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Capítulo 4. Tertulia en las Cancelas
from Memoria de Arena
by FCTH
Tertulia en las Cancelas
La sala de fiestas “Los Canasteros” se había convertido en el sitio nocturno de los taurinos caraqueños. Manolo de la Rosa era el propietario del lujoso local, ubicado en la mezzanina del Edificio Polar, en la Plaza Venezuela. Manolo había invertido en el tablao todo el capital que obtuvo de la venta de Las Cancelas, restaurante que por muchos años fue centro de reuniones para los aficionados caraqueños y atracción turística de la ciudad.
Hay en Las Cancelas una barra larga, adornada con un apetitoso muestrario de variadas tapas. Las paredes del local, tapizadas con fotografías del maestro del reporterismo gráfico, Manuel Medina Villasmil “Villa” –... un poeta prestado a la fotografía, era su saludo de visita–, y Jansen Herrera, un fotógrafo colombiano radicado en Venezuela, que llegó a la profesión de fotógrafo y a la especialización taurina por el camino del intento de querer ser torero. Además, murales del Gordo Pérez, fundador de la escuela de los reporteros gráficos del diario “El Nacional” y fotografías muy curiosas, con agudo sentido estético, de Juan García Solís el más artista de todos los buenos fotógrafos taurinos venezolanos.
Son aquellas paredes de Las Cancelas el museo de los toros en Caracas. Adornado desde aquella época cuando Manolo de la Rosa era su propietario, con cabezas disecadas de toros de lidia y carteles de corridas famosas. Allí todavía permanece, entre otros trofeos, la cabeza del toro con el que confirmó la alternativa Rafael Girón. Un astado de Sánchez Fabrés, célebre divisa salmantina con sangre de Santa Coloma. 105
Cuando había temporada taurina en Caracas, se reunían los toreros españoles en Las Cancelas. De tarde, luego de comer, jugaban a los naipes y al dominó. A la entrada del restaurante había un kiosco de revistas, uno de los sitios dónde vendían El Ruedo y Dígame, los jueves, cuando llegaban las esperadas revistas taurinas.
Los aficionados nos reuníamos en la barra de Las Cancelas para revisar las noticias taurinas, conversar en amena tertulia, mientras nos refrescábamos con una lisa bien fría que rociaban sabrosas tapas de tostados boquerones fritos o en una vinagreta de un vivísimo y luminoso plateado.
Curro Romero y Paco Camino, sobre todo el segundo, fueron muy amigos de Manolo de la Rosa, convertido, gracias al restaurante, en un personaje muy conocido y popular en Sabana Grande y en la Avenida Casanova, donde estaba otro bar, muy taurino y chiquitico que administraba “El Chino de Cádiz”. Este formaba parte de aquella bohemia caraqueña, que se fue con la identidad de la ciudad cuando la invasión de la marginalidad de las capitales suramericanas se hizo del Valle de Caracas y la transformó en un inmenso y fétido mercado de buhoneros.
Aquella Caracas era otra, tenía mucho de las capitales andaluzas y la noche se sentía cálida y perfumada por los árboles en flor de sus calles y avenidas que invitaban a la canción, a rasgar guitarras y amanecer hablando entre amigos. Una bella ciudad del Caribe, preñada de aroma de bohemia.
Manolo de la Rosa fue una especie de representante de Paco Camino en Venezuela. Lo hizo en las inversiones que el maestro realizó en tierras venezolanas, que fueron muchas. Manolo fue protagonista activo del sonado “affaire” del divorcio de Paco Camino y de Norma Gaona, una guapísima mujer, hija del empresario mexicano doctor Alfonso Gaona y madre de Francisco Camino Gaona, el hijo mayor convertido hoy en empresario y apoderado taurino entre diversas ocupaciones. Camino Gaona, apreciado amigo, ha sido un destacado beisbolista. Paco Camino casó más tarde con María de los Ángeles, madre de Rafael Camino, torero con doctorado, y en el otoño de su vida volvería a divorciarse entusiasmado por otro amor más primaveral.
De la Rosa vestía siempre una limpia, bien planchada y almidonada guayabera de hilo blanquísimo y mangas perfectamente cortadas. Esa prenda bien cortada, es algo difícil de ver y sobretodo de saber llevar.
Manolo se daba el gusto de cambiarla dos y tres veces diarias, con tal de no lucir desaliñado. La guayabera desabotonada en los tres primeros botones para con arrogancia lucir un mazo de medallas insolente que colgaba del cuello reuniendo todas las vírgenes del cielo andaluz. Zapatos de dos tonos y de cabretilla, estilo poco usual en Venezuela, le daba un carácter españolísimo, lo que a de la Rosa llenaba de orgullo. Lentes de sol muy característicos; vidrios esmeraldinos, insertos en una fina concha de carey, que le vestían a Manolo de la Rosa con un aire a don José Flores “Camará”. Perfumaba y explotaba su figura con un halo de costosos perfumes de importada lavanda. Un reloj pulsera, de oro, muy llamativo, y una esclava también de oro, gritaban a los cuatro vientos su bonanza económica de la que presumía con arrogante ostentación, esgrimida entre cigarrillo y cigarrillo de empedernido fumador.
Todo cuidadosamente cuidado para aparentar mucha gitanería. Manolo aparecía en Las Cancelas a mitad de la tarde, para compartir con sus amigos los toreros. Gustaba de pontificar y presumía de erudición como aficionado al cante, a los toros, al póker, el mus y al dominó. Por allí caían Parrita y Pedruchito de Canarias, también Juanito Campuzano y algunos aficionados que deseaban acercarse a los ídolos. Las reuniones de taurinos, designación de premios, organización de corridas, contrataciones, estafeta de correos o, simplemente, el sitio para la cita era en Las Cancelas, el lugar taurino de la ciudad con más categoría.
Igual veía usted a Lola Flores sentada sorbiendo un café, lo mismo que a Pedrito Rico refrescándose con una cañita, o a los integrantes del grupo Los Chavales de España devorando un gigantesco arroz paella. Era igual.
El hispanófilo que llegaba a Caracas, sabía que la cita era en Sabana Grande, en Las Cancelas. Cuentan que Manolo de la Rosa vendió el local de Las Cancelas por una bagatela, cuando se le metió entre ceja y ceja que la estrella del local era él y no el punto o el mismo restaurante. Cuentan que tiró por la borda la fortuna que valía Las Cancelas por unos cuantos bolívares para fundar en el edificio Polar el “Tablao de Los Canasteros”, a imagen y semejanza del que administraba Manolo Caracol en Madrid.
Entre las atracciones que contrató Manolo para la temporada inaugural 107
de Los Canasteros estaba Gabriela Ortega. “Heraldo de la España eterna”. Declamadora célebre. Emparentada con los “Gallos”. Era la hija del Cuco Ortega, que había casado con otra Gabriela, la hermana de Fernando Gallito, Rafael el Gallo y de Joselito el Gallo.
Gabriela Ortega era hermana del matador de toros Rafael Ortega Gómez, “Gallito”, conocido entre los taurinos como “el gallino”. Torero artista, con mucha personalidad que a pesar de su origen gallináceo nunca llegó a “gallo” y eso que se anunciaba “Gallito”. Los hijos de Caracol, Enrique, Lola y Manuela Ortega, el famoso Arturo Pavón casado con Luisa Ortega Gómez y, además, los mejores cantaores, palmeros y bailaores de los cuadros flamencos madrileños estuvieron en la inauguración de Los Canasteros. El espectáculo era de primera. Difícil reunir tan magníficos artistas en el mundo, lo digo sin exageración, e incluyo a las salas de fiesta de mayor jerarquía en Barcelona y Madrid. La noche del estreno el destacado constitucionalista y líder del partido de oposición Unión Republicana Democrática, Jóvito Villalba, compartía mesa junto al escritor y propietario del diario El Nacional, Miguel Otero Silva, con ellos el publicista Regis Etievan, ocupaban una mesa muy cerca del tablao.
