ensayos sobre relatividad taurina ....................................................... Juan E. Miletich Berrocal La entraña del toreo ...................................................................................... Antonio Barrios Ramos El decálogo de la buena fiesta ...................................................................... Carlos Lorenzo Hinzpeter Teoría del toreo .............................................................................................. Antonio Barrios Ramos

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LOS TOROS Y LA CULTURA ............................................................................................. 263 Los toros ante la Iglesia y la moral .............................................................. Eduardo E. Heftye Etienne Los toros en el teatro ..................................................................................... Angel González Jurado Cossío y los toros .......................................................................................... Eduardo E. Heftye Etienne Guerre à la tristesse ....................................................................................... Eugenio Guerrero Güemes

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Prólogo

Al relance J orge F. H ernández

Se ve de vez en cuando: un banderillero cuartea y, al no lograr cuadrar en la cara, se sigue de largo, prolonga el trazo circular y vuelve al envite, en un nuevo punto de reunión, y clava el par en el sitio exacto, asomándose al balcón y —de ser posible— salir andando, como si nada. Algo similar sucede con el libro que el lector tiene ahora en sus manos: un grupo de aficionados ya había publicado —en todo lo alto— una antología de ensayos, crónicas o reseñas sobre sus lecturas de tauromaquia. Bibliófilos Taurinos de México entra ahora al relance con una nueva antología de sus lecturas: transpiración de su apasionada afición, parecería que intentan repetir lo que en realidad es inclonable: cada lectura, cada libro es un par en sí mismo, sea al cuarteo o al quiebro, de poder a poder o el del trapecio, la lectura es un como par de garapullos que cada lector coloca según el palmo de terreno donde cita (abriendo la página), lanza su trayectoria (de madrugada o en una sala de espera) y levanta los brazos (sin llevar el par ya hecho, como acostumbran en la Península) y clava el punto final en el mismo instante en que lo trazara el autor que escribió ese libro que se cierra, como si nada. Una vez más, Bibliófilos Taurinos de México parte plaza honrando al toro de lidia como principal protagonista del ritual que nos hermana. Su majestad, el toro se lee a través de la lectura de dos precisos ensayos que celebran el imperio inapelable de un animal criado expresamente para un sacrificio artístico, un bovino mimado imposible de mimar que parece xi

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intuir desde que sale de toriles que su destino en el mundo es jugarse la vida, cara a cara, con un artista que ha de burlar sus embestidas hasta llegar a un párrafo donde sobran las palabras y el silencio signa el instante ritual y supremo donde ambos deciden morir matando. Una liturgia que abre como se intenta describir en el párrafo anterior genera Los héroes, incólumes e intemporales que simple y sencillamente no son iguales a los demás mortales. Hablo del maestro Fermín, de Joselito y Manolo o bien, de El Juli sin comillas (que conforman el cartel del segundo capítulo), como también podría hablar de Frascuelo, Silverio o un Curro, pues son héroes que no precisan apellido, figuras a veces trágicas que no parecen habitantes de este mundo aunque se desvistan las luces y caminen de civil un miércoles por la tarde. Aquí la sonrisa amplia de Armillita al hilar el enésimo natural que le pegó a Nacarillo en pleno centro del universo y el elegante andar de José, el más joven de los Gallos, al pegar una larga cordobesa que en realidad no ha terminado de rayar el firmamento o la adrenalina encendida de un hombre que cimbraba los sismógrafos con solo insinuar un quite por chicuelinas o bien, Julián que ya rebasa su diminutivo, bajando la mano en un nivel imposible, variándose a sí mismo en quites, olvidadas ya las banderillas, pero concentrado en el raro secreto del temple (aunque confieso que ha de volver al parvulario esencial del arte del volapié). Lo saben bien los aficionados de cepa y por ende, Bibliófilos Taurinos de México, capaces de faltar a cualquier engorroso compromiso civil con tal de no perder el hilo de la lectura o la pantalla de su imaginación y memoria donde, incluso, podríamos dejar pendiente una barrera de sol para no perder la página de una faena en prosa. Nuestra memoria se nutre de palabras y en las páginas de nuestros libros entrañables se forma a diario el cartel que deseamos recrear o inventar: sea domingo sin feria o un lunes de tedio estival, tenemos en las yemas de los dedos la recreación de una memoria que compartimos con fantasmas: ¿de dónde viene esta pasión intemporal? ¿Cómo se cuadricula la historia de este rito dentro de las variadas civilizaciones que quizá lo confunden o desconocen? De todo ello está conformado el tercer capítulo de esta antología que pone en párpados nada menos que la Historia de la Fiesta y, de relance, el cuarto que versa sobre La Fiesta en la Historia.

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Prólogo   xiii

Todo cabe en el ruedo y los Temas de reflexión taurina que ocupan al quinto de la tarde se abren como revolera al filo del tercio. Aquí, la teoría y la impalpable cuadrícula de su práctica, la filosofía de una geometría efímera y las entrañas de un ritual que es mucho más que mera afición, liturgia allende las pasiones comunes y callada reflexión en el instante en que se adelante la pierna contraria o el engaño de tela para intentar redefinir el curso de las estrellas y así, último tercio, Los toros y la cultura en este mundo tan enrevesado, ignorante y zafio que llegará pronto el día en que algún sabihondo declare que una escultura no es cultura. Para alivio, cuatro ensayos cuatro, lecturas sobre todo esto que nos une, al relance, de tarde en tarde por la maravillosa geografía que se va trazando sobre la arena del tiempo.

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SU MAJESTAD EL TORO 

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Viaje a los toros del sol Alfonso Navalón Grande Editorial Alianza Madrid, 1971

G ermán M arina C andás Hablar de Viaje a los toros del sol, es referirse al único libro que como tal publicó el apasionado y polémico crítico taurino Alfonso Navalón, famoso por su categoría, por su saber decir, pero sobre todo por conocer y entender —mejor que muchos de los de su profesión—, al toro bravo. Navalón publicó Viaje a los toros del sol en uno de los momentos que él consideraba más tristes de la historia del toreo. Cuando este mundo fascinante de emociones y ensueños se había convertido en un burdo negocio donde todos querían vivir a costa de humillar al toro, quien ya no era el rey de la fiesta, sino solo una pobre víctima del egoísmo de los taurinos que le quitaron la casta, la fuerza y encima, le asesinaban en el peto. Y luego unos presuntos toreros se hacían millonarios, practicando la trampa y no la arriesgada técnica del buen toreo. El autor divide el interesante “viaje” en dos partes: “Los toros del invierno”, paseando por ganaderías de Salamanca, y “Los toros del sol”, visitando las ganaderías del campo bravo andaluz. L os

toros del invierno …

Navalón quiso empezar la narración de sus experiencias en el campo charro, precisamente con la dureza del enero salmantino, cuando el ganado busca el abrigo de los matojos y las peñas serranas y donde incluso mueren los becerros en las noches nevadas. No quiso dejar de constatar las mañanas de niebla densa y las tardes infernales de viento y lluvia. 3

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El libro empieza a cobrar vida poco a poco a partir de lo que él describe como su cuaderno de notas, lleno de garabatos nerviosos, escritos al amor de la lumbre, sobre las tapias de los prados o salvando los baches de los caminos cuando el coche en el que viaja se mete entre los toros de saca para fotografiarlos. El interesante viaje arranca precisamente con lo que él llama una visita nostálgica al solar de Don Graciliano Pérez Tabernero. Esta primera parada no era fácil de hacer por el temor de que la viuda de don Graciliano se sintiera molestada. Además, sus hijos Casimiro y Guillermo habían cortado ya relaciones con todo lo relacionado con el gremio ganadero y en la entrevista pidieron no ser nombrados siquiera. No obstante, Navalón quiso empezar justamente ahí su viaje, dejando atrás las posturas personales, afirmando que para él la casa de los Pérez Tabernero era una gran ganadería de Salamanca y una de las mejores de España. La visita es narrada con un aire nostálgico y con profundo respeto por la casa que vio entrar por su puerta, entre muchas personalidades, a Juan Belmonte y a Rafael el Gallo, y donde las paredes son la última morada de las cabezas gloriosas de sus toros inmortalizados. La historia de la vacada de los Pérez Tabernero tiene dos etapas distintas: antes y después de 1920, año en que la casta Santa Coloma sustituyó a las antiguas sangres de Miura y Veragua que fundaron la ganadería. La antigüedad data del 17 de febrero de 1895, año en el que don Fernando Pérez Tabernero se presentó en Madrid, aunque realmente el origen es de cinco años antes, con solo 25 vacas del duque de Veragua y un semental de don Antonio Miura. En 1911, después de morir don Fernando, la ganadería se dividió entre sus herederos Graciliano, Argimiro y Alipio. Fue en 1916 cuando lidió por primera vez con el nombre de don Graciliano en Madrid y cuatro años después cuando compró 139 vacas y dos sementales al conde de Santa Coloma y eliminó todo lo anterior de Miura y Veragua. En 1939 la ganadería quedó reducida a 25 vacas y un semental, y ya para 1950 se empezaría a anunciar con el nombre de Hijos de don Graciliano Pérez Tabernero. Al morir el Chato Pérez Tabernero, sus hermanos vendieron los derechos del hierro a Sebastián Palomo Linares y sus apoderados. Por Salamanca

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siempre corrieron los rumores de que la ganadería se había ido a América, aunque los hermanos Lozano lo han desmentido asegurando que se quedó en Córdoba y Aranjuez. El día que desaparecieron los gracilianos de Salamanca, lo sintió todo el mundo, quedando para siempre en el recuerdo los nombres de los grandes toros de la casa, como Filibustero (que salvara la ganadería de Manuel Arranz), Capuchino, Gitano y muchos más. Don Graciliano siempre será recordado como el ganadero del toro de escándalo, el que consagraba a los toreros, el que buscaban siempre como semental los demás ganaderos: el toro bravo, noble y poderoso. Como segunda parada, Navalón nos lleva hasta la casa de don Manuel Arranz, ganadero al que consideraba quizá un poco por debajo de los demás, tanto por sus propiedades como por su moral. En lo que se refiere a sus propiedades, porque este ganadero arrendaba casi todas las fincas que tuvo y, por si fuera poco, hasta la plaza de tientas tenía que pedir prestada. En cuanto a su moral, porque optó por abandonar su brillante historia de ganadero estricto para empezar a favorecer a los toreros y a olvidarse del público, condenándose así — como muchos otros ganaderos— a su propia desgracia económica. El pecado de Arranz fue aceptar, como responsable del porvenir de su familia, la línea comercial para sanear su economía. Los toros de Arranz empezaron a comercializarse convirtiéndose en toros “de orejas”, y si a juicio de Navalón nunca cayeron en la estúpida sosería (como muchas otras divisas de moda), fue porque algo de su fondo bravo siguió predominando. La bravura remanente en su sangre provocó que de nuevo se generara una gran propaganda en su contra por parte de muchos toreros, dando lugar a que las presiones económicas volvieran a afectar gravemente a don Manuel, hasta el punto de dejarlo al borde de la muerte a causa de un infarto provocado por tales disgustos. Fue entonces cuando su hijo Manolo, de veinte años de edad, se encargó de dirigir la ganadería y en su primera corrida en Valencia le cortaron orejas a todos los toros. Cuando acabó aquella temporada lo de Arranz ya se cotizaba otra vez por todo lo alto. Manolo hijo supo manejar la ganadería conservando la sangre brava heredada de la casta colmenareña de Martínez y la simiente del Conde de la Corte, en buena medida gracias al semental Filibustero de Graciliano Pérez Tabernero, que tan buen resultado les había dado años atrás.

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El viaje por las dehesas continúa en casa de Paco Escudero, personaje inquieto del campo charro, y como el mismo Navalón describe: “hay que verlo en lo alto de un caballo, juntando o apartando vacas sierra arriba y sierra abajo, o entrando en un sanatorio para que le compongan el último hueso que le faltaba por romper”. Lo que más destaca el autor de su visita a esta casa es la experiencia de tentar a campo abierto, en mitad de un valle, donde no hay burladeros y hay que “andar ligero” para poner y quitar la vaca del caballo. Lo de Paco Escudero es casta del Conde de la Corte a través de vacas y sementales comprados a Garci-Grande. Su antigüedad como ganadero data de 1947, aunque su bisabuelo compró muchos años antes lo que había sido del marqués de Castrojunillos. Por negarse a las imposiciones de los “granujas” de la fiesta amantes de “la peluquería”, a los “reconocedores” de las figuras y a “los empresarios tramposos e impostores”, Paco Escudero vendió su ganadería en el verano de 1970 y tuvo el mérito de hablar claro y con valentía de las humillaciones que ha de soportar el que cría la materia prima de este espectáculo. En la siguiente visita Navalón nos lleva a través de su relato a la finca de don Lisardo Sánchez, el hombre que, tal como describe, ha sido “caminante de cañada, tratante de cochinos, rentero, constructor de carreteras y comprador de dehesas hasta juntar miles de hectáreas que formaron un verdadero imperio ganadero”. Don Lisardo decidió ser ganadero de reses bravas en los años 50 del siglo XX; en 1953 debutó en Madrid y adquirió antigüedad el 5 de abril de ese año. El sueño de su vida se cumplió cuando compró lo de Esteban Isidro, donde construyó una casa con 18 kilómetros de cercas de cemento y una plaza de tientas en condiciones e inauguró la finca en 1964. Para 1968 lidió la mejor corrida de Sevilla, adjudicándosele el trofeo de los Maestrantes y coronando su máxima ilusión al ir con lo suyo a la corrida de la Beneficencia. Don Lisardo murió en 1969, un año malo para sus toros, como si por la falta del amo se negaran a mantener el cartel. La muerte del abuelo supuso para su nieto Lisardo Sánchez una prueba difícil al heredar el hierro y la divisa, pero, siguiendo con el buen manejo de los libros, para la temporada 70 volvieron los éxitos.

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Ahora, es turno para conocer lo de Vicente Charro. Para ello hay que ir a Llen, pasando por Continos y Terrubias, otro imperio ganadero que antaño reunió miles de hectáreas y miles de vacas. En el camino se pasa también por Sanchiricones y por Tordelaosa, dejando a la izquierda el bonito pueblo de Vecinos para entrar después en un apretado vivero de ganaderías con historia, desde Coquilla hasta Galleguillos, pasando por Cortos, Olmedilla, Pedro Llen, Esteban Isidro y Terrones. Justo en el centro está Llen, la casa del siguiente ganadero a visitar: don Vicente Charro Murga. Al llegar a la finca, el narrador cuenta con detalle y asombro que llegando al portalón se encuentra una montura mexicana, recamada en plata, que perteneció a Rodolfo Gaona y que le fue regalada al marqués Sánchez, quien vivió ahí y, debido a su amistad con el torero mexicano, fue incluso su padrino de bodas. Ahora, su yerno don Vicente Charro conserva también un sinnúmero de obras de artesanía, entre las que destaca un juego de cencerros de lujo, elaborados en bronce, con el hierro del marqués. Cuenta don Vicente su recuerdo de la época en la que Joselito y Belmonte pasaban los inviernos en estas fincas de Salamanca. De 1934 a 1955, Vicente Charro cambió cuatro veces de ganadería y fue considerado un verdadero mago de la casta por el esmero con el que manejaba las ganaderías hasta ponerlas “a punto”. Este notable ganadero pasó por el ganado de Espioja, Cobaleda y Conde de la Corte, y en 1955 compró las vacas y sementales de doña María Muriel, con los correspondientes derechos de hierro. Después mató todo lo que había comprado, empezando de nuevo con una camada de becerras y un semental de don Ignacio Sánchez de Sepúlveda. Con estas vacas del purísimo encaste Contreras fue con las que finalmente conformó su ganadería. La siguiente dehesa visitada es la de Hernandinos, propiedad de Dionisio Rodríguez, afincada en un pueblo llamado Villavieja de Yestes, ¡donde hay 11 ganaderías!, por lo que es considerada como la cuna de la más pura charrería; se encuentra justo por donde pasa el río Yeltes, una especie de Guadalquivir salmantino, porque en sus aguas también han abrevado muchísimos toros bravos.

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(Haciendo una pausa en este viaje, quiero comentar algo que me ha llamado la atención: en la mayoría de las conversaciones entre Navalón y los distintos ganaderos anfitriones, hay un par de temas recurrentes y que a todos afectan y preocupan: el afeitado y el control de la edad, dos cuestiones que eran mucho más comunes de lo que yo suponía en la España taurina de los años 70 del siglo XX). El paseo continúa con una visita a “las señoritas Terrones”, casa ganadera cuya antigüedad data del 12 de octubre de 1882 y que es propiedad de María y Carlota Terrones, quienes se mantienen al margen del “taurinismo”, viviendo solo del campo y para el campo, pues ellas no entienden ni les interesa la política taurina. Su padre, don Santiago Sánchez y Sánchez, fue un charro de arriba abajo y con una gran afición por el caballo, pero, según Navalón, jamás entendió el toreo a pie. Don Santiago, siendo un gran jinete, llegó a llevar encierros de toros a caballo desde su finca hasta plazas tan distantes como Bilbao, Barcelona, Badajoz o La Coruña. Curiosa me pareció la visita del autor a las hermanas Terrones, quizá más social que taurina, pero eso sí, se dice que nadie vive tan auténticamente cerca del toro como ellas; tan cerca que todas las tardes acuden al cercado para echar la sal a los toros con sus propias manos. Como el mismo autor apunta: “No se puede pasar por el campo charro ignorando que existe Francisco Galache”. Paco Galache, hombre tímido y sincero que no tiene más ilusión que los toros, es un ganadero con dedicación plena porque no tiene ni cerdos, ni ovejas, ni siquiera el clásico palomar que existe en todas las dehesas. Habla con sinceridad de temas como el afeitado, el peso de los toros y las caídas en la plaza. Lo más importante que rescato de la charla con Paco Galache es su teoría acerca de por qué se caen los toros, argumentando sobre la cantidad de veces que el ganado se tiene que mover durante su traslado a las plazas, sobre todo a Madrid, ya que en aquellos tiempos el ganado paraba primero en la Venta del Batán donde pasaban ocho días “cociéndose al sol”. También advierte sobre el “autoafeitado” de sus toros, que tienen la manía de enterrar los pitones en la tierra para aliviar la picazón que la primavera les provoca en la médula del cuerno por el calor, ya que estos sienten alivio al sentir la tierra fresca en sus pitones.

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Para terminar los relatos del invierno, Navalón nos lleva a la Casona de Continos, lugar lleno de curiosidades que tienen su propia historia. Este lugar se conoce también como el museo del campo charro y en su puerta se aprecia el escudo de la Orden de la Merced; de inmediato llama la atención un cencerro monumental de casi un metro de largo, de aquellos que cargaban los bueyes durante kilómetros y kilómetros para que las vacas no se extraviaran por los caminos. Las paredes de la casa podrían remitirnos a los tiempos de Tirso de Molina y a tantas y tantas leyendas que ahí nacieron, como la de la vida de su último dueño, don Carlos Montalvo, quien fuera legionario y guitarrista bohemio y a quien realmente nunca le gustó vivir como ganadero rico, pues el dinero siempre le estorbó. L os

toros del sol …

En la segunda parte del libro, Navalón lleva al lector a dar un paseo por las ganaderías andaluzas que él considera “serias”. Advierte que en sus relatos no habrá ningún espacio para las “ganaderías comerciales”, esas que tanto daño han hecho a la verdad de la fiesta con sus claudicaciones. Advierte el autor que hace el viaje a Andalucía para escribir de ganaderos y no de tratantes y que se guiará con el mismo criterio selectivo con el que presidió el estudio sobre las ganaderías salmantinas en sus relatos del invierno. Antes de comenzar con sus experiencias por Andalucía, el autor hace una pausa para hacer un brindis de gratitud, mencionando a ganaderos que han abierto las cancelas, los cercados y las puertas de sus dehesas, para develar los secretos del buen toreo. Agradece de manera especial a Pepe Luis Vázquez, a don Salvador Guardiola, a Julio Pérez Vito y a Ramón Sánchez. Se disculpa también por no incluir en sus relatos a los toros del Conde de la Corte, cuyo heredero Luis López Ovando le aplicó la “norma general de la casa”, consistente en cerrar sus puertas a periodistas. La primera visita a las fincas andaluzas tuvo lugar en la casa de don Carlos Urquijo, a quien Navalón considera un ganadero honrado y directo a la hora de decir verdades. Don Carlos Urquijo, acompañado de su hijo Carlos, recibió al autor y sin más preámbulo lo llevaron a ver sus toros de saca. Camino a los cercados nos describe el bello paisaje de esta

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finca andaluza, donde la inmensa variedad de hierbas que solo se dan en aquella parte de España —como el conejito, la grama, el jaramago blanco, la lechuguilla y el lirio morado— dan a cualquier invitado un recibimiento especial. Entrando en materia, el ganadero hace un primer comentario en referencia a la pinta de sus toros: Yo no le quito la razón a los partidarios del pelo variado, porque es bonito ver una corrida con diferentes pintas, pero estoy convencido de que lo negro es lo más bravo… Don Carlos recalca emocionado que la categoría de las ferias deben darla los toros, como antaño, ¡cuando el nombre de las ganaderías se anunciaba en los carteles con letras más grandes que las del nombre de los toreros!… Después de ver el ganado, el paseo continúa hasta el museo de don Antonio Urquijo, difunto hermano del ganadero. Para darnos una idea de la importancia de este museo, basta decir que solo el inventario del mismo está comprendido en un volumen de 325 páginas, que fue editado en 1956, y que para los años 70 del siglo XX aún no contenía el inventario completo de lo que allí se guarda. Se calcula que en la biblioteca taurina existían alrededor de 4,000 libros, de los cuales 500 están escritos en francés. La colección ocupa una pared de más de 12 metros de largo por siete de altura. Dentro del museo destacan las cabezas del toro de la despedida de Bombita y el de la alternativa de el Gallo, los estoques de Cara-Ancha y Paquiro, así como el traje verde y oro que vistió el Espartero la tarde que lo mató el toro Perdigón en Madrid. Enseguida el autor nos traslada hasta la casa del matador Miguel Báez Litri, a quien el propio Navalón considera “en el camino de ser buen ganadero”, y así es como titula el capítulo. En este relato se puede saborear el buen gusto del campo andaluz y de sus espléndidos propietarios; la casa de Peñalosa, de tipo entre inglés y andaluz, reluce en lo alto de una colina y junto a la casa se encuentra la plaza de tientas, que, a juicio de muchos de los visitantes, puede codearse con la mejor del campo andaluz. Litri ha volcado aquí todo el lujo y todo el agradecimiento de quien se hizo rico en los ruedos, cuida el más mínimo detalle, hasta echa herbicida al albero para que esté como una alfombra cuando sale la becerra. Las vacas de Litri son de Bohórquez y los sementales de Urquijo, lo cual demuestra que Litri no andaba descaminado, pues al tener recursos había

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comprado mucho de lo mejor. A Bohórquez, ganadería filial de Urquijo, le salen las vacas superiores, pero luego los toros le embisten poco; por eso resolvió echar sementales de Urquijo y así refrescar la sangre sin mezclarla. En el siguiente capítulo el autor hace referencia a Martín Berrocal y la dehesa de Los Millares, cercana a Huelva y casi en la frontera con Portugal. En esta ganadería se puede observar una gran diversidad de pelos, porque justamente ahí pastan los famosos toros de la viuda de Concha y Sierra, cuya antigüedad data del 10 de abril de 1882. Don Fernando de la Concha y Sierra compró la ganadería en 1873, pero, muy al contrario de los ganaderos de nueva generación, impacientes siempre por ver sus nombres en los carteles, el señor Concha y Sierra no se presentó en Madrid sino hasta pasados nueve años de tener los derechos de hierro y divisa, cuando él juzgó que la línea de sus toros estaba suficientemente definida. Cinco años después de presentarse esta ganadería en Madrid, doña Celsa Fonfrede, viuda de don Fernando, tomó propiedad de “los conchaysierra” y por ello se le consideró como la auténtica creadora de esta ganadería, razón por la que desde entonces sus toros se conocen como “los toros de la Viuda”, los cuales compitieron en su momento con otros grandes hierros como Miura, Saltillo, Pablo Romero, Veragua, Santa Coloma y Murube, entre otros no menos importantes. Esta fue una de las ganaderías que dio más triunfos a grandes figuras como Pastor, Belmonte y Joselito. Cuando doña Celsa murió, la ganadería pasó a manos de su hija Concepción, quien conservó el nombre de la Viuda de Concha y Sierra. Muerta doña Concepción, la ganadería pasó a don Juan de Dios Pareja Obregón, un personaje más aficionado a la vida bohemia que a las complejas labores de un buen ganadero. El señor Pareja, con más inquietudes artísticas que taurinas, comenzó a vender sus vacas a Diego Puerta y a el Cordobés, para finalmente vender el resto de la ganadería al señor Martín Berrocal, famoso por su fortuna ganada con los autobuses. Finalmente, la famosa ganadería de Concha y Sierra volvió a ser enajenada en 1970, cuando Martín Berrocal la vendió en 70 millones de pesetas a una sociedad norteamericana; entonces, a juicio de Navalón, ya solo un milagro hubiera podido salvar a una de las ganaderías más antiguas y prestigiosas de España.

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Quizá la jornada más larga del interesante viaje por el campo bravo andaluz es la que el autor pasa en la casa ganadera de Isaías y Tulio Vázquez, una ganadería de la que casi nadie sabe, más que por el sonoro repique de su leyenda. La visita del periodista empezó a las ocho de la mañana y duró hasta la media noche, y el momento cumbre tuvo lugar en una tienta de becerras, en la que el propio Navalón participó entre los tentadores de seis utreras que don Isaías tenía reservadas desde un año antes para Dámaso Gómez, gran amigo de la casa. Al no haber podido asistir el matador el año anterior, dichas vacas fueron las que se tentaron aquella tarde, en la primera tienta del año. Navalón no lo sabía, pero cinco de ellas tenían ya cuatro años cumplidos, por lo que al enterarse reconoció que aquel día campero tuvo la prueba más dura en sus 20 años de torear en el campo. Los “tulios” se dejaban ver poco por Madrid a causa del control en la compra del ganado que siempre han ejercido “las figuras” sobre las empresas. Según don Isaías, en Sevilla y Madrid todas las corridas de aquella época se pagaban en 400 mil pesetas, con lo cual tenían la misma categoría grandes ganaderías como Pablo Romero y Miura, que cualquier otra de menor renombre. De manera que en Madrid ¡se cotizaba igual una corrida de borregos inválidos, impuesta por una figura, que una corrida seria con la edad y el trapío dignos de una corrida de toros!, y esta podría ser la principal razón por la que no se veían a menudo estos toros en plazas de primera categoría. La siguiente visita es una de las que más me interesaron como lector, debido a la descripción puntual de su historia genética: la que el autor hizo a don Joaquín Buendía, a quien curiosamente Navalón no conocía ni en fotografía. Después de pasar por algunas de las peores tierras que hay en los alrededores de Sevilla, saliendo por la carretera de Málaga para entrar a la que lleva a la base militar norteamericana de Morón de la Frontera, cerca de Alcalá de Guadaira, se empiezan a ver las primeras arboledas que marcan el principio de la hacienda de Buendía. Eucaliptos y acebuchales, encinas, alcornoques, lentiscos, grandes y viejos olivos, con cercados de enormes dimensiones para las camadas que salen de ahí todos los años, y que en aquel entonces contaban con más de 80 toros.

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Esta histórica ganadería fue comprada por Buendía en 1932, interesado en la buena sangre y justa fama de la casta del conde de Santa Coloma. La ganadería procede del tronco de Vistahermosa por la línea directa de Murube, ya que la viuda de Murube vendió la mitad de sus vacas a don Eduardo Ibarra en 1884. A partir de entonces y debido a su gran prestigio, “los murubes” empezaron a conocerse como los toros “ibarreños”, hasta que la vacada se vendió más tarde en dos lotes: uno a don Fernando Parladé y otro a Fernández Peña, quien enseguida la vendió al conde de Santa Coloma, en cuyo poder estuvieron desde 1903 hasta 1932, cuando la vacada fue comprada por don Joaquín Buendía. Don Joaquín, bien conocido en el mundo del toro por su honradez como ganadero, aseguraba que la única vez que le cortó los pitones a una corrida fue para Carlos Arruza, y no porque el diestro mexicano se lo pidiera, sino porque lo consideraba un gran amigo “y por un amigo puedo hacer lo que haga falta… pero afeitar por venderlos mejor, ¡ni hablar!”. Pasando páginas, me encuentro con uno de los capítulos que me parecieron más bonitos del libro, titulado con el famoso dicho de “¡Silencio, Pepe Luis está toreando!”. A lo largo de la lectura del libro, uno se va acostumbrando al juicio severo y hasta extremadamente crítico de Navalón; sin embargo, en estos párrafos el autor derrama su cariño por una de las grandes figuras del toreo sevillano, nada menos que José Luis Vázquez Garcés, el gran Pepe Luis, ganadero sevillano cuya dehesa, cerca de Carmona, cuenta con 1,100 hectáreas de palmar y tierra llana, donde cría astados con sangre de origen Concha Soto y Buendía. Cuando fue escrito este libro, Pepe Luis tenía ya 19 años como ganadero y su finca se avecindaba con la de Miura, un antiguo amigo. Me voy a permitir citar un párrafo completo del autor, que es para mí una verdadera declaración llena de cariño por quien fuera la gran figura del toreo sevillano: A los toreros se les conoce cuando se retiran. Los que fueron a por dinero ya no vuelven a coger un capote. Los que tenían vocación, empiezan entonces a sentir un regusto especial de torear para sí mismos, que es como se siente el toreo de verdad. Cuando un torero se retira, está en plenitud. Puede que ya no pueda con los toros y el pú-

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blico juntos, pero es cuando mejor torea o cuando está en el camino de poder hacer todo lo que fue asimilando en los duros años de la profesión…. con muchas facultades se puede mantener la guerra de una competencia y dominar todos los toros, pero para bien torear, como para criar un buen vino, es preciso que pasen años y vaya quedando la esencia. Con mucho valor se atropella más que se torea, y con muchos grados, en vez de paladear un buen vino no haces más que emborracharte. Y tú, Pepe Luis, tienes ahora los grados justos de esencia para torear como no soñabas que podías hacerlo cuando tenías veinte años y los periódicos decían que no había parido Sevilla torero con más arte que tú…

Pero el viaje por las ganaderías del sur continúa y el autor nos lleva ahora a visitar El Toruño, la casa de don Salvador Guardiola, un hombre de los que no abundan, uno de los mayores terratenientes sevillanos, padre de 17 hijos y abuelo de 40 nietos. Don Salvador, a pesar de ser dueño de mucho de “lo bueno” del campo sevillano, se caracterizaba por ser un hombre sencillo y en esa misma línea enseñó a sus hijos a ver la vida. Quizá lo que más me gusta del “Capítulo Guardiola” es la reseña de una tienta de machos y por el relato de Navalón podemos ser testigos de lo impresionado que se sintió al estar en una finca donde los preparativos no fueron notorios, pero todo estuvo a punto, “como si un capitán hubiese pasado revista”. La tienta de machos desafortunadamente se ha venido ganando mala prensa, hasta el punto que algunos ganaderos y toreros la consideran una diversión de señoritos. Sin embargo, para el autor se trata de una faena muy eficaz, sobre todo por la orientación que brinda al ganadero pensando en determinadas plazas en las que desea hacer el mejor papel. Es casi imposible que salga al ruedo un toro manso si antes ha pasado la prueba del campo satisfactoriamente, ya que cuando se derriba un becerro, este puede elegir entre el picador que lo desafía y la querencia del ruedo, donde lo esperan los bueyes junto al cercado donde se ha pasado la vida comiendo. Así, el becerro que se olvida del pienso y de la querencia para acudir al desafío del picador, es muy difícil que salga manso. Es interesante también saber que en lo de Guardiola, en la época en la que se escribió el libro, ya se usaba la película como “documento vivo” y

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herramienta imprescindible para el ganadero al momento de la selección. Viendo hasta 30 veces la filmación de una misma becerra aprobada, el ganadero se quitaba de cualquier duda y evitaba también la influencia de la típica atmósfera que envuelve a las tientas, en las que los invitados suelen enaltecer el comportamiento del ganado, en muchas ocasiones por compromiso con el ganadero anfitrión. Luego de visitar lo de Guardiola, Navalón nos lleva a lo que, en sus palabras, es “Un parque zoológico en la marisma”; se trata de una finca llamada Hato-Ratón, a la que se llega dejando la carretera de Huelva para adentrarse en un paisaje nuevo, con tierras ligeras, donde el camino se vuelve de arena fina entre los pinares que rompen el paisaje típico de chumberas y acebuches. El propietario de este “zoológico” es Carlos Melgarejo, casado con María Murube, en cuya dehesa los toros bravos conviven en armonía con los venados, los ciervos y los jabalíes. El bosque tupido de alcornoques, eucaliptos y lentiscos gigantes alterna con grandes llanuras de marisma y los patos salvajes se pueden contar por miles. Queda claro que Carlos Melgarejo se hizo ganadero de bravo por el puro placer estético de contemplar un parque zoológico completo. Él tuvo en su finca de todo, pero faltaba la fauna más representativa de Andalucía: faltaba el toro bravo que se confundiera entre los ciervos traviesos que “berrean” y no “mugen” al estar en celo y así los pitones apretados de los utreros adornan el horizonte contrastando con las cornamentas de los ciervos, que más bien parecen árboles secos sobre sus cabezas. En la finca de Melgarejo destacan las tientas de machos a campo abierto, y lo más raro: ¡“el rejoneo” de jabalíes!, porque al propietario “eso de matarlos a tiros no le da mayor emoción”. Al jabalí se le puede torear también y darle emoción a su muerte; sobra decir que hubo más de un caballo muerto como consecuencia de las heridas de los colmillos de un jabalí furioso. Melgarejo aclara que la ganadería brava no puede ser un negocio y que, por ende, debe ser una afición, ya que para ganar dinero están otras cosas, como el ganado manso para carne o labor. Su finca se componía en aquel entonces de 76 vacas compradas a Urquijo, con un semental llamado Zurro;

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lo demás de su ganado bravo procedía de Villamarta, hasta hacer un total de 194 cabezas; sin embargo, aclara que su número ideal hubieran sido 150 vacas, lo que considera que sería una cifra más manejable en la cabeza. Esta joven ganadería fue vendida poco tiempo después, pero Navalón no quiso dejar de mencionarla en el libro por la vocación desinteresada de su dueño y por el espectáculo visual que resultó ver al toro bravo conviviendo con tantas especies mamíferas y de aves dentro del mismo ecosistema. Por no dejar de mencionar en el libro a su gran amigo Ramón Sánchez, un salmantino de los pueblos más pobres de su provincia, que había pasado a ser ganadero en Sevilla, relata el autor interesantes anécdotas de cuando Sánchez le compraba ganado porcino a su padre en Salamanca. Por ser más los motivos amistosos que taurinos, he preferido abreviar este capítulo, pero no quisiera dejar de hacer mención de que una de las vacas de esta dehesa se llamó “Navalona”, después de haber sido toreada por nuestro autor en la finca de Alamiriya. Ahora, entramos ya en la recta final de este hermoso paseo por las dehesas del toro andaluz y, como en los buenos banquetes, el autor deja para el final los platos fuertes, las visitas estelares, las leyendas vivas de los criadores del animal más bonito del mundo, y cómo no pensar así cuando los dos últimos capítulos de este magnífico libro de toros están dedicados a los “pablo romeros” y a “los miuras”. Hablando de seriedad, buenas hechuras, edad y toros en punta, no podríamos concebir al campo bravo del sur sin mencionar el nombre de Pablo Romero. Es curioso que Navalón haya sido recibido con las puertas abiertas de esta casa ganadera, y más que don José Luis de Pablo Romero haya aceptado personalmente conversar con el autor, cuando es bien conocido que este serio ganadero de 77 años es de tan pocas palabras y no le gusta hablar de sus toros con nadie. El recibimiento quedó a cargo de don Felipe de Pablo Romero, un joven con aire universitario cuya salud no era buena a pesar de su juventud. Don Felipe ha relevado a su padre en las labores más importantes de la ganadería y hoy lleva la “gerencia” de la misma. Y es que para evitar problemas familiares los hermanos herederos resolvieron formar una so-

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ciedad anónima de hijos de Pablo Romero y don Felipe, como gerente, debe llevar cuenta de todos sus actos al consejo de administración. La ganadería en aquel momento se componía de 280 vacas de vientre y ocho sementales. En la finca de “La Herrera” están los añojos, los erales y los toros de saca, y al otro lado de la carretera de Huelva están los utreros. Las vacas se encuentran en la marisma. En los primeros intercambios de puntos de vista que tuvo Navalón con los ganaderos se toca un punto delicado que es parte del anecdotario de la casa y es el siguiente: en la época de Manolete y Arruza los toros de Pablo Romero fueron vetados por Camará, cuando, después de un grito insolente de un espectador en contra de Manolete ante uno de esos “becerros” que se echaban en los años 40 del siglo XX, se le pidió al famoso torero cordobés que se dejara ver pero ante una corrida de Pablo Romero. Después de esto, gente de Manolete acudió a ver a don José Luis para que dejara entrar a su “técnico del serrucho” a cambio de que el diestro de Córdoba le hiciera el honor de matar unas cuantas corridas. El señor Pablo Romero se negó a esto en rotundo y automáticamente quedó excluido de todas las ferias importantes. No solo no mataría Manolete ningún toro suyo, sino que ninguna empresa podría comprar una corrida de Pablo Romero estando Manolete anunciado en los carteles de la feria. Dado lo anterior, la ganadería tuvo que lidiar donde no fuese Manolete y a las corridas que sobraban hubo que apuntillarlas para carne (por lo menos tres por temporada). Eso sí, cuando se embarca una corrida de “pablo romeros”, nadie duda de que van ahí seis toros se miren por donde se miren, más gordos o de menos peso, más cornalones o con menos trapío, pero seis toros con cuatro años cumplidos y con sus puntas intactas, condiciones esenciales para ser toros con trapío, y no novillos. Para acabar con esta visita quisiera solamente agregar algunas palabras del viejo ganadero —quien mostraba su preocupación por la situación del toreo en España ya en aquellas épocas en las que el libro se publicó— con las que justifica la visita del periodista y aclara: Me gusta que alguien se preocupe de escribir de toros, porque de toreros ya se escribe mucho. Desgraciadamente al toro se le presta poca atención… o menos de la que se merece…

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El viaje se nos va terminando y, como si de una feria se tratase, el autor deja al último a la legendaria ganadería de Miura. Confieso que cuando me obsequiaron este libro, precisamente en una librería del centro de Salamanca, leí enseguida el índice del contenido y estuve a punto de irme directamente a leer lo de Miura. Impaciente estaba yo por entrar a través de los relatos de Navalón en la famosa finca de Zahariche, pero decidí dejar este último capítulo para el final, como un buen “postre” y respetando estrictamente el orden que a este capítulo corresponde en el libro. Siempre será interesante enterarse de lo que un ganadero legendario como don Eduardo Miura pueda contar, pero, para mi sorpresa, el autor no escribió ningún relato desde la finca ganadera porque, a petición de don Eduardo, su entrevista fue llevada a cabo en la cafetería de “el hotel más lujoso de Sevilla”. Con un vaso de Campari con ginebra, don Eduardo supo resolver con gracia sevillana las embestidas del entrevistador y se concretó a contar alguna anécdota de la larga vida de este hierro familiar. Se le cuestionó, por ejemplo, sobre lo duro que es mantener el nombre; también se le preguntó si consideraba que su ganadería se estaba convirtiendo en comercial, pero sin ningún reparo el ganadero salió avante y prefirió relatar cosas más interesantes de su histórico hierro, como que cuando la ganadería pertenecía a su abuelo llegaron a tener hasta 1,000 vacas ¡y todos los años lidiaban alrededor de 300 corridas de toros! A consecuencia de las dimensiones de su vacada y los problemas que esto suponía al momento de contabilizarla, confesó que en los herraderos llegaron a poner el mismo número a dos toros diferentes, de tal manera que la mitad iban herrados en el costillar derecho y los otros en el izquierdo. Curioso también fue enterarme que su manera de contabilizar las ganancias era simplemente metiendo el dinero cobrado en un cajón y sacando del mismo los gastos. Al final del año, el dinero restante en el cajón daría el monto de las ganancias obtenidas. Me llamó la atención saber que los toros de Miura normalmente no aprobaban los análisis post mortem del hocico para comprobar la edad, razón por la cual en cada herradero se llamaba al notario Alfonso Cruz

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Aunión para levantar las actas correspondientes, mismas que serían utilizadas después para invalidar las correspondientes multas recibidas. Como ya adelanté algunos párrafos arriba, este libro me fue obsequiado por un taurino conocedor, mi gran amigo y tío paterno Ramiro Marina, en el mes de abril de 2015, justamente en una de las librerías del centro de Salamanca, a la que, por cierto, Navalón solía acudir. Leer esta obra ha sido fascinante por el contenido y la narrativa, pero más aún porque lo hice justo después de haber tenido el privilegio de estar en el campo charro. El haber estado en la casa del toro bravo, poderme perder por las hermosas carreteras que serpentean entre las dehesas, sentirme en contacto pleno con aquel incomparable ecosistema y deleitarme comiendo los excelentes productos del lugar, en sus amables y pintorescas poblaciones, propiciaron que la visita a aquella zona de la provincia de Salamanca sea ya, indudablemente, una de las mejores experiencias de mi vida.

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Victorino por Victorino Victorino Martín García Colección La Tauromaquia Editorial Espasa Calpe Madrid, 2000

J osé A ntonio V illanueva L agar El 13 de abril de 2016, el público asistente a la Real Maestranza de Sevilla se entusiasmó cuando el toro Galapagueño se arrancó de largo en dos ocasiones al picador, peleando con bravura y empujando con los riñones, para después tomar la muleta con clase y codicia. Paco Ureña lo aprovechó y le tumbó los apéndices, llevándose una gran ovación en el arrastre el pupilo de Victorino Martín. Sin embargo, en el siguiente toro nos quedamos atónitos: era un toro cárdeno claro y precioso de hechuras, que peleó de firme en el caballo y llegó al último tercio derrochando todo tipo de cualidades: fijeza, prontitud, movilidad, transmisión, casta y una humillación prodigiosa, arando literalmente el albero sevillano con el morro. El toro casi perfecto. Me refiero al célebre Cobradiezmos, toro número 37 y con 562 kilos, al que tuvimos la fortuna de ver lidiar por Manuel Escribano. Lástima que la mayoría de los que disfrutaron la lidia de este toro de bandera —yo incluido—, lo haya hecho a través de la pantalla de televisión. La gente se volcó con el toro y pocas veces he visto una petición de indulto tan sincera y desbordada. El juez lo otorgó y el cárdeno regresó a padrear a tierras extremeñas con la esperanza de que sea un eficaz reproductor de sus magníficas cualidades. Y mientras Escribano daba una triunfal vuelta al ruedo con las dos orejas simbólicas, recordé las dos visitas que había yo hecho a la emblemática ganadería de Victorino Martín, donde fui tratado como si fuera un empresario dispuesto a comprar varias corridas a precio de oro. Pero también se me agolparon los recuerdos del libro Victorino por Victorino, que había leído y disfrutado 15 años antes. Dentro de la nueva colección de La Tauromaquia que publicó la editorial Espasa Calpe, este volumen reunió dos grandes atractivos; en primer 20

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lugar, es la historia puntual de la ganadería de Victorino Martín, uno de los referentes más notables del toro encastado y con transmisión; por otro lado, es la recopilación de las charlas y entrevistas de un hijo con su padre, probablemente andando juntos a caballo por el campo o bien sentados junto al fuego de la chimenea en la casa de la finca. Victorino Martín Andrés, el padre y personaje central del libro, un hombre sencillo pero de gran astucia e inteligencia, forjado en la cultura del esfuerzo, y Victorino Martín García, el hijo y autor de la obra, con la sencillez y clarividencia del padre, otro apasionado del toro que a punto estuvo de abrazar la profesión de torero. El libro está dividido en 21 capítulos que abarcan desde la infancia de Victorino padre hasta los resultados obtenidos por la ganadería en la temporada 1999, incluyendo igualmente un apéndice estadístico a cargo de Alberto Simón y Paco Aguado, el cual detalla la trayectoria de la divisa durante el periodo 1961-1999, a lo largo de todas las plazas de España y Francia. Victorino Martín nació el 6 de marzo de 1929 en el pueblo de Galapagar, dentro de una familia que poseía un estanco, un bar y terrenos de cultivo, todo lo cual se complementaba con la explotación de vacas para carne y una cuadra de vacas lecheras. A pesar de las dificultades que azotaron a esa región española durante la cruenta guerra civil, la familia no pasó hambre pero sí sufrió la pérdida del patriarca como consecuencia del conflicto. Un día de julio del año 1936, a un lado de la cuadra de las vacas donde se enfriaba la leche, el niño Victorino observó a un grupo de milicianos que se acercaron a su padre y le ordenaron que los acompañara. “Pausadamente cogió el pañuelo del cinto, se secó el sudor y me dio lo que tenía en sus bolsillos, unas llaves y una navaja. Fue la última vez que lo ví”.1 Pasados varios años, Victorino supo que su padre había sido fusilado en alguna de las matanzas de Paracuellos del Jarama, que fueron consumadas por simpatizantes de las fuerzas republicanas. Y a pesar de que a muchas personas les confiscaron sus bienes y su ganado, a la familia Martín, afortunadamente, se los respetaron. Sin embargo, al haber sido reclutados para la guerra los hombres de las familias, todo el trabajo rudo del campo tuvieron que realizarlo los niños, las mujeres y los hombres de avanzada edad que por sus años no fueron enviados al frente. En ese entorno se 1

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forjó el carácter y el temperamento de los tres hermanos Martín Andrés: Adolfo, Victorino y Venancio. Corría el año de 1945 cuando otra muerte en la familia influyó decisivamente en el destino de Victorino, quien contaba entonces con tan solo dieciséis años de edad. Al fallecer su tío Mateo, Victorino y sus hermanos tuvieron que hacerse cargo de las carnicerías que aquel poseía en Galapagar y Torrelodones. El negocio marchó viento en popa y en poco tiempo lo ampliaron con la compra de otro par de carnicerías, lo que le permitió a Victorino incursionar en un nuevo giro de negocio: la compra de ganado para su posterior sacrificio y venta de productos cárnicos. A bordo de un vehículo Ford de segunda mano, el joven recorrió cientos de kilómetros por las regiones de Extremadura, Ávila y Segovia, adquiriendo vacunos y corderos que, después de ser sacrificados en el rastro de Galapagar, servían para surtir no solo las carnicerías propias, sino también la demanda de otras localizadas en los pueblos cercanos. Esta nueva actividad le permitió a nuestro personaje central desarrollar una aguda habilidad para negociar con todo tipo de personas, y a la postre lo puso frente a uno de los veneros que se habían derivado directamente del encaste del Marqués de Saltillo: nos referimos a lo que quedaba de la ganadería del Marqués de Albaserrada, fundada en el año de 1912 con una punta de ganado de origen Saltillo que el marqués le compró a su hermano, el no menos célebre conde de Santa Coloma. La trayectoria ganadera del Marqués de Albaserrada fue exitosa pero muy corta, ya que un paro cardíaco terminó con su vida en el año de 1920. Al poco tiempo, su sucesión vendió la ganadería al señor José Bueno Catón, vallisoletano que se ganaba la vida con la venta de puercos a muchas carnicerías castellanas. Casado y sin hijos, su único vicio fue su afición desmedida por los toros, por lo que no dudó un ápice en hacerse del ganado de Albaserrada, al que por cierto trasladó caminando desde Gerena, Sevilla, hasta sus fincas en Extremadura, en un viaje lleno de avatares que duró más de un mes y que derivó en la muerte de un alto número de reses. A la muerte de don José, la ganadería se dividió en dos partes, una para sus sobrinos Bernardo y Roque Escudero Bueno, y la otra para su viuda Juliana Calvo. El primer lote lo compró posteriormente el duque de Pinohermoso y lo cruzó con reses de otro encaste, por lo que la

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sangre Albaserrada se diluyó y desapareció. La otra parte de Juliana Calvo se lidió bajo su nombre hasta su muerte en 1941, año a partir del cual se anunció en los carteles con el nombre de Escudero Calvo Hermanos, ya que fue heredada por sus sobrinos Antonio, Josefa, Florentina y Andrea, aunque quien manejó la ganadería fue Toribio, el mayoral que estaba a cargo de la vacada desde que esta subió de Sevilla. Los toros de la divisa de Escudero Calvo siguieron gozando de buen prestigio y fueron lidiados con agrado por toreros de la talla de Manuel Rodríguez Manolete, Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez, Miguel Báez Litri y Julio Aparicio. Sin embargo, con el paso de los años la ganadería tuvo un bajón y desapareció de las grandes ferias, además de que surgieron divisiones entre los cuatro herederos, que terminaron por dispersar la ganadería. La primera en vender su parte fue Andrea, cuyo lote pasó por varias manos y terminó cruzándose con animales oriundos de Murube, por lo que esta rama desapareció. Las otras tres ramas terminaron felizmente en manos de Victorino, siendo la primera la correspondiente a Florentina, quien le pidió a su yerno, el doctor Gerardo Valverde, poner en venta la parte del hato que le correspondía. Para ello, el galeno envió una carta ofreciendo el ganado a los criadores de primera de aquel momento, adscritos todos a la Unión de Criadores de Toros de Lidia. “No contestó nadie. Solo hubo un anónimo que le decía que compraría un burro de semental antes que un toro de su ganadería”.2 Al no existir ninguna oferta firme para comprar los albaserradas de Florentina, el presidente de la Unión acordó comprar a precio de carne todo el ganado, para su posterior envío al matadero. Al cumplir los 30 años de edad, Victorino ya estaba envenenado por la fiesta de toros. Desde pequeño había asistido a muchos festejos taurinos en la ciudad de Madrid y en sus múltiples andanzas como tratante de ganado, adquirió animales de lidia de desecho que destinaba tanto al sacrificio como para realizar espectáculos populares en muchos pueblos de Madrid y de Castilla. En complicidad con su hermano Adolfo, vio en las vacas bravas que llegaban al rastro de Galapagar la oportunidad para iniciarse como ganadero de bravo, sustituyendo con estas hembras aquellas vacas 2

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moruchas que tenía tradicionalmente su familia para la producción de carne. En el año de 1953, la Asociación de Ganaderos de Reses de Lidia, integrada por ganaderías de segunda que solamente lidiaban en novilladas sin caballos y en festejos populares, regalaba un hierro a todos aquellos que tuvieran reses bravas y que no pertenecieran a ninguna asociación. Los hermanos presentaron su solicitud y obtuvieron uno que pusieron a nombre de Adolfo Martín Andrés, quemando a sus reses con el hierro de la uve (“V”) que había utilizado la familia para herrar el ganado manso desde los tiempos de su abuelo Venancio. Con vacas viejas y de desecho de distintas procedencias, los hermanos llegaron a tener 150 vientres. Pero el destino les tenía deparada una sorpresa mayor. En el capítulo titulado “Un día inolvidable” se reseña con lujo de detalles lo que sucedió el 18 de agosto de 1960, cuando el doctor Gerardo Valverde recogió en Galapagar a los hermanos Adolfo y Victorino, quienes lo habían contactado para comprar los caballos y los cabestros de la ganadería de Florentina Escudero Calvo, localizada entonces en una finca arrendada en el campo de Salamanca. En las cuatro horas de trayecto, los hermanos Martín Andrés se enteraron de que todavía no se vendía el ganado bravo, por lo que el doctor Valverde les insinuó que se quedaran con la ganadería, ya que se vendía a precio de saldo. Al llegar a la finca, Victorino se entusiasmó cuando observó esas vacas asaltilladas de capas cárdenas y entrepeladas, de enormes pitones y finas y bien hechas por donde se mirasen. Era realmente lamentable que aquellas reses terminaran sus días de un puntillazo en algún rastro. Poco antes de abordar el coche de regreso y aprovechando que el doctor Valverde tenía que resolver algún asunto en la finca, Victorino le confesó a su hermano que tenía la intención de quedarse con aquella vacada: — La verdad es que son buenas — dijo Adolfo. — No, mejores — le contestó Victorino. — ¿Y el dinero? — En peores nos hemos visto. Además, ya has oído a Gerardo de que van a ser muy baratas, lo que valen para carne.

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— ¿Y dónde las metemos? — Ya alquilaremos alguna finca, eso es lo de menos. ¿No te da pena, con lo buen aficionado que eres, que esta ganadería desaparezca? — La verdad que sí. Haz lo que quieras; si nos arruinamos, lo haremos juntos.3

Cuando el coche del doctor Valverde se detuvo para dejar a los hermanos en Galapagar, el trato había quedado sellado: se quedaron con 150 reses bravas por poco más de un millón de pesetas pagaderas en un plazo de tres años; tendrían derecho a una tercera parte del hierro de Albaserrada (una “A” coronada) y además, tenían en la bolsa el subarriendo de la finca La Nava, que estaba alquilada todavía por cinco años. “Un día inolvidable” no solo para el campechano Victorino, sino también para la historia de la ganadería brava en el mundo, dada la enorme importancia que ha tenido y tiene la divisa de Victorino Martín para la tauromaquia. En el mes de abril de 1962, Victorino cerró la compra del lote correspondiente a Josefa Escudero. A diferencia del lote anterior, cuyo destino sería el rastro, este contaba con varios tiradores, pero su habilidad negociadora desembocó en que 150 hembras y el semental Barquillero se embarcarían con destino a La Nava, en Salamanca. Finalmente, el tercer y último lote, perteneciente a Antonio Escudero, se puso a tiro en la víspera de la Navidad de 1965. Antonio, con 80 años a cuestas y prácticamente en bancarrota por sus deudas, vendió el ganado y la finca de Monteviejo a los hermanos Martín Andrés, cerrándose el trato como sigue: los compradores se harían cargo de las deudas por 27 millones de pesetas, además de entregar una pensión vitalicia al anciano. Con esta negociación, todo el ganado de lidia de origen Albaserrada quedó en manos de Victorino y sus hermanos. Para el año de 1968, Victorino tenía solamente dos sementales con las vacas. Uno de ellos, Hospiciano de nombre, le pegó en el campo una paliza de pronóstico reservado, dejándolo cosido a cornadas. Después de ser operado de emergencia en Cáceres, tuvo que trasladarse a Madrid para una nueva intervención, debiendo padecer una convalecencia de 3

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un par de meses. Hospiciano murió a los pocos días del percance y fue un magnífico semental, en palabras del propio afectado. Por otro lado, el torero de moda, Manuel Benítez el Cordobés, imponía condiciones en las que prevalecía el utrero despuntado. Victorino, defensor de la verdad y la rudeza de la fiesta, no tenía cabida en esa espiral, por lo que varias de sus camadas de cárdenos en el campo estaban sin vender. En su desesperación, llegó a ofrecer una corrida regalada para Madrid, a efectos de que la despacharan el Cordobés y Palomo Linares. Todo parecía infructuoso hasta que el ganadero Manuel Aleas le metió el hombro con Livinio Stuick, el gerente de la plaza de Las Ventas, buscando que lo apoyara comprándole una corrida para algún domingo veraniego. Cuando don Livinio llegó a la ganadería a la hora del pienso, uno de sus ayudantes exclamó: “Estos no son toros, son ciervos”,4 refiriéndose a la impresionante cornamenta que tenían aquellos cárdenos. Don Livinio compró tres corridas de toros que se lidiaron en Madrid en 1968, en el transcurso de un mes, debutando el 18 de agosto con una modesta terna de toreros que integraron Pepe Osuna, Adolfo Rojas y el Paquiro. Las corridas cumplieron sobradamente en presentación y bravura, pero el primer campanazo en Las Ventas sucedió el año siguiente, el día 10 de agosto, cuando Andrés Vázquez inmortalizó a Baratero, un cárdeno que tomó cuatro puyazos —el último arrancándose desde los medios—, lo que levantó al público de sus asientos. A partir de ese momento, la ganadería de Victorino Martín se volvió la gran consentida de la primera plaza del mundo. Todo lo que sigue en el libro es la historia de la lucha denodada de Victorino, peldaño a peldaño, para llegar a la cima de la cabaña brava española, objetivo que cumplió a cabalidad. A lo largo del texto, constatamos que siempre mantuvo su fidelidad a la búsqueda del toro bravo y encastado, sin apartarse nunca de esa línea. En el año de 1971, por ejemplo, cuando tentó varios utreros buscando sementales, salió Morenito, un negro entrepelado que salió bravísimo para el caballo y que hizo sudar el traje campero a sus tentadores, Andrés Vázquez y el crítico Alfonso Navalón. Al finalizar la tienta todos le aconsejaron que lo desechara por tener aquella pólvora y tantas dificultades, pero Victorino lo padreó y resultó ser el semental que le hizo 4 Página 109.

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la ganadería. En alguna de sus confesiones señaló: Mis metas eran diferentes a las de la mayoría de mis colegas; yo no criaba mis reses para los toreros, sino que todos mis esfuerzos iban encaminados a satisfacer al público, que al fin al cabo es el que paga y el que mantiene el espectáculo, y como dedicaba mi vida y mi tiempo en esta tarea, debería reportarme los ingresos necesarios para vivir de ella.5 Y los resultados están a la vista, ya que tomando como ejemplo la plaza de Las Ventas, Victorino tuvo logros impresionantes hasta el año de 1999: 15 toros de vuelta al ruedo, seis premios al mejor toro de la Feria de San Isidro, tres galardones al mejor encierro del ciclo isidril y por último, el cárdeno Velador, el único toro indultado hasta la fecha en el coso madrileño. Hacia finales de los años 80 del siglo XX, los estrechos lazos de unión entre Victorino y sus hermanos terminaron por romperse. El caso más doloroso se dio con Adolfo, con quien se suspendió la relación una vez concluida la distribución de los bienes. Esta incluyó para Adolfo el hierro y el ganado que había en la vacada de segunda —empadrada siempre con toros de origen Albaserrada—; una parte de las vacas procedentes del lote comprado a Antonio Escudero en 1965; el derecho a utilizar sementales de Victorino por tres años, y dinero en efectivo para la compra de nuevas fincas.6 En aquella misma época, Victorino hijo se incorporó al trabajo de la ganadería con un enfoque más técnico, gracias a sus estudios de medicina veterinaria, lo que significó un drástico giro a diversas prácticas empíricas que hasta entonces había utilizado su padre. Así, cambió la forma de seleccionar los sementales, el manejo de los empadres, la alimentación del ganado, las prácticas sanitarias y hasta la forma de llevar los libros. Victorino padre le reconoce ampliamente toda esta labor a su hijo. El cierre del libro lo dedica el autor a diversos diestros que han entendido muy bien a sus bravos y exigentes toros, expresando su agradecimiento hacia ellos, puesto que le facilitaron su ascenso a la cumbre ganadera. Todos tienen en común una excelente base técnica, conocimiento profundo de la lidia y un valor a prueba de bombas.7 En los inicios de la ganadería, destaca a Andrés Vázquez, a Miguel Márquez y a Ruiz Miguel, habiendo sido este 5 Páginas 137-138. 6 Adolfo Martín cedió la ganadería a su hijo Adolfo Martín Escudero en 1992, quien hasta la fecha sigue manejando con gran tino esta acreditada divisa. 7 Página 230.

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último quien acuñó el término de “alimañas” para dirigirse a los victorinos complicados. Posteriormente vienen los hermanos José Antonio y Tomás Campuzano, Pepín Liria y Manuel Caballero, así como Luis Francisco Esplá, a quien destaca como el que más ha durado triunfando con sus toros. Habla igualmente de otros tres diestros que, al momento de la edición del libro, poco les faltaba para ser también especialistas: Juan Mora, Uceda Leal y Enrique Ponce, resaltando de este último que, siendo una figura indiscutible, siempre mató sus encierros por iniciativa propia, en muchas plazas importantes. Además del mérito de haber rescatado el encaste Albaserrada, Victorino ha logrado todos los reconocimientos posibles en las plazas de toros, al grado de convertirse en una auténtica figura del gremio ganadero. Cuando tres de sus toros lidiados en Granada y Madrid fueron señalados para una sanción por afeitado, Victorino puso en duda la confiabilidad de los exámenes post-mortem y se dio el lujo de exiliarse de las plazas españolas, vendiendo en 1990 sus ocho encierros a Francia. Pero en mi modesta opinión, la divisa de Victorino tiene como asignatura pendiente la de convertirse en una ganadería madre y esparcir así las encastadas embestidas de sus pupilos. Es muy respetable que el fundador no haya querido vender vacas y sementales a otros hierros, pero una vacada de una dimensión tan extraordinaria ayudaría mucho a la fiesta taurina con la venta de su sangre. Solamente en dos ocasiones Victorino aceptó deshacerse de su tesoro genético, tal y como lo describe en el libro: la primera y única venta de animales vivos se hizo al abogado Leopoldo Picazo, quien había ayudado mucho al de Galapagar en diversos problemas legales; en compensación por estos servicios, en 1978 no pudo negarse a venderle una punta de 20 vacas y un toro, que posteriormente terminaron en manos de la ganadería de José Escolar Gil. La segunda fue en 1992, cuando le regaló al célebre ganadero mexicano Chafik Hamdan 20 pajuelas de dos de sus sementales. No tengo la menor duda de que en cuanto la familia Martín decida poner a la venta una parte de su simiente, habrá largas filas de aspirantes y se pondrán cuantiosas sumas de dinero sobre la mesa para conseguir una porción de tan magnífica sangre.

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El secreto de Armillita José Carlos Arévalo Edición del autor Madrid, 2011

H umberto R uiz P rado Escribo sobre este libro por la admiración que tengo a la figura del gran maestro Fermín Espinosa Armillita y además porque nos da una clara idea de la importancia que Armillita tuvo en el toreo universal. También me permite hacer un pequeño resumen de las estadísticas de la vida taurina de Fermín, que forman parte integrante de este volumen y que fueron recopiladas durante largas jornadas por mi padre, Humberto Ruiz Quiroz, quien con gran ilusión trabajó al lado de Eulalia Espinosa, hija del maestro, para concretar esta publicación. Esta obra fue publicada en conmemoración del centenario del natalicio del maestro Fermín y para su edición el autor contó con el apoyo de la fundación Marrón, que tanto ha ayudado a la fiesta brava en México. El libro fue presentado en la Ciudad de México, en el auditorio de la Lotería Nacional, en una velada en la que se canceló oficialmente un sello postal dedicado a la figura de Armillita, además de que los billetes del sorteo de aquel día también estuvieron dedicados a Fermín. El autor de esta obra, José Carlos Arévalo, es un reconocido periodista español que ha dirigido diversas revistas taurinas, como Toros 92 y El Toreo y que ahora se encuentra al frente de 6 Toros 6. También ha sido autor de varios libros taurinos, como Antoñete o el arte de torear, El misterio taurino y el libro colectivo Madrid, 50 años de corridas, que él dirigió. La obra se divide en cuatro partes en las el autor recorre la vida taurina de Fermín, aprovechando este recorrido para explicar en paralelo la 31

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evolución no solo de su toreo, sino de toda la tauromaquia de su tiempo, a través de la expresión de sus conceptos sobre el toreo y cómo han influido hasta nuestros días. El prólogo estuvo a cargo de Miguel Alemán Velasco, quien hace un recuerdo de Fermín destacando su importancia como torero y como persona. Al final de las cuatro partes se incluye una sección de extraordinarias fotografías que muestran la tauromaquia de Armillita y la obra concluye con un epílogo estadístico. La primera parte abarca desde los comienzos de Fermín como niño torero hasta el inicio de los años 30 del siglo XX, en los que Fermín inició su escalada hacia la cumbre, cuando en México comenzaba La Edad de Oro del toreo. La segunda parte se centra en la conquista por parte de Fermín de la hegemonía taurina en México y España, hasta llegar al boicot de 1936. La tercera parte se refiere a las apasionantes temporadas en México —sin los toreros españoles—, en las que el toreo mexicano obtuvo su absoluta independencia, que en nuestros días se ha perdido por haber vuelto a depender en gran medida de los toreros del otro lado del Atlántico. Finalmente, la cuarta parte aborda el final de la carrera del maestro Fermín, su enfrentamiento con Manolete, su regreso a España y, como remate, su legado a la tauromaquia. P rimera

parte

En esta sección el autor repasa los antecedentes de la tauromaquia en México y se refiere a cómo se formaban los toreros desde Ponciano Díaz; a la influencia del español Bernardo Gaviño y a Rodolfo Gaona y su formador Saturnino Frutos Ojitos, resaltando la importancia que tuvo Rodolfo en España, al lado de Gallito y Belmonte. También hace mención al hecho de que el toreo empezara a adoptar nuevas formas, dejando atrás las del siglo XIX. Fue en este marco en el que surgió la figura de Fermín Espinosa Armillita como niño torero, con un don que no todos tenían, ni tienen; al respecto Arévalo se pregunta: ¿Fermín es artista o un gran maestro?, cuestión que el autor responde a lo largo del libro. Fermín se presentó en El Toreo de la Condesa de la capital de México, con tan solo 13 años de edad, actuando junto a sus hermanos Juan y Ze-

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naido. A partir de esa ocasión, poco a poco fue impactando en el medio taurino, dejando impresionados a quienes lo veían torear, ya desde entonces con gran soltura, imponiéndose a los cornúpetas en turno. Fueron años de formación en los que abrevó de los toreros del momento y asimiló el comportamiento de los irregulares toros de las ganaderías de aquellos días, cuando aún no estaba definida la auténtica bravura y los toros, más que embestir, se defendían. Al respecto, el autor señala: El de los años veinte, en México como en España, era un toro con la agresividad creciente de una emergente bravura y la peligrosidad defensiva de una mansedumbre todavía conservada. Coexistían la casta —que es la agresividad ofensiva del bravo— con el genio —que es la agresividad defensiva del mansurrón.8

Llegó por fin la presentación de Armillita como novillero en México, el 18 de julio de 1926, aunque tuvo una mejor actuación el domingo siguiente. En sus inicios, a pesar de mostrar ya su facilidad y su maestría para el toreo, la crítica lo tachaba de frío, pues no transmitía emoción. Los críticos y la afición aún no vislumbraban en lo que se convertiría Fermín. Su segunda temporada como novillero dio inicio sin que llegara el triunfo grande; avanzó paso a paso y no fue sino hasta que se encerró con seis novillos —tres de Atenco y tres de San Diego de los Padres—, que triunfó clamorosamente cortando un rabo, premio que también obtuvo una semana después. Todo estaba listo para la alternativa, el 23 de octubre de 1927, ante toros de San Diego de los Padres, tarde en la que Antonio Posadas actuó como padrino y Pepe Ortiz fungió como testigo. Así valora el autor la actuación de Fermín en el sexto toro de la tarde: … sentenció un concepto del que Armillita sería su más destacado autor: la lidia total. Porque su toreo de capa durante el primer tercio tuvo un nivel de excepción, sus tres pares de banderillas provocaron el delirio por su pureza, fuerza y variedad de ejecución, y su faena de muleta fue intensa desde el primer muletazo al último. Llegó el toro, 8

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bravísimo, con muchos pies al último tercio, y el temple, impuestos por la mano baja, y derivado de un asfixiante toreo en redondo, desbordó la pasión en los tendidos. Mató bien y le concedieron las dos orejas y el rabo.9

Después de la alternativa vinieron los “los años fríos” —como los llama Arévalo—, en los que Fermín triunfaba y gustaba a los públicos, pero no los apasionaba; era aún un adolescente en camino de llegar a la cumbre. En aquella primera temporada como matador de toros, el gran triunfador fue Pepe Ortiz. En su primera incursión en España, en el año de 1928, Armillita debió tomar nuevamente la alternativa el día 25 de marzo en Barcelona, de manos de su hermano Juan y con el testimonio de Vicente Barrera; esa tarde enfrentaron a un encierro de Antonio Pérez de San Fernando y el toro de la ceremonia se llamó Bailador. La confirmación en Madrid tuvo lugar el 10 de mayo con el toro Gaditano, de Carmen de Federico; aquella tarde fungió como padrino Manuel Jiménez Chicuelo y el testigo fue Francisco Vega de los Reyes Gitanillo de Triana. En esa corrida estuvo por debajo de sus alternantes. Armillita aún no definía su forma de torear; apuntaba cosas buenas, pero no las tenía del todo. Por fortuna, en aquella primera temporada despertó las esperanzas en la afición. Ese primer año toreó 47 corridas impulsado por la novedad, pero al siguiente año en España únicamente fueron 26. El autor cita a dos críticos de la época para explicar los inicios de Fermín en España: Un excelente aficionado y muy buen crítico, Tomás Orts Ramos Uno al sesgo, fue quien más creyó en el joven saltillense. Y el tiempo le dio la razón, pero no la tenía en el año 28. Otro crítico sagaz y severo, José Díaz Quijano Don Quijote, escribió que Armillita chico ha sumado muchas corridas a título de novedad. Se le recibió con gran expectación, en vista de lo que se decía desde México. El año próximo dará el bajón.10 9 Página78. 10 Página 93.

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El autor destaca que estos fueron tiempos de maduración para Armillita, tiempos de reflexionar y de asimilar los acontecimientos; de alguna forma deja ver que el fracaso le llegó en muy buen momento y lo califica como un prólogo de lo que sería después. Destaca también que la amargura y la autocrítica, más paciencia y obstinación, es igual a triunfo. Sin duda Fermín siguió esta fórmula. En México también se enfrentó a su propia indeterminación estilística y a la plenitud de los grandes maestros, como Cagancho, Gitanillo de Triana, Vicente Barrera y Pepe Ortiz. Los años de 1929 y 1930 no fueron fáciles para el de Saltillo, ya que enfrentó diversos problemas, como el hecho de que su apoderado lo dejara y se fuera con su dinero, y de que lo criticaran por su frialdad e indefinición como torero. Decidió quedarse en España y no venir a México, con el fin de prepararse y afinarse para lo que sería más adelante. Ya en los siguientes años las cosas le fueron mejor y a ese respecto el autor recurre nuevamente al crítico Don Quijote para resaltar la importancia de la evolución del toreo de Fermín. Esta vez hace referencia a una corrida celebrada en Madrid el 5 de mayo de 1931, en la que alternó con Diego Mazquiarán Fortuna; según el autor, completó la tercia Luis Fuentes Bejarano, pero en realidad el cartel lo completó Nicanor Villalta, de acuerdo con las estadísticas de Humberto Ruiz Quiroz. Pero vayamos a lo comentado por Don Quijote sobre esa tarde, en la que también deja ver su preferencia por Bienvenida: Fue una faena grande a todas luces, la mejor, ya digo, de las realizadas este año, después de la de Bienvenida y que en su iniciación —aquellos cuatro primeros pases— nos hizo evocar exactamente la estética taurina de Gaona —los cinco naturales y el de pecho, creo que nunca llegó a darlos Rodolfo con tanta emoción y verdad.11

Finalmente Armillita solo toreó 20 tardes es España en aquel 1931 y regresó a México para tener una campaña de consolidación como la máxima figura 11 Página 107.

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de nuestro país, consiguiendo definir su tauromaquia; Arévalo señala que fue la tarde del 29 de noviembre de 1931 cuando esta se manifestó plenamente: Definió por fin su estar en la plaza, su ser ante el peligro. El arte del toreo, más allá de la perfección, inspiración o personalidad o gracia de la geometría con que se dibujen las suertes, está compuesta por la actitud que el diestro mantiene frente al toro. Y dicha actitud también tiene su forma. Y es determinante. Se trata de ese paso adelante, de esos pocos centímetros de ceñimiento que determinan el ser o no ser del toreo, una cercanía imperceptible para los ojos pero que va directo al corazón. (…) Provocó una conmoción eléctrica que hizo tambalearse a la plaza. Ese día cortó tres orejas y un rabo.12

La temporada española de 1932 inició para Fermín con algunas corridas en las que no pasó mayor cosa, hasta que llegó la tarde del 5 de junio en Madrid, en la que ante el sexto toro, Centello de Aleas, ligó extraordinariamente el toreo al natural en redondo y, a pesar de cuatro pinchazos y un metisaca, fue sacado en hombros clamorosamente. La importancia de esta faena radica en dos series de cinco naturales cada una, que ejecutó de manera ligada, cosa que antes no se hacía de esta forma; más bien se ejecutaban como un parón, con las plantas firmes, pero sin tener oportunidad de ligar el siguiente, pues se tenía que corregir la posición para dar un nuevo pase; esto, aunado a las embestidas bruscas y violentas del toro de antaño. En algunos casos, como en el de Chicuelo, los pases se daban con el compás cerrado, con el diestro vertical y perfilado. Así describe el autor los naturales de Armillita aquella tarde: Dejándose ver el diestro en el cite, con la muleta retrasada, hasta situarse entre los dos pitones en posición de medio pecho y compás abierto, avanzando después la muleta lentamente y muy adelantada esta, meciendo los flecos, cuyo levísimo toque prendía la embestida del toro, que muy ceñido, rozando el vestido del diestro, entraba en el embroque, se deslizaba hacia adentro y muy largo, para ser rematado su viaje por detrás de la cadera en el momento que un giro de muñeca dejaba al toro en la 12 Página 110.

