“El Santanero”
Gustavo Castro
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INDICE Prólogo Pag. 3 Capítulo 1 pag. 9 Torerillo de Pueblo Capítulo II pag. 21 Trabajar un rancho virgen Capítulo III pag 33 La responsabilidad de ser caporal Caítulo IV pag. 43 Los vaqueros, mi gente Capitulo V pag. 55 El manejo del ganao Capítulo VI pag. 67 Mis primeras tientas Capítulo VII pag. 75 Toros pa’l recuerdo Capítulo VIII pag. 81 Una aventura inolvidable Capítulo IX pag. 93 ¡Hasta que me hartaron! Capítulo X pag. 97 Ya están viejos los pastores
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Santanero dando de comer al toro Pajarito No. 9 el cual no se dejaba retratar y solo así pudieron tomar la foto. Posteriormente le cortaría el rabo Manolo Martínez
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PRÓLOGO La peculiar figura de Gustavo Castro
“Santanero” habita en un lugar privilegiado de mi memoria desde hace largo tiempo. Quizá se remonte a aquellos primeros años de mi infancia, cuando iba a la desaparecida plaza de “El Progreso” de la mano de mi madre; o tal vez algunos años más tarde, en esa época en que don Nacho García Aceves cumplió 50 años de empresario y acudíamos al “Nuevo Progreso” en compañía de mi tío Paco Madrazo, que por ese entonces trabajaba como veedor de la empresa tapatía. Pero lo que sí tengo muy presente es ese gesto afable, su cara risueña, renegrida por el sol, enmarcada en un sombrero charro echado hacia atrás; el cuerpo relajado –aunque sin perder nunca la fibra– con el compás abierto y esas piernas delgadas, un tanto corvas de tantos años de andar a caballo… y el carisma a flor de piel. “Santanero” atesora esa personalidad campirana de pura esencia mexicana, sin dejar de lado un leve guiño de torería; porque no hay que olvidar que Gustavo fue torero, y esas maneras nunca abandonan el talante bravío de los hombres que soñaron con la gloria. Su estampa también me remite al nebuloso escondrijo de mis primeros recuerdos a caballo –en la ganadería
de La Punta– encaramado en aquella montura diminuta de corralito, custodiado a pie por un caporal de los de antes: Pedro Chávez, un hombre de mirada franca y trato sencillo, tan sabio como el propio “Santanero”, y dueño de un oficio tan especial que, hoy día, tristemente, se encuentra en peligro de extinción. Porque ser caporal en una ganadería como San Mateo fue un auténtico lujo para Gustavo. Y así lo cuenta en las páginas de este ameno libro que surgió de un encuentro que tuvimos en Morelia en el mes de enero de 2003. Parece que mi sugerencia caló en el ánimo de “Santanero”, que no tardó mucho en devolverme la grabadora y varios casetes que le había enviado meses atrás para que grabara sus memorias: “así, poco a poco, me vas contando todo, según te vayas acordando de tus cosas”. Cuando recibí tan valioso testimonio sonoro, inmediatamente me afané en realizar el vaciado de esas charlas solitarias, remembranzas de tiempos idos en los que la añoranza de “Santanero” canta a cada golpe de espuela. Y en medio de esa maraña de recuerdos, anécdotas y “sucedidos” –como bien dicen los rancheros– dotados de una gran fuerza interior, se esconde la historia de un hombre consagrado a su profesión; un vaquero valiente y
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Gustavo Castro “El Santanero” y el ganadero de “San Constantino” Juan Pablo Corona Rivera
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disciplinado que honró el nombre de San Mateo y se convirtió en un ícono del campo bravo de nuestro país. Once años permaneció en un cajón ese manuscrito sin que tuviera la dicha de convertirse en libro. Hasta que cierto día renació el interés de publicarlo cuando le conté a Carlos Reyes que esas memorias seguían en un injusto olvido. Por amistad le ofrecí una copia, con la confianza que la resguardara para sí, y luego desconozco cómo fue que Carlos le confió a Óskar Ruizesparza la existencia de este material. Entonces, el entusiasta fotógrafo y editor tapatío –uno de los más prolíficos de tema taurino en Jalisco– me animó a retomar este trabajo literario como parte complementaria de un proyecto todavía más ambicioso: la fundición de una escultura de tamaño natural en la que “Santanero” –montado a caballo y citando una vaca de largo, pues no podía ser de otra manera– que había encargado el flamante ganadero Juan Pablo Corona. Y fue así como nos dimos a la tarea de recuperar estas palabras que se encontraban dormidas, a la espera de cobrar vida en un libro que viene a ser una novedad inexistente en la bibliografía taurina mexicana, ya que hoy día no hay ningún otro texto en el que un caporal refiera esos secretos del campo que van aparejados a muchos recuerdos, aderezados de
un gran sabor taurino. Mientras las manos del escultor Santiago Flores comenzaron a dar forma a esa obra monumental, las frases de “Santanero” cobraban luminosidad en la blancura del papel, y en estas semanas de intensa labor de corrección del texto, en la que he pretendido que la voz del caporal se escuche con la mayor autenticidad posible, he redescubierto el verdadero valor de un singular testimonio que está hecho de jirones de toda una vida entre los toros. La historia de su vida comienza cuando fue torerillo de pueblo, pasando por su contratación en San Mateo, cuando la casa mater pasó de Zacatecas a Michoacán en 1959. Y de ahí, a aquellos largos años de labor en el rancho de “El Cuatro”, primero bajo las órdenes de Antonio Llaguno García –el hombre que dio exposición al trabajo de su padre del mismo nombre– y más tarde su complicidad con Ignacio Gracía Villaseñor, cuyo padre –don Nacho, el recio empresario taurino– encomendó hacerse cargo de la ganadería de San Mateo cuando inició aquella sociedad entre ambos, por allá de 1965. El capítulo dedicado al viaje de “Santanero” a España, cuando llevó 21 toros de San Mateo y San Marcos para ser lidiados en distintas plazas, representa una especie de epopeya con talante de reconquista, que a Gustavo le sirvió para demostrar lo
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Santanero ligando un derechazo en la Plaza de Toros “El Condado”, Mixcoac., en sus inicios de novillero
Santanero seleccionando toros para corrida en compañia de Don Antonio Llaguno, ganaderia San Mateo
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bien que sabía manejar el ganado, hecho que fue motivo de inusuales entrevistas y reportajes en distintos medios españoles. Así que con la conclusión de la escultura de “Santanero” y la aparición de este libro, se cierra un círculo evocador de otro tiempo, y la colocación de la efigie en bronce de esta singular caporal, a las afueras de la plaza de tientas de la ganadería de San Constantino, que recientemente fundó Juan Pablo Corona, viene a ser el homenaje más elocuente a la figura de un señero personaje de la tauromaquia de México.
Santanero con Don José Luis Pereda
Y parafraseando a mi tío Paco Madrazo en ese hermoso saludo que resume su gran obra “El color de la divisa”, puedo afirmar que “…este es un libro escrito sobre el polvo de las viejas veredas que se alborotan con los cascos de los caballos, y al placer de ver el vuelo caprichoso de la reata que cae y aprieta el testuz de un toro desmandado, haciendo que la cabeza de la silla vaquera llore humo cuando la diestra echa vueltas y la marca de orgullo para siempre”. Juan Antonio de Labra
David Silveti Tomas Campuzano, Santanero, Ortega Cano e Ignacio Garcia
Bañando los toros durante la travesía por mar “El Santanero”
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Santanero, Rancho del Charro, México, inicio de novillero.
