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Capítulo 1. Antonio Velázquez y Eloy Cavazos

narraciones radiofónicas y televisivas y que nos regaló lo mejor de su crónica taurina con el nombre de José Alameda.

Fue Pepe Alameda, el de los poemas apasionantes, las frases justas, oportunas y exactas, el del relato elocuente de equilibrada música, cátedra de literatura taurina permanente y generosa.

Frente a mí y debajo de mí, a mis pies, el México viejo y maltrecho con sus restos de afrancesamiento, negados a sucumbir ante la avalancha del modernismo. Se descubre en el ocre de sus paredes los días que fueron de don Porfirio Díaz. Allí está desnuda la ciudad de los viejos cafés, barras de cantina, con sus pisos tapizados de conchas de cacahuetes y servicios de fonda, llenos de los aromas que saltan de las ollas donde se cuecen los hirvientes caldos, buenos para las crudas. La ciudad en la que todavía se escuchan los organilleros que con vueltas del cilindro lanzan por los aires las canciones de Guty Cárdenas y de Agustín Lara. México es una canción. La ciudad es musical, capaz de confundir la pena y la rabia, con la alegría, la ilusión y la esperanza.

Tenía frente a mí al México de mi abecedario amarillento, el de las páginas de La Lidia y de La Fiesta, en las lecciones taurinas en los reportajes del doctor Carlos Cuesta, abuelo de mi querido amigo Jorge Cuesta. Aquel Cuesta revistero, hermano del otro Jorge Cuesta, el poeta maldito. Cobraban vida y alma en mi deambular sin rumbo ni norte por fondas y cantinas las ilustraciones de Manuel Reynoso. El hecho de residir en la parte vieja de la ciudad permitía desplazarme con ventaja. A tiro de piedra estaba el Café Tupinamba, en la Calle de Bolívar, sitio de reunión de la baja torería, aquella de los maletillas, picadores y banderilleros, mozos de espadas y aspirantes a novilleros muy diferente a la oligarquía que cantaban los pasodobles y pintaban los pinceles de Ruano y de Flores.

Frente al viejo Café de la calle de Bolívar recuerdo una fábrica de petacas y al costado de su puerta un letrero que decía “aquí hacemos petacas, al frente se hacen maletas”. Cada mañana me aguardaba Guadalupe en el Tupinamba. Él era el mozo de espadas de Antonio Velásquez. Nos reuníamos en el frontón en la casa del doctor Hoyo Montes. Guadalupe había sido mozo de espadas del maestro Carlos Arruza, y acompañaba al Ciclón la noche del fatídico accidente en la carretera México-Toluca, cuando el gran torero perdió la vida al estrellar su camioneta contra otro coche, que venía en ruta contraria.

En la casa del doctor Hoyo Montes, que fue en una época médico de plaza y muy amigo de los toreros, entrenaban algunos matadores. Iban a diario Antonio Toscano, casado con una hermana de Manolito González y Luis Castro “El Soldado”, legendario torero de Mixcoac. El frontón y los baños de vapor también eran frecuentados por el aficionado Jesús Arroyo, famoso por las barbacoas de su restaurante y con quien me uniría una fraterna amistad con el paso de los años. Me reunía con Antonio Velásquez y con su hijo Rafael, que se iniciaba de novillero.

Era octubre, último tercio del año 1969 Por esas fechas José Luis, otro hijo de Antonio y hermano mayor de Rafael, hacía campaña por ruedos venezolanos. “Joséluis”, así se anunciaba. Actuó con éxito en Caracas y en Maracaibo. Junto a nosotros echaba su partidita de frontón el novillero venezolano Pepe Benavides, apoderado por “El Güero Pollero”. Aficionado muy amigo de los toreros, que frecuentaban el frontón del doctor Hoyo Montes.

Carlos Málaga, “El Sol”, matador de toros venezolano fue mi guía aquellos primeros días en Ciudad de México. Con “El Sol” contacté al gran fotógrafo Carlitos González, para hacer un reportaje fílmico en la ganadería de los Hermanos Moreno Reyes, propiedad del mundialmente famoso Mario Moreno “Cantinflas”. Se había decidido una mañana, en Caracas. Trabajábamos en un proyecto para el Centro Simón Bolívar, Carlos Eduardo Misle “Caremis”, Pedro Calimán “El Canciller de Hierro” de “La Corototeca”, archivo, museo, muestrario, testimonio, reunión de objetos, documentos, fotos, cosas, colección de “corotos”, como llaman los caraqueños a los objetos que han caducado su utilidad, y que acumuló el periodista Misle desde los años de su infancia, convirtiéndose en una memoria no oficial de lo caraqueño y lo venezolano, la historia menuda de las cosas perdidas en lo cotidiano.

Importante archivo que aún existe gracias al esfuerzo de “Caremis”, un periodista caraqueño singular, que casi desde la cuna ha dedicado la vida a la búsqueda de las raíces del pueblo caraqueño, con apasionada dedicación y el propósito de preservarlas, cuidarlas y hacerlas comprensibles al aluvión que aglutina y forma las nuevas generaciones de caraqueños.

Es Carlos Eduardo uno de los pocos caraqueños preocupados en guardar los documentos de identidad de la ciudad. Sabe que poco a poco, como si se tratara de un arroyo imperceptible, la identidad nacional se nos escapa entre los dedos. Pedro Calimán fue uno de esos extrañísimos

personajes que escapó de la fantasía de los libros de Emilio Salgari, y se escondió en el desorden de la “Corototeca”. Él era un coroto más, el más valioso, vivo y animado en el desordenado desorden del archivo memoria. Innegable su origen hindú, aspecto de asceta pakistaní, la piel olivácea era un pellejo pegado a sus huesos. Larguísima nariz y desdentada boca, fumador empedernido, conversador incontrolable, su manzana de Adán subía por el camino de su flaco cuello, como si de un termómetro se tratara, indicando con el mercurio de la nuez el calor de su permanente estado de enojo que contrastaba con el pozo de bondad que tenía por corazón.

Calimán vivió enamorado de la tapa de un disco larga duración que tenía una foto de Raquelita Castaño, y perfumaba su vida con Flores de Galipán, música cañonera, pasodoble que bailaban los muchachos en los templetes de Carnaval y al son del que se gastaron muchas suelas de zapatos, cuando los cañoneros amenizaban los bailes callejeros de la ciudad. El Canciller de Hierro, guardián infranqueable de la “Corototeca”, se quejaba de la poca atención que el venezolano le daba a sus valores.

–Fíjate –repetía constantemente–, lo que significan los artistas para los mexicanos. Hay que ver lo que es María Félix, María Bonita, María del alma, una mujer que además de su belleza y personalidad goza del fervor incondicional de un pueblo, que la venera como diosa. Al referirse Calimán a María Félix, “Caremis” recordó que la empresa de la Monumental de Valencia, administrada por Manuel Martínez Flamerique “Chopera” y su socio en Venezuela, Sebastián González Regalado, había contratado una corrida de Mario Moreno “Cantinflas” para la Feria de la Naranja, en noviembre de 1969.

– ¿No te gustaría hacer un reportaje desde México, con el propio Mario Moreno “Cantinflas” embarcando la corrida en su ganadería? Fuimos a ver a Sebastián González-Regalado en sus oficinas de la Calle Negrín, en Sabana Grande. A Sebastián no le cayó muy bien la proposición de “Caremis”, que yo fuera a México para hacer un reportaje de Cantinflas ganadero. Sabía, por experiencia, que estas cosas de traer las corridas de toros del extranjero había que hacerlas sin mucho ruido evitando lo imprevisto, los imponderables, inoportuna difusión y, en especial, el testimonio de los periodistas. Además, Sebastián no me conocía, ignoraba cuál era mi verdadero propósito al viajar en el avión en el que irían los toros. Sin embargo no me cerró las puertas, como hubiera aconsejado la prudencia. Más bien indicó la fecha aproximada

del apartado de los toros en el campo y me dijo que aún no sabía cómo ni cuándo los embarcaría, porque además de la corrida de Moreno Reyes había otros encierros que se iban a lidiar en la feria valenciana.