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misma posición y la muleta presentada de igual forma que en el primer cite, para así embarcar de nuevo la embestida en cuatro naturales más, rematados con el forzado de pecho.13

Esta forma de torear ligando los naturales revolucionó el toreo de aquella época y ha sido muy importante para el toreo contemporáneo. A lo largo de los siguientes capítulos el autor insistirá en la importancia del toreo al natural, resaltando la trascendencia de Armillita en su interpretación. Después de tan importante tarde, Armillita estaba anunciado para repetir en Madrid junto a Manolo Bienvenida, quien por “sobreadministración” y quizá también por temor a enfrentar a Fermín, se cayó del cartel; mal asesorado, el de Saltillo también se hizo a un lado, con la consecuencia de ser vetado por la empresa. Debió cambiar de apoderado y tomó sus asuntos Domingo González Domiguín, quien resolvió el problema del veto con una encerrona en Madrid con seis toros de Marcial Lalanda, que no le permitieron el triunfo. Sin embargo, este vino semanas después en Bilbao, donde entró por sustitución y terminó matando cuatro corridas y cortando un total de seis orejas. El triunfo de Madrid y los de Bilbao le abrieron las puertas de Sevilla, donde toreó en la feria de San Miguel con otro triunfo de dos orejas. En 1932 toreó poco, pero sus triunfos de Madrid, Bilbao y Sevilla lo consolidaron como un ídolo de la afición, quedando situado en la primera fila del toreo. S egunda

parte

Para el autor, fue en el año 1932 cuando dio inicio La Edad de Oro del toreo mexicano. El centro del acontecer taurino nacional era la plaza de El Toreo de la Condesa, donde se consolidaban las figuras del toreo. Destacaban, entre otros, Pepe Ortiz, Heriberto García, Carnicerito de México, Carmelo Pérez, Alberto Balderas y David Liceaga, y José Carlos Arévalo se centra en lo que sucedió en esa plaza para analizar el paso de Armillita y la evolución del toreo en nuestro país. 13 Página 116.

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Fermín se volvió el parámetro para medir a los demás toreros, toda vez que las empresas lo acartelaban en gran número de manos a mano con las figuras del momento y con todo aquel que aspirara a serlo. La temporada de 1933 fue organizada casi exclusivamente con toreros mexicanos, ya que de los diestros españoles solamente actuó Domingo Ortega. En opinión del autor, esta muestra de disparidad o de falta de reciprocidad con los toreros españoles —ya que eran muchísimos los novilleros mexicanos que actuaban en España— fue lo que empezó a sembrar la semilla del posterior boicot. Entre tanto, Armillita triunfaba con fuerza en España, pues toreó 53 corridas y se le reconocía como gran figura. Se trató de una buena temporada artísticamente hablando, pero en los despachos no lo fue tanto, ya que empezaron las pugnas con los diestros españoles, que su apoderado Dominguín resolvía sobre la marcha. Fermín se centraba en lo taurino, en torear, confiando en que el toro pusiera a cada quien en su lugar. Al iniciar 1934, en plena madurez torera —Fermín tenía entonces 23 años— y totalmente superados el inicio incierto de su carrera y la inmadurez de adolescente, los triunfos dejaron claro quién era Armillita. El autor señala como una tarde fundamental la de Barcelona el 29 de julio de 1934, pero antes de ello dedica un capítulo a la importancia del pase natural y lo fundamental que fue en la tauromaquia del maestro de Saltillo. En el natural antiguo había incertidumbre al momento de citar al toro; se dice que había azar en la suerte, que era un cara o cruz y que la suerte bien consumada podría decirse que era un milagro. En cambio, en la nueva forma de hacer el natural se ligaba un pase tras otro, consiguiéndose el toreo por bajo y en redondo y, precisamente, este fue el centro del toreo de Fermín y el sello que lo que lo caracterizó y lo definió ante los otros toreros que quizás tenían más arte, más poder o más elegancia. La tarde del 26 de abril de 1934, en Madrid, Fermín logró un gran triunfo toreando al natural. Arévalo se vale de la cita de Alfonso, crítico de El Liberal, quien escribió: En el centro del toreo hacerlo al natural va siendo tan extraordinario, que si no hubiera dos o tres artistas, el primero Armillita, que rindieron con frecuencia ese culto, estamos seguros de que algún lector, al

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tropezar en alguna revista con la noticia de que Fulano dio unos naturales, nos diría asombrado: “Ahora cuéntame una de miedo”. Pero afortunadamente hay quien no se olvida de que existe la izquierda y es más que encuentra deleite en emplearla. —el mexicano—, hasta el punto que el público, que tan bien sabe enjuiciar y catalogar a sus toreros, espera las actuaciones de Armillita para poder saborear con deleite las emociones del pase natural….” “… pero yo no recuerdo ninguno en que lo hiciera tan prodigiosamente como ayer. Toreó al de Coquilla con un gran pase ayudado por alto y se quedó con la muleta en la izquierda para ligar, sin enmendarse, cinco naturales enormes, inmensos, ligados —lo difícil de la suerte— con un forzado de pecho inverosímil. ¡Cada muletazo fue un monumento!14

Y a lo largo del capítulo profundiza en lo importante del pase natural en el toreo. Regresando a lo de Barcelona, fue una tarde en la que alternó con Juan Belmonte y Marcial Lalanda, con toros de Justo Puente. En aquella corrida, según el autor, Armillita unió la tauromaquia del pase aislado con la del pase ligado, logró la evolución y sentó las bases del toreo contemporáneo. Belmonte había cortado una oreja en cada toro; Lalanda con el quinto estuvo enorme, con una faena inmensa que le valió las orejas, el rabo y la pata. Después de esto salió el sexto toro, Clavelito, y Fermín revolucionó el toreo. A Fermín también le dieron las orejas, el rabo y la pata: Para la fiesta, hay un antes y un después, en el que esta faena parte en dos la historia del arte muletero. Para Armillita, es el paso de la frontera que separa al gran torero de la figura de época. Las puertas del Olimpo de la tauromaquia se abrirán al torero de Saltillo.15

Termina Arévalo el capítulo refiriéndose a la evolución del toro, en la que el genio evoluciona hacia la casta, el manso se transforma en bravo y el defensivo en ofensivo, lo cual da lugar a una nueva forma de torear. 14 Páginas 155 y 156. 15 Páginas 159 y 160.

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Destaca en este punto el declive de la casta Vazqueña y el auge de Parladé. El autor aprovecha el hilo del relato para ir incorporando sus conceptos sobre la lidia, la tauromaquia, las cornadas y otros conceptos interesantes, respecto de los cuales no entro en detalles para no extender esta reseña. En la temporada 1934-1935, los mano a manos con Fermín volvieron a ser base de la temporada mexicana en El Toreo. Se enfrentó a Pepe Ortiz, Curro Caro, Domingo Ortega y Lorenzo Garza, y fue con este último con quien disputó la cumbre del toreo mexicano en los siguientes años. Armillita viajó nuevamente a España para conquistar la cumbre del toreo mundial y la temporada española de 1935 fue la definitiva para consumar su triunfo en el universo taurino. Pese a no torear en Madrid ese año, toreó tres tardes en Bilbao triunfando clamorosamente; el crítico Uno al sesgo lo comparó con Joselito el Gallo, un atrevimiento sacrílego apenas 15 años después de la muerte del coloso de Gelves. Se avecinaba la temporada de 1936, en la que se produjo el cisma entre los toreros de España y México. José Carlos Arévalo trata de explicar los orígenes del conflicto de la siguiente forma: 1. Una empresa española en el Toreo de la Condesa, encabezada por Domingo Dominguín y por Eduardo Margeli, que centró sus contrataciones españolas en Domingo Ortega y en Cagancho, dejando fuera a todos los demás diestros hispanos. 2. Un nacionalismo en la confección de los carteles. 3. La fuerza e impacto que tuvo Armillita en la temporada de 1935 y los cerca de 100 contratos para la siguiente temporada. 4. El creciente aumento de la participación de toreros mexicanos en España, tanto matadores de toros y novilleros, como subalternos. Ante estos hechos, se llevó a cabo la temporada mexicana del año taurino 1935-1936, en la que Armillita triunfó, como también lo hicieron Garza y Balderas; tomó la alternativa Fermín Rivera y la temporada terminó con el asesinato del empresario Margeli a manos del novillero Antonio Popoca, a quien le había negado contratos.

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Al capítulo que trata el boicot, Arévalo lo titula “La catástrofe del 36” y en él explica con detalle cómo se dieron los penosos acontecimientos, destacando el triunfo del corporativismo sobre el arte y el valor de los toreros. Esto solamente favoreció a los mediocres y tuvo fatales consecuencias para el toreo, considerando que tan solo unos meses después estalló la Guerra Civil española. A los toreros hispanos se les cerraron las puertas para venir a México durante aquellos difíciles años. El centro y principal causa del boicot fue Armillita, pues los diestros españoles no soportaban que fuera un extranjero el número uno de la tauromaquia universal y fue Marcial Lalanda el líder del movimiento en contra de Fermín. Finalmente, el autor no omite señalar que Belmonte lo llamó a este movimiento el boicot del miedo. Sin más, Armillita y todos los mexicanos regresaron a nuestra patria para demostrar que el toreo en México podría ser independiente del español. Tercera

pa rt e

La temporada de El Toreo, ya sin los españoles, recayó en Armillita, Balderas, Jesús Solórzano, Lorenzo Garza y Luis Castro el Soldado. En aquel entonces, el toreo tenía gran importancia en la sociedad mexicana, pues la mayor parte de la población se interesaba por la fiesta y conocía lo que en ella acontecía. Destaca la tarde del 20 de diciembre de 1936, un mano a mano con Garza, en la que Fermín cortó las dos orejas del primero, orejas y rabo del tercero y realizó otra gran faena al quinto toro, Pardito de San Mateo. El juez solo concedió las orejas y el rabo, por lo que su cuadrilla también le concedió la pata. A la semana siguiente repitió triunfo alternando con el Soldado, cortando cuatro orejas y dos rabos. En otro mano a mano, ahora con Balderas, realizó otra gran faena, pero sin corte de apéndices. En la corrida por la Oreja de oro, ganó el trofeo en disputa tras realizar una magnífica faena al toro Arpista de La Laguna. Y remató la temporada en un nuevo mano a mano, esta vez con Garza, cortando los rabos de los toros Cerrillo y Carolino de La Punta; Garza también cortó el rabo del sexto. Como es posible apreciar, aquellos fueron años de triunfos uno tras otro, con las plazas llenas y el público encantado. Sin duda, fueron los mejores tiempos de La Edad de Oro del toreo mexicano.

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Arévalo describe el toreo de Armillita de la siguiente manera: Concebía el toreo con la idea orteguiana de apoderarse, abarcar y consumir toda la bravura del toro en todas sus embestidas. En las embestidas buenas y en las malas. Su poder sobre la mente del toro era tal que el milagro de lo taumatúrgico provocaba el pasmo en la grada al hacer posible lo imposible, sedoso lo abrupto, templado lo violento, variado lo que estaba condenado a una monótona pelea. El arte de Armillita era tan sustantivo que el estilismo le parecía una tentación frívola. Emergía de la inteligencia, era una estética invisible, una belleza de fondo, nunca de forma. Un paradigma artístico que pone en cuestión los códigos estéticos del toreo, más amplios y complejos en las plazas, es decir en la aceptación de los públicos, y mucho más restringidos en la consideración de los tenidos por buenos aficionados y por una crítica demasiado estrecha de sienes.16

La temporada de 1937-1938 transcurrió en el mismo tenor que la anterior, pero con Garza irrumpiendo con gran fuerza al lograr un triunfo histórico en una encerrona con toros de San Mateo, en la que cortó nada más y nada menos que nueve orejas y cuatro rabos. También triunfaron con fuerza Balderas, Solórzano y Paco Gorráez. Mientras tanto, Fermín sufría un trato injusto por parte de los jueces, que constantemente le negaban trofeos. Sin embargo, Fermín puso todo en orden al cuajar al toro Tapabocas, de la ganadería española de Coquilla. A pesar de grandes triunfos y de llenos en los tendidos, las empresas taurinas sufrían problemas económicos al no saber aprovechar el esplendor artístico de los toreros; además, se vislumbraban problemas entre toreros y ganaderos, que más tarde desembocaron en el llamado pacto de Texmelucan, que dividió en grupos antagónicos a toreros, ganaderos y empresarios. Silverio Pérez, el discípulo de Fermín, tomó la alternativa el 6 de noviembre de 1938 y se sumó a los grandes toreros de la época. Balderas tuvo un importante triunfo el 22 de enero de 1939 alternando con Armillita, 16 Página 217.

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cortando las orejas y los rabos de sus tres toros, mientras el de Saltillo se iba en blanco. Pero la tarde buena para Fermín llegó el 19 de febrero de 1939, en la que por cornada a el Soldado en su primer toro, se quedó con los ocho astados de Piedras Negras —era un mano a mano—, a los que les cortó seis orejas y tres rabos. Garza y Armillita no alternaron aquella temporada de 1938-1939 y Arévalo interpreta este hecho como otro antecedente de la inminente ruptura entre los actores de la Fiesta. El autor nos explica que el pacto de Texmelucan fue promovido por Armillita, junto con Balderas, Solórzano y Silverio, así como por los ganaderos de Piedras Negras, La Laguna, La Punta y Xajay; en el otro bando quedaron Garza, Pepe Ortiz, Carnicerito de México, el Soldado, Fermín Rivera, Paco Gorráez, David Liceaga y Ricardo Torres, junto con los ganaderos Llaguno de San Mateo y Torrecilla. Este segundo grupo encabezó la temporada en El Toreo, lidiando reses algo terciadas y con el público en contra de Garza, y los triunfos de los toreros no fueron suficientes para apaciguar las aguas. Ante este panorama, la empresa partidaria de Armillita y su grupo dio una serie de corridas en la parte final de la campaña, con toros de gran presencia, que contrastaron con los de los hermanos Llaguno. El autor cierra esta tercera parte del libro con un capítulo dedicado a tratar el triste episodio de la muerte de Alberto Balderas en las astas de Cobijero, de Piedras Negras, y reflexiona sobre el impacto de las cornadas en los toreros y sobre lo complicada e incierta que era su atención médica sin los adelantos de hoy en día. Al final se resolvió el pacto de Texmelucan; volvieron a alternar Garza y Armillita y Fermín volvió a ser el centro de la temporada 1940-1941. El autor lo resume de esta manera: Moría un mundo y amanecía otro tiempo taurino. Era el final de una década gloriosa y de transición, en la que coexistieron una bravura

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antigua y la nueva bravura, más genuina, más brava; el toreo de recursos defensivos y el toreo artístico, de más aguante.17 Armillita fue el eje central de aquellos tiempos, un torero a la antigua y un torero moderno, lidiador y artista, largo de repertorio como los viejos maestros e intenso, vanguardista en su toreo de muleta. Incombustible después de dieciséis años, toreando menos corridas de lo que ahora es habitual, pero mucho más intensas, competitivas y desgastadoras. En la temporada de 1941-1942 se le vio algo más cansado.18

C uarta

parte

Esta parte final está dedicada a los últimos años de Fermín, a su tardío bautizo de sangre, a su regreso a España y a su enfrentamiento con Manolete. Relata el autor los triunfos de Fermín y de Silverio el 31 de enero de 1943 ante Clarinero y Tanguito, respectivamente, ambos de Pastejé, en una tarde que Arévalo califica como un hito histórico y como el fin de La Edad de Oro del toreo mexicano y el inicio de nuevos tiempos. Respecto a la única cornada que tuvo Armillita, el autor deja entrever que sí le afectó seriamente y que desde entonces ya no fue el mismo, a pesar de que continuó triunfando clamorosamente. En lo personal, me parece que la afectación no lo fue tanto, ya que aún vendrían los triunfos de Sevilla y los que tuvo ante Manolete. Después de casi ocho años se restableció la relación taurina hispano mexicana y Fermín regresó a España, en donde corrían otros tiempos en los que mandaban Manolete y Arruza. En esta segunda etapa en España, Armillita tuvo su gran tarde en Sevilla, con la que simbólicamente cerró su capítulo español, ya que sus siguientes dos temporadas en la Península no tuvieron gran relevancia.

17 Página 249. 18 Ídem.

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De aquella tarde en Sevilla, destaca Arévalo que Fermín enfrentó a un toro manso de la ganadería de González Marín, con genio, que tenía embestidas que el saltillense podía dominar. Con el capote lo toreó muy bien, sometiéndolo; puso tres pares de banderillas de poder a poder y la faena de muleta la inició por bajo, castigando al burel. La faena siguió con el dominio del toro mediante los naturales —fundamento de la tauromaquia de Armillita—; también hubo toreo con la derecha y nuevamente con la zurda, incluido un molinete frontal. Lo mató de un purísimo volapié; el resultado: las dos orejas y el rabo. Al respecto, Arévalo comenta: Este fue el gran adiós de Armillita a Sevilla, una plaza en la que había toreado poco, cuatro corridas, y cortado tres o cuatro orejas. Era la asignatura pendiente de su extraordinaria historia en España. Lo había lanzado Madrid, en los años más duros de su vida torera. Se había consagrado en Barcelona, la plaza que lo había prohijado, y lo había proclamado primera figura Bilbao, pues en Vista Alegre llegó a torear, once años antes, todas las corridas de la feria, excepto una. Y Sevilla cerraba la prodigiosa historia del maestro mexicano en España.19

A propósito de Manolete, destaca el autor que las formas que este impuso en el toreo, llegan hasta nuestros días. Armillita supo ver a Manolete y asimilar su toreo, de tal forma que pudo enfrentarlo con las propias “armas” del cordobés y con la misma entrega de un joven que busca la gloria. Fermín triunfó con el toro Pituso y Manolete también triunfó rotundamente. Casi para terminar, el autor dedica un capítulo a la faena de Nacarillo, que califica como el testamento taurino de Fermín. Corría el mes de diciembre de 1946 y la afición estaba dividida discutiendo entre los naturales de Garza y los de Manolete: los de Garza eran de corte más añejo, mientras que los de Manolete eran la novedad. Garza citaba dando el medio pecho, cruzando la embestida, sacándose la muleta de atrás para presentarla adelantada; y Manolete la ofrecía dejándola puesta, ni adelante, ni atrás, de perfil y enhilado 19 Página 276.

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con el toro. La primera llevaba al toro toreado desde que empezaba a embestir; la segunda le dejaba la opción de elegir entre el torero o el engaño…. sin embargo, lo embarcaba con el mismo temple.20

En medio de estas discusiones llegó la tarde del 15 de diciembre de 1946, en la que el maestro de Saltillo acabó con ellas. Inmortalizó al toro Nacarillo de Piedras Negras, al que toreó magistralmente en cuatro tandas con 27 naturales de todas sus modalidades, es decir: dando el pecho, de perfil y de frente. El autor resume el testamento taurino de Fermín, citando las siguientes frases y conceptos del maestro: “No hay toreo puro e impuro; hay toreo bueno.” “Si eres un gran torero puedes torear por todos los palos, pero nunca debes renunciar al tuyo.” “Toreo que no colma al torero, ni vacía al toro, ni desfonda al público, no es toreo.” “No se debe competir, sino poner a cada uno en su sitio.” “Un torero bueno se debe prodigar lo justo, pero la reserva es signo de limitación.” “El público casi siempre tiene razón, pocas veces se equivoca.” “Si el torero no es buen aficionado, tampoco es buen torero.” “No hay toro manso sino torero inexperto.” “Torear es adivinar la embestida del toro, comprobarla con pulso, acariciarla con el alma.” “No hay estilos, hay toreo.” “Me gustaron Silverio y el Cordobés.”21 20 Páginas 287 y 289. 21 Página 290.

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Por su parte, José Carlos Arévalo remata sentenciando: Fermín Espinosa Saucedo “Armillita” fue el primer torero universal. Ese fue, era su secreto, su pecado, su singular grandeza.22 B iografía

estadística de

F ermín E spinosa A rmillita

Este apartado es un epílogo realizado por Humberto Ruiz Quiroz, en el que se presenta la relación de las 838 corridas que toreó Armillita a lo largo de su carrera. A continuación presento una serie de cuadros que resumen esta información y que ayudan a conocer el recorrido taurino del maestro Fermín. Total de corridas toreadas México

422

España

338

Otros países

78

Total

838

Los 20 toreros con los que más alternó Nombre

Act.

Nombre

Act.

Domingo Ortega

102

Joaquín Rodríguez Cagancho

35

Jesús Solórzano

74

Manuel Jiménez Chicuelo

34

Lorenzo Garza

64

Alberto Balderas

31

Silverio Pérez

61

Pepe Ortiz

30

Vicente Barrera

56

Carlos Arruza

28

Manuel Mejías Bienvenida

43

Fermín Rivera

27

22 Página 295.

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Nicanor Villalta

40

Heriberto García

26

Marcial Lalanda

37

Cayetano Ordóñez

25

Carnicerito de México

37

David Liceaga

24

Luis Castro el Soldado

36

Victoriano de la Serna

22

Las 10 ciudades en las que más toreó En España

En México

Ciudad

Corridas

Ciudad

Corridas

Barcelona

35

Ciudad de México

153

Bilbao

29

Guadalajara

36

Madrid

27

Monterrey

25

Zaragoza

15

Torreón

19

San Sebastián

12

Ciudad Juárez

16

Granada

11

San Luis Potosí

13

Pamplona

10

Tampico

13

Salamanca

10

Aguascalientes

12

Valencia

10

León

12

Sevilla

9

Puebla

12

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El rey de los toreros. Joselito el Gallo Paco Aguado

Editorial Espasa-Calpe Colección La Tauromaquia, Volumen 7 Primera edición Madrid, 1999

M ario U rosa M endoza Mucho se ha escrito sobre la época de oro del toreo, pero sin duda este libro es uno de los más completos, ya que en sus 400 páginas, Paco Aguado nos narra con claridad la vida de uno de los toreros más fascinantes de la historia: José Gómez Ortega Gallito. Además de hacer una puntual revisión de su trayectoria taurina, el autor nos describe la personalidad de este visionario del toreo, que desde la segunda década del siglo XX fijó las bases de la fiesta para los siguientes 100 años. Muchas de sus ideas formaron la fiesta taurina como la conocemos hoy en día; desde detalles tan pequeños como colocar una goma en el pomo del estoque para hacerlo más cómodo, hasta sus gestiones para edificar grandes plazas de toros que pudieran albergar un mayor número de espectadores, pasando también por la creación del concepto de un torero profesional, que vivía por y para el toro, con dedicación total a su profesión. En su corta pero intensa vida, Joselito llevó la tauromaquia del siglo XIX a la modernidad. Esta interesante obra consta de siete capítulos, cada uno de los cuales alude a la fecha y la ciudad en la que tuvo lugar alguna corrida importante en la carrera del torero. Contiene, además, cinco secciones de fotografías que nos conducen gráficamente desde la infancia hasta los últimos días de la vida de Joselito. La mayor parte de estas imágenes son del diestro toreando, pero también hay otras muchas de su vida personal. El libro termina con una muy completa sección de estadísticas de la carrera taurina de José Gómez Ortega Gallito, el rey de los toreros. 49

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C apítulo I. J erez

de la

F rontera , 19

de abril de

1908

José Miguel Isidro del Sagrado Corazón de Jesús Gómez Ortega nació en Gelves, Sevilla, el 8 de mayo de 1895, en la huerta del Algarrobo, propiedad del duque de Alba, de la que su padre era administrador. Su padre, Fernando Gómez el Gallo, que había sido un torero importante en la época de Lagartijo y Frascuelo, fue el patriarca de esta importantísima familia de toreros y, una vez retirado de la profesión, se dedicó a fomentar la afición a todo aquel que quisiera escucharlo. Don Fernando casó con la señora Gabriela Ortega, perteneciente a una familia de abolengo flamenco, por lo que este matrimonio unió en una sola familia las dos tradiciones más importantes de la España del siglo XIX. A la muerte del padre en 1898, la familia se trasladó a Sevilla, ciudad de la que el autor hace una cruda descripción en el ocaso del siglo XIX, afirmando que estaba más cerca de África que de Europa. La pobre situación económica en la que el viejo torero dejó a su numerosa prole, hizo que la familia tuviera que cambiar de residencia hasta en 10 ocasiones. Desde la época en la que se entrenaba toreando de salón en la Alameda de Hércules, comenzó el niño Joselito a tener a sus primeros seguidores. Enrique Vargas Minuto, un antiguo discípulo de su padre, fue quien lo llevó a su primer tentadero y poco a poco acabó convirtiéndose en el favorito de los ganaderos sevillanos. Debutó de luces en una becerrada en Jerez de la Frontera el 9 de abril de 1908, con tan solo 13 años de edad y aunque al niño torero se le fue un becerro vivo, su precocidad no pasó inadvertida. Ese mismo año ingresó como espada suplente en la cuadrilla de niños toreros de Sevilla, que encabezaban Pepete y Limeño y en la que también actuaban como subalternos sus primos Almendro y el Cuco. Ya para la tercera actuación de la cuadrilla infantil, Gallito se había convertido en el primer espada y también en apoderado, pues en una primera muestra de su precoz intuición, destituyó a Juan Martínez, quien fungía como tal y lo relegó a las funciones de simple administrador. Un primer viaje a Portugal al que iban por solo cuatro actuaciones, terminó convirtiéndose en toda una campaña de 16 festejos. Al año siguiente formó su propia cuadrilla con Limeño y

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juntos, en los años 1910 y 1911, torearon por toda España con gran éxito artístico y económico, hasta sumar 70 becerradas. La temporada de 1912 fue la de su debut como novillero y el 13 de junio se presentó en Madrid. Ante una gran expectación, Joselito tuvo una tarde difícil, pero al final acabó convenciendo a la afición madrileña de su maestría. La prensa se le entregó desde esa primera comparecencia, pero ya para su tercera cita en Madrid, los revisteros endurecieron el trato hacia el joven maestro, e incluso Don Modesto en una de sus crónicas, lo retó a torear en solitario una novillada de Miura. Gallito aceptó el desafío y aunque triunfó, no logró ablandar a la dura crítica taurina madrileña, en contraste con el público, que sí reconoció su grandeza e incluso Ricardo Torres Bombita no escatimó elogios hacia la joven promesa del toreo. Donde sí lo valoraban de verdad fue en su Sevilla natal, en la que aquel año toreó hasta en siete tardes, con triunfos importantes. Y fue en aquella época en la que alternó por primera vez con otro joven novillero que comenzaba a llamar la atención: el trianero Juan Belmonte. Se vieron las caras por primera ocasión en Cádiz, en el mes de agosto, con una novillada de Miura, y aunque José fue el que desorejó a sus novillos, al de Triana le bastaron unos cuantos lances de recibo para emocionar a la concurrencia y al final de la tarde acompañó a Gallito en su salida en hombros. A finales de dicha temporada todo estaba listo para que Joselito tomara la alternativa ese mismo año, ya que solo faltaba que su hermano Rafael, como cabeza de familia, lo autorizara y el Gallo no quiso decidirlo hasta no pedir la opinión de dos buenos amigos: Eduardo Miura y Felipe de Pablo Romero. C apítulo II. S evilla , 28

de septiembre de

1912

Se fijó la fecha del 15 de septiembre para tan importante acontecimiento, con el que muchos taurinos no estaban de acuerdo, ya que pensaban que ese doctorado era demasiado prematuro, tratándose de un niño de apenas 17 años recién cumplidos, más aún si se toma en cuenta que en aquella época los toreros llegaban a la alternativa ya bien entrados en los 20 años

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de edad y luego de haber hecho carrera como banderillero en la cuadrilla de algún torero importante. Pero el hombre propone y Dios dispone y el 1o de septiembre, toreando en Bilbao, recibió su bautizo de sangre. Un novillo de Antonio Pérez, de nombre Escribano, obligó a cambiar la fecha de la alternativa para el 28 del mismo mes, en Sevilla, con su hermano Rafael como padrino y Antonio Pasos como testigo, con toros de Moreno Santa María. Caballero se llamó el toro de tan importante efeméride, con la que el de Gelves terminó su etapa novilleril, habiendo toreado 121 festejos y estoqueado a más de 400 reses. En 1913, al comienzo de su primera temporada como matador de toros, Joselito tenía muy claros sus dos primeros objetivos: hacerse el mandón del toreo lo más pronto posible y acabar con Bombita, al que acusaba de bloquear la carrera de su hermano Rafael el Gallo. Su primera meta la logró casi de inmediato, ya que dicho año toreó en todas las ferias importantes hasta en cuatro y cinco tardes, imponiendo a sus alternantes y el ganado. Su segunda meta la fue logrando poco a poco, apretando mucho a Bombita cada tarde que toreaban juntos; este fue cediendo hasta quedar relegado a carteles de segunda, donde tenía que matar las corridas duras que antes no toreaba, hasta que finalmente claudicó y anunció su despedida a finales de la temporada. Ni siquiera en esa última tarde dejó tranquilo Gallito a Bombita, pues con el último toro de la corrida le pegó un baño de antología. En octubre de ese mismo año tomó la alternativa el trianero Juan Belmonte, en la fecha en la que en mi opinión, dio inicio la época de oro del toreo. C apítulo III. M adrid , 3

de julio de

1914

Joselito era un profesional de tiempo completo que vivía para el toreo; se cuidaba con disciplina y hacía mucho ejercicio, pero sin duda sus mayores virtudes eran su amor propio y una voluntad férrea para ser el mejor. Fuera del ruedo era una persona sencilla y hasta un tanto tímido, que evitaba el derroche y las juergas. Pero cuando terminaban las temporadas gustaba de ir a Madrid donde, en compañía de sus amigos, frecuentaba los tablados y las tertulias en las que se hablaba de toros.

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1914 fue el año en el que se encontraron los dos titanes del toreo, ya como matadores. Para entonces cada uno tenía una legión de seguidores; Juan había heredado a los antiguos bombistas, que no perdonaban lo inclemente que había sido Gallito con su torero. Torearon mucho juntos ese año, estableciendo una competencia muy cerrada, pero José consolidaba su magisterio cada tarde. Toreó aquella temporada nada menos que 14 tardes en Madrid. Era Gallito un torero integral, pues no se le escapaba ningún detalle de la lidia; se rodeó de los mejores profesionales de su tiempo y con ellos alcanzó casi la perfección en el toreo. En el campo participaba en todas las labores, analizaba todas las ganaderías y sus encastes para conocer sus características y comportamientos, incluso antes de que salieran al ruedo y todo eso quedó plasmado en la corrida que toreó en solitario el 3 de julio en Madrid, con seis toros de Vicente Martínez. Esa tarde, Joselito desplegó toda su amplia tauromaquia, que conservaba lo mejor del toreo del siglo XIX y que incorporaba las nuevas formas de principios del siglo XX, que ya incluían los toques del toreo belmontista. Dominó todos los terrenos y todas las suertes basado en un valor sereno y en su proverbial técnica. En aquella encerrona despachó la corrida de siete toros con seis estocadas, 26 quites diferentes y nueve pares de banderillas, en tan solo una hora y 45 minutos; Joselito era la lidia total. En medio de ese compendio del toreo que fue aquella corrida, hubo un momento especial en el segundo toro Descarado, que para la mayoría del público pasó inadvertido, pero que muchos años después Pepe Alameda observó, al ver una película de esa importante tarde: una tanda de tres muletazos naturales eslabonados. En un momento de dicha faena, Gallito dejó la muleta puesta en la cara del toro y en vez de expulsar la embestida, la recogió, obligando al toro a volver, lo que para Alameda constituyó el inicio del toreo en redondo y quizá la mayor aportación de Joselito al toreo moderno. Mientras tanto, Belmonte no se arredraba y triunfaba muchas tardes junto a Joselito, quien comenzó a darse cuenta por esas fechas de la verdadera dimensión del trianero, que ya había asimilado la técnica del toreo y cuyos triunfos cada día eran más regulares. Cada tarde que Belmonte

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triunfaba, le apretaba mucho al de Gelves y lo obligaba a ir al límite; tan es así que en apenas mes y medio José sufrió dos cornadas y en ambas ocasiones toreaba con Juan. Para finales de esa campaña, el mundo del toreo solo se dividía en dos: Joselito y Belmonte. C apítulo IV. M álaga , 28

de febrero de

1915

Este capítulo marca la fecha del primer mano a mano entre los dos ases del toreo. El acontecimiento generó las mayores expectativas, pero derivó en una gran decepción debido a lo chico del ganado. En este punto el autor hace una revisión detallada de las grandes diferencias entre las tauromaquias de los dos coletas y entre sus respectivas personalidades, concluyendo que, aunque estas eran equidistantes, a fin de cuentas se complementaban perfectamente. La rivalidad entre gallistas y belmontistas había llegado a su punto más álgido y en no pocas ocasiones llegaron hasta los golpes. La técnica del toreo avanzaba con rapidez y Juan Belmonte incorporó a la fiesta un nuevo concepto, el temple, como una técnica para el sometimiento de los bureles. Fue también el primero en invadir los terrenos del toro, porque era ahí donde se sentía más cómodo y reivindicó el codilleo, que en Belmonte se convirtió en una virtud, en vez de un defecto. Todo esto lo asimiló José y al ponerlo en práctica le imprimió un toque artístico a su toreo de dominio. A finales del siglo XIX la situación política y social en España era crítica y muchos españoles —entre ellos algunos nombres ilustres de la generación de 98—, encontraron en la fiesta de los toros un buen chivo expiatorio para culparla de sus muchas frustraciones. Pero al poco tiempo, con el advenimiento de la época de oro del toreo, los intelectuales se reconciliaron con la fiesta y este periodo glorioso de la tauromaquia inspiró también a escritores, pintores, fotógrafos, escultores y otros artistas a engrandecer aquella etapa áurea del toreo. Joselito y Belmonte se habían apoderado de la fiesta y desde la cima hacían y deshacían, imponiendo sus intereses a todos: empresarios, ganaderos y alternantes; de ello alguna vez se quejó Gaona, quien por ser

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uno de los pocos toreros que le hacían sombra a la dupla, en algún momento fue vetado de los carteles importantes, por lo menos hasta 1916, año en que el mexicano se ganó un lugar al lado de aquellos dos titanes. C apítulo V. S evilla , 30

de septiembre de

1915

Para 1915, el corte de apéndices ya se había vuelto una práctica común, sobre todo en las plazas de segunda y tercera categorías. La afición sevillana, desde su purismo, consideraba esta práctica como poco seria y solicitó por ello al gobernador civil que se fijara en el Reglamento la prohibición de conceder orejas en la Maestranza; pero tan solo pasaron 10 días para que dicha norma fuera violada. Gallito tuvo una tarde cumbre y al toro Cantinero del Conde de Santa Coloma le hizo una gran faena por la que la gente demandó unánimemente la oreja, y lo más curioso del asunto fue que el mismo presidente del festejo fue de los primeros en sacar su pañuelo para pedir la concesión del trofeo. Aquella fue la primera oreja que se concedía en la Maestranza y la cabeza de Cantinero fue disecada para adornar el despacho del torero en su casa de la Alameda de Hércules. Más allá de esta anécdota, aquella gran faena de Joselito en la feria de San Miguel del 30 de septiembre de 1915 tiene una segunda trascendencia, ya que esa faena de 20 muletazos largos y vistosos fue el ejemplo de lo que la gente quería ver en el toreo; sin embargo, para hacer este tipo de faenas se requería un nuevo tipo de toro, como ese de Santa Coloma. Todas las figuras del toreo que habían hecho evolucionar la tauromaquia, buscaron un tipo de toro que les permitiera plasmar sus conceptos. Vacadas como la del marqués de Saltillo ayudaron a Guerrita a encontrar toros de mayor duración y mayor fijeza, además de cabezas más recogidas. Las cosas iban cambiando poco a poco en el toreo y un ejemplo de ello fue una tarde de mayo de 1911 en Madrid, en la que el empresario Indalecio Mosquera organizó una corrida concurso de ganaderías, fijando un premio de 5,000 pesetas para el toro más bravo a lo largo de los tres tercios de la lidia, lo que suponía una nueva forma de calibrar la bravura de un toro, ya que hasta entonces únicamente se basaban en el tercio de varas.

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El toro de la ganadería de Vicente Martínez, aunque discreto con los montados, fue el que más y mejor acudió a la muleta de Machaquito, por lo que se hizo acreedor a tan importante premio. Los ganaderos de Contreras, Martínez y Santa Coloma se habían adelantado a los acontecimientos y ya estaban criando la materia prima con la que Belmonte y Gallito comenzarían a cambiar el toreo. Fue así como en la primera década del siglo XX, algunos ganaderos ya estaban en disposición de ofrecer el tipo de toro que pedían estos nuevos tiempos del toreo. Murube y Parladé comenzaron a figurar en la primera fila de la cabaña brava española con animales bravos, fijos y nobles. Ese fue el verdadero sentido del cambio en la fiesta de aquella época, pues las faenas que hasta entonces habían sido una lucha entre el toro y el torero, comenzaron a tener un fondo de arte y de plasticidad, para lo cual era necesario un toro que lo permitiera. Y fue Joselito quien impuso este nuevo tipo de burel, solicitándolos para sus corridas con más asiduidad que a los Veraguas o Miuras. A partir de entonces, más del 70% de las corridas que torearon Juan y José provinieron de ganaderías de la línea Vistahermosa o cruzadas con esta. A sus ganaderías favoritas, José las promovió y las protegió, lidiando sus camadas enteras; en la de Vicente Martínez, inclusive colocó a su amigo Juan Cabello como representante de la dehesa. Otra de sus ganaderías favoritas fue la de Murube y en 1917 intervino para que la viuda se la vendiera a otro amigo suyo, Juan Manuel Urquijo. Una vez hecho el trato, José dirigió la ganadería (tentaderos, libros, venta de encierros, etc.) hasta su muerte, tres años después. Como producto de los cambios en el gusto de los toreros y del público por este tipo de toros, la sangre de Parladé comenzó a extenderse por toda la España taurina. De las ganaderías de origen Vazqueño solo sobrevivieron sin apuros los toros de Concha y Sierra, más nobles y duraderos que sus parientes de Veragua, y el factor fundamental para su supervivencia era que aún quedaban en su sangre vestigios de Vistahermosa. En una crónica de la época, Corrochano se admiraba de la gran cantidad de toros de bandera que había visto en el año de 1916.

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C apítulo VI. S evilla , 6

de junio de

1918

Dentro de la visión integral que Joselito tenía de la fiesta, también intuía la necesidad de construir plazas más grandes, con mayor aforo que las existentes y que redundaran en la generación de mayores ingresos, sin tener la necesidad de aumentar el precio de las entradas. Ya en Barcelona se había inaugurado un coso con capacidad para 19 mil espectadores. Joselito y su amigo José Julio Lissen, empresario maderero, compraron en 1915 algunos terrenos en el barrio sevillano de San Fernando para la construcción de una nueva plaza de toros, que tendría aforo para 23 mil personas, casi el doble de la Maestranza. Tan ambicioso proyecto también contaba con importantes y numerosos enemigos; la inauguración se programó para la feria de abril de 1917 y unos días antes de esta, el Ayuntamiento realizó las pruebas de resistencia en los tendidos, con una carga muy superior a la que le correspondía a cada asiento (500 kg). Como era de esperarse, a los pocos días aparecieron grietas y el 18 de abril se derrumbó un tercio de los tendidos, por lo que hubo que esperar un año más para la inauguración de la Monumental de Sevilla, que por fin abrió sus puertas el 6 de junio de 1918. Después de esto la mira de Gallito apuntó hacia Madrid, ya que las 12 mil localidades de la vieja plaza de la carretera de Aragón le parecían pocas, y así lo comentó con su amigo el arquitecto José Espeliu y Audaga, quien en junio de 1919 presentó a la diputación de Madrid un gran proyecto para la construcción de una nueva plaza de toros con capacidad para 26 mil espectadores. Como resultado, en 1919 se inauguró la plaza de las Ventas del Espíritu Santo en 1929 con 22 mil localidades y, aunque ninguno de sus promotores vivió para verla terminada, es justo decir que la idea surgió de Joselito, cuyos planos supervisó personalmente en materia taurina. A comienzos de la temporada de 1916, Joselito volvió a sufrir sus recurrentes dolores gástricos, mientras Belmonte andaba decaído, sin ilusión, como cansado de torear y por primera vez ambos toreros comenzaron a percibir cierto ambiente hostil en las principales plazas. Juan dejó de torear a mitad de esa temporada y en Madrid, el de Gelves tuvo dos tardes difíciles, en la segunda de las cuales fue despedido con almohadillas. Pero

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para mediados de temporada José empezó a tomar vuelo, iniciando una racha importante de triunfos que se prolongaron hasta finales del año, que terminó con 105 corridas toreadas. Con la ausencia de Belmonte José estaba solo en la parte más alta del escalafón, pero él bien sabía que esa soledad no era buena, por lo que comprendió que tendría que ser el primero en cuidar a su rival y amigo. Y así lo hizo cada vez que fue necesario: velaba por la carrera de Juan e intervino en dos ocasiones para solucionar los problemas en los que el trianero se inmiscuía. Manejaba el toreo a su antojo, tanto dentro como fuera del ruedo y un ejemplo sucedió cuando fue enterado de que en el hotel Palace se habían reunido los empresarios para ponerse de acuerdo para rebajar los emolumentos de las figuras. José se hizo presente y les dijo que iría a tomar un café al restaurante Lardy y que cuando volviera no quería verlos ahí, porque de lo contrario no volvería a torear en las plazas de quien ahí siguiera. De esa dimensión eran el poder y la fuerza de este figurón del toreo. Pero ese supremo poder que ejercía también llevaba sus contras; por ejemplo, ser señalado por casi todo lo malo que sucedía en la fiesta, como cuando el modesto torero Pacomio Peribañez le embistió de largo con un bastón, acusándolo de haberlo sacado de un cartel en su pueblo natal, a lo que el menor de los gallos correspondió acartelándolo con él en un mano a mano en Valladolid. No habría que decir que Gallito le dio un baño de época al pobre Pacomio. Y esa brillante inteligencia de la que Dios le había dotado, le daba también la oportunidad de reconocer sus debilidades; por eso todos los inviernos, una vez terminada la temporada, desde 1915 hasta el año de su muerte, se acercaba a la casa de su viejo profesor don Pedro Herrera para instruirse en aritmética, gramática, ortografía, historia y cultura general. En las siete temporadas que toreó, Gallito cobró una media de 7,500 pesetas por corrida; a su cuadrilla la hacía viajar siempre en primera clase y los alojaba, igual que él, en los mejores hoteles. Cuando murió en 1920 tenía una fortuna estimada en 3 millones de pesetas. Para poder torear en aquellas épocas más de 100 corridas en una temporada, era imprescindible administrarse y esa administración inevitablemente pasaba por el toro. Fue así que Joselito creó la figura del veedor, que le seleccionaba

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los toros según la plaza a la que irían, aunque otra de las funciones de este asistente era la del arreglo de los pitones, tarea en la que sin duda en más de alguna ocasión se le habría pasado la mano, porque en muchas de las crónicas de la época los periodistas denunciaban el abuso en la manipulación de las astas. También hacían trampas con las edades de los toros y con frecuencia se lidiaban utreros por toros. Por esta razón, en febrero de 1917 se firmó un nuevo reglamento que estaba dirigido con dedicatoria especial para José y Juan, y que entre otras novedades contemplaba ya la obligación de realizar exámenes post-mortem a los astados. Pero lo verdaderamente trascendente de este reglamento fue la introducción de la puya con arandela, lo que daba paso a un nuevo elemento para la suerte de varas: en septiembre de ese mismo año se probó en Madrid un peto para los caballos, promovido a instancias de la sociedad protectora de animales. C apítulo VII. M adrid , 15

de mayo de

1920

La temporada de 1918 había sido quizá la más dura en la carrera del joven maestro. Belmonte se había marchado a América y después de casarse con una joven peruana se tomó un año sabático, con lo cual dejaba a Joselito solo, con todas las responsabilidades derivadas del puesto de mando. Ante la ausencia del trianero, las grandes ferias carecían del interés que generaba la competencia, ya que los demás diestros no transmitían la pasión a la que la afición se había acostumbrado. Ese fue uno de los errores que cometió Gallito: el no alentar el surgimiento de nuevos toreros que llamaran la atención. Tanto defendía su sitio y el de Juan, que cuando apenas despuntaba un nuevo torero, lo atajaba para frenarlo. Para aquella época, su hermano Rafael tenía ya dos años en plena decadencia y Gallito lo fue orillando poco a poco a que se cortara la coleta, hasta que lo convenció, y aunque no de buena gana, el Divino calvo anunció su despedida para el 10 de octubre en Madrid; por supuesto, su hermano menor lo acompañaría en tan significativa tarde. La corrida transcurrió sin sucesos importantes, hasta que salió el cuarto de la tarde, Cigarrón, al que Joselito le cuajó una soberbia faena que fue premiada con el primer rabo que se concedió en Madrid en toda la historia. Esta memorable ac-

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tuación al final de la temporada ayudó mucho a mejorar la percepción en el veredicto final sobre aquel año, el menos brillante de su corta carrera. En el invierno de 1918-1919 su madre la señá Gabriela cayó gravemente enferma y durante los dos largos meses que duró su agonía, el menor de sus hijos no se separó de su lecho. El 25 de enero de 1919 murió la madre de los Gallos y Joselito la lloró como si fuera un niño. Esta gran pérdida sumió al torero en una profunda crisis nerviosa que además estuvo agravada por sus recurrentes problemas gastrointestinales. En el plano personal las cosas tampoco marchaban bien; después de que Gallito casi obligara a retirarse a Rafael, éste ya estaba planeando su reaparición. El torero atravesaba el peor momento de su vida y aunado a esto estaban sus complicaciones sentimentales por un amor casi imposible con una joven señorita de la alta sociedad sevillana: Guadalupe de Pablo Romero. Aunque en su corta vida se le achacaron numerosos romances, su gran amor fue la hija del importante ganadero; pero Joselito, el todopoderoso coleta, el rey de los toreros, no podía tener a la mujer que amaba, tal vez por el bajo concepto que la rancia aristocracia sevillana de aquellos años de principios del siglo XX tenía sobre los toreros y más aún si por sus venas corría sangre gitana. Mientras tanto, su carrera continuaba y para esa temporada se mandó hacer con su sastre varios ternos y un capote de paseo bordados en azabache, como muestra de luto por la muerte de su madre. Ese año la afición de Sevilla se repartía en dos recintos: la Monumental, en la que actuó Gallito siete tardes y la Maestranza, con Belmonte anunciado en cinco tardes. Joselito tuvo una feria de antología en la que cortó quince orejas y dos rabos. Poco tiempo después un toro lo hirió de cierta gravedad en Madrid, mandándolo al dique seco por 40 días y fuera del abono madrileño; aquel año fue Juan Belmonte el que se quedó solo en Madrid. Durante este periodo sucedió un extraño cambio de actitud en uno de los gallistas más furibundos que hasta ese momento se habían manifestado: Gregorio Corrochano, quien sin motivos aparentes comenzó a alabar a Belmonte —en ocasiones hasta en forma exagerada—; al mismo tiempo, inició una feroz campaña de desprestigio contra Gallito, y para la feria de San Miguel en Sevilla las diferencias entre el de Gelves y Corrochano eran más que evidentes. Las crónicas del periodista hacia el torero eran

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cada vez más virulentas, pues le criticaba todo lo que antes callaba, como el toro chico y sus posturas, además de tacharlo de torero tramposo. A pesar de haber cuajado una veintena de grandes faenas, aquella campaña no había sido de sus mejores y el torero estaba cansado, sin ilusión y duramente acosado por la crítica. Por otro lado, en ese año surgieron nuevos toreros y comenzaron a sonar los nombres de Chicuelo, Juan Luis de la Rosa y Sánchez Mejías. En 1919 Belmonte impuso un récord de corridas toreadas en una temporada (109), el cual duraría 46 años, hasta que el Cordobés lo rompió en el año 1965 con 111 festejos toreados. Gallito se encontraba hastiado de sentirse incomprendido y decidió marchar a Perú, donde le esperaban nueve corridas por las que cobró 35 mil pesetas por cada una, excepto por la última, que por ser la de su beneficio, le redituó 110 mil pesetas. A esto es lo que en ese tiempo los toreros peninsulares llamaban hacer la América. A su regreso de Lima las cosas no habían mejorado mucho, pues sus problemas amorosos lo mantenían intranquilo. Durante toda su vida sus únicas preocupaciones habían girado alrededor del mundo del toreo, a diferencia de otras figuras que dedicaban parte de su carrera a la vida social. Pero ahora era diferente, pues Joselito estaba enamorado y no podía casarse con la mujer amada, lo cual le causaba una gran frustración. Se dice que el torero y el padre de su amada se reunieron en abril de 1919 para hablar del matrimonio y que el ganadero por fin accedió a la unión, no sin antes imponer dos condiciones: que se retirara de los toros y que la pareja se fuera a vivir al extranjero, a lo que el torero accedió. A partir de entonces Gallito comenzó a hacer cambiar algunos de sus hábitos para dejar de lado la imagen de rústico que muchos tenían de él. Sus nuevos planes incluían una boda próxima, los hijos, una ganadería y hasta se compró una nueva casa muy cerca de la que tenía en la Alameda de Hércules, en la que planeaba vivir ya casado. Pero todos estos planes se truncaron la tarde de Talavera de la Reina. La temporada de 1920 la comenzó en Sevilla el domingo de Resurrección y el 5 de abril toreó en Madrid la corrida de la Prensa —en la que confirmó su alternativa su cuñado Ignacio Sánchez Mejías— y, tras una gran faena al toro Rondador, recibió la última de las 19 orejas que corta-

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ría en Madrid; pero su interés más grande se centraba en la crónica que escribiría Corrochano al día siguiente. El voluble cronista se deshizo en elogios nuevamente hacia el maestro, con lo cual las diferencias entre los dos quedaron saldadas. Aquella temporada de 1920, la Feria de Abril la organizó la misma empresa en las dos plazas de Sevilla, alternando los festejos. Aunque la Monumental ya estaba sentenciada, Joselito toreó su última corrida ahí el 23 de abril con Belmonte, Varelito y Sánchez Mejías, con astados de Miura. A esa tarde corresponde la famosa fotografía en la que se ve al torero vestido con un terno negro y oro observando la lidia con las manos atrás. En esa imagen se observa a un hombre joven con mirada melancólica, que también denota un notorio sobrepeso, señal de descuido físico. Para septiembre de ese año la Monumental dio su última corrida y en 1921 fue clausurada por el gobierno civil. Para 1922 el arquitecto Francisco Urcola, con los mismos planos, construyó la plaza de toros de Pamplona. Esos fueron años convulsos en los aspectos político y social en la Península; entre 1917 y 1920 se suscitaron nueve crisis de gobierno. El desempleo era cada vez mayor y las huelgas generales paralizaban el país, y en ocasiones derivaron en actos de terrorismo. La guerra al norte de África consumía por miles las vidas de pobres jóvenes hispanos y para colmo, una epidemia de gripe asoló el país entre 1918 y 1919, cobrando casi 200 mil víctimas. Las plazas de toros han sido históricamente recintos para el desfogue de las emociones, entre ellas las frustraciones, y como Joselito y Belmonte habían llegado ya a tal dominio del toreo, hacían parecer fácil su quehacer en el ruedo y el público parecía defraudado. Joselito tenía firmadas cuatro corridas para el abono madrileño, los días 15, 16, 17 y 18 de mayo y desde el día 15 el público ya estaba de uñas contra ambos toreros y los recibió con una sonora rechifla, pues la temporada estaba resultando pésima en cuanto al ganado. En el patio de cuadrillas, un grupo de aficionados se acercó a ellos para increparlos violentamente, acusándolos de ladrones y estafadores y si las cosas no llegaron a más fue por la intervención de la policía. Fue esa tarde cuando Gallito le propuso a Belmonte alejarse por un tiempo de Madrid. Para colmo, los toros del Carmen de Federico rodaron constantemente por la arena. En el primero de José, la gente comenzó a

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aventar al ruedo botellas y almohadillas y una de ellas golpeó al torero en el brazo. Joselito se retiró a la barrera y ordenó a la cuadrilla que hiciera lo mismo, hasta que el presidente devolvió al toro a los corrales. Joselito tuvo que matar dos sobreros y al último de ellos, de la ganadería de Salas, le hizo un magnifico quite por delantales, pero en vez de una ovación, del tendido solo se escuchó un grito que sentenciaba: ¿Diez mil pesetas por un quite? ¡Ladrón! El 16 de mayo se marchó a Talavera para torear la que habría de ser su última corrida, dejando plantada a la afición madrileña. ¿Por qué Joselito fue a torear a aquella plaza de tercera categoría, con una ganadería que apenas conocía? Primero, para aligerar la presión que ya sentía en Madrid y segundo, para terminar con la disputa que tenía con Gregorio Corrochano, ya que éste era familiar del empresario y también sobrino de la tristemente célebre Viuda de Ortega. Y porque, además, su padre había inaugurado esa plaza 30 años atrás.

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Manolo Martínez, un demonio de pasión Guillermo H. Cantú

Editorial Diana México, 1990

R afael C ueli J iménez Embarcados en la segunda parte del proyecto de El toreo entre libros, deseo, estimado lector, que los miembros de Bibliófilos Taurinos de México que nos hemos involucrado en este segundo volumen, logremos hacer de esta segunda entrega un éxito aún mayor que la primera parte. Deseo también que nuevamente logre despertar la curiosidad de nuestros lectores e involucrarlos, primero en el mágico mundo de los libros y de paso, en el de la tauromaquia, para que en este mundo haya más gente deseosa de conocer, vivir y disfrutar un mundo de arte que no se parece a ninguno y que a la vez, los encierra a todos. Con la glosa de esta semblanza taurina escrita por Guillermo H. Cantú, pretendo también recordar y revivir las emociones, los aromas, los sentimientos que nos provocó en innumerables ocasiones uno de los toreros más grandes que ha parido México y que logró que muchas generaciones descubriéramos ese maravilloso mundo, gracias a las faenas que le admiramos, a la polémica que provocó siempre, a su recia personalidad que le permitió hacer lo que le viniera en gana, por la sola razón de que podía hacerlo. Existe una gran diferencia entre un torero que llena en su totalidad los tendidos de la Plaza México en 11 ocasiones (una de ellas en solitario) de las 12 corridas que integraron una temporada, y que es capaz de apasionar al público que se le entrega, al grado de hacerlo salir de la plaza “toreando”, y las “figuras” ficticias de papel a las que unos cuantos dan coba, que se autonombran “ídolos” y que pretenden sustentarse con base en palabras y dinero. 64

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Me parece de poca justicia la escasa bibliografía existente sobre un gran torero como lo fue Manuel Martínez Ancira, más conocido como Manolo Martínez. Somos muchísimos los que nos volcamos al bello arte del toreo gracias a todo lo que este diestro nos hizo vibrar y sentir. Por ese motivo fue que decidí comentar este libro, para dar a conocer a este genio del toreo a las generaciones que no lo vieron y nada me dejaría más satisfecho que alentar a los lectores jóvenes, a investigar, a conocer más sobre este portentoso torero, y para que más plumas se animen a hacerle justicia a este enorme mandón de la Fiesta. Hay suficiente material para poder regresarle en palabras los momentos de gloria taurina que nos regaló en tantas tardes en las que nos subyugó con poder y arte. Por supuesto, me considero martinista y lo soy por mi padre —Rafael Cueli García—, gran taurino que me introdujo en el mundo de los toros y a quien hoy le agradezco el mejor y más grande legado que me ha dejado. Le agradezco también que me haya hecho conocer la República Mexicana siguiendo a Manolo a todas las plazas de todas las ferias y de todos los pueblos, acompañado por un tío y por mi primo Nino. Cómo olvidar las muchas corridas a las que asistí a la Plaza Santa María de Querétaro en 1976 y 1977, durante mi adolescencia, en compañía también de mi madre Fabiola, o de un nutrido grupo taurino integrado por don Luis Ruiz Quiroz, don Humberto Ruiz Quiroz, don Antonio Barrios (todos ellos socios fundadores de Bibliófilos Taurinos de México), sus esposas e hijos, el doctor Jesús Zavala Fontanelli, su muy querida esposa Chabelita y sus hijos —mis amigos Jesús y Francisco Zavala Pérez Moreno—, el arquitecto René Capdevielle. Todos ellos grandes taurinos con quienes realicé viajes inolvidables en los que escuché sabios conceptos taurinos que, aunados a lo que veían mis ojos, formaron mi criterio sobre este apasionante mundo de los toros. El ambiente que se creaba alrededor de las corridas de Manolo era algo simplemente indescriptible, que despertó en mí los más intensos sentimientos y dejó imborrables recuerdos que me permiten evocar cualquiera de las inolvidables faenas que quedaron grabadas en mis retinas. Corridas en las que alternó cartel con grandes figuras como el maestro de Camas Paco Camino, José María Manzanares, Pedro Gutiérrez Moya el Niño de

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la Capea, Curro Rivera, Miguel Espinosa Armillita y otros toreros como Alfredo Leal, Antonio Lomelín o Jorge Gutiérrez. El primer capítulo de la biografía escrita por Cantú, inicia de manera inesperada con el tema de las cornadas. Manolo le comenta al autor que llevaba 17, de las cuales nueve habían sido de las consideradas graves, hecho raro tratándose de un torero poderoso y conocedor como pocos de las reacciones de los toros. Hay un dato por demás interesante: el torero de la historia que más veces había actuado en solitario a pesar de su corta edad era José Gómez Gallito, quien el día 24 de junio de 1918, en Tolosa, Guipúzcoa, enfrentado con cuatro toros de Vicente Martínez (no dejen de leer Diano, de Luis Fernández Salcedo), sumaba su vigésima primera corrida de las llamadas en México encerronas. Esta marca, jamás lograda anteriormente, perduraría durante 61 años, hasta que Manolo —un día antes de cumplir su corrida número mil— logró superarla al torear su vigésima segunda encerrona, hecho al que la prensa otorgó mucho más importancia que a las mil corridas acumuladas23 por el diestro de Monterrey, pues superaba una marca impuesta por quien para muchos era el mejor torero de la historia. Manolo fue cuestionado sobre las mayores dimensiones de su muleta; recordemos al respecto que el crítico Carlos León —quien puso motes a muchos toreros—, se refirió a él con el sobrenombre de Manolo Telones, en alusión a dicho supuesto. A esto Manolo respondió que era falso; que él compraba sus muletas con el maestro Fermín, en la calle de Aduana 27, en el centro de Madrid (quien no haya visitado una sastrería de toreros, no deje de ponerlo en sus pendientes y hacerlo), y que don Carlos, como la mayoría de los aficionados en el tendido, no saben nada de esto; pero eso sí, la gente percibe, siente, grita, cuando se logra lo bello y eso es lo que a mí me importa. De manera que era un mito aquello de las excesivas dimensiones de la muleta de Manolo, quien concluyó: Mi muleta no se mueve sin mi mano; pero ahí está, cualquiera puede usarla. 23 Este dato estadístico de las mil corridas de Manolo fue dado a conocer por don Luis Ruiz Quiroz, motivo por el cual el torero y su administración decidieron festejarlo con una encerrona en su corrida número 999, para superar a Joselito en este rubro. Hasta hoy ningún otro torero ha logrado igualar dicha marca.

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En el segundo capítulo, Cantú hace referencia a la historia de Monterrey, capital del estado de Nuevo León, citando a personajes ilustres de la ciudad, como Bernardo Reyes, Santiago Vidaurri, Servando Teresa de Mier, para luego referirse a la huella de los regiomontanos en el toreo. El primer diestro mencionado es Lorenzo Garza, conocido por sus sobrenombres de el Ave de las Tempestades, en alusión a su apellido y a su temperamento, y Lorenzo el Magnífico. Este torero es recordado por grandes hazañas, como aquella de subir al tendido, estoque en mano, para encarar a un aficionado que lo había increpado; o la de entrar a matar a cuerpo limpio, en un mano a mano en Madrid con su compatriota Luis Castro el Soldado, quien lo había hecho valiéndose de un pañuelo en lugar de muleta. Nos dice el autor que Lorenzo Garza utilizó el recurso de posicionarse como figura provocadora del escándalo y nos dice también que los garcistas le perdonaban todo con tal de gozar de sus naturales perfectos. También menciona Cantú a Eloy Cavazos, a quien describe como torero alegre y pinturero, siempre dispuesto a satisfacer al populacho. Yo solamente diré que para mí Eloy es un mito, quizá el más grande mito taurino de nuestro país. Sobre Manolo, el autor apunta: afirma y confirma la actitud esencial que comparten los regiomontanos; antes de presentarse de novillero en la plaza La Aurora en la Ciudad de México, se enfrentó a 700 reses; su temperamento introvertido le permitía expresarse al correrle la mano a becerros y torillos descompuestos, para obligarlos a obedecer los trazos de su engaño. El tercer capítulo presenta un inventario de las heridas del cuerpo de Manolo, precisando que si sumáramos las trayectorias de las cornadas sufridas por el diestro, llegaríamos a una extensión de 3.30 metros y de 86 centímetros de orificio de entrada. Y es que el arte depurado de Manolo consistía en no moverse, enmendar lo mínimo, posesionarse de la distancia como de algo propio y ligar largas series de pases, girando sobre una pierna como eje. En seis de las muchas cornadas que sufrió Manolo (sin contar una fractura y una conmoción cerebral), se rehusó a ingresar a la enfermería sin antes redondear su faena, tal como sucedió el 27 de junio de 1965 en la Plaza México, después de que el novillo Payaso de Santo Domingo lo hiriera en el muslo derecho al entrar a matar y cortara dos orejas. El 19

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de marzo de 1967, en Maracay, Venezuela, un toro de Reyes Huerta lo hirió en el muslo derecho con una trayectoria de 15 centímetros y a pesar de ello cortó dos orejas antes de desmayarse en la vuelta al ruedo. El 20 de marzo de 1969, en Bilbao, frente a un toro de Osborne, Tanto le pisa el terreno al animal — consignó la prensa española—, que el toro se rebela y lo empitona por la región glútea y luego por los muslos. Se deshace de los que trataban de llevarlo a la enfermería, regresa al toro para meterse de nuevo en el mismo terreno hasta cuajarle una valiente y artística faena. Redondeó estoqueando soberbiamente y le tumbó las dos orejas, que recibió en la enfermería. El crítico español Vicente Zabala recordaba años después: Yo me di cuenta de los tamaños de Martínez y pensé: Si no lo paran ahora, va a acabar con todo y con todos. El 7 de septiembre de 1969, en Murcia, un toro de Fermín Bohórquez le causó una herida en el escroto y así terminó la faena de ese toro e incluso esperó para enfrentar a su segundo toro sin ningún tipo de calmante, solo con un vendaje. Y el 20 de agosto de 1989 en San Luis Potosí, Herrerito de la ganadería de Tequisquiapan, lo hirió en el pómulo izquierdo con un fuerte golpe y lo corneó en el muslo izquierdo, pese a lo cual mató al toro para cortarle las dos orejas. En el capítulo 4 llamado De figuras y mandones, lo primero que leemos —y que deberían grabarse aquellos que con pasmosa facilidad llaman “figura” a cualquiera—, es lo siguiente: figura del toreo es la que llena las plazas, frase que se atribuye a un empresario taurino español. Por su parte, Cantú afirma lo siguiente: Lo que importa para ser figura, lo único que verdaderamente importa, es que llene las plazas. Que la gente quiera ir a verlo. Si tiene cien cualidades y las plazas no se llenan, entonces no es ‘figura’. Si este imán popular se prolonga, llevando público a los cosos por 10 ó 15 años, entonces estamos ante una figura de época. Por tanto, Manolo fue una figura de época, no cabe ninguna duda. Abunda el autor: A la muchedumbre solo le interesa encontrar una satisfacción personal y económica superior a la variedad competitiva disponible, para destinar algo de su tiempo libre. Puede ser que encuentre algo íntimo, profundo, indeleble, cuando se tope con el arte, pero mientras tanto, preferir esta antigua representación lúdica y profunda de nuestra cultura supone obtener una gratificación equivalente al desembolso y esfuerzos realizados. Si le gusta, repetirá la asistencia; si no, simplemente no regresa.

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Pero mandar es otra cosa: Alrededor del que “manda” gira la fiesta, se arman los carteles, se apuntalan temporadas, se sostienen ferias enteras. Sin el “mandón” no hay base económica segura, el apetito emprendedor se aplaca, por eso el “mandón” puede imponer condiciones, darse lujos, allanar su propio camino por percepción estratégica o por capricho y lo puede hacer por derecho propio. Así cuando hay “mandón” la fiesta prospera, los festejos se multiplican, todo empresario está dispuesto a invertir en el espectáculo y la ilusión de la ganancia se materializa. No se puede ser ‘mandón’ sin ser figura. No es ‘mandón’ el que manda a veces…, pero sí aquel que siempre puede imponer condiciones, no importa con quién o dónde se presente. El autor asegura que en la fiesta ha habido muy pocos mandones y muchos menos han sido los que han podido serlo tanto en España como en México. Con lo expuesto nos damos cuenta que ser mandón es mucho más difícil que ser figura, puesto que el mandón debe poder con todo, principalmente con el toro, pero también con todo tipo de alternantes, empresarios, periodistas, escritores, críticos, políticos influyentes, entre otros. Otra característica de los mandones de la fiesta es que ninguno ha sido retirado por otro torero. El libro repasa a los mandones en la historia, comenzando con la primera figura mandona de México: Ponciano Díaz —el torero con bigotes—, nacido en la ganadería de reses bravas más antigua de la que se tenga registro: Atenco, en el Estado de México, hacienda que había fundado Juan Gutiérrez Altamirano, sobrino de Hernán Cortés, y que actualmente pertenece a la familia De la Fuente. Ponciano mandó durante ocho años, durante los cuales erigió con sus propios medios la plaza de toros de Bucareli, pero al final su carrera declinó y fue bajado de la cúspide taurina con lujo de fuerza. En aquella misma época, en España mandaba Rafael Guerra Guerrita, el segundo califa cordobés. Cantú encuentra similitudes entre ambos diestros, sosteniendo que ninguno de ellos tuvo competencia permanente, por lo que los dos se quedaron solos, mientras el bumerang de su propia dictadura taurina se volvía en contra de ellos. Muy conocida es la frase de Guerrita, que proclamaba: Primero yo; después de mí ‘naiden’ y después de ‘naiden’, Fuentes, y que tuvo su corolario con esta otra: No me voy, me echan; su adiós después de mandar durante 11 años.

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Rodolfo Gaona fue el segundo mandón mexicano. Conocido como el Califa de León por haber nacido en León de los Aldama en 1888 y también llamado el Indio Grande, fue una figura indiscutible en España, pero el mandón de allá en aquella época era Joselito, el único. Sin embargo, Gaona fue mandón en su tierra de 1920 a 1925, año de su despedida, de la que nunca regresó a los ruedos. José Gómez Ortega Gallito, ha sido el mandón más fulgurante de la historia taurina, y lo fue de 1912 a 1920, año de su muerte, cuando solamente contaba con 25 años de edad. No es de extrañar que para muchos ha sido el más grande torero de la historia. El siguiente en la lista de mandones es Manuel Rodríguez Manolete, el torero que en su época cobró lo que quiso y que fue el amo y señor de la fiesta. La tarde apoteósica del 28 de junio de 1943 en Alicante, K-Hito, director del diario madrileño Dígame, a quien Manolete le había brindado su segundo toro, le lanzó al torero su bloc de notas, en el que so lo se leía con grandes letras una palabra: ¡Monstruo! Y así tituló el periodista su crónica impresa del día siguiente. Manolete mandó en la fiesta por casi ocho años —de 1940 a 1947—, que incluyen dos temporadas clamorosas en México. El único diestro que comenzó a mandar desde que era novillero fue Manuel Benítez el Cordobés, nacido también en la ciudad de los califas. Ha sido el mandón que más corridas ha toreado en un mismo año (14024); y ha sido, junto con Manolete, el único otro mandón que ha ejercido como tal tanto en España —a lo largo de 10 años—, como en México, durante dos años. Por estas razones hay quienes se han atrevido a declararlo el quinto califa cordobés de toreo. Llegamos por fin a Manolo Martínez, quien definió a su manera lo que es mandar: poder con todo y con todos, con toros, toreros y público… que es el más difícil. Manolo mandó de 1967 a 1982 y tras su regreso a los ruedos, de 1987 a 1989; este ha sido el reinado más largo de la historia taurina: ¡17 años! 24 Si bien es cierto que Jesulín de Ubrique toreó en más de esas 140 corridas en una temporada, no lo podemos considerar como un mandón de la fiesta.

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En el quinto capítulo, Cantú se refiere a los antecedentes familiares y personales de Manolo, quien nació el 10 de enero de 1946 en Monterrey, Nuevo León. Pisó por primera vez la arena a los siete años de edad, mostrando desde entonces la naturalidad que fue siempre su mejor cualidad. Tuvo su debut en la plaza de La Aurora, en las inmediaciones de la ciudad de México, en 1964, vistiendo un terno obispo y oro que había pertenecido al maestro Diego Puerta. En los siguientes 11 meses consiguió sumar 34 novilladas, y el 7 de noviembre de 1965 tomó la alternativa de manos de Lorenzo Garza, quien regresó a los ruedos para otorgársela en la ciudad de Monterrey. El cartel lo completó el también regiomontano Humberto Moro y el toro de la alternativa se llamó Traficante, procedente de San Miguel de Mimiahuapan, que en aquellas fechas pertenecía a la familia Barroso, en cuyo museo taurino se conserva el terno negro y oro que el toricantano utilizó aquel día. También se conserva en ese mismo museo el traje de la confirmación de alternativa de Manolo en la Plaza México, un obispo y oro con el que se vistió aquel 12 de febrero de 1967. Antes de partir a su primera campaña española, Manolo contrajo matrimonio con Bertha Ibargüengoitia, el 9 de mayo de 1969. La pareja tuvo tres hijos: Bertha Cecilia, Manolo (quien a pesar de la oposición de su padre se hizo torero ¡con la ayuda de Eloy Cavazos!) y Mónica. Taurinamente, Manolo admiraba a Antonio Ordóñez —con quien alternó en 15 ocasiones— y no dudaba en decir que gozaba verlo torear. También admiraba a María Félix, por inteligente, audaz y orgullosa… y por ¡muy cabrona! Sobre el público, Manolo opinaba que el de México era más exigente con el torero que el de España, pues el público peninsular no suele insultar al torero, sino que condenan lo que no les gusta y aplauden lo bien ejecutado. En el sexto capítulo, titulado “Al poder por el arte”, el autor plantea a Manolo una serie de preguntas sobre su persona y su tauromaquia y comienza preguntándole cómo se inició en los toros, a lo que Manolo responde diciendo que un día se convenció de que no haría nada en su vida que no fuera torear; ser torero se volvió la única razón de mi vida, sentencia.

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Manolo no tuvo maestro, pero tenía claro que necesitaba dominar la técnica fundamental del toreo y para ello pasaba largas jornadas observando el comportamiento de los toros y las vacas, del que muy poca gente sabe, y que por eso tuvo que aprender por sí mismo. Cuestionado sobre la diferencia entre el toro de España y el mexicano, Manolo no duda en contestar que: Comparando ganaderías buenas equivalentes en uno y otro país, te puedo decir que el toro mexicano, en un porcentaje mayor, tiene más clase, mejor son, mayor fijeza. Aguanta más pases, por lo que se pueden hacer faenas más largas. Y es que Manolo gustaba de hacer faenas largas, pausadas, lo que fue uno de sus sellos característicos, sobre todo en su etapa de madurez y tras su regreso a los ruedos. El pase del desdén (o del desprecio como lo llaman en España) fue un pase que hizo suyo y que ponía siempre al público de pie; que le servía para dejar al toro parado tras rematar una serie y que ejecutaba con una sonrisa dibujada en el rostro. El autor cuestiona a Manolo sobre las muchas reglas clásicas que había roto y el diestro responde que muchos habían querido que toreara como ellos imaginaban el toreo, pero estos le parecían como jesuitas hablando de matrimonio, ya que muchos ni siquiera habían tocado una muleta; y sentencia: El toreo contemporáneo, desde hace más de 30 años, se realiza en redondo. Yo no lo inventé, mucho menos la forma y las dimensiones de la muleta. El instrumento viene con pico y si lo tiene es para usarse, ¿no? Para Manolo, cada toro tiene su distancia; y más aún: cada pase de cada toro impone su propia distancia y son los ojos del toro los que permiten descubrirla, dado que el toro avisa cuando va a embestir, con los ojos. Todo nace de la necesidad de adueñarse del toro. Procuro hacerlo con sutileza, de tal manera que no se noten los ensambles. Lo hago pensando en la necesidad que tiene el toro de dar una buena pelea, desahogado, seguro de vencer y en su mejor ritmo, para que haya continuidad y largueza. La naturaleza me impone las condiciones, no al revés. Yo solo me acomodo: el toro te marca el terreno, su codicia y su fuerza te anticipan su forma de atacar y el recorrido posible. En sus ojos lees la distancia y en el tiempo que se toma para trazar su plan de caza se encuentra la paciencia necesaria para lograr su desengaño. Si todo esto se hace bien, la faena fluye suave y eso me da un gusto inmenso. No puedo ocultar la sonrisa.