Eran los días de la plena identificación de la fiesta de los toros con los intelectuales. El pintor López Méndez y el doctor Uslar Pietri, junto a los hermanos Palacios Herrera, eran habitués en las barreras y palcos en la plaza de Caracas, con La Nena Winckelman, Julio y Carlitos García Vallenilla, el doctor Germán Salazar, Arminio Borjas, Tobías Uribe, Valentina García de Azpurua, Sebastián González, los hermanos Santander, Carlos Jaén y Francia Natera, el capitán José Luis Tarre Murzi, Elías Borges, los hermanos Isidro y Carlos Morales y otros que se me escapan de la memoria. Aquella noche estaban algunos de ellos en casa de Manolo de la Rosa. La noticia era la contratación de Antonio Ordóñez para la Corrida de la Prensa, junto al albaceteño Dámaso González, que había triunfado en enero de aquel año 71 en la Feria de San Cristóbal. Seis orejas y dos rabos cortó Dámaso en San Cristóbal, temporada organizada por Manolo Chopera y Sebastián González. Fue la feria del debut en Venezuela de la ganadería de José Julián Llaguno, la tarde del debut en Venezuela de esta gran dehesa mexicana, y con los estupendos toros de Bellavista, que lidió en compañía de Efraín Girón, otro triunfador en aquella Feria de San Sebastián a la que asistieron, además de Dámaso, el jovencísimo “Paquirri”, Ángel Teruel, Antonio Ordóñez, Manolo Martínez, Curro y Efraín Girón, César Faraco, con
toros de primerísimas ganaderías aztecas y colombianas. Cubrí con el “gordo Villa” las corridas de la feria. Dámaso llegó al Táchira herido. Una cornada le atravesaba el muslo y debía inyectarse para aliviar el dolor y así poder salir a la plaza. Una foto de Villa, que publicamos en Meridiano al día siguiente de su llegada a San Cristóbal, mostraba cómo el médico metía la mano por el boquete de la herida y cómo asomaban los dedos por el otro lado del muslo herido. Dámaso fue un león. Su valentía no tuvo parangón. Pocos se han entregado tanto a todos los públicos como este gran torero albaceteño y que con el tiempo desarrolló un dominio tan poderoso con los toros, que llegó a ocultar en la emoción de la invasión de los terrenos, la grandeza de su temple. El temple y la lentitud de los pases de Dámaso González han sido su mayor expresión como artista, pero su denodado valor, refulgente como el sol, encandiló los ojos y ocultó con su fulgor la reciedumbre y mando de su toreo.
Duró poco la dicha de Los Canasteros. La falta de una afición sincera por el flamenco golpeó al negocio con el que Manolo de La Rosa pretendía darle a Caracas un sitio en el universo de la fiesta, del arte y muy en especial en ese exigente baile universal.
No tardó mucho para el cierre del local, y al paso de los años concluyó su vida como vendedor de libros al detal, alguna que otra plumilla, copias de dibujos de Ruano Llopis o reproducciones de Martínez de León y cosas sueltas, como los cuadros de Federico Cabello Arizaleta. Cuadros y copias que vendía para poder comer y pagar un pedazo de techo bajo el cual pasar la noche. Los cuatro primeros tomos del Cossío se los compré, a crédito, por ochocientos bolívares.
Supe un día que Manolo de la Rosa montó una pensión en Tucupita, en el Delta del Orinoco, reducto escondido del fracaso, luego de su descalabro en la tasca El Rey Chico, al final de Sabana Grande. Sus últimos días fueron lamentables, porque murió en total ruina y desamparo. Sin un amigo, con muchos recuerdos y muchos vales firmados que nunca llegó a cobrar.
Gabriela Ortega siembra en Caracas
Gabriela Ortega aprovechó su estada en Caracas para dar clases de declamación y actuar en teatros y salas de fiesta. En el Teatro Nacional presentó alguna obra y en la Academia de Siudy Quintero, que se iniciaba en aquellos días como maestra de baile y de sevillanas, precursora de una moda que invadiría al jet set del Mediterráneo y 109
que Caracas, como ha sido costumbre, imitaría a pies juntillas. Siudy integró a Gabriela Ortega al grupo de maestras que les daban clases de flamenco a las niñas ricas. Gabriela vivía en una pensión en la esquina de San Lázaro, y se presentaba de vez en cuando a la redacción de Meridiano para hablar de sus proyectos y de sus ideas.
Idea fija la de la sobrina de Joselito el Gallo era la de presentar su espectáculo de noche, con fondo de la banda del maestro Tejera, en la Maestranza de Sevilla. Lo logró, y ha sido Gabriela la única declamadora que “ha lidiado en solitario” todo un recital con poemas de los más destacados poetas andaluces en la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Temperamental, como todos los “gallos”, muy parecida en carácter a Rafael, Gabriela fue mujer de profunda inestabilidad. Alta en su estatura y en personalidad. Pelo zaino y cara de lagarto. Manos de expresión prodigiosa y de voz ronca, profunda, expresivamente heráldica, que aprisionaban la imaginación en cada una de sus creaciones. Siempre, cada declamación, fue diferente a la otra. Verdadera artista de los tablaos y de la recitación.
Una tarde en Madrid antes de ir a los toros fuimos con Manolo Escudero y Rafael Ortega, “el gallino”, a comer en casa de La Polaca. Entre las anécdotas que contó el sobrino de Joselito, una de sus hermana cuando cada uno, por su lado, llegarón a Lima, Perú. El matador había ido a torear en la temporada de abono de la feria del Señor de los Milagros, y Gabriela aprovechaba el ambiente taurino para actuar en alguna de las salas de fiestas. Las cosas, como era usual, no le marcharon bien a Gabriela y por ello recurrió a su hermano en busca de ayuda. Se hospedó en el mismo hotel y en la misma habitación con “el gallino”. Pero no paró allí la cosa. Gabriela se inmiscuía con tanta entrepitura en las cosas de su hermano Rafael que, un día, Gallito, harto de las locuras y ocurrencias de Gabriela, la ató a la cama con unos mecates, rompió su pasaporte, quemó los pedazos y la dejó en el hotel atada a la cama, abandonada en el Perú, ya que tomó en el aeropuerto un avión que le llevó a México, donde tenía unos contratos que cumplir en la temporada azteca.
El padre de Gabriela, Cuco Ortega, fue banderillero en la cuadrilla de Joselito el Gallo. Cuando vino a Venezuela, en la época del general Juan Vicente Gómez, en compañía de don Antonio Cañero, el insigne rejoneador cordobés, hizo una gran amistad con don Ramón Martínez, “El Centauro de Aragua”, como llamaron los cronistas a este turmereño, casado con doña Cristina Gómez Núñez, gran coleador, aficionado
práctico y padre del matador de toros Carlitos Martínez. También fue gran amigo de Ignacio Sánchez Mejías, quien estaba casado con otra hermana de Joselito, Lola, y esta aproximación afectiva influyó en su ambición intelectual al extremo de haber escrito un sainete, El triunfo de Maoliyo (1918) que estrenó con éxito en las tablas de los teatros de Madrid, y según Paco Aguado en su maravilloso libro El rey de los toreros, El Cuco “llegó a musicalizar una que otra zarzuela”.
El ambiente en torno a la Corrida de la Prensa, que organizaba el Círculo de Periodistas Deportivos, se caldeó, porque la opinión se dividía entre si debía ser Curro Girón o si, por el contrario, iba a ser César Girón el que debía figurar en el cartel de los periodistas. Abelardo Raidi se jugaba la balanza de los afectos, alrededor de los hermanos Girón. Como el éxito de taquilla estaba asegurado, el lleno en la Monumental de Valencia significaba una recaudación superior al millón de bolívares (las taquillas hacían casi 300 mil dólares, suma superior a la de cualquier otra plaza en el mundo en aquella época) y los toreros se contrataban por sumas impresionantes. El Círculo llegó a cancelarle 50 mil dólares a Manuel Benítez “El Cordobés”, cifra jamás cobrada antes por torero alguno, y ahora Dámaso González y Antonio Ordóñez aspiraban honorarios muy elevados. Así que Abelardo buscó en el pleito entre los hermanos Girón un desagüe para los gastos. Dicen que César se ofreció torear por los gastos, simplemente por quitarle la corrida a Curro, con quien tenía un pleito muy serio. Era tan celoso César Girón que se marchó a México con el propósito de prepararse en el campo bravo azteca y ver algunas corridas de toros para comprar ganado para la temporada que, como empresario, organizaba en la Monumental de Valencia y para la que ya había contratado a Luis Miguel Dominguín, Antonio Bienvenida y a Paco Camino, junto a Manolo Martínez y Eloy Cavazos. Claro, con Curro y Efraín, aunque estuviera disgustado con sus hermanos, pues mientras César Girón fue empresario de la Monumental de Valencia sólo torearon los hermanos Girón, en el puesto de los venezolanos.