Santanero, inicio de faena de rodillas al burel de festejo de Bodas de Plata. Rancho del Cuatro, ganaderia de San Mateo.
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CAPÍTULO I Torerillo de pueblo
Voy a empezar a contarles algo de lo
que me acuerdo cuando estaba en mi tierra, allá en Santa Ana Maya, donde nací un 22 de noviembre de 1928, en ese pueblito que está pegado a la orilla del Lago Cuitzeo de Michoacán.
buenos: cómo ganarle a un caballo; cómo hacer la rienda; cómo sacarlo bueno pa’ caminar –porque también el paso se les busca a los caballos–; y él me dijo todo lo que sabía, inclusive lo que debía hacer pa’ colear, aunque yo nunca fui coleador, pero sí que era bueno pa’ lazar. Pa’ eso sí, señores, y que me echen al más pintao.
Yo soy hijo directo –y el primogénito– de Camerino Castro y de Mercedes Cuna. Fuimos una familia de nueve personas, entre hermanos y hermanas, de los cuales alguno también rejoneó –Rogelio– y otros dos quisieron ser toreros: Octavio y Héctor. A Hildebrando no le gustó nada de eso. A Oliverio más bien le gustaban las peleas de gallos. Mi hermana Yva era una mujer muy guapa, muy hermosa; casó y murió al poco tiempo. Felicitas es una muchacha muy hogareña que siempre vivió con mi mamá; siempre estuvo al pendiente de ella. Y Octavio sigue en el cuento del toro. Eso es a grandes rasgos de lo que me acuerdo de todos los que estamos todavía por aquí, y de esos otros que ya pasaron a mejor vida.
A los doce años me pasaron a Morelia; me trajeron acá para que estudiara y entré a cuarto año de primaria. Pero la verdá yo no estaba yo muy a gusto porque añoraba mucho mi tierra. Me sentía como los toros bravos: la querencia me llamaba. En esas circunstancias fui mal estudiante y saqué la primaria apenitas, con mucho trabajo. Luego hice un año de secundaria y no me gustó, porque en el tiempo de vacaciones iba yo a Santa Ana Maya y lo que más me hacía feliz era andar en mi caballo; lo ensillaba y nos íbamos a lazar y a jinetear; yo jineteaba mucho a los toros, entonces y no recuerdo que me haya tirao ninguno.
Me crié entre los animales porque mis abuelos y mi papá eran carniceros. El contacto con puercos, chivos y reses, fue cotidiano desde que era un chiquillo. Cuando empecé a tener uso de razón, y de eso me acuerdo como si fuera un sueño, recuerdo que mi abuelo me llevaba a San Pablo Pejo, de donde eran originarios los parientes de mi mamá. En el viaje yo me le dormía en el caballo, o sea que a mí me inculcaron eso de andar a caballo desde niño. Mi abuelo era un arrendador a la antigua, tipo hacienda. Con él agarré consejos muy
Allá en mi tierra bajaban toros que venían precisamente de San Pablo Pejo, que está pegadito a Salvatierra, donde había mucho animal bravo en ese tiempo hasta que vino la fiebre aftosa y acabó con todo eso. En esa época yo ya jineteaba, y como lo hacía con toros bravos, un día se me ocurrió, después de jinetear, salirle a uno pa’ torearlo con un gabán. Había mucha gente del rancho, de esos ranchos de por allá, dando salitres a sus animales, y me vieron torear. Entonces, como vieron que era valiente me dieron coba: “Te invitamos a un jaripeo en San “El Santanero”
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Pablo Pejo, p´al domingo que viene. Se están haciendo jaripeos a beneficio del templo”. A mí me encantó la idea y les dije: “¡Pos vamos a ver qué pasa!” Así fue como empecé a torear; bueno, dizque a torear, más bien a salirle a los animales, porque el toreo es otra cosa. Me quedaba quieto delante de los toros que me agarraban a veces muy feo, y me volvía a parar. Luego me venía de vuelta de las vacaciones a Morelia para seguir estudiando. Y así transcurrieron años jineteando y toreando en el campo… a campo abierto, que es una chulada. Cuando estaba estudiando en la Academia de Comercio, un día, leyendo un periódico de la capital, me enteré que en un lapso de 45 días se habían muerto “Manolete”, “Carnicerito de México” y “Joselillo”. Eso fue en 1947. Me picó la curiosidad, y me dije: <<¿Por qué se mueren tanto los toreros? No importa, yo le voy a entrar a eso de la toreada>>. Así fue como empecé a dedicarme a querer ser torero de manera más formal, ya cuando tenía unos 19 años y me acerqué a los toreros que había aquí en Morelia pa’ ver si con ellos aprendía algo. Una vez salí de banderillero con un señor Antonio Vera, cuando yo todavía no sabía nada del orden de la lidia, ni que es “correr” a un toro o “pararlo”, ni nada de nada. Y me dijo: “¿Me lo corres, muchacho?” Le contesté: “Sí, señor, se lo corro”. Pero yo, dentro de mí, pensé: <<¡Qué chingaos voy a estar corriendo, si a lo que yo vine es a quedarme quieto y a torear!>> Y me fui derechito al toro y le pegué dos faroles de rodillas. Entonces, honestamente, no tenía ningún malaje, ni conocía el argot de los 12 Gustavo Castro
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toros. Vera me vio de lejos y nomás me dijo a señas: “vas a ver, canijo”, pero yo no entendía porque estaba molesto el hombre. Después, ese mismo toro nos encueró a todos en el tercio de banderillas, y el matador Vera ya ni se acordó de reclamarme porque el toro se le andaba yendo vivo. Fue en uno de esos festejos cuando un señor Jesús García Razo, que organizaba espectáculos taurinos y pachangas en todos los pueblos de Jalisco, me puso el mote de “Santanero”. A veces yo salía jineteando un caballo junto a una charrita, ella montada en una potranca y yo en un garañón… una carambola de caballos. Los caballos siempre me tumbaron a mí en los reparos, y ya luego me empecé a agarrar bien, pero los toros nunca me tumbaron, como ya les dije. Un día me fui a Irámuco, Guanajuato, a ver torear a unas toreras. Yo iba a caballo –está cerquita de Santa Ana Maya–, y me acabé tirando de espontáneo porque las vacas se les estaban yendo vivas a las muy pobrecitas muchachas. Una que se llamaba Hermila, la tengo aquí en la mente, es la única que me acuerdo el nombre, me dijo: “¡Bájate, ándale, ayúdanos!” Había unos torerillos que estaban espantaos con aquellas vacas de La Labor, de don Alfredo Ochoa. Me bajé, y maté las últimas dos. Una porrita que había en el tendido se metió conmigo muy fuerte y fui y les menté la madre. Claro que no les gustó nadita, y a la salida me esperaron para ponerme una madriza. Yo había dejado mi caballo encargao en una casa, y ya venía yo a caballo y uno me gritó: “¡¿Ya te vas hijo de tal por cual?!” Y les respondí: “¡Ya me voy… pero a joder a tu madre hijo