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Manolo deseaba torear al ritmo más lento posible y lo consiguió en su época y con su toro, imprimiendo una nueva dimensión al toreo. Logró hacerlo ligando series de hasta 10 pases, girando sobre una de las piernas, prácticamente sin corregir. El arte es el arma más poderosa y se tiene o no se tiene. Fue con Paco Camino, el torero más fino con el que alternó, con quien Manolo afirma haber tenido auténticas confrontaciones de arte con arte. “Martinismo y anti martinismo” es el título del séptimo capítulo, que se remonta al desaparecido coso de El Toreo de Cuatro Caminos, la tarde del 3 de diciembre de 1967, festejo en el que se enfrentaron Manuel Capetillo y Manolo Martínez y del que este salió catapultado a las alturas luego de cortar las dos orejas y el rabo del sexto toro de Mimiahuapan. Luego fue a España donde toreó 48 corridas, cortó 60 orejas y cinco rabos, dio 15 vueltas al ruedo y también sufrió tres cornadas graves. Manolo era singular. Quienes tuvimos la suerte de tratarlo e incluso de acompañarlo a vestirse de luces en innumerables ocasiones, sabíamos de su timidez, pero también de su fuerte temperamento, de su nobleza y de su autenticidad. En su presentación en Toledo le preguntaron si no estaba nervioso por torear al lado de Ordóñez y de Camino, a lo que Manolo contestó, muy a su estilo: Yo no, pero pregúnteles a ellos… El capítulo aborda también todos los enfrentamientos ocurridos en la Plaza Santa María de Querétaro entre Manolo y Paco Camino —tanto mano a mano como con distintos alternantes—, de los que fuimos testigos privilegiados. Después del regreso de Manolo a los ruedos, tuvieron lugar los grandes enfrentamientos con otro diestro español consentido de México: Pedro Gutiérrez Moya el Niño de la Capea, gran torero y mejor persona, así como la obtención del rabo número 100 de la Plaza México y el décimo en la cuenta personal de Manolo en dicho coso, cortado al toro Tigre de la ganadería de Los Martínez el 17 de marzo de 1987. En el octavo capítulo Manolo habla de sus rivales y comienza afirmando que fue él mismo su principal rival, ante su ambición de ser siempre el mejor. Sin embargo, Manolo ya no fue el mismo después de la terrible cornada que le dio el toro Borrachón de San Mateo en la Plaza México, de la que tuvo que ser revivido en la enfermería, ya que llegó a ella sin pulso y sin signos

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vitales. Se puede decir que a partir de entonces Manolo dosificó su entrega. Dejó de torear en la Plaza México desde aquella cornada —sufrida el 3 de marzo de 1974—, hasta el 13 de marzo de 1977 (intervalo en el que tuvieron lugar las confrontaciones con Paco Camino en Querétaro), fecha en la que regresó con una encerrona para celebrar el fin de las hostilidades y ratificar de paso quién era el que mandaba en la fiesta. Manolo se refiere al toro como un animal único, como un colaborador más que un rival; más noble que muchos humanos; aunque recuerda a dos que le infundieron miedo: uno en San Sebastián, de Clemente Tassara, y otro de Pepe Cáceres, en Caracas, Venezuela. La lista de toros buenos y trascendentes de Manolo es muy larga; aquí se mencionan solo algunos, para quien desee buscar las faenas en videos que circulan por la red: Jarocho de San Mateo; Financiero, Traficante, Rebeco, El Cid, Gotita de Miel, Carranqueño, Amoroso, Voy Contigo, Presidente, Fundador y Toñuco, todos de Mimiahuapan; Halcón de Jesús Cabrera; Tejón y Catrín de Mariano Ramírez; Clavijero de José Julián Llaguno, y Aceituno de Tequisquiapan. Por último, el capítulo nueve lo integran muchas fotografías que ilustran gráficamente la vida de Manolo, así como todas sus estadísticas como torero, una aportación invaluable debida a don Luis Ruiz Quiroz, entrañable fundador de Bibliófilos Taurinos de México. Manolo murió en 1996 de un mal hepático en la localidad de La Jolla, California, a los 50 años de edad. Desde entonces han transcurrido más de dos décadas y sigue vigente su marca de más corridas toreadas en la Plaza México, con 91 festejos, así como el mayor número de apéndices obtenidos en ese mismo escenario: 81 orejas, 10 rabos, tres Estoques de oro y algunos trofeos más. Con Eloy Cavazos, su principal rival, alternó en 233 ocasiones y fue Paco Camino el diestro español con quien más veces compartió cartel, haciendo juntos el paseíllo en 69 ocasiones. Por todo lo anterior, queda claro que fue Manolo Martínez el último mandón de la fiesta en México, por lo que no me queda sino rematar con la frase de batalla que aún hoy se escucha ocasionalmente en la Plaza México, su plaza: ¡MANOLO, MANOLO Y YA!

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El Juli sin comillas Ignacio López Escobar S.L.U. Espasa Libros Madrid, 2014

J osé F aes N oriega A cerca

del autor

Ignacio López Escobar nació en Madrid en 1979; cuenta con una maestría en periodismo y en redacción y estilo por la Escuela de Escritores de Madrid. Actualmente dirige la empresa MAiGE Eventos y la escuela Taurina de Arganda del Rey. Compañero de juegos, animador de sueños y testigo de las inquietudes de Julián López, su hermano Ignacio evoca a aquel niño prodigio destinado a cambiar el toreo, y retrata al hombre que, desde el triunfo y el dolor, ve la vida desde una perspectiva muy diferente. A él está dedicada esta obra. P rólogo

de

R oberto D omínguez

El prologuista afirma que nadie como Ignacio López Escobar puede narrar los comienzos como torero de su hermano Julián, desde la perspectiva no de un escritor sino de un hermano siempre cercano, que ha recopilado, guardado y ordenado las vivencias de el Juli desde su más temprana edad y que las ha vivido junto con el torero dentro del seno familiar. Domínguez relata su propio encuentro con el Juli, que tuvo lugar en diciembre de 2003; lo sorprendió su juventud, combinada con la capacidad de un veterano; y afirma al respecto: Julián es una persona de insaciable aprendizaje, con una madurez prematura, con la sensibilidad propia de los grandes, comprometido con su entorno, reconocedor del éxito de sus compañeros, coherente 75

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con sus ideales pero sobre todo con el amor y respeto al toro como eje fundamental de su vida. 25 Finalmente, el autor del prólogo se refiere al gran desafío que le significó convencer a Julián de la necesidad de estar por encima de todo para poder sobrevivir el severo bajón que experimentó el diestro al dejar de ser una novedad; hoy, el Juli es consciente de su responsabilidad en el ruedo y sabe perfectamente qué se necesita para seguir creciendo y sorprendiendo. I ntroducción Ignacio López ha escrito esta obra en cuatro tiempos, desde la apasionada pero cercana visión de un hermano. Cuatro relatos distintos, alejados en el tiempo e independientes uno de otro, pero que finalmente confluyen en un texto unificado. El primero es una reivindicación orgullosa de los años menos conocidos de un Juli adolescente, pero con las responsabilidades de un hombre curtido, justo en el despegue fulgurante sobre el que basó su carrera de primera figura, cuando parecía invadido por el espíritu de José Gómez Ortega Gallito. El segundo se adentra en los avatares de su consolidación; en la lucha por consolidarse e instalarse en la cima, durante cinco años que le dieron fama y partidarios, pero también polémica y adversidad. Los dos últimos relatos se refieren a algunos de los más importantes acontecimientos de la reciente trayectoria de el Juli, y que han sido el fruto de una orgullosa meditación que pone en esta obra textos apasionados de cuando el autor y el torero eran más jóvenes. “E n

las calles de

S an B las ”

“El Juli” soñó una noche ser Joselito “el Gallo”, aquel torero total, sabio rey de la fiesta de primeros del siglo XX y arquitecto de las estructuras del toreo moderno.26 De esta manera comienza el autor su narración, refiriéndose al hecho de que a la edad de siete años, su hermano, sin haber intercambiado nunca 25 Página 12. 26 Página 15.

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una palabra de toros con su padre (su referente taurino más cercano), ya manifestaba su deseo de ser también el rey de los toreros, como lo había sido Gallito. Apenas una década después, el cirujano de la plaza de Calahorra refería sorprendido las primeras palabras de el Juli tras despertar de la anestesia luego de haber sido intervenido por una cornada: Toros, toros, toros… quiero ser el mejor, quiero ser el número uno.27 Tener el toreo metido en la cabeza lleva a eso, a vivir únicamente pensando en él, como si toda la vida girara en torno suyo, al grado de sentirse vacío por dentro si no tenía cerca algo que se pudiera relacionar con el toro. A el Juli esta obsesión le llegó muy pronto, quizá demasiado; tanto, que sacrificó parte de su infancia y toda su juventud. Ser el mejor, el más grande, es un camino sin salida. Eso busca el Juli y por ello se exige el triunfo continuado y sin respiro, conquistar cada una de las plazas de toros que pisa y jalar el carro de la fiesta cada temporada, con todas sus consecuencias. La presión popular pudo con dos toreros que buscaron la misma gloria que ahora busca el Juli: Joselito el Gallo y Manolete. A favor de Julián, esta su insultante juventud, su pasión indomable, la búsqueda constante de mejorar su amplia y prodigiosa tauromaquia.28 **** Julián López Escobar nació el 3 de octubre de 1982 en la clínica San José de Madrid; fue el hijo menor del matrimonio formado por Julián López López y Manuela Escobar Mendoza. Desde muy joven, el padre de Juli se aficionó al toro y, como muchos chicos de su época, encontró en las capeas de los pueblos la única vía para poder torear; entre aquellos toreritos que como él iban de pueblo en pueblo, figuraban José Ortega Cano y Paco Alcalde, que más tarde serían figuras. Entre ellos también estaba Armando Gutiérrez, quien 20 años después se convertiría en el mozo de espadas de Juli, como Antonio Corbacho y Enrique Martín Arranz; quién les iba a decir entonces que más adelante serían los mentores, junto con Julián padre, de tres figuras como José Tomás, Joselito y el Juli, respectivamente. 27 Ídem. 28 Página 17.

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Aquel primer Juli de los años 70 del siglo XX tuvo éxito en sus primeras novilladas sin picadores, sobre todo en San Sebastián de los Reyes, pero fue ahí precisamente donde se truncó su carrera a causa de un grave percance en un ojo, que acabaría por perder. La madre de Julián es Manuela y a decir del autor, es el faro de la familia;29 extrovertida, afable y amiga de sus amigos, es una persona fundamental, imprescindible en la vida de el Juli, como lo fue doña Angustias para Manolete o la seña Gabriela para Gallito. Se puede decir que Julián tiene a su padre para el toro, a Manuela para la vida y tanto uno como la otra —cada uno en su papel—, son la razón de ser de el Juli. Luego de vivir un tiempo en la zona de Embajadores en Madrid, la familia López (con sus hijos Manuela, Ignacio y Julián), se trasladaron a la calle Fumistería, en el barrio de San Blas, una zona brava de la capital española. El autor dedica una parte importante de este capítulo a describir la vida de Julián en la escuela, los amigos y el negocio familiar. Todos los hermanos López tomaron la primera comunión en la Casa de la Virgen, que era un colegio religioso, y la celebración en los tres casos fue siempre la misma: una fiesta campera. La de el Juli tuvo lugar en la finca de Juan Rivera y ahí, para sorpresa de todos, el festejado salió del burladero con el capote toreabicis para darle un capotazo, solo uno, a una becerrita; la estampa fue inaudita: un niño de apenas ocho años sosteniendo un capote que prácticamente lo ocultaba por completo para dar un solo lance, pero con el engaño manejado perfectamente.30 Después de aquello, lo único que el chaval deseaba era pedirle a su padre el regalo más anhelado: ingresar a la Escuela Taurina de Madrid y así, próximo a cumplir los nueve años, llegó por fin con su abuelo Ignacio a la Venta del Batán, donde lo recibió quien habría de ser su primer profesor: Faustino Inchausti Tinín. El autor describe algunas vivencias de Julián en esta escuela y su meteórico ascenso en su aprendizaje taurino. En 1992, el Juli toreó por primera vez en público en el Batán y fue tal el impacto que causó, que el director artístico de la escuela, Gregorio Sánchez (quien 29 Página 20. 30 Página 28.

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habría de ejercer una gran influencia en la carrera de Julián), exclamó sorprendido: A este niño no le hace falta enseñarle nada. Al

encuentro con

F eligrés

A los 14 años cumplidos, Julián ya tenía una tremenda facilidad para torear becerros. Era una especie de prodigio que jugaba con los becerros como y cuando quería. Y ello obligaba a pasar a un nivel superior.31 Se movía y se paraba ante los torillos como un matador curtido, como si llevara un centenar de corridas lidiadas. Después de un éxito rotundo en un festival en Palencia —en donde estuvo a punto de indultar un novillo del Niño de la Capea— que marcaba el final de la temporada de 1996, llegaba la hora de tomar decisiones y de hacer planteamientos a futuro. I nmigrante

en

M éxico

El autor se refiere al peso de la responsabilidad del padre de Julián de elegir lo mejor y más conveniente para su hijo, ante la disyuntiva de si tales decisiones las debía tomar en beneficio del niño o del torero. El principal dilema consistía en que toreara dos años más como becerrista, esperando hasta que cumpliera la edad mínima exigida para matar novillos utreros, o satisfacer cuanto antes lo que las virtudes técnicas de su hijo ya requerían desesperadamente: debutar con picadores. 32

El periodista José Carlos Arévalo, director de la revista 6 Toros 6, aportó la solución: Tal vez debería acometer la temporada mexicana de novilladas y presentarse en España con caballos el año próximo. 33 Al no encontrar una solución para que su hijo toreara en España, el padre de Julián tomó la decisión de llevarse a su hijo lejos de su familia y su hogar, para hacerlo debutar en México, donde las leyes son más permisivas en estos casos. 31 Página 42. 32 Página 44. 33 Ídem.

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En diciembre de 1996, emprendieron el viaje el Juli, su padre y Armando, su eterno mozo de espadas. Sin contactos, sin amistades, don Julián llamó a las puertas de varias empresas, sufriendo la indiferencia de muchas, incluyendo la Plaza México, pese a lo cual y con enorme esfuerzo, consiguió dos contratos: el debut en Texcoco y otro más en San Miguel de Allende. El compromiso de el Juli era muy grande, tanto en lo taurino como en lo familiar. Sabía perfectamente que en ese viaje estaban empeñados todos los ahorros de su padre y que pronto éstos se agotarían en viajes, estancias, comidas, etc. Y sabía también que para lograr nuevos contratos, tenía que triunfar en los ya conseguidos. Por fin Julián se presentó en Texcoco el 16 de marzo de 1997, ante novillos de Santa Rosa de Lima, al segundo de los cuales le cortó las orejas. En la segunda novillada, en San Miguel de Allende, triunfó nuevamente y gracias a ese éxito, repitió ahí mismo; esto le dio la oportunidad de presentarse en dos de las plazas más importantes de México, las de Guadalajara y Aguascalientes, y en ambas estuvo espléndido. Después de una breve estancia en España a finales de abril de 1997, Julián volvió a México para establecerse ahí por casi un año y pronto se adaptarían el Juli, su padre y Armando al estilo de vida mexicano, aunque lo verdaderamente extraordinario fue la perfecta compenetración de el Juli con el lento y armonioso estilo de la embestida del toro mexicano, que el joven torero acompasaba perfectamente al ritmo de su capote y su muleta. Por fin, el 15 de junio de ese mismo año, el Juli debutó en la Plaza México, el coso más grande del mundo: “El Juli” cayó de pie, tituló el periódico “Novedades” la crónica de la magnífica presentación de mi hermano, que cuajó de manera soberbia a su primer novillo, “Enamorado”, de la vacada de Jorge Hernández Andrés. La noticia de su brillante debut en la Plaza México llegó a España a través de noticieros y por primera vez en una revista taurina, Aplausos, en cuya portada apareció la imagen de el Juli ejecutando un soberbio trincherazo. Su segunda comparecencia en la México tuvo lugar el 13 de julio, con lucida faena al lado de Jerónimo Aguilar, en la que no obtuvo trofeos.

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El

novillo que cambió su vida

3 de agosto de 1997. Tarde que perduraría en la memoria, porque en ella “Juli” encaminó definitivamente su carrera hacia el éxito, al triunfo que ya jamás le iba a abandonar.34 Después de haber estado muy por encima de su lote, Julián regaló un novillo de la Venta del Refugio, Feligrés, de pelo cárdeno, fino de hechuras y abierto de encornadura. Feligrés, que limpió el polvo de las tablas, se llevó a el Juli por delante al apretar hacia su querencia tras tomar el tercer capotazo. El Juli, orgulloso y enrabietado, volvió a la escena mientras el toro tomaba la primera y única vara del picador. Desde ese momento Julián le vio posibilidades al novillo, al que le ejecutó con el capote el quite de la crinolina, creado por el mexicano Eliseo Gómez el Charro, que realizó con precisión y armonía. En banderillas, Julián clavó dos pares con los que arriesgó mucho al irse por adentro, entre el toro y las tablas, algo que hacía tiempo no se veía en la México. Después de brindar al público, el Juli realizó un pase cambiado por la espalda, con el que acostumbraba abrir sus faenas desde que era becerrista. Continuó con una tanda de derechazos verticales y ligadísimos, que remató con un cambio de mano por delante y que convirtió a la plaza en un manicomio. Repitió dos tandas más, rematadas con adornos de fantasía y un pase de pecho sin enmendarse. Los sombreros volaban; no se podía torear mejor. El Juli seguía dando rienda suelta a la inspiración, cuando empezaron a aparecer algunos pañuelos blancos solicitando el indulto de aquel noble novillo; era la faena ideal, soñada. El juez de plaza obedeció el clamor popular perdonando la vida del novillo. Julián simuló con una banderilla la suerte suprema y lloró como nunca lo había hecho, al tiempo que llegaba a la barrera para fundirse en un larguísimo abrazo con su padre. A los gritos de ¡Juli, Juli!, lo sacaron de la arena aupándole a hombros como si fuera un pelele. A tirones le quitaron la chaquetilla y se dejó ver así un torso endeble 34 Página 52.

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y frágil que no aparentaba tras la armadura de luces.35 A la mañana siguiente, Julián visitó al novillo y le dio de comer. El acontecimiento de Feligrés trascendió por todo el mundo taurino. En México aparecía en todas las televisoras y en España el video de su faena se presentó hasta en los noticieros. A partir del 3 de agosto de 1997, ya todos sabían de él y su imagen llegó en México hasta la idolatría. Había llegado a México con solo dos novilladas firmadas y acabó esa temporada con 77. P aso

al

J uli

En 1998 Victoriano Valencia se convirtió en el nuevo apoderado de el Juli, a quien conoció en un tentadero en la ganadería de Garfias, donde quedó cautivado por la precocidad, el talento, el valor y la calidad que hacían prever el gran futuro de Julián.36 Pero antes le aguardaban en México una serie de contratos por cumplir y en Querétaro recibió su bautizo de sangre, al ser corneado en el escroto por un novillo de San Martín. Antes de que el novillo le metiera el pitón, el Juli le cuajaba una gran faena; quizá por eso, tras el percance no quiso ir a la enfermería y pasó por muchos apuros para darle muerte. Excepcionalmente en su carrera, escuchó dos avisos y estuvo más cerca que nunca de ver que le devolvieran un novillo a los corrales. Pese a ello, en las siguientes nueve tardes en plazas mexicanas, Julián cortó 24 orejas y cuatro rabos y consiguió dos indultos. El gran ambiente logrado en México se trasladó a España, donde el mundillo del toro lo recibió con una expectación extraordinaria. Pero, como suele suceder, las expectativas también provocan recelos y había quien dudaba de la gran capacidad de el Juli; incluso, los más suspicaces pensaban que si aquel niño prodigio arrasaba en México era por la poca seriedad de los novillos a los que se enfrentaba. De manera que lo esperaban en su tierra tal como siempre ha sucedido con los grandes: con la vara del rigor preparada.37 35 Página 55. 36 Página 63. 37 Página 65.

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“El Juli” viene con la escoba; así encabezó la revista Aplausos la primera crónica, echando por tierra todas las suspicacias y dando fe de su autenticidad y enormes posibilidades.38 El periodista José Carlos Arévalo aseguraba que Julián practica a la perfección más suertes que casi todos los diestros actuales, que le surgen improvisadamente con el simple apoyo de la inspiración. “El Juli” es el Mozart del toreo.39 M ás

allá del ruedo

Para 1998, Julián había despertado la admiración de la afición taurina por su preclara cabeza de torero, capaz de enfrentarse a cualquier toro sin aparente esfuerzo. Pero el Juli fuera del ruedo, era un adolescente tremendamente tímido, que se esforzaba en marcar las diferencias entre la persona y el artista. A el Juli no era común verlo con amigos de su edad debido a su gran cantidad de compromisos; “evidentemente había empezado el final de su infancia, su adolescencia y el inicio de su juventud en el sacrificio de un sueño”.40 En la vida de el Juli hay una persona que siempre estuvo, está y estará con él: Armando, su mozo de estoques, quien compartió las fatigas vividas en su etapa de novillero, en su aventura en México y que le aguantaba sus tremendos corajes, motivados por la enorme presión que vivía en aquellos momentos; en su caso, queda a un lado la condición profesional, ya que su entrega vale por todo. El Juli siempre ha confiado en él para vestirlo de torero, para darle las espadas en la plaza y, sobre todo, para desahogar con él sus profundas preocupaciones.41 A finales de marzo de 1998, el Juli regresó a México —que con mucha expectación lo esperaba—, cumpliendo con una temporada impresionante con clamorosos triunfos en un país que ya lo tenía como propio. Baste recordar un mano a mano mixto con Miguel Espinosa Armillita, en la que el Juli pudo someter a un novillo de Mimiahuapan con unas 38 39 40 41

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trepidantes manoletinas de rodillas que la plaza —que estaba hasta el tope— festejó ruidosamente. Volvió a España otra vez por la puerta grande, con un balance que cada vez parecía más espectacular y con renovados bríos para la nueva temporada. Para entonces el engranaje del proyecto llamado el Juli, trabajaba a la perfección. Su padre mantenía una intensa vigilancia en lo artístico, corrigiendo cualquier defecto por insignificante que fuera, mientras Victoriano Valencia se ocupaba de los aspectos administrativos. La temporada como novillero en España se desarrollaba a la perfección, sin fracasos, sin una mala tarde, logrando triunfos importantes y sin sufrir percance alguno; sus actuaciones habían sido apoteósicas y las crónicas estaban volcadas con él. Hasta que llegó a Santander, donde sufrió una tremenda voltereta que por primera vez después del bautizo de sangre en Querétaro, le trajo consecuencias físicas: un novillo de Santa Coloma le lesionó el tobillo cuando realizaba el pase de el imposible. A pesar del percance, Julián siguió toreando como pudo hasta formar un alboroto, y de no haber pinchado al matar, le hubieran concedido el rabo. Se lo llevaron en hombros a la enfermería. Como consecuencia de esta lesión, el Juli perdió tres corridas y el obligado descanso fue aprovechado por su administración para anunciar las fechas de su alternativa en Nimes y de su presentación en Madrid. El proyecto de su debut madrileño ya llevaba varias semanas y al respecto se habían tomado algunas decisiones: de entrada se descartó que alternara con otros novilleros o que participara en una corrida mixta; en cambio, se decidió que, dada su capacidad, iría en solitario el 13 de septiembre de 1998. Ese día amaneció en Madrid con calor y mucho viento y en las cercanías de la plaza se vivía un gran ambiente. Días antes del festejo se consideraba que si se ocupaba media plaza, sería un aforo respetable y más aún en pleno mes de septiembre. Sin embargo, hasta el hotel en el que se hospedaba llegó un importante anuncio que impactó a todos: Ya no quedaron entradas. ¡NI UNA! Acaban de colgar el cartel de NO HAY BILLETES en la taquilla.42 42 Página 87.

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La noticia inquietó a todos quienes por aquellos días ignoraban el auténtico interés que el Juli estaba provocando. El caso fue que antes del paseíllo, Julián ya había hecho historia y a las siete en punto, apareció en la puerta de cuadrillas ese niño que aún no cumplía los 16 años; no era fácil asimilar que un chaval de esa edad se presentara en la capital del toreo con los tendidos llenos. Muchos aficionados llegaron de distintos lugares, especialmente de México, quienes exhibieron en los tendidos banderas y un par de sombreros. Fueron dos horas de mucha tensión para él y su gente, además de que el viento azotó la plaza toda la tarde y los novillos dieron un juego muy difícil, hasta que llegó el quinto de la tarde, Afanes, de la divisa de Alcurrusen, que desde el principio mostró cualidades al tomar el primer capotazo. Luego de llevarlo al caballo con chicuelinas al paso, Julián vio la posibilidad de realizar algunos quites que lo distinguían, como las lopecinas y escobinas. El último tercio lo inició con muletazos por delante, intercalando pases de la firma con trincherazos largos y al final un martinete y una capetillina. Para concluir la faena eligió la suerte de recibir y dejándose llegar el novillo hasta el pecho le dio una estocada tan certera que el animal no necesitó más para caer fulminado. La plaza se tiñó de blanco y la presidencia le concedió las dos orejas. El autor destaca que por primera vez su hermano conseguía un triunfo realmente sudado y hasta sufrido, a pesar de que durante toda la tarde había aparentado una fría tranquilidad.43 El

matador más joven de la historia

El 18 de septiembre de 1998, Nimes se vistió de gala para recibir en su plaza a la nueva sensación del toreo, en su corrida de alternativa, en la que iría acompañado por José María Manzanares y José Ortega Cano, para lidiar un encierro de la ganadería de Daniel Ruíz. Salió el toro de su confirmación y tras estudiarlo de recibo, Julián le ejecutó unos lances por chicuelinas ligadas con tafalleras y luego de dejar pasar el segundo tercio sin banderillearlo, acabó cortándole una oreja, 43 Página 93.

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mostrándose tranquilo y valiente y toreando muy al estilo mexicano: con abundantes pases a pies juntos y floridos remates. Salió el sexto toro —el segundo de su lote—, al que recibió con verónicas desenvueltas, ganando terreno y rematando toreramente el encuentro, soltando una punta del capote. A este sí lo banderilleó de manera espectacular, poniendo a la plaza de pie. Sin embargo, el desgaste del toro en los dos intensos primeros tercios provocó que este se quedara sin fuerzas, obligando a Julián a emplearse a fondo para sacarle los pases; pinchó varias veces con la espada, pero aun así cortó la oreja que le abría la puerta grande. La repercusión mediática de esta corrida fue histórica; se rompieron récords de asistencia y al día siguiente todo mundo hablaba de la alternativa de el Juli. La popularidad de este jovencito de tan solo 15 años se había multiplicado por mil. En octubre de 1998, Victoriano Valencia preparaba una temporada abultadísima con la presentación de Julián como matador de toros. Inició la campaña toreando en México en diversas plazas, sin triunfos y sí con algunos fracasos. En la corrida de aniversario de la Plaza México del 5 de febrero de 1999 se registró un lleno y se escuchó por primera vez un coro que cantaba: “Juli”, hermano, ya eres mexicano;44 señal inequívoca de que se había instalado definitivamente en el corazón de la afición mexicana. Aquel día cortó cuatro orejas y la imagen del torero en la vuelta al ruedo fue más que elocuente, con un sombrero de charro en una mano y un gallo de pelea en la otra. En 1999 le aguardaba una temporada tan activa que parecía que eran más los días en los que toreaba, que aquellos en los que descansaba. De ahí en adelante el destino cambiaría y su equipo decidió llegar a lo más alto de un modo fulminante: toreando más que nadie. El autor revela que su hermano vio la posibilidad de asegurar su futuro y no lo desperdició; toreó cuanto pudo, con los honorarios más altos que nadie había alcanzado previamente.45 44 Página 109. 45 Página 102.

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R aza

de figura

Para la última temporada del siglo XX, el Juli se preparó a conciencia, teniendo en cuenta que en la temporada por venir ya no sería la novedad que había sido; además, el nivel de sus honorarios había llegado a niveles sin precedentes, lo cual hacía más difícil contratarse, pues los empresarios ponían trabas para ello. Ignacio López destaca la necesidad que en aquel momento tenía la carrera de Julián de lograr una gesta grande en una feria importante y a principios de la temporada; esa fecha llegó muy pronto en la Feria de la Magdalena de Castellón, con los toros de Victorino Martín. El primero de sus victorinos de esa tarde fue un desastre y acentuó la presión; pero llegó el segundo al que Julián toreó por naturales de tal calado, que le cortó las dos orejas con petición del rabo, y con esto su carrera volvió a repuntar. Salió por la puerta grande de aquella plaza en la que horas antes la reventa había hecho su agosto capitalizando la expectación despertada por la corrida. Su categoría no solo no había menguado sino que había crecido de forma considerable.46 Si bien la temporada transcurría en excelentes términos, triunfar en la corrida de su confirmación en Madrid se había convertido para Julián en una necesidad personal; sin embargo, el lote del encierro de Samuel Flores que le tocó en suerte para su confirmación no resultó de lo mejor; el primero salió f lojo y descastado y el segundo acabó rajándose. De ahí en adelante, el autor nos da una muy detallada descripción de una enorme cantidad de triunfos de Julián, de una regularidad abrumadora, pero también de algunos sinsabores que conformaron aquella temporada extraordinaria en la que el Juli cumplía sus primeros cinco años de actividad sin haber tomado un descanso. De tal manera, al día siguiente de haber cortado su primer rabo en la México, le comunicó a su padre su decisión de interrumpir su temporada mexicana.

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S evilla , 21

de abril de

2013

En este capítulo, Ignacio López nos describe los sentimientos profundos que el Juli ha experimentado a partir de sus logros y sus fracasos durante los primeros años de su carrera: Hay veces en que me cuesta mucho encontrar las palabras cuando mi hermano no tiene obstáculos para torear sin más presiones que las que él mismo se impone.47 Señala el autor que no ha conocido a nadie que se autodefina mejor que su hermano. Si bien todos tenemos una idea más o menos aproximada de cómo nos ven los demás, en el caso de el Juli, este no cree tener tanta capacidad como la gente supone, sino que más bien la clave es la intuición. Rosario Domecq, la esposa de Julián, es otra de las claves de su éxito. Ella no siempre le da la razón, pero capta casi por telepatía los pensamientos de él y esa plena compenetración, esa plenitud o incluso suerte en la vida que ha tenido Julián, son básicas para entender sus éxitos: Mi hermano es ahora el torero que siempre quiso ser. Además, la vida le ha recompensado el sacrificio de su infancia. Y con intereses. Vive en un paraíso extremeño, con una esposa que es su mejor amiga y con dos hijos que iluminan el mundo cuando sonríen. Quien andaba siempre con gente mucho mayor que él, disfruta ahora con amigos de su edad, con los que se entrega en la diversión. Está pleno, feliz. Pero el camino ha sido duro. Juli tiene una facilidad asombrosa para revestirse con un envoltorio de regularidad que aparenta siempre en el ruedo y fuera de él. Pero quien la conoce sabe de sus vaivenes y por lo que ha pasado.48

Un

paseo por

E l F reixo

El Freixo es una finca ubicada en Extremadura, donde se encuentra la ganadería de el Juli; ahí tiene novillos, becerros y hasta cochinos. Pero El Freixo es más que una finca, es su verdadero hogar. Ahí se refleja todo 47 Página 214. 48 Página 219.

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lo que ha logrado, y siente por este lugar un fuerte vínculo emocional, porque es el sitio donde vive su familia y donde tiene todo lo que necesita: Veo crecer y jugar a mis hijos y no pregunto si hay algo más valioso, no necesito más que verlos reír.49 En esta larga charla con su hermano, el Juli habla de las vicisitudes que se sufren en una corrida de toros y aclara que aun cuando él es padre de mellizos, no puede dejar que pese tanto en su cabeza el recuerdo de ellos antes de salir a torear. Cuando te vistes de torero, tienes que desconectar porque no puedes salir a la plaza cargando con las preocupaciones de tu casa y tus problemas. No puedes estar pensando en que un toro te puede coger, o matar, y que a la noche no vas a poder ver a tus hijos.50 El matador enfatiza también la importancia que El Freixo tiene para su vida diaria en virtud de su amor por el campo, pero sobre todo por los toros. Su objetivo con la ganadería no es tanto vivir de ella, sino crear una forma determinada de embestida que lo distinga. Aún no ha encontrado ese toro con el que sueña, pero ha observado determinadas embestidas, tanto en España como en México, que le gustaría reunir algún día. En este mismo capítulo, Julián destaca la importancia que tuvo en su carrera el matador Roberto Domínguez, con quien ha conseguido muchos logros, ya que ha sido el eslabón entre su actividad taurina y su vida privada, haciendo que se vuelvan un todo. Muchas de las cosas que el matador vallisoletano le comentó en su primer año juntos, se fueron dando más adelante: Mira, la gente te va a respetar cuando dejes de banderillear, pero solo será el día en que coincida que no lo hagas y que además cuajes un toro en una plaza importante, y así sucedió.51 La charla entre los dos hermanos concluye luego de abordar diversas anécdotas que incluyen las cornadas que ha sufrido el torero, los toros relevantes en su carrera, sus miedos, sus viajes, sus aficiones y las personas que han sido importantes en su vida.

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Fiestas de toros. Bosquejo histórico Bernardino de Melgar y Abreu, Marqués de San Juan de Piedras Albas

Fundación Real Maestranza de Caballería de Sevilla; Universidad de Sevilla; Fundación de Estudios Taurinos Sevilla, 2010

R afael C abrera B onet Hablar de toros y toreros en Sevilla es exponerse a fracasar ruidosamente; así comenzaba el marqués de San Juan de Piedras Albas su Advertencia preliminar a esta obra, que marcó un hito en el estudio histórico de la fiesta. Y no otro tanto, sino mucho más, habré de decir yo —mucho menos versado y letrado que don Bernardino de Melgar y Abreu—, a la cordial invitación realizada por mis compañeros de Bibliófilos Taurinos de México, tratando de compendiarles el auténtico y profundo valor de un libro tan conocido —aunque escaso— como el del académico marqués. Sin embargo, además de un honor, es un verdadero placer, porque pocas obras taurinas tan fascinantes como esta me lo habrán provocado en mi vida de aficionado a la historia, a los libros y a los toros, y más concretamente —reuniéndolo todo—, a libros de historia taurina, como la del mencionado caballero maestrante sevillano. Aún recuerdo cómo llegó a mis manos el ejemplar de la edición original que atesoro en mi biblioteca, tras años de búsqueda y cuando todavía mis medios económicos apenas daban para comprar libros de semejante categoría. Y por tanto, ya pueden ustedes ir sacando sus propias conclusiones: libro raro en el mercado, que ni abunda, ni es fácil encontrar y que por lo preciado de su carácter formal y su contenido siempre ha alcanzado cotizaciones elevadas. He de reconocerles, en lo privado de este espacio, que tuve la suerte de que entrase, con otras piezas más, todas ellas raras y curiosas, en un lote adquirido a un antiguo bibliófilo en retirada, uno de aquellos que tras buscar con ahínco las piezas, conseguirlas, cuidarlas, mimarlas, leerlas 93

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y releerlas, paladear sus páginas mentalmente, satisfechas ya sus inquietudes y quizá algo desencantado del rumbo de la tauromaquia, decidiera deshacerse de ellas. Tuve yo la oportunidad de adquirir su biblioteca y con ella vino a mis manos el volumen de marras. Y junto a las peripecias de bibliófilo, he de manifestarles el enorme goce y la intensa delicia que me produjo su lectura. Andaba yo por entonces buscando y rebuscando obras de verdadera valía histórica, de talla académica —nunca mejor traído, cuando de un académico de la historia se trataba—, serias, contrastadas, de rico contenido bien documentado, con las cuales forjarme una idea clara, amplia y rigurosa del pasado de la fiesta, a mi juicio imprescindible para entender su evolución y su presente, por más que alguno me haya tachado de decimonónico. Si por ello ha de entenderse mi innegable ansia por conocer aspectos del pasado de la fiesta, valga el calificativo; si —como le sucediera al marqués de San Juan de Piedras Albas— sirve para acentuar un espíritu inconformista, perfeccionista, de atribulada afición, acepto el epíteto; pero nunca habré de admitirlo si con ello se pretende denigrar el concepto de tauromaquia que uno posee, porque el mío está bien anclado y justificado sobradamente por el estudio de siglos de historia y por las tres tauromaquias que representan la visión más clara y profunda del toreo que he podido encontrar en el siglo XX: las de Domingo Ortega, de Rafael Ortega y de Marcial Lalanda, con los añadidos que diestros como Antonio Ordóñez, Paco Camino, Santiago Martín el Viti, Diego Puerta, Antonio Chenel Antoñete o Manolo Vázquez —valgan todos por maestros de mi afición—, han sabido inculcar en mi gusto estético y técnico por la fiesta. Pero no desbarremos; estábamos, junto a Piedras Albas, en el inconformismo de quien no se complace solo con lo que ve y que busca, como lo reconoce él, mayores perfecciones y valores más profundos. No le bastan al buen marqués los nombres de los diestros que jalonan una edad de áureo valor en la historia que le tocó vivir; no terminan de complacerle los diestros que tan brillantemente heredaron la tauromaquia de José y Juan, ni los toros que iban forjando una nueva tauromaquia, más basada en el concepto estético y cada vez más alejada de la pura y dura lid, consistente en someter a una fiera. Tampoco termina de ver en la innovación del peto —por más que le repugne la sangría ecuestre constante—,

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cambios en una tauromaquia que estaba alcanzando su plena madurez. Aún no había llegado la trascendente faena de Chicuelo, ese impar sevillano, realizada en la plaza de toros de Madrid frente a Corchaito, el toro de Graciliano Pérez Tabernero que le haría definitivamente inmortal; todavía quedaban unos meses para terminar de señalar la primera de las grandes faenas modernas. El libro está escrito en 1927 y lo de Chicuelo en la plaza de la Villa y Corte tuvo lugar un 24 de mayo de 1928, en el que cayeron dos orejas con petición de rabo. Es cierto que ya en México y en Figueras había dejado el diestro sevillano bien claro cuál era su concepto del toreo moderno, pero faltaba su necesaria reválida madrileña… que llegó apenas unos meses más tarde. El libro del marqués de San Juan de Piedras Albas es una interesante historia del toreo, escrita sobre la base de un par de conferencias pronunciadas en la misma capital andaluza los días 26 y 28 de mayo de 1926. En ellas trazó la curiosa relación entre Santa Teresa de Jesús y los toros, a partir de dos anécdotas de la vida de la santa, cumbre mística de la literatura patria, y de los numerosos festejos que sirvieron para festejar su pronta —casi inmediata— beatificación. Es una historia trabajada a ciencia y conciencia, hija de su época, de los conocimientos que entonces se tenían de su pasado remoto y de la forma de hacer historia del momento. Historia plena de datos, de curiosidades, de apoyo y fundamento bibliográfico y archivístico, historia escrita con mayúsculas. No obstante, es curioso lo poco que la fiesta de los toros había motivado en este aspecto, y eso con ser muchos los libros de actualidad, tauromaquias, biografías o anuarios publicados hasta 1927. La historia de la fiesta demandaba un estudio verdaderamente serio, como lo hiciera en el remoto 1788 un súbdito francés, monsieur Gaston de Julieu en el Diario de Madrid. Quejábase nuestro amigo transpirenáico de que con ser extensa ya en su época la historia de tan sin par espectáculo, nadie hubiera abordado con seriedad y rigor el estudio histórico de la misma. Y así lo decía —con total ingenuidad a la par que sensatez—, en la carta que le publicaron en el periódico madrileño: ¿Por qué los españoles, que en un inmenso número de memorias históricas han conservado tan fielmente las acciones heroicas de sus

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valientes compatriotas, no nos han hecho una colección de los prodigios extraordinarios de su valor, habilidad o intrepidez? Y por decirlo de una vez, ¿por qué la España se halla sin una historia particular y completa de sus fiestas de toros?

Y añadía más adelante: Las Academias de la nación podrían facilitar el designio de la empresa en los premios que ofrecen para las noticias relativas a su instituto, a su influencia sobre el carácter heroico del genio español en diferentes siglos, a las ventajas que ha sacado la patria, de ordinario armada por su defensa y libertad, o ánimo de conquista, y en las anécdotas características de los héroes que se encaminaban siempre al templo del honor, bajo de la tutela de la galantería…

Si tal cosa se demandaba en 1788, apenas recién publicado el esbozo de historia taurina de Nicolás Fernández de Moratín, Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros en España (Madrid, Pantaleón Aznar, 1777; 48 páginas), desde entonces y hasta la obra de Melgar y Abreu, eran muy pocos los intentos serios, de verdadero calado y profundidad, que se habían producido. No puedo catalogar como tales ni a las Cartas insertas en el mismo Diario madrileño en 1801 tras la trágica muerte de Pepe Hillo en las aceradas astas de Barbudo, aquel 11 de mayo que inauguraba el siglo, ni a sus refundiciones en la Carta en que se describe la muerte del memorable lidiador…, publicadas apenas unas semanas más tarde en Barcelona; ni a los comentarios que siguen al pie de la letra, casi salpicados en la tauromaquia de Montes, escrita sin duda alguna por el médico gaditano Manuel Rancés Hidalgo y no por Santos López Pelegrín Abenamar, quien se limitó a copiar parte de aquella en su Filosofía del toreo (Madrid, Boix, 1842). Ni tampoco puedo considerar historias serias y formales (por carecer de todo aparato bibliográfico y documental) las de Fernando Gómez de Bedoya, otro gaditano insigne que nos legó una obra de preciosa edición romántica: Historia del toreo y de las principales ganaderías de España (Madrid, Imprenta de Anselmo Santa Coloma y Compañía, 1850), con un previo intento —publicado en forma de folletines o fascículos, muy corrientes

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en esos años y los posteriores—, titulado Galería tauromáquica o colección de biografías de los lidiadores más notables, desde la regeneración del toreo hasta nuestros días (Madrid, Imprenta de los H. de D. F. Fuertes, 1848), del que solo se imprimieron cuatro docenas de páginas. Tampoco considero una historia seria del toreo (muy a mi pesar, por ser un libro digno de figurar en las mejores bibliotecas, como lo son también los precedentes), los Anales de toreo. Reseña histórica de la lidia de reses bravas: galería biográfica de los principales lidiadores (Sevilla, Juan Moyano, 1868) del archivero y cronista de la graciosa ciudad hispalense, José Velázquez y Sánchez, que peca de las mismas carencias que los anteriores, así como de sustentarse más en las tradiciones orales y los mitos del pasado, que en verdaderos y auténticos documentos. Muchos de sus asertos son hoy incontrastables; sus fuentes se han desvanecido en el éter, y si no, pregunten a la Maestranza de Ronda dónde fue a parar aquella carta que sirvió de base a la biografía de Antonio Bellón el Africano. Tal epístola o no existió jamás, o anda traspapelada por el limbo de los justos manuscritos. Algo de mayor crédito tienen las dos obras de Sánchez de Neira, El Toreo. Gran diccionario tauromáquico (Madrid, Miguel Guijarro, 1879) y Gran diccionario taurómaco. Comprende todas las voces técnicas conocidas en el arte; origen, historia, influencia en las costumbres, defensa y utilidad de las corridas de toros; explicación detallada del modo de ejecutar cuantas suertes antiguas y modernas se conocen... (Madrid, R. Velasco Impresor, 1896), que tampoco son totalmente dignas de fiabilidad pese a haber sido escritas sobre la base de un mayor acopio documental, del que tampoco hace mayor mención. Bastante fabulosas, en términos generales, son las aportaciones de Sicilia de Arenzana, Las corridas de toros. Su origen, sus progresos y sus vicisitudes por D. F. S. de A. (Madrid, Imprenta y Litografía de N. González, 1873), o de Santa Coloma, La Tauromaquia. Compendio de la historia del toreo, desde su origen hasta nuestros días. Reseña histórica, detalles de todas las suertes, reglamentos, plazas existentes en todo el reino y ganaderías con expresión de sus dueños... (Madrid, Imprenta de M. Minuesa, 1870). De mucho mayor calado es el libro de José Pérez de Guzmán, Apéndice y rectificación de ciertas noticias y datos históricos que se consignan en el nuevo libro publicado en Madrid titulado El Toreo... (Madrid, Imprenta de José de Rojas, 1881), o La Tauromaquia, escrita

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por... bajo la dirección técnica del célebre diestro cordobés Rafael Guerra ‘Guerrita’ (Madrid, Imprenta de Pedro Núñez, S.A., publicada como fascículos en los años 1896 y 1897), escrita por el triunvirato integrado por Leopoldo Vázquez y Rodríguez, Luis Gandullo y Leopoldo López de Saa. A mi juicio, la historia de la tauromaquia se inicia propiamente con las aportaciones puntuales de Luis Carmena y Millán; del doctor Thebussem —don Mariano Pardo de Figueroa, del Hábito de Santiago—; de Antonio Peña y Goñi; del gran compositor Francisco Asenjo Barbieri —quien a veces utilizaba el seudónimo de Alfajamín—; de Pascual Millán; de Ciria y Nasarre y las de un puñado de grandes críticos, literatos y aficionados de finales del XIX. Sin duda alguna, la historia de la tauromaquia tiene en Juan Gualberto López Valdemoro y Quesada, conde de las Navas, su principal valedor con El espectáculo más nacional (Madrid, s.i., 1900). No fue esta la primera incursión del académico y bibliotecario de Palacio en la historia del toreo, pues a él debemos el descubrimiento del manuscrito de José Daza, Precisos manejos y progresos del arte del toreo, que ha merecido una reciente edición por parte de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla y de la Universidad de Sevilla (colección Tauromaquias núm. 2, 1999), con una interesante introducción de Alberto González Troyano. de manera que es el conde de las Navas quien sienta las bases de la historia de la fiesta en su conjunto, aportando datos, citas, impresos, manuscritos, cifras y relaciones y ejerciendo el arte de Clío como debe hacerse: justificando lo narrado con el oportuno apoyo documental. También es imprescindible para todo buen aficionado a los toros y a la historia, la consulta del inacabado trabajo de Genaro Alenda y Mira, Relaciones de solemnidades y fiestas públicas de España (Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1903), dos volúmenes interrumpidos abruptamente por falta de fondos para continuar su edición, en los que el riguroso aporte documental de obras manuscritas e impresas nos legó un sinfín de noticias curiosas y sorprendentes —pero de total rigor histórico—, sobre la fiesta de toros y otros festejos públicos. Por derroteros análogos transcurrieron dos importantes obras de los primeros años del siglo XX: la imprescindible Anales de la plaza de toros de

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Sevilla. 1730-1835 (Sevilla, s.i., 1917), de Ricardo de Rojas y Solís, marqués de Tablantes, otro ilustre maestrante sevillano metido a historiador, y El arte en la tauromaquia. Catálogo de la exposición (Madrid, Blass y Cía., 1918), del conde de las Almenas, aunque esta sea un catálogo de exposición. Ambos trabajos tuvieron a la vista, bien los documentos del archivo maestrante hispalense, bien las obras de arte y los libros en los que apoyaron sus asertos. Muy interesante resulta el catálogo que reunió el conde de las Almenas sobre las presentaciones de ganaderías en Madrid y Sevilla, en el que hemos averiguado, por ejemplo, que la fecha de presentación de Vicente José Vázquez en Madrid no fue el 2 de agosto de 1790 —fecha en que lo hizo el conde de Vistahermosa, y tenemos el cartel a la vista—, sino la más tardía del 16 de junio de 1800 (a ver si la Unión de Criadores corrige la fecha de una vez por todas, a fin de no faltar al rigor histórico que defendemos); para acreditar esta precisión, el conde tuvo a la vista los carteles correspondientes. De la década siguiente, a mi gusto ha de destacarse —al margen del libro de Piedras Albas—, la del mexicano Nicolás Rangel, Historia del toreo en México. Época colonial (México, Imp. Manuel León Sánchez, 1924), interesante aproximación, realizada con pleno rigor, al pasado colonial de la fiesta de los toros en la Nueva España. Fue en este panorama que irrumpió la obra de don Bernardino de Melgar y Abreu. Permítaseme obviar por el momento y por mor de la brevedad, el interesante recorrido que con maestría y detenimiento hace en la segunda edición de la obra (que recomendamos) su prologuista, el excelentísimo don Juan Manuel Albendea. No obstante, me interesa destacar algunos aspectos puntuales en torno a esta obra; por ejemplo, el acopio de fuentes, todas ellas importantes, trascendentes e interesantísimas, que hasta ese momento no se habían consultado o que se habían pasado por alto. Fuentes como el manuscrito de José Vargas Ponce, Disertación sobre las corridas de toros (Madrid, Real Academia de la Historia, 1961) o como las de los abundantes canonistas y moralistas que discutieron sobre la licitud del espectáculo taurino en los siglos XVI y XVII, incluyendo los documentos papales que en el XVI tanto quebradero de cabeza dieron a los aficionados y a Felipe II, más taurófilo que lo contrario. Fuentes como las encontradas en los tomos de las actas de las Cortes de Castilla que

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desde el año 1861 se publicaron en la Imprenta Nacional, en un principio a expensas de la Academia de la Historia, y cuya culminación tuvo lugar ya bien entrado el siglo XX. Fuentes como las de los libros sobre la jineta y las tauromaquias a caballo, sin olvidarse, por ejemplo, de las querencias de las reses de lidia. Los pocos tomos que poseo de tales actas son un verdadero tesoro de información taurómaca, al margen de su valor trascendente para la historia mayor de la nación española. Al margen de la utilización de fuentes fidedignas, la crítica que realizó de algunas otras lo coloca en la mejor de las sendas posibles. Muchas veces, leyendo la obra (al margen de la importancia que pueda tener el espectáculo si lo medimos o comparamos con otras cuestiones políticas, religiosas o militares), me parece tener entre las manos otros dos trabajos contemporáneos para mí muy preciados: la biografía crítica de Góngora que realizara el abuelo de mi esposa, el académico don Miguel Artigas Ferrando, publicada en 1925 (obra premiada e impresa a expensas de la Real Academia, algo equivalente al Premio Nacional de Literatura de hogaño), y ese monumento de erudición que es La España del Cid, de don Ramón Menéndez Pidal, editada en 1929. Dos obras de marcada erudición que aprovecharon las fuentes de forma magistral y que hicieron una crítica profunda y razonada de las mismas, aprovechando lo que de cierto y bueno pudieran tener y desechando lo que de incierto o erróneo contuvieran. De la mano del detallado y extenso prólogo de don Juan Manuel Albendea, podrá el lector ir ahondando en lo mucho que de bueno tiene el libro. No obstante, permítanme una licencia previa, antes de realizar un somero recorrido por el mismo: el libro, como cualquier otro, es hijo tanto del estado de los conocimientos de aquel momento, como de las fuentes disponibles, y supuso un notable avance en el conocimiento del espectáculo taurino, de su desarrollo y de sus principales acontecimientos. Hoy, mucho de lo narrado sigue teniendo plena vigencia, pero algunas cuestiones han sido superadas, corregidas o enmendadas, pero la obra no pierde valor por ello. Es fiel y rigurosa y se adapta perfectamente a las noticias y fuentes trabajadas por el autor, pero es verdad que durante el restante siglo XX y los comienzos del XXI se han añadido numerosas aportaciones de gran valor y acierto. Quizá la parte más floja del libro

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de Piedras Albas, sea la relativa al siglo XVIII. Como buen maestrante debió interesarle más el toreo ecuestre caballeresco, que el más plebeyo y profesional de los lidiadores a pie, el cual terminó por imponerse en el siglo de la Ilustración, aunque anclase sus raíces en el XVII y aun en los precedentes. Y aunque no incurre en demasiados errores de bulto, alguno hay que no deja de sorprendernos de tan docto escritor. Comienza la obra con la simpática conferencia sobre Santa Teresa y los toros, en la que el autor nos narra las peripecias de la santa abulense frente a reses bravas en dos momentos de su biografía. Apoyándose en el libro de fray Diego de San José nos relata de manera pormenorizada los muchísimos festejos taurinos que se celebraron con motivo de la beatificación de la santa el 22 de abril de 1614. Así, nos cita los que tuvieron lugar en Ávila, Alba de Tormes, Valencia, Alcalá de Henares, Pamplona, La Bañeza, Soria, Valladolid, Medina del Campo, Salamanca, Corella, Tarazona, Lerma, Toro, Talavera de la Reina, Villanueva de la Jara, Lucena, Palencia, Valera, Béjar, Ciudad Real, Cuérva, Loeches (esta crónica la escribe la priora del convento de las carmelitas descalzas) o Bujalance, entre otros lugares. Se celebraron también festejos en Madrid, Zaragoza, Toledo, Barcelona, Granada, Segovia, Sevilla y en 86 poblaciones más de toda la geografía peninsular. Y aunque no cita la localidad en la que se corrieron toros por la canonización de la santa el 12 de marzo de 1622 (junto a San Isidro y San Ignacio de Loyola), nos informa que se celebraron festejos en cerca de 30 pueblos y ciudades españolas. Se adentra después en la moralidad del espectáculo taurino, trayendo a colación autores del Siglo de Oro, comenzando por Fray Luis de León, apologista de la fiesta y primer biógrafo de Santa Teresa de Jesús, sin olvidarse de los breves papales, a favor o en contra del espectáculo. Tras ello, el autor se introduce en el intrincado y controvertido origen del festejo y aunque es partidario de señalar un origen autóctono, no deja de citar autores que han defendido posiciones opuestas, como los que argumentan su arabismo o su procedencia de los juegos circenses de la antigua Roma, aunque para el autor tiene más importancia el origen peninsular de la fiesta, que defiende sobradamente. Muy interesante es el capítulo sobre la Biblia y los toros. Al respecto, el autor se recrea en mostrarnos cómo desde la más remota antigüedad, el

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toro ha tenido en el libro sagrado un simbolismo claro y amplio. Al toro se le cita en la Biblia como objeto de sacrificio, como símbolo de fortaleza, fiereza y acometividad, riqueza y opulencia; como símbolo de gratitud, fecundidad, soberbia, alegría o hermosura. Pero atención: se castiga en ella al buey bravo y a su dueño: Si el buey fuese acorneador desde ayer y antes de ayer y hubieren requerido de ello a su dueño y no le hubiese encerrado y matare hombre o mujer; no solo el buey será apedreado sino que matarán a su dueño (Éxodo, XXI, 28-36). Sabrosísima cita que nos pone sobre la pista bíblica de reses genealógicamente bravas. En el capítulo quinto se refiere a los toros en el derecho español y comienza aludiendo a los fueros de Sobrarbe y de Zamora, si bien hoy sabemos que el más antiguo es el madrileño, que se hace eco de diversas formas de correr toros por las calles, gracias a los estudios de Beatriz Badorrey: Las fiestas de toros en el derecho medieval español (Madrid, Universidad San Pablo CEU, 2002), y Los toros en el ordenamiento jurídico madrileño (siglos XIII al XV) (Madrid, Universidad San Pablo ceu, 2005). Asimismo, abunda en comentarios sobre lo contenido en las Leyes de Partidas de Alfonso X el Sabio, apostando por un origen caballeresco, aristocrático y formal del toreo, frente al desorden del vulgo y el toreo popular. Para comentar la afición de algunos clérigos al espectáculo taurino, se apoya en un racimo de grandes escritores y eruditos: el conde de las Navas; Pascual Millán; Tablantes; Thebussem; Ibáñez Marín; Colmenares; Sánchez de Neira; el marqués de Laurencín; Barbieri; Blasco Ibáñez (estos tres últimos por las citas de toros que ofrecen en la sede del papado, en Roma); Francisco Cabeza de Vaca Quiñones y Guzmán; Daza; Ricardo Palma; Vargas Ponce; Manuel Juan Fernández y Alenda. Se ocupa a continuación de legislaciones más modernas, como la Novísima Recopilación y las Pragmáticas y Reales Órdenes de los siglos XVIII y XIX, antes de adentrarse en el proceloso mundo de la reglamentación más actual, establecidas por los Ministerios de Gobernación o del Interior. Me parece fundamental el recorrido que hace por los textos de las Actas de las Cortes de Castilla, aportando valiosas noticias sobre toros en las celebradas en Madrid (1563, 1566, 1573, 1587, 1588 a 1590, 1598 a 1601, 1607 a 1611 o las de 1615), Valladolid (1555 o entre 1602 y 1604) o las de Córdoba

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de 1570. Pero tampoco es manca —valga la expresión popular— la aportación que hace a partir de la Colección de memorias y noticias del gobierno general y político del Consejo [de Castilla], de Antonio Martínez Salazar. Y aunque hoy muy ampliado con los estudios de Antonio Rodríguez Villa (previos a su obra y citados en más de una ocasión en La Corte y monarquía de España en los años de 1636 y 37 con curiosos documentos sobre corridas de toros en los siglos XVII y XVIII, Madrid, Luis Navarro, 1886), de Francisco López Izquierdo, de Diego Ruiz Morales o del que suscribe, sobre toros en Madrid y en su plaza mayor, no dejan de ser una valiosa aportación al periodo histórico que abarcan. No solo se detiene en su plaza mayor, sino que nos habla de festejos celebrados en el ámbito urbano de la Villa y Corte, en las plazas de la Priora, de las Descalzas, del Avapiés (Lavapiés) y de algún otro rincón madrileño. Pasa repaso a las Ordenanzas de las Reales Maestranzas de Sevilla, Ronda, Granada, Zaragoza o Valencia y sus privilegios para dar festejos de toros a lo largo de la historia, como lo hace después con la relación entre las órdenes militares de caballería y los toros, buceando en los opúsculos de algunos caballeros con hábito que escribieron libros sobre toreo ecuestre. Nos relata festejos nocturnos (de 1585, 1614 ó 1636); de toreo bufo y circense (citando ejemplos de 1659, 1691, 1733); un curioso antecedente del sorteo del puesto de lidia ocurrido en Córdoba en 1651; de mojigangas; de toreo acuático y de otras modalidades paralelas de toreo. Mucho más interesante es el recorrido que hace por el pasado histórico, hasta adentrarse en la Alta Edad Media, dándonos a conocer noticias interesantes de los siglos que median entre el XI y el XVI. Así, las noticias fidedignas más remotas que nos aporta se refieren a las bodas de la hija de Alfonso VII, doña Urraca, con García Ramírez de Navarra, en 1144, celebradas en Toro o en León; a los toros corridos en la coronación de Alfonso VII, acaecida en 1135; y en un manuscrito por él rescatado, la Chronica de Ávila, menciona que en tiempos de doña Urraca y don Raimundo de Borgoña, padres de Alfonso VII, se corrieron toros en varias ocasiones en la ciudad amurallada. Para explicar las fases por las que ha atravesado el toreo, el autor comienza por definir lo que entiende por tal; y acude en primera instancia

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al Diccionario de la R.A.E. (supongo que a la 15a edición de 1925), que define torear como lidiar los toros en plaza, encontrando insuficiente tal definición, que propone sustituir por la de burlar la fuerza, astucia, bravura, resabios, querencias de los toros, corriéndolos y sorteándolos mediante engaños y castigos ideados por la inteligencia o industria de los hombres (pág. 337 de la edición original). Interesante y completa definición, muy próxima a la actual definición de lidiar propuesta por la R.A.E.: luchar con el toro, incitándolo y esquivando sus acometidas hasta darle muerte. Lamentablemente no disponemos de la 16ª edición del diccionario, inmediatamente posterior (1936-1939), para ver si ya entonces se definía el concepto de la misma forma. Las fases por las que transcurre la historia del toreo son: la de los cazadores de toros, que transcurre desde la Prehistoria a la Edad Media; la de los matatoros, desde el siglo XI en adelante; la del toreo caballeresco, que corre paralela a la precedente, refiriendo diversos festejos hasta los tiempos de Felipe II; y la del toreo profesional, desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Este quizá sea el capítulo más flojo de la obra, con considerable apoyo en el libro de Moratín y con la manida —y superada— tesis de la desaparición del toreo caballeresco por el advenimiento de los Borbones. Se equivoca, asimismo, en las antigüedades de algunas ganaderías (que podría haber contrastado con el conde de las Almenas), como la de Bañuelos (1786 por el 18 de octubre de 1773); la de Vázquez (16 de junio de 1800); la de Julián de Fuentes (1797 por el 27 de julio de 1808) o la del conde de Espoz y Mina, a la que fecha el 7 de julio de1794, cuando Guendulain se presentó en Madrid el 4 de julio de 1775. Finaliza el libro con una singular Filosofía de la corrida, en la que se muestra como verdadero aficionado, recorriendo algunas tauromaquias, hablando profusamente de las querencias o sugiriendo una serie de reformas indispensables de la suerte de varas de su tiempo, aprovechando la ocasión para referirse a la máxima novedad de aquel año: las pruebas de los petos, que acabarían por imponerse reglamentariamente en el siguiente. En conjunto, se trata de una obra fundamental, indispensable, que no debe faltar en la biblioteca de cualquier aficionado que se precie de serlo, que sigue aportando muchos datos de importancia y un caudal de información innegable. Ciertamente algunos aspectos han sido ya superados, otros han sido corregidos, pero ello no va en demérito de la obra

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de Piedras Albas, que en su día fue lo más serio y profundo que sobre la materia se había escrito. Desde el punto de vista formal, la Fundación de Estudios Taurinos ha vuelto a dar en el clavo con una edición limpia y cuidada. Yo hubiese respetado las ilustraciones originales a página completa y limpiado más algunas otras con portadas de libros rescatados que no figuraban en el original (puedo decir, con una pizca de orgullo, que de algún título tengo mejor ejemplar que la propia Biblioteca Nacional de donde se ha obtenido la imagen), y quizá, también hubiera respetado la bibliografía tal y como don Bernardino de Melgar y Abreu la mandó imprimir: muy clara, completa e indicativa, haciendo mención de la página en la que se cita la obra. En lugar de ello se prefirió adoptar un método más simple y moderno de cita, alterando su orden y adecuándolo a formas más académicas; de acuerdo, pero ¡qué bonito era el otro! El prólogo de Juan Manuel Albendea nos lleva de la mano por todo el libro de forma inteligente y detallada. Casi no haría falta leer más de la obra, aportando cuanto de valioso tiene y señalando con precisión pasajes de la misma. El prologuista no requiere presentación alguna, bien se sabe quién es don Juan Manuel Albendea, pero refresquemos la memoria citando sus numerosos estudios publicados en la Revista de la Fundación de Estudios Taurinos o su participación en obras como Los toros y su mundo (Madrid, Privanza, 1993), junto con Pedro Romero de Solís, Antonio García Baquero o Alberto González Troyano; o Un mito para el recuerdo. Homenaje a Joselito el Gallo (Sevilla, Área de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1995), al lado de autores como Carlos Álvarez Santaló, Antonio García Baquero González, Rogelio Reyes Cano, Miguel Ríos Mozo o Manuel Vázquez Garcés, o sus antañonas críticas taurinas. Confío en que esta recensión no les haya parecido larga y tediosa; en todo caso, cojan el libro y ya verán cómo la obra del marqués de San Juan de Piedras Albas, caballero maestrante de Sevilla, les hará disfrutar, deleitándolos, ilustrándolos, formándolos y entreteniéndolos.