César llegó al campo bravo de Tlaxcala, tierra ganadera y torerísima, suelo histórico en la Conquista de la Nueva España, extensas y frías estepas que pisó Hernán Cortés en su marcha desde Veracruz hasta la Gran Tenochitlán, llanuras que fueron cuna de La Malinche, mujer 111
de muchas lunas y cuyo regazo cobijó en amor la soledad del capitán extremeño.
César fue a la ganadería de La Laguna, vecina en Apizaco de la vacada de don Manuel de Haro. Como la ganadería de Haro hacía su presentación en la plaza Monumental México, con dos toreros de Tlaxcala que confirmaban la alternativa, Raúl Ponce de León y Mario Sevilla, aprovecharon la presencia de César en México para contratarle y para que toreara esta corrida de toros cárdenos, brochos de cuerna, bajitos de agujas y de rabioso y encastado temperamento. Estos hermosos cárdenos tienen quemadas sus pieles con el antiguo hierro lagunero de don Wiliulfo González, que se anunciaría como de doña Martha González de Haro.
César Girón fue siempre un torero polémico en México. Aquella tarde estuvo torerísimo, y sin embargo se metieron con él. Le recordaban cuando Carlos León, avinagrado cronista e ingenioso revistero, le endilgó el mote del “Torero tintorero” porque cuando hacía el paseíllo llevaba el brazo derecho extendido, como si llevara ganchos con ropa planchada. Más tarde, el propio Carlos León rectificaría en sus crónicas y le daría sitio de maestro al caraqueño. Pero quedó lo de “torero tintorero” en las gradas, por sonoro y enojoso, y eso, el grito que enoja al torero, gusta expresarlo el pelado mexicano, que va a las entrañas del “monstruo” de la México a desempeñar un singular rol social que no se repite en otras plazas.
La Cadena Capriles hizo una campaña muy fuerte y agresiva contra César Girón, con artículos como este, publicado en Últimas Noticias, el 7 de enero de 1971.
Los redactores deportivos de la Cadena Capriles se ausentan de cualquier injerencia en la organización de ’La Corrida de la Prensa’. Hay una explicación.
De ninguna manera el Círculo de Periodistas debe soportar presiones, que llegan hasta la incomodidad, por parte del arrendatario de la plaza de Valencia, César Girón. En los inicios de las conversaciones, meses
atrás, César cocinó una serie de increíbles obstáculos para el gremio, que toda la vida lo ha ayudado, y pacientemente le ha aguantado impertinencias, llegadas hasta los linderos de la ofensa. Quería Girón en aquellos días, dos corridas, con participación económica en ambas. Condición indispensable para negociar el coso. El sentido común de amigos y allegados, derrumbaron las inadecuadas pretensiones del empresario.
A raíz de los carteles valencianos, César Girón entabló una lamentable lucha fratricida con sus hermanos Efraín y Curro. La bondad de los cronistas deportivos y taurinos ha mantenido en silencio pasaje tan desagradable.
El Círculo de Periodistas Deportivos se enfrentó a otros problemas, como lo son la no participación de El Cordobés, Paco Camino y Manolo Martínez, en la confección del cartel. Ya se había escriturado y firmado ésta a Curro Girón por 12 mil dólares. Este compromiso –firmado– se lo llevó Francisco a España. Se da por contratado.
Al saberlo César reanudó sus incomodidades para con el Círculo, trasladando a ese gremio un pleito personal con sus hermanos. Niega nuevamente la plaza si es que él no va en el cartel.
Taurinamente no recogió méritos suficientes en sus últimas salidas, para tal petición. Sabiéndolo, César, por último se ofrece GRATIS, y el Círculo lo acepta. No, en esto no podemos seguir a los compañeros. Sería crear precedentes injustificables, y de paso, hacernos muy pequeños frente a los gestos de prepotencia del amigo César.
Hay otros toreros venezolanos que quieren torear gratis también. O el mismo Efraín, con muchos méritos y muchos derechos. Entendidos pues, no tenemos nada que ver con la corrida a montarse el día siete de febrero en Valencia.
El artículo no llevaba firma responsable. Su autoría se le endilgó a José Vicente Fossi, periodista ultimeño que siempre se sintió atraído por escribir de toros, y por muchos años fue responsable en las páginas de los escritos taurinos en Últimas Noticias y otras publicaciones caprileras.
La del 07 de febrero de 1971, en la Monumental de Valencia, fue una de las grandes tardes de César en Venezuela. La faena al toro “Terciopelo” de Valparaíso fue magistral. Toreó con la capa como pocas veces lo había hecho antes: con una pasmosa verticalidad e inusitado temple.
Sus gaoneras, en un ceñido quite, llevaron la divisa de su casta peleona. No podía dejarse ganar la partida por su archirrival Ordóñez, al que siempre superó en todas y cada una de sus actuaciones en Venezuela. César, que toreaba con la mano izquierda, señaló con la punta del estoque al palco donde presenciaba la corrida el doctor Rafael Caldera, Presidente de la República, en compañía de la señora Alicia Pietri de Caldera.
La plaza, sorprendida por el gesto del diestro, guardó silencio. Quería enterarse del significado de la actitud del maestro. Era, simplemente, que le brindaba la tanda de naturales que ejecutaría, en los medios de la plaza carabobeña, a su amigo el doctor Rafael Caldera, gran gironista y entusiasta aficionado a la fiesta brava. Fueron los naturales a “Terciopelo” de don Valentín Rivero. Manuel Medina Villasmil “Villa”, fotógrafo de Meridiano, guardó en una bella fotografía ese histórico momento, y la gráfica, en un mural, adorna hoy una de las paredes del restaurante La Estancia, en Caracas. La rivalidad entre César Girón y Antonio Ordóñez existió siempre. El rondeño, gran figura exaltada por críticos como Gregorio Corrochano, novelistas como Ernest Hemingway y poetas como José Alameda, ha sido un dios inescrutable del toreo, al que no se le han señalado, jamás, pecados mortales. La venalidad de sus cosas, carácter insufrible y desplantes insolentes, lo acepta su feligresía como cosa normal. César se revelaba contra la insolencia de Ordóñez. Lo manifestaba personalmente y en los ruedos. Sin embargo, siempre manifestó profundo respeto profesional por Antonio Ordóñez. Por esos días, cuando Girón se hizo empresa de Valencia, quiso reunir en un mismo cartel a Luis Miguel y a Ordóñez, por supuesto actuando él. Con Dominguín no hubo problemas, pero Ordóñez le dijo:
–Si me das 20 mil dólares voy. Recuerda que han pasado más de cinco años que no voy a Venezuela.
César, siempre ocurrente, le contestó:
–Espera que pasen diez años más y te doy ¡40 mil!
Abelardo le dio los 20 y también 25 mil dólares a Ordóñez para la Corrida de la Prensa de 1971. Igual a Dámaso González. Mientras que a los hermanos Girón no quería darles dinero. Así han sido las cosas siempre en Venezuela. Entre todos los empresarios. Nunca han valorado al torero nacional, ni al americano. César fue el gran triunfador de la
Corrida de la Prensa. Su faena a “Terciopelo”, es de las grandes faenas ejecutadas en la Monumental de Valencia. Ordoñez fue rechazado por el público que lo azotó con broncas y rechiflas, mientras que Dámaso González, que no entiende otra actitud que la total entrega, gozó de ovaciones muestra de aprobación durante toda su actuación.
Volví a ver a César en su casa de Maracay, con motivo del sepelio de don Carlos Girón, su padre. Un tipazo aquel don Carlos, muy singular. Fue en realidad el que hizo la dinastía de los hermanos Girón, porque fue un taurino muy entusiasta, que, junto a Manuelote, vivía las más variadas fantasías. Se hizo empresario, organizó festejos y en el camión que Manuelote usaba para hacer mudanzas, viajaban por los polvorientos caminos de Guárico y de Aragua en busca de toros bravos para que sus hijos torearan. Curro llegó justo a tiempo para el sepelio de don Carlos. Hizo un alto en sus actividades en Madrid, ya que además de torear, como figura que era, trabajaba en Relaciones Públicas de Viasa. Tenía Curro Girón una actitud diferente a la de su hermano César. Persona amable y gentil, muy educado, que gustaba de la broma y del chiste. Vestía como príncipe y como tal actuaba.