Salí un poco desorientado de la entrevista, ya que no se concretó nada del viaje, aunque seguía decidido a ir a México. No era cualquier cosa tener oportunidad para entrevistar a Mario Moreno “Cantinflas”, como ganadero de reses bravas.

Sin otro contacto que el teléfono de Antonio Velásquez y las señas de Rafael Báez, marché a México en un vuelo de Viasa. Ochocientos treinta y dos bolívares, ida y vuelta. En el Aeropuerto Internacional “Benito Juárez” de la gran ciudad, me esperaba Carlos Málaga “El Sol”, convaleciente de una fractura en el brazo derecho. Esa misma tarde luego de comernos unos tacos muy picosos a la vera de un costado de la Monumental, cuyo fuego apagamos con unas cervezas, fuimos en compañía de Rafael Velásquez, hijo menor de Antonio, a la Plaza México.

La novillada tenía como base del cartel a Alfredo Acosta, hasta ese día el triunfador de la temporada organizada por la empresa del doctor Alfonso Gaona y el más destacado de los novilleros aquel año de 1969. Me impresionó el colosal coso. Ver la plaza, sentirla, escucharla fue una impresión inolvidable. Ese día inicié mi romance con la mole de concreto, con ese hueco ruidoso que es el “Embudo de Insurgentes”, la plaza más grande del mundo, que me dio un extraño aliento y se hizo mi gran amiga desde el primer momento. Amigos seríamos, porque en sus entrañas, recreándome con su historia, comprendería mucho el laberinto de la fiesta de los toros. Por la noche, ya en casa de Antonio Velásquez, en Mariano Escobedo, acordé con el fotógrafo Carlos González ir a La Purísima, el rancho que Cantinflas poseía cerca de Toluca en el Estado de México; antes había que contactar a Mario Moreno, porque sin su autorización nada haríamos.

Mientras localizábamos a Cantinflas, viví un poco ese mundo desconocido que es México taurino. Sellado en la pasión por Manuel Benítez, “El Cordobés”, era el México que vivía la fulgurante etapa del cordobesismo como eje sobre el que se movía la temporada en el inmenso país. Todo giraba alrededor del monstruo de las taquillas, y la mayoría de los espadas se ponían a la orden de las apetencias y exigencias de Benítez. Toros, fechas, plazas, todo era organizado por

DEMSA, la gran empresa que regentaba Ángel Vázquez, un cubano, muy aficionado al béisbol, que más tarde en su vida ocuparía un puesto muy importante en la organización del equipo de las grandes ligas Marlins de Florida.

Antonio Velásquez insistía con acalorados argumentos que el cubano había despersonalizado la fiesta de los toros, poniendo al servicio de la gran empresa a los espadas profesionales, como si se tratara de funcionarios públicos.

“No puede ser”, se quejaba Velásquez, “no sabes cuándo ni dónde ni con quien toreas; por protestarlo es que estoy vetado. He manifestado mi disgusto por considerar la situación absurda. Siento lástima por los compañeros que aceptan estas condiciones, ya que serán ellos los que acabarán con la fiesta de los toros en México. Por lo menos con la jerarquía que deben tener los matadores de toros”. “Lamentablemente muchos compañeros, continuaba Antonio, son incondicionales de Ángel Vázquez. Hace mucho que no toreo. DEMSA me ha vetado. Quisiera hacer una campaña de despedida de los ruedos. Ese fue el principal motivo por el que acepté torear el festival en Caracas, para buscar respiro por otras latitudes y retirarme de los ruedos con dignidad, no quitado por un empresario de béisbol. Se refería Velásquez al festival taurino que toreó en el Nuevo Circo de Caracas, el mismo día que llegó el hombre a la luna”. En su natal León Guanajuato donde se apuesta la vida y se respeta al que gana y allá en León Guanajuato donde la vida no vale nada, Velásquez se inició como becerrista, cuando apenas contaba trece años de edad. Contribuía al escaso patrimonio de la familia con el dinero que ganaba en sus labores de aprendiz de talabartero y ayudante de zapatero. León, tierra famosa por la elaboración del calzado.

Pocas oportunidades tuvo como becerrista, cambió el rumbo y se hizo, junto a Pascual Navarro “Pascualet”, subalterno en las cuadrillas de los hermanos Núñez, toreros y novilleros de poca monta, hasta llegar a la cuadrilla de Luis Castro “El Soldado”, figura del toreo mexicano que hizo de Madrid su trinchera, cuando llenó de increíbles anécdotas la historia del toreo mexicano junto a su más enconado rival, Lorenzo Garza. Era el final de la temporada de 1941, y aunque era uno de los mejores prospectos de la torería subalterna, que daba mucha categoría, siempre sentía las ganas de ser el jefe de la cuadrilla.

–Así que un día –me contaba Velásquez–, después de una comida, reunidos con “El Soldado” en una fonda los miembros de su cuadrilla le dije de plano que me iba, que quería ser novillero. Luis no lo entendió y me llenó de improperios. Recordó que de malagradecidos está lleno el mundo y que yo ya vería lo infeliz que iba a ser. Me echó del comedor. No comprendía, no quiso entender mi ambición. Todo lo que yo quería era ser matador de toros, o por lo menos intentarlo. No fue fácil mi breve carrera de novillero. José Pérez Gómez “Niti”, un banderillero, que había sido miembro de la cuadrilla de Juan Belmonte se encargó de mi representación en la brevísima campaña que apenas llegó a ocho novilladas. Tenía ambición por llegar a ser alguien en la fiesta, aunque la verdad más cruda era que en mi casa faltaba todo; y, de novillero en vez de agregar, le quitaba al plato en vez de agregarle. No lo medité mucho, le dije a mi apoderado que me buscara la alternativa. Lo que se atraviesa es un cartelazo en el viejo “El Toreo” de La Condesa, la plaza donde murió Alberto Balderas, ídolo de multitudes e inspiración para muchos toreros mexicanos. En el cartel de mi alternativa dos colosos mexicanos, Fermín Espinosa “Armillita Chico” y Silverio Pérez y la presentación de Pastejé como ganadería de cartel.

Antonio Algara, aficionado de atrevidas ideas, osado empresario y hombre de holgada situación económica, trajo en 1939 cinco sementales andaluces de las dehesas de doña Carmen de Federico. La idea de importar toros de Murube, fue para que padrearan en la ganadería de don Eduardo Iturbide, descendiente del general Iturbide, un terrateniente, estadista y militar realista michoacano, que combatió contra los Insurgentes y defendió la causa de la Corona de España. Fue don Agustín de Iturbide ardoroso opositor a la Constitución de 1812. Combatió como Jefe de las Fuerzas Armadas de la Monarquía; aunque más tarde fue uno de los firmantes del famoso Plan de Iguala, donde se proclamó la Independencia de México.

En el Plan de Iguala el Estado mantenía nexos profundos con la Iglesia, y con la Casa Real de los borbones. La filiación monárquica del General Iturbide, confesa in extremis, le hicieron aspirar a una corona mexicana, a la que ascendió en 1822, tras la insurrección de Celaya. Se consagró como Agustín I. Al año de su imperio, fue obligado a abdicar por la fuerza de una conspiración que dirigió el general Antonio López de Santa Anna. Iturbide fue expulsado a Europa, regresó a México para continuar la lucha, y fue hecho preso y fusilado por traición a la patria en 1824 por orden del Congreso Constitucionalista. El general Iturbide era ascendiente directo del ganadero de Pastejé, quien en más de una

ocasión manifestó su filiación monárquica y su nada velado deseo de poder llegar a ser Rey de México.

Los nombres de aquellos cinco magníficos ejemplares importados de España por Toño Algara para don Eduardo fueron: “Barquillero”, “Tanganito”, “Observador”, “Holgazán” y “Perfumado”. “Tanganito” fue el padre de los célebres “Tanguito” y “Clarinero”, los dos toros más famosos de Pastejé.

Para desgracia de Antonio Velásquez, la corrida salió brava. “Clarinero”, un toro de bandera, le correspondió a Armillita y le cortó una oreja; Silverio enloqueció a la multitud con el bondadoso “Tanguito”. Dicen que fue la mejor tarde de Fermín Espinosa en “El Toreo”; y la faena de Silverio, la más aclamada de todas las realizadas ante el público de México que le amó con fervor y locura.