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La afición entrañable Tauromaquia novohispana del siglo xviii: del toreo a caballo al toreo a pie. Amigos y enemigos. Participantes y espectadores Benjamín Flores Hernández

Universidad Autónoma de Aguascalientes Aguascalientes, 2012

M iguel L una P arra Se trata de una obra colosal, producto de una investigación sumamente minuciosa, cuyo autor, Benjamín Flores Hernández, lleva toda una vida dedicada a conseguir, revisar y aprovechar la información que existe sobre la fiesta brava y su relación con los acontecimientos políticos, económicos, sociales y religiosos de la época. Su edición, a cargo de la Universidad Autónoma de Aguascalientes (UAA), se terminó de imprimir en octubre de 2012 con un tiraje de solo 300 ejemplares. La magnitud de este libro, no solo por su extensión de 422 páginas, sino por la enorme riqueza de información y de datos históricos que contiene, ameritaría un comentario mucho más extenso que el espacio que nos permite este segundo volumen de El toreo entre libros. La obra contiene una presentación, 20 capítulos, un apéndice con catálogo de toreros y noticias y un apartado final con abundantes fuentes de información y referencias bibliográficas. En la presentación el autor menciona que su trabajo tiene como base la unión de sus dos grandes pasiones: los toros y la historia, así como varias publicaciones suyas, además de sus dos tesis, la primera de licenciatura por la UNAM, de enero de 1977, y la segunda de maestría, escrita en noviembre de 1982. El autor, quien ha dedicado alrededor de 40 años de meditación y búsqueda sobre la materia, agradece el valioso e indispensable apoyo de la UAA. En el primer capítulo, “El toreo caballeresco novohispano”, el autor justifica el nombre de Nueva España que se le dio a esta tierra que era toda 106

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España con todo su significado cultural, con todas sus aspiraciones y posibilidades la que estaba tratando de fincar aquí… Soldados conquistadores y frailes misioneros habían venido a hispanizar este nuevo mundo, a hacer de él una nueva España. Después hace un breve resumen de la historia del origen de los juegos con los toros, practicados en lugares tan lejanos entre sí como Grecia, la India y la propia Península Ibérica, donde durante la Edad Media el juego de matar reses bravas adquirió un sentido de fiesta propia de España, al grado que a fines del siglo XV las corridas de toros ya eran parte integral de su cultura. Las cosas no variaron durante la dinastía de los Habsburgo; predominaba entonces el toreo a caballo, basado principalmente en el alanceamiento de las reses durante el siglo XVI, y en el rejoneo en el XVII, para que paso a paso terminara predominando —a fines del XVIII— el toreo a pie. También aborda el autor la implantación del toreo en México en el siglo XVI, a partir de los primeros festejos celebrados en la Plazuela del Marqués, existente entre los actuales edificios del Monte de Piedad y de la Catedral. Los primeros toros y vacas a gran escala llegaron a nuestro territorio en 1521 y para 1540 ya existían grandes manadas de reses en estas tierras. Por esos años, Juan Gutiérrez Altamirano (primo, consejero y albacea de Hernán Cortés) mandó traer dos docenas de machos y hembras de reses bravas navarras y las puso a pastar en su hacienda de Atenco, que desde entonces (1552) se convirtió en una de las más importantes ganaderías de México, en la que las familias aristocráticas se acercaban al ganado caballar y bovino para practicar la lidia y la charrería. Esta ganadería aún existe en la actualidad, lo cual la convierte en la más antigua del mundo. En el segundo capítulo, titulado “El toreo en las fiestas reales”, menciona Flores Hernández que ya desde la Edad Media todos los acontecimientos importantes en España y sus colonias se celebraban con fiestas de toros, costumbre que perduró hasta fines del siglo XVIII y hasta la consumación de la Independencia de México, aunque a partir del inicio de dicha centuria se abandonó la costumbre de celebrar corridas de toros los días 13 de agosto —aniversario de la caída de Tenochtitlán—, pero sí cuando había acontecimientos reales o religiosos, tales como la proclamación de Fernando VI en 1746, de Carlos III en 1759 y de Carlos IV en 1788. También se dieron corridas para conmemorar las bodas reales, como la de Felipe V e Isabel

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de Farnesio en 1714; las de los príncipes de España y Portugal en 1728 y 1729 o las de 1817, así como para celebrar nacimientos de herederos reales, como sucedió en 1708, 1713 y 1716, aunque después dejaron de darse por ese motivo; pero las corridas que festejaban los días del onomástico y del cumpleaños del rey o de la reina no decayeron nunca. También se daban toros para festejar a los virreyes que llegaban a gobernar la Nueva España. En el capítulo tercero, “Referencia obligada: qué pasaba en el siglo XVIII con las fiestas taurinas en el resto del mundo ibérico”, el autor describe la ascensión al poder a principios del siglo XVIII de los borbones, quienes, además de desdeñar las tradiciones y los arraigos de los Habsburgo de los siglos XVI y XVII, pretendieron afrancesar a los españoles. El toreo de rejones perdió importancia y empezó a tener auge el toreo a pie —al principio combinado con el de a caballo—, que a partir del segundo cuarto del siglo XVIII terminó prevaleciendo; fue entonces que apareció la suerte de varas en la que se utilizaba el caballo solamente para picar a los toros con objeto de restarles poder. El autor incluye también un largo listado de nombres de toreros de la época; narra la muerte de José Cándido y menciona a los diestros famosos que alcanzaron la gloria en el último cuarto del siglo XVIII, como Pedro Romero, de Ronda y los sevillanos Joaquín Rodríguez Costillares y José Delgado Pepe-Hillo, quien además inspiró la primera Tauromaquia escrita, en la que se reglamentaba el arte de torear. Con la presencia y las actuaciones de esos tres grandes toreros y algunos más, la fiesta de los toros alcanzó un auge extraordinario a pesar de la oposición de los reformistas ilustrados, de manera que el toreo se transformó, de ser un simple ejercicio festivo, a un bello espectáculo de valentía y dominio. En el cuarto capítulo, “Los inicios del toreo a pie en la Nueva España”, Flores Hernández presenta algunos testimonios de 1730 y 1734 sobre el inicio del toreo a pie y de su expansión a numerosas ciudades de España, así como de las actuaciones de Tomás Venegas el Gachupín toreador, contemporáneo de Romero, Costillares y Pepe-Hillo, quien fue el más popular primer espada en la Nueva España de fines del siglo XVIII. En el quinto capítulo, “La nueva tauromaquia novohispana. La lidia ortodoxa y sus formas de herejía”, señala el autor que los administra-

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dores de la casa de Borbón buscaban obtener dinero con el espectáculo taurino, aunque este estuviera en contra de sus principios. Para deleite de los espectadores, existían entonces incontables juegos que los toreros practicaban con los astados, entre ellos el de clavarles rejoncillos y banderillas, lo cual constituye la raíz de los tres tercios de la lidia actual. Según el autor —y tal vez tenga razón—, la lidia no debería dividirse en tres tercios, sino en cinco períodos: capote, varas, banderillas, muleta y estoque. También describe con detalle los capotes originales, así como la invención de la suerte de varas, cuyo objetivo describe puntualizando que los picadores permanecían en el ruedo durante toda la lidia y que podían picar en cualquier momento. Las banderillas se inventaron en el siglo XVII, pero en el XVIII tuvieron su mayor desarrollo y en ese siglo pudieron haberse inventado las banderillas de fuego. Por su parte, la puntilla tal vez apareció hacia 1817. También existían entonces los lazadores, que eran toreros a caballo que ayudaban a rematar a los toros. Ante tantos cambios, a menudo se reglamentaban algunas modificaciones referentes a los rejones y a las banderillas de fuego, tal como sucedió en 1747. El autor presenta también algunas crónicas y relatos de percances mortales sucedidos a finales del siglo XVIII y principios del XIX y apunta esta gran verdad: En esta amenaza constante de la cogida, en esta incógnita entre el todo y la nada, entre el arte y la muerte radica toda la entraña de la tauromaquia. Aunque en la Nueva España se seguían en general los cánones trazados por Pedro Romero y por Costillares en España, también se permitían algunas herejías tales como que los espectadores se podían lanzar valientemente al ruedo durante el espectáculo, o que los actuantes pusieran banderillas sentados o que torearan en zancos y muchos juegos más. En el sexto capítulo, “Alrededor de la corrida”, menciona Flores Hernández que durante los festejos más importantes, como los que se dedicaban a los virreyes, se tocaba música en las plazas y que estas se adornaban y se perfumaban, para dar cabida a una gran cantidad de juegos y competencias espectaculares. En el capítulo siguiente, titulado “El toro y el campo bravo”, sostiene el autor que con respecto a los principios del siglo XVIII no es posible afirmar

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que ya existían reses criadas específicamente para la lidia, sino que más bien se solía capturar, en los campos y los bosques, a astados sueltos en estado salvaje y que mostraban determinadas condiciones de bravura. En aquella época surgieron las castas clásicas: navarra, castellana y andaluza, entre las cuales terminó imponiéndose esta última. La nobleza, que había abandonado su afición a torear a caballo y a pie, comenzó a ocuparse gradualmente de la crianza de reses bravas, hasta finalmente convertirse en ganaderos de toros de lidia. En la Nueva España, los nobles acumulaban dinero, animales, afición y tierra; fue así que surgieron los primeros ganaderos, además de los condes de Santiago, fundadores de Atenco, como los condes de Regla, de la Torre y de la Cortina, así como el marqués de la Villa del Villar del Águila, propietario de La Goleta. La primera dehesa del siglo XVIII de la que el autor tiene noticia, que enviaba toros a las corridas novohispanas fue La Goleta, que mandó reses para la plaza del Volador en los meses de mayo y junio de 1734, y que continuó enviando ganado a la misma plaza de 1791 a 1797. En la misma temporada se lidiaron toros de Yeregé, propiedad de Juan Francisco Retana y de la hacienda de Julián Antonio del Hierro, ambas ganaderías asentadas en Temascaltepec, para mencionar algunas de las muchas otras vacadas que fueron lidiadas entre 1770 y 1817, incluida la de Atenco, en 1797 y otras dehesas en los estados de San Luis Potosí y Yucatán. Incluso el caudillo de la Independencia de México, Miguel Hidalgo y Costilla, quien en 1795 había adquirido tres haciendas en Irimbo, Michoacán, envió a Acámbaro 80 toros de una de ellas, Xaripeo, que fueron lidiados a partir de 1797. A reserva de complementar su investigación sobre este punto, el autor señala que casi todo el ganado que se lidiaba entonces era criollo, es decir, descendiente de aquellas primeras vacas y sementales que llegaron de España o de las Antillas y que se reprodujeron libremente en el campo mexicano, lo cual dio lugar a su talante salvaje y bravucón. Según el autor, el único testimonio que permite una comparación entre el toreo de España y el de México en el siglo XVII, procede del prestigiado arquitecto Manuel Tolsá, quien al presentar su proyecto para la construcción de una plaza de toros en el Nuevo Paseo de Bucareli, afirmó que su

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ruedo debería ser pequeño, puesto que los astados mexicanos no eran de la braveza y de la resistencia de los españoles. En las páginas siguientes, Flores Hernández se refiere a diversas importaciones de ganado a Nueva España, procedente de Navarra y del campo andaluz. A este respecto menciona también que la investigación seria y profunda sobre la historia del origen del toro de lidia no se inició sino hasta el siglo XX, a partir de que José Ortega y Gasset, en su libro La caza y los toros, publicara el grabado de un uro, y de que algunos estudios posteriores se interesaran en profundizar en este tema, que aún hoy requiere de mayor estudio. El autor también se refiere a los precios de los toros, a su traslado y resguardo, a las primeras divisas, a las orejas y rabos utilizados como premios a las faenas y a la necesidad de la importación de caballos, mulas y burros asociados al espectáculo taurino. Termina este interesante capítulo con un cuadro de tres páginas que contiene abundante información sobre las ganaderías corridas en la Nueva España durante el siglo XVIII y hasta antes de la consumación de la Independencia. En el octavo capítulo, “Las plazas de toros”, se destaca la necesidad que se presentó en aquel entonces de un nuevo tipo de plaza, para una forma distinta de torear, en sustitución de las plazas públicas de Madrid o Salamanca, como también sucedió en la Nueva España. Las primeras corridas en México tuvieron lugar en la Plazuela del Marqués, entre la actual Catedral y el Monte de Piedad, como ya lo había señalado el autor en el primer capítulo. A partir de 1602 y durante varios siglos la mayoría de las corridas de la Ciudad de México se celebraron en la Plaza del Volador y en algunas otras plazas públicas que se consideraban adecuadas; incluso algunos virreyes se atrevieron a presentar su espectáculo favorito dentro del Palacio Virreinal. Gradualmente quedó claro que el espectáculo taurino podía convertirse en buen negocio y se empezaron a construir cosos que pudieran permanecer en pie durante varias temporadas. En España estas plazas eran muy necesarias, principalmente en las grandes ciudades y en aquellas donde existían Reales Maestranzas de Caballería, a fin de obtener mayores ingresos y para realizar ejercicios caballerescos como Madrid, Sevilla, Betis, Zaragoza, Ronda, Aranjuez, Valencia y Granada, y en ciudades de otros países como Lisboa y Lima. El gran auge del toreo en el siglo XVIII se

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refleja en la construcción de un gran número de plazas de toros; la de Béjar en Salamanca, España y la de Cañadas de Obregón, en Jalisco, se disputan el reconocimiento como la más antigua del mundo, pero ninguna de las dos cuenta con documentación fehaciente que lo demuestre. La construcción de los cosos taurinos se hizo bajo la influencia arquitectónica de los circos romanos; primero fueron ochavados y después circulares y se les incorporaron chiqueros, enfermería, un lugar para los músicos y otras dependencias y servicios. La Plaza del Volador tenía un pasadizo que la comunicaba directamente con el Palacio Virreinal. Siempre que había un nuevo rey o virrey, surgían urgencias y prisas para tener listo un coso adecuado, aunque casi siempre se presentaban imprevistos no resueltos. Desde 1793, la Nueva España requería contar con una plaza permanente y finalmente en 1815 se inauguró la de San Pablo, construida ya con una planta circular, y proyectada por Manuel Tolsá, quien afirmaba que esta solución era la mejor para que el espectador lo vea todo, reiterando su sugerencia de que en la Nueva España las plazas deberían ser de menor tamaño que en España. Durante el siglo XVIII, en la mayor parte del territorio del virreinato se proyectaron y construyeron numerosos cosos taurinos, casi todos provisionales; su magnitud dependía del tamaño de la ciudad y de la categoría del espectáculo. En su mayoría se erigieron en la Ciudad de México (en la página 157 se mencionan 16 de ellos, además del cuadro que aparece en las páginas 180 y 181). También se presentaba el espectáculo en lugares dedicados a otros usos, como teatros, rastros o palenques. En 1796 se construyó la plaza del Paseo de Bucareli, en el mismo lugar en el que en 1851 se levantó la del Paseo Nuevo, donde actualmente está el edificio de la Lotería Nacional. Existe poca información sobre los cosos levantados en otras ciudades de la Nueva España, pero en general se construyeron en su Plaza Mayor, como sucedió en Tlaxcala, Guadalajara, Puebla, Tehuacán, San Luis Potosí, Veracruz, Guanajuato y Querétaro. Sobre estas plazas se tienen noticias de broncas monumentales, incendios, caída de tendidos y de andamios y otras calamidades. Continúa la narración con una extensa descripción de la Plaza del Volador, así como de la selección de la ubicación, los anteproyectos, el

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proyecto y la construcción de la Plaza de San Pablo, que finalmente fue inaugurada en 1815, años más tarde —en 1821— sufrió un incendio y fue reconstruida a todo lujo en 1833. Por fin, en 1836 apareció la Tauromaquia de Francisco Montes Paquiro, que señalaba diversas características urbanísticas y arquitectónicas no solo necesarias, sino hasta indispensables, para la construcción de una plaza de toros. En el siguiente capítulo, “La figura del toreo”, el autor afirma que entre 1720 y 1730 era ya el torero de a pie quien sustentaba el espectáculo. Desde 1620 existían ya toreros señalados —identificados con un listón en la manga— que eran los que podían ayudar a los toreros a caballo. En 1722 apareció la primera noticia de ciertos lidiadores que cobraban, pero en 1734, Felipe de Santiago fue el primer lidiador de a pie con estatus de profesional. Mención aparte merece el torero más destacado, que participó en todas las corridas de importancia desde 1769 a 1791: Tomás Venegas el Gachupín toreador, aunque había algunos más cuyos datos aparecen en la lista de personajes del Apéndice de esta obra, así como algunos toreros importantes de a caballo. Para el espectáculo taurino de aquella época era muy deseable que vinieran toreadores hispanos y lo mismo puede decirse de los toreros locos, los cómicos y los lazadores. Al respecto, el autor compara la diversidad de salarios que recibían los toreros; a algunos se les remuneraba con la carne de los animales y a otros se les pagaban sus vestidos de torear. Hubo toreadores borrachos o que se portaban mal y también torearon algunas mujeres y espectadores espontáneos (en ocasiones con permiso de la autoridad), toreadores disfrazados o enmascarados, así como toros embolados o aserrados. En el décimo capítulo, titulado “Organización y administración”, Flores Hernández hace referencia a los festejos tradicionales del día de San Hipólito, que dejaron de celebrarse a principios del siglo XVIII, así como de otros dedicados a los santos patronos de cada localidad, al estreno de algún nuevo templo o retablo o a cualquier otra ocasión importante, así como la obtención de fondos para muy diversos fines. En ocasiones se suspendían las corridas por no haber postores, o bien eran organizadas por los propios ayuntamientos y la afición aumentaba considerablemente, lo mismo que el número de corridas y, por supuesto, las utilidades. Un factor

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de suma importancia era el clima, por lo que generalmente los festejos eran entre octubre y febrero, época de menos calor, o bien, se celebraban corridas matutinas para evitar las lluvias. En el undécimo capítulo, “El poder y los toros”, el autor apunta que existió una relación estrecha de los borbones con el espectáculo, en virtud del enorme beneficio económico que les representaban las corridas de toros. El 21 de noviembre de 1768 se publicó uno de los primeros reglamentos taurinos, cuyo principal objetivo era garantizar el orden público. En tal tenor, durante los dos años siguientes se publicaron más disposiciones, como la reglamentación sobre por dónde podían circular los coches de los asistentes o las regulaciones estrictas contra la reventa y la corrupción. En aquellos años, el virrey o un sustituto presidía la corrida, la tropa hacía el paseíllo e incluso se instaló un juzgado en la plaza, y se podía solicitar la intervención de los soldados en caso necesario. En el capítulo 12, dedicado a “La religión y los toros”, el autor señala que este siempre ha sido un tema sumamente polémico. Inicia con un breve repaso de la evolución del toreo, indicando que la primera postura oficial de la Iglesia en relación con la tauromaquia data de la Edad Media, y que fue de rechazo y hasta de condena, y apunta que incluso en nuestros tiempos, es apenas de mera tolerancia. Identifica y menciona varios detractores ilustres de los siglos XV, XVI y XVII, como san Pío V, quien expidió una bula prohibiendo terminantemente las corridas de toros, a la que, sin embargo, España y Felipe II no obedecieron. Durante el siglo XVIII, si bien la Iglesia no se manifestaba en contra de las corridas, sí lo hacía en contra del ambiente social que se generaba alrededor de ellas. Sin embargo, en México no solo no se prohibieron las corridas, sino que muy frecuentemente eran las fiestas obligadas cuando se inauguraban santuarios o bien para celebrar a los santos patronos de ciudades y pueblos, como san Juan, san Hipólito y Santiago. Durante algunas épocas y en ciertas localidades no se acostumbraba o se prohibía dar corridas los viernes y los domingos, o bien se permitían, con la condición de que las reses estuvieran despuntadas. Una anécdota digna de mención sucedió en 1611, cuando el virrey García Guerra permitió la celebración de corridas los viernes y casualmente, dos semanas seguidas tuvieron lugar fuertes

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temblores de tierra que provocaron el terror de la comunidad y el consecuente arrepentimiento de la autoridad. En el capítulo 13, “La sociedad novohispana en el coso”, se dice que durante la época caballeresca de los siglos XVI y XVII, la clase aristocrática se ubicaba en los lugares más altos de la plaza, mientras que el pueblo llano se instalaba en la parte baja, en el armazón de materiales perecederos, en espacios casi siempre gratuitos; por cierto, resulta muy curioso el hecho de que a medida que el espectáculo evolucionaba del toreo a caballo al toreo a pie, la aristocracia comenzó a ocupar los lugares de abajo. Durante las fiestas reales el mejor sitio lo ocupaba el virrey; los cuartones se otorgaban gratuitamente a los personajes más importantes y quienes obtenían un cuartón hacían una gran fiesta que en ocasiones duraba todo el día. En alguna época se prohibieron los vendedores que se instalaban en los pasillos, pero había muchos puestos alrededor del coso. Se mantenía iluminada la plaza hasta muy tarde, por lo que hubo excesos que motivaron el cierre del coso después de muerto el último toro. Existían localidades de sol, sombra y media sombra, misma que desapareció al inaugurarse la plaza de San Pablo. En el siguiente capítulo, “Otras fiestas taurinas”, se menciona que los festejos se celebraban muy seguido, debido a la gran afición popular que existía; había corridas formales, pero también festejos no autorizados, pues con toreros no profesionales se lidiaban novillos y becerros despuntados o embolados, lo mismo en plazas de toros que en teatros, palenques o rastros, que fueron los sitios en los que surgieron Costillares y Pepe-Hillo. También hubo fuertes enfrentamientos entre aficionados y antitaurinos de 1781 a 1787. En enero de 1801, el virrey Marquina prohibió las corridas en los teatros de toda la Nueva España, prohibición que prevaleció hasta que este virrey dejó el poder; en 1809 se autorizaron 10 corridas en la ciudad de Puebla y se siguieron corriendo astados hasta 1880. El autor alude también a los festejos realizados a fines del siglo XVIII en el Coliseo de México, con más público que en el teatro, donde se lidiaban dos astados en el intermedio de las comedias y remata el capítulo haciendo referencia a la corrida celebrada en septiembre de 1810 en la plaza de gallos de Dolores, Guanajuato, que fue organizada por los próceres Hidalgo, Allende y Aldama.

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El decimoquinto capítulo, dedicado a la “Geografía taurina novohispana del siglo XVIII”, el autor indica que se lidiaban toros en casi todo el territorio de la Nueva España, pero principalmente en México, Puebla, Guadalajara, Valladolid, San Luis Potosí, Tlaxcala, San Miguel el Grande, Chalco, Zacatecas, Guanajuato, Pachuca y Real de Catorce. El autor recurre a la abundante información de la investigación realizada por Nicolás Rangel, resguardada en el Archivo General de la Nación, referida principalmente a la época del fallecimiento del rey Carlos III y a los festejos por la ascensión al trono de su hijo Carlos IV en enero de 1789, celebrados en muchas localidades de la Colonia, aunque existe muy escasa información sobre la actividad taurina existente en la zona norte. En el decimosexto capítulo, “Amigos y enemigos. La polémica alrededor de los toros. Ilustrados y tradicionalistas”, Flores Hernández hace referencia al siglo XVIII europeo, que fue el siglo de las luces, de la razón y de la modernidad de la cultura occidental en búsqueda de la felicidad. Durante el siglo XVI, España enfrentó dos empresas cumbre: la conquista y evangelización de América y la oposición a la Reforma protestante. A principios del siglo XVIII tuvo lugar la ocupación del trono por la casa de Borbón y el afrancesamiento de la Corte, y llegaron a España la ciencia y la técnica, así como el despotismo ilustrado y disimuladamente la nueva casa reinante se enfrentó con el poder eclesiástico y en 1767 se decretó la expulsión de los jesuitas. El pueblo no quería más cambios, pero la élite sí, lo cual dio lugar a una división en España y la tauromaquia sufrió muchos ataques. Algunos argumentaban que el espectáculo taurino era desconocido en gran parte de la Península y se negaban a reconocerlo como la fiesta nacional. El autor menciona una considerable cantidad de ataques y consigna una larga lista de personajes anti taurinos que insistentemente buscaron prohibir las corridas, quienes solo lograron suprimirla esporádica y brevemente. Sin embargo los ataques más insidiosos no eran motivados por el espectáculo en sí, sino por los desordenes que se provocaban a su alrededor. En España era incontenible la afición y la emoción que provocaba la profunda rivalidad entre los maestros Pedro Romero y Joaquín Rodríguez Costillares, era desbordante. Los principales argumentos de defensa de la fiesta brava en la Nueva España fueron el enorme auge y popularidad que estos festejos habían

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alcanzado; los grandes beneficios económicos que producían como negocio, y la reacción contra el afrancesamiento ilustrado de los borbones. Fue también decisiva la posición del virrey Bernardo de Gálvez (1785-1787) —tal vez el gobernante novohispano más aficionado—, quien siempre se manifestó a favor de la fiesta. Pero los peores momentos del espectáculo taurino tuvieron lugar durante el período de uno de los virreyes más antitaurinos: Félix Berenguer Marquina (1800-1803), quien no autorizó la realización de festejo alguno. Al final se logró mantener vigente a la fiesta de los toros a pesar de sus opositores y se conservó esta afición incluso tras la separación de la Colonia de la metrópoli y durante muchos siglos más. En el siguiente capítulo, “La de los toros en el contexto de las demás diversiones de la época”, el autor describe las diferentes relaciones entre el hombre y el toro, así como su evolución a través de la historia: desde la caza del animal; su utilización como alimento o para ayudar al cultivo de la tierra; los aspectos mágicos o religiosos de esta relación y los ejercicios medievales del toreo caballeresco o lúdico, hasta el surgimiento de las primeras tauromaquias del toreo a pie, con los grandes maestros de fines del siglo XVIII; en México el Gachupín toreador y después de la Independencia, Bernardo Gaviño, Ponciano Díaz y Rodolfo Gaona. En el capítulo 18, Flores Hernández hace referencia a “Lo que no fue: la Real Maestranza de Caballería de México”. Las Maestranzas de Caballería surgieron a partir del reinado de Felipe II en 1572, en cinco ciudades de España: Granada, Sevilla, Ronda, Valencia y Zaragoza; se trataba de corporaciones de la nobleza urbana creadas para la instrucción y ejercitación de la juventud aristócrata en el arte de la caballería, bajo la dirección ocasional del rey en persona, razón por la que se denominaron reales. De las Maestranzas existentes la más relevante para la fiesta y la cultura taurinas es la de Sevilla, que actualmente y desde 1994, publica la Revista de estudios taurinos, muy apreciada entre los estudiosos de la fiesta. En 1713 se estableció una Maestranza de Caballería en La Habana, la cual subsistió hasta 1783; por su parte, en el virreinato del Perú se intentó fundar una Maestranza en Lima en 1790, sin éxito. Entre 1784 y 1786 surgió en la Nueva España la pretensión novohispana de crear una Real Maestranza de Caballería en México y Flores Hernández hace una des-

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cripción de estos intentos frustrados, que resurgieron en 1790 y 1791. Las autoridades de la metrópoli estaban empeñadas en mantener su absoluto dominio sobre todas sus posesiones; sin embargo, aquellas eran épocas de profundos cambios y tal vez esa situación impidió la creación de la Maestranza mexicana, a pesar del apoyo de los virreyes de la época. De haberse logrado la creación de dicha corporación, tal vez se habría construido una plaza de toros similar a las de Sevilla y de Ronda y nuestra historia taurina hubiera tenido mayor afianzamiento y esplendor. En el capítulo siguiente, “Lo que sí fue: La tauromaquia en la Nueva España de las vísperas de la Independencia”, se señala como un momento culminante la inauguración de la Real Plaza de Toros de San Pablo en 1815, con una temporada cuidadosamente organizada por el propio virrey Félix María Calleja. La fiesta brava estaba en efervescencia y lo mismo acudían a ella los criollos partidarios de la Independencia, que los gachupines que estaban en contra. Se dieron varias corridas para festejar el Plan de Iguala y a su autor, Agustín de Iturbide, en las que actuaron varios militares, entre ellos Luis Quintanar Soto, mariscal de campo de los ejércitos imperiales, quien firmó la declaratoria por la que se eligió a Iturbide como emperador de México, así como el nuevo Reglamento de Policía para las corridas de toros, publicado el 6 de abril de 1822; este, más que regular la lidia de los toros, presentaba una serie de reglas que buscaban la seguridad de los actores del espectáculo y del público asistente. Después de la expulsión de los españoles tras la Independencia hubo una época adversa a las corridas, que resurgieron en 1834 con la reinauguración de la Plaza de San Pablo y la aparición de la notable figura de Bernardo Gaviño, hasta la prohibición de las mismas por parte de Benito Juárez en 1867 y la posterior abrogación de esta medida por el gobierno de Porfirio Díaz. En el vigésimo y último capítulo de esta obra, “Iconografía del toreo dieciochesco novohispano”, se incluyen 40 notables imágenes pictóricas, escultóricas, arquitectónicas, litográficas y fotográficas de algunos acontecimientos taurinos de la época colonial, entre las que destacan imágenes de la obra Tauromaquia mexicana del notable pintor Antonio Navarrete. En el apéndice, titulado “El Catálogo de toreros y noticias de otros personajes novohispanos del siglo xviii interesantes en la historia tauri-

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na”, el autor enlista las semblanzas y los datos biográficos de 156 personajes trascendentes para la fiesta brava durante la Colonia, entre los que destacan: •• Ignacio Allende; célebre caudillo insurgente quien participó en una corrida de toros dos o tres días antes del Grito de Independencia. •• Francisco Antonio Guerrero y Torres; notable arquitecto mexicano, constructor de plazas de toros y de otros edificios del barroco novohispano, como la casa del conde de Santiago y el actual Palacio de Iturbide. Fue también empresario taurino. •• Ildefonso Iniesta Bejarano; natural de Valladolid, España; alarife mayor de México, quien proyectó algunas plazas de toros y construyó diversas obras. •• Agustín Marroquín; criado del virrey Iturrigaray, de origen español, llegado a México en 1803. Fue tahúr, lidiador profesional, bandolero, prófugo de la justicia, presidiario; lo liberó Miguel Hidalgo y Costilla, quien le encargó quitarle la vida a alrededor de 700 peninsulares. Siguió al lado de Hidalgo hasta que fue aprehendido y fusilado en Chihuahua en 1811. •• Manuel Tolsá; notable escultor y arquitecto valenciano nacido en Enguera; fue escultor de cámara del rey antes de que en 1791 Carlos IV lo nombrara director de la Academia de San Carlos de México. Dos años más tarde presentó al conde de Revillagigedo el proyecto de una plaza de toros permanente que no se construyó. Realizó en México varias obras notables como los palacios de Minería y de Buenavista y varias esculturas como la ecuestre del rey Carlos IV, conocida como El Caballito. •• Tomás Venegas el Gachupín toreador; fue el torero más importante del siglo XVIII; desde 1769 hasta 1791 figuró como primer espada y jefe de las cuadrillas de a pie, con los honorarios más altos. De los diestros españoles de la época, se asemejaba a Pepe-Hillo y era imprescindible en todas las corridas del último tercio del siglo XVIII. Es muy curioso que, pese a ser toda una celebridad, la información sobre su actividad taurina sea tan escasa.

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Asimismo, aparecen en este apéndice datos biográficos y comentarios de las actividades de muchos toreros de a caballo y de a pie, que por razones de espacio no pueden incluirse en esta reseña. Sin embargo, es de extrañar que varios de los toreros mencionados en la página 523 de esta obra no aparecen en este catálogo. También se echa de menos la inclusión de un índice onomástico que facilitaría la localización de una gran cantidad de personajes y de hechos históricos. En el apartado “Las fuentes de información y referencias bibliográficas”, que cierra el volumen, el autor menciona los tres lugares en los que llevó a cabo su acuciosa investigación: el Archivo Histórico del Ayuntamiento de México, el Archivo General de la Nación y el Archivo General de Indias de Sevilla. También hace un merecido elogio a la obra de Nicolás Rangel, Historia del toreo en México (Época colonial). 1521-1821, que aportó abundante información sobre la materia, e incluye una lista de alrededor de 200 libros publicados que sirvieron de apoyo a su trabajo de investigación para esta obra.

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El hilo del toreo José Alameda

Editorial Espasa-Calpe Madrid, 1989

J orge F. E spinosa

de los

M onteros G uerra

Empezaré comentando que el autor de esta magnífica obra, don Carlos Fernández y López-Valdemoro, mejor conocido como José o Pepe Alameda, nació en Madrid en 1912 y llegó a México en 1939, al término de la Guerra Civil Española. Fue, además de poeta y autor de libros, cronista, locutor y productor de televisión. Suyas son las célebres frases Un paso adelante y puede morir el hombre, un paso atrás y puede morir el arte y El toreo no es graciosa huida, sino apasionada entrega, seguramente su máxima más famosa, que, junto con un busto suyo, adorna uno de los pilares de la Plaza México, debajo del Encierro monumental. Así se expresaba Alameda de los toreros: Se necesita ser muy hombre, en el sentido de que hay que tener mucho carácter y ser muy entero. Yo por eso respeto muchísimo a todos los toreros y por eso soy muy cuidadoso al juzgarlos, porque todo el que se pone delante de un toro, es un hombre. En su libro Del hilo de Ariadna al hilo y summa del toreo. Homenaje a José Alameda, el historiador mexicano José Francisco Coello Ugalde (quien fuera miembro de Bibliófilos Taurinos de México), nos dice lo siguiente del cronista: …tenemos ante nosotros a uno de los personajes más representativos de la segunda mitad del siglo XX, no solo en el ámbito de la prensa escrita, la radio y la televisión donde se dio a conocer como un cronista de altos vuelos. También se le recuerda como un hombre dueño de una cultura impresionante, como ya se dijo, capaz de abarcar y de abordar cuanto tema pudiera desmenuzar en amenas charlas, dada su capacidad de tribuno, o sosteniendo polémicas siendo entre las más recordadas las que mantuvo con Rafael Solana hijo y Carlo Coccioli. Autor de varios libros sobre tauromaquia, desarrolló en los mismos un discurso de profundo conocimiento, sustentado no solo en la diversidad de lecturas que lo formaron. 121

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También en el cúmulo de ideas y teorías propuestas en lo personal y que hoy día al fin son reconocidas, sobre todo en España, país del que siendo originario, no le había hecho la debida justicia. Sus obras taurinas, escritas en orden cronológico, son las siguientes: La temporada de 1951-1952; El toreo: arte católico y disposición a la muerte (1953); Los arquitectos del toreo moderno (1961); Los heterodoxos del toreo (1979); La pantorrilla de Florinda y el origen bélico del toreo (1980); Crónica de sangre (1981): Seguro azar del toreo (1983); Historia verdadera de la evolución del toreo (1985), y El hilo del toreo (1989). El libro materia de este trabajo fue el último que Alameda escribió —a mi entender el mejor de ellos— y con el que cerró su brillante trayectoria como autor. Forma parte de la magnífica colección La Tauromaquia, que integró la friolera de 55 estupendas obras sobre tópicos taurinos y que editó la prestigiada casa editorial española Espasa-Calpe, que a su vez también contribuyó con la serie Libros de oro de la tauromaquia y desde luego con su obra magna: la famosísima enciclopedia Los toros de José María Cossío. Si bien es cierto que El hilo del toreo no es estrictamente un libro sobre la historia de la tauromaquia, no menos cierto es que en el fondo sí podría considerarse como tal, puesto que nos habla de los inicios del toreo, de cómo y por qué se mantuvo; de su evolución; de las escuelas; del capote y la muleta, así como de algunos sobresalientes matadores de toros, tanto españoles como mexicanos, todo ello de una manera muy amena y completamente original. El mismo Coello Ugalde señala que en este libro, José Alameda quiso proponernos una tauromaquia moderna. Cabe añadir, por cierto, que a lo largo de este libro encontramos temas que Alameda había desarrollado en sus anteriores trabajos, por lo que también podríamos considerar este volumen como una compilación de su obra literaria taurina. La obra está dividida en tres partes, como tres son los tercios de la lidia. La primera trata fundamentalmente del surgimiento y la evolución del toreo, que el autor desarrolla a través de 10 puntos; la segunda se refiere a las escuelas taurinas, a los toreros pertenecientes a estas y a las suertes y las maneras de expresión de su toreo, todo ello desarrollado en 18 puntos, y la tercera trata sobre toreros como Belmonte, Joselito, Conchita Cintrón,

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Chicuelo, Armillita, Nicanor Villalta, Domingo Ortega, Arruza, Silverio Pérez, Manolete y Antonio Ordóñez, todo esto desmenuzado en 16 puntos. Dicho lo anterior, hagamos juntos un recorrido por esta magnífica obra, de una manera muy sucinta. P rimera P arte Comienza Alameda haciendo un parangón entre Cúchares y Américo Vespucio, en el sentido de que ambos podrían considerarse usurpadores —sin que lo sean—, por el hecho de que al toreo se le suele llamar el arte de Cúchares, sin que haya sido este diestro el creador de la tauromaquia, así como al continente americano se le bautizó por Américo Vespucio, sin haber sido el cartógrafo florentino su descubridor. La diferencia estriba en que, en el caso de América, hubo un editor que así lo bautizó: Martin Waldseemuler; en cambio, el bautizo del toreo como arte de Cúchares fue la obra colectiva de los aficionados de aquella época, en reconocimiento de Francisco Arjona, quien dio el paso decisivo hacia el toreo de hoy, al romper con la preceptiva que limitaba al de su tiempo. El autor señala que en el año de 1939 conoció los escritos del gran historiador belga Henri Pirenne, quien describe y analiza el fenómeno de la paralización del Mediterráneo a causa de la invasión árabe del Viejo Continente a través de España, sin hacer alusión alguna sobre la fiesta de los toros, a la que los árabes eran ajenos antes de incursionar en tierras ibéricas. Como es bien sabido, los árabes no torearon nunca antes de llegar a España, ni después de salir de ella. La vieja idea popular de que el toreo es de origen árabe, está hoy completamente desacreditada. Los árabes tenían la intención de conquistar no solo la península ibérica, sino todo el continente europeo; sin embargo, el franco Carlo Martel los detuvo en seco en la batalla de Poitiers en el año 732 y es por ello que los omeyas se atrincheraron en España, produciéndose con ello la paralización del comercio en el Mediterráneo, circunstancia que propició tres fenómenos importantes: el feudalismo, las Cruzadas y el toreo a caballo, y con este último, la conservación y multiplicación del toro.

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El origen del toreo no puede conformarse con vagos antecedentes, sin establecer una conexión histórica con nuestro presente. El criterio está en la continuidad, en el hilo, y todo lo que no pertenece a esta concatenación de sucesos, no es historia del toreo. La historia del toreo empieza en este punto, justamente con esta dicotomía. Europa elimina al toro. Por el contrario, España no solo lo mantiene, sino que lo fomenta. En España, la vida no quedó tan paralizada, tan feudalizada, porque España vivía en guerra y la guerra es siempre dinamismo. El régimen feudal no alcanzó en España el tipismo sedentario de otras regiones europeas. Durante la guerra de ocho siglos, había treguas, y durante estas, los guerreros de uno y otro bando se entrenaban en grandes torneos a caballo. Y para que el entrenamiento fuera más eficaz, para que se asemejara a la guerra, allí estaba el toro. La intención bélica es patente porque no se emplea un instrumento taurino (como el rejón, que vendrá después), sino un instrumento de guerra, la lanza. El toreo es español porque nació en España, pero nació de la guerra. Recordemos que el caballo llegó a España con los moros comandados por Tarik y ha sido protagonista desde su llegada a Iberia hasta la expansión de los toros en la América española. Sin el caballo no se hubiera producido el toreo. La necesidad —creada por la guerra— de adiestrar y mantener a punto a la caballería, dio lugar al nacimiento del toreo, que de otro modo no se hubiera producido, sencillamente porque sin dicha exigencia el toro hubiera desaparecido de Iberia, como ya se había extinguido en el resto de Europa. Se fueron los musulmanes de la Península, pero no se fue el caballo, que sería el puente vivo de unión entre España y América; el caballo no hizo el descubrimiento, pero sí la conquista. Y sobre el caballo llegó hasta América la fiesta de los toros. En primer término, a México. Al respecto vale la pena reproducir la cita que hace Alameda del historiador mexicano Benjamín Flores Hernández (La ciudad y la fiesta. Tres siglos y medio de tauromaquia en México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, D.F., 1986), quien escribe: Todo el transcurso de los siglos XVI y XVII y hasta bien entrado el XVIII, es tiempo en el cual la forma fundamental que mantiene la tauromaquia

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es la del enfrentamiento de un noble sobre su caballo, con el astado. No quiere esto decir que no tomaron parte también en las lidias de aquellos años hombres de a pie que quisieran acercarse a las reses desde su misma altura. Pero quien resultaba la figura central de la fiesta, era, indudablemente, el caballero de alcurnia, que por mero deporte, por ejercitarse en las prácticas ecuestres y por mostrarse valiente y diestro en las diferentes formas de dar muerte, cabalgando, a una bestia… Los toreadores de a pie, cuya importancia era indispensable y la cual fue creciendo constantemente, no pasaban de ser meros colaboradores, peones del jinete (...) El hecho de que España hubiera permanecido en un estado de enfrentamiento continuo contra los musulmanes durante casi un milenio, con la consiguiente necesidad de enfrentamiento militar permanente, fue lo que determinó, fundamentalmente, el surgimiento y éxito en la Península de la actividad de caballería tendiente a matar astados.

El propio Flores Hernández afirma que los primeros toros lidiados en América, y en particular en México, lo fueron el 24 de junio de 1526. Durante mucho tiempo se puso en duda esta fecha, pues sabido es que los primeros toros destinados específicamente para la lidia los importó de Navarra, un año después, el licenciado Juan Gutiérrez Altamirano, para constituir la ganadería de Atenco, que hoy es la más antigua del mundo. Flores Hernández aclara que a partir de fechas muy tempranas, se hicieron constantes las remesas desde las Antillas y la Península, nada impidió ya la continua celebración aquí de este tipo de juegos. Terminada la guerra, ahí estaba la gran caballería española victoriosa, pero ahora ya sin función. ¿Qué puede hacerse cuando ya no hay guerra, pero hay todavía aristocracia, hay caballería y hay toro? Se hizo un remedo de lo anterior, menos vigoroso y más refinado. Se empezó por sustituir la lanza, utensilio de guerra, con el rejón, que ya era un instrumento creado exclusivamente para el juego de la lidia. Tras Felipe III, quien creara en Madrid la Plaza Mayor, llegó Felipe IV, quien la convirtió en centro y espejo del “mentidero de Madrid”, lugar donde las fiestas del rejoneo dieron el tono a la época. Pero el auge del toreo a caballo duró poco. Con Carlos II, el extraño y enfermizo hijo de

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Felipe IV, terminó la dinastía de los Austria y con ella, prácticamente terminó también el toreo caballeresco. A este cambio dinástico se le atribuye una importancia determinante en el nacimiento del toreo a pie. La decadencia inevitable de la caballería y el cambio social por el que la clase burguesa fue desplazando a la aristocrática, se reflejaron pronto en el toreo a caballo. La guerra, que había fomentado al toro para la lidia, dio lugar paralelamente a un cuerpo de auxiliares, pajes, chulos caballerangos y palafreneros, que asistían al señor, un poco tapados por la sombra del cabo. Pero en cuanto el caballero se retiró, cobró preminencia el chulo de a pie, quien tomó ese nombre del instrumento del que se servía, el chulo, que es como se denominaba el cuchillo corto para rematar al toro. No es posible afirmar que en su etapa ecuestre original el toreo haya sido específicamente español; era, en todo caso, bélico y nada más. El hecho de que se produjera en España fue circunstancial, pues lo mismo pudo haberse originado en cualquier otra parte del continente, si las condiciones adecuadas hubieran concurrido para alumbrarlo como producto necesario. El toreo a pie no tenía utilidad alguna y por eso pudo convertirse en arte. El pueblo español lo cultivó y lo acreció sin finalidad aparente, solo por humano sentir, por querencia, por apetito, por afición. En el toreo medieval a caballo hubo una impronta militar, por tanto técnica, que no lo ligaba de una manera íntima al paisaje y al aire de España. En cambio, en el toreo a pie concurren ya todo el color, toda la pasión, todo lo dionisíaco propio de España. Entre el toreo caballeresco y el de a pie hay un momento de transición y de reajustes continuos, irremediablemente confusos, relacionados con un personaje fugaz, pero importante en aquellas épocas: el varilarguero, el último residuo del antiguo toreo a caballo; el toreo ágil, de gran movilidad, que tenía todo el ruedo para sí y cuyo ejecutante intervenía cuando lo deseaba. Usaba una vara larga que debía medir cuatro varas (aproximadamente tres metros y medio) y su función era distinta a la del picador, cuya tarea consistía en castigar y detener al toro. En un principio el varilarguero tuvo más relevancia que el espada y siempre salía por delante en el paseíllo. Existió desde el siglo XVIII, pero

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no tomó relieve sino al decaer la figura del caballero, circunstancia que le permitió constituirse en el verdadero director de la la lidia, jerarquía que se mantuvo hasta que Juan Romero, hijo de Francisco y padre del famoso Pedro, consiguió —con el apoyo de las maestranzas de caballería y de otras entidades que habían tomado ya la organización de los espectáculos— que el puesto de director de lidia perteneciera al primer espada. Hubo, pues, una fugaz rivalidad entre el varilarguero y el matador de a pie, quien a la postre habría de prevalecer, expulsando de la fiesta a su rival. En cambio, el picador, el de la vara de castigar y detener, apareció con posterioridad al espada, como un auxiliar de este, con la misión de fijar y quebrantar al toro. Finaliza Alameda la primera parte de este libro refiriéndose a la distribución que durante el paseíllo han guardado en diferentes épocas los participantes del espectáculo y pone como ejemplo que los hombres de a caballo, que hace siglos encabezaban el desfile, ahora van a la zaga de los toreros de a pie. Sin embargo, no tenemos noticias de los distintos estadios de esta evolución, ni de las fechas en que se produjeron tales cambios. En la lidia actual, el orden de los protagonistas del espectáculo taurino en la puerta de cuadrillas al inicio de la corrida es el siguiente: En la primera fila (desde el punto de vista de los propios toreros), se coloca en el lado izquierdo el espada más antiguo; en el lado derecho el segundo y en el centro, el diestro de menor antigüedad. En la segunda fila se colocan, a la izquierda, detrás del primer espada, el primer banderillero de este; a la derecha, detrás del segundo espada, el segundo banderillero del primer espada; al centro, es decir, detrás del matador más joven, el tercer banderillero del primer espada. En la tercera fila se ubican, a la izquierda, el primer banderillero del segundo espada; a la derecha, el segundo banderillero del segundo espada y en el centro, el tercer banderillero del segundo matador. En la cuarta fila, en el mismo tenor, figuran los banderilleros del tercer espada. Las filas quinta, sexta y séptima las ocupan los picadores, en el mismo orden descrito para los banderilleros. Finalmente, el resto de la formación lo integran el servicio de plaza o monosabios, los areneros, los mulilleros y los arreadores o mozos de estribo.

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S egunda P arte Luego de referirse al origen del toreo a pie, el autor inicia la segunda parte de su tratado cuestionándose si en sus inicios existieron las escuelas rondeña y sevillana. A este respecto se sabe que en Sevilla hubo una escuela de tauromaquia que apenas duró cuatro años (de 1830 a 1834); sin embargo, no menos importante en esa época fue el matadero de Sevilla —que funcionó durante casi dos siglos—, ubicado al final del barrio de San Bernardo, en donde los aspirantes a toreros toreaban las reses que llegaban ahí y que se prestaban para ello. La Escuela de Tauromaquia de Sevilla tuvo como primer maestro a Pedro Romero y como segundo a Jerónimo José Cándido, y por ahí pasaron, entre otros, Francisco Montes Paquiro y Francisco Arjona Cúchares. Ronda, en cambio, no tuvo una escuela taurina propiamente dicha, pero sí una dinastía célebre encabezada por Francisco Romero, a quien se tiene por inventor de la muleta, que en un principio era un lienzo blanco montado sobre un palo. El miembro famoso de esta dinastía fue Pedro Romero (1754-1839), de quien se dice que mató 5,500 toros, sin haber sido lesionado por ninguno de ellos. En contraste, su hermano Antonio fue muerto por una cornada, y hay quien asegura que también su hermano Gaspar. En Sevilla existió otra dinastía famosa, procedente del barrio de San Bernardo, la de los Rodríguez, de la que destacó el célebre Joaquín Rodríguez Costillares (1748-1800), a quien se tiene por inventor del volapié y de la verónica. A este respecto cabe puntualizar que Costillares no inventó el volapié; más bien, sistematizó el uso de esta suerte conocida que, según los historiadores, practicaba Manuel Bellón el Africano y que, de acuerdo con el testimonio del varilarguero Daza, también era ejecutada por un torero de nombre Francisco Benete. Asimismo, cabe aclarar que Costillares tampoco inventó el lance de la verónica, sino que lo perfeccionó. El autor evoca de manera sucinta sus primeras inquietudes y experiencias, la primera de las cuales tuvo lugar en Marchena, donde por primera vez asistió a un festejo taurino de la mano de un amigo de la familia, Salvador Suárez Ternero (quien años más tarde fue dueño de la ganadería del Duque de Veragua), ocasión en la que vio actuar a los novilleros José

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Salvochea y Enrique García el Hilacho. Los toreros no valían nada, pero la fiesta le fascinó. En su segunda corrida vio torear a Joselito, quien de verdad lo impactó. Después vio a Chicuelo, a Marcial Lalanda, a Gaona y en 1925 a Belmonte, en Madrid, quien lo impresionó con el capote por su reposo, temple y su modo de ligar las verónicas. Le pareció lo mejor que hasta entonces había visto. Sin embargo, no entendía cómo con la muleta su labor era muy corta, pues le faltaba el toreo en redondo y los pases naturales y sin ellos había un vacío. Para un mejor entendimiento del impacto que le dejó Belmonte, Alameda recurre a una fotografía del Pasmo de Triana toreando a la verónica y otra ejecutando un natural hacia afuera y sesgado (página 79). Fue así como Alameda entendió que existían dos formas de torear; dos tendencias a las que comenzó a denominar como toreo hacia afuera y toreo hacia adentro, términos que más tarde sustituyeron a otros utilizados por tratadistas afines. Por ejemplo, José María de Cossío distingue entre pases naturales, en los que se da la salida al toro por el mismo lado de la mano que sostiene la muleta, y pases cambiados, aquellos en los que se da la salida por el lado contrario al de la mano que sostiene la muleta. A guisa de ejemplos, señala que el pase de pecho es cambiado por alto y el pase de trinchera es cambiado por bajo. Ambos se realizan con la mano contraria al lado de la embestida del toro. El llamado derechazo, o redondo con la derecha, es natural por abajo, porque se realiza con la mano del lado por el que pasa el toro. Para un mejor entendimiento, el autor recurre a seis fotografías, una de Domingo Ortega con el pase de trinchera —después denominado trincherazo—; otra de Manolo Martínez con un pase de pecho o pase cambiado (página 82); otras dos fotos muestran el toreo hacia adentro, toreo de reunión o natural (página 84) y dos más (una de ellas de Antoñete; página 85) ilustran el toreo hacia afuera, toreo de expulsión o cambiado. De manera breve, Alameda señala que se suele llamar clásicas a las tauromaquias de Pepe-Hillo y Paquiro; sin embargo, en aquellas épocas el toreo estaba comenzando y por ello no pueden catalogarse como “clásicos”, sino simplemente como los grandes primitivos. Su toreo era incipiente y su teoría balbuceante, aunque en ciertas suertes y ardides básicamente mecánicos, Paquiro tenía ya aciertos definitivos.

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Mientras tanto, el otro gran primitivo, Pedro Romero, toreaba y callaba. Sin duda, el silencio de Pedro Romero ha hecho daño a la teoría y a la historia del toreo; se conservan dos principios que bien pudieron ser suyos o al menos atribuidos a él por quienes lo vieron torear: 1) el lidiador no debe contar con sus pies, sino con sus manos (o brazos), y 2) parar los pies y dejarse coger; este es el modo de que el toro consienta y descubra. La culminación de aquella primera etapa primitiva del toreo a pie, previa a que sobrevinieran los cambios que determinaron la primera evolución del toreo, llegó con Francisco Montes Paquiro. Existe entre la mayoría de los aficionados la idea —no revisada— de que el toreo primitivo era un toreo cortísimo, reducido a dos pases de muleta para preparar al toro para la estocada, la suerte suprema, a la que se supeditaba todo. En las dos primeras Tauromaquias que se escribieron en el mundo, las de Pepe Hillo y Montes, se registran y describen las siguientes suertes: la verónica, la navarra, la suerte de frente por detrás o la aragonesa, la de tijerilla o a lo chatre, la suerte al costado, los recortes, los galleos, el del bu y otras variantes, el salto sobre el testuz, el de la garrocha, el salto al trascuerno. Como se ve, en aquella época la lidia gravitaba en torno al toreo de capa, pues el de muleta empezó a desarrollarse después, con Cúchares, cuya libertad de espíritu y singular agudeza lo convirtieron en un auténtico creador. Para saber quién era Paquiro y cómo era su toreo, Alameda cita a Teófilo Gautier, quien lo vio torear, según lo retrata en su obra Viaje por España: … hay ocasiones en que los mismos espectadores piden que se digne a ejecutar algunas de sus habilidades, de las que siempre sale vencedor. Una linda muchacha le grita, enviándole un beso: —Vamos señor Montes, vamos usted que es tan galante, haga una cosita por una dama… Y Montes salta por encima del toro, apoyando el pie en la cabeza, o bien le sacude la capa delante del morro y con un movimiento súbito se envuelve en ella elegantemente, formando pliegues irreprochables; luego, da un salto de lado y deja pasar a la fiera, que se ha lanzado demasiado rápida para poder detenerse.

De lo anterior se adivinan el quiebro, el galleo, el recorte y el trascuerno.

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Se cree comúnmente que llamar al toreo arte de Cúchares es algo caprichoso y sin fundamento histórico. Pero no es así; el pueblo que lo llamó de esta forma tenía razón, pues Cúchares dio el primer paso hacia el toreo de hoy al romper con la preceptiva que limitaba al de su tiempo. Lo que el toreo es hoy empezó a serlo por él. Sabía Cúchares que a la academia hay que entrar, pero para salir. Estuvo en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla y comprendió que la regla es solo un punto de partida y que hay que olvidarla a tiempo, para que no nos pese durante toda la vida. Abandonó el fortín de las reglas para hacer sus exploraciones y encontró el territorio en que había de desarrollarse después todo el toreo de muleta; en el terreno ilegal de lo nuevo, que se opone a lo convencional. Cúchares pasó del toreo como medio, al toreo como fin. La muleta ya no solo valía para preparar al toro para la muerte; Cúchares le quitó a la muleta su servidumbre de azafata de la espada. Y la colocó en el trono y creó con ella el arte de Cúchares. Detrás de Cúchares y aún en vida de este, se sumaron Lagartijo y Frascuelo y con ellos se llegó a la plenitud de la faena de muleta. Pero antes que ellos existió un torero que a su modo contribuyó también a integrar la lidia tal como hoy la conocemos: Antonio Carmona el Gordito, personificación del moderno arte de las banderillas. Fue él quien integró en definitiva el conjunto del toreo, la arquitectura de la lidia, dando jerarquía al segundo tercio, que hasta entonces era la Cenicienta del espectáculo, un intermedio abandonado —salvo raras excepciones— en manos de los chulos de a pie. En el siglo XVIII, las banderillas se clavaban todavía una por una, como un residuo en el toreo de a pie, del antiguo toreo caballeresco. Se atribuye al célebre licenciado de Falces, don Bernardo Alcalde, la idea de clavarlas por pares. En tiempos de Paquiro era costumbre clavar cuatro pares, lo cual con mucha frecuencia quedaba a cargo de los subalternos, hasta que llegó Antonio Carmona quien, al utilizar el mecanismo del quiebro para clavar las banderillas, recreó una suerte que, además de deslumbrar a los públicos, tuvo la importancia histórica de dar categoría a la labor de banderillas, que así quedaron integradas en definitiva a la lidia.

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Fue entonces que la lidia quedó fijada en tres tercios cuya duración comparativa carece de importancia, pues ocasionalmente el tercio de banderillas, aun siendo el más corto, puede alcanzar la suficiente dimensión como para hacernos recordar una corrida o enaltecer a un intérprete. Fue pues con Antonio Carmona con quien de verdad se articuló la lidia en tres tercios. El Gordito es una figura originalísima desde el punto de vista histórico, toda vez que fue el único torero que ha logrado ubicarse en la primera fila de su profesión, exclusivamente por su destacada labor con las banderillas. Y fue precisamente el Gordito quien clavó el primer par al quiebro del que se tiene memoria y lo hizo un 24 de junio de 1858 en la plaza de Jerez de la Frontera. Refiriéndose a las parejas antagónicas de toreros, en las que siempre hay un diestro que prevalece y otro que se pierde, Alameda se refiere a la formada por Lagartijo y Frascuelo, de la que quedó lo que trajo Rafael Molina: un sentido estético del toreo, que coincidió con lo que ya era un anhelo de los públicos de entonces y aun del mismo arte del toreo, maduro ya para asumir esos valores. En Lagartijo se consolida la presencia clara de los lineamientos del “toreo natural”, de plantas fijas, de ritmo de brazos y de cintura; y, en sus momentos felices, sin concesiones a la técnica de “expulsión” del toro, característica del “toreo cambiado” o contrario. De Frascuelo poco puede decirse: su valor espartano, su carácter indomable, su amor propio, su pundonor… méritos necesarios para ser torero, pero no suficientes para el arte del toreo en sí. Toca el turno a la pareja formada por el Guerra y el Espartero, en la que si bien Guerrita quedó oculto detrás de su propia soberbia, es menester encontrarlo en su tauromaquia, de la que muy pocos se ocupan y que es, ni más ni menos, el espejo anticipado de muchas realidades nuevas, la premonición del toreo moderno. Guerrita fue como Cúchares, uno de los personajes más importantes de la historia del toreo, por su intuición de las formas y por su radio de influencia. Sin embargo, en su hora, a Guerrita lo eclipsó su propia personalidad, su imperativa soberbia de gran dominador. El Espartero fue un torero que, lejos de dominar a los toros, estaba a merced de ellos y cuya trayectoria fue, cornada tras cornada, un calvario de sangre. Pero el Espartero tenía atractivo popular, tenía “misterio” y la

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gente no se explicaba cómo, pese a todo, la Providencia siempre le hacía el quite… hasta que un día no se lo hizo. Por su parte, el Guerra lo que pretendía era evitar movimientos o pasos entre lance y lance, que es la intención básica del toreo moderno. A la vieja verónica de frente, la pone de costado, y prescribe categóricamente: Se coloca el diestro de costado en la rectitud del toro y no de frente, tiene más facilidad para dar la salida y para repetir la suerte sin moverse de medio cuerpo para abajo. Vaciará trayendo la mano izquierda al costado derecho y alargando el brazo derecho, o viceversa, según del lado en que se practique. Sobre el pase natural o regular, lo primero que afirma el Guerra es que debe darse estirando el brazo hacia atrás, describiendo con los vuelos de la muleta un cuarto de círculo (hacia atrás, es decir: hacia adentro; de ninguna manera hacia adelante; he aquí el toreo de “reunión”, opuesto al de “expulsión”). Pero lo más importante es que Guerrita no concibe el pase natural como una pieza suelta, sino que va más allá, repitiéndolo en cadena, dando lugar al toreo en redondo. Tras el natural ya no deberá darse el pase de pecho, sino que se han de repetir los naturales, recurriendo al de pecho únicamente cuando la repetición ya no sea posible, es decir, cuando el de pecho resulte forzado. Aquí está el plano teórico de la faena moderna. Otro acierto decisivo de su visión, previsión o premonición de las formas del toreo actual, consistió en citar para el pase natural, adelantando el pie derecho, dando rumbo al toreo moderno en redondo. Si bien esta forma de citar no la precisa Guerra en su Tauromaquia, ha quedado descrita de manera clara por F. Bleu (Félix Borrel) en su libro Antes y después del Guerra, en el que fustiga a Rafael porque abría mucho el compás: Muleteó toda su vida con las piernas abiertas, sin que sirviese la disculpa de sus panegiristas de que adelantaba el pie derecho en los pases naturales. Y agrega sobre la marcha: En el pase natural cabe dispensar a un torero que adelante la pierna derecha primero porque con ello no consigue ventaja sobre el toro, y segundo, porque se coloca en una posición propicia para engendrar el redondo, caso de que el toro no abandone los vuelos del engaño, o mejor aún, que el matador no le permita abandonarlos.

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A propósito de la estocada, se ha establecido desde Hillo y Paquiro que el matador debe colocarse en medio de los dos pitones, en la “rectitud del toro”, que Hillo definía como estar los pies del diestro en línea recta con las manos del astado, concepto que seguía Paquiro. Con posterioridad a esta conceptualización, casi ningún tratadista se ha preocupado por precisar la colocación del torero para la estocada, pero fue el Guerra el primero que formuló este punto dentro de un tratado sistemático, refiriéndose a la suerte de recibir (que más tarde se convirtió en el canon de las suertes de matar en general), señalando que el diestro deberá colocarse perfilado convenientemente frente a la pala del pitón derecho. La gran falla del Guerra en su carrera que posiblemente explique, primero el distanciamiento y después la franca hostilidad del público, fue que a su toreo le faltaba emoción, porque dominaba con demasiada facilidad a los toros. De manera suscinta el autor hace referencia a los diestros Bombita, Machaquito, el Gallo y Vicente Pastor, cuatro toreros célebres que, sin embargo, no tuvieron influencia en el curso definitivo de la historia taurina. Siguen al Guerra en la cronología, pero no en la técnica ni en el arte. Lo vieron, pero no se enteraron. Como personaje Bombita es importantísimo por haber creado el Montepío de Toreros, pero frente al toro, fue una versión de el Guerra, en malo; buscaba antes que nada el dominio, pero con un toreo demasiado despatarrado y sin penetración alguna de los valores del auténtico toreo que el Guerra concibió y hasta describió. Machaquito tenía otro tipo de valor; poseía una valentía atropellada, instintiva, que brillaba sobre todo a la hora de matar, dejándose la pechera en los pitones, lo que habla muy alto de su hombría, pero no tanto así de su técnica. Machaquito vendía nerviosismo, como unos años después Belmonte vendería patetismo; dos formas de demagogia. Vicente Pastor y Rafael el Gallo están en los extremos: el primero, seco, sólido, realista; el segundo, frágil, lleno de fantasía. Aquel, valeroso siempre; este, famoso por sus espantadas. Y con estos toreros fue pasando el rato la afición de 1899 a 1912. Este interregno fue una época muy mala del toreo, en la que destacaron, en su principio y en su final, dos toreros de clase: Antonio Fuentes y Rodolfo Gaona.

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Tras su retiro, el Guerra sentenció: Después de mí “naiden”; y después de ‘naiden’, Fuentes. Fuentes no era poderoso como Guerrita, pero sí más elegante. Con él surgió un tipo de torero que después aparecería con frecuencia; el que es muy bueno con el capote, pero que baja considerablemente con la muleta. En la tauromaquia de Fuentes no había propiamente faena de muleta e interpretaba la verónica siguiendo los cánones de la Tauromaquia del Guerra. Con Fuentes, la verónica fue una importante estación de paso en la evolución del toreo de capa. Sin embargo, Fuentes debe a las banderillas su mayor gloria como lidiador. Dicen que su preparación con los palos era una especie de ballet sin saltos, muy sucinto, como un imán para el toro y para los espectadores; y su par al quiebro, era un ejemplo y una inspiración para los toreros. Después, muy poco. Unos cuantos pases por alto, compuestos, elegantes y un resto de faena breve y más o menos descompuesto. Pero su planta, su sello, su plasticidad (en la que se le pasaba un poco la dosis), lo hicieron inolvidable para quienes lo vieron. Es lo que queda… después de ‘naiden’. Alguno que otro diestro de allende el mar había conseguido llegar a Madrid para recibir la alternativa, pero sin poder consolidarse. Tales fueron los casos del negro peruano Ángel Valdez el Maestro, que resultó un fiasco; de Ponciano Díaz, quien no pasó de ser una curiosidad mexicana, o Vicente Segura, valeroso estoqueador, pero que, más que un profesional, fue un aficionado con agallas. El caso de Gaona fue radicalmente distinto. Gaona se sostuvo y con él cambió la proporción de las cosas en la fiesta. Hasta entonces todas las primeras figuras habían sido españolas y Gaona fue el primero que, sin haber nacido en España, ocupó con total desahogo un puesto de primera en el toreo. Gaona no solamente universalizó el toreo mexicano, también universalizó el toreo español. El nivel de Gaona como figura de la época, lo valora el comentarista taurino Juan León (Julio Fuertes) en un par de editoriales aparecidas en El Ruedo de Madrid el 11 y el 18 de agosto de 1970, bajo el título “La terna de la Época de Oro”: Mencionados por orden de antigüedad, que es lo habitual en el mundillo taurino, los diestros que con más frecuencia actuaron juntos en mayor número de espectáculos fueron el mexicano Rodolfo Gaona, José Gómez (Gallito) y Juan Belmonte.

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Y en su segundo artículo el autor afirma: Ya dejé apuntado que en la edad de oro del toreo, así llamada por los furibundos partidarios de Joselito y Belmonte, con estos dos diestros sevillanos se completaba una terna que hoy me parece justo llamar de oro, con el mexicano Rodolfo Gaona. Es indudable que Rafael el Gallo y Vicente Pastor, entre otros, también “cortaban el bacalao”, y con los cuales y algún otro de terna de oro, se montaban carteles de gran atractivo para el público… Pero el cartel máximo de la segunda década de este avanzado siglo XX era el mencionado de Gaona, Joselito y Belmonte.

Los valores de tiempo son esenciales en el toreo y Gaona los tenía. Aquí está su secreto: Gaona les andaba a los toros, pero no únicamente con las banderillas —en las que fue insuperable—, sino también con la muleta. No solo para ir al toro para citarlo, sino durante el desarrollo de la faena, para mantener la reunión entre suerte y suerte y en el enlace de ellas. Por supuesto, en sus momentos felices y con los toros con los que se acomodaba, se revelaba como todo un artista. Cierra el autor esta segunda parte de su tratado comentando que en el lapso entre finales del siglo XIX y principios del XX, aconteció algo de la mayor importancia en la evolución de la Fiesta: el auge de la selección del toro. En la etapa anterior, el toro determinaba la forma de torear; de ahora en adelante, será la forma de torear la que determinará al toro. Empezaron los ganaderos a seleccionar sus toros buscando hacerlos más aptos para la faena de muleta, que se perfilaba como el capítulo fundamental del toreo moderno y que tenía su antecedente más lejano en Cúchares. Comenzaron los criadores a buscar un nuevo toro, más cómodo de defensas, más fino de líneas y, sobre todo, más dócil de estilo. Se trataba de obtener un toro al que se le pudieran pisar sus terrenos. Y Belmonte se los pisó en 1912. Surge entonces el toro específicamente de lidia; un tipo especialísimo dentro de la especie, un toro artificial en cierto sentido. Este nuevo tipo

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de toro requirió un nuevo tipo de suerte de picar y hacia 1927 se adoptó el uso del peto protector de los caballos, que determinó las características de la suerte de varas moderna y la casi desaparición de los quites. Todo el tercio inicial se resumió, se acortó y se sintetizó (ya no quedó ni la sombra de Paquiro) para que a sus expensas, pudiera crecer la faena de muleta. Otra manifestación del cambio se dio en la elección de los toros. En los comienzos del toreo a pie, el toro propicio para el torero era el de Andalucía, mientras que, por el contrario, el toro castellano era duro, difícil e indeseable. Los toros que por entonces escogían las figuras eran también andaluces y principalmente los del Marqués de Saltillo; los saltillitos, como irónicamente los llamaban algunos. Quince años después de retirado el Guerra, su sucesor en el trono, José Gómez Gallito, se encerró en Madrid desdeñando los toros de Saltillo o de otra ganadería andaluza y eligiendo los de Vicente Martínez, de Colmenar. Bombita, que era figura del toreo, quería que los toreros cobraran más cuando lidiaran toros de Miura y, si bien perdió este pleito, logró que el público se acostumbrara a la idea de que puede haber toros indeseables y por ende, toros escogidos. Cabe recordar a este respecto que fue Bombita quien asesoró al ganadero mexicano Antonio Llaguno en la obtención de las vacas y sementales del Marqués de Saltillo —todavía los preferidos— para formar en tierra mexicana la ganadería de San Mateo, de la que derivarían casi todas las divisas de primera fila mexicana y que también abastecieron el mercado taurino de Sudamérica. Remata Alameda sus comentarios aludiendo a la teoría del sube y baja, señalando que cuando la figura sube, el toro baja. Fue Guerrita quien empezó a bajar el toro y cuando se retiró, creció el interés por el toro. Vinieron luego Gallito y Belmonte y el público volvió a fijar más su atención en el torero; y, de nuevo, empezó a bajar el toro. Murió Gallito y se retiró Belmonte y entonces el torero perdió interés y el toro subió nuevamente. Vino Manolete despertando un interés colosal y el toro dio su bajón definitivo. Esta situación de la fiesta se encuentra documentada en el libro Taurofilia racial de Fernando Villalón y en Cuando suena el clarín de Gregorio Corrochano.

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T ercera P arte Inicia el autor el último tercio de su libro refiriéndose a Joselito y a Belmonte y a las cualidades de cada uno, teniendo presente que el embrión del toreo en redondo ya estaba en Guerrita. Ni Chicuelo ni Marcial Lalanda alcanzaron a ver el toreo del Guerra, ni tampoco lo conocieron a través de algún heredero suyo, puesto que su tauromaquia quedó interrumpida durante el interregno de Bomba, Machaquito y compañía; sin embargo, allí estaba ya la faena en redondo, la faena sin antecedente visible inmediato. Alameda se plantea una gran duda: Si “Gallito” no trajo esto, pues que nada trajo —según decían todos—, y Belmonte tampoco, porque yo lo he visto y sé que no, ¿de dónde, pues, salió de golpe —y ya “adulta” — la faena en “redondo”? Pasaron muchos años y en una ocasión en la que Alameda veía una película de la tarde del 3 de julio de 1914, en la que Joselito se encerró en Madrid con los toros colmenareños de Vicente Martínez, descubrió que Gallito hacía el toreo en redondo. Tal descubrimiento lo ilustra y fundamenta con una serie de fotografías tomadas de dicha película (incluidas en las páginas 180 a 184), así como con una descripción de la técnica utilizada para lograr ese propósito. Si Joselito continuó el toreo del Guerra sin haberlo visto o leído, quizá sea posible que lo conociera a través de cierta tradición oral; algo posible, pero no verosímil. Hemos de concluir —dice el autor—, que Joselito lo ha leído en los ojos del toro, en su latido, por el hilo de comunicación profunda que se establece entre el toro y el auténtico gran torero. Belmonte no toreó en redondo sino por excepción; era un muletero de contextura cambiada o contraria. Con lo que deslumbró Belmonte fue con el capote; su verónica había sido superior a todas, fundamentalmente por la forma de rematarla. Solo en un aspecto había paridad entre el toreo de capa de Belmonte y su toreo de muleta: la conservación del terreno en el que él estableció el toreo. También podemos añadir la conservación de su acento propio, de su personalidad, que no se desdibujaba. A continuación el autor relata que hacia el principio de los años 20 del siglo XX reapareció en España una modalidad del arte de torear, que algunos calificaron como el renacimiento del toreo a caballo, a raíz de

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que un profesor de equitación cordobés y oficial del Ejército, don Antonio Cañero, se presentara en las plazas ataviado a la usanza campero andaluza, montado en jacas de cola corta y utilizando como arma fundamental el rejón, aunque también la espada, pues a veces echaba pie a tierra para terminar la lidia; innovación que tuvo y sigue teniendo gran éxito. Sin embargo, quien le dio el más cabal sentido de unidad a la lidia a caballo fue la rejoneadora peruana Conchita Cintrón, cuyo esquema de lidia consistía en primero torear de capa, a pie; luego a caballo, con rejones de castigo y banderillas, y por último, otra vez a pie, ejecutar la faena de muleta para concluir con la estocada. Joselito había muerto, pero su herencia la recibieron algunos artistas de Sevilla, entre los cuales destacaba Manuel Jiménez Chicuelo, que aparece en la cronología inmediatamente después de Joselito y Belmonte. Chicuelo fue sin duda discípulo de Gallito, no por lecciones directas, pero sí por haber respirado desde niño en su atmósfera y haber bebido en su fuente. A la sensibilidad y al instinto torero de Manuel Jiménez le venía mejor el toreo de menos piernas y más cintura, que es el pase natural. Y siempre que pudo y siempre que los toros se lo permitían, los multiplicaba y los ligaba en mayor número, como fundamento de su faena ideal. Esta orientación la continuó Fermín Espinosa Armillita Chico, quien ha sido uno de los grandes intérpretes del pase natural. Formado profesionalmente bajo la influencia de aquella orientación que Chicuelo había llevado a la tierra mexicana y que procedía de Joselito. Fermín entroncó con este y con la tradición sevillana, que ofrecía, como ninguna otra, la dualidad de toreros largos y de toreros artistas. Fermín supo ser lo uno y lo otro. Relata el autor que Nicanor Villalta fue el padre de lo que hoy llamamos el derechazo y hasta cree que empezó a llamársele así por él, a causa de cierta brusquedad del torero maño que denotaba una asimilación deportiva. Villalta hizo realidad lo que Guerrita establecía en su Tauromaquia como mera posibilidad: El toreo en redondo puede realizarse con cualquiera de las dos manos. A continuación hace Alameda una apología del toreo de capa a la verónica, cuya gran época abarcó de Belmonte a Pepe Luis Vázquez, aunque es frecuente que los historiadores señalen al madrileño Cayetano Sanz

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como el precursor del moderno toreo de capa. He aquí la lista de sus figuras: José Sánchez del Campo Cara-Ancha (1884-1925), fue el primer torero que a finales del siglo XIX toreaba a la verónica a casi todos sus toros; Manuel García y Cuesta el Espartero (1866-1894), artífice de la media verónica; Antonio Fuentes (1869-1938), precursor del toreo con las manos bajas; Antonio Montes y Vico (1876-1907); Juan Belmonte y García (1892-1962); Manuel Jiménez Moreno Chicuelo (1902-1967); Antonio Márquez (1899-1998); Jesús Solórzano y Dávalos (1908-1983); Victoriano de la Serna y Gil (1910-1981); Fernando Domínguez Rodríguez (19071976); Luis Castro Sandoval el Soldado (1912-1990)¸ Pepe Luis Vázquez Garcés (1921-2013); Manolo Escudero Gómez (1917-1999); Pepe Cáceres (1935-1987) y Antonio Ordóñez Araujo (1932-1998). El autor añade que la verónica gitana de Cagancho y Curro Puya tenía una belleza plástica indudable, pero que en su desarrollo era menos rica que la de Belmonte y Ordóñez. La última versión de este lance fundamental es la de Curro Romero y Rafael de Paula. Para que la verónica no se quedara sola en el escenario, tres grandes artistas del toreo le buscaron tres brillantes alternativas; tres formas nuevas o renovadas derivadas a partir de otras tantas suertes primitivas: la gaonera, la mariposa y la chicuelina. La gaonera se la enseñó a Rodolfo Gaona su maestro Saturnino Frutos Ojitos (quien probablemente se la vio a Cayetano Sanz), cuando nadie podía sospechar que el lance terminaría llamándose así. El 23 de enero de 1910 Rodolfo Gaona la ejecutó por primera vez en la plaza de El Toreo de la Ciudad de México y la estrenó en Madrid el 28 de marzo del mismo año, donde, al igual que en México, causó gran sensación. La prensa de la época evocó la figura de Cayetano como el último que había ejecutado esa suerte o alguna parecida, y para resolver el caso se propusieron diversos nombres, como de frente por detrás o de frente con el capote por detrás, pero fue Alejandro Pérez Lugin Don Pío, quien para evitar confusiones propuso que el lance se llamara gaonera. El quite de la mariposa lo estrenó Marcial Lalanda en Madrid, en la corrida de Beneficencia del 13 de mayo de 1923 y según testimonio del periodista Diógenes Ferrand (corresponsal madrileño de la famosa revista

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semanal mexicana El Universal Taurino), sobre una entrevista hecha a Lalanda, publicada en el número 265 de dicha publicación el 22 de noviembre de 1926, el lance en cuestión surgió en la ganadería de La Punta, cuando el ganadero José Madrazo le pidió al diestro madrileño que intentara alguna suerte original. La chicuelina la ejecutó por primera vez Chicuelo en Valencia en 1924, pero alcanzó su resonancia definitiva luego de su estreno en Madrid el 10 de diciembre de 1925, en la corrida de la Cruz Roja. El diario ABC le dedicó la portada con la fotografía de uno de estos lances y una leyenda que le atribuía cierto parentesco con la suerte del embozado, practicada por el Licenciado de Falces, que Goya inmortalizó en su Tauromaquia. El torero cómico Llapisera lanzó y sostuvo obstinadamente la especie de que él había sido el verdadero inventor de la chicuelina, versión a la que ciertos críticos serios dieron crédito, popularizando tal patraña. En la historia del primer tercio, el mexicano Pepe Ortiz creó muchas variantes que enriquecieron el toreo de capa, como el quite hacia las afueras (que conocemos como chicuelinas andantes); la orticina, la tapatía y el quite de oro. En este punto Alameda se refiere a Domingo Ortega (que cabe recordar que fue cuñado del autor, pues estuvo casado con su hermana), a quien define como un torero personalísimo y único en lo suyo. En pleno desarrollo del toreo de línea natural, Ortega plantó la bandera del toreo cambiado o contrario, lo cual lo mantuvo en la cumbre del toreo durante su época, que podría llamarse con justicia como la época de Domingo Ortega. Utilizó Ortega una técnica de dominar al toro, que era instintiva en él y que se basaba en el mecanismo fundamental del recorte. El recorte no es propiamente una suerte, sino un procedimiento; un sistema, un capítulo genérico en el que cabe una gran diversidad de suertes y que consiste en parar al toro y cuando este humilla en la reunión, iniciar el viaje contrario, ocupando así el terreno que va dejando el toro. Lo relevante en el toreo de Ortega era la continuación de los pasos, para ir tomando el terreno que el toro iba dejando al pasar, mediante el procedimiento de andarle al toro o andar con el toro. Lo importante no son los pases, sino los pasos. Su toreo no se limitaba ni se reducía a pases deter-

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minados, acuñados, sino que iba siempre más allá, siempre en constante interdependencia con el toro; de ello resulta que mientras todos los demás buscaban el temple en el ritmo de los brazos y de la cintura, Ortega era el único que templaba con los pies; llevaba el duende en las zapatillas. A juicio del autor, dos toreros mexicanos tenían semejanza con el toreo de Ortega: Silverio Pérez y Carlos Arruza. Cuando Silverio anduvo de novillero en España vio a Ortega, y quedó prendado de su arte y de él tomó la que puede decirse que fue su suerte más definida: el trincherazo, al que imprimió otro acento, menos seco e imperioso y más suave y rítmico. Silverio no pretendió nunca el dominio del toro, sino simplemente hacer arte con él. Pero tuvo siempre la facilidad para el toreo por abajo, doblándose con los astados, lo que le hubiera permitido —de haberlo querido—, dominar a un número mucho mayor de toros. Por su parte, Arruza tenía muchas facultades físicas, que le permitían lucir en banderillas, sobre todo en su especialidad: las de poder a poder. Pero con la muleta, procedía en lo técnico de Ortega, a quien había visto en Portugal cuando era novillero. Arruza tenía una inventiva torera singular, no solamente por su concepción de las suertes, sino por su visión de los terrenos; veía en el terreno del toro resquicios por dónde colarse, que nadie más veía y ese era el terreno inusitado en el que muchas veces lograba el hallazgo de la suerte insólita. Pero había en el toreo del mexicano otros elementos relevantes, como su toreo doblándose por bajo, un arma que indudablemente Arruza tomó en gran medida de Ortega, y que en su muleta se convirtió en una técnica rigurosa y de un indudable poderío sobre el enemigo, como sucedía también con su forma de andarles a los toros y de cruzarse con ellos. Alameda pasa revista a la figura de Manolete, quien solamente figuró a la cabeza del escalafón durante dos temporadas y que, sin embargo, mandó en su época como no mandaron en la suya ni Guerrita ni Joselito, quizá porque no ejercieron todo el mando que hubieran podido. En cambio, el mando impuesto por Manolete y dirigido por Camará, fue muy ostensible. Tanto, que Manolete formó un clan que dominaba todas las ferias, que contaba con las mejores ganaderías y en el que era muy difícil entrar. De ahí nació la reacción contra Manolete por parte de un grupo de toreros y periodistas que le achacaron el toro chico y el afeitado. Con respecto a lo

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primero, se dice que fue una consecuencia de la Guerra Civil, que diezmó la ganadería española, y que no era un fenómeno total, pues ocasionalmente salían toros de buena presencia, muy dignos de tomarse en serio. Lo cierto es que el toro de aquellos tiempos salía para todos, no solo para Manolete, pero este se arrimaba más que los demás, excepción hecha de Carlos Arruza y de Domingo Ortega, que no cedían ante ningún rival. El afeitado no nació en la época de Manolete, pero es incuestionable que durante esta se sistematizó. Dicha práctica fue en un principio obra de los ganaderos para igualar algún encierro de cornamentas dispares, pero de ahí se pasó al fraude tan cacareado —y evidentemente cierto— de aquel tiempo y de otros posteriores. En el orden técnico, los enemigos de Manolete, le reprochaban principalmente su colocación enfilada con el toro. El cordobés fue un torero muy definido, casi exclusivamente de línea natural; por supuesto que podía ejecutar el toreo cambiado o contrario, pero no lo sentía, no le daba expresión. Manolete no se situaba de perfil por ventajista, sino porque sentía y ejecutaba el toreo de línea natural, en el que es fundamental que el toro venga por su terreno (o que se le haga venir por su terreno), sin expulsarlo. Por otro lado, el diestro se perfilaba así porque esa colocación era un medio para poder llegar más cerca, para aproximarse a un tipo de toros quedados, que eran los que prevalecían en aquel momento y que requieren un cite sumamente corto. También toca el autor un tema por demás relevante: el de cargar la suerte. La teoría que hoy domina es la que expuso Domingo Ortega en su famosa conferencia en el Ateneo de Madrid y que puede leerse en el artículo “El arte del toreo”, aparecido en Revista de Occidente (Madrid, 1950), que se sintetiza en los siguientes párrafos: Cargar la suerte no es abrir el compás, porque con el compás abierto el torero alarga, pero no se profundiza; la profundidad la toma el torero cuando la pierna avanza hacia el frente, no hacia el costado” (…) “Los aficionados tienen mucha culpa por no haber seguido fieles a las normas clásicas: parar, templar y mandar” (...) “A mi modo de ver, estos términos debieron completarse de esta forma: parar, templar, CARGAR y mandar.