Gustavo Rodríguez Amengual, buen amigo de César y de Curro, presidía el Centro Simón Bolívar y desarrollaba el proyecto de Parque Central. Se habló por esos días de la demolición del Nuevo Circo de Caracas. El abogado Valladares, emparentado políticamente con los hijos de Rafael Branger, propietarios de la plaza de toros, deseaba demoler la plaza de toros para edificar en sus terrenos un complejo de edificios gigantesco, parecido a lo que Amengual hacía en El Conde.
En Meridiano iniciamos una campaña para evitar la demolición, exigiendo a la vez la expropiación del inmueble y de los terrenos por considerar que estos tienen valor histórico para la ciudad de Caracas. Ha sido una de las más duras campañas que he realizado como periodista. Poco apoyo he recibido de los taurinos y de sus instituciones, los que me han dejado solo en los momentos más apremiantes. Los Branger Ruttman, dueños del Nuevo Circo de Caracas, han publicado páginas completas denunciándome como “palangrista” –periodista vendido a intereses inconfesables–, por el solo hecho de defender con pasión la causa de la plaza de toros de Caracas. Ni una sola palabra en defensa mía, o de la plaza de toros, por parte de los gremios taurinos. Hubo un día que un ganadero, el ingeniero Elías Acosta Hermoso, socio de la ganadería de Bella Vista, dijo en el Concejo Municipal de Caracas que a él le tenía sin cuidado que demolieran el Nuevo Circo, “total, si nunca 115
lidiamos en Caracas, qué me importa que lo tumben o no”. Los terrenos sobre los que se edificó el Nuevo Circo de Caracas en el año de 1919, eran terrenos propiedad de la municipalidad, pero la administración del general Gómez se saltó las obligaciones, como diría don José Bergamín “por arte de birlibirloque” y encomendó la construcción de la plaza a los arquitectos Alejandro Chataing y Luis Muñoz Tébar, quien falleció a causa de “la gripe española” en plena ejecución de la obra. La plaza fue construida para ocho mil 500 espectadores y servía de plaza de toros, cine y teatro. Fue inaugurada por dos toreros vascos, Serafín Vigiola “Torquito” y Alejandro Sáez, “Alé”, que lidiaron toros criollos de uno de los hatos del general Juan Vicente Gómez, presidente de la República, la tarde del 26 de enero de 1919, y en horas de la noche se estrenó con gran lleno en los palcos y redondel la película “El conde de Montecristo”, en una combinación que presentó el empresario, general Eduardo Mancera.
La plaza se levantó en terrenos de la hacienda La Yerbera, en un área de 14 mil 400 metros cuadrados. Estilo mezcla mudéjar, en su diseño sobresale lo que llaman la mezquita, que para el año de la inauguración, junto a sus dos minaretes islámicos que ha sido testigo mudo de la historia del toreo en Venezuela.
Rafael Gómez “El Gallo” se convirtió en la primera figura de jerarquía universal que actuó en su arena y un toro del duque de Veragua fue el primer ejemplar de casta lidiado y muerto en el coso agustino; pero fue la pareja angular del toreo venezolano, la que formaron Julio Mendoza y Eleazar Sananes “Rubito”, con su competencia en su arena, los que encendieron el pebetero de la pasión sobre la que se construyó la más frenética afición venezolana. Más tarde Luis Sánchez Olivares “El Diamante Negro” se apropiaría del fervor de los públicos que le convirtieron en ídolo indiscutible de las masas taurinas. El valenciano Alí Gómez surgiría como prefabricado rival de “El Diamante Negro”, pero aunque era un buen torero nunca pudo acercársele al ocumareño. César Faraco tiñó de sangre valiente sus arenas, pero fueron los hermanos César, Curro y Efraín Girón los venezolanos más destacados en su larga y atormentada historia.
El Nuevo Circo de Caracas nació junto a la pequeña “Arenas de Valencia”, que sin grandes pretensiones alimentó la entusiasta afición de la capital carabobeña. Fue en el tiempo y en la historia plaza rival la Maestranza de Maracay, como llamaba la afición al circo de El Calicanto, en la Ciudad Jardín y capital de Aragua, cantera de toreros
y cuna de grandes aficionados. La plaza maracayera nació arrullada por sus constructores, los hermanos Juan Vicente y Florencio Gómez Núñez, nombre de mujer de pequeño talle y con el respaldo del dueño general Juan Vicente Gómez, presidente de la República. Nació con la pompa y categoría que le dieron sus corridas de inauguración en el año de 1933.
Caracas ha sido desde siempre una ciudad muy taurina, y la fiesta de los toros el espectáculo más nacional, porque su fundador, don Diego de Losada organizó en Nueva Jerez –hoy Nirgua– una corrida de toros en su camino hacia la conquista del valle de Los Caracas. Les contaba que fueron dos toreros vascos los que estrenaron la plaza caraqueña, Serafín Vigiola y Alejandro Sáez, Torquito y Alé. Toros criollos de uno de los hatos del general Gómez y corrida muy exitosa. La primera oreja la cortó “Torquito” y la fecha inaugural fue la del 26 de enero de 1919. Serafín Vigiola “Torquito” era de Baracaldo, Vizcaya y según don Ventura, ha sido el torero “más fino que ha salido del Norte, que tanto con la capa como con la muleta lucía una suavidad y un temple que no había que pedir. Pero …”. Y el pero, don Ventura lo remite a la semblanza:
Al hablar de él no vacilo
para dejar bien sentado
que este diestro vascongado
fue dueño de un gran estilo;
con cometa de más hilo
(y el hilo aquí es el valor)
hubiera sido un tenor
que habría echado buen pelo
lo mismo cantando Otelo
que cantando El Trovador.
“Torquito” viviría diez temporadas más como matador de toros, con un transitar importante si nos remitimos a las efemérides destacadas de su vida profesional, como fue la de su presentación en Madrid como novillero, en octubre de 1910, nueve años antes de presentarse en Caracas, con toros de Olea y alternando con Dominguín II y Zapaterito. Buen novillero debió ser para ir dos años después a Barcelona, plaza del Sport - antecesora de la Monumental –para tomar la alternativa de manos de Bienvenida y Punteret con ganado de Gamero Cívico. Y como si no bastaran estos datos, el de Baracaldo confirmó en la Villa del Oso de manos del “Soldado Romano”, Vicente Pastor, con Manuel Rodríguez Manolete padre de testigo el año 13 con toros de Pablo Romero. Vigiola se cortó la coleta en Bilbao en junio de 1929, es decir que vino al Nuevo Circo en el ecuador de su vida profesional.
Alejandro Sáez y Ortiz, el “Ale” que figuró mano a mano en el cartel inaugural del Nuevo Circo, era también bilbaíno, pequeñito, bullidor como una caldera, cuentan que sumamente nervioso y muy valiente “pero con el limitado horizonte de todos los toreros de talla corta”. Cuenta el referido don Ventura que “En Madrid se presentó como novillero el 13 de octubre de 1912, al estoquear ganado de Pérez de la Concha con Algabeño II y Manuel Navarro; el 8 de abril de 1917 obtuvo la alternativa en Carabanchel de manos de Relampaguito, con Manolete de testigo y toros de Pahla, y el 14 de junio del año siguiente se la confirmó Punteret en Madrid, con toros de Anastasio Martín y Félix Moreno como segundo espada”. Ale vino a América, concluida la temporada de 1918. Un año antes de la inauguración del Nuevo Circo. Y se quedó por estas tierras continentales por muchos años, y en España creyeron que había muerto y en Bilbao celebraron funerales por su alma, pero en 1930 regresó a España y llegó a torear algunas corridas en Portugal y fijó residencia en Lisboa. La plaza caraqueña fue construida gracias a la iniciativa del general Eduardo Mancera, que a pesar de la oposición que hubo y con visión poco común en aquellos días, se atrevió a ordenar su proyección. A Mancera le llamaron loco, botarate y otras cosas más por atreverse a tan gigantesco proyecto de reunir en un inmueble un teatro y un gran escenario multifuncional. La obra, considerada ciclópea, le quedaría chica a la ciudad a los pocos años, pues con la fiebre del petróleo el país se transformaría y daría paso a proyectos verdaderamente gigantescos. El Nuevo Circo de Caracas nació en ese preciso instante porque la fiesta de los toros era el gran espectáculo de la ciudad y los aficionados
querían prepararse para recibir a Joselito el Gallo y a Juan Belmonte. La élite de la afición era muy conocedora, exigente y estaba enterada del movimiento taurino español.