“Andaluz”, fue un toro bravísimo, para desgracia de Antonio Velásquez. Uno de esos toros que conceden pocas oportunidades para el lucimiento en manos de los bisoños. Auténtica fiera. El escándalo de Silverio fue grande, tanto que en El Taquito, restaurante muy taurino propiedad de los hermanos Guillén en el popular barrio de El Carmen, terminó la gente echando por la ventana los platos y bandejas de la vajilla. Agustín Lara se inspiró en la gran labor del Compadre y compuso su famoso pasodoble Silverio. “Tanguito” fue indultado, y algunos de sus hijos vinieron a Venezuela y hasta padrearon en la ganadería de Guayabita, cuando la vacada que fundaron los hermanos Gómez Núñez en Turmero, estado Aragua.

Como verán, Antonio Velásquez quedó convertido en lo que él mismo llamaba “un sandwich” en medio de la apoteosis taurina de Armillita, el más completo de los toreros mexicanos, y de Silverio, el más querido. Era como decir debut y despedida.

Prácticamente la carrera de Antonio Velásquez había concluido. Ninguna oportunidad se le presentaba y decidió marcharse a Suramérica. Toreó en Colombia y se fue luego a Ecuador. En Quito era tal su desesperación, que vendió los avíos, y un día que tuvo una oportunidad se vistió de banderillero para poder comer. Sin haber logrado ni resuelto nada, volvió a México. Una que otra tarde actuaba en plazas de pueblos, levantadas en las tierras del sur mexicano. Hasta que...

–Como todos los días me fui temprano por la mañana a entrenar –así inició Velásquez la narración de aquel capítulo trascendental de su vida. –Mi compañero de entrenamiento era Arturo Álvarez “El Vizcaíno”. Arturo era algo bizquillo, y por eso le dimos tal apodo, no porque fuera de Vizcaya. Entrenábamos en la plaza de “El Toreo”, y aquel día anunciaban La Corrida de la Oreja de Oro, con Joaquín Rodríguez Cagancho, Antonio Bienvenida, Pepe Luis Vázquez, David Liceaga, Luis Castro “El Soldado” y Luis Procuna... Don Joaquín Guerra, que era el empresario de “El Toreo”, se enteró de un percance sufrido por David Liceaga, el mismo día de la Corrida del Estoque de Oro y por no tener a la mano un torero para sustituir a Liceaga, salió de su oficina hacia la plaza, a buscar un sustituto para Liceaga, “donde le habían dicho que había unos toreros entrenando.” Don Joaquín nos dijo a El Vizcaíno y a mí que había un puesto en el cartel de la Corrida de la Oreja de Oro, que se celebraría ese mismo día, y que si queríamos nos echáramos un volado para ver quién tenía la suerte de coger la sustitución. Echó la moneda al aire. La moneda, en su misión de marcar el destino, pegó de una viga de hierro que sostenía el tendido y cayó frente a mí. Cayó Águila. Estaba en el cartel...

Cagancho pegó un mitin. “El Soldado” estuvo dominador. Pepe Luis Vázquez desastroso y Bienvenida desaprovechó el mejor toro de la noche. Procuna cumplió. Me tocó un toro de Torreón de Cañas, de nombre “Cortesano”. Sabía que esa noche, junto a esas figuras, me lo jugaba todo. Mentiría si narro los hechos de aquella faena. Sentí que algo superior a mis fuerzas se metió muy dentro de mi pecho. Algo que me elevaba en un maravilloso éxtasis. Todo lo que hacía, salía bien. La gente estaba loca conmigo. Luego de matar de una estocada, me subieron al tendido y me pasearon de un lado al otro. De la barrera a sol, a sombra, por todo el graderío, hasta muy tarde en la noche.

En casa me esperaba mi esposa, Rosario de la Osa. Vivíamos en un departamentito, muy chico, alquilado. Un corralito que teníamos para Antonio, mi hijo mayor, ocupaba casi todo el espacio del departamento. Fui con el periodista Cutberto Pérez, de Ovaciones, a darle la buena nueva a mi mujer y al llegar le entregué a Toñito el rabo que había cortado en la plaza, para que jugara con él.

Cutberto me recriminó, me preguntó que cómo le entregaba tan

preciado trofeo a un niño para jugar, que si no tenía algún significado ese premio. “Mire don Cutberto, si no soy capaz de cortar otro rabo como éste, mejor me quito de torero”. Ese trofeo tenía que ser sólo una anécdota en mi vida. Otros logros más importantes tenían que venir, y vinieron; pero, la verdad es que ese rabo de la Oreja de Oro al toro “Cortesano”, de Torreón de Cañas, fue inolvidable en mi vida.

Velásquez aseguraba que le había cambiado totalmente su existencia, la razón de su vida, sus relaciones con la humanidad.

–Me hizo figura del toreo aquella noche del 28 de febrero de 1945. Todo un compendio de aprendizaje entre el 31 de enero de 1943, la tarde de mi alternativa con Andaluz de Pastejé, y la noche del 28 de febrero de 1945, la de mi éxito con “Cortesano”. La mañana del miércoles 15 de octubre de 1969, muy temprano, Guadalupe y Rafael Velásquez fueron por mí en el coche Datsun de Antonio. Compartimos el desayuno en la cafetería La Blanca, en la calle de Cinco de Mayo, frente al Hotel Gillow, donde sirven unos tazones grandísimos de café y se podía usted comer todo el pan dulce que le apeteciera por un precio muy módico. En México el pan dulce es muy popular y su variedad es muy extensa, casi infinita. Junto al tazón de café con leche una bandeja inmensa con cuernitos, conchas, chilindrinas, la sabrosa gama de panes para mojar en el café.

Después del desayuno, y antes de ir al frontón en casa del doctor Hoyo Montes, Antonio Velásquez me propuso ir al Tepeyac, que es el sitio en donde está la Basílica de la Virgen de Guadalupe. Me gustó la idea y nos fuimos. Allí se guarda, en un altar, el manto en el que está impresa la imagen de la Virgen Morena. La tilma del indio Juan Diego, cuando se le apareció la Virgen María y lo llenó de flores silvestres. Juan Diego descargó los pétalos de la tela y apareció la Guadalupe en el paño del indio. Velásquez me dijo que no me acompañaría a ver la imagen de la Guadalupe, dentro de la Basílica, porque ella, la Virgen Morena, “no ha sido buena conmigo”. Me relataba Antonio, camino al frontón del doctor Hoyo Montes, que cuando la horrible cornada del toro “Escultor” de Zacatepec, le había pedido mucho a la Guadalupe. –Fíjate –me decía–, igual sucedía cada vez que le pedía antes de una corrida. Siempre venía la cornada. No tengo nada contra ella, pero ella parece que sí tiene algo en contra mía.

Al llegar al frontón encontramos a Chucho Arroyo, quien ha sido aficionado práctico, apoderado de toreros y empresario. Chucho, en sus días de aficionado práctico, se iba a los pueblos, toreaba en plazas donde no había enfermerías y lidiaba toros cuajados y en puntas. Estaba en perfectas condiciones físicas, tal y como si fuera un profesional, porque lo que más le gustaba en la vida era torear. Torero, valiente y decidido.

Chucho Arroyo es propietario a las afueras de Ciudad de México de un gran restaurante. Se especializa en comida mexicana. En la barbacoa de carnero, perniles de carnero, elaborados de una manera muy especial, envueltos en hojas de maguey y cocinados bajo tierra. Se les extrae un rico caldo, muy reconfortante. La carne de la pierna del carnero queda muy suave, con un sabor estupendo. Además se disfrutaba de un espectáculo musical muy mexicano que presentaba Chema, un norteño, fanático del club de fútbol América, el equipo más popular de México. El Restaurante Arroyo, así se llama, cuenta con muchos locales, casi todos taurinos, que alquilaba para ocasiones especiales. En este restaurante se citaban personalidades de la fiesta, de la política y de la farándula, y es un lugar de obligada visita para cualquier personalidad que vaya a la Ciudad de los Palacios. También estaba en el frontón de Hoyo Montes, raqueta en mano, el matador Antonio Toscano, quien actuó en Caracas, en el Nuevo Circo, con bastante éxito. Toscano se casó en Sevilla con una hermana de Manolito González y, sin llegar a ser figura del toreo, fue un profesional de gran calidad que mereció un lugar más destacado en la historia de la fiesta. Al momento de llegar nosotros al frontón, llegó el novillero venezolano Pepe Benavides en compañía de su apoderado. “El Güero Pollero”. Pepe hacía dura campaña por tierras de México. Se había presentado en la Monumental y mucho se comentaban sus alardes valerosos. Benavides llegó a actuar como fakir en la provincia mexicana, para poder ganarse el sustento, y veía el cielo abierto con la ayuda decidida de El Pollero, un señor que criaba pollos en cantidades industriales y que tenía mucho dinero.