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Por su parte, Amós Salvador y Rodrigáñez, en su Teoría del toreo, apunta: Deben distinguirse tres tiempos que no pueden faltar en ninguna suerte, a saber: citar, CARGAR la suerte y rematarla. José Delgado Pepe-Hillo, en La tauromaquia o arte de torear (Cádiz, 1796), dice: Cargar la suerte es aquella acción que hace el diestro con la capa, cuando sin menear los pies, tuerce el cuerpo de perfil hacia afuera, y alarga los brazos cuanto puede. En su Tauromaquia completa (Madrid, 1836), Francisco Montes Paquiro señala que cargar la suerte es el movimiento que hace el diestro en el centro de ella de bajar los brazos y meter el engaño en el terreno de afuera para echar del suyo al toro. En la misma obra, refiriéndose al pase regular, Paquiro dice que no precisa el diestro mudar de terreno, pues solo es necesario perfilarse al cargarles la suerte. Asimismo, al referirse a la suerte de la navarra con los toros revoltosos, indica: tiene la precaución de cargársela más perfilando el cuerpo. Rafael Guerra Guerrita define el pase regular o natural afirmando que: Si el toro es boyante puede el espada tener la muleta completamente cuadrada, siendo únicamente preciso perfilarla en el momento de cargar la suerte (La Tauromaquia, Madrid, 1896); por su parte, Antonio Fernández de Heredia Hache copia literalmente el texto de Paquiro sobre el pase regular: No precisa el diestro mudar de terreno, pues solo es necesario perfilarse al cargarles la suerte (Doctrinal taurómaco, 1908). Según José María de Cossío, cargar la suerte es la acción de torear el diestro su cuerpo de perfil, alargando los brazos y teniendo los pies en la mayor quietud para llamar al toro y hacerle la suerte a un lado (Los Toros, tomo I, Madrid, 1943); mientras tanto, Gregorio Corrochano opina que: El paralelismo del toro y el torero, el perfil, solo debe darse en el centro de las suertes. Cuando el torero que tomó el toro de frente, va girando y, en el momento que el toro le pasa, los dos estarán de perfil, y en líneas paralelas, para que pueda cargarse la suerte. (¿Qué es torear?, Madrid, 1953). En la misma obra se indica también: Lo escolástico es tomarle de frente, girar hasta ponerse de perfil en el centro de la suerte. Ya para concluir, Alameda comenta que desde Paquiro hasta Domingo Ortega discurrió la línea del toreo cambiado, contrario o encontrado, que quiebra al toro en su viaje para llevarlo hacia adelante. En contraste,

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desde Pedro Romero hasta Manolete, discurre la línea del toreo natural, que deja al toro venir por su terreno, para terminar llevándolo hacia atrás y hacia adentro. A esta línea natural pertenecen (con la lógica diversidad de expresiones) Luis Miguel Dominguín, Cesar Girón y Manuel Benítez el Cordobés, mientras que Antonio Ordóñez fue un artista del toreo cambiado. Cierra el autor la tercera parte de su tratado comentando que hoy nadie torea como lo hacía Paquiro, quien todo lo basaba en el capote y que en su Tauromaquia admitía solamente dos pases de muleta: el natural y el de pecho. Pero tampoco nadie torea como Belmonte, quien en el pasado siglo fue el torero de las faenas más cortas, cuando actualmente se realizan las faenas más largas de la historia. Tampoco ya nadie torea como Domingo Ortega, cuya base fueron los pases cambiados, como el de trinchera y el de la firma, y no las series en redondo, que son las que se prodigan en la actualidad.

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Anales de la Plaza de Toros de Madrid Víctor Pérez López

Unión de Bibliófilos Taurinos Madrid, 2004-2006 52

J osé M aría S otomayor E spejo -S aavedra Los anales son publicaciones históricas que de forma concisa registran hechos cronológicamente, año por año. En la moderna literatura, el título de anales se le ha otorgado a un gran número de obras que se presentan, de forma más o menos estricta, con un orden anual. Su ámbito suele ser cultural, científico o técnico. Y puesto que indudablemente la tauromaquia es cultura, es lícito denominar anales a unos textos que recogen cronológicamente, año por año, lo ocurrido en una plaza de toros determinada. Este es el caso del título que traigo a estas páginas: Anales de la plaza de toros de Madrid (1874-1934). Pero, antes de continuar, hay que apuntalar un poco más la definición de anales, pues en este caso también deben aparecer por algún lugar las siguientes voces: documentación y estadística. O si se prefiere, la estadística documentada, concepto que responde mejor a lo que en el mundo de los toros conocemos simplemente por estadísticas. Estas, es verdad que acompañan siempre a los resúmenes de cada temporada, a los anuarios, pero no puede olvidarse que no existirían sin la previa relación de los festejos celebrados, y eso constituye documentación. Pues incluyamos este concepto 52 Anales de la plaza de toros de Madrid (1874-1900 y 1901-1934), Madrid, Unión de Bibliófilos Taurinos, 2004-2006, 2 t. en 4 v. (XXI, 1-294 p., [17] h. de lám. de fotografías e ilustraciones y carteles; 295-614 p., [14] h. de lám. de fotografías, ilustraciones y carteles; XIV, 1-383 p., [20] h. de lám. de fotografías y carteles; 384-878 p. [16] h. de lám. y carteles) Rústica editorial. Folio menor (32*22,5). Prólogo de Rafael Cabrera Bonet. El volumen cuarto contiene una serigrafía de José Antonio Moreda en hoja suelta. Edición de 230 ejemplares, nominados y numerados del 1 al 200, y 30 del I al XXX, para atenciones legales, todos en papel verjurado Torreón. 146

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en los anales a los que me refiero y podremos comprender mejor el alcance de la obra analizada, de obligada referencia. Ocurrirá con otras ciudades que tuvieron varias plazas de toros, pero como el texto elegido se refiere a Madrid, anoto que de los cosos más importantes que tuvo la capital, y tiene, también existen anales. Francisco López Izquierdo escribió los correspondientes a la Plaza Mayor, una recopilación exhaustiva de documentos que nos acercaron mucho a lo que en aquella sucedió en relación con los toros. Más tarde dio a la imprenta una monumental obra en la que recogió, año por año, lo acontecido en la Plaza de Toros de la Puerta de Alcalá. Ambas obras contienen estudios preliminares de Rafael Cabrera Bonet, de obligada lectura. De lo acontecido en la plaza de toros de Las Ventas del Espíritu Santo, también se han publicado anales o al menos algo similar. Probablemente Don Justo fue el primero en hacerlo con su obra Dos lustros de toros en la plaza monumental de Madrid, 1931-1941, pero lógicamente, el paso del tiempo le ha restado actualidad. En un libro colectivo, Las Ventas 50 años de corridas, se incluyó una recopilación de los festejos mayores firmada por Federico Arnás y que dio actualidad a lo acontecido desde la inauguración hasta el año 1980. En esa época, otro estudio, esta vez de José Julio García, titulado La Monumental de Las Ventas y su circunstancia (1931-1981), se sumó a los anteriores. Madrid, Cátedra del toreo (1931-1990), de José Luis Suárez Guanes y José María Sotomayor, puso al día las relaciones de festejos contenidas en los anteriores trabajos. Muchos años después, en 2006, con motivo del 75 aniversario de la inauguración de la actual plaza, la Comunidad de Madrid editó un nuevo texto colectivo, con un apéndice que, de nuevo, volvió a actualizar la relación de festejos celebrados y del que fue autor José María Sotomayor. Algunos años más tarde, otra vez la Comunidad de Madrid (por deseo expreso del entonces director del Centro de Asuntos Taurinos, Carlos Abella), propuso que se editara un folleto con los festejos celebrados entre 2007 y 2014, que actualizara el apéndice de la obra anterior. Tras algunas conversaciones se decidió editar aquel aditamento completo y puesto al día. El libro vio la luz en la Feria de San Isidro del año siguiente con el título Plaza de Toros de Las Ventas, 1931-2014. Aunque cronológicamente debería haber hablado antes de la protagonista de esta colaboración (es decir, de la plaza actualmente mal deno-

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minada del Palacio de los Deportes, y que fue Plaza de Toros de Madrid y, después, para diferenciarla de la de Las Ventas, plaza de la Fuente del Berro, de la Carretera de Aragón o de Felipe II), existe un primer estudio del que fue autor Rafael Hernández y que prologó José María de Cossío.53 Pero este trabajo, que abarca toda la historia del coso, carece del detalle y la exhaustividad que merece una plaza que se inauguró a finales del siglo XIX y que cerró sus puertas cuando comenzaba el segundo tercio del XX. Es decir, un recinto que pudo contemplar todo el toreo de la Edad de Oro. Otros autores con visiones más parciales, abarcando periodos de tiempo más limitados, igualmente se ocuparon de esta plaza. Quizás el primero fue Manuel López Conde, que firmó con el seudónimo de Un aficionado una obra titulada Historia de la Plaza de Toros de Madrid, que vio la luz en 1883, en la que se recogían datos históricos de un coso que aún era menor de edad. Con el formato de anuarios vieron la luz muchas obras que en conjunto —y no con la continuidad debida—, reconstruían lo acontecido en la plaza de Madrid durante algunas temporadas. Sin pretender dar una relación exhaustiva, recordemos títulos como: Fastos tauromáquicos: historia verdadera de todas las corridas de toros ejecutadas en la plaza de Madrid, firmada por Un aficionado, relativa a la temporada de 1845; Reseña general de las corridas de toros verificadas en la plaza de Madrid en el año de 1850 por..., obra de la que es autor Ramón Medel. Él mismo, con un título más extenso, nos legó lo acontecido en 1851; Corridas de toros: revistas de las verificadas en la plaza de Madrid durante el año 1878: publicadas en El Imparcial por..., de la que es autor Don Éxito; El año taurino: fiestas taurinas celebradas en la Plaza de toros de Madrid en 1898..., trabajo firmado por Dulzuras; Anales taurinos. Año primero, que dio a la imprenta Resquemores y en la que pormenorizaba lo ocurrido en 1900. En este apartado merecen capítulo especial los anuarios Toros y toreros, que comenzaron a dar cuenta de lo acontecido en 1904, que tuvieron continuidad hasta 1934 y de los que fueron autores Dulzuras, Recortes, Don Marcelo, Don Ventura, Don Luis y Uno al Sesgo. Únicamente hubo una temporada, la de 1923, que no vio la luz. Pensamientos publicó unos resúmenes de temporada bajo los títulos Anuario taurino y Desde la 53 Hernández, Rafael, Historia de la plaza de toros de Madrid:(1874-1934), Madrid: s. n.; Prensa Castellana, 1955. 416 p. Rústica editorial. Cuarto menor (22*16). Con fotografías. Prólogo de José María de Cossío.

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grada, que recogieron la historia de las temporadas 1913 a 1917, el primero de ellos, y de 1918 a 1934 el segundo de los mencionados. Para terminar, cito que la temporada 1916 fue contemplada por Don Marcelo en Toreros y toros, y que las correspondientes a 1916 y 1917 nos las contaron Recortes y Don Ventura en Toros, bueyes y monas. Pero, insisto, fueron anuarios que recogieron en datos y cifras lo acontecido en todas las plazas españolas, a veces las francesas y portuguesas, y en alguna ocasión las americanas.54 En ningún momento he pretendido que las anotaciones anteriores constituyan en sí mismas un estudio sobre anuarios taurinos de aquella época. Era necesario que alguien asumiera el reto de redactar unos verdaderos anales de la plaza de toros de Madrid y ese fue Víctor Pérez López quien, en un trabajo titánico que trataré de desmenuzar, dio a la imprenta el estudio que nos ocupa y que he citado al principio. La obra está dividida en dos tomos y, a su vez, cada uno de ellos en dos volúmenes. En total, 1,492 páginas más los prólogos y estudios preliminares; pero quizás esto es lo de menos. Escribe Rafael Cabrera Bonet en el prólogo, dividido en dos partes: Tienes en tus manos, lector, el fruto del esfuerzo y dedicación de más de dos años de trabajo. Dos años de intensa búsqueda, de cotejo minucioso de datos, de recopilación de nombres, fechas, sucesos, de estructuración cuidadosa, de sistematización tanto en el orden como en la utilización de tipos y caracteres de imprenta. No es, por tanto, una obra de aluvión, donde han quedado varados, sedimentados o retenidos algunos datos sueltos que al azar se han ido colando por las tempestuosas aguas de la historia taurina. No es fruto del remolino, sino de la extracción meticulosa, ordenada y sistemática.

Añado yo que es un trabajo exhaustivo al que el propio autor puso unos límites. Muy ambicioso, eso sí, y fruto de ello la obra puede considerarse el mejor estudio, hasta la fecha, de la historia de este coso que, como dije antes, fue testigo de la etapa más brillante —aunque siempre habrá matices—, de la historia del toreo. 54 El anuario Toros y toreros tuvo continuidad después de 1934, hasta 1950.Y mucho después volvió a ver la luz el de la temporada 1968, del que fue autor Tomás Orts Climent.

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Y hay que desvelar pequeños secretos, algunos vividos por el autor de estas líneas junto a Víctor Pérez López y que él nos cuenta en la introducción a su obra, pero habrá también que despojarlos de la modestia con que los apunta. A pesar de la magnitud de la obra —y, como digo, puedo dar fe de ello—, cualquier dato que se propuso incluir en el trabajo consta en él. Porque aunque pudiera haber prescindido del mismo sin que se echara en falta, la consecución de cada apunte fue un reto personal del que siempre salió triunfante. Puede que no lo encontrara un día, quizás tampoco en el siguiente, pero al final con una sonrisa de satisfacción y mucha modestia, decía: ¿Te acuerdas de…? pues en la revista… allí estaba, y ya forma parte de la obra. En la introducción se refiere a las revistas y prensa general que consultó. Son muchas, pero constan allí y el que lo desee puede consultar esta información. En dos de los primeros párrafos de esta introducción, hace una declaración de intenciones en relación con su estudio: Cada festejo está resumido de la forma más objetiva posible, siendo difícil conocer con exactitud determinados aspectos de la lidia. A modo de ejemplo, consultadas tres revistas sobre el número de caballos muertos por un toro, es diferente en las tres. La primera contabiliza los caballos que mató el toro, la segunda contabiliza los caballos que mató el toro más otro caballo herido por el toro anterior, que muere en el ruedo sin entrar en suerte. La tercera revista cuenta, además de los muertos en el ruedo, los heridos de gravedad y apuntillados en las cuadras. Tampoco coinciden los revisteros de la época respecto a las varas recibidas en un toro, pues determinados pinchazos no son considerados por todos los revisteros como varas y de igual forma ocurre con los marronazos o varas no consumadas por fallo del picador. Si esta disparidad de pareceres ocurre con aspectos tan objetivos de la lidia, como el número de caballos muertos y varas recibidas, en mayor medida sucede con las faenas realizadas y las estocadas. Al final de cada año realizo un resumen, tanto de los toreros que han intervenido, como de los toros lidiados, destacando algunos de

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los más bravos del año. Al referirme al número de varas, derribos producidos y caballos muertos dentro del ruedo, lo hago con tres números entre paréntesis (8-5-4), en algunas ocasiones y en especial en los primeros años solamente consigno el número de varas y los caballos muertos en el ruedo (8-2).

Las acotaciones anteriores pueden dar idea del inmenso trabajo de investigación que fue realizado por el autor. Y lo que es más importante, la rigurosidad del resultado. En el relato, cronológico y separado por temporadas, en el apunte de cada festejo figuran, como mínimo, los siguientes datos: número de orden del mismo; tipo de festejo; si es de abono, y el número correspondiente; la fecha completa, incluyendo el día de la semana; ganaderías que intervienen y el orden de lidia, dato este muy difícil de encontrar en muchos anuarios; divisas que lucían los toros cuando podían prestarse a confusiones dos vacadas; si algún toro fue de gracia; juicio crítico de la presencia y del comportamiento de los toros y, como ya he apuntado, el número de varas, derribos y caballos muertos; juicio crítico de la actuación de los matadores con un lenguaje bastante parecido al que se utilizaba en cada época, pronunciamiento del público al finalizar sus actuaciones y trofeos concedidos; breve mención de picadores y banderilleros destacados; el tiempo atmosférico y la entrada aparente. Como ejemplo, veamos una Corrida de Beneficencia de 1917: 14.- Corrida de toros de Beneficencia, domingo 13 de mayo. Ocho toros, cinco de la Sra. viuda de Murube y tres, 2.°, 4.° y 7.°, de D. Felipe Salas; estoqueados por Rodolfo Gaona; José Gómez, Joselito; Juan Belmonte y Diego Mazquiarán, Fortuna. Los de Murube tuvieron desigual presencia, destacando por chico el primero. En varas (21-4-4) cumplió el sexto, los restantes mansearon y el quinto fue fogueado. En los demás tercios fueron bueyes el primero y quinto, con pocas condiciones los restantes. Los de Salas, con buena presencia. En varas (11-4-1) mostraron poca voluntad. Con regulares condiciones en los demás tercios.

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Gaona, en el primero, se ciñó mucho y estuvo muy voluntarioso, mató de buena estocada, entrando con mucho coraje; ovación y vuelta. Con el quinto, no pudo lucirse y lo despachó entre huida y huida de seis pinchaduras y cinco descabellos. Joselito, en el segundo, hizo la faena que requería el morucho y mató de dos estocadas. No tuvo lucimiento con el cuarto y pitos. Belmonte, en el tercero, estuvo sensacional con el capote toreando a la verónica y levantando a la plaza de los asientos, con la muleta la faena fue a menos, muy mal con la espada, un aviso y pitos. En el séptimo no se confió de muleta, mató de cuatro pinchazos y descabello, bronca. Fortuna estuvo muy valiente con el cuarto pasándose el toro muy de cerca y con pases buenos y de mérito, mató de gran estocada, petición de oreja y vuelta al ruedo. En el último también estuvo muy valiente y poco afortunado con la espada. Picaron: Marinero, Farnesio, Catalino, Carriles, Camero, Céntimo, Manosduras, Salsoso, Zurito chico, Artillerito y Cid, destacando Catalino, Salsoso y Cid. Banderillearon: Limeño, Ostioncito, Palomino, Iglesias, Cuco, Almendro, Sánchez Mejías, Morenito de Valencia, Maera, Magritas, Pelucho, Casares y Muñagorri. En principio estuvieron preparados toros de Gamero Cívico, que fueron desechados. Asistieron al palco real los infantes D. Fernando y D. Carlos. La tarde buena y la entrada muy buena pero sin llegar al lleno.

Al final de la relación de festejos celebrados cada año, Víctor Pérez López aporta un apéndice que titula: Resumen de la temporada. En este incluye: número de festejos, clasificados por modalidades y con una advertencia: se

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celebraron al menos. Aparecen: corridas de abono, corrida de inauguración de la temporada, corridas extraordinarias, corrida de Beneficencia —esta con su fecha de celebración, dada la importancia que tenía entonces— novilladas y becerradas. En el capítulo de profesionales se incluye el número de actuaciones de los matadores de alternativa, los medios espadas y los sobresalientes en corridas de toros, así como las actuaciones de los novilleros. Este apartado se completa con las alternativas y confirmaciones que se otorgaron, con indicación del padrino, el toro y la ganadería a la que pertenecía. También algunas otras observaciones de interés, como cornadas graves o mortales. O si algún toro fue al corral. Siempre con la precisa documentación. En el capítulo ganadero de este resumen final de temporada aparecen las reses lidiadas por cada criador, separando toros y novillos. Se anota si eran nuevas las vacadas, y se indica qué toros fueron estoqueados por rejoneadores o sobresalientes. Y aporta una información muy importante que podríamos titular: Toros destacados; en esta relación se incluyen aquellas reses que por su comportamiento en el ruedo u otra circunstancia sobresalieron en la temporada. Se aporta el nombre, la capa, el motivo por el que se incluye, quién lo mató, el orden de lidia, la fecha y algún dato más. En ocasiones, en este cuadro de honor se cita a la ganadería completa, pues a juicio de los revisteros todas las reses destacaron por su juego. Completa este resumen alguna información general, como que durante una determinada temporada se celebró el concurso para el nuevo arriendo la plaza por un periodo de seis años y el nombre del nuevo empresario. Como anotaba al comienzo, la obra tiene un extenso prólogo redactado por Rafael Cabrera Bonet, dividido en dos partes, que están incluidas en el tomo I, volumen primero, y en el tomo II, volumen tercero, que son dos ensayos históricos y bibliográficos relacionados con los 61 de vida de la Plaza de Madrid. Forman un todo con el conjunto y nos acercan al conocimiento histórico general de la época. El apartado bibliográfico, fundamentalmente las notas referentes a las publicaciones periódicas, es un estudio exhaustivo que se complementa con el incluido bajo el título Nota bibliográfica en el segundo tomo. El trabajo se remata con dos índices onomásticos en el que figuran, divididos en secciones, los ganaderos, picadores, caballeros en plaza, rejoneadores, toreros, lidiadores de a pie, auto-

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ridades y otras personas citadas, en lo que también constituye un trabajo exhaustivo. Es muy notable el breve estudio del autor que nos acerca a la historia de la plaza desde su concepción hasta su inauguración. Y pone al alcance de los lectores el urbanismo de la época, la fecha del comienzo de las obras, los arquitectos que la hicieron posible, los contratistas, el estilo del inmueble, su ubicación, la distribución de los espacios y las principales dependencias. Poco más puedo anotar; si cabe, que la edición es una de las clásicas de la Unión de Bibliófilos Taurinos. Esmerada y plena de detalles. Que está ilustrada con fotografías y carteles en color fuera de texto y que el final de cada temporada se cierra con una viñeta que reproduce un billete de toros correspondiente a la misma. Es la historia de la Plaza de Toros de Madrid, donde toreó, dice el autor, 285 tardes Lagartijo, más de 200 tardes Frascuelo, donde Guerrita, Joselito y Belmonte escribieron las páginas más brillantes del toreo. Lo he dejado escrito más arriba, pero lo reitero: es una obra de obligada referencia.

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El toreo contemporáneo (1947-1954) Guillermo Sureda Molina

Imprenta Atlante Palma de Mallorca, 1955

F ernando

del

A rco

de I zco

Para que un libro taurino sea elegido durante la confección de otra obra que trate el mismo tema, debe ser interesante y aportar algo, si no nuevo, sí importante, digno de ser recordado dentro de la tauromaquia. Guillermo Sureda Molina fue un prolífico escritor y crítico profundo, con mucha enjundia, que supo analizar y ahondar en la tauromaquia desde sus orígenes hasta su época, y también expresarla en términos claros, que pueden ser entendidos por aficionados y por profanos. Entre las obras que escribió y tengo en mi biblioteca taurina, he elegido El toreo contemporáneo (1947–1954) por considerarla relevante, pues expone con razonado equilibrio la situación en la que quedó la fiesta de los toros después de la muerte de Manuel Rodríguez Manolete, uno de los tres genios más importantes de la tauromaquia moderna (los otros dos son Juan Belmonte y Joselito el Gallo); ellos son los que nos han marcado las pautas para que el toreo se haya ido modificando, en su forma y fondo, hasta llegar a la perfección con que se ejecuta hoy. Sureda Molina nació en Mallorca, ejerció la crítica taurina desde el año 1945 y publicó varias obras de tema taurino, todas ellas importantes: Ensayos taurinos (1952); Introducción al toreo (1954); Toreo contemporáneo (1955); Antonio Ordóñez (1957); La suerte consumada (1958); Toreo en 1959 (1959); Conversaciones con A.O. (1962); El Viti, el hombre y el torero (1963); De El Viti a S. Martín (1965); El toreo gitano (1967); Paco Camino en blanco y negro (1969) y Tauromagia (1978). Una docena de maravillosas obras en las que el autor nos ofrece y demuestra toda su inmensa sabiduría taurina, y lo que es más difícil, la 155

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sencillez y claridad con que las sabe escribir para transmitírnosla a sus lectores. Como lo he mencionado, he elegido El toreo contemporáneo entre los 12 títulos que tengo de este autor, porque en él analiza inteligentemente y con enjundia la historia del toreo desde finales de 1947, año en que murió Manolete en Linares, hasta la temporada taurina de 1954, recién vuelto a los ruedos el maestro Domingo Ortega, a quien el autor considera como uno de los tres mejores toreros postjoselistas, junto con Juan Belmonte y Manolete. El análisis de los siete años (1947 a 1954) estudiados por el autor, los define el prologuista, Selipe, de la siguiente manera: El léxico no le es remiso ni avaro: cada juicio se establece con precisión ejemplar, con exactitud notable. Dice el autor que quiere, sin blandenguerías y sin crueldad, que los vocablos le respondan para que el concepto se burile y la frase resplandezca. Disfruta el autor de una notable fluidez, gracias a la cual verifica un examen concienzudo de siete años de toreo, de sus protagonistas y circunstancias sin que la avidez marque las páginas.

La premisa, ya planteada en su primer capítulo, marca toda la obra: la muerte de Manolete en Linares trajo consigo una aguda crisis taurina, aún no superada en 1954. Manolete, matador de toros desde julio de 1939 (año final de la Guerra Civil española), trajo consigo un nuevo modo de entender y ofrecer el toreo. Ni el torero, ni el público, a partir de entonces, permitirán las formas anteriores: la faena de muleta ya no solo servirá para preparar al toro para la estocada, ya que se pedirá y se exigirá que a todos los toros se les realice faena, formada por series de pases iguales, bellamente finalizados con el obligado de pecho o con algún otro adorno. Manolete amplió, y complementó, la idea genial belmontista de que el toro no tiene terrenos “de su propiedad”, pues todos son del torero, si sabe ocuparlos. Antes de abordar la herencia taurina de Manolete, Sureda Molina abre el siguiente interrogante: ¿todo fue bueno en él y en sus seguidores?, que él

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mismo contesta: en conjunto en él fue bueno, pero en sus imitadores quedaron más los pegapases, lo externo del toreo manoletista, no quedó su meollo, su involución dentro del toreo belmontista. Dedica capítulos a diversas figuras de la época posterior a Manolete, comenzando por Luis Miguel Dominguín, quien tomó dos alternativas, una en Bogotá en 1941, con solo 15 años de edad, que no fue reconocida en España, y otra, la definitiva, en 1944 en la Coruña; ambas fueron apadrinadas por Domingo Ortega. En 1946 toreó la gran Corrida de Beneficencia junto a Manolete, en la que obtuvo un señalado triunfo que lo lanzó al estrellato taurino. En 1949, en la Feria de San Isidro, se autoproclamó el número uno del toreo. Al finalizar 1952 Antonio Bienvenida hizo unas valientes declaraciones que provocaron, mediante la expedición de una ley estatal, que fuera prohibido el afeitado de los toros. Varios toreros, todos figuras, se retiraron entonces: Manolo González, Agustín Parra Parrita, Antonio Ordóñez, Litri y Luis Miguel Dominguín, entre otros. Hace Sureda un sesudo estudio sobre la para él hipotética competencia, Manolete–Luis Miguel Dominguín, que la familia de este último pregonó con bombo y platillo, pero que no existió en la realidad; ambos torearon juntos solamente 12 corridas de toros y un festival. Jamás rehuyó Manolete su emparejamiento con Luis Miguel. Considera que a Dominguín le faltó añadir emoción a su grande y largo toreo, poderoso y sencillo, para sobrepasar primero a Manolo González y después a Litri, la atracción del público. Le faltó a Dominguín ángel, duende y gracia, pero reconoce Sureda que ha sido una de las mentes taurinas más claras que ha tenido el toreo. Se refiere también a Manolo González, de Sevilla, donde se doctoró en el año 1948 obteniendo un gran triunfo que ratificó en su confirmación en Madrid. En Barcelona ha sido uno de los dos toreros que más actuaciones sumó en un solo año. Se retiró muy pronto, dejando una estela de valor muy grande, cosa nada fácil en un torero de la llamada escuela sevillana, y una personalidad muy acusada que le permitió competir y superar a todos los toreros de su época.

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Un caso curioso en el toreo de los años anteriores a este estudio de Sureda Molina, fue el binomio Aparicio-Litri, quienes como novilleros, arrasaron y devolvieron la pasión taurina a los tendidos, pero que dentro del periodo estudiado (1947-1954) y ya como matadores de toros, engrosaron sin gran éxito y sin el fulgor de sus años de novilleros, la lista de matadores de toros. Todo volvió a su cauce normal una vez perdida la inercia y la atracción masiva de sus primeros años como novilleros, en los que ambos torearon más festejos que quienes integraban el escalafón superior de la época. A los dos años de alternativa dejaron de interesar en exceso al público. De “la generación postmanoletista”, nos habla Sureda de diversos diestros, trazando una separación entre Aparicio y Litri y los demás novilleros primero y con los matadores de toros desde 1950, cuando su apoderado José Flores Camará —el mismo de Manolete— hacía su propaganda en El Ruedo y Dígame con ambos toreros a su lado diciendo: Estos son mis poderes… En opinión del autor, esta pareja no ofreció una rivalidad en el más amplio sentido de la palabra, sino más bien fue un perfecto montaje del apoderado de ambos para lograr un buen negocio. Advirtiendo que todo lo que dice el autor debe servir hasta enero de 1955 (página 109), se mete de lleno en la época postmanoletista, que en su opinión integraron básicamente cinco toreros: 1) el ya mencionado Luis Miguel Dominguín; 2) Antonio Ordóñez —pareja de Luis Miguel en innumerables festejos familiares—, quien era dueño de un arte exquisito y un garbo profundo, se nos iría de los toros sin haber dado todo cuanto llevaba dentro de su cuerpo de gran torero; una verdadera pena; 3) Manolo Vázquez, quien destacó por su toreo de frente, dando el pecho al toro; 4) Juan Posada, con aliento belmontista, torero fácil con el toro fácil, pero a quien le faltaba “duende”; Emilio Ortuño Jumillano, buen torero al que se consideró perjudicado por la influencia de su padre y apoderado, y quien podía mejorar, pero carecía de consistencia, y 5) Pedro Martínez Pedrés, un triunfador en sus inicios, que llenaba las plazas con su toreo tremendista, pero que cuanto pulió su estilo, dejó de triunfar apoteósicamente. A los cinco toreros citados los estudia Sureda muy a fondo, especialmente después de un hecho importantísimo que partió por la mitad su carrera taurina: la aparición del toro en puntas, es decir, la prohibición

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por ley del afeitado de las reses, que coincidió con los inicios de los cinco como matadores de toros. Ya se ha tratado este importantísimo asunto. A continuación estudia el autor “la moda taurina”, advirtiendo que si lanzamos una ojeada a la historia, veremos que toda ella se nutre de modas y que ella misma es, en esencia, una moda. En el toreo hay también modas, algunas de ellas funestas, que tuvieron auge entre 1947 y 1954. El cite lejano, moda de aquellos años, lo mismo con toros prontos que con toros tardos; era la moda y había que ejecutarlo desde que Litri logró sus mejores triunfos aplicando este cite de lejos con todos los toros; el paseíto, la forma y moda de torear dando paseos entre pase y pase, dejando de ligar la faena; el toreo de frente, perfecto si el torero va girando el cuerpo acorde con la llegada del toro al embroque a fin de poder cargar la suerte y preparar y ligar el siguiente muletazo, y el toreo de espaldas, con el que se perdió el respeto al toro, al despreciarlo toreándolo de espaldas; una moda negativa para el toreo. Dedica el autor 10 páginas a “consideraciones en torno al adorno”, un interesante tema con Rafael el Gallo como prototipo del torero adornista, y 12 páginas más al “proceso del afeitado”, que detonó en 1952 cuando Antonio Bienvenida denunció en una emisora de radio el abuso del afeitado de los pitones en las corridas de toros y lo ratificó más tarde en el diario ABC de Madrid, culpando a los toreros, a sus apoderados y a los ganaderos del abuso de esta tara, aclarando que los empresarios no entraban en esta estafa. Como consecuencia, el 10 de febrero de 1953, el Director General de Seguridad emitió una orden del Ministerio de Gobernación que regulaba la edad, el peso y las defensas de los toros de lidia. A propósito del afeitado, el autor incluye un interesante escrito que titula: “Mi punto de vista. Nadie tiene la razón”. En cinco separatas da Sureda Molina su opinión sobre la actuación de las distintas personas y entidades que participaron en este asunto engorroso del afeitado, concluyendo que “ninguno tiene la razón”: ni Antonio Bienvenida, quien denunció el abuso del afeitado después de haber toreado toros con los pitones aserrados; ni la autoridad competente, que conocía el asunto desde tiempo atrás; ni los toreros que vetaron a Bienvenida por su denuncia; ni algún ganadero, como Antonio Pérez de San Fernando;

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ni el público, que habiéndose vuelto loco con el Litri, después se entusiasmó con las declaraciones de Antonio Bienvenida. A continuación incluye un interesante capítulo dedicado a la vuelta a los ruedos del maestro Domingo Ortega, decisión que considera un error taurino y que demuestra con sus atinados comentarios. Sureda Molina nos ofrece otra opinión interesante en las páginas 199 a 210, al preguntarse: ¿Qué cualidades primeras, esenciales, básicas, necesita un hombre para convertirse en torero de alto rango aceptando, claro está, la necesidad ineludible de una poderosa afición para semejante menester? El propio autor responde a su pregunta: A mi juicio, las que signan la labor de todo gran torero, desde la venida de Juan Belmonte, son estas: valor, inteligencia, personalidad y arte. Creo sinceramente que estas cuatro cualidades son los cuatro pilares fundamentales sobre los que se asienta todo el toreo de rango considerable.

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República y toros (España 1931-1939) Fernando Claramunt López

Egartorre Libros. Colección Burladero Madrid, 2006

X avier G onzález F isher La Segunda República Española se proclamó el 14 de abril de 1931, luego de que en las elecciones municipales, los partidos de tendencia republicana derrotaran en las urnas a los grupos monárquicos que respaldaban el gobierno del rey Alfonso XIII. Así, sin beligerancia de por medio y sin abdicación formal, el rey Borbón accedió abandonar España y permitir que se formara, sin su presencia, un gobierno republicano que habría de durar escasos ocho años. Es precisamente este periodo de tiempo el que cubre la obra del médico Fernando Claramunt López, el cual arranca casi justo al inicio de la temporada taurina del año de la proclamación republicana, que se significó en lo taurino —de acuerdo con el autor— por la muerte de Francisco Vega de los Reyes Gitanillo de Triana, a causa de la cornada que el toro Fandanguero de Graciliano Pérez Tabernero le infligió el 31 de mayo en Madrid y de la que moriría 75 días después. El surgimiento de Jesús Solórzano, el Rey del Temple, también llama la atención de Claramunt, quien repara en su notable actuación ante el toro Revistero de Aleas el 7 de junio de aquel año, tras la cual se le llamó el Antonio Márquez mexicano. Visto en retrospectiva, uno de los acontecimientos más trascendentes en ese periodo fue el estreno de la plaza de Las Ventas, el día 17 de junio. La corrida inaugural fue organizada por el alcalde de Madrid, don Pedro Rico, a beneficio de los trabajadores que se encontraban en paro. Refiere el autor que los accesos a la plaza no estaban terminados, pero que aun 163

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así se decidió celebrar el festejo, en el que actuaron Diego Mazquiarán Fortuna, Marcial Lalanda, Nicanor Villalta, Fausto Barajas, Luis Fuentes Bejarano, Vicente Barrera, Fermín Espinosa Armillita Chico y Manolo Bienvenida, para lidiar toros de Juan Pedro Domecq (antes Veragua), Julián Fernández (antes Vicente Martínez), Manuel García Aleas, Concha y Sierra, Graciliano Pérez Tabernero, Andrés Sánchez de Coquilla, Agustín de Mendoza e Indalecio García Mateo. Entre los diestros actuantes, Fausto Barajas llegó a la plaza en una jardinera propiedad de Basilio Barajas, coche y tiro de caballos que fueron propiedad de Isabel de Borbón, mientras que, debido al lío provocado por la falta de accesos adecuados a la nueva plaza, Luis Fuentes Bejarano y Manolo Bienvenida tuvieron que llegar caminando al coso taurino desde la plaza de Manuel Becerra. El festejo fue presidido por el propio alcalde Pedro Rico, con las asesorías (una por toro) de los matadores en retiro Rafael Guerra Guerrita, Antonio Fuentes, Antonio Guerrero Guerrerito, Ricardo Torres Bombita, Rafael González Machaquito, Vicente Pastor, Manuel Mejías Bienvenida y Serafín Vigiola Torquito. También asistió al festejo el presidente provisional de la República Niceto Alcalá Zamora. En lo político refiere el autor acontecimientos como la quema de los jesuitas en la calle de la Flor; la del templo de los Carmelitas Descalzos en la Plaza de España y el derribo de la estatua de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid, hechos que dieron un arranque convulso al breve periodo republicano conquistado en las urnas por los españoles. Destaca también Claramunt que un acontecimiento importante de esta etapa de la historia de España, fue la publicación del libro Impresiones del natural del pintor Carlos Ruano Llopis, editado en Valencia, obra que pertenece a lo que puede considerarse la edad de oro del cartel taurino. Curiosamente, luego de la publicación del libro, Ruano emigró a México, donde se quedó para los restos. 1933 fue el año del ascenso de los toreros mexicanos en España; Lorenzo Garza entró en competencia con Luis Castro el Soldado, mientras Armillita era el competidor de Domingo Ortega, cabeza del escalafón.

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También destaca en ese año la Corrida de Beneficencia del 21 de abril, en la que lidiaron ocho toros de Bernardo Escudero Nicanor Villalta, Manolo Bienvenida, Domingo Ortega y Antonio García Maravilla, quien confirmaba su alternativa. El tercer toro de la tarde hirió de gravedad a Manolo Bienvenida y el cuarto lesionó a su vez a Ortega y a Maravilla; fue así que Nicanor Villalta se quedó con todo el peso de la corrida, matando siete toros —y hasta se dio el gusto de banderillear al sexto—, saliendo en hombros de la plaza. En lo político, 1933 fue el año de la fundación de la Falange Española y de la polarización de las facciones políticas en diversos partidos y asociaciones, que encendieron y exacerbaron los enconos entre las dos Españas, como sucedió con los grupos más tradicionalistas, que empezaron a buscar la ayuda de Mussolini en Italia. En ese mismo año tuvo lugar la publicación de Muerte en la tarde, de Ernest Hemingway, obra que al decir de muchos, es de lo mejor que han escrito los ‘extranjeros’ sobre la fiesta de toros y sobre España. De igual manera, en 1933 Miguel Hernández sacó a la luz Perito en lunas, obra en la que el poeta de Orihuela afirma admirar al torero, pero en la que se identifica más con el toro bravo. Por su parte, 1934 fue un año trágico en lo taurino. Si bien comenzó con buenos augurios con las reapariciones de Rafael el Gallo, Juan Belmonte e Ignacio Sánchez Mejías, por desgracia terminó con la muerte de este último. Rafael Gómez el Gallo volvió a España después de permanecer durante cinco años en América y lo primero que hizo al llegar a Andalucía fue probarse con unas vacas de buena presencia, antes de reaparecer en Madrid el 3 de mayo, para estar… en el Gallo. El mes siguiente, en Valencia, resarciría los daños y en Sevilla y Granada salió triunfante, pero en Córdoba volvieron los malos mengues a asomarse y no volvería a triunfar sino hasta San Sebastián, demostrando que pese a haber tomado la alternativa en 1904, su tauromaquia continuaba vigente. Por su parte, Ignacio Sánchez Mejías sustituyó a Domingo Ortega en Manzanares la tarde del 11 de agosto, en la que alternó con Fermín Espinosa Armillita y Alfredo Corrochano para lidiar una corrida de Ayala. El toro Granadino, número 16, prendió por el muslo derecho a Sánchez

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Mejías, quien no permitió que lo intervinieran en Manzanares, solicitando su traslado a Madrid; el resto de la historia es de todos conocido. El 14 de octubre de aquel 1934 se dio el último festejo en la plaza de la Carretera de Aragón (que había sido inaugurada en 1874), con la actuación del rejoneador Antonio Cañero y los diestros Marcial Lalanda, Joaquín Rodríguez Cagancho y Gitanillo de Triana. El festejo había sido originalmente programado una semana antes, pero una huelga obligó a su posposición. Juan Belmonte se presentó el 21 de octubre en la apertura definitiva de Las Ventas y lo hizo cortando el rabo del toro Desertor, de Carmen de Federico; sus alternantes fueron Marcial Lalanda y Joaquín Rodríguez Cagancho. En el año siguiente aparecieron dos toreros que serían leyenda: Manuel Rodríguez Manolete y Silverio Pérez, aunque la eclosión y el desarrollo taurinos de ambos se dieron hasta después de la Guerra Civil. Los dos se presentaron como novilleros en la plaza de Tetuán de las Victorias y en el futuro, ya como matadores de toros, compartirían muchos carteles en México. Durante el periodo republicano era frecuente la presencia en los ruedos de señoritas toreras como Juanita Cruz, las hermanas Palmeño, Angelita Álamo, María Luisa Jiménez la Atarfeña y Pepita Ortega, entre las más destacadas. El toreo femenino vio su final al terminar la guerra, pues se prohibió a las mujeres torear a pie en público. El año 1935 fue de rabos en la plaza de Las Ventas, ya que se cortaron cinco de ellos; el primero por Manolo Bienvenida el 2 de junio; después Juan Belmonte en su última aparición en esa plaza, el 22 de septiembre; en esa misma fecha cortó otro rabo Alfredo Corrochano y una semana después hicieron lo mismo Curro Caro y nuestro compatriota Lorenzo Garza, el único torero mexicano que ha logrado tal proeza. En 1936 el ambiente estaba revuelto. El 15 de mayo se expidió una Orden Ministerial que establecía que los toreros extranjeros que quisieran actuar en España debían contar con una carta de trabajo. Eso dio lugar a que los toreros españoles se negaran a actuar con sus pares mexicanos, aun en carteles ya anunciados y pese a encontrarse ya reunidos en el patio de

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cuadrillas, como sucedió la tarde del 15 de mayo; en aquella ocasión Marcial Lalanda y Fuentes Bejarano fueron ingresados en prisión, junto con los integrantes de sus cuadrillas, por negarse a actuar en Madrid al lado de Armillita. Fuera de estos incidentes, el doctor Claramunt no ahonda en las causas de la orden ministerial que exigía esa carta de trabajo. La historia señala que a raíz de la retirada de Vicente Barrera al final de 1935, su apoderado Domingo González Dominguín repartió las fechas que el diestro tenía contratadas para el año siguiente, desencadenando el disgusto de Marcial Lalanda y de Manolo Bienvenida, quienes no recibieron la parte que esperaban de esas fechas, por lo que instigaron la expulsión de las plazas de los toreros mexicanos, así como su posterior deportación. El 18 de julio se produjo el alzamiento armado y con él, el inicio de la Guerra Civil. La actividad taurina continuó sin interrupción en la zona republicana, que era en donde estaban concentrados la mayoría de los toreros, con Madrid, Valencia y Barcelona como los principales puntos de actividad taurina. Por su parte, en la llamada zona nacional, la fiesta se reanudaría hasta el mes de octubre. Por otro lado, en el campo bravo se empezaron a cometer atrocidades en contra de los criadores de toros de lidia y de los periodistas. Así, se pueden consignar los asesinatos de los ganaderos Argimiro Pérez Tabernero; de los hijos de José García Aleas; del duque de Veragua, de Cristóbal Colón Aguilera y de los periodistas taurinos José Casado Pardo Don Pepe y Fernando Gillis Claridades. El año 1937 fue más político que taurino; en Valencia se dio un festejo en febrero con una “limpia de corrales”, pues las ganaderías de la zona ya estaban casi exterminadas. Los toreros que aún permanecían allí, como Manuel Jiménez Chicuelo, Jaime Pericás, Pedro Basauri Pedrucho o Silvino Zafón Niño de la Estrella, buscaban pasaporte para ir a Francia a torear corridas reales o supuestas y de allí pasarse a la zona nacional, concretamente a Andalucía. En la zona nacional se reanudó la actividad de los novilleros; Manolete retomó su paso por los ruedos y le acompañaron en los carteles Pepe Luis Vázquez, Juan Belmonte Campoy, José Ignacio Sánchez Mejías, Rafael

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Ortega Gallito, Manuel Álvarez Andaluz, Emiliano de la Casa Morenito de Talavera, los hermanos Antonio y Ángel Luis Bienvenida, Domingo y Pepe Dominguín, entre los más notables. 1937 fue también el año del exilio del que fuera presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora; del asedio del Alcázar de Toledo y de las batallas de Belchite, Brunete, Jarama y Teruel, quizás los escenarios de la Guerra Civil que más costos tuvieron en vidas humanas y en daños materiales y que comenzaron a anunciar que el fin de la conflagración estaba ya cerca. El siguiente acontecimiento bélico relevante fue la batalla del Ebro, que definió el curso de la guerra. También en relación con ese mismo año, Claramunt hace un recuento de la participación de los toreros en el conflicto y proporciona algunos nombres destacados, como los de Luis Prados Litri II, jefe de la Brigada de los toreros; Saturio Torón, Juan Mazquiarán Fortuna Chico, Manuel Vilches Parrita, Silvino Zafón Niño de la Estrella, Enrique Torres y Luis del Egido Marinero Chico, entre otros. Adicionalmente, vuelve a aparecer Hemingway, esta vez en la compañía de un torero norteamericano, Sidney Franklin, aparentemente en labores de corresponsal de guerra. La realidad es que su presencia en Madrid le permitió obtener las ideas necesarias para escribir otra de sus novelas exitosas, Por quién doblan las campanas, que fue llevada al cine en Hollywood en 1943 y prohibida por Franco en España. 1939 es el llamado Año de la Victoria para muchos españoles y el año de la derrota y el exilio para muchos otros. El 1 de abril se declaró el fin de la guerra y a partir del 18 de mayo se reanudó la actividad taurina en todas las plazas de España. En Madrid se celebró la Corrida de la Victoria el 24 de mayo de 1939, en la que alternaron Vicente Barrera, Domingo Ortega y Pepe Bienvenida y en la que cada uno de ellos obtuvo un rabo. Ese mismo año tuvo lugar, el 2 de julio en Sevilla, la alternativa de Manolete, quien la recibió de manos de Manuel Jiménez Chicuelo, llevando como testigo a Gitanillo de Triana. El diestro cordobés la confirmaría en Madrid el 12 de octubre, apadrinado por Marcial Lalanda y con el testimonio de Juan Belmonte Campoy. Se iniciaba una nueva etapa en la historia de España y en la del toreo.

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Contar la historia no es una tarea fácil y mucho menos cuando se trata de entreverar acontecimientos que ocurren en dos ámbitos distintos de la vida diaria. En República y Toros (España 1931-1939), Fernando Claramunt López consigue exponer cómo se desarrollaba la vida en las calles y en las instituciones de la España republicana y cómo estos hechos fueron afectando al mundo de los toros, hasta llegar al casi exterminio de la cabaña brava en la zona controlada por el gobierno de la República. La relación de hechos establecida por el autor nos muestra cómo en los primeros días del nuevo régimen republicano, la convivencia de las instituciones con la fiesta fue muy estrecha, pues las autoridades asistían testimonialmente a los festejos en los que su presencia era requerida (como las corridas de la Beneficencia, de la Prensa, etc.), sin entorpecer el desarrollo del espectáculo, ni en lo artístico, ni en lo empresarial. Asimismo, en los primeros tiempos de la República se daba también una convivencia permanente y con escasas fricciones entre las torerías de los distintos países del mundo taurino, lo que daba variedad y frescura a los carteles que se ofrecían a la afición; los toreros mexicanos afincados en España hacían largas temporadas en aquellas tierras. República y Toros (España 1931-1939) es un libro que vale la pena leer para entender una etapa de la historia del toreo en la que hay aún muchos espacios vacíos de información histórica. Los hechos que narra, vistos en retrospectiva, nos enseñan que la fiesta de los toros ha formado parte de la idiosincrasia del pueblo español, y que los acontecimientos políticos no tenían por qué afectarla, razón por la que podemos concluir que respetando el modo de pensar de quien tenemos frente a nosotros, es factible conservarla y fomentarla. Acerca del autor: Fernando Claramunt López nació en Alicante en 1927. Es médico psiquiatra y profesor de psicopatología en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido autor de diversas obras en los campos de la psiquiatría y de lo taurino; entre otros del volumen VII del tratado técnico e histórico Los Toros de José María de Cossío, aportando el tema Los toros desde la psicología (Madrid, 1982). También es autor de Historia ilustrada de la tauromaquia, de la colección La Tauromaquia de Espasa Calpe (Madrid, 1992); de Manolete, él y sus circunstancias (Madrid, 1997) y de Los toreros de la reina Isabel II (Madrid, 2005). Asimismo, ha sido Presidente del Círculo de Amigos de la Dinastía Bienvenida y ha recibido el premio Campos de España a la torería y el premio internacional Zúmel de ensayo taurino, entre otras distinciones.

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Garapullos por máuseres La fiesta de los toros durante la Guerra Civil (1936-1939) Antonio Fernández Casado

Editorial La Cátedra Taurina Madrid, 2015

R afael M edina

de la

S erna No puede comprender bien la historia de España quien no haya construido, con rigurosa construcción, la historia de las corridas de toros. José Ortega y Gasset

Antonio Fernández Casado, autor y promotor taurino bilbaíno, ha colaborado, desde los años 80 del siglo XX, en diversos medios de comunicación españoles como Diario 16, Radio Popular de Bilbao, El País (edición del País Vasco), la Revista del Club Taurino ‘Cocherito de Bilbao’ (del que funge como presidente), 6 Toros 6 y Taurología, entre otros. Es autor además de valiosos títulos sobre la tauromaquia en el País Vasco: Toreros de hierro: diccionario de toreros vizcaínos; la biografía de Cástor Jaureguibeitia Ibarra, Cocherito de Bilbao; Bizkaia taurina: plazas de toros vizcaínas y Zacarías Lecumberri: el estoqueador aventurero, así como de La guía histórica de fondas, posadas, hoteles, restaurantes, tabernas y txakolís de Bilbao. Con Garapullos por máuseres Antonio Fernández Casado trasciende el ámbito geográfico vasco y emprende una amplia investigación sobre las vicisitudes de la fiesta taurina durante la Guerra Civil española en todo el territorio español y en ambos bandos en conflicto; sustenta su trabajo en un riguroso aparato documental que evade sistemáticamente las calificaciones gratuitas y los prejuicios ideológicos. El terrible conflicto fratricida que dividió España a partir de 1936, es un tema que habitualmente ha sido pasado por alto por la mayoría de los estudios históricos relativos a la tauromaquia hispana. Pocos han sido, según Fernández Casado, los títulos que han abordado de manera frontal este tema, encabezados por Toros y toreros, de 1936 a 1940, de Luis Uriarte 170

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—quien firmaba sus crónicas con el seudónimo de Don Luis—, que ha sido la fuente de la que han abrevado el resto de los trabajos posteriores sobre el particular, como Los toros de la guerra y del franquismo, de Demetrio Gutiérrez Alarcón, Los toros en la guerra española, de Julio de Urrutia o La Brigada de los Toreros, de Javier Pérez Gómez. **** En los capítulos iniciales de su obra, el autor aborda los antecedentes históricos del tema en cuestión, explorando las tormentosas relaciones existentes entre la fiesta de toros y la política española de las primeras décadas del siglo XIX, que se caracterizaron por las violentas pugnas entre los bandos absolutista y liberal. La intervención francesa exacerbó las pasiones nacionalistas no solo en las calles y en la tribuna política, sino también en los ruedos; mientras el usurpador José Bonaparte intentaba congraciarse con la población española autorizando nuevamente la fiesta de toros que había sido prohibida en 1805 por Carlos IV, en Andalucía (bastión antifrancés) diestros como Francisco Herrera —mejor conocido como Curro Guillén— y algunos miembros de su cuadrilla, o el gitano Juan Núñez Sentimientos, no dudaban en abrazar la acción política para combatir al rey intruso y a los odiados invasores gabachos. Luego de la expulsión de los franchutes, la rivalidad entre los dos bandos irreconciliables (y entre los toreros adscritos a una y otra postura política) continuó exacerbándose, lo mismo durante el breve periodo constitucional-liberal de 1820 a 1823, que durante la restauración de Fernando VII, y más tarde, a lo largo de los más de 40 años de guerras civiles carlistas. Coletas como Antonio Ruiz el Sombrerero, Francisco Arjona Cúchares o Salvador Sánchez Frascuelo, furibundamente monárquicos, pugnaban en el ruedo y fuera de él con otros diestros de filiación liberal y, por ende enemigos del absolutismo, como Jerónimo José Cándido, Juan León Leoncillo, Roque Miranda Rigores, Rafael Molina Lagartijo o el madrileño José Muñoz Pucheta, un diestro sin muchos mimbres taurinos, pero que destacó en la trinchera política como jefe revolucionario liberal bajo el mando del general Espartero, y que murió en las barricadas en 1856. ****

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Un capítulo aparte merece en el libro de Fernández Casado lo que actualmente podría denominarse como la política de géneros en la fiesta de toros. Aunque marginal, la participación de las mujeres como protagonistas del espectáculo taurino ha dado de qué hablar desde la segunda mitad del siglo XVII, época en la que se registran los nombres de algunas féminas toreras como María de Gaucín y Francisca García la Motrilera, pero también en la que se emite la primera prohibición de esta práctica, decretada a finales del siglo por el ministro de Carlos IV, Manuel Godoy. Aquella primera exclusión de las mujeres de los ruedos españoles fue suspendida en 1811 por José Bonaparte, en un intento del usurpador por congraciarse con la población española. Esta medida fue aprovechada por la torera asturiana Teresa Alonso, quien consiguió partir plaza en Madrid el 28 de julio de 1811, abriendo nuevamente las puertas de la práctica taurina al sector femenino, que continuó amenizando el espectáculo hasta 1906, año en el que Antonio Maura, ministro de Alfonso XIII, decretó una nueva prohibición que prevaleció hasta la llegada de la segunda República española. Amparadas por la Constitución republicana de 1931, las mujeres reclamaron —y conquistaron— su derecho a torear, a pesar de la oposición y de las burlas de buena parte del público, que solía descalificar a las toreras tachándolas de “marimachas”. Sobrevino entonces una breve pero fecunda época de auge del toreo femenino durante los años previos al estallido de la Guerra Civil, época en la que destacaron a la vez rejoneadoras como Luisa Paramón y Beatriz Santullano, y toreras de a pie como María Luisa Jiménez, anunciada como Viuda de Atarefeño; Enriqueta y Amalia Almenara, mejor conocidas como las hermanas Palmeño (por ser hijas del modesto ex novillero Pedro Almenara Palmeño); Agustina Rodríguez la Reverte o Juanita Cruz de la Casa, sin duda la más exitosa de las damas toreras de aquellos años, quien a lo largo de una carrera fulgurante en ambos lados del Atlántico (fue la única profesional taurina española que pudo torear en México durante los años del veto a la torería peninsular), que duró desde 1934 hasta 1947, sumó más de 700 festejos toreados.

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Comentario aparte merece el curioso caso de la torera transexual Agustina María Salomé Rodríguez la Reverte, quien, tras incorporarse a las huestes del toreo femenino luego de desempeñarse como peón en una mina, se pasó a las filas de los toreros, exhibiendo para ello un certificado (probablemente falso) que lo acreditaba como Agustín Rodríguez Reverte, nombre con el que se retiró de los ruedos sin haber conocido el triunfo, para reincorporarse a la vida laboral como guardia de seguridad. El estallido de la Guerra Civil y la posterior victoria nacionalista truncaron las carreras y las aspiraciones de las mujeres toreras y cancelaron de manera tajante los derechos de las estoqueadoras, quienes no volvieron a los ruedos ibéricos sino hasta la restauración democrática española de los años 80 del siglo XX. ***** A lo largo de casi tres siglos, la fiesta de los toros se ha constituido en uno de los principales espectáculos de arraigo popular en España, levantando pasiones en todos los sectores de la población —sin distinciones de orden social o ideológico—, al grado que la afición por la tauromaquia era una de las pocas cosas en la que han coincidido la mayoría de los españoles desde el siglo XVIII, por encima de las filias y las fobias hacia las grandes figuras, que desde entonces han polarizado a la afición en bandos taurinos irreconciliables. Sin embargo, a pesar de esta coincidencia de base, la Fiesta nunca ha estado exenta de conflictos de orden político, social o laboral. En 1901, el proletariado taurino, integrado por los subalternos bajo las órdenes de los primeros espadas, dio inicio al sindicalismo taurino con la creación de la Asociación de Picadores y Subalternos (más tarde convertida en la Unión Española de Picadores y Banderilleros), fundada con el propósito de regular legalmente el trabajo de la peonería, buscando establecer una escala salarial basada en la categoría de los estoqueadores contratantes, que integraban el sector “patronal” de la fiesta, que estaba representado por la Asociación de Matadores de Toros y Novillos, promovida por Ricardo Torres Bombita, quien en 1909 había fundado la Asociación Benéfica de Auxilios Mutuos de Toreros, conocida familiarmente como el Montepío de Toreros.

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En el marco de las pugnas sindicales entre estos dos sectores taurinos laboralmente contrapuestos y del caldeado ambiente político derivado del triunfo del Frente Popular en las elecciones de 1936, la fiesta de toros en España sufrió una de sus más graves crisis con el estallido del conflicto entre los toreros locales y el numeroso contingente de coletas mexicanos de todas las categorías que por aquellos años “cortaba el bacalao” en los carteles y cuya presencia y protagonismo en los ruedos españoles eran vistos por los toreros hispanos como serias amenazas en contra de sus intereses gremiales. Las reivindicaciones proteccionistas de los diestros españoles muy pronto dieron lugar a graves enfrentamientos, que surgieron a raíz de la obligatoriedad impuesta a los mexicanos de gestionar cartas de trabajo (cada vez más difíciles de obtener) para poder alternar con sus pares locales. A esta medida se sumaron muy pronto los boicots tanto sindicales como periodísticos, e incluso las agresiones verbales y físicas, como la sufrida por Miguel Torres, apoderado de Luis Castro el Soldado, quien fue atacado violentamente en el Café Colón el 13 de junio de 1936 por los diestros sindicalistas hispanos Manuel Vilches Parrita y Antonio García Maravilla. Finalmente, tras un virulento encarroñamiento, este conflicto (que se ha denominado en nuestro país como el boicot del miedo) se saldó con la repatriación forzosa de la torería mexicana asentada en España (con el maestro saltillense Fermín Espinosa Armillita a la cabeza) y con la ruptura total entre ambos sectores de profesionales, que abrió una honda brecha que durante ocho años mantuvo alejadas a las fiestas taurinas de España y México, hasta que en 1944 se consiguió firmar un convenio regulador que volvió a acercar a las tauromaquias de ambas orillas del Atlántico. ***** El estallido del conflicto bélico en España en 1936 afectó profundamente al mundo del toro, con unas consecuencias que proyectaron su impronta hacia las décadas posteriores, una vez terminada la contienda fratricida. Como atinadamente apunta el historiador vasco Manuel Montero, prologuista de Garapullos por máuseres: Los toros, con los diversos elementos que los componen, forman un mundo propio, pero no son un mundo aparte. Por eso, como toda la sociedad española, se vieron drásticamente afectados por la sublevación

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militar del 18 de julio y la contienda en la que desembocó. En este mismo orden de cosas, el escritor Asier Guezuraga, quien redactó el epílogo del libro, nos advierte: A nadie debe extrañar que el espectáculo taurino se entrelace como si fuese un mano a mano con los aconteceres políticos y bélicos que van ocurriendo en un país marcado por el sino de la muerte, el fuego de las balas, la sangre y el toro. Una muestra de la vorágine política que arrebató a la fiesta taurina peninsular fue la formación, apenas iniciada la rebelión nacionalista, de batallones milicianos integrados por voluntarios procedentes de todos los oficios, incluido por supuesto, el taurino. Entre estos coletas de extracción proletaria o anarquista, destacan algunos casos singulares como el de Melchor Rodríguez, quien fue funcionario republicano y fungió como director de las prisiones de Madrid y Alcalá de Henares, cargo en el que destacó por su humanismo al oponerse a la ejecución sumaria de más 1,500 presos facciosos a los que salvó de la muerte; el ya citado Manuel Vilches Parrita, quien se enroló como combatiente —con el grado de teniente— en el frente de Somosierra; o el madrileño Luis Prados Litri II (sin parentesco alguno con la famosa dinastía taurina onubense de los Litri), un personaje de leyenda que se integró —y que comandó— la 96a brigada mixta del Ejército Popular Republicano, mejor conocida como la Brigada de los toreros, en la que participaron subalternos y diestros simpatizantes de las centrales obreras ugt y cnt, que combatieron en el frente de Teruel hasta 1939. ***** En el bando republicano, el levantamiento militar supuso no solo la desaparición de la mayor parte de la cabaña brava de los cortijos bajo el control popular, sino también una feroz persecución en contra de los criadores de toros bravos por parte de los radicales de izquierda. En el mismo año del alzamiento fueron pasados por las armas, de manera sumaria: Argimiro Pérez-Tabernero y sus hijos Fernando y Juan; los hijos de Manuel Escribá, así como el duque de Veragua —ya muy anciano— y José García Aleas, ambos fusilados en una cuneta de la carretera de Fuencarral. También muchos coletas de la parte alta del escalafón —calificados por sus adversarios como “señoritos fascistas”— sufrieron en sus personas o en sus propiedades el odio sectario de los milicianos extremistas. Tales fueron los casos de Domingo Dominguín, capturado y recluido en una

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checa y luego providencialmente liberado gracias a la amistad de su madre con Dolores Ibárruri la Pasionaria y exiliado en México hasta el fin del conflicto; o de Marcial Lalanda, simpatizante de la Falange, quien sufrió la pérdida de nueve familiares cercanos que fueron fusilados, además de la colectivización de dos cortijos de su propiedad y la aniquilación de todos sus rebaños; o de Victoriano Roger Valencia II, falangista militante asesinado en Madrid por gatilleros de izquierda; o el jerezano Juan Luis de la Rosa, ejecutado por milicianos radicales, a pesar de haber participado en Barcelona en festejos taurinos a favor de la República. Estos vesánicos crímenes cometidos por los radicales de izquierda no fueron muy diferentes a los perpetrados por la derecha fascista en las zonas capturadas por los nacionalistas. En Sevilla, el gobernador militar, general Gonzalo Queipo de Llano, impuso un régimen de terror en contra de sus adversarios políticos, en el que participó de manera activísima el diestro José García Carranza, Pepe el Algabeño, un auténtico sicópata que dirigía un escuadrón de la muerte denominado Policía Montada de Andalucía, cuyo objetivo era limpiar de “rojos” el campo andaluz. Otro tanto sucedió en la provincia de Córdoba, donde actuaban sin control ni freno escuadrones de terratenientes y toreros “señoritos” con idénticos objetivos; tales fueron los casos del caballista Antonio Cañero, organizador de un escuadrón montado —conocido como el Batallón del Gran Capitán—, que ejerció una brutal represión en contra de ciudadanos cordobeses republicanos; o del criador de bravo Félix Moreno de Ardanuy, enemigo acérrimo de la reforma agraria de 1931, que había colectivizado sus propiedades hasta que la zona cayó en poder de las tropas franquistas, coyuntura que Moreno de Ardanuy aprovechó para regresar a Córdoba para cobrar venganza y ejecutar a más de 300 milicianos. Como bien señala Fernández Casado: Los profesionales del mundillo taurino son personas de sensibilidades sociales diversas, también, naturalmente, en lo que concierne a las ideas políticas. La posición que la mayoría de los integrantes del planeta taurófilo mantuvo a lo largo de los 987 días que duró la Guerra Civil ha sido un tema tabú sobre el que casi ninguno de sus protagonistas se ha pronunciado públicamente. De esta manera, la postura que adoptó el

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colectivo taurino ante la asonada militar es un capítulo en blanco en las biografías de la mayor parte de los estoqueadores de reses bravas que estuvieron en activo entre el 18 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939.

Si bien la generalidad de los profesionales del toro —en especial los espadas humildes y la “tropa” de “toreros de plata”— permanecieron en la zona republicana, muchos de los diestros de renombre (incluso quienes mostraban simpatía hacia la República) encontraron la manera de emigrar a los países taurinos de América, o bien, de pasarse a los territorios dominados por el bando nacional, como las únicas alternativas a su alcance para poder continuar su carrera con un mínimo de regularidad y de seguir ganando dinero ejerciendo su profesión. Eso sucedió con coletas de postín como el toledano Domingo Ortega, quien, a pesar de haber toreado festejos a favor de la República, optó por establecerse primero en Biarritz y luego en San Sebastián para mantenerse taurinamente en activo y alejado de las zonas de conflicto. Otro tanto sucedió con Vicente Barrera y con Manuel Jiménez Chicuelo, forzados a participar en corridas en favor de organizaciones populares, para luego trasladarse a las zonas nacionales para torear por la causa franquista o en favor de la Falange. Al término del conflicto, la fiesta de toros sobrevivió, pero indefectiblemente vinculada al bando ganador, a partir de la celebración de la gran Corrida de la Victoria, que tuvo lugar, con bombo y platillo, en Las Ventas de Madrid el miércoles 24 de mayo de 1939, festejo triunfalista en el que actuaron Pepe Amorós, Marcial Lalanda (quien no solo toreó gratis, sino que sufragó de su propio bolsillo los emolumentos de su cuadrilla), Vicente Barrera, Domingo Ortega, Luís Gómez el Estudiante, Pepe Bienvenida y el rejoneador Antonio Cañero, y que contó con la presencia más que simbólica del ‘caudillo’ Francisco Franco, quien constató con beneplácito cómo los toreros del nuevo orden lo saludaban ‘a la romana’.

Así, mientras el bando triunfador enaltecía en los primeros años de la posguerra la figura de Manuel Rodríguez Manolete hasta transformarlo en el mito epónimo del franquismo, para los toreros (y para la gente del toro) de la facción derrotada, no quedaban sino las amarguras de los sueños rotos, de la prisión, de la marginación, del exilio o del olvido.

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Filosofía de las corridas de toros Francis Wolff

Edicions Bellaterra, S.L. Barcelona, 2010

E duardo G ómez I barra Es inusitado que un escritor aborde las corridas de toros desde el punto de vista filosófico, lo cual conlleva la utilización de argumentos racionales en búsqueda de la verdad, por encima de cualquier otro objetivo. La obra que nos ocupa está escrita de manera amena y sencilla, a pesar de que su propio título, Filosofía de las corridas de toros, pudiera alejar al lector. Su autor, Francis Wolff, es filósofo y catedrático de la Universidad de París, también conocida como la Sorbona, es miembro del Comité Científico del Observatorio Nacional de Culturas Taurinas de Francia, gran aficionado y un entusiasta defensor de la fiesta brava. Además de esta obra, en materia taurina Wolff ha escrito otras dos obras: 50 razones para defender la corrida de toros (2010), publicada por Editorial Almuzara, y Seis claves del arte de torear (2012), en Ediciones Bellaterra. P rólogo El autor comienza formulándose la pregunta “¿qué es la corrida de toros? (Sócrates y los toros)” y refiere que, de acuerdo con lo que se repite desde los Diálogos de Platón, para hablar con propiedad de algo, sea lo que fuere, en primer lugar hay que definir qué es, antes de intentar decir cómo es. Para tal efecto, mediante un diálogo entre Sócrates y otros filósofos, estos discuten si es un arte o una técnica, y para resolver el problema en cuestión, Sócrates55 pregunta qué son las corridas de toros. 55 Sócrates fue un filósofo ateniense creador de la mayéutica, método consistente en que el maestro hace preguntas al alumno para que este pueda descubrir la verdad por sí mismo. 181

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Una vez concluido el diálogo socrático, en el que previamente se ha analizado la definición en cuestión a la manera del gran filósofo, se infiere de la lectura del prólogo que la corrida de toros es una manifestación singular y, por tanto, no es clasificable propiamente como un juego, un espectáculo, un rito, un arte o un deporte, aun cuando tiene algo de todo ello a la vez. Por encima de lo anterior, el libro aborda en sus siete capítulos la cuestión de los valores éticos y estéticos de la fiesta. De

nuestros deberes para con los animales en

general y los toros de lidia en particular

Durante varios siglos, las corridas de toros se condenaron con el argumento de que un cristiano no debía exponer su vida ante un toro, ya que no le pertenecía; en contraste, actualmente la crítica se ha invertido: se argumenta que el combate del torero degrada al animal y en este sentido las críticas se hacen en nombre del respeto debido a los animales, no a los hombres. Es un ataque que se puede calificar de “animalista”, con base en una argumentación moral centrada en el animal en general. Para el autor, lo que en primer lugar nos enseña la corrida de toros es a prestar atención a una relación no con el animal en general, sino con el toro en particular, toda vez que es la única vía de entrada posible en la moral con los animales. Para juzgar el valor de las corridas de toros, resulta necesario someterlas a la prueba de tres principios morales: 1) subordinar el respeto debido a ciertos animales al que se debe a todos los hombres; 2) ajustar nuestra conducta para con los animales a las relaciones afectivas que tenemos con ellos, y 3) adaptarla a su naturaleza. La ética general de las corridas de toros, por el principio de subordinación, se resume así: el animal debe morir; el hombre no debe morir. Es la ley suprema. La ética de las corridas de toros es la del combate, de poder a poder, no la del sacrificio. Aunque en el ruedo este combate es desigual, es básicamente leal con respeto a las armas naturales del toro, sin disminuir artificialmente sus fuerzas y sin alterar sus pitones con el afeitado. El hombre debe engañar al toro, pero de frente (como dijo Ángel Peralta: Torear es engañar sin mentir). Si el combate fuera en condiciones de igualdad, su práctica sería innoble para el hombre, pues el valor de la vida humana quedaría reducido frente al animal.

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Para diferenciar las especies de animales aplicamos el segundo y el tercer principios morales señalados, ya que no podemos ni debemos tratar a todos los animales por igual. Lo que es seguro es que debemos tratar a los lobos como lobos, a los corderos como corderos (es decir, ni como hombres, ni como lobos) y a los toros de lidia como lo que son, toros de lidia. Conviene observar que carece de sentido tratar de preservar a toda costa todas las especies, pues si defendemos una especie determinada, debemos aceptar el sacrificio de algunos individuos de otra especie, con el fin de mantener un equilibrio que preserve la diversidad de las mismas. Esta cuestión es en particular decisiva cuando se trata de defender a los toros de lidia, ya que la supervivencia de toda la especie conlleva la necesidad de matar a algunos individuos de esta misma especie. El hombre tiene deberes, tanto con los animales domésticos como con las especies salvajes. Con aquellos, nuestras relaciones se basan en nuestra salvaguarda y los proveemos de alimentación a cambio de sus servicios; con estos, debemos tener un comportamiento prudente. Pero, ¿es el toro de lidia doméstico o salvaje? y la respuesta es: ninguno de los dos, toda vez que se trata de un animal bravo criado por el hombre. El toro bravo existe únicamente por y para la corrida. Wolff señala que para conocer si esta práctica está justificada, hay que decidir con el criterio de nuestros principios y, consecuentemente, conocer lo que es el toro en relación con nosotros y lo que es en sí mismo. En ambos planteamientos nos encontramos con un denominador común: la bravura. Para ajustar nuestra conducta a los toros de lidia, resulta necesario comprender la relación que tenemos con ellos, pues el toro es un animal del que el hombre se ha apropiado, al menos desde que existen las ganaderías, y sirve para un fin humano, por lo que esa especie existe tan solo porque es utilizada por el hombre. Si el toro bravo no sirviera para ese fin, no existiría, pues sus características morfológicas y etológicas son en gran medida fruto de la voluntad humana. Ahora bien, debido a que el toro está destinado a la lidia y a la muerte, es digno de respeto. Su vida debe ser libre y su muerte debe ser digna, y por ello su ejecución debe ser frontal, franca y rápida. En todas las civilizaciones en que se ha combatido con el toro y se le ha ejecutado, ha sido admirado, alabado, celebrado y loado más como una divinidad que como un simple animal.

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Nuestra conducta para con los animales debe también adaptarse en función de la propia naturaleza de estos. A este respecto, el escritor señala que un toro bravo es un animal naturalmente desconfiado, dotado como muchos animales “salvajes” de un instinto de defensa que en él está particularmente desarrollado.56 Toda ética tauromáquica consiste en enaltecer la manifestación de esa embestida violenta del toro, de esa fuerza activa, de esa “naturaleza” desatada; es decir, las corridas consisten en dejar correr al toro, en hacerlo acometer y combatir. Se va a una corrida de toros a ver buen toreo, pero también —y en primer lugar— a ver correr a los toros. Uno de los espectáculos más sublimes es el de un toro detenido, lejos del picador inmóvil, lanzándose de pronto al asalto de esa fortaleza para derribarla. La bravura del toro es simétrica al valor del hombre, así como la lealtad del hombre se corresponde con la nobleza del toro; y ese término del valor, designa la virtud más propiamente masculina del combatiente. Wolff señala que mientras que la trilogía de las virtudes cardinales del toro de lidia son la bravura, la nobleza y el poder, el poder del torero se sustenta en su astucia y en su autodominio. Mientras que el animalista siente compasión por el toro —y por eso esgrime “el sufrimiento del toro” como principal argumento para combatir las corridas de toros—, el torero y el aficionado sienten respeto y admiración por el toro, debido a que este es un ser activo por excelencia. J. Baird Callicott57 observa que: En el mundo animal el sufrimiento desempeña un papel importante porque es funcional: avisa de los peligros, puede ser un elemento de selección de la cualidades individuales; la erradicación del sufrimiento sería la desaparición del mundo salvaje. Wolff agrega, por su parte, que durante la lidia el toro segrega una cantidad excepcional de betaendorfinas cuyo objeto es bloquear los receptores del dolor, de modo que provoca una excitación regocijante que compensa el sufrimiento. 56 El profesor Juan Carlos Illera del Portal, de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid, atribuye la excepcional agresividad del toro de lidia al desarrollo singular de la glándula adrenal, observándose una notable segregación de hormonas y un nivel particularmente elevado de serotonina. 57 Filósofo estadounidense, considerado el exponente contemporáneo más importante en ética ambiental.