El primer gran triunfo lo alcanzó Francisco Posada, un mes más tarde, cuando alternando con Machaquito de Sevilla salió a hombros por la puerta grande. Una semana más tarde cortó el primer rabo, a un toro criollo. El primer herido fue un torero peruano, “El Arequipeño”, percance ocurrido el 11 de mayo del 19 por una cornada. La fiesta de los toros no estaba reglamentada; era muy particular y actuaban toreros sin alternativa al lado de los matadores famosos. Recuerdo que la empresa organizó una alternativa el 30 de octubre del 19, a manera de gancho para el público. Se la dieron a Felipe Reina Niño de Rubio que más tarde sería el peón de confianza de Rubito en España. Un año después de la inauguración del Nuevo Circo –el 24 de agosto– ocurrió la lamentable muerte de Isaac Olivo Meri. La única víctima del toreo ocurrida en la plaza de Caracas. Ese año debutó como novillero Julito Mendoza que más tarde sería ídolo de los caraqueños como enconado rival de Eleazar Sananes. Juntos formaron la piedra angular del toreo nacional.
La primera vez que actuaron juntos Sananes y Julio, el 24 de abril del 21, completó la terna el español Díaz Domínguez. El primer mano a mano entre los caraqueños fue el primero de mayo del 1921. El primer toro de casta lidiado en el Nuevo Circo fue un bello ejemplar del duque de Veragua. Toro negro meano estoqueado por Rodalito el 27 de noviembre del 21, y la primera corrida completa con toros de lidia perteneció al marqués de Villagodio el 4 de diciembre del mismo año. Rafael Gómez Ortega, El Gallo, fue la primera figura que hizo el paseíllo en la plaza caraqueña.
El 20 de marzo hizo su presentación en Maracay la ganadería de Los Aranguez, con una bonita novillada. La presentación fue con Carlitos Martínez, Joselito Álvarez y Jesús Salermi. Aprovecharon la emotiva bondad de los novillos caroreños y brindaron una gran tarde que culminó con vueltas al ruedo de los tres toreros y del joven ganadero 119
Alberto Ramírez Avendaño, que inició ese día una brillante carrera como criador de reses de lidia en Venezuela, la más destacada que ganadero alguno haya vivido en nuestra latitud.
Alberto Ramírez Avendaño es uno de los raros casos que se producen en Venezuela. No hay duda de su calidad como aficionado, la que fortalece con su formación profesional como Médico Veterinario, Profesor Universitario, lector apasionado que lo han convertido en un enciclopedista didáctico y un inteligentísimo taurino vocacional, todo lo que le ha dado una visión interesante e influyente de los problemas de la vida cotidiana venezolana y le han ubicado en un estrado privilegiado en relación al resto de sus colegas venezolanos.
Conocí a Ramírez Avendaño a raíz de un artículo que publiqué en Meridiano, relacionado con el origen de la ganadería de Guayabita. Origen ganadero, allá en las raíces de Vistahermosa y de Vázquez, que ha sido desde siempre un tema polémico, hermosamente atractivo y profundamente degustador de la fiesta brava. Caminar los caminos de la genealogía taurina es una de las maneras de vivir con vivísima intensidad la fiesta de los toros. Llega un momento que es más apasionante que el espectáculo mismo, el de luces y sombras que se vive en la plaza. Conocer los orígenes de las ganaderías es una maravillosa manera de predecir, con un amplísimo margen de error, por supuesto, el comportamiento del toro en la plaza. No me refiero a la simpleza de si va a servir o no para el triunfo convencional; de ninguna manera. Me refiero al prever el comportamiento del toro, según su origen, en los tercios de la lidia. Ya sea por su tipo, su morfología, porque hemos descubierto a sus ancestros. O que lo relacionamos con otros individuos de la misma ganadería que hemos visto lidiar con anterioridad.
Esta manera de vivir la fiesta de los toros es, a mi manera de ver, la más interesante, la menos comprometida y hasta la más divertida de todas. Cada toro nos trae sorpresas y grandes satisfacciones. Con Alberto Ramírez surgió, desde que nos conocimos, una tácita, muy amigable y divertida competencia en relación a los toros en el campo y en los corrales. Creo, con humildad lo digo, que el aficionado que sea capaz de descubrir el cofre maravilloso que representa el toro de lidia, jamás podrá aburrirse en la plaza, y mucho menos descubrirá motivos de desencanto en la hermosa fiesta.
Nos reunimos en El Mesón del Toro y a los pocos días fuimos a Carora. Tomamos la vieja carretera que los viajeros conocían como “las curvas de San Pablo”, sinuoso tramo que comunica a Barquisimeto con la capital del Distrito Torres. Tan grata fue la conversación y tanta la identificación por los temas planteados, que olvidamos que no teníamos gasolina en el tanque del automóvil, un Ford Mustang de color crema, de su propiedad, y nos quedamos a mitad de camino, a mitad de la noche en un paraje solitario. Fue necesario esperar largas horas a pasara algún vehículo que se atreviera llevarnos hasta Puente Torres para llenar de combustible un recipiente. El accidente nos retuvo y en cierta manera provocó aún más el acercamiento con quien sería con el tiempo uno de los pocos seres humanos que he respetado con integridad.
Curiosamente, soy compadre de Alberto Ramírez. Digo curiosamente, porque fui elegido para este compadrazgo, que me llena de orgullo, por el propio ahijado, su hijo Jesús Alejandro. Me imagino que sin la abierta aprobación de Ana Isabel Yanes de Ramírez, la esposa de Alberto y madre de mi ahijado “el gordo” Ramírez. Ocurrió que, Ana Isabel, le dio a Jesús Alejandro un variado menú de padrinos a escoger, para que el muchacho decidiera cuál habría de ser para el día de La Confirmación en la Capilla de Carora y con la bendición del Señor Arzobispo de Barquisimeto. “El Gordo”, como llamamos al espigado muchacho desde que nació, ya que era chiquito y redondito, no escogió a la carta, como proponía su madre, sino que manifestó su deseo que fuese yo el padrino, a pesar de no figurar en la encopetada lista. Asombró y sorprendió la escogencia, no obstante se le respetó.
La ceremonia se celebró en la capilla caroreña. Hermoso, breve y sencillo edificio, cuyas viejas paredes están taladradas con nichos, que guardan los huesos de los fundadores de la ciudad, los hacedores de esa sociedad caroreña que ha dado a Venezuela pensadores importantes, hombres de atrevidas empresas ganaderas y también el loco hereje. Curiosamente hay una placa que identifica uno de los difuntos con el nombre de Francisco Franco.
Allá en la ardiente ciudad colonial conocí a los hermanos Riera Zubillaga: Alejandro, Raúl y Ramón, que eran socios de Alberto Ramírez en la empresa de Los Aranguez
Se iniciaba la ganadería con vacas de Guayabita y de González Piedrahíta, sementales del doctor González Caicedo, del bogotano Antonio García, hijo de Francisco, el fundador de Vistahermosa y personaje importantísimo al que me refiero en la parte correspondiente 121
a la ganadería bogotana de Mondoñedo (“Banderillo”, era el nombre del toro de Vistahermosa) y un hermoso toro de Benjamín Rocha, que curiosamente tenía la piel quemada con el hierro andaluz de Joaquín Buendía Peña, aunque había nacido en Colombia, de nombre “Almejito”, que fue muy importante en la formación de esta gran ganadería venezolana.