de tu rechinar de muelas!”. Total, nos hicimos de palabras y querían bajarme y yo les daba de pechazos con el caballo, los arrastraba –y yo trayendo conqué, ¿eh?–, andaba armao, traía pistola, pero no la usé porque además yo vi que al entrar a la plaza estaban desarmando a la gente, no dejaban entrar armas a la plaza. Y supongo que nadie estaba armao. Seguíamos forcejeando y en eso pasó el padrecito del pueblo y me metió al curato. Salieron las toreras con las espadas queriendo también pelear. Se armó un broncón ahí. Entonces el padre me dio un tequilita pa’ los nervios, y también una cervecita Victoria. Me acuerdo que fue la primera vez que tomaba esa cerveza. El padrecito no me quería dejar ir, y me insitía que me fuera en un camión y que al día siguiente me mandaba mi caballo. Recuerdo bien que le dije: “¿Cómo así, señor cura?, van a decir que yo corrí. No, señor cura, yo no corro”. Me fui pa’ Santa Ana Amaya con la pistola en la mano ya cuando estaba oscuro y en el camino no pasó nada. Amenazas de muerte Pero transcurrido un tiempo, me ofrecieron una novillada en ese mismo pueblo, mano a mano con Joselito Torres, que en paz descanse, un matador que después fue mi compadre. Ese festejo era otra vez con toros de La Labor. Estos cuates con los que me había bronqueao mandaron unos anónimos amenazándome de muerte. Y desgraciadamente le cayó uno de esos papelitos a mi apá, que me dijo: “¿Pus qué bronca trais tú, muchacho?”. Los “jefes” de antes eran más rígidos con uno; eran más tensos, y yo sentí que le
entró un poquillo de desconfianza porque me sugirió que no fuera a torear. Pero yo ya estaba anunciao y todo, <<¿cómo que ahora me voy a rajar?>>, pensé. <<¡Ni madres!>>. Entonces, mi apá tuvo la precaución de llamar por ahí a dos-tres amigos de San Pablo Pejo, que por ahí en todo ese rumbo les tenían miedo, entre ellos un tío mío, hermano de mi amá, que era muy respetao por allá. Como yo estaba amenazao de muerte, le pedí una pistola prestada a un sargento que estaba de partida –era muy amigo de mi “jefe”–, y me comentó: “Mira, Santanero, no te voy a prestar la mía, pero te voy a prestar una que quité el otro día”. Era una 45… ¡chulada de pistola! Le dije a mi hermano Octavio, que todavía estaba chamaquillo: “ándile, cómprese una olla de barro pa’ esconder la pistola, y cuando parta plaza me la entrega, porque a la hora de la salida vaya usté a saber quién se nos venga a juntar y nos arregla”. Así que me dio la pistola en cuadrillas y partí plaza con el arma debajo del capote de paseo. Afortunadamente no pasó nada y salimos con bien. Joselito cortó tres orejas y yo le corté el rabo al cuarto. Fue una novillada muy exitosa que después quisieron repetir, pero que por “angas o mangas” el mismo padrecito quería más porcentaje, y ya no se arreglaron con la empresa, y no volvimos a ir a torear a Pejo. ¡Ah!, me acuerdo que un día en San Pedro Zipiajo, en una “cebuceada”, sólo había dos burladeros y un toro llegó y remató muy fuerte y partió uno de los burladeros. Lo destrozó completito y la gente se emocionó mucho. Ya nada más sobraba otro burladero, y se bajaron “El Santanero”
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dos indios de esos paisanos míos, y además de la misma calaña, y quitaron el burladero que quedaba y nos dijeron, así muy presumidos, los muy jijos: “¡Ora sí toreadores –porque así decían–, ora sí a ver, ‘tales por cuales’, sálganle si tienen huevos”. Y nosotros le íbamos al toro, porque yo no tenía pendiente de eso porque mi meta era siempre andar en eso del toro. Yo casi no ocupaba los burladeros, más bien se los dejaba a otros que sí se lamentaban de que no había donde esconderse. Pero pos yo, en cuanto había un toro en la plaza, lo que quería era ponerme delante pa’ hacerle fiestas. En esos años seguí jineteando y toreando en los jaripeos, y me empezaron a ver por ahí distintas gentes; me salieron otras toreadas en distintas ferias, y “me zumbé” mucho toro cebú; varias bueyadas y cosas de esas. Así fue como bajé a Huetamo. Me llevaron contratado, doce pesos me daban y los gastos. Me fui sentado en un tambito –de cuarenta litros– en un viaje de 16 horas que hicimos un remolque que iba amarrao a un jeep. Cuando llegamos al río Balsas amarraron el carrito en una balsa pa’ poder pasar. El viaje fue toda una aventura. Llegamos allá y me metí al hotel porque el pantalón que traía había llegao roto y no pude salir a pasearme a conocer el pueblo y que me quedé en el hotel y descansé del viaje tan largo. Total, ya nada más me vestí de torero al día siguiente. Llevaba un vestidito de torear ya muy palmao. Las cuadrillas que iban conmigo era de aquí de Morelia y ¡todos se rajaron! Esa es la pura verdá. Y yo banderilleaba con clavo en las “cebuceadas”, me gustaba mucho... y como ya había andao medio entrenando con los palos, porque no 14 Gustavo Castro
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me dejaban ni tocar los capotes los que toreaban aquí en esos momentos, aprendí a banderillear con mucho arrojo. En el festejito de Huetamo hice muy buen papel; me arrimé con regusto y me sacaron a hombros. Al día siguiente me volvieron a repetir y otra vez me fue muy bien. Al final de la tarde me quedé muy sorprendido porque en vez de los doce pesos que me habían prometido, ¡me dieron un billetote: 600 pesos del águila! y un boleto de avioneta pa’ regresarme a mi tierra. Eso fue otro rollo ya. Ahí empezó a cambiar algo mi vida, y me nació más la afición pa’ echarle ganas al entrenamiento y querer aprender a torear bien. Y los que me habían visto con el cebú luego se dieron cuenta que mi afición había crecido; le salía a todo tipo de toros y nunca me quedé en el burladero. Mi plan era pelearle las palmas al que fuera, me gustaba rivalizar. En esos años ya había hecho relación con el ganadero de Corlomé, don José C. Lomelí, y había estado por allá tentando vacas en su rancho de Jalisco, cerquita de La Punta. Llegábamos a los herraderos a tratar de tentar, y siempre me daban un caballo a mí porque sabía montar y eso me encantaba. De todos los muchachos que toreaban yo era el único que salía con los vaqueros a juntar a ganao pa’ herrar o pa’ tentar, lo que se necesitara, pues. Entonces existían en Corlomé potreros muy grandes. Ahora las ganaderías son muy chicas, muy cortas, y los toros no hacen el ejercicio que hacían antes, ni son tan salvajes como los de antes. ¡Eso creo en lo personal! ¡Y que nadie se me vaya a ofender! Así hablo yo, con la verdá por delante porque no sé hacerlo de otra forma.