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La ética tauromáquica radica en que se respeta la naturaleza del toro al lidiarlo. Bajo este principio, la ética de la corrida de toros se basa en un único concepto: el de la bravura. ¿P or

qué muere el toro ?

Podría tratarse de un rito sacrificial y en esta tesitura, la corrida de toros sería el simple vestigio de semejante rito, fosilizado en espectáculo, cuyo sentido original y profundo se habría perdido. La corrida de toros participa indiscutiblemente del rito del sacrificio; por mucho que la lidia sea incierta, la muerte es segura. En el sacrificio lo que cuenta no es que un animal deje de vivir, sino que se le dé muerte precisamente porque su vida vale, y la del toro vale porque representa a un ser superior; y es por esto por lo que el acto ritual de su ejecución cobra sentido. Este requisito es el origen de la sacralización del toro como dios del combate. Por eso en el momento en el que el torero monta el estoque, se acaba todo jaleo en el ruedo y el público percibe que ha llegado el momento de la verdad. En el acto tauromáquico podemos identificar un intercambio simbólico entre toro y hombre: en la ejecución de la estocada, el torero se adueña de la bravura, que constituye la excelencia suprema del toro. El toro debe morir porque es un ser vivo venerado, pero la muerte del toro no es únicamente un mero ritual de sacrificio; esencialmente también se basa en la corrida como combate, en la que el matador y el toro son gladiadores, pues el toro no es un animal que se inmola, sino un antagonista con el que se mide su adversario. Se mata al toro porque es un adversario casi invencible y el matador se glorifica a sí mismo al matarlo. ¿Qué es la corrida a muerte?, un campo cerrado para los desafíos y las hazañas de los combatientes, remotamente heredado de los torneos de caballerías. En tal contexto la estocada es la proeza suprema; la suerte de matar es el último gesto del drama, en el que al final solo están los dos combatientes, inmóviles, uno frente al otro y para que ese duelo tenga sentido, es necesario que haya sido leal. La suerte de matar cara a cara significa un enfrentamiento de igual a igual y esa es precisamente la proeza: lograr con el acto de un hombre

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solo, abatir a la fiera. El hombre no inmola, triunfa; el animal no muere como víctima, sino como un héroe y el modo de ejecución de la estocada debe ser en corto y por derecho. La franqueza y la lealtad del enfrentamiento se combinan con la habilidad del engaño: la mano derecha mata mientras la izquierda, sin cegar, engaña sin mentir. El público tiene visiones o perspectivas diferentes de la lidia del toro y por tanto, dos sensibilidades distintas; mientras algunos ven al toro como víctima, otros lo consideran uno de los protagonistas, pues todo depende de la moral del público. Algo está cambiando actualmente a este respecto y la prueba más fehaciente es el aumento de toros indultados, que parece tener por objeto preservar la sangre brava o mejorar la raza del toro de lidia. Según el autor, la mayoría de los indultos sucede en plazas de tercera categoría (en las que supuestamente no está permitido el indulto), en las que no se valora realmente la bravura del toro ante el caballo, pero sí su nobleza al embestir. Cuando el público exige el indulto lo hace pensando como si este fuera un derecho del toro, más que para regenerar la sangre brava, pues está surgiendo una nueva sensibilidad con respecto a la muerte del toro, en cierta forma más “humanizada” o al menos, “urbanizada”. Cada vez se espera más que el torero sea el único actor frente a un toro que se deje lidiar pasivamente; se espera que el torero sea cada vez menos “matador”. ¿Quiere eso decir que las corridas tienden a dejar de ser “a muerte”? S er

torero

Todavía hay quienes se extrañan de que las corridas de toros estén amenazadas; el milagro es que aún sobrevivan y lo más sorprendente es que todavía haya toreros y cada vez haya más escuelas taurinas. Este misterio tiene un nombre: la afición o dicho de otro modo, la pasión por el toro. La mayor gloria para el que se dedica a torear es que le griten “torero, torero” y este hecho aparentemente anodino tal vez sea la expresión más significativa de la ética del torero. La ética torera es coherente, exigente, completa y sistemática.

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“Torero, torero” significa que la excelencia suprema no consiste en hacer o haber hecho algo, sino en ser alguien: la ética torera es una ética del ser, mientras que la moral “universitaria” es una ética del hacer y eso se opone a la moral universalista. ¿Qué es ser torero? En primer lugar, es identificarse con un traje que se lleva en la plaza y cuya huella continúa en la vida cotidiana, en el porte, la prestancia, la manera de presentarse y parecer. La cara bien alta denota la altura; ir muy derecho denota la rectitud; el arqueamiento es señal de orgullo y la verticalidad habla de la actitud derivada del dominio, que nada puede quebrantar. Ser torero es eso: mostrarse estoico, aguantar ante el toro y hacerlo con desapego, lo más cerca de los pitones y lo más lejos de sí mismo. El sabio estoico es la imagen de una libertad que triunfa por encima de todos los obstáculos. Escribía Séneca58: Aún acosado, aún zarandeado por la violencia de tu enemigo, resulta indigno ceder: mantén el puesto que te ha asignado la naturaleza (De la constancia del sabio), y es que ser torero, ser sabio, es tratar con desprecio —o con indiferencia— todo lo que afecta al común de los hombres. Una ética del combate necesita, por definición, un adversario para realizarse. En la plaza de toros vemos realizada la tensión de la ética estoica, dividida entre el ideal del sabio y la realidad que este debe afrontar para alcanzar dicho ideal; es así como el ser prevalece sobre el hacer. Al respecto, Epicteto59 manifestaba: Pregúntate ante todo lo que quieres ser y solo entonces haz lo que haces… Los luchadores en primer lugar deciden lo que quieren ser y después actúan en consecuencia… (Disertaciones III, XXIII, 1). Santiago Martín el Viti era de esos. El autor señala que el salmantino triunfaba poco pero que nunca dejó de “ser torero”; con su rostro como una máscara neutra ¿quién se habría atrevido a pitar a Santiago Martín? 58 Filósofo, político y orador romano nacido en Corduba, capital de la provincia Bética de la Hispania —la actual Córdoba—, considerado como el principal representante del estoicismo. 59 Filósofo griego de la escuela estoica, que se distinguió principalmente por ser un moralista que estaba enfocado más en la práctica que en la teoría.

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Algunas veces, algunos coletas que logran imponerse a su adversario, no se muestran toreros: reclaman trofeos, desafían al presidente, patean al toro, empujan al compañero, responden al espectador, se retuercen en el suelo, y estas no son sino señales de que han sido vencidos, si no por el toro, por sí mismos. Las pasiones o las emociones han prevalecido sobre el ser torero y aunque hayan logrado el éxito, no han estado bien. Así como ocurre con el “torero torero”, otro tanto sucede con el “toro toro”. Si bien todos los toros son “bravos” por su raza, algunos ejemplares, por su trapío, su poder y, sobre todo, por su bravura excepcional, son los “toros toros”; a la vez sustantivo y adjetivo. En tal sentido, tanto el torero como el toro son juzgados con la misma ética. Como la ética estoica, la ética “torera” se dirige a todo el mundo: poderosos o miserables, esclavos o emperadores, hombres de todas las condiciones, para hacer de ellos seres excepcionales; se trata de una ética aristocrática para todo el mundo. El torero encarna la ética del héroe, a la que se suman los valores correspondientes al combatiente. El torero que a cuerpo limpio y con desprecio de su propia vida se lanza a socorrer a un compañero o incluso a un rival caído para desviar la embestida del toro y hacerle el quite, constituye la ilustración ejemplar de esta ética. Los oficios del toreo consisten en: 1) lidiar los toros; 2) enfrentar en público a un animal naturalmente peligroso; 3) dominarlo, es decir, obligarlo a actuar contrariamente a su naturaleza, y 4) matarlo de forma leal y expedita. De estos cuatro elementos se deducen los componentes de la técnica del toreo: parar el toro sin ceder; mandar corriendo la mano; templar la velocidad de su embestida; rematar el pase y ligar las suertes en serie. Del hecho de que torear consista en un combate, se deduce la primera virtud “torera” y la más grande de las virtudes agonísticas: el valor, entendido como resistencia al miedo. A este respecto, Cicerón60 señalaba Se reconoce un alma valiente y grande sobre todo por dos cosas: en primer lugar, por el desprecio que tiene a las cosas exteriores (…); en segundo lugar, por esa calidad del alma que permite realizar grandes acciones (…), llenas de dificultades y fatigas 60 Marco Tulio Cicerón, jurista, político y filósofo romano, escribió Sobre los deberes, obra inspirada en el estoicismo y obra maestra del filósofo.

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que ponen en peligro la vida misma y muchas otras cosas que sirven para la vida (De los deberes, I, XX, 66). El valor está vinculado con el oficio de torero y debe manifestarse tanto en la función de “combatir” como en la de “matar”. Pero como no se trata de un combate simétrico, necesita de una cualidad intelectual: la astucia (como la de David o la de Ulises), que se torna en dominio trágico. La astucia de la razón que crea belleza con su contrario. Combatir es el primer oficio del torero. La segunda virtud de toda ética es el honor o la vergüenza. La vergüenza puede llevar al torero a poner la imagen de sí mismo por encima de su propia preservación. Como cuando el toro derriba a su adversario y le hinca el pitón profundamente en el muslo; a pesar del dolor, el torero se levanta rechazando la ayuda, recoge su espada y muleta y vuelve a la cara del toro sin mirarse el traje, la herida o su carne hecha girones. ¡Esa es una actitud “torera”, una actitud estoica! Sobre el tercer oficio, la ética del torero está hecha también de apariencias, pero no de esas que disimulan una realidad oculta. Ser torero es identificarse con lo que se acepta mostrar de sí mismo; así pues, una función del torero consiste en dominar a su adversario y una de sus virtudes consiste en demostrarlo. Por último, el cuarto oficio del torero es la lealtad, una doble virtud del torero que se expone ante el público y ante el toro y que recibe de ambos una sanción: la pérdida de su vergüenza por un lado y la pérdida de su integridad física, por el otro. El torero tiene que dejarse ver para ser leal, pero sin mostrarlo. La estocada tiene que ser de frente, sin taparle la vista al toro con el engaño y sin “dar espectáculo” cuando el toro ya ha pasado, que son trucos de farsante. La ética del torero está muy familiarizada con la ética estoica, particularmente la versión romana del término, mejor representada por Epicteto, el ya mencionado esclavo que fue maestro de emperadores. Para reforzar este capítulo el autor presenta un apéndice que enuncia los diez mandamientos del torero, no tanto como un tratado de tauromaquia clásica, sino en la forma de algunas máximas elementales para ser torero.

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D os éticas de P aco O jeda y

la libertad . el de

E l toreo J osé T omás

de

Paco Ojeda y José Tomás son toreros con estilos totalmente diferentes que basan sus tauromaquias en el mismo valor: el aguante. Los encadenamientos de los pases están concebidos a la inversa: Paco, inmóvil, borra las pausas, funde los pases en uno solo. José, inmóvil también, parece romper una línea continua en una serie de pases individualizados. Sin embargo, un punto en común aproxima a Paco Ojeda y José Tomás: torear es, ante todo, en uno y en otro, imponer su sitio frente al toro y conservarlo cueste lo que cueste, no solo durante cada pase, sino también durante la serie. Se trata del aguante definido como verticalidad. Las proezas de Paco Ojeda son de dos tipos: el virtuosismo inaudito en la ligazón de los pases y el dominio del toro. Parecen inverosímiles sus encadenamientos de pases, sin enmendarse. Las hazañas de José Tomás también son de dos clases; en primer lugar, su singular aguante llama la atención por el espacio en que lo realiza: su propio terreno queda reducido al grado que parece estrecharse más de lo razonable. En sus pases estatuarios o en sus manoletinas, esa impavidez resulta particularmente impresionante: el torero se presenta de frente, lo más cerca posible, completamente inmóvil. Si Ojeda y Tomás son artistas inmensos pero frágiles; artistas excepcionales pero polémicos; artistas únicos pero irregulares, es porque coquetean con los límites; ese es su punto en común. Ojeda ejerce su singular aguante para reducir en extremo el terreno del toro e imponer de forma absoluta el suyo; Tomás, en cambio, utiliza su aguante para aumentar en extremo el terreno del toro y reducir el suyo hasta los límites de lo soportable. Una oposición estética de los estilos, barroco en Ojeda, clásico en Tomás. Para finalizar este capítulo el filósofo francés señala que para encarnar una idea en tauromaquia hay que aceptar el fracaso y la imperfección. Así pues, se pregunta ¿qué se le reprocha a Ojeda? Y responde: sofocar la embestida por someter demasiado a sus toros. ¿Y qué se le reprocha a Tomás?: sus muletazos enganchados, sus desarmes, sus atropellos por torear demasiado cerca y despacio, con riesgo de dejarse coger la muleta o el cuerpo.

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Ojeda encarna el triunfo absoluto de la voluntad: Nunca me siento tan libre como delante de los pitones, parece responder a Sartre.61 José Tomás, por el contrario, encarna la serenidad suprema del sabio, siempre imperturbable; su tauromaquia es la libertad absoluta gracias a la conquista de la libertad interior y el poder sobre sí mismo. Lo que se ve en su toreo es el espantoso poder del toro. Wolff añade que lo que se desprende del toreo de Ojeda es una emoción épica. El sabio tomasista no es un héroe épico, sino un héroe trágico: la emoción que se deriva de su toreo está hecha de temor y piedad. Esas dos éticas indudablemente son opuestas, inconciliables. V er

las corridas de toros como un arte

¿Es un arte el toreo? Todo depende de lo que se entienda por arte. Se podría debatir hasta el infinito, sin advertir que hay una disputa semántica sobre la palabra “arte” más que una controversia sobre las corridas de toros. ¿Qué significa ver la corrida de toros como un arte? Se trata de dilucidar lo que la corrida de toros, vista como expresión artística, nos enseña sobre el arte. Centremos la atención en el cara a cara del torero con el toro. Ver la corrida de toros como un arte o como un combate no es lo mismo; en cierto sentido, son lo contrario. Ahí reside la paradoja: no se puede ver de verdad la corrida como un arte si no se le ve también, al mismo tiempo, como un combate. Hegel62 describió el arte de la siguiente manera: La necesidad general y absoluta a la que responde el arte tiene su origen en que el hombre está dotado de conciencia y debe situarse ante lo que es y convertirlo en un objeto para sí (…). La obra de arte es 61 Jean-Paul Sartre, filósofo francés, exponente del existencialismo, corriente de pensamiento con la que alcanzó gran notoriedad, señalaba que la existencia es algo que pertenece solo a los seres que pueden vivir en libertad. 62 Georg Wilhelm Friedrich, filósofo alemán considerado como el representante cumbre del idealismo filosófico alemán del siglo XIX.

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un medio gracias al cual el hombre exterioriza lo que es (…). De esas relaciones con el mundo exterior nace la necesidad de transformarlo, como a sí mismo, en la medida que forma parte de él, imprimiéndole su impronta personal. El hombre actúa, por su libertad de sujeto, para privar al mundo exterior de su carácter fundamentalmente ajeno y para reconocerse él mismo en la forma de las cosas (…). Se advierte ya esa tendencia en los primeros impulsos del niño: quiere ver cosas cuyo autor sea él mismo (…). Mediante los objetos exteriores y, en particular, las obras de arte, el hombre intenta reconocerse a sí mismo (…). (Introducción a la estética).

A partir de esta descripción, el autor señala que el arte es la proyección de una forma humana en una materia bruta. En la tauromaquia, el hombre imprime su forma —su inteligencia— en la animalidad salvaje. Así pues, el hombre inscribe su marca en la embestida del toro. La embestida natural se dirige a la presa que se ofrece a ella, pero al encontrarse solo con el vacío o con el engaño del hombre, resulta ya desnaturalizada. Ese es el primer efecto del arte. Wolff ilustra lo anterior refiriendo que el arte verdadero nació en la arena de la plaza cuando —con Juan Belmonte—, la curva pasó a ser la finalidad sin fin del toreo: finalidad del arte sin otro fin que él mismo. El pase torero, por ser curvado, es decir, contranatural y humanizado, crea la posibilidad de arte. Es la estilización (la curvatura) de una función: controlar la arrancada y desviar la embestida, sorteando la cogida. No cabe decir que la tauromaquia consiste en encadenar los pases, pues consiste aún más en que el torero le imponga al toro su voluntad, hasta imponerle la muerte. Afirma el autor que el objetivo del remate de una serie de pases consiste en hacer de un conjunto de partes, un todo, dando unidad a la tanda y cerrándola sobre sí misma. La invención de la media verónica belmontina constituye el remate de un conjunto dinámico y plástico excepcional: detener el toro al final de una serie de lances, disimulándole el engaño, sin dejar de dirigir su embestida con él, e imponer a la línea recta del toro, la línea curva para moldear su embestida. El toreo es un arte plástico que da forma en el espacio a una materia en bruto. Existe otra dimensión para dar forma a la embestida del toro, pues el toreo no es solo un arte del espacio, sino también del tiempo.

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Para que el toreo sea un arte del tiempo, es necesario que los pases tengan una armonía en su encadenamiento, pues una serie de notas repetidas nada tiene de musical, si faltan el compás y el ritmo, es decir, la racionalización de la duración. La belleza temporal puede nacer con el pase en el curso uniforme de sus tres tiempos, pero la obra del tiempo comienza cuando la suerte vuelve a empezar, encadenada con otras. Así, el ritmo de la serie es la composición derivada de la unidad de pases diversos: es la forma impuesta en el tiempo a la forma del pase y la condición del arte temporal. Para el autor, los artistas del ritmo son los grandes clásicos: Antonio Ordóñez y Paco Camino; este tenía un ritmo rápido, pero perfectamente regular, que le permitía dominar sin tropiezos ni trabas a los toros más ásperos y a los más encastados. El ritmo exige una puntuación fuerte y la obstinación de la repetición regular. El ritmo es una condición necesaria, pero no suficiente. Contémplese a los genios de la improvisación: en otro tiempo, Diego Puerta; más tarde, Luis Francisco Esplá; hoy, el Juli, con ese sentido del gesto idóneo e inesperado que siempre ha sido su marca personal. A la vez, hay que dar forma al movimiento del toro modulando su velocidad en esto que se llama temple. Todo arte necesita un punto fijo a manera de referencia para su representación, cuando alcanza su apogeo clásico. En la música, es la tónica; en el teatro, es la unidad de acción dramática, introducida en la Antigüedad y continuada en la época clásica; en la pintura, es el punto de fuga, el lugar de convergencia de dos líneas oblicuas que en el mundo tridimensional serían paralelas. Por su parte, el toreo solo es arte de movimiento cuando el propio artista se mantiene inmóvil. La transformación del toreo en arte implica ese elemento de armonía de movimientos denominado temple, sobre el cual el autor aporta dos definiciones clásicas, supuestamente incompatibles, del temple. En la primera de ellas, el temple significa ante todo la armonía del movimiento del engaño con la velocidad de la embestida del animal, a lo largo de toda la suerte, de manera tal que se mantenga, entre el engaño y los pitones, una distancia mínima, a la vez que constante. Técnicamente, templar sería acoplarse a la velocidad de la embestida del toro.

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De acuerdo con la segunda definición, el temple no solamente se referiría a la capacidad de armonizar esos movimientos, sino también a la lentitud con la que el torero ejecuta las suertes y la faena. Según este criterio, no se podría hablar de temple en el caso de un torero que ejecutara su toreo demasiado rápido, pues torear despacio consiste en la conquista del diestro sobre la velocidad de la acometida del toro. En contraste con la anterior definición, templar consiste en controlar la velocidad del toro y por consiguiente, aminorar su embestida. En ambas definiciones, el temple es una cualidad del lidiador y no el privilegio de los artistas; asimismo, el temple es una virtud activa de control o de modificación de la velocidad de la embestida, y no la simple adaptación pasiva a ese movimiento. Para confirmar lo anterior, Wolff cita las palabras de el Viti, uno de los grandes artífices del toreo: (el temple) es algo más que lentitud, pues se tiene la impresión de detener el toro… Lo esencial para entender el toreo como un arte, es el temple, entendido como la armonía que el torero exige e impone a la embestida. Wolff enumera algunos artistas que han realizado obras maestras del temple: el Viti (la autoridad); Curro Romero (la majestad); Antoñete (la depuración); Rafael de Paula (el dolor); Dámaso González (la obstinación); Joselito (la sencillez); José Tomás (la tragedia); Morante (el tormento); Ponce (la ciencia) y el Juli (el dominio). T oreo ,

arte clásico e impuro

El filósofo inicia este capítulo haciendo mención a que, así como en el decenio de 1910 nació el “arte moderno”, también en el toreo apareció el arte gracias a la figura de Juan Belmonte, quien fundó los cánones estéticos del toreo y definió sus formas creadoras. Grandes obras como Las señoritas de Aviñón63 de Pablo Picasso o La consagración de la primavera64 de Igor Stravinski, irrumpieron en el arte para revolucionarlo; de manera paralela surgió una nueva forma de arte inventada en los últimos años 63 Cuadro pintado al óleo sobre lienzo, que selló el inicio del cubismo, que rompió con la pintura tradicional. 64 Es un ballet y obra de concierto orquestal, considerada vanguardista de la música y la coreografía en 1913.

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del siglo XIX: el cine. Pero no es el cine el único arte surgido en los albores del siglo XX, pues en aquella época surgió también el arte del toreo; clásico por sus normas estéticas, moderno por su historia y contemporáneo por su carácter híbrido e “impuro”. Se considera bello un pase, una serie, una faena porque la belleza es uno de los valores estéticos dominantes asociados al toreo. El toreo es sublime o al menos aspira a lo sublime, entendiéndose como sublime una categoría diferente de la belleza y que podemos incluso oponer a ella: tan distintas como el día y la noche, pues “el día es bello y la noche es sublime” (Kant65). En palabras del autor, la grandeza sola es a veces sublime: la del torero cogido, herido, sangrante, que permanece en el ruedo, de pie, pálido, para terminar su faena y luego desvanecerse cuando el toro se ha desplomado; como si su cuerpo desfalleciente se impusiera al final a su entereza de ánimo; como si su ser de torero lo abandonara para indicar el fin de su oficio. ¿Por qué el toreo es arte clásico? El arte del toreo —independientemente de toda consideración de estilo e incluso referido a los toreros que no son considerados artistas ni estilistas—, tiene como finalidad estética la belleza. Pero no se trata de esa belleza exterior a la esencia del toreo que inspira a otras artes, como la belleza de la plaza, de los trajes, la de ciertos toros, que retiene el ojo del pintor o que inspira el gesto del escultor. La belleza única del toreo es una belleza interna, la de ese duelo estilizado al que se entregan el torero, armado de su engaño, y el toro, armado de sus pitones. Esa belleza surge de una forma única de arte y solo ese arte puede crearla. Se puede debatir sobre quién es el “mejor” torero o cuál es la “mejor” faena, pero existe otra dimensión en la que la belleza del toreo cobra un valor objetivo, con independencia de la calificación subjetiva que nos merezca cada torero por su dominio, poder, entrega, expresividad o dramatismo. Los fundamentos de este arte son esencialmente los cánones de la belleza clásica que Belmonte inventó para el toreo al redescubrirlos en las otras artes, y desde este punto de vista el toreo es un arte diferente a los demás. 65 Emanuel Kant, filósofo prusiano del siglo XVIII, precursor del idealismo alemán, quien mediante su obra Crítica del juicio, abordó la estética de lo sublime.

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Los cánones de la belleza clásica responden a un principio básico de economía, el de la maximización: un mínimo de causas debe ocasionar un máximo de efectos, tal como lo enunció el filósofo y matemático Gottfried Wilhelm Leibnitz. Así, en el toreo, el torero con una sola mano hace volar el capote ante los ojos del toro para conducirlo con un movimiento de muñeca 15 metros más allá, justo donde hace falta colocarlo, delante del caballo. La belleza de una serie obedece al mismo principio; el torero ocupa un espacio mínimo sin que en ningún momento parezca desplazarse de él, mientras que el toro se desplaza en un espacio máximo, sin que en ningún momento parezca poder ocuparlo. Existe un segundo principio llamado regla de perfección, como lo expresó Aristóteles: Si bien el justo medio parece cuantitativamente un centro entre dos extremos, cualitativamente es una cumbre (Ética a Nicómaco). La perfección es también el equilibrio cualitativo entre fuerzas opuestas; los dos adversarios unidos en un mismo movimiento. La unidad de fuerzas antagónicas, representadas por el toro y el torero, se basa en realidad en la voluntad del hombre que se impone a los dos: a sí mismo —a su cuerpo y a su miedo— y al toro —a su embestida y a sus desvíos—. Todo arte clásico, cuando aspira a la belleza, excluye el azar, pero hay una diferencia entre el toreo y todas las demás artes, consistente en que el torero crea ante nuestros ojos —en tiempo real—, la conjunción de la obra con su contrario, la accidentalidad de lo vivo, de lo salvaje. Wolff prosigue afirmando que todo arte clásico es mimesis,66 es decir, que imita la naturaleza, en el sentido de que el arte reproduce el movimiento de la naturaleza. El torero, cuando torea con arte, imita la naturaleza porque sus gestos, sus actitudes, sus movimientos, parecen nacer de la naturaleza misma de su propio cuerpo o de su humanidad, sin parecer nunca forzados por la naturaleza del animal, ni impuestos por la situación de la lidia y, sobre todo, porque los movimientos del hombre y los del toro se funden hasta el punto de constituir un solo movimiento, dictado por su naturaleza común. El arte del toreo se centra en la exigencia de la belleza, como cualquier otro arte clásico; sin embargo, en el toreo la belleza no está enteramente 66 Mimesis es un concepto estético que hace referencia a la imitación de la naturaleza como propósito artístico, utilizado desde la época de Aristóteles.

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dada ni adquirida, toda vez que el toro no cesa de amenazarla, y por esta razón el toreo es un arte paradójico. Así pues, indudablemente se trata de un arte clásico, pero también es un arte impuro, contaminado por la realidad que lo asedia: algo más y algo menos que un arte. En esta ambivalencia encontramos un punto común, esencial y verdadero: el torero toca una realidad que las demás artes solo pueden soñar, en el mejor de los casos. En el toreo nunca se alcanza la pureza de las creaciones imaginarias, precisamente porque sus obras son reales, verdaderas y, por tanto vulnerables, ya que están manchadas con la impureza de la sangre y de la muerte. Por esta misma razón, el arte del toreo trasciende el sueño. A esto se debe su fuerza. El arte del toreo mantiene su marca original e híbrida de su doble origen; es a la vez un arte de la presentación y un arte de la representación. Lo que muestra es efectivamente real, no se trata de una reproducción: el toro está vivo y el torero no está representando nada; en su interpretación del arte, lo que se juega es su propia vida. Así pues, el toreo es más que un arte porque es verdadero y esa es justamente la razón por la que nunca será del todo un arte: lo que presenta, la realidad de la muerte, amenazará siempre lo que pretende representar: la voluntad de vivir. La

singular alquimia del placer taurino

Para el autor, el aficionado es un misterio insondable. Al respecto se cuestiona: ¿qué regalo precioso y único le dan las corridas de toros, que no cambiaría por nada en el mundo? La respuesta radica en la singular composición del placer taurino, del que existen dos ingredientes fundamentales: una satisfacción intelectual, cuando el centro de atención recae en los gestos del torero, y un sobrecogimiento físico, cuando se centra en el combate del toro. El placer intelectual consiste en comprender lo que hace el torero, y con frecuencia incluso el toro. En cambio, para otros no hay placer más intenso que el de poder maravillarse simplemente con la inteligencia del hombre que ha sabido encontrar el sitio adecuado, la distancia correcta, el ritmo; en fin, que ha podido imponerse al toro durante la lidia. Otro placer se centra en el animal, en la fiera que se arranca y embiste todo lo que se mueve, mientras que la virtud del torero es imponer su in-

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movilidad sobre la movilidad del animal. No debemos omitir un último ingrediente esencial: el placer propiamente estético, derivado del torero que crea una gran faena artística, improvisándolo todo y, no obstante, haciendo parecer que todo sobreviene milagrosamente. Estas formas de placer derivadas del arte del toreo se combinan de muy distintas maneras entre los aficionados, pero al respecto Wolff concluye que el mejor aficionado es el que tiene más toreros y más toros en su cabeza y que experimenta la corrida en todas sus dimensiones y disfruta del placer taurino en todas sus manifestaciones. Pero no es la emoción física del miedo ni la emoción estética de la belleza contemplada lo que el placer taurino tiene de exclusivo, sino su conjunción, su singular síntesis, ya que estas dos emociones son contrarias. Eso es justamente lo que apasiona en la belleza del toreo: la atenuación de toda la tensión existente entre la voluntad de vivir y del miedo a morir. Finalmente, el autor concluye con una comparación entre la tragedia y la tauromaquia, afirmando que en la tragedia no se muere de verdad y, sin embargo, provoca un sufrimiento verdadero, mientras que en la corrida de toros no hay sufrimiento de verdad, pues todo es juego y, no obstante, hay heridas y se muere de verdad, por lo que se genera de un miedo real. Es por ello que el placer de la fusión entre la poesía del toreo y el miedo a la muerte real, es absolutamente único. Es así como Francis Wolff ofrece al lector la oportunidad de reflexionar acerca de los valores éticos y estéticos de las corridas de toros, así como de incursionar en los elementos filosóficos que rodean la tauromaquia, motivo por el cual considero que es una obra de lectura obligada para todo aficionado, en particular para aquellos que se inician y que seguramente encontrarán en esta obra respuestas a sus interrogantes.

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Muerte en la tarde Ernest Hemingway

Penguin Random House Grupo Editorial Primera edición México, 2014

L uis H ammeken B arreto Por considerar que la reseña de una obra literaria tiene carácter meramente subjetivo, me propuse buscar un título que me interesara lo suficiente a efecto de realizar algo que en mi concepto valiera la pena leer. Para ello, y dado el buen recibimiento que tuvo entre la afición taurina la obra de Bibliófilos Taurinos de México titulada El toreo entre libros, en mi calidad de bibliófilo —por afición primero, después por la herencia de mi tío abuelo Eleuterio Martínez y por último, debido al ejemplo y apoyo que me brindan mis compañeros de la agrupación—, emprendí la agradable tarea de revisar las obras de mérito para encontrar algo que correspondiera a lo que yo intentaba. Llamó mi atención el excelente trabajo que hizo mi compañero de filas Rafael Medina Vázquez, al reseñar magistralmente el libro escrito por Ignacio Solares y Jaime Rojas Palacios titulado Las cornadas, quien muy atinadamente concluyó su trabajo citando una acreditada afirmación de Ernest Hemingway, escritor quien por mucho tiempo (sin nadie que lo pusiera en duda) fue el autor norteamericano más leído en el mundo a partir de la publicación de su novela Fiesta (The Sun Also Rises) en 1926, en la cual, al referirse a la fiesta brava, afirma textualmente: Ver y oír a un ser humano en tales momentos le hace a uno más razonable, creo yo en relación con los caballos, toros y otros animales; hay una manera de estirar bruscamente las orejas de un caballo hacia adelante para dejar tensa la piel por encima de las vértebras de la base del cráneo 199

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y de un golpe muy sencillo de puntilla se resuelven todos sus problemas; el toro encuentra la muerte en quince minutos a partir del momento en que el torero empieza a bregar con él… Pero mientras el hombre tenga un alma inmortal y los médicos le conserven la vida todo el tiempo que pueda, en momentos en que la muerte es el mejor regalo que un hombre puede hacer a otro, los toros y los caballos parecerán bien tratados en el ruedo y el torero seguirá corriendo el mayor riesgo.67

I. E l

autor

Quien así escribió fue ganador del Premio Pulitzer por su obra El viejo y el mar, recibió en 1954 el Premio Nobel de Literatura por su extensa obra, en la que figura la ya mencionada Fiesta, Por quién doblan las campanas y Adiós a las armas, por solo mencionar algunas, mismas que se convirtieron en éxitos editoriales en todo el mundo y fueron llevadas a la pantalla cinematográfica. Eso contribuyó a la amplia difusión de su obra, al tiempo que incrementaban los ingresos personales del autor, quien gozó siempre de una boyante situación económica. Indiscutible poseedor de un gran carisma como aventurero y amante del riesgo, Hemingway fue frecuente protagonista central de multitud de empresas arriesgadas, ampliamente comentadas tanto en la prensa como en otros medios de comunicación, que lo convirtieron en un personaje conocido mundialmente. También cobró fama por su explosivo y belicoso carácter, que muchas veces se manifestó como la inevitable consecuencia de su también conocida afición al alcohol. Ernest Miller Hemingway nació el 2 de julio de 1899 en Oak Park, suburbio de la ciudad de Chicago, en el estado norteamericano de Illinois; fue hijo de un médico quien le enseñó a cazar, pescar y acampar y que lo hizo amante de la naturaleza y de los espacios abiertos, afición que conservó toda su vida. Su madre, cantante y profesora de música, insistió en que aprendiera a tocar el violonchelo, lo que despertó en el niño una aversión hacia ella, aunque luego admitió que las clases de música 67 El toreo entre libros, Bibliófilos Taurinos de México A.C., primera edición, México, 2016, página 87.

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que le fueron impuestas le habían sido de utilidad en su obra literaria, como se evidencia en la estructura de contrapunto empleada en su novela Por quién doblan las campanas. Cursó sus estudios hasta la secundaria en la escuela Oak River and River Forest High School, donde colaboró con el boletín que editaba el colegio, además de ser miembro de la orquesta escolar. Al término de sus primeros estudios en 1917, el joven Hemingway se negó a estudiar en la universidad como era el deseo de su padre y tampoco estudió música como hubiera querido su madre, por lo que empezó a trabajar desde temprana edad como corresponsal del diario Kansas City Star, cuyo manual de estilo se convirtió en la base de su novedosa fórmula literaria de escritura, consistente en escribir sus primeros párrafos cortos, seguidos siempre de frases sintéticas, de un lenguaje vigoroso y del constante uso de un lenguaje siempre positivo. A los 19 años se alistó en la Cruz Roja fungiendo como conductor de ambulancias durante la Primera Guerra Mundial. Al poco tiempo de llegar a Italia resultó gravemente herido por fuego de mortero al momento de emprender una arriesgada misión de rescate que salvó la vida de uno de sus compañeros de armas, acción que fue premiada por el gobierno italiano con la Medalla de Plata al Valor Militar. Su recuperación fue prolongada y penosa y al cabo de seis largos meses de hospitalización regresó a trabajar a los Estados Unidos, donde se enroló como corresponsal en el periódico Kansas City Express, diario al que había ingresado al terminar la secundaria, y poco tiempo después lo reclutó el diario canadiense Toronto Star Weekly, que le ofreció trabajo en París, ciudad en la que estableció su residencia y comenzó a trabajar como escritor profesional independiente. Contrajo matrimonio cuatro veces: la primera con Hadley Richardson, de quien se divorció para contraer nupcias con Pauline Pfeiffer, de quien también se divorció para reincidir con Martha Gellhorn, disolviendo su tercer matrimonio para unirse entonces con Mary Welsh, su última esposa, con quien vivió hasta la fecha de su suicidio en su casa de Ketchum, Idaho el 2 de julio de 1961. Fue una muerte trágica para un genio literario en cuya familia habían sucedido —y volverían a suceder— diversos incidentes suicidas, como el de su padre y los de sus hermanos Úrsula y Leicester, y

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más tarde el de su nieta Margaux Hemingway, quien al quitarse la vida en 1996 se convirtió en la quinta persona de cuatro generaciones de la familia Hemingway que escapó por la llamada puerta falsa. La capital francesa era en aquel entonces (los dorados años 20 del siglo XX) el lugar donde radicaba un importante grupo de escritores y artistas, como James Joyce, Scott Fitzgerald, Ezra Pound, John Dos Passos, Aldous Huxley, William Faulkner, John Steinbeck, Pablo Picasso, Juan Gris y Jean Miró, al igual que compositores como Sergei Prokopief, George Gershwin y Aaron Copland, prestigiado grupo de creadores al que se introdujo gracias a su amistad con la influyente Gertrude Stein, reconocida coleccionista de arte, escritora, poeta y empresaria, quien acuñó el afortunado término de la generación perdida, para denominar así al conjunto de escritores y artistas norteamericanos que acudían a las tertulias en su residencia y galería de arte, los sábados por la tarde. A pesar de una vida en la que siempre estuvieron presentes la molicie y la disipación, Hemingway experimentó la madurez personal cuando se dedicó con gran disciplina a escribir sus colaboraciones para los periódicos que representaba. Según sus biógrafos, el incipiente escritor adquirió en París el estilo propio que privilegiaba siempre las oraciones simples y sin subordinación. Así, introdujo en sus obras la conjunción “y” en lugar de comas, introduciendo la figura denominada “polisíndeton” para transmitir con ella la sensación de inmediatez al lector. Su teoría del “iceberg” o de la omisión (los hechos flotan sobre el agua, la estructura de soporte y el simbolismo operan fuera de vista), es la base sobre la que construye [su estilo]. (...) Muchos tipos de puntuación interna (dos puntos, comas, guiones, paréntesis) se omiten en favor de oraciones declarativas cortas.68

II. L a

obra

Esta edición de Penguin Random House fue prologada por el autor argentino Rodrigo Fresán, quien al referirse a la gran pasión que sentía 68 Ernest Hemingway, en https://es.wikipedia.org/wiki/Ernest_Hemingway.

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Hemingway por España, llama la atención sobre el peculiar hecho de que el escritor, en sus primeros trabajos literarios para la revista de su colegio, firmara sus colaboraciones como Ernest de la Mancha, así como al hecho de haber bautizado a su primer hijo con el nombre de John Hadley Nicanor, en homenaje al diestro aragonés Nicanor Villalta. El prologuista elimina cualquier duda sobre la autoridad de Hemingway para escribir sobre temas taurinos, cuando destaca la íntima cercanía que tenía con España y la fiesta de los toros, y cita una carta de Ernest al también escritor Ezra Pound, fechada en julio de 1924, en la que define a la plaza de toros como el único sitio donde el valor y el arte se combinan con éxito, agregando respecto de la fiesta brava: en cualquier otra disciplina artística cuanto más mezquino y miedoso es el tipo, Joyce por ejemplo, mayor es el éxito de su arte. No existe en absoluto comparación entre Joyce y el matador Maera. Maera gana por una milla.69 Para el año de 1925, ya con su afición al toreo alimentada por su regular asistencia a las corridas de toros, Hemingway publicó un artículo en el Toronto Star Weekly, buscando convertir a sus lectores norteamericanos en partidarios de su nuevo credo tauromáquico, afirmando que el haber visto su primera corrida le produjo un placer más grande que cualquier otro experimentado hasta entonces; y refiriéndose a la cuna del toreo, sostuvo que España era el mejor país de todos porque está intacto y es increíblemente duro y hermoso. Fue en aquel entonces cuando el autor decidió escribir un libro sobre toros, con la idea de que fuera un ensayo acompañado de fotografías, en el que incluso pudiera colaborar Pablo Picasso. Este proyecto se postergó cuando el autor se propuso escribir la que habría de considerarse su mejor obra: Fiesta, novela de ambiente taurino en la que el autor volcó su entusiasmo por la fiesta brava, luego de conocer y ver torear al famoso Cayetano Ordóñez el Niño de la Palma, con quien entabló una amistad que duró muchos años y que se prolongó aún más por el hecho de que Hemingway fue muy cercano al círculo que rodeaba al hijo de Cayetano, el también famoso matador de toros Antonio Ordóñez. 69 Muerte en la tarde, Penguin Random House Grupo Editorial, primera edición, México, 2014, páginas 12 y ss.

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El prólogo de Fresán hace mención del hecho de que el éxito de la obra Fiesta (para muchos la mejor de Hemingway), aunado tanto al reconocimiento mundial del autor, como al éxito económico obtenido por sus editores, hicieron que su imagen se viera afectada por la intención del autor de escribir Muerte en la tarde, ya que esa bizarra aproximación a la tauromaquia significaría poco menos de un suicidio para el escritor más admirado de Estados Unidos, alguien del que se esperaban novelas y relatos, pero no un canto casi histérico y glorificador de un deporte sangriento donde los hombres morían y los caballos eran destripados. Hemingway sometió a la consideración de su amigo, el también afamado escritor John Dos Passos, las pruebas de la obra que este trabajo reseña, y el autor consultado la consideró “una obra modelo y un clásico”, aunque sugurió abundantes cortes en aquellas partes que consideró demasiado autorreferenciales. Contra su costumbre, Ernest le dio la razón a Dos Passos y le hizo caso. Concluye Fresán su trabajo de prologuista asentando que a más de setenta años después de su aparición, “Muerte en la tarde” —primer libro en inglés sobre el tema y todavía hoy considerado el mejor y el más famoso— continúa siendo un libro saludablemente extraño e inasible.70 Intentando identificarse con sus coterráneos y con los angloparlantes del mundo, el autor confiesa al principio de esta obra que no le gustaban las corridas de toros a causa del sufrimiento de los caballos; pero habiendo decidido escribir sobre el tema, su propósito era trasladar al papel la realidad de los hechos, los verdaderos sucesos que suscitaron las emociones experimentadas. Desde los primeros capítulos se observa una variación total en la técnica literaria de Hemingway, ya que el mencionado polisíndeton, característico del autor, ha desaparecido. En lugar de frases y primeros párrafos cortos y de limitado uso de la puntuación, aparecen ahora rasgos totalmente distintos: empleo de una sintaxis muy elaborada y extensas disertaciones y párrafos prolijamente explicados, de los que surgen incluso razonamientos filosóficos muy complejos. 70 Ibid., página 17.

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Con desparpajo, el autor dilucida cuestiones morales y devela su personal percepción de ellas, al expresar que es moral lo que hace que luego me sienta bien e inmoral lo que hace que luego me sienta mal. Y, juzgados por ese criterio, que no intento defender, los toros son absolutamente morales para mí, porque durante la corrida, me siento muy bien, tengo el sentimiento de la vida y de la muerte, de lo mortal y de lo inmortal, y una vez terminado el espectáculo me siento muy triste pero muy a gusto.71 Zanjado así el omnipresente dilema sobre la moralidad de la fiesta brava, la obra pasa a razonar (¿o a racionalizar?) su calidad artística, previniendo al lector sobre las eventualidades a las que está sometida en función de sus resultados, advirtiéndole que cuando se acude por primera vez a una corrida de toros, es muy poco probable que la misma resulte artísticamente buena, tomando en cuenta que para que esto suceda, deberán coincidir el toro ideal con el torero idóneo para lidiarlo, y que esta circunstancia no ocurre más de veinte veces en España durante toda la temporada y después de todo, no tendría sentido que el primer día viera semejante cosa, ya que sus ojos estarían ofuscados por todo lo que tienen que ver y su mirada no llegaría a alcanzar todas las cosas.72 Hemingway sostiene que durante la lidia el torero debe desplegar su técnica de la forma más peligrosa pero geométricamente posible, y es a causa del riesgo mortal que esto lleva consigo, que la tauromaquia no tendría demasiados adeptos entre los aficionados al deporte en Norteamérica e Inglaterra, puesto que en tales naciones lo que fascina no es la muerte sino la victoria, mientras que la derrota se trata de evitar a toda costa. Por lo anterior, es necesario tener presente que la obra reseñada es algo así como un compendio de recomendaciones basado en la experiencia del autor, cuyo objeto es atraer la atención del público angloparlante para introducirlo al conocimiento de la fiesta taurina; por lo que abundar sobre los innumerables detalles que el autor desglosa con toda minuciosidad, rebasaría los fines del presente comentario. El autor se propone también desterrar la idea de que la corrida es un deporte, argumentando que no es un combate igualitario o una tentativa de 71 Ibid., página 28. 72 Ibid., página 39.

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combate de igual a igual entre un toro y un hombre. Es más bien una tragedia, la muerte del toro, representada mejor o peor por el toro y el hombre que participan en ella y en la que hay peligro para el torero y muerte cierta para el toro. El peligro que corre el hombre puede ser acrecentado a voluntad por el torero en la medida que trabaja más o menos cerca de los cuernos.73 Las detalladas descripciones del autor incluyen la forma del redondel; la altura de la valla que circunda el ruedo y las diferentes localidades de la plaza, incluyendo sugerencias para ocuparlas según el sexo y el temperamento de los asistentes, concluyendo este apartado con una amplia y detallada —y un tanto excesiva— justificación de la reventa. Después de reseñar de manera breve pero minuciosa los atractivos turísticos de Madrid y sus alrededores, el autor abandona durante algunas páginas el tema taurino y con descriptiva prosa conduce al lector a lugares tan bellos y variopintos como el Museo del Prado, el Escorial, Ávila, Segovia, La Granja y Toledo, lo cual no deja duda de que España tiene en Hemingway a uno de sus cronistas más entusiastas y enamorados. De vuelta al tema taurino, la elocuencia del autor describe con preciosismo magistral el interior de la plaza de toros de Las Ventas de Madrid y la gran variedad de personajes que en ella se reúnen antes y durante la corrida de toros. El lector se entera tanto de las labores que realizan los monosabios, como del atuendo que usa el picador (que incluye la protección de lámina de acero que protege su pierna derecha) y además le informa que debido a lo voluminoso de su vestimenta, el picador normalmente no se traslada a la plaza en el mismo coche que el matador. Nada escapa de su análisis. Le explica al lector que el banderillero o peón de brega hace correr al toro en pos de su capa y que el toro la sigue, embistiéndola con alguno de sus cuernos, lo que tiene por objeto que el matador —quien observa esto desde el burladero— perciba cuál es el cuerno más propicio. Seguir con atención los zigzags de la capa hacia la izquierda o la derecha, permite al matador percibir si el toro ve correctamente con los dos ojos y con cuál de sus cuernos tiende a derrotar. Advierte que: 73 Ibid., página 41.

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Sería imposible bregar día tras día con toros realmente enormes, poderosos, bravos, rápidos, que saben valerse de sus cuernos y son lo bastante viejos para haber alcanzado todo su desarrollo, utilizando para ello la técnica que se ha desplegado en las corridas de toros modernas a partir de Juan Belmonte. Sería demasiado peligroso. Belmonte ha inventado esa técnica. Belmonte era un genio y pudo vulnerar las reglas del toreo y torear como hasta entonces parecía imposible. Cuando él lo hizo, todos los toreros tuvieron que seguirlo, ya que no es posible volver atrás tratándose de sensaciones. Joselito, que era fuerte —Belmonte era débil—, sano —Belmonte era enfermizo—, que tenía cuerpo de atleta, una gracia de gitano y un conocimiento de los toros, tanto intuitivo como adquirido, que ningún torero ha llegado a tener jamás; Joselito, para quien cualquier cosa en materia de toros era fácil, que vivía para los toros y que parecía formado y educado como modelo ideal de un gran torero, tuvo que aprender la manera de lidiar de Belmonte. Joselito, heredero de todos los grandes toreros, y acaso el torero más grande que haya existido, aprendió a torear como toreaba Belmonte.”74

Comentario aparte le dedica Hemingway a Manuel García Maera, integrante de la cuadrilla belmontina y compañero de andanzas de Juan Belmonte, quien jamás puso banderillas por no poder correr, razón por la que empleaba a su amigo de juventud para esa tarea, en la que según el autor, Maera podía equipararse a Joselito. Sucedió entonces que Maera pidió a Belmonte un aumento del raquítico salario que percibía (en comparación con el generoso y quizás desproporcionado ingreso del matador y jefe de cuadrilla), mismo que le fue negado. Maera amenazó entonces a su antiguo patrón con hacerse torero para ponerlo en ridículo y en respuesta fue despedido. Cumplió su palabra el subalterno y llegó a ser un buen muletero, ya que contaba con un valor a toda prueba, sustentado en el completo conocimiento que tenía de los toros, resultado de su experiencia como banderillero. Terminó triunfando en la profesión por su pundonor y convirtió su nombre en garantía en los carteles en los que figuraba, incluso a pesar de estar gravemente enfermo de tisis, enfermedad que a la postre puso fin a su existencia. 74 Ibid., página 97.

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Como ya fue mencionado, el hijo mayor de Hemingway, producto de su primer matrimonio con Hadley Richardson, fue bautizado con el nombre de Hadley Nicanor, lo que evidencia la admiración que el escritor sentía por el diestro aragonés Nicanor Villalta, de quien hace una punzante semblanza. Refiriéndose a la elevada estatura de Villalta, satiriza sus proporciones musculares diciendo que ese metro ochenta está empleado casi enteramente en piernas y cuello, sin que pueda compararse con el cuello de una jirafa, porque el cuello de la jirafa tiene un aire natural y el cuello de Villalta parece como si lo hubieran estirado delante de vuestros ojos.75 Con similar sarcasmo el autor define a Cayetano Ordóñez Niño de la Palma, refiriéndose a él como la cobardía en su forma menos atractiva: un trasero gordo, un cráneo calvo por el empleo de cosméticos y un aspecto de precoz senilidad. De todos los toreros jóvenes que se elevaron en los últimos años que siguieron a la primera retirada de Belmonte, fue el Niño de la Palma el que despertó las esperanzas más falsas y el que provocó la mayor desilusión.76 Cuenta que al final de la temporada en la que inició su ascenso, Cayetano sufrió una grave cornada en el muslo, cerca de la arteria femoral, percance que según Hemingway inició la decadencia del fundador de la famosa dinastía de toreros rondeños que lleva su nombre. Públicamente cuestionó al Niño de la Palma al afirmar tajantemente que aquellas fueron las hazañas colmadas a fuerza de tesón por un cobarde.77 Finalmente, tanto Nicanor como Cayetano comparten en la obra la severa crítica del autor, quien concluye que estos toreros solamente se esmeraban en sus actuaciones cuando toreaban en Madrid, y que ello se debía a que la publicidad de los triunfos que se obtenían en esa plaza durante la primavera (época en la que formalmente se inicia la temporada taurina española), les proporcionaban suficientes contratos para actuar el resto del año en las plazas de provincia, donde su esfuerzo y su calidad eran notoriamente inferiores.

75 Ibid., página 116. 76 Ibid., página 117. 77 Ibid., página 120.

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La intensa pasión que despertó en Hemingway el arte de la tauromaquia está presente en cada una de las páginas de la obra y ello se advierte constantemente en el cúmulo de opiniones vertidas, sin que su lectura resulte tediosa o redundante. Con la maestría de su expresiva prosa, el autor consigue hacer partícipes a sus lectores del respeto y la pasión que siente por algo tan inasible como el arte de la tauromaquia. Esta veneración por el toreo queda manifiesta cuando Hemingway analiza el elemento esencial de la fiesta: el toro, al que dedica siete extensos y bien fundamentados capítulos, en los que reflexiona acerca de su naturaleza, origen, temperamento y crianza, así como sobre las características propias de cada uno de los encastes que se localizan en Andalucía, Colmenar, Salamanca y en Portugal. El autor llama la atención sobre una característica fundamental del toro de lidia: su capacidad para asimilar de inmediato, en su experiencia y memoria, que está siendo burlado por un hombre con una capa o una muleta. Como corolario a las ideas expuestas, Hemingway destaca que la corrida está sustentada sobre la premisa de que, al irrumpir en el ruedo, sin ninguna experiencia sobre los hombres de a pie, el toro tiene un tiempo justo para aprender a desconfiar de todos los recursos y engaños del torero, para llegar al momento supremo del peligro, que es la suerte de entrar a matar. El autor comenta las características de la bravura de los toros de lidia, haciendo énfasis en aquella virtud poco común que se presenta en un reducido porcentaje de ellos: la nobleza, que, según Hemingway: es la cosa más extraordinaria que puede verse. El toro es un animal salvaje cuyo mayor placer consiste en la pelea, y aceptará la que le ofrecen bajo cualquier forma, replicando a todo lo que tome por desafío. Sin embargo: los mejores toros de combate reconocen y saben quién es el mayoral o guardián que los tiene a su cargo y, durante su viaje hasta la plaza, le permiten a veces hasta que los golpee o los acaricie. He visto un toro que en los corrales dejaba al mayoral que le diera golpecitos en la nariz y lo rascase, como si fuera un caballo, y le dejaba incluso montar sobre sus costillas, y que, cuando entró en la plaza, sin que lo hubieran irritado previamente, cargó contra

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los picadores, mató cinco caballos y se mostró en el ruedo maligno como una cobra y bravo como una leona.78

El autor nos sigue sorprendiendo con la extensa prosa que dedica a describir las circunstancias que se presentan en la crianza de los toros de lidia. Al respecto nos ilustra sobre las formas de llevar a cabo el destete, el herrado y la separación de los novillos de sus madres, así como el esmero y las dificultades que supone su adecuado manejo, tanto por el elevado número de hombres requeridos para estas tareas, como por la pericia que es menester por parte de cada uno de ellos, tomando en consideración que las defensas naturales del ganado —los cuernos— deben ser manipuladas con extrema precaución, puesto que un toro con defectos en su cornamenta no podrá ser lidiado en una corrida de toros importante. De igual manera, los ojos del novillo revisten especial atención, puesto que una lesión que ocasione un defecto en la visión del toro, lo hace inadecuado para la lidia. También se refiere Hemingway al herradero o marcaje de las reses, describiéndolo como la operación más ruidosa, polvorienta y desordenada de todas las que se relacionan con la crianza de los toros, y da muestra a sus lectores de su agudo conocimiento de las cosas de la fiesta brava informándoles que cuando un español quiere pintar la extraordinaria confusión de una mala corrida, la compara con un herradero.79 Con minuciosidad, el autor abunda en detalles cuando describe la tienta de los machos para probar su bravura al cumplir sus primeros dos años. Esta actividad se realiza en un corral cerrado, aproximadamente de la mitad de la superficie de un ruedo grande, con burladeros o refugios de tablas en los que se colocan los matadores o aficionados invitados y con un corral anexo en el que se resguarda a los ejemplares que van a ser tentados. Uno a uno, los ejemplares sujetos a examen entran al sitio de la prueba, en el que solamente se ubica un picador montado a caballo, armado con una larga pica de aproximadamente tres metros y medio, terminada en una 78 Ibid., página 145. 79 Ibid., página 146.

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punta de acero triangular, misma que es ligeramente más corta que la usada en la lidia regular. Cuando el cornúpeta a prueba arremete contra el caballo del picador, se toma nota de su estilo de embestir. Lo ideal es que lo haga desde lejos, sin patear el suelo ni mugir; que el ataque a la montura sea efectuado con todo su vigor y manteniendo las patas bien hacia atrás, ya que el mayor ímpetu de su fuerza se concentra en sus extremidades posteriores. Una parte menor de empuje se concentra en el lomo y las manos, lo que se hace evidente cuando la res echa las patas por adelante y solo embiste con el cuello, tratando de evadirse del dolor que le ocasiona la pica, librándose de ella. Si el novillo embiste al caballo, deberá hacerlo intentando alcanzar al hombre y al animal y creciéndose al castigo sin importarle el dolor que le causa el acero de la puya al hundirse en sus carnes. Cuando el animal deja de acometer, gira bruscamente y abandona la carga. Si su estilo de embestida es bueno, el ganadero grita ¡toro!; a esa voz, se abre la puerta de salida para que al ejemplar que haya satisfecho con su bravura las exigencias del ganadero (mostrándose así apto para la lidia), se le permita reintegrarse a la manada. Si, por el contrario, el candidato en ciernes demuestra mansedumbre o debilidad en su estilo de cargar contra el picador que le infringe dolor con la puya, el ganadero emite su calificación de ¡buey! y en tal caso —si el ganadero es honesto y escrupuloso—, el animal será candidato a la castración o al matadero. Por lo que toca a la tienta de las hembras destinadas a la reproducción, su bravura se prueba también con la carga de la res contra el caballo del picador, con la diferencia de que no existe límite en cuanto a las veces que esto se hace. A una misma vaca se le puede hacer acometer contra el equino hasta 12 o 15 veces y a los toreros se les permite torearlas con capa y la muleta para apreciar la calidad de su embestida y su disposición para seguir el engaño. Adicionalmente, es de vital importancia valorar su conformación física, su bravura, su codicia, la prontitud para embestir al caballo y su estilo de seguir las telas, que son elementos esenciales a evaluar, puesto que se trata precisamente de las cualidades que se pretende

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que esas vacas hereden a sus crías. No importa que las hembras tengan algún defecto en la cornamenta porque, en general, estos defectos no se transmiten a su descendencia; lo que se busca en ellas es la bravura constante y la buena conformación anatómica. A diferencia de la tienta en los corrales o los ruedos, la que se lleva a cabo en campo abierto resulta más pintoresca; en ella, los jinetes en sus corceles acosan a los novillos con largas picas de madera y los derriban hasta que embisten al picador. Ambos tipos de tienta buscan el mismo objetivo: probar la bravura de la res al acometer a la cabalgadura del picador, pero debido a que el toro de lidia aprende en su memoria tanto del acto de acoso y derribo como de la tienta en corral, es menester evitar el contacto del toro con los engaños para que al llegar a la plaza no lleve en su memoria antecedente alguno del capote o la muleta, y así pueda ser toreado sin resabios en el ruedo. La obra resalta las dificultades de la crianza de ganado de lidia en referencia a la imposibilidad de garantizar su conducta durante la lidia, aun si el ganadero cree haber logrado transmitir a sus ejemplares las características de fiereza, conformación anatómica, estilo de embestida y cuantos atributos de belleza, carácter y nobleza se pudiera considerar positivos. El tratadista emprende a continuación un análisis a fondo de las características que conforman un toro destinado a la lidia, destacando la preponderancia de la sangre guerrera de la casta, que no se puede conservar más que a través de las pruebas concienzudas de las tientas y, en segundo lugar, su propio estado de salud y su condición o forma.80 La distribución geográfica del ganado bravo en España, según señala Hemingway, obedece a la diversidad de climas que existen en la Península y a la diferencia de pastos y aguas según la ubicación de las ganaderías en el territorio hispano. Así, el clima y la vegetación de Navarra, al norte, no tienen nada en común con los propios de las altas mesetas de Castilla, por ejemplo, de tal suerte que los toros criados en Navarra, Andalucía o Salamanca se diferencian en gran medida y esas diferencias no se deben a que provengan de razas diferentes. 80 Ibid., página 157.

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El autor señala las características morfológicas de la casta navarra, afirmando que sus ejemplares son más pequeños y, por lo general, de color rojizo, cuando los ganaderos de Navarra toman toros sementales y vacas de los cortijos andaluces y tratan de aclimatarlos en Navarra, los andaluces adquieren invariablemente los defectos de los toros del norte, tales como el nerviosismo, la falta de limpieza en el ataque y la falta de verdadera bravura, y pierden su carácter original, sin ganar nada de la rapidez, y la velocidad casi de ciervo que caracterizan a las estirpes de Navarra. En la época en que la obra fue escrita, los toros de Navarra sufrían un proceso de degeneración a causa de los cruces llevados a cabo a expensas de la estirpe original navarra y de la venta de las mejores vacas a Francia para emplearlas en lo que allí llaman la Course Landaise, una versión francesa de la corrida, razón por la que los mejores toros de lidia eran los procedentes de Andalucía, Colmenar, Salamanca y, excepcionalmente, de Portugal. El factor que hace adecuado a un toro para ser lidiado es la edad, elemento al que Hemingway atribuye una vital importancia al insistir en que el toro, después de los tres años, ya parece adulto pero no lo es en realidad, pues la madurez la alcanza después de los cuatro años, adquiriendo vigor, resistencia y, sobre todo, sentido, cualidad que consiste en la memoria que desarrolla de las experiencias que ha vivido; porque el toro no olvida nada de lo que aprende a través de sus cuernos y de su habilidad para servirse de ellos. Es el cuerno el que hace la lidia, y el toro ideal es aquel cuya memoria está limpia de toda posible experiencia de lucha, de modo que todo lo que sea capaz de aprender lo aprenda en la misma plaza, dominado, si el torero lo lidia como tiene que hacerlo, o dominador, si el torero se muestra inhábil o cobarde. Y para que haga el peligro más real y ponga a prueba la destreza del torero para manejar un toro convenientemente, el toro debe saber servirse de sus cuernos A los cuatro años el toro posee ya esa habilidad que ha adquirido luchando en la dehesa, único sitio donde puede adquirirla.81

81 Ibid., página 159.

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Queda establecido así que la edad ideal del toro de lidia son los cinco años cumplidos y que su arma de ataque la constituye su cornamenta, que tiene un cuerno maestro que el toro sabe usar mejor que el otro, lo cual, en consecuencia, los hace zurdos o diestros en el uso de sus cuernos, de la misma forma que los humanos lo somos con las manos; pero, a diferencia del género humano, los toros no muestran una tendencia estadística por el lado derecho, de manera que cualquiera de los lados puede ser el del cuerno maestro. Para conocer cuál es el lado dominante del toro para atacar, el banderillero hace correr el toro tras la capa que arrastra, generalmente al principio de la lidia, aunque también se puede saber esto cuando el toro mueve una oreja y, a veces, las dos. Generalmente, el cuerno maestro suele ser el del mismo lado que la oreja que mueve con más frecuencia. Es por ello que esta obra demanda del lector un cuidadoso ejercicio para captar en plenitud las enseñanzas del autor de lengua extranjera que más ha contribuido al conocimiento universal de la tauromaquia hispana. Este trabajo didáctico es impecable y abunda en multitud de párrafos que requieren por lo menos de una segunda lectura de su contenido, para captar a cabalidad la construcción gramatical de sus textos. Además de comunicar los conocimientos técnicos del autor sobre el toreo, la riqueza de su vocabulario y el empleo de términos taurinos accesibles solo para los enterados, Muerte en la tarde consigue transmitir al público al que está dirigida la obra —los lectores angloparlantes— un velo de misterio que apasiona intensamente. Asimismo, sus referencias a las figuras del toreo canalizan el interés del lector hacia la personalidad de los toreros más conocidos en la época, incitando la curiosidad morbosa de escudriñar el temperamento y el carácter psicológico de los diestros mencionados, auténticos semidioses tanto de las multitudes que abarrotaban las plazas de toros españolas, como del numeroso público que seguía los relatos que proliferaban en los diarios peninsulares y que transmitían las estaciones de radio en aquellas épocas de auge de la fiesta de toros. Hemos resaltado la universalización de la fiesta brava a la que contribuyó de manera notabilísima Ernest Hemingway, el autor de habla inglesa

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más leído del mundo y una personalidad que atraía la atención mundial de millones de lectores. Quizá pueda afirmarse que España debe a Hemingway el haberse convertido en el país que durante mucho tiempo ha ocupado uno de los primeros lugares del mundo en captación turistica. Sin duda, el impulso mundial que Hemingway dio a la fiesta taurina, repercutió también en nuestro país, cuyas plazas de toros fronterizas —Tijuana, Nogales, Ciudad Juárez, Piedras Negras, Nuevo Laredo, Reynosa y Matamoros— se vieron abarrotadas por oleadas de aficionados norteamericanos durante los años 40 del siglo XX. En la capital, el visionario empresario Neguib Simón Jalife emprendió la edificación de la Plaza México, la más grande del mundo, cuyo segundo tendido de sombra solía llenarse de turistas extranjeros… que casi siempre abandonaban el coso alrededor de la lidia del cuarto toro. Abordando de lleno el análisis de la corrida de toros, la obra describe los diversos episodios de la faena taurina, comenzando por la recreación de la faena de capa y la descripción de las suertes que se ejecutan en ella. Destaca la gran importancia de la vilipendiada suerte de varas, señalando que la pica actual es muy dañina, aún colocada convenientemente. Lo es, sobre todo, porque el picador no la coloca, no“lanza la vara” como se dice, hasta que el toro ha alcanzado al caballo. El toro, entonces, tiene que hacer un esfuerzo para levantar en vilo al caballo, y el hombre, haciendo fuerza con todo su peso sobre la vara, le hinca el acero en el músculo del cuello o en la cruz. Si todos los picadores fuesen tan hábiles como lo son algunos, no sería necesario dejar que el toro alcanzase al caballo antes de lanzar la vara; pero la mayoría de los picadores, por ser la suya una profesión mal pagada que solo conduce a la conmoción cerebral, no son capaces de colocar la pica adecuadamente.82 Destaca que: Ninguna de las partes de la fiesta atrae tanto al espectador que ve por primera vez una corrida, como la colocación de las banderillas. Los ojos de una persona no familiarizada con la fiesta brava no pueden seguir realmente el trabajo de la capa; se está bajo la impresión de

82 Ibid., páginas 221 y ss.

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ver al caballo acometido por el toro y, cualquiera que sea la manera como este episodio afecte al espectador, lo más probable es que éste siga mirando al caballo y que se le escape así el quite que el espada acaba de hacer. El trabajo con la muleta es confuso para el espectador; el espectador no sabe qué pases son más difíciles de ejecutar y, como todo es nuevo para él, sus ojos son incapaces de distinguir un movimiento de otro. Observa la muleta como algo pintoresco, y la muerte del toro puede ser una cosa consumada con tal rapidez que, a menos que el espectador tenga unos ojos muy adiestrados, es probable que no sea capaz de descomponer las diferentes figuras ni de ver en realidad lo que ha sucedido en tan pocos segundos…83

Aparte de su finalidad didáctica de transmitir los conocimientos taurinos del autor al aficionado (anglosajón) en ciernes, la obra muestra la vena periodística de su autor, quien nos regala su opinión sobre los que consideraba los mejores banderilleros de la época, señalando en primer lugar a Manuel García Maera, a José Gómez Ortega Joselito y a Rodolfo Gaona, de quien dice que “fue uno de los más grandes toreros que ha habido”.84 Igualmente, analiza la trayectoria de los diestros españoles de aquellos años, destacando las aportaciones que hicieron evolucionar la fiesta brava, como las de Rafael Gómez el Gallo, de su hermano José Gómez Joselito y de Juan Belmonte, refiriéndose también a Manuel Jiménez Chicuelo, Vicente Barrera, Marcial Lalanda, Antonio Márquez, Joaquín Rodríguez Cagancho, Antonio Bienvenida, Ignacio Sánchez Mejías, Domingo Ortega y a otros más, deteniéndose con gran emoción en la triste suerte y fallecimiento de Francisco Vega de los Reyes Gitanillo de Triana. No omite referirse a los diestros mexicanos que por entonces actuaban en España, como José González Carnicerito de México, Jesús Solórzano, Juan Silveti, David Liceaga, Fermín Espinosa Armillita y Luis Freg, de quien hace una emotiva semblanza, destacando su gran habilidad para la suerte suprema. La obra culmina, al igual que toda gran faena, con la muerte del toro, que constituye la suerte suprema del toreo, y desmenuza cada detalle de ella, explicando tanto el volapié como la suerte de matar recibiendo, y 83 Ibid., páginas 231 y ss. 84 Ibid., página 237.

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señala que esta última es el modo más arrogante de matar y una de las cosas más hermosas que pueden verse en la plaza. Pero tal vez no la veáis jamás, ya que el volapié, que es lo suficientemente peligroso cuando está bien ejecutado, es hasta tal punto menos peligroso que la suerte de recibir que si en nuestros tiempos el torero recibe a un toro es cosa rarísima. Yo no he visto ejecutarlo correctamente más que tres veces en más de mil quinientos toros...85 Concluimos la presente reseña con la transcripción de un expresivo párrafo del autor en el que pone de manifiesto su hispanismo: Si hay un rasgo común al pueblo español es el orgullo, y si hay otro rasgo es el buen sentido, y si hay un tercer rasgo es la falta de sentido práctico. Como tienen orgullo, a los españoles no les importa matar; se sienten dignos de otorgar ese don. Como tienen buen sentido, se interesan por la muerte y no dejan que se les pase la vida evitando pensar en ella, ni esperando que no exista, para descubrirla solamente en el momento de morir. Ese buen sentido que poseen es tan seco y tan árido como las llanuras y las mesetas de Castilla, y disminuye en sequedad y en aridez a medida que se aleja de Castilla. En grado máximo, ese buen sentido se combina con una falta completa de sentido práctico. En el sur, se hace pintoresco; a lo largo del litoral se hace falto de maneras y mediterráneo. Al norte, en Navarra y Aragón, hay tal tradición de valentía que se hace romántico, y a lo largo de la costa atlántica, como en todos los países bordeados por un mar frío, la vida es tan práctica que no hay lugar para el buen sentido. La muerte, para las gentes que viven en las partes frías del océano Atlántico, es cosa que puede venir en cualquier momento, que viene con frecuencia, y que hay que evitar como un riesgo profesional, de manera que no se preocupan por ella y ella no siente por ellos ninguna fascinación.86

85 Ibid., página 279. 86 Ibid., página 307.

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Iniciación a la fiesta de los toros Felipe B. Pedraza Jiménez Editorial Edaf, S.A. Madrid, 1998

J. J esús H ernández R odríguez El autor de este libro es Felipe B. Pedraza Jiménez, cordobés, profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Castilla–La Mancha, quien en su juventud incursionó en el arte del toreo y que, con base en aquellas experiencias, ha impartido conferencias en el tabloncillo de la plaza de Las Ventas de Madrid y en otras plazas de España e Hispanoamérica. En esta obra pretende explicar —con la mayor claridad posible—, los aspectos históricos, técnicos, simbólicos y artísticos del toreo, la morfología y el comportamiento de los toros, al igual que las suertes y los lances de la lidia, por lo que constituye una síntesis de la fiesta de los toros que sirve como guía para los nuevos aficionados y como recordatorio para los ya veteranos. El libro que nos ocupa está conformado por una declaración de intenciones seguida por 11 capítulos, complementados con un índice de términos taurinos. A continuación haremos una breve glosa de los capítulos que integran dicha obra. I. R aíces

y orígenes de la fiesta de los toros

En el primer capítulo, el autor emprende un amplio recorrido histórico por los orígenes de la fiesta de los toros, partiendo desde la cacería, cuando por necesidad el hombre tenía que matar al toro para subsistir, para lo cual desarrolló diferentes métodos y técnicas de captura y muerte con sus incipientes armas. Gracias a aquellas prácticas, el hombre, con su inteligencia y agilidad, fue adquiriendo habilidades para burlar las acometidas de los animales, así como sus temibles y furibundos ataques, con el fin de matarlos sin sufrir daño alguno y conseguir su sustento y el de su tribu. 218

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Estas habilidades de cazador no solamente fueron un medio para obtener el sustento y alimentarse, también se convirtieron en ocasiones para mostrar valor y pericia y desplegar alardes de poderío personal. Con ello la cacería se impregnó también de emoción y belleza, tal como quedó representado en pinturas y grabados rupestres que aún se conservan. También narra el autor cómo se inició la domesticación del toro y el trascendental cambio que transformó al hombre de cazador en agricultor y ganadero, fenómeno que tuvo lugar en el Mediterráneo y el Oriente Próximo hace aproximadamente seis mil años. De aquella antigüedad data la veneración del hombre hacia el toro, porque, aparte de permitirle subsistir, ese maravilloso animal representaba cuanto de grandioso hay en la naturaleza; de esta forma, en las culturas de Mesopotamia y del Mediterráneo se desarrollaron las mitologías relativas al toro. En la antigua Creta se pasó de los ritos religiosos taurinos al espectáculo y al ejercicio militar, consistentes en juegos con algunas suertes de la lidia como los saltos sobre el testuz y al trascuerno, la suerte de mancornar y otras cuya ejecución requería valor y destreza y que quedaron plasmadas en pinturas y murales, así como en adornos y elementos cerámicos. El espectáculo de la lucha de un hombre con un toro también fue práctica de los reyes en Mesopotamia y Egipto, pasando al circo romano. De manera errónea, durante algún tiempo se creyó que las fiestas de toros se habían originado en el mundo árabe; sin embargo, de acuerdo con diversos análisis aplicados a testimonios medievales, se ha revelado que los musulmanes no tuvieron contacto con los juegos taurinos antes de llegar a la península ibérica en el siglo VIII. Por tanto, se concluyó que las prácticas taurinas se originaron en el norte de España y que la riqueza del ganado procede de las marismas del río Guadalquivir, así como de la Vega del Tajo. Pese a que los festejos taurinos tenían un carácter eminentemente militar, el vínculo religioso era más importante, ya que se celebraban con motivo de las conmemoraciones colectivas ligadas al calendario ritual de la antigüedad pagana, tales como fiestas primaverales o santorales. La consolidación de la corrida como actividad profesional y con normas escritas tuvo lugar a partir del siglo XVIII, con la preminencia del toreo a

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pie, practicado por los matadores y sus cuadrillas. De esta época proviene la ejecución de los lances y las suertes de la lidia con el uso de capotes, muletas y estoques, además de que fue entonces cuando aparecieron las tauromaquias escritas, la primera de las cuales fue redactada en Cádiz en 1796 por José Delgado Pepe-Hillo (1754-1801). II. E l

toro de lidia

La vida del toro en el campo es de lo más placentero, ya que viven libremente sus primeros cuatro o cinco años en los amplios cercados donde pastan. Los toros son animales gregarios que se sienten protegidos junto a otros ejemplares de su especie, y desarrollan lo que se denomina querencias naturales; es decir, apego al lugar donde comen y beben, a las sombras y rincones frescos o abrigados, donde se resguardan del calor o del frío, así como del resto de la manada. Existen también las querencias accidentales, como aquellos lugares en los que ha ocurrido algo que los afecta, o donde perciben ciertos olores que les resultan familiares. Tanto las querencias naturales como las accidentales deben ser conocidas por quienes manejan los toros en el campo. Adicionalmente a las querencias de los toros en el campo, se desarrollan también otras en la plaza donde se les lidia, como pueden ser la puerta de toriles por donde salen al ruedo, la zona de las tablas, el centro del ruedo, etc., todas las cuales deben ser conocidas o descubiertas por quienes los lidian. Por lo que se refiere a la tienta y la selección de las vacas que conforman la simiente de las ganaderías y que constituyen el pilar sobre el que se sostienen, el autor describe de manera clara cuál es el objeto de estas prácticas y cómo se llevan a cabo en las plazas de tienta. Explica también su importancia vital en la reproducción de las camadas, pues de los resultados de esa selección depende la obtención y conservación de la verdadera casta, la bravura, la nobleza, la fuerza, y las hechuras o morfología de los toros, que son los factores que determinan el éxito de la ganadería, o bien su fracaso, si sus toros acusan docilidad, genio, mansedumbre o blandura. En este capítulo el autor explica todo lo referente al nacimiento del toro bravo, su vida en manada, el herradero y el registro de las crías. Aborda también el tema de la morfología, tamaño y peso del toro bravo, que son

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las características que le otorgan su armonía de hechuras y su trapío, el cual, en forma muy simple, puede definirse como el conjunto de rasgos que le otorgan al toro su aspecto de grandeza y majestuosidad. También se describen otros rasgos físicos del toro, como son la alzada o estatura (que es la distancia existente entre el suelo y la cruz o las agujas, es decir el punto donde se une el espinazo con las paletillas u omóplatos) y la conformación del tronco y las extremidades, que determina que se les clasifique como anchos o estrechos, largos o cortos, hondos, agalgados, lomitendidos, ensillados, cortos de patas, zancudos, aleonados, etc. Por lo que se refiere a conformación de la cabeza y el cuello del toro, Pedraza describe de manera gráfica otras características: largos o cortos de cuello, engatillados, degollados, badanuados, enmorillados, cariavacados, chatos, acarnerados, hocicos de rata, etc. Asimismo, describe gráficamente las capas, los pelajes y los diferentes tipos de cornamenta. En forma muy amplia se abordan los posibles comportamientos de los toros: la casta y el genio, la bravura, la mansedumbre, las querencias en la lidia, la nobleza, el sentido, la fuerza, la codicia, el poder, la blandura o la vista, entre otras características. Por último, el autor hace referencia a los orígenes —tanto remotos como recientes—, de los distintos encastes y las principales ganaderías españolas. III. L a

plaza

Empieza este capítulo explicando los orígenes y la historia de los lugares en los que se realizan los festejos taurinos, que en un principio fueron las plazas públicas de los pueblos y ciudades, hasta que se construyeron cosos específicos para correr toros. Pedraza describe la estructura y las dependencias de las plazas de toros, que en general se componen de tres espacios: 1) el ruedo y callejón, que son los sitios destinados a la lidia y se componen de las barreras, los burladeros, el ruedo, la arena, las rayas, etc; 2) las localidades o tendidos que el público ocupa durante el espectáculo, que se dividen en barreras, tendidos, palcos, localidades generales (de sol y de sombra), puertas de acceso y de salida, etc.; y 3) los distintos servicios y dependencias, como los corrales, los chiqueros, el patio de cuadrillas, el de picadores, el desolladero, la enfermería y las taquillas.