Si recordamos el variado mosaico de capas con la que hizo su debut en la Maestranza de Maracay la divisa larense, nos daremos cuenta de lo que era su origen y de lo que significa su evolución como ganadería. Novillos jaboneros, que denunciaban ruidosamente orígenes vasqueños, astados berrendos reclamaban la presencia de aquellas reses que don Antonio Cañero escogió en Cabra, Córdoba, del hato de los hermanos Pallarés del Sors para los hermanos Gómez Núñez, berrendos en cárdeno, rancias estirpes de Vistahermosa regadas con sangre de Santa Coloma. En fin, la reunión de siete sangres que con el tiempo encauzó, reunió y formó una sola, una sola divisa, la gran ganadería de Los Aranguez. Este alquimista del toro calentano, del toro de lidia tropical que es Alberto Ramírez Avendaño y al que aún no se le ha hecho justicia en el reconocimiento como el gran ganadero venezolano, el libro abierto que expone doctrinas, tesis, hipótesis, experiencias vividas con pasión, con fracasos y éxitos, pero sobre todo con una enorme dosis de vocación, de afición y de amor por el toro bravo. Diría que amor y convencimiento por todo lo que ha emprendido en la vida; porque Alberto Ramírez Avendaño es ganadero de reses bravas gracias a las circunstancias. Médico Veterinario graduado en Maracay, en la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad Central de Venezuela, aunque de origen rural, campesino de la Aragua del General Gómez, mezcla de vaquero andino y veguero llanero. Luego de graduarse en la UCV fue reclutado por la Facultad y enviado para su preparación a Estados Unidos. Hizo un postgrado en Madison, Wisconsin. Allá estrechó lazos de amistad con Ramón Riera Zubillaga, al que conocía en sus tiempos de estudiante cuando los universitarios iban a Carora, Montevideo, Los Caballos, Copacoa, Los Aranguez... Cien nombres de mil hombres, con otras cuantas historias contadas en aquellas tierras planas, cortadas por los vientos, aires calientes, hirvientes, que funden y acrisolan ideas diferentes.
Es Carora un pedazo de Venezuela que por su situación de aislamiento, carente de facilidades naturales, suelo agreste y cielo avaro, es distinta al resto del país. Sienten los caroreños orgullo por sus tradiciones, gustan de cultivarlas y refinarlas.
Por ejemplo, la cocina. En Carora es diferente al resto del país, pero sin embargo al paladear sus guisos y platillos se gusta un sabor venezolanísimo inconfundible. Despiertan la memoria gastronómica, dormida y tapiada, en el resto de nosotros por una transformación de fondo en la cocina cotidiana, las mezclas de viejas especias de la región.
La música venezolana en Carora se siente como un apretado nudo en el que con fuerza convergen atrevidos experimentos de los maestros. De allí surge una guitarra, un cuatro, un canto distinto pero muy representativo de todo lo nacional.
En un sentido figurativo, yo diría que Carora es el potaje de lo venezolano. Tierra de retos, ideologías que se desnudan al calor de la pasión descarnada. Atavismos mezclados con posiciones de avanzada. Una Universidad abierta a la universalidad es Carora, a pesar de estar encerrada en las normas alzadas por su propia gente, como cerrada sociedad que se yergue sobre las bases intelectuales de hombres, que como don Chío Zubillaga, creyeron y aún creen –como lo dice su herencia intelectual–, en la sociedad abierta.
Vieron Ramón Riera y sus hermanos Alejandro y Raúl, en Ramírez Avendaño, un elemento fundamental en la explotación de la ganadería lechera en Carora. Alberto, Profesor Universitario y fundador de la Cátedra de Industria Láctea, era muy importante que se quedara en Carora en esos precisos instantes.
Alejandro Riera Zubillaga, líder nato del clan, le propuso a Ramírez Avendaño una sociedad en una ganadería de lidia. Así le amarraron definitivamente a aquella árida tierra de prodigiosas conquistas. Sin embargo, vale la pena señalar que los rudimentos de la cultura taurina de Ramírez Avendaño fueron adquiridos en una cartilla que México abrió a todos los venezolanos por igual. Unos, como Alberto, lo supieron aprovechar, otros no entendieron qué tenían al lado. Me refiero a los semanarios taurinos La Lidia y La Fiesta, donde las letras de Cuesta Baquero, Roque Solares, Carmen Torreblanca, Don Tancredo, Roseli, Don Pío, Carlos de Luna y un muchacho que se iniciaba como escritor, crítico de amplitud soñadora, de nombre Carlos Fernández López Valdemoro, en las páginas taurinas de México. Más tarde abreviaría su firma y convertiría su nombre en José Alameda, el de la feliz frase “el toreo no es graciosa huída, sino apasionada entrega” y se convertiría en el genio de la reseña radial del espectáculo, ameno y variado en la televisión y doctrinario en los libros que nos dejó de herencia. 123
Aprovechó Alberto su entrañable amistad con César Girón para hacer contactos en Colombia. Primero, fue Alberto con don Benjamín Rocha, y hubo la posibilidad de traer vacas y sementales procedentes del Conde de la Corte, que Rocha llevó a Colombia, gracias a los vínculos de amistad que tuvo en vida con su dueño don Agustín Mendoza (Conde). Más tarde fueron el doctor Ernesto González Piedrahíta, su hijo Ernesto González Caicedo, don Santiago Dávila, Isabelita Reyes de Caballero, Pepe Estela, Francisco García y su hijo Antonio, en fin, aquel grupo de hombres y de mujeres que fundó la ganadería colombiana en la Sabana de Bogotá y que tan pródiga ha sido en el fomento de la cría del toro de lidia en tierras venezolanas.
Al final fueron las ya aclimatadas reses de Guayabita, con otras vacas de Rocha y de González, las que fundaron la ganadería. Ramírez Avendaño, con su inteligencia y don de percepción, ha vivido un camino lleno de sabias enmiendas que lo condujo al sitio de privilegio que ostenta hoy: el mejor ganadero del Caribe.
Cuando se lidiaba la novillada de Los Aranguez en la Feria de San José de Maracay, se daban los últimos toques en Caracas, en una esquina de San Agustín, de una temporada de novilladas que marcaría un hito interesante en la fiesta de los toros en Venezuela. Gregorio Quijano, gerente de Taurivenca, logró algo milagroso, porque dar una temporada a la altura de las plazas más importantes del mundo, además de ganar dinero, sin que en el país existiera ganado de lidia suficiente para respaldar una temporada de más de 20 festejos, fue algo milagroso. Cuarentidós novilladas se celebraron aquel año, la misma cantidad de los festejos, festivales incluidos, que componen la temporada taurina en la actualidad. Maracay incluyó siete novilladas, cuando la Maestranza estaba olvidada y abandonada. Puerto Cabello tuvo una temporada de seis novilladas. Fue allí donde Carlitos Martínez sufrió una gravísima cornada que, materialmente, le cercenó su carrera.
Carlitos sufrió una voltereta, cuando toreaba al natural. Cayó, se fracturó la tibia y fue herido en el muslo derecho. Los médicos le atendieron de la herida causada por el pitón del novillo de Fermín Sanz de Santamaría (Laguna Blanca), pero nunca se dieron cuenta de la fractura. El novillero se quejaba de intensos dolores durante el tiempo de su convalecencia, pero los médicos decían que se trataba de una lesión en el nervio ciático. La ignorancia de los galenos prolongó por casi un año la recuperación del torero, que nunca volvió a ser, físicamente, lo que era antes del percance de Puerto Cabello.
Aquella tarde porteña perdió Venezuela a uno de sus mejores toreros; por lo menos a uno de los que mejor ha toreado. Posiblemente sin suficiente ambición, pero con una capacidad de resolución única en nuestro medio. Una inteligencia privilegiada para la lidia y una capacidad estética nada común entre los toreros venezolanos. Más tarde Carlos satisfaría su aspiración de convertirse en matador de toros.
La temporada de Taurivenca llegó a dar veinte festejos de manera continua en Caracas. Jorge Herrera y Freddy Girón fueron los punteros de la temporada. Girón obtuvo en ganancias lo que ningún novillero había cobrado en la historia del toreo en Venezuela. Le ayudaba y representaba su hermano César, y Freddy se veía lanzado al estrellato y no se avizoraba quién, ni qué, podría detenerle.