Luis Castro “El Soldado” llegó a los pocos minutos. Venía a jugar, pero naipes. El legendario maestro no estaba para los agites de la cancha. Gracioso, mal hablado, leyenda viviente que se ganó un puesto en la historia grande de la fiesta porque de novillero, en franca rivalidad con Lorenzo Garza, llenó de gloria la vieja Plaza de la Carretera de Aragón de Madrid cuando los dos novilleros mexicanos se hicieron los amos y los consentidos de la afición de la capital de España. Garza y “El

Soldado” cortaron rabos en Madrid y fueron figuras antes de la Guerra Civil Española. En México pertenecieron a la añorada Edad de Oro y en Venezuela brindaron tardes de triunfos resonantes. Pero sobre todas las epopeyas escritas por Luis Castro, estaba su personalidad.

Había conocido al maestro en Caracas, cuando conocí a Velásquez y a Teófilo Gómez, que habían ido a Venezuela a torear un festival que organizó Pablo Ruiz Lambas en el Nuevo Circo. Aquella tarde que se realizó el festival en Caracas fue el día que llegó el hombre a la luna. La hazaña espacial se transmitió por televisión y tuvo récord de sintonía. La ruina fue para los organizadores del festival. También actuaron Pepe Luis Vázquez, mexicano, y el buen aficionado práctico Raúl Izquierdo. Raúl ha sido, desde entonces, un amigo entrañable al que me une una relación de compadrazgo.

Con el grupo de “El Soldado”, Toscano, El Güero Pollero, Benavides, Antonio y Rafael Velázquez transcurrió la mañana en el frontón. Al comenzar la tarde fuimos a casa de Antonio en Mariano Escobedo. Prepararía el propio maestro una pierna de venado, e invitaría a la reunión, además de los que estábamos presentes, al crítico taurino del diario Ovaciones, Cutberto Pérez.

Antes de ir a casa de Velásquez, visitamos el diario Esto, donde trabaja Francisco Lazo. A Pancho le conocí aquella tarde. Me pareció muy abierto a la plática, enteradísimo de la política taurina, y con ideas muy claras de qué quería, desde la tribuna que manejaba. Fue muy generoso con su tiempo y conversamos largamente de la situación taurina venezolana. No olvidaré jamás que insistía mucho en que Venezuela debía hacer su propia afición, pero en base a sus toros y a sus toreros. –Mientras Venezuela dependa –decía con marcado énfasis–, de las empresas españolas y de los toreros españoles, no tendrá sostén seguro el espectáculo taurino en aquella tierra. Sé que es difícil en un país que no tiene ganaderías, ni escuelas taurinas y que apenas ahora comienza a tener temporada de novilladas, hacer toreros. Pero si no los forma no tendrá la pasión de los tendidos que respalden a la fiesta. Al paso de los años, las palabras de Pancho Lazo, muy criticado por sus posiciones de nacionalismo extremo, cobran más fuerza. En Venezuela tenemos muchas ganaderías ahora, pero en 1969 apenas había dos o tres que no podían dar la cara ni en novilladas. Todo el ganado para las corridas de toros se importaba, principalmente de México, y para las novilladas de Colombia. Gregorio Quijano presentaba en Caracas

una gran temporada y de ella se vislumbraban toreros de calidad que podrían relevar a los que funcionaban en aquella época. Hoy día, con más ganadería no se dan novilladas y las empresas dependen del atractivo que pueda tener la torería española, porque a pesar de que contamos con buenos toreros, que sólo necesitan oportunidades más seguidas con el fin de adquirir oficio ante los difíciles toros nacionales, las empresas continúan dependiendo de la voluntad de la torería española.

Con Cutberto Pérez y Carlos Málaga “El Sol” nos reunimos en casa de Velásquez la tarde del miércoles 15 de octubre de 1969. Estuvo también “El Güero Pollero”; “El Soldado” había quedado en ir más tarde. Los otros matadores tenían diversos compromisos. Nos reunimos con doña Rosario de la Osa, la esposa de Velásquez, de nacionalidad cubana. Con ella su madre, la suegra del matador, también cubana. Comimos la pierna de venado y la charla de sobremesa fue muy animada. Antonio se comunicó con Rafael Rodríguez y le propuso al “Volcán de Aguascalientes” hacer algunos tentaderos en los que participarían sus hijos.

–Vamos Víctor –me dijo–, verás qué agradable es Rafael. Podríamos ir a cazar venados; y a pescar...

Nos invitó a que subiéramos a la terraza, donde tenía un pequeño taller para fabricar piezas, anzuelos, reparar armas de fuego, recargar cartuchos…

–Aquí paso buena parte del tiempo ocioso –narraba Velásquez, mientras mostraba un pequeño torno y una caja de herramientas. Nos describió cómo había mejorado la recámara de algunos rifles, y sus ideas para elaborar sus propios anzuelos y cañas de pescar. –Es que si no toreo me muero, y como DEMSA me ha vetado por la política de Ángel Vázquez, en la que pretende tenernos a todos como si fuéramos funcionarios, los nervios me están matando. La caza, la pesca, el arreglar mis cosas acá en la casa, ir al frontón, es lo que me ha distraído.

Velásquez le contaba a Carlos Málaga lo duro que fueron sus inicios, porque “El Sol”, con el brazo derecho escayolado, se quejaba de su mala suerte.

–Fíjese matador –comencé desde muy abajo. El día de la alternativa me borraron, y sin embargo soy un hombre rico. Todo me lo ha dado el toro.

Diciendo esto, Velásquez se separó en compañía de Carlos Málaga “El Sol”, al que tomó del brazo, hacia el borde de la cornisa de la terraza. Era la intención de Antonio mostrarle a “El Sol” sus propiedades, todo lo que tenía, las cosas materiales que le había dado el toro.

...No sé cómo, pero pisó en falso y cayó al vacío. Cayó a una altura no mayor de seis metros, con tan mala fortuna que la bota del pantalón se le enganchó a la parte superior de una letra de un anuncio de un restaurante que estaba en la primera planta de la casa. “Sherezade”, era el nombre del negocio, ubicado en la calle de Mariano Escobedo. Antonio Velásquez se mató en el acto. El frontal se le destrozó al golpear con la acera. Carlos Málaga “El Sol”, aterrorizado, corrió hacia donde estábamos “El Güero Pollero” y yo, que éramos los únicos que quedábamos de la reunión, gritaba como loco

– ¡Se cayó el matador, se cayó!...

No entendíamos al principio; pero, al darnos cuenta de lo ocurrido, corrimos escaleras abajo hacia la casa y luego a la calle. Creíamos que la alarma de Carlos se debía a que Antonio tendría algún hueso roto. Un brazo o una pierna fracturados, pero nunca pensamos que había muerto.

El Panteón Francés de la Ciudad de México guarda los restos mortales de este valiente, a quien le apodaron “El león de León” por su arrojo sin par. México le lloró sin consuelo, y así lo demostró en titulares de prensa y en el interminable desfile de figuras, prohombres de la política y de las finanzas, artistas, que no dejaron de hacer guardia y custodia de día y de noche frente al féretro que contenía el cuerpo cosido a cornadas del gran torero.