Sigo pensando que las ganaderías grandes, esas en que tienes que echar “el peine” para juntar el ganado para que salga, y que en un llanito tienes que lazar al animal porque si no ya te fregaste y no lo vuelves a ver. Eso ya se ha ido perdiendo. Todo ese romanticismo de la ganadería creo ya es cosa del pasado. Ora abres una puerta, abres otra –porque ya casi ni vaqueros hay en los ranchos– y arreas el ganao de un potrerito a otro con suma facilidad. A mí la ganadería que me gustaba era a la antigua, y me tocó pues, posteriormente, manejar San Mateo, que ya llegará su momento de contarlo con calma. El rancho más grande que yo conocí fue el de Corlomé. Ahí había mucha nopalera, nopal cardón, cactus que no conocía, algo de biznaga. ¡Ahí conocí hasta los lobos, que nunca había visto! Tenía muchas hectáreas esa propedad, no me imagino ni cuantas hayan sido, pero de las veces que más largo rato cabalgué en un mismo día fue en esa ganadería. A mí nadie me dijo nada; nadie me enseñó a torear, excepto uno que otro consejo que me daban los ganaderos cuando iba a sus ranchos. Les caí muy bien que yo ensillara y fuera bueno a caballo, así que me daban algún consejo. Eso sí, allí en Corlomé, y también en Campo Alegre, con Alfredo Ochoa, fueron unas de las primeras ganaderías donde entre en contacto con el toro de lidia. Entonces empecé a torear pachangas con vacas viejas, de retienta, o el ganado que fuera, anunciado en los carteles como “Santanero”. Creo que
fue en el pueblo de Charo donde así me pusieron la primera vez. Algunos otros torerillos me veían con envidia y decían que jamás iba yo poder a aprender a torear bien, que eso era muy difícil porque yo estaba muy choneao y tenía muchas mañas para defenderme de los toros. Yo nada más los oía, y los dejaba decir, pero yo tenía afición, tenía ganas, y seguí entrenando, entrenando, entrenando..., y no me querían dar toros en Morelia, no me quisieron dar nunca toros ahí. Me tenían marginao. Decidí irme a buscar fortuna a la capital. Me fui a México a casa de un tío que me dio posada: Pío Quinto Núñez. Y un día me tiré de espontáneo en una placita que se llamaba “El Condao”, que estaba allá por el barrio de Mixcoac. Rosendo Pérez y Joaquín Ruiz “Maravilla” la administraban. Me eché al ruedo con un toro grande y fuerte que había acabao con el cuadro. Era de una ganadería que se llamaba Santiago Ovando. Cuando vieron que yo le pude me dejaron matarlo, porque para entonces ya todos los toreros se habían rajao y uno ya estaba adentro con una cornada. A un banderillero lo había dejao maltrecho, y a un picador lo habían bajado del caballo. Y yo estaba con unas ganas tremendas de torear y no lo dudé. Al final me quisieron sacar a hombros, pero mi tío Pío Quinto me dijo que no me dejara porque no estaba bien. En ese momento, con la euforia que sentía, no comprendí lo que me quería decir. Pero tenía razón. ¿Cómo diantres iba a dejarme sacar a hombros si me tiré de espontáneo? En esa misma placita me dieron una novillada a los quince días; una “El Santanero”
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novilladita porque estaba chica, la mera verdá. Di una vuelta al ruedo, creo, porque no corté oreja, pero con esas fotografías toreando en “El Condao” me vine pa’ Morelia y entonces ya me empezaron a tomar en cuenta. De la mano de un panadero La empresa de Morelia la manejaba Alfonso Valadez, que era el que daba novilladas por todo Michoacán. Le enseñé las fotos y me dijo: “A ver qué día te doy una oportunidá, muchacho”. Pero Pasaron los meses y nada, hasta que un panadero de mi barrio, que ya me había visto torear, me comentó: “Voy a ponerle un billete pa’ que te den toros”. Pero todavía tuve que esperar un ratito. Antes, me dieron un toro en Cuitzeo; sí, ahí maté un toro... por ahí tengo las fotos, pa’ no echar mentiras; era un toro cinqueño, con 440 o 450, de El Vergel antiguo, no el que está ahora embistiendo mucho. Esa ganadería estaba por ahí por León, según me decía el empresario. Me fui pa´dentro, pero ya herido maté al toro. Y me cayeron las críticas. Decían que yo estaba loco; que me iba a matar un toro, y que ese día en Cuitzeo me había salvao de puro milagro. Total, seguí yo en lo mío. Seguí entrenando, entrenando, entrenando... y por ahí empecé a torear en otros pueblos y en las ganaderías. Hasta que por fin, el 16 de abril de 1950, se me hizo el debut con ese panadero que les digo que puso el billete pa’ que me dieran una novillada de categoría. Debuté con uno de los mismos toreros que no me prestaba su capote cuando iba a entrenar. Entre ellos era un tal Pepe Luis Almanza, chaparrito él, y Gilberto Chávez Valencia, que también debutaba, 16 Gustavo Castro
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como yo. Nos echaron seis toros de La Labor, propieda de don Alfredo Ochoa. Pero ahí venía un novillo de lo que don Alfredo había comprado de la ganadería de La Punta, de los señores Madrazo. En ese atajo de vacas y novillos que compró “a punta cortada”, como se dice, venía de todo. ¡Y lo quería echar en esa novillada por manso! Dicen que lo subieron al camión a sombrerazos, yo no estuve en el embarque, y después me platicaron toda la historia del novillo. Don Alfredo fue a sortear por mí y cuando regresó al hotel me dijo: “Oye, Santanero, te tocó uno bravo y te tocó otro manso. “¡Ah caray!”, contesté yo, muy extrañao, “¿cómo está eso; explíqueme porque no entiendo”, le dije. “Te eché por delante el bravo”, me contestó. Ese toro al que se refría don Alfredo era de la descendencia de lo que tenía de la ganadería de Queréndaro. Bueno, él decía que todavía tenía algo de Queréndaro, que era una ganadería de Michoacán que estaba por ahí por el rumbo de Zinapécuaro. “Ése va a ser bravo”, me dijo; “y el otro es manso, pero como va a salir en sexto lugar, te lo quitas de encima como puedas; al cabo, la gente ya va de salida de la plaza a esa hora”. Esas fueron las palabras textuales de don Alfredo Ochoa. Me quedé pensativo, pero yo le tenía toda la fe al ganadero, y pa’ no alargarles más el cuento, salí a torear mentalizao con eso que me dijo. En el primer toro di dos vueltas al ruedo, porque lo pinché, ¡y al sexto le corté el rabo! El novillo no salí manso; al contrario, fue muy bravo. Son esas coas tan misteriosas que tiene el toro. Me sacaron en hombros del Rancho del Charro y me llevaron hasta el Hotel Oceguera, que estaba lejos. Y a partir de ese día otro gallo me cantó.
