Memoria de Arena

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narraciones radiofónicas y televisivas y que nos regaló lo mejor de su crónica taurina con el nombre de José Alameda. Fue Pepe Alameda, el de los poemas apasionantes, las frases justas, oportunas y exactas, el del relato elocuente de equilibrada música, cátedra de literatura taurina permanente y generosa. Frente a mí y debajo de mí, a mis pies, el México viejo y maltrecho con sus restos de afrancesamiento, negados a sucumbir ante la avalancha del modernismo. Se descubre en el ocre de sus paredes los días que fueron de don Porfirio Díaz. Allí está desnuda la ciudad de los viejos cafés, barras de cantina, con sus pisos tapizados de conchas de cacahuetes y servicios de fonda, llenos de los aromas que saltan de las ollas donde se cuecen los hirvientes caldos, buenos para las crudas. La ciudad en la que todavía se escuchan los organilleros que con vueltas del cilindro lanzan por los aires las canciones de Guty Cárdenas y de Agustín Lara. México es una canción. La ciudad es musical, capaz de confundir la pena y la rabia, con la alegría, la ilusión y la esperanza. Tenía frente a mí al México de mi abecedario amarillento, el de las páginas de La Lidia y de La Fiesta, en las lecciones taurinas en los reportajes del doctor Carlos Cuesta, abuelo de mi querido amigo Jorge Cuesta. Aquel Cuesta revistero, hermano del otro Jorge Cuesta, el poeta maldito. Cobraban vida y alma en mi deambular sin rumbo ni norte por fondas y cantinas las ilustraciones de Manuel Reynoso. El hecho de residir en la parte vieja de la ciudad permitía desplazarme con ventaja. A tiro de piedra estaba el Café Tupinamba, en la Calle de Bolívar, sitio de reunión de la baja torería, aquella de los maletillas, picadores y banderilleros, mozos de espadas y aspirantes a novilleros muy diferente a la oligarquía que cantaban los pasodobles y pintaban los pinceles de Ruano y de Flores. Frente al viejo Café de la calle de Bolívar recuerdo una fábrica de petacas y al costado de su puerta un letrero que decía “aquí hacemos petacas, al frente se hacen maletas”. Cada mañana me aguardaba Guadalupe en el Tupinamba. Él era el mozo de espadas de Antonio Velásquez. Nos reuníamos en el frontón en la casa del doctor Hoyo Montes. Guadalupe había sido mozo de espadas del maestro Carlos Arruza, y acompañaba al Ciclón la noche del fatídico accidente en la carretera México-Toluca, cuando el gran torero perdió la vida al estrellar su camioneta contra otro coche, que venía en ruta contraria. 23


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