Tuve que ir a declarar a la policía. Era lógico, el accidente había ocurrido con pocos testigos. Nunca estaré suficientemente agradecido a Chucho Arroyo, quien intervino con gran diligencia en las averiguaciones que hizo la policía mexicana y dio fe de que me conocía con amplitud. Arroyo siempre ha sido una persona de grandes relaciones e influencias en México y su posición de gran jerarquía nunca le ha impedido tener un gran corazón, abierto para la amistad, generoso y amplio con todos. Chucho fue uno de los mejores amigos de Velásquez.

Hoy en su mundialmente famoso restaurante recuerda al leonés al nombrar la plaza de toros del Restaurante Arroyo, “Antonio Velásquez”. Esta plaza ha sido cuna de grandes toreros mexicanos. Allí se celebran

corridas de toros, novilladas y festivales. He tenido el honor de participar en algunos festivales, como aficionado práctico, de gratos recuerdos. En la plaza de Arroyo se realiza una actividad muy positiva, que sólo tiene el propósito de propagar la fiesta de los toros y rendirle un homenaje permanente al gran torero guanajuatense que en vida fuera entrañable amigo de Chucho. En la actualidad, su hijo Pepe Arroyo organiza temporadas de novilladas, transmitidas por el sistema de Cablevisión, a la Ciudad de México. El restaurante Arroyo siempre está en efervescente actividad en pro de la fiesta de los toros. Nunca olvidaré el detalle de Chucho, como tampoco tendré cómo pagarle el afán de sus diligencias en aquella horrorosa noche de la muerte de Antonio Velásquez. Horrible porque los que conocíamos a Antonio llegamos a creer que era inmortal. Un hombre que tenía 29 cornadas en el cuerpo y al que los santos óleos le eran tan familiares, como las plegarias de su mujer. Era como si hubiera nacido para nunca morirse...

Y fíjese usted por dónde viene la muerte, por el camino más absurdo de un accidente estúpido en el que jamás se vislumbró el peligro. La Funeraria Eusebio Gayoso se convirtió en un hervidero de personajes famosos; y, debo ser sincero, me impresioné mucho. Daba mis primeros pasos en el periodismo. La experiencia que tenía hasta esa fecha era la de hacer guardias en una redacción deportiva, en el diario El Nacional, las veces que le hice las vacaciones a “Caremis”, con la decidida ayuda de Abelardo Raidi, Pepe Polo y de Heberto Castro Pimentel... No sabía qué hacer. Cómo enviar los despachos a Caracas. No existía el fax ni tenía acceso a los télex internacionales. Sin embargo me decidí, y en una maquinita de escribir portátil, que me había regalado mi padre, la que aún conservo y que en muchas oportunidades ha sido compañera de aventuras noticiosas, escribí varios reportajes y los envié por Viasa desde el Aeropuerto Internacional de México. La colaboración de las aeromozas fue decisiva, lo mismo que la de los pilotos y sobrecargos.

Manuel Benítez “El Cordobés” hizo acto de presencia en la funeraria Gayoso en compañía de Paco Ruiz. Ángela Hernández, la torera, nos presentó. Manolo vivía los días estelares de su carrera. Era en México una especie de dios al que la afición idolatraba. Más interesaban las noticias que producía que lo que ocurría en la política.

Por esos días se destapó “el tapado”. Quiere esto decir que el PRI (Partido Revolucionario Institucional), con las riendas del poder desde la culminación del capítulo bélico de la Revolución Mexicana, había anunciado, de manera oficial, quién sería su candidato para el próximo

sexenio. En pocas palabras, había dicho quién iba a ser el próximo Presidente de los Estados Unidos Mexicanos. La noticia fue que sería el licenciado Luis Echeverría, quien sustituiría al licenciado Gustavo Díaz Ordaz. Díaz Ordaz estuvo en la funeraria para darle el pésame a la familia de Velásquez. “El Muelón” o “El Dientón”, como los mexicanos le decían a su presidente, había perdido mucha de su popularidad a raíz de los lamentables y trascendentales sucesos de 1968, cuando las Fuerzas Armadas de México reprimieron las protestas estudiantiles, matando a muchos universitarios y proletarios en la Plaza de Tlatelolco; y porque el Presidente de la República vivía un ruidoso affaire con Irma Serrano “La tigresa”, una vedette pintarrajeada en exceso, de pestañas postizas grandísimas, descotes descomunales, cirugías estéticas que le daban perfil de quirófano a sus facciones y que a diario aparecía en las páginas de los diarios más escandalosos, en actitudes provocativas, diciendo cosas con mucho desenfado, que caían muy mal a los más tradicionalistas y contrastaban con la figura del Presidente de la República, con pinta de chupatintas, poco agraciado y mucha boca para desplegar su horrible dentadura.

Claro que sí, fue muy notoria y ruidosa la llegada del Presidente Díaz Ordaz a la Funeraria Eusebio Gayoso; pero el barullo a su alrededor, con todo y el culto a la personalidad, que existe en México, no se comparó al alboroto que despertó la visita de Manuel Benítez, y mucho menos a la de Lorenzo Garza. El maestro de Monterrey fue rigurosamente vestido de negro. Camisa blanca, muy almidonada. Cerrado el cuello, sin corbata. De la mano derecha, tomado con la punta de los dedos índice, medio y pulgar, un sombrero que, si no era de ala ancha, lo parecía. Botas de caña baja y su andar como si se partiera plaza. Cabellera blanca y un puro entre los apretados labios de una boca que no se sabía si sonreía o burlaba...

Por ojos dos ojales, escrutadores, a su paso, de los rostros asombrados, admirados, que le admiraban... Andrés Blando, Luis Briones, todos estaban allí para decirle adiós a Toño Velásquez, antes que la tierra mexicana cubriera el féretro. Conversaba con Fermín Rivera, el gran torero de San Luis Potosí, cuando llegó otro de los dioses del olimpo mexicano: Mario Moreno “Cantinflas”. Le rodearon al astro del celuloide de inmediato, e hicieron un círculo impenetrable alrededor suyo. Don Mario, que era la manera en cómo se dirigían al famoso cómico sus allegados, con lentes oscuros de fino carey, pelo teñido de un castaño retinto, contrastante con su estirada piel olivácea, vestía un tweed de costosa apariencia. No se sabía quién era quién a su vera,

por ello solicité del amable maestro Fermín Rivera me ayudara a llegar hasta el personaje central, que había construido a su rededor un infranqueable búnker humano. –Siempre y cuando en el reportaje no se mencione a “Cantinflas”. ¿De acuerdo? El trabajo debe ser sobre la ganadería de los hermanos Moreno Reyes, y usted debe estar a las dos de la tarde, de mañana, en la finca, que es cuando vamos a embarcar los toros que se van a lidiar en Valencia.

Eso significaba que no estaría presente a la hora de las exequias de Velásquez, que se habían retrasado para darle oportunidad de llegar; y acompañar el féretro, a su hijo José Luis, que se encontraba en Venezuela cuando ocurrió la desgracia. Cerca de la una de la tarde llegué a Ixtlahuaca, caserío vecino a Toluca, cercano a las tierras y bienhechurías de La Purísima. La casa es amplia y hermosa, abarrotada de azulejos en su decoración. En compañía de Carlos Málaga y Carlitos González, el gran fotógrafo de toros de México, fuimos en un pequeño taxi alquilado en México. Al llegar encontramos al hermano de Cantinflas y a los señores Abraham Ortega y Ángel Procuna. Procuna representaba a Chopera en México, y Abraham, que había hecho el contrato con Sebastián González, se encontraban en la cocina de la casa de La Purísima. Un sitio hermoso, donde varias mujeres preparaban tortillas y guisos para cuando llegara don Mario. Aproveché para conocer la casa. Me acompañó Abraham Ortega, quien tenía buenos negocios con las empresas venezolanas, porque entre otras actividades representaba la famosa ganadería de don Reyes Huerta Velasco. En realidad Ortega era el hombre de confianza de don Reyes, y participaba en la ganadería más como ganadero que como hombre de negocios. El gran momento que vivió la vacada poblana y que Venezuela disfrutó de sus muy importantes triunfos, fueron los días de Abraham Ortega. Hombre taurino al que admiré mucho porque fue muy particular, con el que al paso del tiempo me uniría una entrañable amistad. Hoy la ganadería de Reyes Huerta ha vuelto a vivir momentos importantes, con sus encastados y bravos astados. La conduce el joven Pepe Huerta, hijo de Huerta Velazco y alumno del recordado Abraham.