En los meses siguientes empezaron a darme más novilladas. Toreaba hasta tres veces a la semana por aquí por los pueblos, aunque fueran jaripeos, pero me echaban a mí un toro bravo, pa’ matarlo yo; o unas vacas bravas o lo que fuera. Pude torear en todas las plazas de Michoacán... las que daban feria, incluyendo Uruapan o Cherán. En ese pueblo de Cherán tuve una bronca tremenda: me salió un toro manso y la gente no quería que lo matara. Entonces, varios se bajaron y lo lazaron y yo fui y les reventé la reata con la puntilla que traía. Me iban a linchar, nomás que yo iba con un banderillero de Zinapécuaro que se llamaba Francisco Hernández, pero le decíamos “El Caguamo”, y me quitó los trancazos por atrás, y ya cuando lo vi que andaba repartiendo golpes y surtiéndoles a todos, me fui sobre el toro. En una media arrancada que me hizo cerca de las tablas, le metí la espada hasta la mano y me llovieron botellas. Le dije al “Caguamo” que se hiciera pa’l centro del ruedo pa’que no nos alcanzaran los botellazos. Y ahí quedó la bronca de ese esa tarde. Al día siguiente no se presentó un novillero que venía de Yucatán, un chaparrito que era muy valiente…no me acurdo de su nombre. Y como yo estaba ahí, la empresa me dijo –que era Ramón Chávez, otro de los de aquí de Morelia– me preguntó: “¿Te animas a torear hoy? “Sí, como no”, le contesté. Iban a echar unas vacas de El Rocío. Recuerdo que me vistió un mozo de espadas al que le decían “El Cacahuate”, gente, muy servicial, que planchaba, te limpiaba la ropa, te la zurcía, te la cosía, te hacía hasta muletitas a su aire… y me vistió en el curato que estaba a un lado de la plaza, pa’ salir volando
hacia el ruedo en cuanto tocaran los clarines, porque yo ya sabía la rechifla que se me iba a armar llegando a la puerta de cuadrillas. <<“Sí un día antes había armado la bronca que armé”>>, pensé, <<“orita que me vean me van a querer matar de vuelta”>>. Y así fue, pero tuve la listeza de recibir a la vaca a portagayola, con faroles y todo eso, y la gente cambió de inmediato su actitú conmigo. Acabé cortándole el rabo a la vaca, y todos contentos. Aquello fue muy satisfactorio. Y con esas reseñas que venían los mismos toreros a platicar por aquí por Morelia agarré mi fuercecita y seguí toreando, seguí toreando, seguí toreando, pero sin llegar a ser una cosa del otro mundo. Así fue como llegué al Rancho del Charro a México, que estaba por ahí en las calles de Shiller, en la colonia Polanco. Lo más grande que hice fue un quite por gaoneras a un toro. Era una corrida moza, seria, de Tequisquiapan, de don Fernando de la Mora, un hombre de campo y de a caballo donde los haya. A mí me tocó siempre salirle al toro grande y nunca me rajé, como ya he dicho. Yo con los becerros, con los novillos medianos, no me acomodaba; me traían “de la zapatilla”. Entonces, yo siempre maté muchas corridas grandes; de los sobreros, incluyendo aquí en la monumental de Morelia, donde debuté con cierta “catego”. No me apreté los “machos” en la primera tarde del Rancho del Charro, y lo reconozco. Me agarró un toro, me lanzó para el callejón y ya me desmadejé todito, pero seguí toreando pa’ curtirme más. Volví a torear en Morelia y corté una oreja. Ese día estaban también en el cartel Felipe Rosas “El Tacuba” y “El Santanero”
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Benjamín Morúa. Salí vestido de blanco. Fue la última tarde que me dieron toros en Morelia. Para eso ya había ido yo dos veces al Rancho del Charro de México; ya había toreado por todos lados, habían ido hasta Ciudad Juárez, pero ahí no me dieron toros. Total, anduve en la legua como tantos otros torerillos de aquel entonces.
“Mira, Santanero, éstos me trajeron a la tienta pa’que te pusiera “un jabón”, un repaso, pero ya viste que no se pudo, mano”, y pegó una carcajada porque era muy risueño. Aquel día en Campo Alegre me saqué la lotería, y fue muy bonito que un muchacho que andaba nomás por ahí toreando en los pueblitos estuviera mejor que ellos.
Cuando “Don Difi” me tapó
En una de estas tientas también me pasó otra cosa con “Don Dificultades”. Este periodista tenía mucho poder en todos lados donde se paraba. Un tarde de toros, entrando en “El Toreo” de Cuatro Caminos, alguien lo llevaba del brazo y un amigo mío de Morelia, Jesús Torres “Torrecillas”, le pegó un grito medio burlón: “¡Ay, tú, no se le vaya a caer el brazo!”. Yo estaba de espaldas y al tiempo que voltié, “Don Difi” me echó la culpa a mí, pero yo nunca me disculpé porque no había gritado nada, ni llevaba yo amistá con él. Y a los pocos días “me arregló” en una columna que tenía en “El Redondel” que se llamaba “Puyas y pinchazos”, y aunque yo no toreara, el muy canijo siempre me estaba arreando.
Ya que estoy metido en contarles cosas de cuando andaba toreando, un día me pasó un detalle en Campo Alegre con El Chato Mora. Yo había ido a una tienta con unos muchachos de Morelia que ya se sentían figuras y les había puesto “un jabón”, esa es la verdá, y en aquel tiempo viajaba uno en tren. De aquí nos íbamos a la estación de Huingo y de ahí tomábamos un camioncito pa’ ir hasta Araró. Allí nos recogía una camioneta pa’ que nos metía al rancho de don Alfredo Ochoa. En esta tienta se me dio muy bien a mí. Nada más de mí se hablaba. Como al mes me volvieron a llevar a Campo Alegre, y me causó extrañeza que me invitaran esos cuates que habían conseguido la tienta, y venía con ellos el matador El Chato Mora. Y no es por presumirles, pero otra vez se me dieron muy bien las cosas y acabé con el cuadro. Cuando veníamos de regreso nos subimos al tren y El Chato Mora me miraba y se reía. Aunque éramos amigos, yo no sabía si se estaba riendo de mí o conmigo. El Chato era una gente muy agradable. Llegando a Morelia se “descobijó” con la verdá en una descuidadita que se dieron los otros muchachos, me dijo con la voz bajita: 18 Gustavo Castro
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Un día vino a Campo Alegre a una tienta y acabé con sus toreros, porque siempre andaba rodeao de un grupito de toreros a los quesque ayudaba de manera desinteresada. Se decían muchas cosas, ustedes me entienden, y saben a lo que me refiero con tantito que le echen imaginación al asunto. Bueno, pos el hombre andaba muy encabritao conmigo, y más adelante don Alfredo me dijo: “Fíjate que cuando venga ‘Don Difi’ no vas a poder torear porque no te quiere”. Pasaron tres o cuatro tientas y el señor ese me tapaba, pero como de todos modos yo tenía mucha afición
por andar en el campo o a caballo y, por decirlo así, yo era uno más de los vaqueros de esa ganadería, siempre estaba presente en Campo Alegre. Cuando mis amigos los vaqueros se dieron cuenta de que ya habían pasado varias tientas y yo no podía torear, se le pusieron “al brinco” a don Alfredo y le dijeron que ellos me iban a escoger una becerra pa’que yo la toreara, sin importar la visita de don “Dificultades”. Don Alfredo cedió y escogieron la vaca. Me la echaron en cuarto o quinto lugar y yo estaba muy “cortador” en las tientas –como navajita de rasurar–, y volví a darles una arreglada a los toreros del mentao don “Difi”. Me llamó el ganadero pa’ que fuera a comer con ellos, pero yo no les acepté la invitación porque cuando ellos llegaron yo ya estaba llenito; me había despachao directamente con la cocinera. Yo me “colocaba” muy bien con todo mundo y sabía a qué horas, en dónde y cuándo ellos iban a comer, pa’ poderme adelantar y estar listo si se ofrecía volver a salirle al toro. Me andaban buscando porque “Don Difi” ya había dao su brazo a torcer y aceptó que no me podía seguir “tapando”. Otra satisfacción muy bonita que me queda de esos años de torero fue en la ganadería de Santa Marta. Había tienta y llegué de “paracaidista”, asomándome entre las jaras, a ver si me dejaban entrar. Y de pronto que veo al maestro “Armilla” y me quedé impresionao. El que estaba tentando era Eliseo Muñoz –“Licho” Muñoz–, que después fue gerente de las plazas de DEMSA, del que luego me hice muy amigo. Estaba con una vaca gorda y muy astifina. “Licho” Muñoz ya le había pegao como
cuarenta pases y no se decía nada; todo mundo estaba callao en el palco y no le jaleaban los pases que estaba dando. Entonces, don Alfredo Ochoa, que se encontraba ahí de invitao, le dijo a los señores Chávez: “Oigan, dejen que este muchacho le pegue unos muletazos a la vaca”. Y yo me acuerdo que el maestro “Armilla” lo llamó y le preguntó, en cortito: “¿Oye, pero ese muchacho sabe torear? Porque si no, lo más seguro es que esa vaca lo va a lastimar”. Y don Alfredo le contestó: “Pos yo ya lo he visto torear en mi rancho y creo que sí puede, déjenlo, préstenle una muleta”. Yo hasta me sentí mal con “Licho”, pero en esta cosa del toro, cuando se viene la oportunidá, hay que aprovecharla. Agarré la muleta y me fui hacia la vaca. En los primeros muletazos volé; me partió la calzona del traje corto que traía puesto –uno azul marino que después lo bauticé como “el mil faenas” porque casi con ese fue toda mi carrera en el campo–, pero no me importó. Luego me quedé quieto y le corrí la mano a la vaca muy sabroso. Quién sabe cómo estaría yo que me sacaron en hombros de la ganadería los mismos ganaderos, y a la vaca le pusieron “Santanera” en mi honor. Pasaron los años y seguí tratando de conseguir más fechas. De vez en cuando toreaba alguna que otra pachanga, una novilladita, un festival –festivales, torié varios aquí en Morelia, ya pues casi estaba retirado de los toros–, pero ya me había casao, y cuando uno se casa ya es más difícil andar haciendo tanto desfiguro.