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Concluye el autor este capítulo, explicando los criterios para la clasificación de las plazas de toros de acuerdo con su categoría, las cuales pueden ser de primera, con cupo para más de 10 mil espectadores; de segunda, que dan cabida de cuatro mil a 10 mil personas y las de tercera, para menos de cuatro mil. IV. L os

festejos y su organización , la

cuadrilla , su vestuario e instrumentos

El autor divide a los espectáculos taurinos en dos tipos de festejos y presenta una explicación detallada de cada una de ellos, comenzando por los “populares”, que incluyen los encierros, las capeas, la suelta de vaquillas, los toros ensogados o de fuego, etc., y concluye con los festejos “profesionales”, que son las corridas de toros, las novilladas (con o sin picadores), de rejoneadores y forcados, los espectáculos cómico-taurinos, los espectáculos de recortadores y los festivales, las becerradas, entre otros. Asimismo, hace una breve descripción de la labor que desempeñan los empresarios, así como la de los matadores y novilleros, explicando los rituales de las alternativas y sus confirmaciones; la forma como se determina el orden de la actuación de los toreros (con base en la antigüedad de su doctorado), y la labor que llevan a cabo los banderilleros o peones, los picadores y los mozos de estoques. Con respecto a la indumentaria y los instrumentos de la profesión taurina, Pedraza explica de forma gráfica las partes que componen el traje de torear, así como otros aditamentos como la montera, las zapatillas, las medias, el añadido o castañeta, el capote de paseo. En el caso de los picadores, describe la calzona de gamuza y el castoreño y hace mención también de los atuendos campero o corto, del goyesco, de la casaca de los rejoneadores, y de otro tipo. Sobre los instrumentos utilizados en la lidia, el autor describe el manejo de los capotes y muletas, de la vara y la puya de picar, de las banderillas, de los estoques de matar y los rejones, incluidas sus características y medidas. Por último, el autor cierra este capítulo explicando lo relativo al traslado de las reses de la ganadería a la plaza de toros y su desembarcamiento,

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así como el reconocimiento que realizan los veterinarios y las autoridades y cómo se lleva a cabo el sorteo de los toros entre los alternantes que los matarán en la corrida. V. E l

paseíllo , el tercio de varas y capa

El inicio formal de la corrida comienza con el paseíllo, un ritual que rememora cuando se celebraban los festejos en las plazas públicas de las ciudades y los pueblos, en los que había que despejar el ruedo del público que ahí se encontraba, para de esta manera poder dar comienzo al espectáculo. Pedraza explica el orden de colocación de los matadores antes del despeje de cuadrillas, quienes rigurosamente se sitúan de la siguiente manera: del lado izquierdo, el matador o novillero de mayor antigüedad, del lado derecho el que le sigue y en medio de ambos el más joven o de más reciente alternativa, tomando en consideración que cuando un torero se presenta por primera vez en una plaza, este deberá hacer el paseíllo desmonterado. Detrás de los matadores se colocan los banderilleros en tres filas, siguiendo el orden de antigüedad de sus respectivos matadores; primero marchan los que acompañan al matador más antiguo que encabeza el cartel; enseguida se colocan los peones del segundo matador y, por último, los del espada de más reciente alternativa. Detrás de los banderilleros se colocan los picadores en el mismo orden que los anteriores y cierran el paseíllo los monosabios, en primer término los que auxilian a los picadores, después los areneros y guarda puertas y al final los encargados de las mulillas o caballos de arrastre. La atención de los toreros (así como del público conocedor) debe centrarse en la conducta del toro, empezando por la forma en la que sale al ruedo, pues desde ese momento se puede apreciar cuál será su comportamiento a lo largo de la lidia. Cuando el toro sale en sentido de su lado izquierdo (es decir hacia donde se colocan los picadores), se dice que tiene una salida natural y a su salida por el lado derecho se le llama salida contraria. Se afirma que el toro es bravo si acude rápido a los cites que le hagan desde la tronera del burladero y si remata en las tablas bajando la cabeza y que si el toro no atiende esta provocación, correrá en paralelo a la barrera, sin acercarse mucho a ella. Por el contrario, los toros mansos

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no acuden rápido a los cites y se aproximan mucho a las tablas, levantando la cabeza por encima de ellas (a esto se le llama barbear las tablas), buscando la oportunidad de saltarlas para huir o bien para aquerenciarse en la puerta de toriles. También debe observarse la forma en que los toros corren, ya que si tienen un buen galope y este es acompasado, es señal de que se desplazarán bien y de largo durante la lidia. Tras la salida, los banderilleros deben dar los primeros capotazos a fin de fijar al toro y atemperar sus embestidas, para que su matador pueda enterarse de las condiciones de la res. En la actualidad, casi en todos los casos es el propio matador quien ejecuta los primeros capotazos para después intentar lucirse con el toreo a la verónica o con otros lances como faroles o cambiados de rodillas, lances de tanteo, verónicas con rodilla en tierra u otro tipo de lances espectaculares, como prolegómenos de la actuación de los picadores. El autor le dedica un largo espacio a la suerte de picar, intentando explicarla de la forma más detallada posible; empieza explicando la forma en que esta suerte ha evolucionado a lo largo el tiempo, desde sus inicios en los que el picador esperaba en el ruedo la salida del toro, para picarlo sin la protección del peto para los caballos, hasta el año de 1929 en que entró en vigor el uso del peto para proteger a las cabalgaduras y erradicar el desagradable espectáculo de tantos caballos destripados y muertos. Lamentablemente, en tiempos modernos se ha abusado de esta protección, además de utilizarse caballos de gran alzada, que además salen protegidos por una gruesa muralla de guata, que los convierte en verdaderos muros ante los cuales el toro choca y suele destroncarse. El objetivo práctico de la suerte de picar es el de ahormar al toro, rebajando su violencia, atemperando su acometida y descongestionándolo para que el matador pueda ejecutar las suertes de muleta de mejor manera. Además, la suerte de varas es de la mayor importancia para juzgar objetivamente la bravura del toro. Este capítulo incluye también una breve reseña de la evolución del arte del toreo a pie en la que se destaca que el toreo antiguo consistía fundamentalmente en burlar las embestidas del toro de la mejor manera posible, en virtud de las condiciones en que embestía aquel toro, mucho más violentas que el actual. Una vez reconocidos los terrenos del toro y los terrenos del torero, se citaba a la res y al acometer esta y llegar a la

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jurisdicción del torero, el diestro se apartaba para burlar al animal con el engaño, permutando así los terrenos, pasando él a ocupar los que antes tenía el toro. Se dice que a partir de Juan Belmonte cambió radicalmente aquella forma de torear, para dar lugar a una basada en la quietud y el aplomo del torero, que debía permanecer sustancialmente quieto y obligar al enemigo a enredarse en torno suyo. Esta nueva manera de concebir el toreo obligó a los ganaderos a cambiar sus criterios de selección a fin de buscar animales de embestida más suave, más dóciles, más nobles, pero también más bravos, ya que deben acometer y desplazarse más. Sin embargo, actualmente se ha abusado del descastamiento y ha disminuido la bravura de los toros, lo que si bien ha facilitado (quizás en exceso) la forma de torear, ha provocado la pérdida de la emoción que debe existir en el toreo. Para finalizar este capítulo el autor hace una larga descripción de los lances y suertes de capote y su ejecución (acompañada de fotografías o ilustraciones de las mismas), explicando que estos tienen una función técnica —la de conducir al toro durante su lidia— y otra de lucimiento artístico del matador. VI. T ercio

de banderillas

Este capítulo está dedicado exclusivamente al segundo tercio de la lidia, derivado de las antiguas fiestas populares en las que los mozos corrían ante los toros y les clavaban arponcillos y azagayas. La principal función de este tercio es avivar al toro y darle la oportunidad de galopar para que se oxigene después del quebranto sufrido en la suerte de varas. El de las banderillas es también un momento muy importante, en el que tanto los matadores como el público conocedor deben fijar su atención en el comportamiento del toro a fin de evaluar las condiciones en que llega al tercio final o de muleta y muerte, ya que de tales condiciones puede depender el éxito o el fracaso de la faena. Cuando los banderilleros de la cuadrilla son los encargados de poner las banderillas, existe un protocolo y un orden para la colocación de los matadores en el ruedo. El torero al que le corresponde el toro deberá ubi-

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carse en el burladero de matadores para poder observar atentamente el comportamiento del toro durante este tercio; por su parte, el espada que sigue en el orden de antigüedad se debe situar atrás del banderillero en turno, mientras el peón de brega de la cuadrilla se encarga de colocar a la res en el terreno más adecuado para su acometida; finalmente, el tercer matador, junto con otro peón de la cuadrilla del torero actuante, se deben situar detrás del toro para auxiliar al banderillero en su salida de la suerte. Incluye el autor una breve descripción de las diferentes maneras de ejecutar la suerte de las banderillas, haciendo mención del cuarteo, que es la modalidad más usual; del sesgo, ya sea por fuera o por dentro; de los pares de poder a poder; al cambio; al quiebro; de las banderillas cortas y de otras formas más. Para juzgar el desempeño de los banderilleros deben tomarse en cuenta tanto la colocación de los pares como su ejecución, la cual hay que concretar frente a la cara del toro y no a cabeza pasada. Por lo que se refiere a la colocación de las banderillas, lo ideal es que queden juntas en todo lo alto, clavadas en el espacio inmediatamente detrás de morrillo del toro. VII. E l

tercio de muleta y muerte

En los orígenes de las corridas de toros, a este último tercio de la lidia se le denominaba “de muerte”, ya que en él tiene lugar el momento más importante de la corrida, pues la lidia que lo precedía era solamente el preámbulo para preparar la suerte suprema. Con el transcurso del tiempo y con la evolución de la ejecución del toreo, los pases ejecutados con la muleta fueron creciendo en cantidad e importancia porque el público prestaba una creciente atención a la manera en la que el espada dominaba y mandaba a la res con la muleta, un engaño de tamaño menor que la capa o capote. Fue en la época de Joselito, Belmonte y Gaona cuando tuvo lugar la transformación de la lidia, cobrando más importancia la labor de muleta, en la que el diestro se queda solo frente al toro para construir su faena, tal y como se realiza hoy en día. Al aumentar la trascendencia de la muleta en las faenas modernas, las demás etapas de la lidia han ido perdiendo relieve y hasta se han reducido de forma alarmante y riesgosa; esto ha

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repercutido de manera negativa en la evolución misma del toro de lidia, que ha perdido casta, bravura y fuerza, a fin de resultar más dócil y fácil de lidiar, al grado de llegar al extremo de la mansedumbre. El tercer tercio se inicia al concluir el de banderillas; suenan clarines y timbales anunciando el último tercio y el diestro en turno se dirige —en su primer toro— a la presidencia o autoridad para solicitar su venia para realizar la faena y si ve condiciones propicias en el toro, el torero brinda su faena, ya sea a todo el público o a alguna persona en particular. El toreo con la muleta puede ser natural o regular, si la mano con la que torea el diestro coincide con el pitón del toro que pasa más cerca de su cuerpo; o cambiado, cuando se cita por el pitón contrario al de la mano con la que se torea. En el toreo natural el matador cita como si la muleta fuera una prolongación de la palma de su mano y el cambiado se ejecuta cuando se realiza con el dorso de la mano. Con frecuencia suele confundirse el término de toreo al natural con el pase natural, que es la forma de torear con la muleta (generalmente en la mano izquierda), sin la ayuda del estoque. Cuando el diestro arma su muleta con el estoque o ayudado y la sostiene con la mano derecha, se dice que ejecuta un pase ayudado. Enseguida describe algunos conceptos sobre el arte, el temple, el cargar la suerte y el remate. El cite se puede realizar de diversas maneras: de perfil, cuando el torero se coloca ofreciendo uno de sus francos; de frente a la cara del toro, y el más habitual, que se realiza en una posición intermedia, ligeramente perfilada. Asimismo, el torero podrá cruzarse con el toro; es decir: podrá situarse delante de los pitones, lo cual implica que se obligue al toro a trazar una curva en torno al torero; o bien puede citar al hilo del pitón, ubicado en una posición paralela a la del toro. La decisión sobre una forma de citar y la otra dependerá de las condiciones y características que presente el animal en su embestida. También se puede citar a pies juntos o con el compás abierto; con la pierna de salida adelantada o retrasada para darle mayor dimensión al pase; cada forma de citar tiene su particular encanto y mérito. En forma muy breve el autor hace mención del toque, que es el movimiento de la muleta al momento de citar al toro para provocar su embestida, mostrándole

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la panza (el centro) de la muleta —que es la forma ortodoxa de ejecutar el pase— o bien con el pico de la muleta, procedimiento que solamente debiera ejecutarse cuando el toro se vence o cuando el diestro cita muy cruzado. Finalmente, describe el autor el procedimiento de cargar la suerte, consistente en avanzar el cuerpo hacia la res antes de consumar las suertes, para llevar embarcada la embestida en el engaño. El temple, concepto cuya definición han intentado diversos autores y toreros (y que el gran bibliófilo taurino don Luis Ruiz Quiroz [q.e.p.d.] recopiló en un libro en que se confronta las distintas conceptualizaciones del temple que han desarrollado más de 180 personajes de la fiesta), es descrito por nuestro autor como el acompañamiento de la velocidad de la embestida del toro con el movimiento del engaño, lo cual, además de servir para domar la acometida de la fiera, permite convertirla en belleza plástica. En tal sentido, Pedraza aclara —contra la opinión de otros teóricos— que templar no significa torear despacio, sino simplemente adecuar el movimiento de las telas a la velocidad del animal. Esto, además de controvertido, resulta un tanto contradictorio, ya que más adelante el autor afirma que el torear templado da como resultado que disminuya la velocidad del toro. Afirma el autor que el remate es lo más relevante del muletazo, y que este puede culminarse hacia adentro o hacia fuera. En el primer caso, el pase tiene mayor mérito al rematarse por detrás de la cadera del diestro, lo cual obliga a la res a trazar una cerrada cuerva y a ceñirse al cuerpo del torero; en cambio, al rematar el pase hacia afuera, la curva que traza el toro será más abierta y, por tanto, el animal pasará más lejos del torero, con lo cual se renuncia al efectivo dominio sobre el toro. También en el caso del remate —como todo en la técnica del toreo—, habrán de tomarse muy en cuenta las condiciones que presente el animal, como sucede con los remates por arriba que, si bien provocan que se pierda hondura, en ocasiones son necesarios para ayudar a los toros débiles (lo que resulta ser un acierto brillante). En sentido inverso, los remates por bajo son más intensos y permiten un mayor dominio, ya que obligan a la res a humillar. El inicio de la faena de muleta es esencial para que el toro pueda desarrollar sus mejores condiciones. Se puede comenzar el trasteo pegado a las

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tablas, instrumentando una serie de ayudados por abajo y llevando al toro largo y humillado, lo cual resulta muy eficaz para atemperar su embestida y corregir sus defectos, además de permitir al diestro darse cuenta de las condiciones con las que su enemigo ha llegado al tercio final. Asimismo, en cada muletazo se debe ir ganando terreno al toro, avanzando hacia el centro del ruedo. En otros casos resulta esencial iniciar la faena con ayudados por alto para propiciar que los toros con poca fuerza embistan, al obligarlos a levantar la cabeza. Otra forma de dar inicio a la faena es colocarse el torero en los medios del ruedo, lo cual debe realizarse con los toros que han mostrado una embestida franca, larga y con fuerza. Iniciada la faena se llega el núcleo de la misma, en el que el matador ejecutará diversas tandas o series de muletazos ligados, rubricados con un pase de remate y con adornos precisos, en la medida de lo posible. El conjunto de la faena debe efectuarse prioritariamente en un mismo terreno, para así evitar que el toro desarrolle o se dirija a sus querencias. En este capítulo el autor describe algunos de las pases que suelen componer una faena de muleta, para que el lector se entere de cómo se estructura la faena y, por último, hace lo mismo con la suerte de matar, puntualizando cuál debe ser el momento oportuno de ejecutar la suerte y cómo debe cuadrarse el diestro para realizarla: con la res quieta, parada con las manos y las patas paralelas entre sí; colocada en el terreno adecuado, que puede ser —dependiendo de las características y condiciones del toro— en los tercios o en los medios del ruedo; a una distancia corta o larga; o en los terrenos contrarios o naturales. Pedraza se refiere también a las diferentes formas de ejecutar la estocada: al volapié; recibiendo, al encuentro, a un tiempo, a paso de banderillas o a la media vuelta, así como a la colocación del estoque, que puede caer casi perfecto en el mismo hoyo de las agujas, clavado hasta la empuñadura y con una trayectoria que forme un ángulo de 45 grados con el lomo del toro. O bien la estocada puede resultar defectuosa si la espada cae delantera, trasera, caída, baja, muy baja (o bajonazo), en el cuello (pescuecera, golletazo), contraria, atravesada, envainada, tendida, perpendicular o si resulta solo media estocada, pinchazo hondo, y así sucesivamente.

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VIII. Ó rdenes

presidenciales , premios y censuras

La corrida se rige por un estricto protocolo de acuerdo con normas fijadas por la tradición, que se recogen en un reglamento taurino. En la fiesta de toros, el presidente (en México juez de plaza) es el encargado del buen orden del espectáculo y debe actuar en defensa de los aficionados; él es quien marca el ritmo general de la corrida, para lo cual comunica sus órdenes mediante toques de clarín y el uso de pañuelos, con lo que señala los cambios de tercio, la devolución de los toros, los premios o sanciones a los actuantes, las llamadas de atención, los avisos por no matar a tiempo, etc. Concluye Pedraza este capítulo con una breve explicación de cómo se determinan las premiaciones y reconocimientos, tanto para el toro como para el torero. IX. C alendario

taurino

Tradicionalmente, la fiesta de los toros ha estado ligada a las celebraciones religiosas —en su mayoría de origen precristiano—, por lo que el calendario taurino en Europa va de marzo a octubre; es decir, comienza con la primavera, transcurre durante el verano y finaliza al principio del otoño. En cambio, en México y en el resto de la América taurina, la temporada importante abarca el otoño, el invierno y la primavera, lo que prácticamente resulta un relevo de la temporada española. Existen plazas de temporada y plazas de feria. En general, son muy pocas las plazas que ofrecen temporadas completas; en cambio, son mayoría aquellas que dan festejos asociados a una feria. El autor hace en este capítulo un recorrido cronológico de las principales temporadas y ferias que se realizan tanto en España y Francia, como en México y el resto de América, ofreciéndole al lector una guía de los principales calendarios taurinos. X. L os

toros en el arte y cultura

A propósito de este tema, el autor declara lo siguiente: Sin duda la fiesta de los toros constituye un arte por sí misma, por ser un espectáculo de extraordinario

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colorido y excepcional intensidad. Naturalmente el que así sea no quiere decir que todos los posibles espectadores tengan que gustar de él, y puntualiza: los valores plásticos y la emotividad de la fiesta no son discutidos ni tan siguiera por sus más vehementes detractores. Destaca también que es indudable la influencia que la fiesta de toros ha ejercido en las demás artes, y que continúa motivando la inspiración de pintores, grabadores, escultores, poetas, músicos, cineastas, coreógrafos, entre otros artistas. Para ilustrar su aseveración, el autor hace un recorrido histórico, empezando por la Prehistoria y la Antigüedad, continuando por la Edad Media, el Siglo de Oro, los siglos XVIII y el XIX, hasta el siglo XX, reseñando las principales obras de arte de los creadores que se han ocupado de plasmar el tema taurino en sus obras. XI. P ara

saber más de toros : bibliografía taurina

En este capítulo final el autor destaca la importancia de la amplia y extensa bibliografía taurina existente, cuya lectura es indispensable para el conocimiento y la cultura de quienes se interesen por el tema taurino. Para ello, Pedraza hace una breve relación de los libros que considera relevantes para que el lector interesado amplíe las nociones ofrecidas en este libro, clasificándolos de acuerdo con los mismos temas señalados en el índice: •• Obras generales de consulta •• Orígenes e historia •• El toro •• Las plazas de toros •• Instrumentos del arte de torear •• La lidia, tauromaquias •• Calendario taurino •• Los toros en el arte y cultura

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Tres ensayos sobre relatividad taurina Luis Fernández Salcedo Imp. Viuda de Galo Sáez Madrid, 1948

J uan E. M iletich B errocal En una oportunidad anterior referimos cómo pesó en nuestra formación taurino-literaria el contenido de las obras del prolífico escritor Luis Fernández Salcedo que leímos allá por los años 60 del siglo XX. Este autor, nacido con el siglo XX, fue bisnieto del ganadero de bravo don Vicente Martínez, titular de la ganadería favorita de Joselito; era ingeniero agrónomo de profesión y escribió más de 35 libros sobre el tema que nos apasiona. La influencia ejercida por Fernández Saucedo no solamente se limitó a las lecturas señaladas, sino que en su momento nos condujo hasta el pueblo de Colmenar Viejo, cercano a Madrid, donde observamos con nuestros propios ojos los paisajes que creíamos conocer de memoria por haber sido descritos tantas veces en sus libros. Lamentablemente llegamos demasiado tarde, pues nos encontramos con urbanizaciones que en Perú denominamos semirrústicas, es decir, conformadas por grandes casonas campestres, protegidas con techos a dos aguas, desperdigadas por el campo sin ningún orden y sin tener siquiera demarcados los espacios con cercos vivos, que era lo que correspondía. Sin embargo, alcanzamos a constatar que el paisaje aún nos permitía evocar cómo habían lucido anteriormente aquellos parajes que por entonces se comenzaban a transformar en poblados urbanizados al amparo de lo que los españoles denominarían más tarde como la “burbuja inmobiliaria”. No vamos nosotros a descubrir aquí la amenidad que transpira la obra de Luis Fernández Salcedo al escribir de toros y cómo hacía para conseguir, con solo un par de líneas, transportarnos a su casa en el campo bravo español de comienzos del siglo pasado; o la sabiduría popular y la guasa —según sea el caso— que transmiten las narraciones del Viejo 232

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mayoral, personaje de su exclusiva creación; o sus acertadas descripciones de tertulias taurinas invernales en su casa ganadera, reunidos al calor de alguna estufa, donde no olvidaba detallar los chasquidos y las chispas que saltaban desde el hogar de la chimenea, producidas por el fuego de la leña encendida, recordando los encierros y encajonamientos de los toros en la ganadería, los corrales de las plazas, el ritual del sorteo de los toros y hasta los despachos empresariales de la época —lugares de más difícil acceso—, a donde algunas veces llegaba el Viejo mayoral con algún encargo del ganadero Vicente Martínez, etcétera. Hemos preferido para nuestro comentario, alterar el orden elegido por el editor para presentar los Tres ensayos sobre relatividad taurina de Luis Fernández Salcedo, y decidimos empezar por el tercero de ellos, anecdótico para nosotros. Es el furgón de cola de los otros dos o, dicho con mayor claridad, el que menos nos dice taurinamente hablando, pero que, en cambio, es uno de los más jocosos e intrascendentes del autor, tal como él mismo destaca literalmente en su texto: — ¿Qué opinas, en conclusión, de todo esto?, me dijo mi constante interlocutor.

— Prepárate a recibir una impresión fuerte: la cojera del toro no existe. — ¡No me digas! — Ya te lo he dicho… Si no querías escuchar tal afirmación, no haberme preguntado.

Consideramos que el ingeniero agrónomo, haciendo gala de una guasa envidiable, se ríe de todos nosotros o, mejor dicho, de los aficionados madrileños que asistían a Las Ventas allá por los años 40 del siglo XX. Tengamos presente que el texto comentado lo redactó y publicó el autor por primera vez en 1941. Escribió el artículo menos trascendente de la obra que comentamos y escogió para ello la “cojera” de los toros; pero fijémonos que se inspiró

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solo en una, en la cojera madrileña de los toros, o bien “a la madrileña”, siguiéndole la corriente. El hecho referido pudo haber ocurrido realmente en alguna ocasión que luego dio origen al vicio popular de algunos individuos opacos camuflados entre el público, quienes, en busca de notoriedad o simplemente en plan de chanza, para divertirse y divertir al resto de los asistentes cuando la corrida resultaba aburrida, se dedicaban a vocear “la cojera”, esa “cojera madrileña” que nunca ocurría durante la lidia del primer toro por razones obvias, ya que nadie en la plaza había tenido tiempo para aburrirse. Nosotros aún recordamos haber escuchado pregonar la “cojera” en la Plaza de Lima, allá por los años 60 del siglo XX, haciendo eco de lo que ocurría en los ruedos españoles. Esa mala costumbre fue desapareciendo entre nosotros conforme transcurrieron aquellos años en los que, coincidentemente, también se vio afectado el campo bravo español con una epidemia de glosopeda. Hacemos memoria que a través del contenido de las revistas taurinas de la época, especialmente El Ruedo, conocimos múltiples artículos y fotografías referidos a este tema, que nos mostraban casos de toros muy débiles de extremidades, que caían en la arena y otros in extremis a los que se les desprendían las pezuñas por completo. Al menos en Perú esto no ocurrió y recordamos que en aquella época, en los tendidos de la plaza, los gritones empezaron a olvidar las inexistentes “cojeras” que atribuían a los toros, pues en la Plaza de Acho es muy difícil, si no imposible, que un toro salga cojo al ruedo; y es que se trata de la única plaza de todas las que conocemos, donde en los corrales, al inicio de la denominada manga de salida, existe un habitáculo, conocido popularmente como la cochera, en el que el toro permanece un momento luego de salir de su chiquero y antes de irrumpir en el ruedo. Se trata de un lugar de calentamiento donde le hacen dar vueltas sobre sí mismo, haciéndolo cargar su peso alternativamente sobre las manos izquierda y derecha, para que se desentuma de cualquier adormecimiento que pudiera haber adquirido durante las horas que permaneció descansando después del sorteo. La verdad es que en Lima los toros nunca cojeaban cuando salían al ruedo. Los astados de La Viña, de origen Parladé, salían galopando, cruzaban la arena hasta el extremo opuesto del toril y luego daban dos y hasta tres vueltas al ruedo con el mismo ritmo; lo mismo pasaba con los

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toros mexicanos que se lidiaban en Acho hasta los años 80 del siglo XX, que daban no menos de dos o tres vueltas al ruedo galopando cerca de las tablas de la barrera hasta que los paraban. Sin embargo, los toros que se han corrido en los años posteriores modificaron ese comportamiento. Considerándolo cierto —aunque desconocemos la razón—, rogamos al lector observar muy detenidamente cuando asista a su próxima corrida, cómo es que muchos de los toros, antes de atender el primer capotazo —es decir, cuando se paran y empiezan a “enterarse” o a la salida de los dos o tres primeros lances, hasta que son “fijados”— arrastran una de las patas, acompañando la acción con unos brincos muy ligeros, casi imperceptibles para el espectador común. Lo que les ocurre es algo que fácilmente puede confundirse con una leve cojera, que en realidad no es tal. Vaya usted a saber si esto fue lo que motivó la guasa de la “cojera” que tanto se objetó en la plaza de toros de Madrid por más de 20 años; eso es algo que nunca vamos a conocer con certeza. Lo real es que el colmenareño Luis Fernández Salcedo les ironizó en la propia casa y en la cara de los aficionados madrileños de Las Ventas, su “cojera”. Recuperemos el orden de los ensayos dispuesto en la edición y conjuguemos juntas, por importantes e interdependientes, las relatividades referidas al tamaño y a la bravura del toro. En efecto, procedamos a atender la denominada relatividad del tamaño del toro, aludida con esa feliz frase por Luis Fernández Salcedo, quien la utiliza para conceptuar una realidad que podríamos denominar cuasi tangible. ¿Por qué? Porque en el campo el toro tiene muchas vistas, por lo que es recomendable observarlo después de que ha comido, mientras está tranquilo, rebosante, y de preferencia observarlo en días iluminados, como lo aconseja el ganadero. Ver al toro en su hábitat natural nos permitirá esbozar cómo se verá después en los corrales y en los ruedos de las plazas. El autor nos aclara desde un principio sus ideas: no hay toros grandes ni chicos; hay toros simplemente. El concepto de tamaño es muy relativo y muy subjetivo. Los toros negros, por un efecto de óptica, son al parecer los más pequeños. Los toros, especifica Fernández Salcedo, aparentan tanta más cuerna cuanto más delgados estén, y al contrario, los muy gordos y cornicortos, llegan a ocultar los cuernos, como el caracol. Asimismo, nos aclara un paradig-

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ma taurino equivocado que circula desde siempre entre los aficionados, según el cual los toros empalados, es decir, los de encornadura abierta, son jóvenes y se lamenta de que hasta los “técnicos” vean una relación absoluta entre la edad y la forma de los cuernos, creyendo que cuanto más abierta es la cuerna, más jóvenes resultan los toros. Nos muestra el autor cómo es que en la mayoría de los casos, a la vista de un solo toro, nos resulta difícil determinar con precisión si es chico o grande. Cuando vemos juntos dos toros desiguales, es fácil determinar por comparación cuál es el mayor. Y es que los puntos de referencia son muy importantes, ya sea un árbol en el campo o una puerta en los corrales, pues es en los corrales donde es posible apreciar la igualdad de una corrida o, como se dice en la jerga taurina, si una corrida está “pareja”, como “seis gotas de agua”, cual corresponde a una corrida escogida inteligentemente, que facilitará el sorteo y evitará problemas. Presumimos de saber ver los toros en el ruedo y tenemos cierta experiencia de haberlos visto en el campo en muchas ocasiones, pero casi no tenemos ninguna de verlos en los corrales de las plazas. Por ejemplo, en el campo, un desnivel del terreno sobre el que el toro pueda estar asentado y que nosotros no apreciamos por cualquier circunstancia, nos hará ver un toro de mayor tamaño que el real. Dentro de los corrales y en el ruedo, verán muy diferente al toro quienes estén a su nivel en el piso y quienes lo observan desde la barandilla alta de corrales o desde la última fila del tendido. Algo parecido a lo que ocurre con cualquier lance o muletazo ejecutado a un toro: ninguno de los espectadores asistentes a la plaza ven exactamente lo mismo ya que cada uno tiene un ángulo distinto de percepción para un hecho que sucede muchas veces en menos de un segundo, aunque el lance o el muletazo sean los mismos. El toro en el campo, en los corrales y en el ruedo, se ve distinto, aunque se trate del mismo toro. El autor aborda además los siguientes temas relativos al toro: el pelo; la gordura; el respeto en la cara; la expresión de la cara; la cornamenta; la longitud de las extremidades; el tipo y la finura; la alegría; la historia; la teatralidad de la presentación; la topografía y las circunstancias; la pompa. Quizá los cuatro últimos nos hagan incurrir en confusiones y hasta nos hagan sonreír, pero recordemos el antecedente como ganadero de bravo del autor e imaginémoslo atendiendo a un empresario de una plaza de primera

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por la mañana o bien, unas horas después, a una comisión de notables de Villaconejos de Arriba, que se aparecen en el cortijo intempestivamente, por la tarde, almorzados, bien regados y muy alegres. Concluyendo con el tema del tamaño del toro, traemos a colación una proposición que hace Fernández Salcedo en su texto, que sugiere a sus lectores interesados en el tamaño de los toros ejecutar un ejercicio que nosotros practicamos a menudo: remplazar la realidad del toro por la del ser humano, a fin de analizar —metafóricamente— su comportamiento en el ruedo. Verbigracia: imaginemos a un niño y a un hombre adulto como equivalentes a un novillo y un toro, respectivamente; tenemos la seguridad de que el lector comprenderá que es posible obtener de un niño —y hasta con relativa facilidad—, lo que no sería posible obtener de un adulto y este planteamiento comparativo lo podemos hacer extensivo al trapío, uno de los temas más importantes, que trae de cabeza a los aficionados taurinos. Pasemos ahora a la relatividad de la bravura del toro. Asumiendo que estamos frente a un toro, este debe ser ante todo bravo y tener además un mínimo decoroso de presencia, que sea capaz de provocar emoción —la base del espectáculo taurino—, de transmitir al público el grave riesgo que afrontan los toreros y que espanta a muchos. La primera condición que debemos exigirle a un toro es que sea bravo. La bravura es un carácter básico, esencial, fundamental, en torno al cual gira la fiesta. La bravura es el carácter dominante del toro bravo por encima de la mansedumbre. Muchos de nosotros hemos escuchado o leído que los toros reflejan en el ruedo la personalidad del ganadero. ¿Qué tanto hay de verdad en esto? Creemos que mucha. Conocemos la experiencia muy cercana y actual de un ganadero que tienta sus vacas con cuatro o cinco años, que ordena que las coloquen en el centro del ruedo de tientas para que desde ahí vayan al caballo del picador, y si no le responden: puerta y al rastro; aunque en el matadero no le retribuirán siquiera el costo de un año de alimentación. No está por demás apuntar que este ganadero lidia muy poco. En la búsqueda de ese algo desconocido que permite lograr la bravura, algunos ganaderos tientan a campo abierto, mientras que otros lo hacen en el corral o en la plaza construida para ese efecto, donde solo se tienta

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a las vacas, que son toreadas en faenas camperas muy parecidas al primer tercio de una lidia normal. Otros ganaderos tientan también a los machos en los mismos corrales o plazas, pero a cuerpo limpio y sin torearlos. Las anteriores descripciones nos plantean tres criterios distintos, que contemplan valoraciones y puntos de vista diferentes por parte de los ganaderos para buscar y obtener la bravura que cada uno de ellos persigue idealmente; aunque como hay de todo en la viña del Señor, también hay por ahí algunos ganaderos que ya no tientan pero que no lo dicen y mucho menos lo aceptan. ¿Por qué?, quizá porque probablemente estén decepcionados de que las tientas no les aportan los medios confiables para acceder a la bravura. En su lugar, algunos apuntan primero a la morfología del animal; otros atienden prioritariamente a la duración de las embestidas de las reses; otros a la fijeza del toro en el hombre y en la muleta, etc., y así podríamos seguir acotando hasta el infinito, porque la selección de un carácter como la bravura es muy difícil pues no se percibe a simple vista. Hay que buscarla y esto complica aún más el asunto, porque no se conoce con certeza cómo hay que hacerlo y porque, además, los ganaderos que la buscan, lo hacen subjetivamente. Los buscadores de la bravura, que además ignoran cuál es su mecanismo genético, saben que están sujetos a una realidad: que la bravura varía y evoluciona con la edad del animal y que la bravura desplegada por un eral difiere de la de un toro de cinco años. Lo anterior es algo que les consta a los ganaderos pero que no pueden resolver, pues no se debe tentar a un eral o a un toro antes de correrlos en la plaza, ya que estos deben llegar a los ruedos “limpios” de toda lidia. Aunque este último aserto tampoco es definitivo: se conoce infinidad de casos de toros devueltos al corral la tarde del domingo de corrida, que fueron lidiados días después a puerta cerrada y en la misma plaza y que dieron un juego normal y algunos casos, hasta extraordinario, sorprendiendo a todos los que sabían lo acontecido la víspera. Según Luis Fernández Salcedo ocurre que …la bravura se confunde con la nobleza, el temple, la suavidad, el buen estilo, por un lado; con el poder y el hecho de ser certero el toro por el otro; con el temperamento, la casta, el nervio, el genio, la codicia e incluso ciertas dificultades, etc. Y sin embargo, la bravura no debe ser más que una y ¡no hay que darle vueltas!, un toro es bravo o no lo es. Fíjense los

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lectores que estos son conceptos planteados por el autor en el año 1941; pensemos cuántos conceptos más podríamos agregar nosotros el día de hoy, intentando cubrir la inmensidad de matices que implica la bravura del toro de lidia; seguramente nos perderíamos en el intento y con eso queda explicado el práctico etcétera con que el autor prefirió concluir el párrafo citado arriba. Y es que los buscadores de bravura no han descubierto nada nuevo, ya que lo que ha variado han sido los términos para denominar tales matices; algunos fueron olvidados y remplazados por otros a los que otorgaron la condición de “nuevos”, sin que lo sean. Con respecto al tema de la relatividad de la bravura, todo se mantiene inmutable pese a los años transcurridos. Casi finalizando el libro copiamos del libro de Fernández Salcedo: …un toro es bravo o no lo es; para nosotros también esa es la pura y única verdad. No existen las medias tintas respecto a la calificación de la bravura; si el toro aportó emoción en la plaza y sirvió para el triunfo del torero, vimos la lidia de un toro bravo; contrario sensu: fuimos testigos de la lidia de un toro manso. Sin embargo, cuántas veces hemos visto lidiar toros que son decretados como “rajados” y que van hacia las tablas de la barrera aparentando huir y en ese lugar del ruedo modifican su comportamiento, brindando emoción y sirviendo para el triunfo del torero. En tal caso, estaremos ante un toro bravo y no tendremos argumentos para calificarlo como manso. Y es que: el toro que sirve para el toreo es un toro bravo; no es un toro manso.

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La entraña del toreo Vicente Zabala

Gráficas Nebrija, S.A. Madrid, 1968

A ntonio B arrios R amos Vicente Zabala Portolés nació en Madrid el 27 de enero de 1937 y murió en un accidente aéreo en Valle de Cauca, Colombia, el 21 de diciembre de 1995, cuando iba a reseñar las corridas de la feria taurina de Cali. En el momento de su muerte, era el cronista taurino del periódico ABC de la capital española, habiendo sucedido en ese puesto a una de las plumas taurinas más notables, Antonio Díaz-Cañabate. Escribió, entre varios libros, este que se titula La entraña del toreo, una verdadera tauromaquia escrita. Zabala empieza por creer en la posibilidad del toro auténtico con edad, peso, bravura y pitones, y también cree en el torero como el hombre capaz de vencer con arte a ese toro sin mitificación, arreglos, ni componendas y reconoce los méritos insoslayables y el aplauso que merece todo aquel que se enfrenta a la fiera y la reduce con sabiduría, dominio y arte. Dice que esa es la corrida perfecta: la conjunción de toro y torero en dramática pelea, en la que el espectador —el aficionado— es el árbitro indiscutible. Es la conclusión del enfrentamiento entre dos fuerzas terriblemente opuestas; por un lado, el empuje, la fortaleza física y la sinrazón, son patrimonio del toro; y por el otro, la habilidad, la inteligencia y el arte componen, aglutinadas bajo el vestido de seda y oro, las armas del torero. Sostiene que el toro debe estar en condiciones óptimas para el encuentro que tiene que sostener con el torero. No admite el toro joven, el toro que no es toro y piensa que la edad idónea para la lidia es la comprendida entre los cuatro y los cinco años. Sin excesiva gordura, pero en posesión de todo su vigor, para que transmita en todo momento su fiereza y agresividad al tendido. 240

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Manifiesta que es necesario prestar atención a las patas, que deben tener las articulaciones pronunciadas para dar la impresión de fácil movilidad. La pezuña ha de ser chiquita, más bien cortita y redonda; los toros de pezuñas grandes son bastos como bueyes. El rabo debe ser más bien largo, fino y espeso. El hecho de preferir el toro cuyo rabo casi se arrastra, es más por estética que por “denuncia” de sus años. También es bonito que la cuerna sea proporcionada: ni el cabezota destartalado, ni el cornicorto con dos platanitos por astas. El conjunto de todas estas cualidades es lo que considera trapío, que de poco servirá si el toro no tiene lo esencial debajo de tanta belleza y proporción anatómica: la edad reglamentaria. Expresa que la valentía, el arrojo y la gallardía —en una palabra, la bravura— son inherentes al toro de lidia, porque el toro no puede pararse a pensar en lo que ocurrirá si embiste. La bravura del toro consiste, según el autor, en acometer a cuanto se encuentra por delante en su campo de batalla, que normalmente es el redondel. El toro auténticamente bravo no vuelve jamás la cara. Embiste y continúa embistiendo hasta los últimos momentos, cuando, herido de muerte, todavía saca fuerzas de flaqueza para tratar de seguir la rueda de capotes que a su alrededor suelen poner los peones. Afirma que toda la grandeza de la fiesta de los toros está en el equilibrio que se produce en el encuentro de la fuerza bruta y la acometividad del toro con la capacidad de aguante y destreza que tenga el torero para burlarle, dentro del mayor sentido estético posible. Propuso en 1967, fecha de la primera edición de esta obra, que en cada ganadería —como ahora se hace—, se llevara el libro de registro oficial del nacimiento de los toros, en el que se debía hacer constar la fecha de nacimiento del becerro, y que en la práctica del herraje se marcara a fuego al bovino con guarismos del cero al nueve, correspondientes al año de su nacimiento. Difiere Zavala con el maestro Corrochano y su vieja creencia de que los toros embisten por cobardía, alegando que la valentía, el arrojo y la gallardía, es decir: la bravura, son inherentes al toro de lidia, toda vez que este nace para pelear. Manifiesta que el toro recién salido del toril embiste con poca fijeza; acude a todos aquellos lugares donde le provocan

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y desarrolla en sus acometidas una velocidad que va perdiendo a lo largo de la lidia. Es aquí donde el espada debe iniciar su misión. Es muy importante recoger, fijar y enseñar a embestir al cornúpeta y percatarse si sigue el engaño o bien busca el bulto; si se vuelve rápido o deja rematar las suertes; si “aprieta” por un lado o por los dos; si tiene sentido o da señales de manso. La verónica ideal, perfectamente realizable con los toros de escaso sentido que en la actualidad predominan en los ruedos, debe ejecutarse como sigue: 1) Citando al toro en la rectitud de su embestida. 2) Usando la distancia más conveniente, teniendo en cuenta las dificultades del toro. 3) Mostrando serenidad para dejar que el toro meta la cabeza en el engaño. 4) Bajando las manos, procurando llevar un poco más alta la contraria del lado en que se encuentra el toro. 5) Templando la embestida, que no consiste solo en torear despacio, sino en acoplar el movimiento del capote a la velocidad del toro. 6) Adelantando la pierna contraria al momento en que se inicia el lance (acción de cargar la suerte), lo que, si bien acrecienta el riesgo para el torero si no lleva bien toreado al burel, consigue en cambio que el lance gane en largura y profundidad. 7) Por último, rematando a la distancia que más convenga para ligar el lance siguiente.

No concibe la suerte de la verónica sin el broche de oro de la media verónica, y a este respecto concluye que la media es a este lance lo que el pase de pecho al natural.

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Expresa que el tercio de varas es la prueba máxima de la bravura del bovino y que de la buena o mala ejecución de la suerte de varas depende el éxito de los tercios posteriores. Sostiene que lo ortodoxo es picar en el morrillo, con la única excepción de que si el burel lleva la cabeza alta, se le debe picar delantero. Lo ideal es picar con el peto, pero haciéndose a la idea de que el caballo no lo lleva. Indica que el toro debe tomar los puyazos que requiera según su estado, temperamento, facultades y poderío, aunque tres son los reglamentarios; pero esto no quiere decir que un toro no pueda tomar cuatro, cinco o seis, aunque en todo caso nunca debemos conformarnos con menos de tres. Por lo que respecta a la muleta, manifiesta que el pase natural se ejecuta siempre con la mano izquierda, debiendo ir la muleta cuadrada, tomada muy cerca del centro del palitroque, y debe ser, justamente, natural. El pase de pecho es hermano del natural y debe ser el broche de oro tras una buena serie de pases naturales. Para que el pase de pecho sea sincero y auténtico, hay que ligarlo con la suerte previa: empalmar el natural con el de pecho es la esencia del toreo de muleta. Es de buen lidiador realizar las suertes a favor de la querencia. Quien conoce las querencias de los toros, conoce bien su oficio, y sabe que todas las suertes del toreo se realizan, en la mayoría de los casos —no hay regla sin excepción— dejándole al toro libre su querencia. El caso contrario trae consigo, casi siempre, el atropello, el embarullamiento y hasta la cogida. Las querencias pueden ser del toro, innatas en él, o bien adquiridas durante la lidia; el matador debe estar siempre presto a que no se produzcan. Si al llegar al último tercio el matador ha conseguido que su enemigo no haya tomado querencias, si ha logrado conservar las cosas buenas que hacía el toro en sus embestidas de salida, y si mediante la técnica adecuada ha evitado que el cornúpeta empeore, puede sentirse satisfecho y tomar los trastos de matar con la claridad de ideas que requiere el caso. Si los espadas llegan al último tercio conscientes del antagonista que tienen delante, conociendo sus puntos débiles y sabiendo cómo y por dónde se puede lograr el lucimiento, las suertes de muleta resultarán más seguras y los toreros se evitarán achuchones, volteretas y percances innecesarios.

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Es de una singular belleza la acometida continua del toro de casta, que sigue con temperamento el engaño queriéndose comer la muleta, y que en el remate de la suerte vuelve con facilidad sobre el trapo rojo, con renovada ansia de cogerlo. Todo el toreo se debe realizar en función del toro que se tenga delante. Esto es lo primero que ha de tener presente el lidiador. Cada res tiene una lidia diferente y a cada toro se le puede sacar un partido distinto. La verdad del toreo, según Zabala, está en cargar la suerte, en ponerle al toro el obstáculo de la pierna en su camino, obstáculo que solo se puede librar si el maestro lidiador lleva muy toreado al animal y consigue desviarlo de ese muslo que sustenta en ese momento todo el peso del cuerpo. Definitivamente, no se puede torear bien en línea; lo más que se puede conseguir es que el torero se convierta en un poste en torno al cual dé vueltas el toro. Lo difícil en el arte de torear consiste en adaptarse a las condiciones del enemigo, corregirle en lo posible los defectos y procurar siempre torearlo. Si al toro no se le trae enganchado en la muleta desde antes que llegue al cuerpo del torero, se puede afirmar que no hay toreo, sino engaño. Citar con la muleta detrás del cuerpo, por mucho efecto óptico que suponga la quietud del hombre y el remate de la suerte, supone el divorcio con el temple. Y sin temple no puede haber toreo, recalcando que el temple se ha de producir siempre en función del toro. El toreo es visión de conjunto; perfecta armonía entre toro, torero y engaño. Todo tiene su ritmo, su medida. Todo en el toreo de muleta debe ir dirigido a dominar al enemigo. En cuanto a la distancia desde la que se debe entrar a matar, expresa Zavala que no existe una regla fija. Hay toros a los que es preciso matar en corto (lo cual resulta más bonito a los ojos del espectador) y otros con los que se impone hacer la suerte de largo. Si el toro está muy aplomado —como ocurre hoy a consecuencia de los puyazos, los kilos y los excesivos pases— es conveniente entrar un poquito de largo, para tomar mayor velocidad, teniendo en cuenta que el burel quedado hará muy poco por “ayudar” a la suerte. En cambio, si el toro conserva facultades, si está pronto a la acción, hay que ejecutar la suerte entrando en corto, lo que resulta más emocionante que cuando se realiza desde lejos.

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Insiste en que el pase pectoral es hermano siamés del natural y es el broche de oro de una buena serie de pases regulares (nombre que en otros tiempos se daba al natural); pero para que el pase de pecho sea sincero y auténtico, hay que ejecutarlo en su momento justo; ni antes ni después, sino en su instante preciso. Si se ha toreado bien, si se ha entendido al toro, si se le ha “podido”, si se le ha dominado en definitiva, todo lo que se le haga después como adorno es lícito, siempre que no se incurra en lo barroco, lo excéntrico, lo recargado o lo antiestético. Para terminar su tauromaquia escrita, Zabala dicta la siguiente sentencia: Lo mejor de lo mejor en la suerte de matar, la solera de este momento cumbre de la lidia de un toro, está en la suerte de recibir.

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El decálogo de la buena fiesta Luis Bollaín Rozalem Librería Editorial Beltrán Madrid, 1953

C arlos L orenzo H inzpeter Luis Bollaín Rozalem nació en Sevilla en 1908 y falleció en la misma ciudad el 26 de noviembre de 1989. Fue notario público y escritor taurino, hermano de Adolfo y autor de los siguientes libros: Los dos solos (1948); Litri, NO; Aparicio, Sí (1951); La tauromaquia de Miguel Báez (1951); Breves notas sobre el toro de lidia y la fiesta nacional española (1953); El decálogo de la buena fiesta (1953); Los genios de cerca (Belmonte visto por un belmontista) (1957); La tauromaquia de Juan Belmonte (1963), y El toreo (1968). El libro que nos ocupa consta de un prólogo en contra escrito por José María Gaona Tío Caniyitas, así como de un epílogo suscrito por Juan Belmonte. Aclara el autor estar satisfecho con su libro, dado que logró condensar las verdades incómodas de la fiesta pura y los vicios que la impurifican, al igual que los remedios para corregir esos vicios. Ya con el libro concluido, decidió invitar a un enemigo suyo a realizar el prólogo, para lo cual retó al Tío Caniyitas. En el prólogo, Tío Caniyitas empieza haciendo constar que conoce al autor y que los lectores no saldrán de su asombro al ver juntos al perro y al gato, pero declara que no habrá vencedores ni vencidos, diciendo: El Sr. Bollaín, faz de químico empeñado en hallar “La tauromicina”, me ha pedido el prólogo de su decálogo; después de dudarlo le dije que lo pensaría y a los tres días le di el sí. El haber aceptado realizar el prólogo, no indica que Tío Caniyitas esté de acuerdo con el autor, ya que si algo distingue al autor del prologuista es la diversidad de opiniones entre ambos, aunque no exista un total desacuerdo en sus criterios. 246

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Habla Bollaín de la evolución de la fiesta desde los tiempos en que salió de ella la nobleza, por no ser las corridas del gusto de Felipe V ni de su esposa, Isabel de Farnesio. Resalta el rescate de la fiesta por parte del rondeño Francisco Romero, antiguo carpintero de ribera y chulo de los maestrantes de Ronda, quien la rescató para el pueblo llano, dando origen al toreo profesional, evolucionando en su arte amparado en la frase de Jorge Manrique de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Menciona también que el público sabe qué toreros le interesan, por lo que asiste a la plaza sin filosofías, para divertirse y saborear las faenas, sin importarle las técnicas y las formas, sino solo el gusto por lo que ve y sin importarle que sea la propia familia de la fiesta la que la critique al señalar solo los pecados y silenciarse las virtudes, con lo cual lo único que se logra es atacarla y acabarla. Tío Caniyitas continúa diciendo que el Decálogo de la buena fiesta solo es recomendable para personas taurinamente formadas, pero no apto para menores, para los que habría de escribirse una tauromaquia de bolsillo. También habla de las diferencias con las que ven la fiesta los críticos y los aficionados; al respecto comenta que mientras Bollaín pide bravura en su decálogo, los lectores prefieren bravura en el torero y cabeza en el toro. Pero al menos el autor y el prologuista coinciden en afirmar que debe haber mucha cabeza en el torero y mucha bravura en el toro. Bollaín explica que su libro nació en el despacho de un psiquiatra sevillano al que el autor solicitaba una cita. Cuando este iba a Sevilla con motivo de las ferias de Abril o de San Miguel, el psiquiatra no daba consulta y cuando por fin logró concertar la cita en noviembre de 1951 y fue recibido por el psiquiatra, este le preguntó si era pariente de los escritores del mismo apellido, a lo que el autor contestó: soy hermano de Adolfo y el otro Luis soy yo y de inmediato la plática derivó hacia el tema taurino; y debido a que el psiquiatra era miembro del Ateneo Sevillano, invitó a su paciente a dar una conferencia taurina para la siguiente primavera. Mientras Bollaín preparaba dicha conferencia y cuando solo llevaba cinco mandamientos escritos, se dio cuenta de que explicar cada uno le tomaría más de 10 minutos, por lo cual concluyó que su Decálogo no podía limitarse a una conferencia y decidió entonces plasmarlo en un libro.

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P rimer mandamiento : amar a J uan B elmonte —D ios del toreo — sobre todas las cosas taurinas El autor afirma que Juan Belmonte es lo inigualable en el toreo y lo ilustra con una declaración de Juan a la prensa: “siempre distingo en el toreo una cosa técnica y otra emocional. La técnica es el parar, templar y mandar; la emocional, el sentimiento interior que se pone al realizar el toreo y que generalmente, es el que más transmite al público”; y remata Bollaín afirmando que nadie remata las suertes como Belmonte, llevando al toro toreado hasta el final del pase, con un caminar largo y lento, sin obligar al toro a enmendar la posición de sus pies, con una ligazón perfecta de las suertes. Belmonte sentía el toreo de manera apasionada y apasionante; jamás se rozó con los toros; se los pasó muy cerca, pero no tanto como para ensuciar la suerte y el traje, como sucede con muchos toreros actuales, que sin poner pasión alguna se rebozan el traje de sangre bovina. Termina el autor este capítulo afirmando: Belmonte es el torero de técnica más perfecta, de pasión artística más arrebatadora y de largura más prodigiosa y universal. S egundo mandamiento : no invocar su nombre — el de B elmonte — en vano

glorioso

En este capítulo el autor compara a los nuevos toreros con Belmonte y concluye: Belmonte al torear tenía la vista siempre fija en el toro y ahora los nuevos toreros la tienen en el tendido; por eso Belmonte aconsejaba a los toreros nóveles: ¡Suelta los brazos y torea como si no tuvieses piernas!, con brazos que deben ir sueltos desde el principio del pase hasta su final. T ercer

mandamiento : santificar la fiesta

Aquí habla Bollaín del orden y el respeto que merecen todos los aspectos de la fiesta, empezando por la presentación del toro, su edad, su peso y su trapío, que incluye la integridad de sus astas. Con la alteración de estas, se somete al animal a una tortura extrema que lo lastima. Además, durante la lidia, los picadores suelen someter al toro a la “carioca”, por

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lo que el autor considera al afeitado y a la “carioca” como las dos lacras más nauseabundas de la fiesta. A este respecto pone ejemplos de sanciones aplicables cuando las reses son afeitadas, como la suspensión del festejo y en tal sentido alaba la posición de Antonio Bienvenida, quien se opuso a lidiar toros afeitados. Con respecto a la “carioca”, consistente en tapar la salida del toro durante la suerte de varas, los picadores la aprovechan para barrenar y dar varios puyazos al animal. Habla también de los círculos marcados en el ruedo, el primero de los cuales tiene como objeto evitar que el picador practique la suerte recargado en las tablas, obligándolo a citar al toro desde esa línea. La suerte de varas debe ejecutarse con valor y lucidez, marcando el puyazo en todo lo alto, aguantando la embestida del toro, sin trucos, resaltando de esta manera la belleza sin igual de esta suerte fundamental. C uarto

mandamiento : honrar a los padres

de la torería

Hay que honrar la grandeza de los grandes toreros de ayer y de anteayer, incluso para los que no fuimos testigos presenciales y que provocaron el asombro y goce de nuestros padres, abuelos y bisabuelos. Menciona que el taurófilo pasa por tres fases en su vida; la primera, de devoción admirativa, como el sentir de un niño; la segunda, de mofa cruel y de repulsa violenta, como cuando se es adolescente, y la tercera, de severo respeto, la cual corresponde a la edad adulta, con mesura y sensatez en los juicios. Para ilustrarlo proporciona ejemplos de varios toreros antiguos, desde Pedro Romero y Pepe-Hillo hasta la época de Domingo Ortega y Manolo Bienvenida (el libro fue escrito en 1953). Q uinto

mandamiento : no matar a los toros …

antes de tiempo

Bollaín se hace la pregunta de cuándo debe morir el toro, y responde: ¡A los cuatro años cumplidos, ni más ni menos! Bien están el trapío, la casta, el peso y el poder, pero nunca debe dejarse atrás la edad, ya que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

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Está a favor del toro cuatreño, que sin ser viejo tampoco es un guayabo, y se manifiesta en contra del utrero, aunque esté regordío. Pide toros que tengan sentido, lo cual es propio de la edad; algunos aficionados confunden el sentido con las malas intenciones, pero el sentido es lo que da la experiencia de la edad, que puede conjuntarse con la bondad y la sabiduría. Por ello, el toro debe tener su edad y además ser bravo para poder dar lugar a una lidia seria y reposada, realmente cautivadora. El toro bravo es la fiera más feroz y a la vez, la más noble y tonta de la creación. El toro embiste a todo lo que se mueve, siguiendo a los capotes y las muletas que se mueven con temple, mientras el hombre que las utiliza se mantiene quieto. El toro será tanto más toro, cuanto más embista al engaño… sin desengañarse. S exto

mandamiento : no consentir , dentro

de las ganaderías , uniones ilícitas

De su visita y estancia en las ganaderías de Colmenar, tierra de toros, sacó Bollaín la conclusión de que para formar una ganadería solo hay una fórmula: sementales y vacas para hacer los empadres, no hay que ceder en nada, si alguno no funciona en la tienta, debe recibir la puntilla y a otra cosa. Como se requieren cinco años para ver resultados, los toros se deben probar de cuatro años y si no funcionan, hay que volver a empezar. Esto hace que la ganadería no sea negocio y sí una labor de romanticismo. En los tiempos modernos muchos ganaderos han dejado atrás ese romanticismo y han puesto por delante el negocio. El toro cuesta a su criador de acuerdo con los pastos y piensos que come, de manera que si se vende como utrero, se ahorra un año de mesa y mantel. Entonces, el ganadero piensa: Si tengo cinco corridas y las vendo, gano más dinero; pero si tengo veinte, gano más, de manera que recurre a estirar las vacas y los sementales y a vender los utreros. Con esta práctica los toros pierden casta, se aborregan, se entontecen, se hacen facilones, se dejan torear por el diestro más lerdo (quien no sabría qué hacer con un toro de verdad) y, por ende, se cotizan alto entre los toreros y apoderados; y los ganaderos que así proceden acaban vendiendo todas sus corridas de utreros sin casta. De estas uniones semimansas, sin casta, surgen las uniones “ilícitas”. ¿Cuánto dinero costará restaurar esa casta del toro de lidia que se está

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perdiendo en orgías contra el sexto mandamiento bovino, celestineado por los ganaderos actuales? Es fácil aguar el vino puro, pero es imposible purificar el vino aguado. Llega Bollaín a la cuestión crucial de ¿por qué se caen los toros?, y concluye que es debido a la falta de casta, ya que esta carencia constituye el núcleo medular de los males de nuestra fiesta, derivados de las prácticas viciosas de lidiar utreros, arreglar pitones y vender corridas faltas de peso y de trapío, lacras que pueden ser atajadas y subsanadas en cualquier momento mediante el cumplimiento del sexto mandamiento. S éptimo

mandamiento : no hurtar … el peligro

Pecan contra este mandamiento los toreros que citan o ejecutan su toreo muy lejos o muy cerca del toro. Solamente tiene mérito taurino el diestro que asume el peligro efectivo en el cite ejecutado a una distancia intermedia y más mérito tiene si el artista, al momento de provocar la arrancada, se coloca cruzado con el toro. Citar sin distancias no solo es un truco escandaloso para no torear; es un hábil artilugio para exponer menos, aparentando que se expone más. Y esto por dos razones principales: la primera, porque el torero, al citar al toro a boca de jarro, se coloca muy cerca de él, pero a un lado, al lado de la oreja; es decir, fuera del pitón y de la vista del animal, con lo cual la supuesta zona de peligro —agudizada por la extrema cercanía— termina convirtiéndose en zona de seguridad. La segunda razón, porque metiéndose el torero en el terreno del toro, se sustituye la fiera y peligrosa arrancada del animal, en un borreguil e inofensivo gazapeo. Por estas dos razones hay que proclamar que el verdadero arte del lidiador consiste en embarcar y torear. Hay que declarar la guerra santa contra el cite de agobio, ese cite mentiroso, antitaurino y falsamente arriesgado. Por otro lado, el cite desde muy lejos tiene indudable espectacularidad, pero no implica un riesgo efectivo; el artista que así recibe al toro, no necesita templar, ni mandar; tiene bastante con sacudir la muleta y el toro pasará de largo, sin enterarse de que allí está un torero. En cambio, el torero que cita desde una distancia intermedia y que por añadidura se cruza con el toro, torea y expone, ubicándose en el sitio

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por el que debe pasar el toro, según la dirección lógica de su embestida, y al embarcarle y prenderle en el engaño, templa su acometida, ese diestro ejerce el mando sobre los impulsos del animal, conduciéndolo para que persiga la muleta por delante del cuerpo del artista, sin tocarle. Si el diestro aparenta estar cerca y se mancha de sangre el traje, es que pasaron los cuernos o se ha colocado atrás de ellos al citar y una vez salvado el peligro, se ha metido toscamente en el costillar del toro. O ctavo mandamiento : no mentir , “ puro ” a lo que es “ pura farsa ”

llamando

Una vez tratado el tema de la distancia del cite, Bollaín hace referencia al cite que hace el torero tanto de frente como de perfil y de espaldas; una hermosa trilogía en la que no siempre se ejecuta correctamente el toreo, porque torear es llevar al toro prendido en el engaño de la muleta o del capote, haciendo pasar a la res de un lado al otro, con la técnica de la quietud, el mando y el temple. Y cuando el torero logra esto, no importa cómo se coloque, el toreo hace acto de presencia. Es válido que un torero pare, mande y temple, ya sea ejecutando de frente, de perfil o incluso de espaldas, como sucede con el derechazo redondeado y la dosantina. En el toreo de frente, el torero, por bien que toree, torea poco tiempo y en poco espacio, renunciando de antemano y deliberadamente al toreo de pases largos, ya que el brazo que sostiene la muleta, moviéndose de delante hacia atrás, apenas tiene juego y no puede despedir adecuadamente; al muletazo le falta remate y el torero tiene que buscar otro sitio para dar el siguiente pase. El correcto toreo de frente se realiza cuando el torero adelanta completamente la muleta, formando una línea recta con el toro, el engaño y el torero; cuando el toro llega a la jurisdicción del engaño, el diestro debe cargar la suerte, templar la embestida y mandar al animal, desviándolo de la línea recta para evitar un posible percance. El toreo ejecutado de perfil y detrás de la oreja del toro, ni ofrece peligro, ni tiene calidad. Citando a prudente distancia cabe cruzarse con el toro, adelantar la muleta, embarcar a la res y pasársela con temple y mando por la faja, dando al pase extensión y un remate justo y moviendo el brazo con soltura, cargando la suerte, para darle la mayor largueza al pase.

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El toreo por detrás, como sucede con la serie interminable de nuevos pases, ejecutados invariablemente por la espalda del toreo, corresponde a los diestros que inventan pases para no torear, argumentando que lo hacen porque el toreo les resulta monótono debido al uniforme borreguismo de las reses. El absurdo torear de espaldas, ferozmente antiestético y forzado y grotescamente ridículo, ni tiene gallardía, ni encierra eficacia, ni es toreo. Solo en la dosantina y en el pase circular el toro va toreado de largo, despacio y durante un tiempo razonable. En los otros pases que se ejecutan por la espalda, ni se templa ni se manda y en cambio se despide, resultando un telonazo o un pegote churrusqueante y sin enjundia. N oveno

mandamiento : no desear la mujer …

en los toros

A este respecto el autor declara: Yo sería feliz si en los toros existiese un letrero que dijese: Espectáculo sólo para hombres, y explica que la fiesta actual —a la que asiste un número elevadísimo de mujeres— padece un “afeminamiento”, argumentando: Siendo fémina, el más idóneo vehículo para afeminar y habiendo coincidido la desmasculinización de las corridas, con el abultado aumento de mujeres espectadoras, preciso es señalar a estas como “presa”, culpables de que el espectáculo taurino sea…ex viril. Según Bollaín, nuestro espectáculo tiene que ser de hombres y para hombres, por su fuerte intensidad, por sus trazos rigurosos y enteros. Con la mujer —a la que el autor dice reverenciar y adorar—, la fiesta se ha humanizado dada la producción del medio toro, el medio torero, el medio arte de torear y el medio peligro, dando lugar a los toreros de opereta que voltean a mirar al tendido y produciendo el desmoche que ha sufrido la trágica hermosura de nuestro espectáculo. Y es que el toreo es “grandiosamente inhumano”; es un bellísimo arte y un ejercicio donde se arriesga la vida; es un arte excelso, ejecutado con una fiera capaz de matar, de belleza cautivadora, hecha con la muerte. La fiesta de los toros tiene que saber a tragedia, razón por la que el toro debe ser íntegro y sin manipulaciones.

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D écimo

mandamiento : no codiciar

los bienes … añejos

En el cierre de su decálogo, Bollaín se refiere a las culpas de los apoderados y los críticos, los auténticos peces gordos de la pluma y de gafas negras, a quienes les corresponde un tanto de culpa de los males de la fiesta, ya que han sido instigadores y hasta ejecutores materiales de las maquinaciones diabólicas en contra del espectáculo taurino, por ser los primeros en callar los fraudes y en glorificar y propagar “hazañas toreras” realizadas con toros víctimas de la mistificación, dignos de censuras y no de alabanzas. ¿Cómo puede un juez recibir pago de los litigantes sin incurrir en injusticias? Lo mismo sucede con el crítico que recibe dinero de un torero: su “crítica” no puede ser objetiva y justa. Por su parte, los apoderados quieren cuidar tanto a sus poderdantes, que cometen todas las tropelías posibles en la selección del ganado a lidiar y de los alternantes. En lugar de limitarse a llevar una administración correcta, suelen seleccionar ganado impresentable y con alteraciones en su integridad. El autor cita dos ejemplos contrastantes de esta actitud; uno de ellos, cuando Joselito el Gallo debutó en Madrid y le exigió a la empresa una corrida más grande que la que se tenía preparada para su presentación; y el otro, cuando en Badajoz en 1926, Pagés le comunicó a Belmonte que el encierro era muy grande y que había un toro demasiado voluminoso y Belmonte le indicó que firmara de inmediato la corrida, esperando que le tocase en el sorteo dicho toro, con el cual a la postre triunfó. Ahora, los toreritos… a no saber torear y los apoderados, a preparar toritos con los que se encumbran los fenómenos artificiales. E pílogo . B elmonte

y el autor

hablando del toreo

Concluye el Decálogo con un diálogo entre Bollaín y Juan Belmonte, en el que el autor logra que Belmonte (un hombre de pocas palabras) hable del toreo de piernas y del cambio al toreo de brazos, así como del temple, que no es otra cosa que el acoplamiento de la muleta a la velocidad de la

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embestida del toro, que el torero debe tratar de atemperar y hacer más lenta, recurriendo al tríptico belmontino de parar, templar y mandar. El autor cuestiona al diestro trianero sobre qué época considera la mejor, si la primera alternando con Joselito, o la posterior al año 1925, su etapa de maestría, de triunfos y de aburguesamiento, a lo que Belmonte responde que su mejor época fue la primera, la de su competencia con Gallito, ya que el “alumbramiento” le costó más trabajo, en contraste con los éxitos aburguesados y tranquilos de los últimos años. En su primera etapa, Belmonte adquirió su maestría con los toros, amén de que su lucha fue casi epopéyica. Fue la época de su toreo apasionado, casi en los linderos de lo “erótico”, de enorme transmisión al público, como sucedió con la que consideraba su mejor faena: la realizada en Madrid al toro Barbero, de Concha y Sierra, el 21 de junio de 1917, tarde en la que alternó con Joselito y con Rodolfo Gaona. A propósito de la duración de las faenas, Belmonte aclara que estas deben ser cortas para aprovechar el preciso instante en que el público alcanza el éxtasis, evitando perder el tiempo en paseos mirando a los espectadores, en cambiar el estoque de madera por el de acero, en retrasar el momento de montar el estoque, todo lo cual contribuye a que el público se enfríe, rebajando grados al éxito final. Finalmente, reconoce Belmonte que el toreo fue lo único que logró apasionarlo en la vida; únicamente por torear y para torear fue que hizo todo lo que puede ser capaz de hacer un hombre en persecución de su meta más apetecida.