Surgió, ya a finales de temporada, la extraña figura de Fermín Figueras “El Boris”, un muchacho que hacía mandados en la oficina de Gregorio Quijano y que, de vez en cuando, iba a la plaza y jugaba al toro con algunos de los novilleros que se preparaban para la temporada. Un día surgió la noticia de que “El Boris” estaba en huelga de hambre. Había sido un ardid preparado por Quijano y César Rondón Lovera, Presidente de la Comisión Taurina, para dar un golpe de taquilla en la temporada, que se había venido abajo por el reiterado fracaso de los novilleros punteros y porque la afición había perdido interés en Freddy Girón, por sus desplantes a destiempo e inconsiderada actitud para con las empresas. En pocas palabras, Freddy Girón dejó ir la oportunidad, como la había dejado ir en España.
“El Boris” funcionó como imán taquillero. Incluso llegó a salir a hombros, sin cortar oreja. La puerta grande de la plaza de Caracas, que no se abría desde que César Girón salió por ella a hombros, luego de lidiar en solitario seis toros mexicanos de Valparaíso, la tarde de su primer adiós de los ruedos, se abrió para “El Boris” de par en par. Al carismático novillero lo pasearon a hombros por las calles de Caracas y lo llevaron, así en el pódium triunfal, hasta las redacciones de los diarios. Hecho insólito.
Caracas vivía un ambiente taurino no muy ortodoxo, movido por la publicidad que rodeaba a Fermín Figueras. Ocho festejos toreó Fermín, en una temporada en la que actuaron treinta y cinco novilleros. De estos, casi todos se hicieron matadores de toros.
Cobró el toreo una víctima que tenía que ver con Venezuela. El diestro isleño Pepe Mata, que de joven vivió en Venezuela. Tinerfeño de 125
nacimiento, era el menor de cinco hermanos. La afición a la fiesta de los toros le nació entre nosotros, ya que entre sus familiares no había antecedentes taurinos. A Caracas llegó con 16 años de edad, en 1956, con sus padres, Alejandro y Águeda, y sus hermanos Nery, Alejandro, Delia y Flora. Una vocación tardía, pero no por ello menos intensa, que provocó un regreso a España para hacerse torero.
Aprovechando las facilidades que le daba el ser español, ya que no tendría limitaciones sindicales para actuar en festejos sin picadores, que al fin y al cabo son los que ayudan en el aprendizaje de la técnica del toreo. A los 18 años fue a la península y en 1959 toreó mucho con el espectáculo “Fantasías en el ruedo”. Con picadores debutó en Orduña, luego de actuar en casi 40 festejos sin picadores. Toreó en Madrid y Barcelona y alcanzó cierto cartel, que en 1965 lo llevó a tomar la alternativa en Benidorm, con El Cordobés y Manolo Herrero.
Sin embargo, en el toreo no todo es “coser y cantar”. Vinieron días amargos, sin apoderado y sin el favor de las empresas. Casó con la francesa Marie-France.
Le conocí en San Cristóbal, la temporada aquella de 1971 cuando vino a Venezuela a saludar a los familiares y a ver si metía la cabeza en la temporada. Tenía hechas algunas corridas en España, entre ellas una en Madrid. Esa corrida madrileña, en la que triunfó, reverdeció su cartel y comenzaban a tomarle en cuenta cuando surgió el célebre percance de Villanueva de los Infantes, donde Pepe Mata, “El Canario”, perdió la vida en los cuernos del toro “Cascabel” de la ganadería de Frías, de Ciudad Real.
Mata firmó en 35 mil pesetas la corrida de la tragedia, lo que al cambio eran unos dos mil bolívares. La cornada llegó a la hora de la muerte, luego de que Pepe Mata había toreado muy bien a “Cascabel”. Mata falleció luego de dos operaciones. Fue una noticia que conmovió al mundo.
En julio, con motivo del sesquicentenario de la Batalla de Carabobo, César Girón organizó dos corridas de toros en la Monumental de Valencia que tuvieron gran trascendencia. Una de ellas, la celebrada el domingo 27, fue televisada a México y España, en directo. Fue una Corrida Goyesca, la primera que se organizaba en Valencia, y los toreros subalternos aprovecharon la estada en Caracas de una compañía de zarzuelas para vestirse a la usanza de don Francisco de Goya y Lucientes, tal y como lo anunciaban los carteles. La terna la integraron Curro
Romero, Efraín Girón y Manolo Martínez. Ha sido la mejor actuación del sevillano Curro Romero en Venezuela. Cortó una oreja a un noble toro de Javier Garfias. Manolo también triunfó. La tarde anterior se celebró la Corrida del Sesquicentenario, como parte de los actos con los que las Fuerzas Armadas Nacionales conmemoraron tan importante fecha patria. Fue la última corrida de César. Unos meses más tarde fallecería en un lamentable accidente de carretera,
Los toros de la Corrida del Sesquicentenario fueron de Reyes Huerta. Una hermosa corrida, joven y terciada, ideal para la terna de maestros que anunció el cartel: Antonio Bienvenida, Luis Miguel Dominguín y el propio César Girón.
La plaza para esta Corrida del Sesquicentenario registró un llenazo hasta las banderas. Asistió a la misma el Presidente de la República, el doctor Rafael Caldera. Girón fue el gran triunfador de la tarde que marcó la reaparición en Venezuela de Bienvenida y Dominguín. El último toro lidiado por César llevó por nombre “Fabiolo” Luis Miguel y Bienvenida volvían a los toros luego de un festival pro víctimas de un terremoto que causó estragos en Lima, la bella capital de Perú. Ese día se hicieron muchas cosas distintas, pero muy bien hechas por Luis Miguel y Antonio Bienvenida, y en uno de esos maravillosos espacios de silencio que existen en plazas de solera, como Sevilla y Madrid, surgió la madrileñísima y oportuna voz del célebre aficionado al que conocían los públicos como “El Ronquillo” y gritó: – ¡Vaya par de jubilados!
Pues bien, los “jubilados” se entusiasmaron y decidieron volver a la actividad profesional. Luis Miguel se apuntó con sus amigos los hermanos Lozano, con Palomo Linares y otros toreros que casi estaban “jubilados”. Mariposeó pero nunca llegó a Madrid, aunque sí a Sevilla, para concederle la alternativa de matador de toros a José Antonio Campuzano. Una tarde que se recuerda por la impertinencia de “Paquirri” en banderillas. Sucedió que Francisco invitó al Maestro a colocar banderillas, y un palo del par de Luis Miguel cayó al albero. “Paquirri”, un portento de facultades y con todo el vigor de la juventud a su favor, cogió la banderilla de la arena y colocó tres palos, en vez de los dos de su par. Sin embargo, más adelante, “Paquirri” por torpeza en la colocación quedó a merced del astado, pero allí estuvo, oportuno y bien colocado, el capote del maestro madrileño. Luis Miguel, que
sabía guardar todo, aprovechó la “lección” para con estudiadísimo gesto acercarse al poderoso joven de Barbate y con una palmadita en el cachete ponerle en su sitio.
Bienvenida, no. Antonio volvió al toreo a las plazas grandes, a Madrid y a Pamplona. No pudo, Antonio Bienvenida, como tampoco había podido con el toro. Un día, a raíz de unas declaraciones de Pedro Moya “El Niño de la Capea”, se formó una revolución al recomendarle, a manera de broma, al caraqueño, que se cuidara de las várices. Esa broma le costó muchos disgustos al declarante, con la feligresía que adoraba a Antonio Bienvenida, entre los que era un incondicional el crítico Vicente Zabala.
Mientras se realizaba la temporada de novilladas capitalina, el mundo del toreo se estremecía con la muerte de Pepe Mata y la corte del toreo anunciaba, con bandera a media asta, el retiro del maestro de Ronda, Antonio Ordóñez, en Venezuela Luis Sánchez Olivares “El Diamante Negro” anunció a Meridiano que volvía a los ruedos, “por pura afición, porque veo que nadie quiere pelear como se debe con los toreros que vienen de fuera”. Las declaraciones del torero de Ocumare cayeron como guante de reto y provocaron diversas opiniones contrarias. César Girón dijo que “la plaza de Valencia no es beneficencia”. En esos días Sebastián González había anunciado la temporada de La Feria de Caracas, la que tenía como base de sus carteles a Ordóñez.
–Me veo en la necesidad de hacer cambios radicales, porque Antonio era la columna vertebral en las combinaciones. ¿Qué te parece “Paquirri”?