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Santanero, pase de pecho a toro de Tequisquiapan, Rancho del Charro, México.
Brindis de “Santanero” a su esposa Maria de los Angeles en sus Bodas de Plata, tentadero del Cuatro, ganaderia de San Mateo
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Santanero, como en antaĂąo, dando capa a la vaca, tentadero del Cuatro, ganaderia de San Mateo.
Santanero rematando su labor, mostrando arrojo y destreza, tentadero del Cuatro, ganaderia de San Mateo.
Santanero en remate lucido, evocando pases de juventud, en su festejo de bodas de plata, tentadero del Cuatro, ganaderia de San Mateo.
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Santanero arriando toros sobre su caballo Chasco.
Santanero, escogiendo vacas y sementales para la ganadería de Alfredo Ochoa, a su derecha tomando nota, y en compañia de Don Antonio Llaguno a su derecha chamarra de cuero y lentes”.
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CAPÍTULO II Trabajar un rancho virgen
Me
casé en 1956. Mi mujer se llama María de los Ángeles Sánchez apenas, que aquí sigue a mi lado. De mi matrimonio con ella nacieron ocho hijos. A saber: Gustavo, que es doctor; Verónica y Mario Alberto, los dos son dentistas; Francisco, que es ingeniero y trabaja en las maderas; Marco Antonio, que fue novillero y murió hace algunos años de cáncer; Manolo, ése también toreó en La México –lo mismo que Marco Antonio–, y que lo hizo cuando estaba Chucho Arroyo como empresario con el patronato que dio las novilladas. Manolo fue un torero muy técnico. Marco Antonio al revés: con tres pases volteaba la plaza de cabeza. Y más tarde se dedicó también a los toros Juan, el más chico, que también toreó algunas novilladas y luego se dedicó a ser aspirante de banderillero, pero se fracturó un brazo y ya no siguió. Tengo otra hija, Mercedes, que está casada y se dedica al hogar. Esa es toda “mi cuadrilla”, no sé si ya sumé a los ocho, pero, y si por ahí se me escapó alguno, ya me lo dicen ustedes. Somos una familia muy unida; hemos estado juntos en las buenas y en las malas. Quiero aclarar que todos, hasta los que no fueron toreros, alguna vez han toreado en el campo y han estado bien, inclusive las mujeres, Verónica y Mercedes. Eso es una cosa muy bonita porque a uno que está enyerbao de esto, pues lo llena de satisfacción que los chamacos hayan sacao esa intuición con el ganao bravo.
“Hijos-problema”, como dicen ahora, no he tenido, gracias a Dios. Y ya no los voy a tener, porque todos están muy grandotes pa’ salirme con cositas chungas a estas alturas del partido. Ahora de viejo, todavía les pego un grito y se me forman; o sea que parece que sacaron buena rienda todos. Así que no tengo ninguna queja de ellos. Al contrario. Mi mujer padeció de los riñones varios años, y le echó mucha afición durante su enfermedá. La fiesta de las bodas de plata la hicimos en San Mateo, que era el tiempo en que ella trabajaba ahí conmigo. Para esa fiesta me prestaron cuatro vacas pa’ torearlas; preparamos una barbacoa y vino mucha gente que llegó desde Morelia, grandes amigos. Muy bonito salió aquello. Todo mundo toreó, incluyéndome a mí. Y mi mujer estaba “retecontenta”, muy satisfecha, porque acababa de salir de la operación del riñón; se estaba muriendo, aquello fue en 1981. Estuvimos muy contentos, muy felices, porque fue una fiesta inolvidable, campera, totalmente fuera de lo normal. Me refiero a esto porque también tuve el bautizo de uno de mis nietecitos y anunciamos el evento como si fuera programa de toros, igual que el que hicimos para la invitación de las bodas de plata. Ya posteriormente, que haya oportunidad, por aquí les voy a enseñar las invitaciones de esas fiestas, que fueron muy a lo taurino y a lo campero, como debe de ser, pues yo creo que así debe festejar todo aquel que “se las da” de ser taurino.
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Pero ya me adelanté un poquito en la historia. Bueno, no importa porque mi vida giró siempre alrededor de San Mateo. Ahí entré a trabajar con don Antonio Llaguno en 1959. Me vino a contratar Alfredo Jiménez, matador de toros español –que ya también “R.I.P.”–, porque alguien me recomendó con él. Andaban buscando gente que fuera de Morelia, porque entonces tenían puros empleados zacatecanos cuando San Mateo se cambió al estado de Michoacán en esta época, al rancho de “El Cuatro”. Los vaqueros de Zacatecas venían quince días y luego se querían ir para allá. Extrañaban su tierra y a sus familias. Así no podían dar el ancho en el trabajo. Yo me arreglé con don Alfredo y me fui a trabajar a San Mateo. Por cierto que yo ya tenía un mes en el rancho cuando hablé por primera vez por teléfono con don Antonio Llaguno, que me hizo algunas recomendaciones muy valiosas. Recuerdo bien que me dijo: “Mira, Gustavo, no te vayas a hacer de compadres, porque luego son muy molestos. Ni bautices, ni cases a nadie. Más bien que te deban favores a ti en vez de que tú los debas”. Esos consejos que me dio don Antonio me sirvieron a la pura medida. A mi hermano Rogelio, que después trabajó conmigo, tuve inclusive que jalarle la rienda porque él sí hizo compadres; él no se negaba a bautizar chamacos, por la cosa de la religión; él tenía la religión más adentro que yo, y no se podía negar porque era pecado; por lo menos eso decían cuando éramos más chicos. Hubo momentos en que tanto a mi hermano como a su compadre tuve que jalarles la rienda. Ya andaban muy alzaditos. Pero después se alinearon y me obedecieron.