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Teoría del toreo Amós Salvador y Rodrigáñez Unión de Bibliófilos Taurinos Madrid, 1962

A ntonio B arrios R amos Don Amós Salvador, político español nacido en Logroño en 1845, escribió en 1908 la obra Teoría del toreo, que fue publicada póstumamente en 1933 en fascículos aparecidos en el diario La Voz, de Madrid. El prólogo de la edición publicada en 1962 fue escrito por don Diego Ruiz Morales, quien según el ingeniero Eleuterio Martínez, era el alma de nuestra Unión de Bibliófilos Taurinos de España, papel que después correspondió a don Salvador Ferrer Irurzun y actualmente al doctor Rafael Cabrera Bonet. Antes de entrar al estudio de lo que son y deben ser las corridas de toros, el autor expone que el valor es una condición indispensable en el torero, no solo porque luchando con fieras expone constantemente su vida, sino porque sin él, ni tendría la tranquilidad necesaria para apreciar las condiciones de las reses y de los terrenos y dar con la solución más adecuada en caso de peligro, ni podría sacar partido de sus condiciones físicas, sobre todo para ponerse a salvo de una cogida en momentos en los que solo tales condiciones le proporcionarían los recursos adecuados. Sin esas condiciones no se puede torear; pero de todos modos, ni con el valor, ni con la fortaleza, ni con la agilidad es posible vencer en la lucha con el toro. Antes que nada se necesita inteligencia y conocimiento exacto de las reglas del toreo. Escuchemos al autor: El arte de torear es el modo de ejecutar, dentro de líneas doctrinales generales, toda suerte de lances en la lidia de reses bravas. Reses que necesariamente han de ser bravas, porque no se acude a la plaza de toros como a los circos, para ver lo que se hace con los animales domésticos o domesticados, sino para ver cómo el hombre vence en 256

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su lucha con la fiera, con la constante exposición de su vida. El ganado manso no permite establecer ninguna teoría, puesto que la condición de la bravura es la única que aporta los caracteres necesarios para construir el arte del toreo. Don Amós Salvador expone que las manifestaciones de la bravura de los toros consisten en acometer a cuanto encuentran por delante; en perseguir el bulto con codicia y deseo de coger; en saltar la barrera detrás de aquel al que persigue; en rematar en las tablas; en crecerse al hierro o a cualquier género de castigo (ya sea con la puya, con las banderillas, con la espada o con la puntilla); en meterse debajo de la vara para llegar a los caballos; en cornear a estos muchas veces, y en nunca volver la cara. Señala como una proposición fundamental de la lidia que el toro bravo acometa al objeto o bulto más cercano, y al que se mueva, con preferencia al que está quieto y que por esta razón el torero debe engañar al toro, valiéndose de sus condiciones de bravura. Los objetos para engañar al toro pueden ser muy variados, pero los usuales se reducen a tres: la capa, la muleta y el propio cuerpo cuando los dos primeros desaparecen, y estos engaños deben manejarse colocándolos lo más cerca del toro y moviéndolos para obligar a este a embestir, señalándole además una dirección, un camino, un terreno. El autor clasifica a los toros en siete grupos diferentes: 1) Los boyantes —que son los verdaderos toros de lidia—, tienen la mayor bravura que pueda imaginarse y esta se manifiesta: acometiendo siempre a cuanto se le presenta por delante, sin volver jamás la cara; buscando la pelea por la pelea misma, sin distinguir otra cosa que el bulto al que persigue y sin hacer extraños ni reacciones inesperadas. 2) Los bravucones, que muestran condiciones similares que los anteriores, pero en menor grado; de esta manera se llama también a los hombres que aparentan ser bravos sin serlo realmente. Los toros bravucones no son tan codiciosos ni muestran tanta decisión y coraje como los boyantes.

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Los tres tipos que siguen, cualesquiera que sean sus condiciones más o menos acentuadas de bravura y nobleza, se caracterizan: 3) Por revoltosos, debido a sus muchos pies y a la gran facilidad con que se revuelven sobre sus pasos. 4) Por ceñirse, debido a que provocan que las suertes sean muy apretadas por su tendencia a buscar el bulto, ciñéndose a él. 5) Por ganar terreno, al quedar siempre más cerca del torero de lo que conviene, obligándolo a corregir las distancias. 6) Por tener sentido, lo cual —al contrario de los toros boyantes—, los hace más difíciles de lidiar; estos toros podrán tener bravura, pero no son nobles ni claros y se enteran, buscando coger el bulto. 7) Por abantos, característica de los de menor bravura, de los que rebrincan en las suertes y que casi se codean con los verdaderos mansos. Para estos toros no pueden aplicarse las buenas reglas del toreo de reses bravas.

Partiendo de su proposición fundamental, Amós afirma que el toro irá por donde se le quiera llevar con el engaño, en tanto más bravo sea, y concluye que hay dos maneras completamente contrarias de hacerlo, las cuales constituyen dos formas distintas de torear: una de movimiento y alegría y la otra de seriedad y de quietud; una basada en la agilidad y la otra en la inteligencia; una de pies y la otra de brazos; una de efectos de relumbrón y la otra de seguridad y dominio del arte; en suma, una mala por inquieta e indisciplinada y la otra buena y recomendable por clásica y elegante. Los brazos son los que realmente lidian, por lo que es fundamental saber cómo deben moverse, pues no basta con sacarlos o levantarlos mucho, ni moverlos como aspas; más bien, el mérito consiste en acoplar sus movimientos a las condiciones de la suerte que se ejecuta.

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Para que las suertes del toreo resulten clásicas y acomodadas a los buenos principios del arte de torear, deben distinguirse tres tiempos distintos: citar, cargar la suerte y rematarla. El primero consiste en fijar la vista del toro y obligarle a tomar la suerte; pero apenas inicia el movimiento, se hace forzoso desviarlo del cuerpo del torero y echarlo fuera, señalándole una dirección y una salida. Todo ello comprende el concepto cargar la suerte y, una vez conseguida esta, se hace necesario rematarla, lo cual consiste en dejar al toro a la distancia conveniente, retirando el engaño y preparándose para un nuevo lance. Cuando los tres tiempos mencionados no se señalan ni se observan en todos los tipos de lances, la suerte está mal hecha y no resulta ni eficaz, ni elegante, ni clásica. Los fines de la lidia obligan a considerar tres formas de manejar a los toros, ya sea para correrlos, para pasarlos o para quitarlos y cada una de ellas requiere un manejo especial de la capa. Para disminuir las facultades del toro y conducirlo por donde conviene, se necesita correrlo; para fijarlo hace falta pararle los pies y pasarlo de capa, y para hacer los quites necesarios ante los picadores caídos, es preciso sacarlo de la suerte o quitarlo, dándole la salida o conduciéndolo hacia el terreno que más conviene, llevándolo siempre empapado en el engaño, tratando con ello de conseguir dos cosas: separarlo del cuerpo al momento de pasar y dejarlo a la distancia que convenga para el lance siguiente. A continuación el autor expone lo que considera indispensable para la suerte de picar o de detener. El objeto final y la cosa más difícil en La Fiesta de los Toros es matarlos, y todo debe conducirse en la lidia de manera que lleguen a ese momento en las condiciones más fáciles y apropiadas. Para ello es preciso: disminuir sus facultades sin anularlos; dominarlos favoreciendo sus buenos instintos y quitándoles los malos; acostumbrarlos al engaño; evitar castigarlos desmesuradamente —y menos aún por un solo costado—, y procurar no acosarlos ni aburrirlos. Para cambiar el estado de los toros es de gran importancia el castigo que se les inflige con la puya y con la suerte de detener, la cual permite que se les ahorme la cabeza. La suerte consiste en recibirlos con el caballo parado y con el picador sosteniendo su empuje con la vara para castigarlos con la puya, para luego echarlos fuera por delante, haciendo girar el caballo.

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Pero la ejecución adecuada de esta suerte requiere mayores explicaciones. La puya debe colocarse en lo alto del morrillo, en lo que se llama la cruz, porque este punto es donde mejor se les agarra para cargar la suerte, donde más puede apretar el brazo del picador y donde mejor se les puede castigar, sin desgarrarlos ni desigualarlos para otras suertes. Cuando se coloca la puya fuera de ese sitio, el picador deberá elegir entre aflojar la vara para evitar esos daños, a cambio de una caída inevitable (que no es daño menor), o seguir apretando, con lo cual se puede inutilizar por completo al toro para su lidia o por lo menos dejarlo desigualado, pues inevitablemente el animal habrá de rehuir la embestida por el costado que le duele, en las suertes subsiguientes. La suerte de picar se carga, por tanto, apretando cuanto sea posible en el sitio indicado (el morrillo), a la vez que se mueve el caballo para dejarle libre la salida al toro y rematar la suerte echándolo por delante para salir a caballo levantado. El manejo de la muleta debe acomodarse también al fin u objeto último de la lidia, que consiste en preparar a la res para la suerte de matar. Para conseguirlo, se debe castigar al toro con el engaño y así disminuir sus facultades, si aún las conserva intactas; consentirlo para que no se extrañe en el momento supremo y arreglarle la cabeza de manera que no la mantenga alta, ni tampoco por el suelo. Para lograr esto se deben rematar los pases por alto a fin de que levante la cabeza, o bien se debe pasarlo por abajo para hacerlo humillar y acostumbrarlo a mantenerla baja. Para la ejecución de todos los pases de muleta es necesario acoplar esta a las condiciones del toro, presentándola cuadrada a las reses boyantes y nobles, o bien perfilada a las que tienen sentido o las que presentan dificultades en su lidia. Sostiene Amós Salvador que la suerte de matar no puede realizarse sin que el toro esté cuadrado e igualado. El primer término consiste en conseguir que la cabeza del toro se mantenga a la altura conveniente; esto debido a que el toro necesita dos tiempos para tirar la cornada: el primero para humillar y el segundo para tirar el hachazo. Si el toro tiene la cabeza baja, lleva ganado un tiempo para coger y si la tiene alta, no permite al torero meter el brazo para realizar la suerte. Por otro lado, tener al toro igualado significa que este tenga las manos y los pies juntos y paralelos, sin que se adelante ninguna de sus extremidades.

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Para terminar, afirma el autor que quien conozca a fondo esta tauromaquia escrita y crea que con ello le basta para salir a torear, se llevaría un gran chasco y en la plaza una gravísima cornada, pues toda esta teoría, sin la práctica, nada vale y concluye: La teoría que no es práctica no es teoría, es utopía y la práctica que no es teórica, no es práctica, es rutina.

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Los toros ante la Iglesia y la moral P. Julián Pereda, S.J. Ediciones Vita Primera edición Bilbao, 1945

E duardo E. H eftye E tienne El

autor de la obra

El padre Julián Pereda Ortiz, autor de esta obra (cuya primera edición fue publicada en el año de 1945 y la segunda en 1965), fue un sacerdote jesuita que nació en el municipio de Pomar de Medina, en el norte de la provincia de Burgos, perteneciente a la Comunidad de Castilla y León, el 8 de marzo de 1890 y que falleció precisamente al cumplir 92 años de edad, el 7 de marzo de 1982. Estudió Derecho en la Universidad de Madrid y fue un destacado catedrático de la materia de Derecho Penal en la Universidad de Deusto, de la Compañía de Jesús, en Bilbao, que es la universidad privada más antigua de España, cuya antigüedad se remonta a 1886. Además de haber desempeñado durante algún tiempo el cargo de rector de dicha Universidad —fue designado como tal en 1932—, el padre Julián Pereda se tituló como doctor en Derecho en 1947 y también fue autor de varios artículos de Derecho Penal, sobre temas tan diversos como la legítima defensa, la culpabilidad, el robo famélico, la mutilación y el trasplante de órganos, el boxeo, entre otros. Inclusive, cuando cumplió 75 años de edad en 1965, la propia Universidad de Deusto editó en su honor un libro de estudios jurídicos intitulado Estudios penales. Homenaje al R.P. Julián Pereda, S.J., en su 75o. aniversario, en el que colaboraron una gran diversidad de autores de Derecho Penal, tanto españoles como extranjeros. 265

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El

prólogo galeato

La singular y bastante documentada obra que nos ocupa inicia con un prólogo “galeato” —palabra que significa casco o escudo, que usualmente se utiliza cuando el autor de un libro sabe que su publicación generará controversia—, en el que el autor advierte al lector que se referirá al aspecto moral del toreo, pero de ninguna manera a su aspecto técnico, pues solamente pretende justificar el hecho de que un sacerdote se haya animado a escribir un libro en materia taurina. Sostiene no ser un aficionado a los toros —confiesa tener 40 años de no asistir a festejos taurinos— y que la idea de redactar esta obra surgió en alguna conferencia que impartió, cuando se le cuestionó sobre las condenas pontificias al toreo. También reconoce que al comenzar a estudiar el tema se encontró con una “mina de oro vieja”, toda vez que en la biblioteca de la Universidad de Deusto localizó más de 60 autores clásicos que abordaban con mucha seriedad el toreo desde los puntos de vista religioso y moral, y fue por ello que se animó a redactar esta obra. Finalmente, lamenta que, precisamente por tener un origen español, muchos autores extranjeros y aun nacionales critiquen la existencia de la fiesta de los toros. Supone que si el espectáculo taurino tuviera un origen sajón habría ya recorrido el mundo entero en la más triunfal de las exhibiciones; llenaría miles y miles de revistas, periódicos y cines, y aun tal vez lo considerarían como exponente de una estirpe superior, que pudiera llegar a fundamentar otro mito de raza cumbre, como llamada a dominar con su arte, ciencia y valor insuperable, todas las fuerzas naturales y aun instintivas de los mundos material y animal…87 E structura

de la obra

El libro se encuentra integrado por ocho capítulos, intitulados: 1) La iglesia y los toros; 2) Bulas condenatorias de los papas; 3) El por qué de la conducta de los papas; 4) Los teólogos moralistas y los toros; 5) La buena fe de todos; 6) La crueldad de la fiesta taurina; 7) El peligro de muerte del torero, y 8) El público en los toros. 87 Páginas 14 y 15.

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A continuación haremos algunos comentarios sobre los diversos capítulos en que se divide la obra, destacando aquellos que, en nuestro criterio, pueden tener mayor interés para los lectores en la actualidad. C apítulo

primero .

L a I glesia

y los toros

En el capítulo inicial del libro, el padre Pereda cita algunos textos de frailes del siglo XVI —como Fray Hernando de Santiago y Fray Cristóbal de Fonseca, entre otros—, quienes utilizaban a la fiesta de los toros para explicar, a manera de metáfora, algunos temas religiosos y pasajes bíblicos. También reproduce parcialmente un villancico publicado en 1726, que contenía evidentes referencias taurinas, en el que se destacaba la convivencia entre lo divino y lo humano. De igual manera, en este primer capítulo también se refiere a la constante presencia de religiosos españoles en festejos taurinos, particularmente en Salamanca, como cuando se llevaron a cabo las celebraciones por la canonización de San Estanislao y de San Luis Gonzaga —a principios del siglo XVIII—, que incluyeron la lidia de 12 toros en la plaza mayor de dicha ciudad, por parte de ocho estudiantes navarros de Teología y cuya organización corrió a cargo de los propios padres jesuitas del Colegio Real de Salamanca. C apítulo

segundo .

B ulas

condenatorias de los papas

Al inicio de este capítulo, el autor comenta que los espectáculos taurinos habían pasado a celebrarse en lo que actualmente es territorio italiano, lo que generó alguna preocupación en el Vaticano. Por ejemplo, menciona que el lunes de carnaval de 1519 hubo una corrida en la mismísima Plaza de San Pedro, en la que murieron tres de los actuantes. El padre Pereda explica que tales espectáculos eran sumamente cruentos, pues las corridas habían llegado a Italia más bien con sus defectos y brutalidades que con su gallardía, dominio y legendaria belleza.88 88 Página 37.

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Cuando Pío V asumió el cargo papal en 1565, se declaró rápidamente en contra de las corridas de toros y como una primera medida ordenó al gobernador de Roma prohibir la celebración de corridas, bajo pena de muerte, el 17 de agosto de 1567. Unos meses después expidió una “bula” —documento sellado con plomo sobre asuntos políticos o religiosos, avalado por el sello papal—, intitulada Salute Gregis y fechada el 1o de noviembre de 1567, en la que se prohibió la celebración de espectáculos taurinos bajo pena de excomunión. En dicha bula se dice que las corridas de toros son espectáculos torpes y cruentos, más de demonios que de hombres89; inclusive, en el propio documento papal se establecía que si en tales espectáculos hubiese fallecidos, estos serían sepultados sin ceremonia eclesiástica alguna. La aplicación de la citada bula se hacía extensiva a los clérigos que asistiesen a espectáculos taurinos y prohibía específicamente celebrarlos en honor de santos o con motivo de festividades religiosas. Como era de esperarse, la expedición de la bula del papa Pío V generó gran extrañeza y polémica en España, ya que durante siglos la fiesta taurina había sido permitida por los papas y por los monarcas españoles y por tanto, nunca había sido considerada como pecado; además, el toreo solía utilizarse como entrenamiento militar, ya que en ese entonces casi todo el toreo se desempeñaba a caballo. Aparentemente, la citada bula papal nunca se publicó de manera oficial en España y el propio monarca español —en ese entonces Felipe II— realizó diversas gestiones ante el Vaticano para tratar de solucionar y arreglar este asunto, contando con cercanos colaboradores que lo asesoraron en la materia, entre quienes destacó Fray Antonio de Córdoba, provincial franciscano del reino de Castilla. Como resultado de tales gestiones, el papa Gregorio XIII emitió en 1585 la bula Exponi nobis, por virtud de la cual se levantaron las penas y censuras establecidas por la bula anterior, subsistiendo únicamente la excomunión para religiosos y la prohibición de celebrar corridas en días de festividad religiosa. Pese a ello, los religiosos españoles continuaron 89 Página 41.

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debatiendo sobre la clase y el alcance de la excomunión a la cual se referían los mencionados decretos papales. También se expidieron dos “breves” papales sobre el asunto —documentos de menor solemnidad que las bulas, pero que también contienen disposiciones de alcance general—: i) el breve de Sixto V (dirigido al obispo de Salamanca), de fecha 14 de abril de 1586, y ii) el breve Suscepti Numeris, del papa Clemente VII, fechado el 13 de enero de 1596. A través de este último documento se resaltaron, entre otras cosas, las ventajas del toreo para adiestrar a los militares en el manejo de las armas y se levantaron todas las penas y prohibiciones, con excepción de la excomunión para los religiosos que asistieran a espectáculos taurinos en días de fiesta. A final de cuentas, el asunto nunca quedó resuelto del todo por las bulas y los breves papales antes mencionados y por tal motivo los religiosos españoles continuaron acudiendo regularmente a los festejos taurinos. El autor concluye diciendo que, conforme al Derecho Canónico vigente y a la doctrina jurídica especializada, las bulas y los breves papales sobre el tema taurino ya no tienen fuerza obligatoria alguna. C apítulo

tercero .

El

por qué de la conducta de los papas

El padre Pereda inicia este capítulo afirmando que el problema de los toros es uno de los problemas de imposible solución, si se le considera a distancia: vistas las cosas a priori, su condena sería fulminante por todos; si se le considera y se le vive en su propio ambiente, el dictamen puede ser muy distinto.90 También justifica la actuación de los papas a que nos hemos referido con anterioridad, mencionando que ellos solo tenían conocimiento de los espectáculos taurinos que se celebraban en territorio italiano, los cuales eran sumamente crueles y sanguinarios, y también a que las noticias sobre las tragedias acaecidas en espectáculos taurinos se propagaban muy rápidamente, aunque ello no fuera lo más común en tales espectáculos. El autor asegura que, en su opinión, la reacción negativa hacia los espectáculos taurinos —particularmente por parte de los extranjeros— se 90 Página 56.

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generaba en gran medida por la enorme difusión que tenían las noticias trágicas de los sucesos que en ellos tenían lugar, aunque eso en realidad no fuera lo habitual y cotidiano. Cabe apuntar que hoy en día sucede exactamente lo mismo cuando la prensa magnifica las cornadas que llegan a sufrir los toreros, pero no así los triunfos y los festejos exitosos. En este tema el autor se remite expresamente a la lectura de textos de autores jesuitas, señalando que, después de revisar siete tomos que contenían cartas de sacerdotes de esta orden, que fueron publicados por la Real Academia de la Historia, hasta en 26 ocasiones encontró referencias a la celebración de corridas de toros, sin que en ninguna de ellas se hiciera mención de alguna desgracia grave. Por último, de la lectura de este capítulo resulta sumamente interesante destacar que en la propia plaza de San Pedro del Vaticano haya habido espectáculos taurinos, al igual que en la plaza Navona de Roma, así como en Siena, entre otros lugares importantes. El autor señala que en territorio italiano se celebraron corridas de toros desde el siglo XIII, que esporádicamente hubo festejos en los siglos XVI, XVII y XVIII, y que los últimos festejos taurinos en Italia tuvieron verificativo en junio de 1924, en pleno siglo XX, bajo el gobierno de Benito Mussolini, los cuales se celebraron como fuente de recaudación de fondos para ser destinados a hospitales, una vez que había concluido la Primera Guerra Mundial. C apítulo

cuarto .

L os

teólogos

moralistas y los toros

El autor comienza este capítulo preguntándose si la naturaleza del toreo es mala o no. Menciona que el principal razonamiento en contra de las corridas de toros consiste en que en ellas se pone en riesgo la vida humana, sin haber causa alguna que lo justifique. También destaca el hecho de que se considerara como mejor toro al que más hombres mataba y que la gente se deleitaba viendo sangre. En cambio, afirma que los argumentos a favor de las corridas sostienen que a tales espectáculos no se acude a presenciar la sangre, sino la destreza y la habilidad de los toreadores y jinetes. Con algunas variantes,

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podemos afirmar que en pleno siglo XXI existe una polémica similar, pues los antitaurinos pretenden, entre otras medidas, evitar que los menores de edad tengan acceso a los festejos taurinos. La licitud del toreo también se defendía diciendo que las muertes eran en realidad algo ocasional y hasta cierto punto accidental, por tratarse de una fiesta de cierto riesgo, pero que de ninguna manera era lo más común, tal como sigue sucediendo en la actualidad. De igual manera, menciona como argumento el consentimiento de los reyes, gobernantes, religiosos, etc., desde mucho tiempo atrás, respecto de la celebración de festejos taurinos. Y por tanto, también se defiende el gozo de contemplar el espectáculo por la destreza, ingenio, fortaleza y velocidad que se aprecian en las distintas suertes del torero.91 A fin de cuentas, y después de llevar a cabo el análisis de diversos autores que analizaron el tema en profundidad, el padre Pereda concluye afirmando que las corridas de toros resultan moralmente lícitas para los españoles, por no existir para ellos un grave peligro de muerte. Una vez manifestado lo anterior, expone diversas opiniones vertidas sobre el alcance de la excomunión, distinguiendo entre la prohibición de permitir que se celebren corridas de toros y la prohibición para contemplarlas, así como sobre las diferencias que la excomunión implica para unos y otros. Por último, manifiesta que el actual Código Canónico no establece una prohibición expresa para asistir a los toros, por lo que de ninguna manera debe estimarse como pecado mortal. C apítulo

quinto .

La

buena fe de todos

Después de realizar un análisis de la situación, el autor justifica la posición de los españoles ante la bula del papa Pío V, toda vez que era sumamente común la presencia religiosa en cualquier clase de festividades, incluidas las corridas de toros, y que los religiosos en muchas ocasiones llegaban a 91 Página 74.

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presidir los festejos. En efecto, el motivo religioso era el que daba lugar al mayor número de corridas de toros, ya se tratara del traslado de reliquias de santos, de la inauguración de capillas, de las canonizaciones, etcétera. Por eso se explica la gran extrañeza que causó la bula papal en España y la abundancia de importantes autores que debatieron sobre el tema. Aclara que evidentemente no era oposición a Roma lo que en realidad sentían los españoles, sino incomprensión, algo que nos sucede a los taurinos hoy en día. También explica que la excomunión en ese entonces era sumamente común, no algo tan extraño como en la actualidad y que era aplicable hasta en asuntos completamente triviales, por lo que no debemos ver esa amenaza de excomunión desde una óptica actual. Inclusive señala que era frecuente que una vez declarada la excomunión, se hicieran gestiones para suspender sus efectos. C apítulo

sexto .

La

crueldad de la fiesta taurina

El autor comienza indicando que ha existido una gran disminución en el riesgo de los espectáculos taurinos, si se comparan con los que tenían lugar en el siglo XVI, ya que se han profesionalizado. Afirma que el toreo no es malo, y que no es pecado en sí mismo, porque no encierra inmoralidad alguna. Menciona que una de las principales objeciones al toreo es que se dice que es un espectáculo cruel y, como tal, bochornoso, inmoral y reprochable, tal como sostienen las sociedades protectoras de animales. Sin embargo, el padre Pereda sostiene que no es correcto hablar de derechos de los animales, toda vez que la razón de existir de los animales es el hombre; son para el hombre, y no solo para sus necesidades fundamentales de alimentación, vestido y ayuda en el trabajo, sino también para su goce y deleite, siempre y cuando ello sea conforme a la razón.92 Dice que primero el hombre, después los animales; es decir, el hombre es fin, mientras que los animales son un medio. 92 Páginas 136 y 137.

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Precisamente este último tema es el que más polémica podría generar en la actualidad, en la que existe una corriente que pretende conceder y reconocer derechos a los animales, como si se tratase de seres humanos. El autor también dedica unas palabras al análisis de la crueldad, mencionando que esta supone ensañamiento y cobardía, lo que en su opinión no sucede en los espectáculos taurinos profesionales. No obstante, critica las capeas de aficionados porque en ellas se castiga más a los animales. En este punto critica la suerte de varas de antaño y aplaude la instauración del peto en los caballos. C apítulo

séptimo .

El

peligro de muerte del torero

En este capítulo el autor comienza preguntándose si realmente existe peligro de muerte en el toreo. Al respecto, manifiesta que estadísticamente el riesgo de muerte es muy bajo en los espectáculos taurinos, comparado con otro tipo de actividades como acrobacias circenses, alpinismo, esquí, funambulismo, carreras de autos y de motos, entre otras, y que normalmente los accidentes en los festejos taurinos se presentan cuando hay excesos o abusos por parte de los propios toreros. También dice que en el toreo debe existir el riesgo porque así es la naturaleza humana, que realmente disfruta de realizar y presenciar algunas actividades que implican cierta emoción y peligro. En su opinión, en el toreo el placer no se desprende del hecho de que exista el peligro, sino de la habilidad con que se le sortea, de la serenidad con que se le afronta, de la soltura, elegancia y alegría con que se le burla.93 C apítulo

octavo .

El

público en los toros

En este capítulo final el autor apela a la dignidad y la conciencia de los toreros para no dejarse arrastrar por los deseos o exigencias del público, ya que ellos son los especialistas en la materia y saben lo que se puede o no hacer. 93 Página 186.

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El padre Pereda comenta que el suicidio no es un delito, pero sí lo es la incitación o la inducción al suicidio. Por tanto, sostiene que el público nunca debe mandar en este tipo de espectáculos porque podrían ocasionarse accidentes innecesarios, ya que la pasión del público se exacerba fácilmente y esto ha sido de siempre y siempre será.94 Concluye la obra proponiendo que se eduque al público asistente a los festejos taurinos, particularmente por parte de la prensa, para levantar su nivel, su educación social y convencerle de que se puede gritar, alborotar, protestar y divertirse sin quebranto de la moral y de las buenas costumbres.95

94 Página 218. 95 Página 222.

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Los toros en el teatro Valentín Azcune

Unión de Bibliófilos Taurinos Madrid, 2015

A ngel G onzález J urado Decía el dramaturgo don Ramón del Valle Inclán algo así como que si nuestro teatro tuviera el temblor de las fiestas de toros, sería magnífico y que si el teatro hubiese sabido transportar al escenario la violencia estética del toreo, estaríamos ante un teatro heroico, como la Ilíada… Pues como entre los libros, los toros también están entre el teatro, aunque el teatro no sea heroico. Así lo expone, lo trata y lo exprime el doctor Valentín Azcune en su monumental obra escrita para la Unión de Bibliófilos Taurinos de España Los toros en el teatro, terminada de imprimir el 29 de septiembre de 2015 en los talleres artesanos de Torreblanca Impresores de Madrid, según consta en la página 687 de la obra, que fue impresa en papel verjurado, en una tirada limitada a 200 ejemplares nominados y numerados para los bibliófilos de la citada Unión. El autor, Valentín Azcune Fernández, tiene una edad difícil de determinar dado su aspecto desgarbado, que corresponde más a la imagen de un sabio distraído. Es doctor en filología hispánica, apasionado del medievo y también un exigente aficionado taurino, hasta el punto de viajar frecuentemente a la temporada francesa con objeto de ver el toro que no se ve en España, y más aún cada vez que en aquel país se anuncian toros de su ganadería predilecta: Prieto de la Cal, procedentes de la fundacional casta vazqueña, cuya antigüedad data de mediados del siglo XVIII.96 96 La ganadería Prieto de la Cal (véase Hierros y encastes del toro de lidia), es actualmente propiedad de don Tomás Prieto de la Cal, quien a los nueve años se hizo cargo de la misma tras el fallecimiento de su padre. Pasta la ganadería en la finca La Ruiza en la provincia de Huelva, en Andalucía y su antigüedad actual data de 23 de mayo de 1919. Los 275

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La obra que comentamos, que ha sido prologada por el propio autor, desarrolla su tema en 687 páginas y contiene un índice general que abarca desde los orígenes de la relación de los toros con el teatro hasta la época actual (2015), más seis apéndices, así como índices bibliográficos, de autores, de músicos —en los casos en que procede dada la importancia en el texto del género lírico y la zarzuela—, de sainetes, de entremeses y de títulos. Ello permite acceder con cierta facilidad a libros, personas, materias y obras concretas a buscar, dado el buen orden de tales índices, útiles tanto para lectores y estudiosos del teatro, como para lectores y estudiosos del toreo. Contiene la obra un prólogo, aunque no lo llama “prólogo” el autor, sino Preámbulo para algunas aclaraciones, en el que el propio Valentín Azcune expone las dificultades encontradas para llevar a cabo su labor y especifica que Los toros en el teatro: no es una historia del teatro ni una historia del toreo (…) sino que trata de algo más, de sus peculiares características (…), no en abstracto sino relacionando (ambas materias) con la época correspondiente (…), siendo este libro una prueba más, entre un sinnúmero, de la secular vinculación que entre cultura y tauromaquia ha habido en todas las épocas, incluida la actual.

La seriedad y el rigor de la obra no le impiden al autor un grato sentido del humor soterrado en alguna parte de cada reseña de las obras teatrales, o en cada cita o referencia al mundo de los toros. Ya nos referiremos a ello al citar algunas de las piezas teatrales, pero antes nótese el sentido del humor que contiene la dedicatoria de la obra: A mí mismo (con las debidas disculpas) en recompensa por lo mucho toros son de capas muy variadas (negra, colorada, ensabanada, jabonera, melocotón, cárdena, sarda, salinera …), lucen divisa roja y amarilla y proceden de la casta vazqueña, posiblemente fundada alrededor de 1755, anteriormente procedentes de los frailes cartujos. La variedad de capas citada obedece a que la familia de los Vázquez adquirió y mezcló sangres de las muy diferentes razas de su propiedad, hasta el punto que le gustaba presumir de que él tenía todo lo que tenían los demás ganaderos, pero ninguno de ellos tenía lo que tenía él.

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que me ha hecho sufrir este libro, pues solo yo lo sé.

Los toros en el teatro alude a cerca de mil títulos teatrales, prácticamente todos de autores españoles, y se reseñan 1,135 referencias a pie de página. Abarca el estudio obras teatrales desde el siglo XV hasta el año 2016, con sus consiguientes relaciones con el mundo taurino; es decir, desde antes de Lope de Vega y de El caballero de Olmedo, las primeras referencias consignadas, hasta la última de ellas, de Javier Villán sobre La Argentinita: el 27 y los toros. O lo que es lo mismo, desde el propio Alonso de Olmedo hasta José Tomás, al que también cita el autor en la página 450 de su libro. En la citada obra de Javier Villán se menciona también a Enrique Ponce y a Luis Francisco Esplá, quienes fueron los intérpretes de la citada obra en la función de estreno, que tuvo lugar en el teatro María Guerrero de Madrid el 26 de mayo de 2014 (Valentín Azcune dixit), representando respectivamente a Joselito el Gallo y a Ignacio Sánchez Mejías, ambos muertos en escena, aunque no en la del teatro, sino respectivamente en las plazas de toros de Talavera de la Reina, en Toledo y de Manzanares, en Ciudad Real. Una parte importante de las obras teatrales que se reseñan en Los toros en el teatro, son textos manuscritos que ni siquiera llegaron a estrenarse ni a ser publicados, pero de los que el autor ha encontrado referencias en los archivos de la Biblioteca Nacional, así como en periódicos o revistas de la época. El primer periodo que estudia el texto cubre Desde los orígenes (del teatro y de los toros relacionados entre sí) hasta el siglo XVI; Siglo XVII, periodo comprendido entre las páginas 15 y 88, en las que el autor se refiere a obras de autores clásicos como el ya citado Lope de Vega (tal vez un alter ego de Azcune) o Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Rojas Zorrilla, Agustín de Moreto … y otros ingenios de la época. Si bien aún no existía entonces el concepto del toreo como el espectáculo, surgido bien avanzado el siglo XVII, el autor cita nombres de lidiadores como el de Peribáñez, el Comendador de Ocaña, a la vez que hace mención de la fiesta con la que se celebra la boda de Casilda con el tal Peribáñez, fiesta en la que se suelta un novillo que escapa y hiere al Comendador que, dolorido y

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maltrecho, es llevado a la casa de los recién desposados para recuperarse y —¡ah el teatro!—, volver en sí prendado y enamorado locamente de Casilda, lo que da origen a las posteriores complicaciones de la comedia en cuestión. El segundo periodo estudiado abarca el siglo XVIII (páginas 97 a 140), citando en primer lugar al maestro del sainete Ramón de la Cruz, para luego hacer referencia a los autores afrancesados (por la influencia de la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII y principios del XIX) como Jovellanos, Iriarte, los Moratines o también el jesuita Padre Isla. Cita Azcune a Juan Ignacio González del Castillo como el autor de ese siglo que más espacio teatral dedicó a los toros, centrando su acción en la ciudad de Cádiz. Téngase en cuenta que en dicho siglo ya aparecen noticias escritas con nombres de toreros, de plazas donde se corren toros y de carteles para pegar en las paredes, en los que se hace constar que el Rey Nuestro Señor se ha servido señalar un festejo taurino a celebrarse en una determinada plaza de toros si el tiempo lo permitiere. Y surgen nombres y noticias escritas sobre toreros de a pie (léanse entre otros los tratados taurinos de Velázquez y Sánchez o de Néstor Luján), como Juan Esteller, Antón Martínez, Leguregui el Pamplonés, Bellón el Africano —suponiendo que existiera—, y un etcétera de diestros del posterior romanticismo. Los siglos XIX y XX se estudian en el tercer apartado, entre las páginas 143 y 411, o lo que pudiera ser lo mismo, entre la zarzuela grande de Pan y toros, de los maestros José Picón y Francisco Asenjo Barbieri, a El torero más valiente, del poeta y dramaturgo Miguel Hernández, o a la obra teatral y taurina de Federico García Lorca. En lo relativo a los toros, el periodo corresponde desde Costillares, los Romero o Pepe-Hillo, a Ignacio Sánchez Mejías, que aparte de morir en el ruedo también escribió obras teatrales como Zaya, en la que su protagonista era un torero retirado. El último apartado (páginas 413 a 451) trata De la posguerra española (iniciada en 1939) a la época actual. En los años 40 y 50 del siglo XX no son pocas las obras de teatro estrenadas que se relacionan con los toros, aunque bastantes son también de baja calidad, pues tampoco en aquella época abundaron las obras maestras, según afirma Azcune, quien cita una comedia en tres actos del año 1954, El ruedo de Calatravas, del autor español exiliado en México Sindulfo de la Fuente, que sitúa su acción en el Madrid

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anterior a nuestra fratricida guerra civil, en la que se mezclan el futbol y los toreros. Valentín Azcune puntualiza que “aun siendo obra de un exiliado, no hay alusiones ni sátiras políticas”. Otra obra citada (también publicada en México) es ¡El toro a escena!, una comedia original de Antonio Robles, publicada en 1966, esta al parecer francamente antitaurina, que contiene algunos coloquios chispeantes de humor y que, aun siendo contraria a la fiesta de los toros, no mezcla la tauromaquia con la política. En las décadas siguientes el autor destaca la también antitaurina Azabache, de Marcial Suárez, que obtuvo el Premio Nacional de Teatro en 1970; menciona al Grupo Tábano —de teatro independiente— con su obra Cambio de tercio, que no merece de Azcune una buena crítica, así como a Francisco Nieva, quien en 1982 estrenó Coronada y el toro. Asimismo, se refiere a otros autores de los años 90 del siglo XX, como el venezolano Rodolfo Santana y su obra Mirando al tendido (1992), y a piezas teatrales del siglo XXI, como Requiem por un torero (2003) de Enrique Lenza; Betizu de Ignacio Amestoy y Controversia del toro y el torero, que Albert Boadella estrenó en 2006 en defensa de la tauromaquia. Cita también los montajes de La puta y el torero, de Antonio García Molina en 2011, y de Albero y ceniza: de Rilke a Hemingway, del crítico teatral y taurino Javier Villán, estrenada en 2012, hasta llegar a la última obra que Azcune comenta en su monumental obra: la ya citada La Argentinita; el 27 y los toros. Por lo que respecta a las alusiones ajenas al teatro y su relación con los toros que Valentín Azcune cita en su libro, es de mencionar —aparte de su ya referida pasión por el encaste de la ganadería de Prieto de la Cal— otra pasión por el diestro Paco Camino, al que por razón de la edad del autor (y por lo que este confiesa en alguna entrevista), no debió verle torear en sus mejores tiempos. Así, en la página 355 se refiere a la historieta cómica Los Gabrieles, haciendo en esa misma página una remisión (la número 706) a la versión cinematográfica que de esa historieta escénica hizo en el año 1966 el director José Luis Sáez de Heredia, que se tituló Fray torero, interpretada por el torero sevillano, que el autor considera nada menos que el mejor torero de toda la historia de la tauromaquia. Por otra parte, el soterrado sentido del humor de Valentín Azcune y su apasionamiento por los toros se aprecia en

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las referencias parciales con las que ilustra las obras a las que se refiere, así como en las apostillas que al respecto suele incluir en su propia obra.97 La publicación que nos ocupa está ilustrada con carteles de mano (la mayoría de ellos en color), octavillas o con portadas de los textos teatrales que se reseñan a lo largo del libro y que lamentamos no poder incluir en esta reseña. Una vez abordado lo que podríamos llamar el fondo del asunto, el autor incluye seis apéndices (en las páginas 455 a 523), que hacen mención y reproducen otros tantos entremeses o sainetes relacionados con la materia taurina. Otra imprescindible aportación del trabajo de Azcune son sus índices, perfectamente elaborados, que facilitan al estudioso un mejor acercamiento a la obra. El índice bibliográfico (páginas 535 a 616) incluye tres apartados en los que distingue las obras teatrales de autenticidad comprobada; otras obras apócrifas, de autenticidad dudosa o no comprobada y un tercer apartado que incluye estudios críticos ordenados alfabéticamente por autores, con una posterior adenda de última hora (en la página 629), en la que se da cuenta de dos obras localizadas con posterioridad a la elaboración del índice bibliográfico. Aparte del índice bibliográfico, la obra de Azcune incluye otro por autores, con la mención de la página en las que se les cita (páginas 631 a 656); otro por títulos (páginas 657 a 684), también con sus referencias a las páginas donde son mencionados y, por último, un índice general (páginas 685 y 686), hasta terminar con el Laus Deo y la fecha de impresión del volumen, así como el taller donde fue impreso, ya mencionado al principio de esta reseña. En resumen, la obra del doctor Valentín Azcune es una joya bibliográfica cuya lectura y estudio son necesarios para cualquier bibliófilo o interesado tanto en la investigación taurina como en la teatral. Cabe mencionar un solo inconveniente de esta obra: la dificultad para obtenerla, dada su corta tirada editorial y su considerable demanda más allá de las fronteras españolas, no solo en países europeos o americanos, sino también en el continente asiático, como nos consta. 97 La obra y el autor hacen referencia a innumerables tratadistas, historiadores y expertos estudiosos tanto del teatro (el arte de Talia, que dirían los cursis), como de los toros (el arte de Cúchares, que dirían los mismos cursis) y cita a contemporáneos nuestros como el doctor Cabrera Bonet, actual presidente de la Unión de Bibliófilos Taurinos de España o al doctor José Campos Cañizares, autor de una tesis doctoral titulada El toro en la preceptiva taurina del reinado de Felipe IV.

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Cossío y los toros Ignacio de Cossío

Editorial Espasa-Calpe Colección La Tauromaquia, Volumen 11 Primera edición Madrid, 1999

E duardo E. H eftye E tienne S obre

el autor

El autor de esta obra, Ignacio de Cossío Pérez de Mendoza, es sobrino bisnieto del biografiado, es decir, de don José María de Cossío, quien constituye un referente obligado y de notable prestigio en la literatura taurina universal, gracias a la monumental obra Los toros. Tratado técnico e histórico, cuya elaboración dirigió personalmente durante muchos años y que con toda justicia es conocida comúnmente como El Cossío. Ignacio de Cossío nació en Sevilla el 14 de marzo de 1973, estudió veterinaria en Salamanca y periodismo en su ciudad natal y ha sido aficionado práctico a la tauromaquia. En términos taurinos, con este libro tomó la alternativa como escritor en 1999 y a partir de entonces ha ejercido como periodista taurino en diversos medios españoles, tanto radiofónicos como digitales e impresos, aunque actualmente dedica la mayor parte de su tiempo a cuestiones empresariales y diplomáticas. Entre sus publicaciones taurinas, además de la obra que es objeto de esta reseña, se encuentran Grandes faenas del siglo XX, también publicada por Espasa-Calpe en 2001; Tauromaquia, de Periplus Publishing, en 2001; El maestro Cañabate: de los toros y de la vida, de Ediciones Tutor, en 2004; Ronda, 50 goyescas soñando el toreo, junto con varios autores, publicado por el Excmo. Ayuntamiento de Ronda en 2006 y Tauromaquia, el toro en el arte, de Editorial Planeta, en 2011. 281

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S obre

la editorial

Si la mencionada obra, conocida popularmente como El Cossío, fue editada por la afamada editorial española Espasa-Calpe, resulta justo destacar y reconocer que dicha casa editorial también asumió la edición del libro que nos ocupa, a manera de homenaje al biografiado. Sin embargo, debo precisar que la editorial denominada Espasa-Calpe, que había surgido de la fusión de las editoriales Espasa —fundada en 1860— y Calpe —fundada en 1918—, fue adquirida por el Grupo Planeta a principios de los años 90 del siglo XX, pero se le ha respetado su identidad. Espasa-Calpe estuvo ligada al mundo de los toros precisamente desde la publicación de los primeros tomos que conforman Los toros, Tratado técnico e histórico, y posteriormente también se dio a la tarea de editar un par de valiosas y nutridas colecciones conocidas ambas como La tauromaquia, por lo que es válido afirmar que esta es la casa editorial que más ha contribuido a la difusión de la literatura taurina y el apellido Cossío se encuentra plenamente identificado con ella desde los años 40 del siglo XX, tan es así que el propio José María de Cossío llegó a afirmar que tal editorial era su hogar literario.98 Cabe señalar que esta misma casa editora publicó también la famosa Colección Austral, en la que el propio Cossío tuvo una participación activa como director. S obre

el objeto y la estructura de la obra

El propio autor es muy claro al manifestar, en la presentación de esta obra, que su objetivo consiste en recopilar la parte inédita, familiar y menos conocida por sus historiadores y meros biógrafos del gran personaje humano e intelectual que fue José María de Cossío,99 por lo que se propuso hacer un libro que más que literario sea humano, sentimental, al que puedan aproximarse el intelectual y el vaquero, enlazados todos por un interés común: la misma afición al toro.100 98 En la primera fotografía que aparece en el libro (después de la página 32), se muestra una dedicatoria de Cossío a la editorial, conteniendo esa frase. 99 Página 17. 100 Ídem.

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El libro inicia con el agradecimiento del autor a quienes colaboraron en la elaboración de la obra y con la presentación antes referida del autor, para continuar con un prólogo redactado por doña Cayetana Alba, la Duquesa de Alba, quien reconoce haber conocido personalmente a José María de Cossío desde que ella era muy joven, pues Cossío mantuvo una gran amistad con su padre. La obra está conformada por los siguientes 14 capítulos: 1) “Los comienzos”; 2) “Valladolid y los Cossío”; 3) “En Salamanca”; 4) “La madurez: alma y obra”; 5) “Ingreso en la Real Academia”; 6) “La generación del 27”; 7) “Don José María y Santander”; 8) “La casona de Tudanca”; 9) “Una pasión: los toros”; 10) “Las tertulias madrileñas”; 11) “Su amistad con los toreros”; 12) “El Cossío”; 13) “Cossío en el siglo XXI”, y 14) “Última época”. También se incluyen cuatro grupos de fotografías sobre la vida de Cossío, las cuales complementan perfectamente el texto, al igual que diversos textos breves redactados por personas que conocieron y convivieron con Cossío.101 El libro concluye con un epílogo redactado por Juan Carlos Martín Aparicio, ganadero salmantino de Carreros de Fuenterroble, con un poema de Rafael Morales a la memoria del biografiado —“Égloga y llanto por José María de Cossío”— y con la bibliografía completa de su importante y diversa obra literaria. Toda vez que estamos ante una obra de carácter biográfico, muy vasta y variada, como lo fue la propia vida de José María de Cossío, en mis comentarios destacaré algunos aspectos que podrían interesar más a los aficionados a la fiesta de los toros, agrupándolos de una manera más sencilla. I. B iografía

general de

J osé M aría

de

C ossío

José María Domingo de Guzmán de Cossío y Martínez-Fortún nació el 25 de marzo de 1892 en la ciudad de Valladolid, España, siendo el 101 Entre otros, Alfredo Corrochano, Alipio Pérez-Tabernero, Álvaro Domecq y Díez, Pepe Luis Vázquez Garcés, Paco Camino, Ángel Luis Bienvenida, Santiago Martín el Viti, Filiberto Mira Blasco, Matías Prats Cañete, Alfonso Navalón Grande y Vicente Zabala de la Serna.

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menor de cinco hermanos. A los dos meses de nacido, su familia se trasladó a un castillo familiar ubicado en Sepúlveda, provincia de Segovia. Lamentablemente, al cumplir un año de edad Cossío quedó huérfano, pues sus padres fallecieron con algunos meses de diferencia a causa del llamado mal de Pott (tuberculosis vertebral), que penosamente asoló a dicha localidad. A partir de entonces fue criado por su abuela Dolores de la Cuesta y Polanco, quien tomó la decisión de regresar con sus nietos a residir en Valladolid. Cossío realizó la mayor parte de sus estudios juveniles en una institución jesuita, para posteriormente ingresar a estudiar la carrera de Derecho (1907-1912) en la Universidad Literaria de Valladolid y estudiar posteriormente el doctorado en Madrid. Poco después emprendió estudios de Filosofía y Letras en la célebre Universidad de Salamanca, donde fue discípulo de Miguel de Unamuno, con quien entabló una gran amistad. Después de algunos años decidió establecer su residencia habitual en Madrid, aunque todos los veranos —desde mayo hasta octubre— se iba a la llamada Casona de Tudanca, en Santander, que le fue heredada por su abuela, y a la que más adelante me referiré con mayor detalle. A lo largo de su prolífica vida, Cossío destacó no solamente en cuestiones taurinas, sino también en diversos ámbitos culturales. Fue contemporáneo, colega y amigo de poetas y artistas, e incluso formó parte —si bien en un segundo plano— de la célebre Generación del 27, grupo de artistas y escritores liderado por los poetas Pedro Salinas, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre, y complementado por otros intelectuales y creadores, como Emilio Prados, Miguel Hernández, Juan Larrea, Salvador Dalí, Luis Buñuel, José Bergamín, así como el propio José María de Cossío y el torero Ignacio Sánchez Mejías, entre otras personalidades. Fue un gran investigador y bibliófilo, además de un destacado crítico literario, particularmente de obras poéticas, destacando por la publicación de diversas recopilaciones de poesía española y de rescate de autores olvidados o ignorados, además de haber sido traductor al español de una gran cantidad de obras portuguesas.

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Tal era su prestigio literario e intelectual, que en junio de 1948 Cossío ingresó —como académico de número con la letra G mayúscula—, a la Real Academia Española de la Lengua, de la que formó parte hasta su muerte. Pero, además de sus aficiones taurinas y literarias, Cossío también fue un gran promotor del futbol, ya que fue presidente del club Racing de Santander102 y, algo inusual, seguidor del Barcelona y socio del Real Madrid y del Atlético de Madrid, lo que constituye una muestra inequívoca de su diversidad de gustos. En contraste con su prolija y polifacética actividad intelectual y taurina, la vida privada de Cossío fue más bien discreta; nunca se casó y únicamente se le conoció un amor juvenil con Felicidad Pérez-Tabernero —hermana de su amigo Alipio—, quien murió muy joven de una estrechez mistral, condenando a su enamorado a una soltería permanente. Tampoco se le conocieron vicios —aparte de su afición a los toros, a las tertulias, a los libros y al futbol— a lo largo de su vida, que terminó en Valladolid a los 85 años de edad, aquejado de demencia senil —entre otros padecimientos—, el 24 de octubre de 1977. Ii. Su

afición a los toros

El autor señala que Cossío llegó a tomar contacto con el mundo de los toros… en la plaza de Las Ventas, en su época de estudiante de doctorado de la capital de España… Allí… asistió… a su primera corrida de toros el 2 de mayo de 1914. Aquella tarde de toros actuaban José Gómez Ortega “Gallito”, su hermano Rafael y Juan Belmonte, ante ejemplares de la ganadería de Contreras, y fue el primer mano a mano venteño de Gallito y Belmonte.103 Esa misma noche acudió con un amigo en común a conocer a Gallito al hotel Palace, donde también conoció a un joven ganadero salmantino, Alipio Pérez-Tabernero, con quien entablaría una entrañable amistad. 102 Como dato curioso, el torero Ignacio Sánchez Mejías, cuñado de Gallito y amigo de Cossío, también incursionó en el balompié, pues fue presidente del Betis de Sevilla. 103 Página 137. Cabe precisar que en realidad dicha corrida tuvo verificativo en la anterior plaza de toros de Madrid, que era la de la Carretera de Aragón o de la Fuente del Berro, pues la plaza de Las Ventas fue inaugurada hasta el año de 1931.

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En esos años hizo buena amistad con Gallito —hasta llegaron a vivir juntos en Madrid—, de quien se convirtió en un ferviente partidario, acompañándolo junto con su cuadrilla a lo largo y ancho del territorio español. Por azares del destino no estuvo presente en la fatídica tarde de Talavera de la Reina, el 16 de mayo de 1920.104 La muerte de su amigo José le hizo distanciarse algún tiempo de la fiesta taurina, a la que regresó por insistencia de su amigo Ignacio Sánchez Mejías –cuñado de Gallito–, quien lamentablemente también tuvo un desenlace fatal unos años después.105 Si bien en Madrid conoció la fiesta de los toros, la afición taurina de Cossío se consolidó durante su estancia en Salamanca, donde constantemente acudía a tentaderos en el campo bravo charro, así como a las conferencias y coloquios que se organizaban con motivo de las corridas que se celebraban en la plaza salmantina de La Glorieta. Desde entonces y hasta el final de sus días, Cossío fue una muestra viviente de la literatura taurina y de la propia fiesta de los toros y sus libros, artículos, conferencias y pláticas sobre materia taurina siempre tuvieron una gran aceptación, no solamente por sus grandes conocimientos, sino por la naturalidad y claridad que siempre mostró al expresarse. III. O bras

taurinas

La obra literaria de José María de Cossío es muy extensa, aunque en definitiva su trascendencia histórica se debe a su obra enciclopédica Los toros, tratado técnico e histórico, que actualmente consta de 12 tomos, por lo que se le suele ligar más a la tauromaquia que a la poesía, que fue una de sus mayores pasiones. La realización de la magna obra de El Cossío, que con el transcurso del tiempo incluso ha “eclipsado” a su propio autor, le fue encomendada por el filósofo José Ortega y Gasset, quien era consejero literario de la editorial Espasa-Calpe. Bautizar esta obra con el subtítulo de Tratado técnico e 104 José Gómez Ortega Gallito o Joselito falleció por la cornada que le dio el toro Bailaor de la ganadería de la Viuda de Ortega. 105 Ignacio Sánchez Mejías falleció en Madrid el 13 de agosto de 1934, como consecuencia de una cornada que había recibido dos días antes en Manzanares, provincia de Ciudad Real, que le infligió el toro Granadino de la ganadería de Ayala.

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histórico, nos hace entender qué es lo que exactamente deseaba Ortega y Gasset y que también era el deseo de José María de Cossío. Lo que querían, en conclusión, era sacar a las corridas de toros de ese submundo que suponía el mero populismo y llevarlo a lo más alto, a formar parte con el mismo rango de nuestra propia historia, con idéntica fuerza que la música, la pintura o el teatro.106 Para llevar a cabo esta monumental obra, en la que se tocan todos los aspectos que a cualquiera se le ocurran respecto de la fiesta de los toros —historia, lenguaje, toreros, arte, literatura, crianza, plazas de toros, ganaderías, etc.—, se hizo acompañar de brillantes colaboradores, como el poeta Miguel Hernández —que además era su secretario personal—, Gregorio Marañón, Enrique Lafuente Ferrari y Antonio Díaz-Cañabate, entre otros. Los primeros cuatro tomos de El Cossío —cada uno con más de mil páginas—, que constituyen la esencia básica de la obra, fueron publicados entre 1943 y 1961.107 Después de la muerte de Cossío se publicó un quinto tomo, bajo la dirección del mencionado Antonio Díaz-Cañabate, y posteriormente se han sumado otros siete volúmenes. Cossío también publicó otras obras taurinas, entre las que destacan: Los toros en la poesía castellana, estudio y antología publicado en 1931; Los toros en la poesía, antología editada por Espasa-Calpe en 1944; La fiesta de los toros: Barcelona, en 1945; Don Luis de Trejo, un tratadista de toros extremeño (1639), en 1949; Dos tratadistas taurinos, en 1952; Panegírico de Joselito, en 1953, y también dio a la estampa más de un centenar de artículos publicados en diarios y revistas taurinas especializadas dedicados a la Fiesta Nacional, y así en los diarios abc, Blanco y Negro, Pueblo, El Norte de Castilla; los semanarios taurinos Dígame, El Ruedo, El Redondel o El Burladero. Son de destacar asimismo los más de veinte prólogos y epílogos que llegó a escribir para grandes autores taurinos contemporáneos suyos, como Ramón Ampuero y del Río, Claude Popelin, Rafael de la Serna Gil, Alberto Vera (Areva), Manuel Martínez Remis, Ricardo Apraiz, Enrique Vila, Carlos Pérez Seoane (duque de Pinohermoso), Rafael Hernández, Fernando Villalón, Juan Pedro Domecq y Núñez de Villavicencio, John Fulton Short, Rafael Morales y Adolfo Bollaín, entre otros.108 106 Página 206. 107 Los primeros cuatro tomos de El Cossío no se publicaron en orden, ya que el tomo I se publicó en 1943, el tomo III en 1944, el II en 1947 y el IV en 1961. 108 Página 136.

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IV. S u

legado

Como hombre poseedor de una amplia cultura, Cossío logró reunir en su refugio de Tudanca, en la región de Santander, una inmensa biblioteca de alrededor de 20 mil volúmenes, entre los que destacan importantes obras manuscritas autógrafas de sus amigos y camaradas de la Generación del 27 y de algunos otros autores, tanto anteriores como posteriores, entre los que cabe destacar el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca, que constituye una de las obras literarias más conocidas en relación con la fiesta de los toros, y que comprende un conjunto de cuatro poemas compuestos en honor de dicho torero. Actualmente, este valioso acervo forma parte del patrimonio cultural español y la Casona de Tudanca —a petición del propio Cossío— se ha convertido en un museo y centro cultural abierto al público, toda vez que la cedió para ello a la Diputación Provincial de Santander en 1975, dos años antes de su fallecimiento. También, cumpliéndose uno de los últimos deseos de Cossío, en 1983 sus restos mortales fueron trasladados desde Valladolid hasta Tudanca. La Casona de Tudanca fue un importante punto de encuentro de intelectuales de la época de Cossío, y hoy en día es visitada por diversos investigadores de la literatura española, quienes han publicado los valiosos hallazgos realizados en su biblioteca, entre los que destaca El cancionero de José María de Cossío. Una memoria poética del siglo XX, que fue editado en 2016 por Visor Libros, bajo la supervisión del escritor e historiador cántabro Mario Crespo López, quien se dio a la tarea de transcribir los manuscritos de hasta 284 distintos poetas. Personalidades de la talla de José María de Cossío son las que llenan de orgullo a los aficionados a la tauromaquia y en especial a la literatura taurina, máxime cuando actualmente nos encontramos rodeados por personas y políticos que —aparentemente sin poseer cultura alguna— pretenden acabar con este inigualable espectáculo, que genera y produce cultura de manera inagotable desde hace ya varios siglos.

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Guerre à la tristesse Dominique Aubier e Inge Suisse Morath Robert Delpiere Editeur París, 1955

E ugenio G uerrero G üemes Dos mujeres con altas notas en la literatura y en la fotografía llegaron a Pamplona en julio de 1954 para captar con sus oficios la esencia de la Feria de San Fermín. Dominique Aubier, la francesa, lo haría con el correr de su pluma e Inge Morath, austriaca, con los disparos de su cámara. Al ser realizado por dos artistas, el reporte generado es doblemente alucinante y conmueve tanto el gusto visual como el literario. Esta corresponsalía se concretó en Guerre à la tristesse, obra en la que reportan los episodios vividos en cinco capítulos; en el tercero aparece la carta gráfica del teatro de los hechos, que es un plano de Pamplona. Es un boceto que nos invita a una travesía peculiar: tenemos que arrancar del tramo achurado del río Arga, abrirnos en el portal de Rochapea, seguir por el trecho de Santo Domingo y después meternos al zigzag de Mercaderes, para luego seguir la recta de la Calle de la Estafeta y, finalmente, tomar la curva de alivio que nos lleva a la mismísima plaza de toros. Quienes se entregan al rito de correr la ruta a pie con los toros y no con el dedo, al oír el chupinazo tienen que arrancar en Santo Domingo y terminar en la arena; no recorrerán más de 900 metros. El hato siempre los rebasará tan de prisa que la corretiza no irá más allá de unos dos minutos; sobre ese corto trayecto, cada día de la feria los humanos enredan sus zancadas y jadeos con los trotes y bufidos de los toros. Arriesgan el cuerpo a los bicornios que no volverán a espantarse con otro cohetón, ni a correr al día siguiente, porque serán lidiados a muerte esa misma tarde. En cambio, los feriantes obstinados tendrán la adrenalina renovada al día siguiente y volverán a ponerse en apuros. La efímera hazaña del par 289

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de minutos que se repite cada día de feria y cada año, fue atesorada por Aubier y Morath en una obra de 146 páginas con 82 imágenes.109 Dos minutos en que los corredores pueden verles las pestañas a los toros y se adelantan a quienes esa tarde también se jugarán la vida, pero a diferencia de ellos, esforzándose en arropar la testosterona ciñéndola con sedas, oro y arte. Así es como los pamplonicas en tropel alborotado sobre el empedrado y arena entablan su guerra a la tristeza, año con año. No es mero asunto de lugareños, porque el evento subyuga y enardece a extranjeros de los cuatro puntos cardinales y no todos los que se asoman soportan la tentación de correr los toros. En ese encuentro de instintos recónditos, el reino humano se mezcla con el animal durante dos minutos y poco después se enfrentarán uno a uno, sobre el disco de arena: aquel ejemplar animal saliendo al sol, el otro esperando sobre la sombra. Afuera de la plaza el correr de los toros lleva pocos instantes, mas Aubier y Morath los dilatan con tal intensidad en el texto y con fotografías que logran empastar el alma española y el genio vasco para presentarnos la misteriosa entraña de la fiesta de toros. El libro capta ese ambiente tan disfrutado por millones y comprendido por tan pocos. La escritora francesa nos sugiere que dediquemos cada mañana de la feria a colocarnos en un mirador distinto. Así, el primero sugerido es cerca del portal en la rivera donde los toros esperan impacientes. El segundo día, desde la Plaza del Ayuntamiento, donde se verá la trabazón y las dificultades para encontrar un tramo recto. El tercer día, calle de La Estafeta, donde puede verse la culminación de los caudalosos oleajes humanos. Si hay suerte pudiera improvisarse una amistad con algún inquilino que tenga balcón; por corta que fuera la relación, sería ingenua y fresca por el carácter de los pamplonicas. Y en el último día, a las cinco de la mañana, después de haber comprado el boleto, puede uno sentarse y ver el resto del enchiqueramiento. 109 De las 82 fotografías Morath es autora de 67. Las otras 15 son de Gallle (forros), Zubieta, Retegui, Roldane, Chapresto, Nisberg, Lushy. Cuando comento fotografías de Morath no señalo su autoría, solo la página en que aparecen. En los demás casos identifico al autor y la página.

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Ya se había anticipado: una lectura puede hacerse sobre las fotografías de Inge Morath. La mayoría de ellas en blanco y negro y algunas con colores casi de acuarela. Los lectores recogemos matices de la feria en la narrativa visual y nos genera emoción estética. Guerre à la tristesse puede muy bien disfrutarse con la sola meditación frente a las imágenes. Decido empezar con ese mensaje visual. Empecemos por el título. Guerra a la tristeza es el nombre del figón o taberna epónima que aparece casi al final del primer lote de imágenes (página 37); esta fotografía nos conduce de inmediato a la quietud de la meditación. Sin leyenda que la soporte, la foto evoca la estrechez y el amargo heroísmo conque los españoles vivieron aquellos años del siglo pasado. La imagen nocturna de la taberna inquieta, porque no puede uno dilucidar dónde hay más tristeza, si en el letrero valentón o en el semblante agrio del hombre que le da las espaldas. Ese varón vestido con la ropa de otro, pero con ademán propio, mira a los lejos —con algo de azoro y mucha sequedad— al resto de la humanidad. La sombría indiferencia que muestra a la invitación resulta comprensible, ya que es un hombre aislado dentro de su propia penuria. El letrero a sus espaldas incita a Pamplona al combate, pero a él no le interesa afiliarse. Otras fotografías: los espectadores en sus balcones, como gaviotas en los salientes del arrecife, congelados en sus miradores, viven la inminencia del cohetón que va a reventar el pavor acumulado (páginas 88-89). Otras fotos sorprenden a los osados corredores abatidos (Retegui, página 91). Un toro rompe las trancas y permanece con los cuernos apuntando a una niña, que no puede salir del momento congelado en su angustiosa huida sobre la diminuta zancada (página 93). La cámara nos alivia el sobresalto porque no vemos el enganche, aunque nos aumenta la intriga, ya que nunca sabremos qué pasó después. He ahí el encanto de la fijeza de las fotos. ¿Qué siguió después del clic? Mientras tanto, los corredores al poco son alcanzados y adelantados por los toros que los trompican y tumban (página 96). Unos más vuelan sobre los cuernos y lomos (Chapestro, página 98). Algunos terminarán heridos (Zubieta, Retegui, página 91). Aquel yace encogido ante media tonelada de músculos forrados con piel lustrosa (páginas 94-95). Es la fiesta del peligro y el peligro de la fiesta. Pero todos participan en un tropel

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inmovilizado para siempre, que les permitió esquivar lo que finalmente algún día los ha de abatir: la muerte. Es un juego que lleva siglos y toma dos minutos y que se multiplica en los espejos de las sucesivas ferias. Morath nos lleva en su cámara del tiempo a ser testigos de alegrías y congojas de humanos que, 60 años después, muy pocos dispondrán del cuerpo para recordarlas. Un par de niños alzan la vista a los cabezudos y botargas del desfile; gigantes sin sentido ni expresión que tal vez son confundidos con los adultos de su vida diaria (página 71). Del mazo de imágenes podemos entresacar otras. Una es la plaza abarrotada: sobre la arena los corredores que tenían rato de esperar el cohetón ven cómo entran los cabestros y los toros atrasando la tolvanera (páginas 99-100 y 101). Los hombres que dispersan el miedo se tropiezan entre sí; lo peculiar de la escena es que el sol, cercano a las 7:05, ilumina los tendidos que por la tarde quedarán en sombra. Esos que ahora están al fresco serían los asoleados de la tarde. Es el arco de Helios que con su luz pregona su imperio: todos recibirán sus rayos en Pamplona y todos pueden cubrirse de ellos, sin tener que abandonar su sitio; el planeta se encarga de acomodarlos. Es la generosidad de ambos cuerpos en su tránsito sideral. La otra imagen —también de la plaza colmada— nos presenta al sol acomodado ya casi en la mitad del redondel ¿las 8:00? (páginas 102-103). Aún más, el pueblo trasnochado (páginas 72-73), se divierte una vez enchiquerado el encierro y sacude los restos de la parranda con trapazos bravucones frente a los novillos embolados (página 104). Por ahí un imaginativo incita al torete con el paraguas abierto, mientras en otra foto un caído desesperado tiene el hocico del toro —que imaginamos vaporoso— en el bajo vientre, mientras abraza un cuerno (página 105). Son apenas ligeras escaramuzas que con otras mil finalmente despliegan la gran Guerre à la tristesse. Las fotografías descubren que Morath tiene más interés por la etnografía que por los aspectos artísticos de la tauromaquia. En esa feria se dio un hecho insólito: César Girón fue el protagonista de una tarde bipolar en la que a uno de sus toros le cortó el rabo y al otro lo dejó ir vivo. Aparecen dos fotografías triunfales del evento: César Girón pasea el rabo en momento cumbre (páginas 142-143); en otra, apenas arrastra los pies, desolado, junto a un cojín de testigo (segunda foto de la página 143). Aquella tarde tan contrastada le mereció a la austriaca Morath pocas fotos. En una cuarta

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imagen está el venezolano intercambiando gestos de pesadumbre con alguien en el callejón (Nisberg, página 139). El abanico de fotos no despliega el interés estético de la tauromaquia. No hay registros de lances vistosos en las demás fotografías que corresponderían a las corridas de la feria. La otra faceta de la obra la constituyen los luminosos párrafos de Aubier. Si las fotografías de Morath nos hacen recorrer desde las escenas del quehacer cotidiano de la compra de alimentos y bocadillos (lo que serían municiones de boca, según la jerga bélica), y luego participar en los desfiles y parrandas callejeras y nos dejan ver la desbandada emocionante para luego atestiguar el suspenso del sorteo de los toros hasta llegar a la arena y torearlos, el texto escrito por Aubier nos propone, de salida, una meditación sobre la geografía española y su peso en las criaturas que laboran en su superficie. Aubier fue una viajera planetaria y cuando arribó a Pamplona necesariamente la enfocó desde el determinismo geográfico. Para ella, la geografía hace la primera explicación. Así, en el párrafo inicial describe un verano español y las cicatrices que el trabajo deja sobre la superficie. Cuando cae la noche le asigna a España una tarea cósmica que ningún otro país europeo tiene. Leamos: Entra la noche y sus estrellas se desmoronan en la negrura del cielo. De pronto la tierra parece elevarse. Da la impresión que ese movimiento lento y solemne, afecta solo a la península: desde Cádiz a Santander, de Málaga a Barcelona, la tierra asciende y se adueña del espacio nocturno. Parecería que hay una preferencia por este país, sobre los otros países europeos; porque este es el designado para sostener la noche. Cada vez tengo la idea candorosa de que eso vino del centro del planeta y que es una misión de confianza, una confianza eterna. Como si la tierra supiera que con España no tiene qué temer, ni al abandono ni la ternura a medias, ni sufrir la más pequeña traición para favorecer otros elementos, de otros mundos. El privilegio de los españoles es beneficiarse cada tarde de este contacto con la substancia primitiva de la vida (…) El tiempo que pasa,

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la historia que cambia, las ideas que avanzan no les distraen de este apego de siempre (página 7).110

Luego descubre que España es tierra de ritos y que dentro del régimen imperante está recibiendo los adelantos de la ilusión tecnológica de la posguerra y no los asimila del todo. La virtud española consiste, por excelencia, en ayudar a reencontrar bajo las miles de necesidades de la civilización y sus ilusiones, la salud y el gozo orgulloso de vivir (página 8). Los aciagos días que transcurrían por entonces no impidieron la solidaridad social pamplonica, sino que la fortalecieron. Aun si estuvieran viviendo con mayor felicidad, ¿qué experiencia puede fortalecer la amistad más que compartir y superar el peligro de muerte? Sobrevivir esos dos minutos en compañía de ilustres desconocidos; así se aprietan los lazos de hermanos efímeros: no tienen tiempo de estudiar la realidad, se divierten desdeñando la racionalidad de los eventos compartidos. Se da tiempo también Aubier para considerar el motivo de las quejas y los reclamos de los antitaurinos. Ellos no incluyen la muerte del toro como un acto sagrado y necesario, como un acto ritual y místico. Lo sacro del sacrificio se arropa en el silencio de los aficionados al momento en que el torero toma vista del morrillo y se abalanza con el estoque al hoyo de las agujas. La plaza de toros es el templo donde se realiza muchas veces al día el acto sagrado por excelencia y por definición: la muerte del toro (página 17). Esta fue entonces, la reflexión de la fiesta como un acontecer de cultura. Aubier reconoce que la corrida es el corazón de la feria, aunque en los aportes literarios que hace privilegia más la Guerra a la tristeza fuera de la plaza que en las corridas de toros. Aubier y Morath nos meten entre la muchedumbre y así conocemos los grupos de gitanos, verdadero conglomerado cercano a un autismo étnico. 110 Las sutilezas propias de cualquier idioma no sobreviven al ser vertidas a otro. El autor de esta reseña, aunque se esforzó por dejar al menos atisbos del genio de Aubier, no se liberó de la fatal sentencia: el que traduce, traiciona; traduttore, traditore.

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Oímos a niños correteando que no parecen estar dentro de una guerra. La curiosa zona para apacentar caballos de quienes hacen la visita a la feria sobre sus pencos. La tómbola de la caridad, un evento de solidaridad de ricos y pobres con la repartición de objetos que a los afortunados les caen como oración al alma. Tantos niños y niñas que corretean entre el peligro llevados por el júbilo inconsciente de la guerra que tiene entristecidos a sus adultos. No hay otra salida que poner buena cara al mal tiempo. El recorrido guiado nos hizo asomarnos a la feria por los ojos de las autoras Aubier y Morath. Privilegio extremo de conocer una semana de vida metidos en dos artistas cuyo talento estuvo puesto al servicio de la tauromaquia. Quien haya estado en todas partes del mundo observando la variedad planetaria como lo ha hecho Aubier, capta la poca presencia femenina en la fiesta. La dificultad está en ser mujer: Un día Luis Miguel Dominguín me aseguró que no tenía mejor amigo que su médico. Yo le dije que apreciaba mucho la presencia de un médico en la arena y que me daba más espacio para acrecentar mi gusto por el espectáculo. Él me respondió con un desdén de intolerancia que era sensibilidad femenina. A lo que repliqué: —Pero las atenciones del médico serían para usted. ¿No encuentra usted esa precaución un poco femenina? Un importante cirujano venía expresamente de Madrid para ayudarlo si fuera necesario en esos pueblos remotos, privados de recursos sanitarios. Para él una mujer calificada solo llegaba a tener rango para aplicar apósitos. Él no admitía que con una mujer el torero sintiera la presencia fraternal de un médico. Mas era así como él la tomaba. Y nuestra conversación no fue algo más que un intercambio de vistas absolutamente distorsionadas por la diferencia de sexo (página 125). Los extranjeros en España y en Navarra, somos espectadores de ese drama complejo y sagrado, toda mi concepción de la vida, lo mágico, lo artístico, es lo que Pamplona se juega una vez al año (página 56).

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Percibe asimismo el artista colectivo que suelen ser los pueblos asiduos y entregados a la vida: Pamplona trabaja su fiesta como un poeta su poema (página 57).

Reconoce la fuerza estética de la ebullición de los feriantes colmando la plaza: El sol recobra el cráter de este volcán donde surgirá el fuego humano, el arte (página 109).

Ordóñez es diferente y merece el siguiente comentario: El mito de la tauromaquia no tiembla en su corazón, él es el mito. Es un monstruo sagrado. Todas las artes tienen sus esclavos y sus maestros. El artista ideal es a la vez esclavo y maestro (página 110).

Aubier encuentra que, así como los soldados tienen un espacio oficial en las graderías para ver la llegada de los toros todas las mañanas, también a las mujeres con niños se les asigna otro espacio oficial para que presencien la fiesta. Es que la mujer pertenece más a la naturaleza que al mundo terrestre. La madre es la inspiración de muchas imágenes puestas de siglo en siglo por la imaginación sabia de un pueblo viril (página 83).

Dentro del aposento donde vestían sus auxiliares a Pedrés, las francesas (así compartió su nacionalidad con Morath) le provocaron descontento, pero aparentemente superaban el mal augurio por ser solo mujeres. Su mozo de estoques le pasaba las medias rosas, sin saber que los siberianos cuando salen de caza también las llevan. Por las andanadas que Aubier dedica al tratamiento dado a las féminas dentro de la tauromaquia, pudiéramos justificar que al título oficial de Guerre à la tristesse, se le añadiese el subtítulo de Batailles à la misoginie. Dominique Aubier nació en 1923 en Cuers, Francia. Imposible acotar su copiosa obra literaria en estas líneas. Estudiosa de El Quijote de la Man-

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cha, que consideró un libro esotérico y ubicó al personaje con vínculos hebreos, le dedicó cuatro libros en los que aplicó una intrigante exégesis cabalística. Su círculo de interlocutores incluyó a Carlos Castaneda y don Juan Matus. También escribió Fiesta brava y Seville au fête. Murió en el año 2014, en Damville, Francia. La obra que aquí reseñamos fue vetada en la época de Franco; si la hay, no tuvimos acceso a la versión española. Inge Morath nació en 1923 en Graz, Austria. Tuvo una intensa y extensa carrera como fotógrafa internacional y recibió muchos premios como tal. También hizo cine. Estuvo casada con Arthur Miller y tuvieron hijos. En 1960 sus fotografías, algunas inéditas, fueron objeto de una exposición taurina en Pamplona. Fotografías suyas fueron incluidas en los carteles oficiales de la feria en 1960. Además, una calle pamplonica lleva su nombre. Falleció en el año 2002, en Nueva York, Estados Unidos.

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