La casa de La Purísima es amplia; en su patio interior hay flores y detalles hermosos. En uno de sus jardines hay un bronce gigantesco, de un toro de lidia y desde la pequeña colina donde está ubicada la casa se divisa una bellísima capilla junto a la escuela para los hijos de la peonada. Ha sido especial el interés de Mario Moreno en que los

hijos de sus empleados se eduquen bien. En las áreas sociales de la casa hay un amplio comedor, con una mesa de nogal larguísima, rodeada por más de cuarenta sillas. Cada silla es distinta a la otra. Han sido regalos de jefes de estado a “Cantinflas”. Las hay de Franco, Roosevelt, Eisenhower, Truman, Perón y hasta una de Rómulo Betancourt. En el gran salón, que tiene un ventanal precioso, reúne Mario Moreno una curiosa colección de óleos del gran pintor Pancho Flores. Cada uno de estos cuadros es de un matador de toros mexicano.

“Cantinflas”, como la gran mayoría de los artistas urbanos, nació en La Carpa México. La Carpa es eso, una carpa, igual a las de los circos, donde representaban sainetes y obras de menor catadura, de marcada trama popular. En la representación de la vida del barrio, de lo cotidiano en la gran ciudad. Entender la carpa, es comprender a México. Mario Moreno luego de trabajar en La Carpa, remataba su jornada artística en una cantina vecina. Un borracho, uno de los consecuentes a las funciones de La Carpa, se metía mucho con Mario Moreno y le gritaba “... ¡en la cantina te inflas!”; lo que con la trabazón de la lengua que le producía la borrachera sonaba como ¡...Cantinflas!. Allí nació el apodo, el nombre de cartel del más famoso de los cómicos del mundo hispano parlante. Mario Moreno llegó a La Purísima bastante pasadas las tres de la tarde. Acompañado por un grupo de amigos y de hermosas muchachas. Se acercó a la cocina y le ordenó a las mujeres que nos dieran de comer tortillas, frijoles y un sabroso guiso de carne con chile... “Ya les atiendo, dijo, voy a echar una chingadita y ya regreso”. Volvió al rato y nos fuimos a embarcar la corrida de Moreno Reyes Hermanos. La ganadería de Cantinflas fue para mí la primera gran lección de que para ser ganadero es más importante una gran dosis de afición, vocación y humildad, antes que carretones de dinero. Mario Moreno tuvo todo el dinero que usted pueda imaginar; y apuntalado en su poder económico pretendió hacer una ganadería de cartel.

Mario Moreno “Cantinflas”, era arrogante en exceso. Creía conocer los secretos de la vida, ser el que más sabía de los hombres; y se creyó el rey del mundo entero y saber mucho de los toros. Formó la ganadería de los Hermanos Moreno Reyes con vacas y sementales pagados a elevados precios. Herraba sus productos con el cabalístico número 7, y los lidiaba con divisa obispo, rosa sanmateíno y oro. Algunos toros que compró Cantinflas valían mucho dinero; pero, otros, sencillamente, fueron un timo con los que engañaron al gran artista. Hubo un caso particular, el del toro “Espartaco”, de la ganadería de don Reyes Huerta, lidiado en la plaza México por el maestro Joselito Huerta. Fue un toro bravísimo,

que de no encontrarse con la muleta del maestro de Tetela de Ocampo, pudo haber pasado inadvertido para el gran público. Huerta le lidió con poder e inteligencia; le dejó mostrar su fiereza, y lo sometió para demostrar la dulzura que llevaba en su genio. Fue un toro completo, pero tenía un gran defecto: su genealogía. “Espartaco” no era un toro puro; es decir, no era legítimo Saltillo. Muy arriba en su árbol genealógico había sido cruzado. “Cantinflas”, con su arrogancia y prepotencia no hizo caso de los consejos y pagó más de un millón de pesos (más de 80 mil dólares). Para ese momento, era el precio más alto que se había pagado por un semental.

Al regresar a México encontré varias llamadas de Rafael Báez en el casillero de los mensajes del Hotel Gillow. Me invitaba a Monterrey, a la Sultana del Norte. Eloy Cavazos estaba anunciado con “El Cordobés” y Manuel Capetillo en la Monumental, con toros de Pastejé, ganadería propiedad de Paco Madrazo. También con toros de Pastejé, Eloy actuaría al día siguiente mano a mano con Currito Rivera en Torreón. Recuerdo con claridad que en Torreón se lidió un toro berrendo en negro, y en Monterrey había dos de capa cárdena, lo que indicaba que aquellos murubes de Pastejé, de la época de la alternativa de Antonio Velásquez cuando los famosos “Tanguito” y “Clarinero”, se habían cruzado. Estas capas de pelo, cárdena y berrenda, no existen en la línea ibarreña de Vistahermosa.

La capital de Nuevo León es una gran ciudad, de impresionante desarrollo industrial. Con el tiempo tendría el privilegio de ser testigo de la transformación urbana de la Sultana del Norte, una gran ciudad que descubrí por la fama de sus toreros: Lorenzo, los hermanos Briones, Raúl García, Manolo Martínez y Eloy Cavazos. Pocas comunidades son tan laboriosas como la regiomontana. Sólo conozco dos ciudades en las que sus pobladores madrugan para ir a trabajar: Caracas y Monterrey. Mucho antes de que amanezca, las calles y principales avenidas de la capital neoleonesa se congestionan de vehículos con gente que va camino a sus trabajos. Monterrey tiene una historia diferente al resto de las capitales mexicanas. Distinta en sus orígenes y en su formación. Caso curioso el de Monterrey, sin tener ganaderías ha reunido un grupo de muy buenos toreros: Garza, Briones, Manolo Martínez, Raúl García, Eloy Cavazos...

Cuando llegué al aeropuerto me esperaba Rafael Báez; de inmediato fuimos a la plaza, a los corrales de la plaza de Monterrey, pues era la hora del sorteo. Más tarde fuimos al hotel donde Eloy Cavazos se

vestía. Allí estaba Macharnudo, periodista taurino de la Cadena García Valsecas, uno de los puntales del famoso emporio periodístico mexicano. Macharnudo ha sido siempre un amable amigo y un compañero muy colaborador. Aquellos días conversé mucho con Cavazos. Le sentí muy natural, sincero y amable. La vida de Eloy ha sido un ejemplo de constancia, superación y responsabilidad. Nació en cuna muy humilde, en la Villa de Guadalupe. Un caserío junto a la gran ciudad de Monterrey. En la Villa su padre, don Héctor Cavazos, era conserje de la placita de toros. En realidad la plaza servía de casa de habitación para don Héctor y su familia, ya que era tal la penuria que no tenían techo para guarecerse del duro clima neoleonés. Me contaba Eloy que había nacido en una casita de adobe, igual que los ranchitos campesinos de Venezuela. Sus paredes hechas de pasto seco y de barro que luego sostenían con pedazos de caña.

–Ni nací envuelto en pañales de seda, decía Eloy, ni conocí de escuincle los consentimientos y gustos que le dan los padres a sus hijos. Llegué al mundo en una choza el día de San Luis Rey, 25 de agosto del año de 1950. Pasamos mucho trabajo en la familia. Una familia numerosa. Soy el quinto de los Cavazos-Ramírez, ¡y somos nueve hermanos! Ramiro es el mayor, luego Héctor, que murió, Saúl, José Ángel, después de mí, David (Vito, banderillero) Toñita y “El Chiripazo”, que es el menor, Juan Antonio. - En la plaza nos aliviábamos porque no teníamos que pagar renta y papá no tenía empleo. Estaba desempleado, “en el paro” como dicen en España.

Allá, en la placita de la Villa de Guadalupe, nació la afición por la más bella de las fiestas en el alma de Eloy Cavazos. Más que afición, era pasión por una profesión que le daría todo en la vida. En especial el reconocimiento del mundo.

–Papá, antes de ser guardaplaza de la Villa de Guadalupe, había sido pintor de cruces en el Cementerio Municipal de Monterrey. Aquella casucha de paredes de barro y techo de lata, que era nuestra casa, estaba al lado de la caballeriza y de los corrales de la plaza de toros. Durante el verano era calurosa y se llenaba de plaga y de ratas.