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También me dijo don Antonio que si me quería tomar una copa mejor me saliera a Zacapu o me fuera a Morelia; que aprovechara mis días libres, que siempre los tenía en fin de semana para ir a ver a mi familia. Al principio tuve muchos problemitas en ese rancho de “El Cuatro” –así se llama el rancho adonde se cambió la famosa ganadería de San Mateo–, que se encontraba en el municipio de Villa Jiménez, carca de Zacapu. Era un rancho de don Dámaso Cárdenas, el hermano del presidente don Lázaro, y cuando don Antonio tuvo dificultades en Zacatecas, los Cárdenas le dijeron: “Vente pa’cá a Michoacán, aquí tenemos este rancho”. Y se lo vendieron. Me figuro que también fue por aquello de que ese rancho contaba con un certificado de inafectabilidá, porque hubo una época en que muchos ganaderos de bravo batallaron cantidá con las expropiaciones de terreno que hizo la reforma agraria. Eran setecientas y pico de hectáreas, divididas en dos partes en cuanto a las escrituras, porque todo el terreno estaba junto. Era un rancho hermoso para criar toros bravos, creo yo, aunque “escazón” de agua; pero, al fin y al cabo, eso se solucionaba porque el rancho tenía muy buen cielo. Había una precipitación pluvial tremenda, pues con las barrancas que quedaban de aquellos tiempos lejanos, y un ojo de agua que escurría como un hilito, serían tres centímetros de agua –pero caía día y noche–, sirvió para hacer una pila alrededor que fue de gran utilida’ pa’ darle de beber al ganao. Cuando en tiempo de escasez se nos secó el ojito, tuve que andar acarreando el agua
desde un rancho que se llama “Ojo de Agua de Mansa”. Y cuando los riegos se daban en “El Cuatro”, llevaba el agua con una bombita a onde teníamos la siembra. En esos tiempos que acarreábamos el agua, unos señores de por allá de “La Puerta del Desmonte” venían y tumbaban el lienzo pa’ pasar su ganao a beber, que estaba como a setecientos metros del lindero de la cerca onde se encontraba nuestro bebedero. Eran muchas reses las que metían, unas cuarenta, más o menos, y en darles de beber se iba un “chorro” de agua. Un día me encontré a un fulano de esos y le dije: “No le tumbes el lienzo a mis vacas pa’ meter tu ganao. No andes haciendo eso porque vamos a salir mal y estamos de vecinos”. Pero me negó que él fuera el que tumbaba el lienzo y se “amachinó”, por más que le pregunté que cómo era posible que sus vacas brincaran el alambre con lo flacas que estaban, las muy desgraciadas. Yo sabía que todas las tardes entraba cuando veía que nosotros bajábamos del cerro, pero lo dejé que se confiara durante unos quince días hasta que “le caí en la maroma”, y le dije: “Me vas a pagar cinco pesos por vaca y no quiero el dinero pa’ mí, porque no trabajo con viudas; a mí me pagan. Con ese dinero voy a comprar balones de futbol pa’l equipo que tengo”. Y di la orden a uno de mis vaqueros que lazara a la vaca más gordita que tenía pa’ llevarla a la hacienda y que la recogiera cuando me llevara la “lana”. Ya habíamos contao todo su ganao y teníamos hecha la cuenta de cuántos pesos debía pagar.
A los dos días fue por la vaca y me pagó el dinero y le dije: “En ese tono sí se arregla todo, ‘manito’, pues ustedes se ponen broncos sin razón. El hombre me trajo a regalar dos litros de pulque, porque por aquel rumbo hay buen pulque, y nos lo tomamos con él muy a gusto. Esta anécdota viene a cuento porque yo creo que cuando hay que templar la reata hay que templarla, y cuando hay que chorrearla, pos hay que chorrearla. Y le doy gracias a Dios para que me diera ese tino en la vida: el haber andao entre la lumbre sin haberme quemao. Una labor de gran esfuerzo Cuando yo llegué al rancho había nada más cuatro potreros; o sea, todas las setecientas hectáreas estaban dispuestas de oriente a poniente. Y después fuimos haciendo los potreros de acuerdo a las necesidades, porque eran arriba de 300 vientres con sus crías, más todo el ganao que vino después tarde de Zacatecas. Eran bastantes cabezas y había que hacer los lotes; había que hacer los empadres; entonces nos dimos una carrera pa’ repartir la “postería” de cemento y empotrerar el rancho. Se contrataron unos 25 empleados pa’que fueran haciendo los hoyos, clavando los postes y dividiendo los potreros, según nos había pedido el patrón. Y luego empezamos a cortar el ganao de acuerdo al lote que le correspondía a cada semental. Más adelante ya sólo hicimos potreritos más chiquitos donde teníamos los toros de “saca”, los toros de engorda que se iban a las plazas. Tardamos un “tiempito” en hacer todo este trabajo, pues hasta se construyó el tentadero.
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Por cierto, que esa plaza de tientas, para mi gusto muy personal, y se lo demostré con el paso del tiempo al patrón, se hizo a contraquerencia y no nos funcionó mucho. Era una bronca pa’ embarcar; era una bronca pa’ llevar la tienta; era una bronca para arrimar las vacas pa’ herrar. Era un lío porque siempre estaba a contraquerencia y como eran lienzos de alambre, por ondequiera se nos escapaban los animales. Y ya después, cuando se vinieron las corridas que tenía en Zacatecas, cuando ya estaba todo empotrerado, y que la ganadería estaba estable acá en Michoacán, tardamos tiempo en agarrarle el modo al ganao. Pero mientras los novillos que venían chicos se pusieron en peso, se pusieron en edad, y andaban sueltos de esa banda, como se acostumbraba antes, a los tres años los recogíamos para darles un año de pienso. Por lo menos así eran las indicaciones del patrón, y así tuve que cumplirlas al pie de la letra, porque el patrón no le gustaba que se saliera uno del guacal. Tenía que cumplir todo tal y como él me ordenaba, que pa’ eso me había contratado. Esa fue la clave de que no hayamos tenido problemas, y siempre salimos de acuerdo. Cuando tuve dudas sobre cómo hacer algo le preguntaba y él me sacaba de la duda, y me dijo siempre: “Don Gustavo, cuando ‘riegues el tepache’ o no te acuerdes de algo, avísame o sólo dime: <<No me acuerdo, patrón>>”. También recuerdo que me decía: “Un error aclarado deja de ser error. Tú siempre dime a mí la verdá,; aunque en tus manos se te muera un toro, o se te muera un caballo, no ‘le hace’, no pasa nada si tú me dices lo que sucedió, así, con confianza”.