Francisco Rivera “Paquirri” no acababa de romper, de arrancar. Se le reconocía como un torero de poder, pero carente de gusto y de sentido estético. Era un torero para rellenar un cartel, pero jamás para soportar el peso del atractivo necesario. Francisco despuntaba como un gran profesional y vivía profundamente enamorado de Carmina, la hija de Antonio Ordóñez.
Sebastián me comentaba, alarmado, los costos de las cuatro corridas:
–Dos millones de bolívares cuestan los carteles de la feria, Víctor. Mira dónde hemos llegado. Una corrida de México, puesta en los corrales de la plaza, sale en 70 mil bolívares; y traigo cuatro, ¡ya te imaginarás!
Paquirri sustituyó a Antonio Ordóñez, y Sebastián contrató, además a Currito Rivera que venía de redondear una temporada brillante en España. La mejor realizada por torero americano alguno, desde los días de Carlos Arruza. Currito salió a hombros en Sevilla, había sido el triunfador de la Feria de Abril, fue el triunfador absoluto en San Isidro y en las ferias de Bilbao, Pamplona y Vitoria. Un caso nunca visto. En Madrid, en una sola tarde, había cortado ¡cuatro orejas! Curro Rivera le imprimía a su toreo aires renovadores. Pepe Alameda le bautizó como “El torero sicodélico”, y su juvenil figura se había convertido en gancho de las mujeres. Curro arrasaba en Europa y en América con su fresco mensaje. También vino Dámaso González, la contraparte de Currito, pues el manchego con su faz aquijotada y toreo rebosante de valor, era diferente al de Rivera. El triunfo grande de Dámaso González en San Cristóbal –seis orejas y dos rabos–, no era corriente en nuestras plazas, y el cartel del manchego estaba por las nubes. Paco Camino, Curro Girón, Curro Romero y Luis Sánchez Olivares “El Diamante Negro” completaban los carteles de la Feria de Caracas de 1971.
Fue la feria de Curro Rivera y de Dámaso González. Currito cortó cuatro orejas, la tarde de su presentación, con una gran corrida de Santa Cilia; y Dámaso se encumbró a la apoteosis con el toro “Bonito”, número uno de “Tequisquiapan, indultado en el Nuevo Circo.
Los indultos, en aquella época, no eran cosa corriente. A este gran toro de don Fernando de la Mora se le perdonó la vida y fue, más tarde, a padrear a la ganadería de Sebastián González, “Tierra Blanca”, en tierras de Guárico, primero, y más tarde a Falcón.
La corrida de “Tequisquiapan” fue de gran calidad. A Luis Sánchez Olivares le tocaron en suerte dos grandes toros, que de haber acertado con la espada hubiera revolucionado la fiesta en Caracas, porque su público, ese apasionado público diamantista, estaba entregadísimo.
La presencia del toro berrendo en negro, indultado en Caracas, en la finca de Sebastián González, tenía un motivo y muchas razones. El motivo era que Sebastián González necesitaba, en ese momento, un semental para las razones de las vacas mexicanas que habían llegado a “Tierra Blanca”, escondidas en cajones de toros de lidia, a espaldas de los permisos de la Asociación de Criadores de Toros de Lidia de México.
Este asunto de las vacas mexicanas, delicado, provocó un escándalo en México. Vino a Venezuela una delegación que suponía debía ser testigo 129
de todas y de cada una de las vacas traídas de contrabando. De no hacerse este sacrificio, no vendría a Venezuela un solo pitón. Chopera y Sebastián tenían cuatro corridas de toros, las corridas de la Feria de Caracas, en el aeropuerto de México, y si la Asociación de Ganaderos no autorizaba la salida de los toros se perderían las corridas y fracasaría la Feria de Caracas.
Con sentido común se solucionó todo. Vinieron los toros y también los ganaderos mexicanos le regalaron a la afición venezolana siete toros, de siete distintas ganaderías, para la celebración de un festival del recuerdo que organizaron Oswaldo Michelena y Federico Núñez en la Monumental de Valencia.
El médico siquiatra Rafael Betancourt, Presidente de la Comisión Taurina de Valencia y el médico veterinario Durrego, aplicaron las ordenanzas taurinas con tan extremado rigor, que prohibieron la celebración del festival porque “los novillos no habían llegado a Valencia dentro del tiempo exigido en el reglamento taurino”. Novillos regalados a Valencia por los ganaderos de México, para que actuaran en Valencia Luis Castro “El Soldado”, Luis Procuna, Silverio Pérez, Alfonso Ramírez “El Calesero”, Eduardo Antich, Joselito Torres y los novilleros Carlos Reynaga y Rafael Velásquez. ¡Increíble! El inconveniente de la suspensión provocó la debacle en la organización. El festival coincidió, en su nueva fecha, con las corridas de Caracas. La promoción no fue la misma y económicamente resultó un fracaso. Federico Núñez perdió más de 40 mil bolívares que había invertido en la organización del festival y para cubrir su obligación tuvo que hipotecar un terreno que tenía en su natal Valencia.
El resultado del festival, en lo artístico, fue hermoso. César Girón actuó en todos los novillos como subalterno. Ayudando a los maestros de México, haciendo las veces de peón de brega. Fue su última actuación en los ruedos.
El 19 de octubre de 1971 se mató César en un accidente de carretera, en la Autopista Regional del Centro, cerca del peaje a La Victoria.
Armando de Armas había comprado Meridiano.
En diciembre fui a Bogotá, junto a un grupo de invitados por Jerónimo Pimentel, a la temporada de la Santamaría, para la que anunciaban a Luis Miguel Dominguín. El grupo de viajeros lo integrábamos Gregorio Quijano, Pepe Cabello, los doctores Eloy Dubois y César Rondón
Lovera, miembros de la Comisión Taurina Municipal del Distrito Federal.
En Bogotá encontramos, también invitado por la empresa de Pimentel, al periodista español Carlos Briones. Hubo muchas invitaciones al campo, casa de Fermín Sanz de Santamaría en La Holanda, nos invitó a El Cairo Antoñito García de la ganadería de Vistahermosa y también Isabelita Reyes de Caballero a su finca de Venecia. Fue la de Bogotá una grata experiencia. Las empresas españolas, manejadas por los hermanos Lozano y Manolo Chopera, ponían de lado a Pepe Cáceres y le tenían un veto solapado en los grandes carteles y ferias.
No era la primera vez, ni sería la última. Colombia vivirá sometida a los caprichos de las organizaciones españolas hasta que César Rincón abrió la Puerta Grande de Madrid. Venezuela, por el contrario, a pesar de haber tenido toreros importantes y empresarios independientes, siempre será un espejo de la voluntad de unos pequeños grupos. En los toros, como en todo, Venezuela carece de personalidad.
Durante ese viaje hice amistad con Carlos Briones, que trabajaba con Ediciones del Movimiento, que dirigía la revista El Ruedo. Me ofreció la corresponsalía del semanario. Lo acepté muy contento, sin saber que esa determinación que me parecía lógica, me traería muchos disgustos con algunos colegas que querían ese cargo.
Bogotá me agradó mucho en mi primera visita. Conocí a la afición de la Santamaría, entusiasta y participativa, participé de reuniones en peñas y tertulias y constaté que Colombia sentaba las bases, antes que el techo, para crear las estructuras del espectáculo taurino venezolano.
Venezuela tuvo, antes que ganaderías y aficionados entendidos, plazas monumentales y buenos toreros. Cuando es lo contrario. Para sostener al espectáculo taurino hay que tener una buena afición. Armando de Armas había cerrado negociaciones con los herederos de Felipe Serrano y con Carlitos González. Ya Meridiano era una piedra fundamental del Bloque de Publicaciones de Armas. Faltaba hablar con los propietarios de la rotativa para amarrar todo el negocio. Las fiestas de fin de año la celebramos en un club social que había en La Candelaria. Fue la segunda vez que vi a Armando de Armas, estaba en compañía de Pepe Hernández, hermano de los “Ginesillo”, hijo de la
señora Rafaela.
Me dijo “El Chino” Castillo que Pepe Hernández era muy influyente en la empresa.
–Ojalá, pensé, ¡influya en mejorar las páginas taurinas!
C a p í t u l o 5
César Girón en tarde de triunfo en Carcas, se cubre con la Tea de Monseñor Bernardo Heredia, un cura muy aficianado y muy venezolano.