–Noches había –narra Eloy–, en que mi pobre madre se pasaba horas y horas espantándonos los moscos con una rama de mezquite y embarrándonos de petróleo –cuando había– para que los bichos no nos picaran. Dormíamos sobre petos de caballos y mantas para

mulillas. Pero el ambiente de la placita hizo que naciera mi afición. Con los toreritos que iban a entrenar a la plaza de la Villa de Guadalupe aprendí a jugar al toro, a torear de salón, a hacer ejercicios. Un novillero de nombre “El Pony” me regaló para Navidad un capotito, un capote de torear que serviría para que ganara mis primeros pesos como torero.

Eloy toreaba de salón antes de los festejos de la Villa, en la puerta de la plaza, y los aficionados le regalaban dinero cuando terminaba. Era tanta la pobreza de la familia Cavazos Ramírez que esos centavos significaban mucho para el sustento diario de los 11 miembros del clan. Pero llegó la tragedia en casa de los Cavazos. El hermano mayor de Eloy, Héctor, murió en un lamentable accidente, cuando cazaba palomas y se le escapó un disparo de la escopeta. Laboraba en una casa de comercio llamada Te de Malabar, y sus patrones, conscientes de que Héctor era el sustento de la familia, le ofrecieron el trabajo a Eloy, amigo de los hijos de los propietarios. Como no había ido a la escuela ni sabía oficio alguno para poder desempeñar un cargo, se convirtió en “maestro taurino” de los muchachos, porque ya para esa época Eloy distraía a los parroquianos con sus faenas de salón. Así, los 145 pesos que Héctor ganaba a la semana continuaron llegando a la conserjería de la plaza de toros de la Villa de Guadalupe. Un día los hijos de los patrones fueron invitados a un tentadero en casa del ganadero Eleazar Gómez, donde los maestros de la faena campera eran Raúl García y Jaime Bravo.

–En la ganadería de Eleazar Gómez conocí a Fernando Elizondo, cuenta Eloy.

Elizondo se entusiasmó con Eloy Cavazos. Tan diminuto, tan gracioso, valiente y enterado. Quiso cerciorarse Fernando de las condiciones de Eloy y le invitó a la ganadería de Cuco Peña, en Laredo, para que matara un semental. Convencido de que Eloy podría ser alguien, Fernando Elizondo le preparó algunos tentaderos a Cavazos y algunas novilladas.

Elizondo tenía un socio, el venezolano Rafael Báez, con el que llevaba algunos matadores de toros, como era el caso de Jaime Bravo. La presentación de Eloy Cavazos fue por una sustitución que hizo en la cuadrilla de niños toreros, anunciada como Los Monstruos. Falló un muchachito y Eloy se metió en el cartel. Fue su primera experiencia, y no le fue mal. Al domingo siguiente le anunciaron mano a mano con el Santacruz, dos becerros y dos vacas. El éxito le abrió las plazas de la región y llegó a torear más de sesenta festejos. Calas, llaman en México, a las becerradas con vacas que antes de ir al matadero, o ser sacrificadas

por los ganaderos de lidia, son aprovechadas por los aspirantes a novilleros para su formación.

–Papá había sido mi primer apoderado. Como becerrista fui a muchas plazas y gané unos pesitos con lo del “monterazo”; pero llegó el momento en que escasearon los “astados” y había que llevar lana a casa... Así que cambié la muleta por la caja de bolero y “a dar bola” –que es como llaman en México el oficio de lustrar calzado. –Hasta que conocí a don Fernando en casa de don Eleazar. En México, casa de Elizondo, conocí a Rafa. Había una reunión, una fiesta, casa de Fernando, y como no debía trasnocharme, para estar siempre preparado y hacer bien mis ejercicios, Elizondo decidió que me fuera a casa de Rafa, en la calle de Pilares. Rafael y su esposa Betty vivían en un apartamento muy amplio. Al principio no me gustó la idea. Eso de que un venezolano y una gringa fueran mis cuidadores, no me parecía que iba bien con la idea que tenía de ser torero. Con el tiempo comprendería cuán equivocado estaba. Betty ha sido una de las mejores personas que he conocido en la vida; y de Rafa, ¿qué te puedo decir? Mi amigo, mi compadre, algo más que un apoderado. Nunca hemos firmado un documento. Jamás hemos hecho cuentas, y ya ves... Por fin, a pesar de su diminuta apariencia que le impedía meter la cabeza en las plazas de toros, Elizondo y Báez convencieron a don Nacho García Aceves, empresario de la plaza de toros El Progreso de Guadalajara, para que Eloy Cavazos hiciera su debut como novillero. Nacho García no quería contratar a Eloy porque lo veía demasiado chico.

–¡Es muy escuincle el chavo!

Eloy salió en hombros de Guadalajara y cuando salía por la puerta grande, vio entre los curiosos asombrados a don Nacho; y le gritó: “Don Nacho... ¿Verdad que ahora no soy escuincle?”. Cuenta Eloy que esa novillada no la vio Báez.

La primera vez que Rafael Báez vio torear a Eloy Cavazos fue en Camino de Guanajuato que pasas por tanto pueblo no pases por Salamanca que allí me hiere el recuerdo. Vete rodeando veredas, no pases porque me muero. Una novillada que tenía mucho ambiente entre los aficionados de León porque anunciaban un encierro de lujo, de la ganadería del Lic. Alberto Bailleres.

Cuenta Eloy que después de la novillada, Rafael “me dijo de plano que no le había gustado nada. Lo que me provocó honda pena”. Pero Rafael Báez sabía que estaba frente a un torero importante, a pesar de que en León no le había gustado. Eloy entrenaba muy fuerte todos los días, mientras que Báez le conseguía novilladas. Fueron 47 novilladas antes de presentarse en la Monumental de México. Una de las metas que se habían trazado en esta primera parte de la carrera de Cavazos... Aquella temporada, el as de los novilleros era Manolo Martínez, otro novillero de Monterrey. Se hablaba mucho de Ernesto Sanromán “El Queretano” y de El Sepulturero. –No teníamos dinero para comprar un traje decente para presentarnos en la Plaza México. Betty, la mujer de Rafa, fue al Monte de Piedad, en El Zócalo, y empeñó todas sus prendas. Lo hizo sin que nos enteráramos. Cuando Rafael lo supo, cogió un berrinche que ni te imaginas. La pagó conmigo. No me hablaba, y cuando me dirigía la palabra era para recriminarme algo.

Eloy Cavazos, con gran expectativa, se presentó en la Monumental, el 12 de junio de 1966. Toros de la ganadería michoacana de Santa Martha. El novillo del debut se llamó “Trovador”. Completaron el cartel aquella memorable tarde en la carrera de Eloy Cavazos, Leonardo Manza y Gonzalo Iturbe... Cortó dos orejas, salió a hombros y su cartel, que estaba muy alto, llegó a las nubes. Cavazos se cotizó mucho y muy pronto. Era un gran atractivo para las empresas, pero no volvió a La México, sino para confirmar la alternativa de matador de toros, que alcanzó en Monterrey en 1967, con Antonio Velásquez y Manolo Martínez y toros de San Miguel de Mimiahuapan.

La confirmación fue en 1968 con Alfredo Leal y Jaime Rangel y toros de Chucho Cabrera. Eloy cortó tres orejas y se ganó “El Azteca de Oro”, como triunfador de la temporada. En aquella temporada, la México presentó 14 festejos; y fueron contratados al Derecho de Apartado y en corridas sueltas, los matadores Manuel Capetillo, Alfredo Leal, Joselito Huerta, Raúl García, Mauro Liceaga, Jaime Rangel, Chucho Solórzano, Alfonso Ramírez “Calesero Chico”, el maracayero Adolfo Rojas, uno de los buenos toreros venezolanos, que actuó en dos tardes y llegó precedido de gran fama tras su destacada campaña como novillero en la plaza Monumental de Las Ventas de Madrid, de la que salió varias veces en hombros. También estaban en el derecho de Apartado Raúl Contreras “Finito”, Ricardo Castro, Antonio Lomelín, El Ranchero Aguilar, Antonio del Olivar, Fernando de los Reyes “El Callao”, los

venezolanos Curro Girón y César Faraco, Gabino Aguilar, Rafael Muñoz “Chito”, Manolo Espinosa “Armillita”, Leonardo Manzano y Joel Téllez “El Silverio”. Ya para esa época Rafael Báez se había hecho cargo de Eloy. Aunque Báez estaba en activo, toreaba poco. En realidad, a pesar de su vocación, nunca despuntó como matador de toros.

Rafael Báez es caraqueño, de la parroquia San José y se formó como torero en las escuelas taurinas que por los años cincuenta existían en la capital venezolana. Sus actuaciones en Caracas, Los Teques, Maracay, Valencia y los pueblos andinos como Ejido, Lobatera, Tovar, Zea y Táriba, fueron esperanzadoras. Rafael Báez se marchó, primero a Colombia, y más tarde a México, en el año de 1953, donde se radicó. En Maracay tuvo una gran tarde en compañía de Pepe Cáceres, coincidencia que le abrió una gran amistad con el gran torero colombiano, al que luego representó en México.

En Báez se unió la inteligencia natural del taurino con la sagacidad del hombre del trópico, hasta que se convirtió en el ejemplo clásico del apoderado en México. Llevó a muchos toreros en su larguísima y ejemplar carrera, pero fue Eloy Cavazos su punto más alto. Rafael Báez es un hombre de grandes cualidades y su joya es su intuición y carácter. Báez ha formado con Eloy la pareja más estable y sólida de las que ha conocido el toreo en América entre un apoderado y un matador de toros. En Europa, él y Cavazos, fueron ejemplo a seguir durante las brillantes temporadas del regiomontano por plazas de España, Francia y Portugal. Elizondo se ocupaba de otros menesteres taurinos y Báez se dedicaba en exclusiva al aniñado diestro de la Villa de Guadalupe.

Después de la corrida de Monterrey, viajé en automóvil hasta Torreón, Coahuila, en compañía del célebre banderillero David Siqueiros “Tabaquito”, miembro de la cuadrilla de Eloy. Hicimos el tramo desde Monterrey hasta Torreón en horas de la mañana. Por la tarde, Cavazos actuó mano a mano con Curro Rivera. Se lidiaron toros de Madrazo, de Pastejé, tres de ellos muy buenos y tres fatales. Fíjense ustedes como es la suerte en los sorteos. Curro Rivera tuvo un lote malísimo, para disgusto de su padre, el maestro potosino Fermín Rivera, que para la época lo apoderaba. Eloy Cavazos cortó seis orejas y un rabo, salió a hombros y ganó el trofeo en disputa. El maestro Fermín, Curro Rivera y su cuadrilla, salieron disgustadísimos de la plaza lagunera tras la enjabonada de Eloy.

Por la noche continuamos carretera, esta vez en compañía de Nacho Carmona y de El Yucateco, picador y banderillero de la cuadrilla de Cavazos, además de “Tabaquito”. Un viaje larguísimo, muy pesado, que tuvo el aliciente de conocer el entorno en la vida de estos hombres, en especial de “Tabaquito”, primo del gran chihuahuense David Alfaro Siqueiros, alumno privilegiado de la Escuela Santa Anita, cuna de expresiones en las Bellas Artes, que llevaron al mundo las voces protestatarias de las raíces populares del México revolucionario, de esa gran Revolución en la fase armada, tergiversada en sus dos capítulos finales. Me habló “Tabaquito” de la difícil relación entre Siqueiros y Diego Rivera, otro monstruo de los murales, rebelde en el propio Kremlin, de quien me aseguraba había sido mucho mejor pintor de caballete que de paredes. Habló de cárceles, exilios, hombres y mujeres en la vida de Siqueiros, y despertó en mí la curiosidad por darle la mano, conocer la vida de esos tres mosqueteros que aún hoy me asombran en cada una de las líneas que descubro en el guión de sus vidas. Claro que me refiero a Siqueiros, Orozco y Diego Rivera.

Regresé a Caracas a finales de octubre de 1968. Debía entrevistarme con Carlitos González, se hacían planes para que saliera la primera edición del diario deportivo Meridiano.

C a p í t u l o 2

Cartel del Festival de los Amigos en San Luis Potosí

El Meridiano sin paralelo

Carlitos González se distinguió entre los comentaristas deportivos por la forma de decir las cosas. Con sus comentarios, Introdujo un estilo crudo en la televisión y la radio. Recurría a la exageración y al absurdo en la metáfora e involucraba al radioescucha o al televidente en la situación del comentario. Carlos González se asomó al balcón de la fama con su columna sobre temas boxísticos y sus reportajes en el diario El Nacional, y en su programa del Canal 5 de la Televisora Nacional. Se asoció con Delio Amado León cuando creó una empresa boxística de nombre Gondel, (González-Delio). Carlitos y Delio viajaron a México en 1968, con el propósito de cubrir los Juegos Olímpicos. En México se entusiasmaron cuando descubrieron los tabloides deportivos Esto, Ovaciones y La Afición, rotativos que informan a diario de deportes, toros y farándula y eran los diarios más vendidos y más populares todo el país azteca.

Carlitos y de Delio proyectaron editar un tabloide deportivo, vespertino, con resultados que le sirvieran a los pregoneros vendiendo la noticia deportiva, el flamboyán noticioso de la farándula, la hípica nacional con el 5 y 6 y que llevara por nombre Meridiano para identificarlo con la hora de su salida a la calle.

Meridiano nació en Rotolito entre las esquinas de Regeneración y de Guayabal, en San Agustín del Norte, Caracas. Delio no cumplio con su compromiso de ser socio fundador de Meridiano y González se quedó sólo con un grupo de periodistas.

La mañana del sábado primero de noviembre de 1969, Manuel Medina Villasmil, “Villa” fue a buscarme para irnos a Valencia con el propósito de cubrir las corridas de la Feria de La Naranja.

“Que no llegamos al sorteo... ¡Hay que darse prisa!”. En Valencia se anunciaban las cuatro corridas de la Feria de la Naranja, organizadas por Manolo Chopera y Sebastián González, igual que en Caracas, Barquisimeto, Mérida y San Cristóbal. Manolo Chopera cruzaba América desde Lima hasta México a manera de un eje vertebral y mandaba en el toreo americano cual todopoderoso virrey.

Los toros de Cantinflas se lidiaron el domingo 3 de noviembre, en Valencia. Uno fue castigado con banderillas negras y el resto se lidió, sin pena ni gloria. El Viti, José Fuentes y Joselito López integraron el cartel la tarde dominical. Comentamos que habíamos acordado con Mario Moreno “Cantinflas” la visita a la ganadería de los Hermanos Moreno Reyes, para hacer un reportaje cuando Abraham Ortega embarcara los toros con destino a Venezuela. Acuerdo que hicimos en el velatorio de Antonio Velázquez en la Funeraria Gayoso de México.

Mario Moreno, en su actitud de ganadero de reses bravas, nos recomendó: –Siempre y cuando en el reportaje no se mencione a “Cantinflas”. ¿De acuerdo?, el trabajo debe ser sobre la ganadería de los hermanos Moreno Reyes, y usted debe estar a las dos de la tarde de mañana, en la finca, que es cuando vamos a embarcar los toros que se van a lidiar en Valencia.

Por mucho dinero que costara “Espartaco” y por excesiva que fuera la arrogancia de Mario Moreno, como ganadero, la corrida de “Cantinflas” pasó por la arena valenciana sin pena ni gloria, pero con la deshonra por castigo de un par de banderillas negras.

El sábado se habían lidiado los toros de mis recordados amigos Federico Garza y Federico Luna de la ganadería de La Laguna, bastión histórico de la bravía Tlaxcala y bandera del grupo ganadero de la familia prócer de los González. Con los laguneros actuaron en collera Ángel y Rafael Peralta con un toro de Javier Garfias y en lidia de los toros de La Laguna Miguel Mateo “Miguelín”, Manolo Cortés y Adolfo Rojas. Este un buen torero venezolano, aragüeño de cuna y de formación, que pudo haber sido alguien importante en la fiesta de los toros, pero...

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