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Entonces, bajo esa sugerencia, yo siempre le hablé con la verdá a don Antonio Llaguno. De hecho, yo escribía un diario, el cual todavía conservo por ahí porque un día iba a cometer el error de quemarlo; pero un hijo mío me detuvo: “Oiga apá, pus si esa es la historia completita de cuando usté estuvo allá en el rancho. No lo queme, guárdelo”. Y tengo por ahí esos papeles. Son varias libretas de mi puño y letra, como dicen los licenciados. En “El Cuatro” yo pagaba a la gente que trabajaba con nosotros; yo hacía todo como un buen caporal. Manejaba el banco y también la raya; manejaba maíces, sorgo… manejaba todo. Ya posteriormente sembrábamos para hacer silo –los silos también yo los dirigí–, desde luego con un maestro que vino de Guadalajara cuando don Nacho García Aceves entró en sociedad con don Antonio Llaguno al 50 por ciento. Eso fue a partir de 965. Entonces se hicieron esos silos para 300 toneladas de pastura, porque a veces se padecía de falta de alimento. En “El Cuatro” había tractor, bulldozer, camión, camioneta; entonces todo eso lo tenía yo a mi cargo… palas y picos. Todo. ¿Un tesoro enterrado? Un día, con don Alfredo Jiménez, cuando andábamos haciendo los lienzos de los potreros, los peones sacaron unas piedrotas del suelo y quedó un agujero grande. Don Alfredo se acercó y me dijo: “Vas a ver ahorita cómo esta gente se pelea”. Se rió muy pícaro y yo no entendí muy bien que me quiso decir con eso. Parecía que en el agujero aquel se hubiera quebrao una olla que estuviera enterrada, llena de dinero. Y es que por
el lugar corría una leyenda que decía que por ahí había pasao “La bola” y los revolucionarios, con una tal Inés Chávez García, a la que llamaban “La Víbora”. Contaban que aquellos revolucionarios tuvieron varios encuentros con los federales y que enterraban el dinero que traían, por si las moscas. No sé si ustedes conocieron o han oído hablar de la mentada “Víbora”, pero comentaban que traía un cinto hecho de puras monedas de oro y plata, y por ahí algunos se han habilitao ese cuento de que han encontrado dinero en los lienzos viejos que había antes en los ranchos de la zona. Yo nunca me creí esos cuentos chinos, la “meritita” verdá. A don Alfredo se le ocurrió acercarse al agujero que les digo, y sin que se dieran cuenta los peones, echó dos “alazanas de orégano” que llevaba en la mano y les gritó: “¡Miren muchachos, miren lo que está ahí!”, señalando las monedas de oro que había arrojao al agujero. ¡N’ombre, hubieran visto la que se formó! La peoniza se dejó venir a la carrera y se fueron de cabeza a escudriñar el hoyo para ver si había más dinero escondido. Y empezaron a discutir y ya querían darse con los picos y las palas esos rancheros pajones. “¡Escárbale, escárbale!”, se gritaban unos a otros, hasta que don Alfredo ya de plano no aguantó la risa y les dijo: “Muchachos, vamos a seguir adelante con el trabajo porque ahí no hay dinero enterrao. Esas monedas las saqué yo de la bolsa y las aventé ahí pa’ que ustedes se fueran con la finta. Vienen de regreso. Sólo quería medir el nivel de su avaricia”. Los peones se molestaron mucho con la bromita de don Alfredo, pero no les quedó más remedio que tragársela y volvieron a lo suyo.
Aprovechamos algunos lienzos de piedra que ya había, y de ahí se completaba hasta donde se tenía que parar la cerca, pos había que añadirle con alambre lo que faltaba. Muchos rollos de alambre se trajeron de Zacatecas para este fin; alambre que quitaron de los potreros de allá. Llegaron camiones y camiones de alambre, porque eran muchas hectáreas las que teníamos que empotrerar. Al final se hicieron diecinueve potreros allí en esas setecientas y tantas hectáreas que tenía “El Cuatro”. Otro día vinieron con el cuento de que se había desaparecido un rollo de alambre. Eran muchos metros de alambre, y entonces le dije a don Alfredo Jiménez, yendo de Zacapu para el rancho: “Oiga, don Alfredo, fíjese que esa gente de Zacatecas yo la veo media jija... hay una o dos gentes que como que no me cuadran mucho”. Y me contestó muy sorprendido, y hasta un tanto molesto: “¡Yo por la gente de Zacatecas meto las manos a la lumbre, Santanero!”. Y le eché una guasita: “Uy, don Alfredo, pues le va a tocar quemarse las dos, porque yo ya descubrí un ratero y le hice que devolviera los rollos de alambre que se robaron el otro día; se los saqué a la buena”. Don Alfredo se quedó callao y me preguntó: “¿Y cómo le hiciste?”. Le conté la historia: Del primero que sospeché me acerqué y le dije: “Tú sabrás si te robaste o no el alambre, porque yo ya sé quién fue. Tienes de plazo a tales horas para que esos rollos de alambre aparezcan aquí mismo”. Resulta que ya los tenía escondidos entre unas hierbas por ahí en la barranca. Luego supe que antes de que yo llegara a trabajar al rancho ya habían vendido calidra; habían vendido cemento; habían vendido teja de la
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hacienda, la quitaban de los tejabanes; porque la hacienda la destruyeron. A veces hay que estar muy “águila” con la gente que trabaja en el campo, pos ahí donde los patrones les dan la mano, ellos les agarran la pata. Y eso no es cabal. Por lo menos yo no lo entiendo así. Hay que ser horado… y bien agradecido con la gente que nos da el trabajo. El caballo, mi mejor aliado Claro, que como íbamos terminando potreros, íbamos dividiendo las vacas de acuerdo a los lotes que se marcaban en la lista que don Antonio Llaguno nos mandaba. Desde luego, don Alfredo Jiménez era el encargao de eso; a través de él nos llegaban las órdenes del patrón, y lo obedecíamos conforme él nos decía, pa’ no regarla. Las instrucciones fueron que todo lo que se dijera, todo lo que se hiciera, una puerta que se abriera, etcétera, había que comunicarlo, había que apuntarlo. Todos los datos que se dieron al patrón fueron precisos. Con esa forma de trabajar nunca tuve dificultades. Siempre salí bien librao en cuanto a las labores que me encomendaban. Porque las órdenes había que entenderlas a la perfección. Y prácticamente desde que don Antonio Llaguno me dijo que el rancho había que manejarlo como si fuera propio, porque si no de nada le iba a servir yo a él como caporal. Así fue como le agarré mucho cariño al campo. Desde luego que yo ya tenía mucha visión de lo que era el toro de lidia, porque había andao en varias ganaderías como Corlomé o Campo Alegre, y de cuyos dueños aprendí muchas cosas, y también de algunos de sus vaqueros como ese señor Manuel que había en
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Corlomé, que era un vaquerazo. Así que cuando llegué a San Mateo no ignoraba el manejo que debía hacerse con el ganao en el campo bravo. Después comenzamos a amansar caballos, porque los primeros que nos llegaron de Zacatecas estaban mal amansaos. Venían con ocho o nueve años de edad, y así era muy difícil ganarles por la circunstancia de que ya estaban muy manoseaos; ya no cedían, y tuvimos que echarlos pa´delante y apañarnos. Nos llevamos varios golpes, de tanto caballo que montamos y que amansamos. Aparte que, como ya les había dicho antes, me encantaban los caballos y me gustaba mucho montar, sacarles la rienda a mi aire, de modo que me sirvieran pa’l trabajo. Entonces me sentía como pez en el agua en esos asuntos de caballos. También aprendí a controlar a un caballo cuando se desbocaba en el cerro. Eso se lo aprendí a los vaqueros zacatecanos, tal vez porque ellos traían casi siempre caballos mal amansaos y por eso era más frecuente que se les desbocaran. Acá en Michoacán se enseñaron a amansar y no es que no supieran, lo que pasa es que ellos agarraban caballos de la manada, lo ensillaban ocho o diez días y volvían a soltarlos. Así los caballos agarran sus mañas y sus resabios, para eso sí aprenden muy rápido, y cuesta trabajito volverlos a amansar. Dicen que un caballo desbocao se puede parar con la parada del indio, esa que hacen lo soldados, pero un día a un vaquero se le desbocó un caballo y yo vi cómo lo paró: con el sombrero charro, porque siempre usábamos sombrero charro
en el campo. Le fue tapando los ojos y así lo fue parando poco a poco, y lo fue enderezando pa’ onde él quiso. De todos esos caballos que venían mal amansados logramos meter algunos al carril y fueron buenos caballos, buenas bestias con nosotros. Es más, aquí mismo les voy a hacer un recuento de algunos de los caballos que yo mismo hice a rienda: Me acuerdo de una yegua alazana tostada, de nombre “La Profana”; luego tuve otra que se llamó “La Tejocota”, colorada de pinta; a ésa le quité lo mañoso. “La Pantera” era una yegüita prieta. La “Alteña” era chorreada. Y de los caballos que tengo en la memoria están “El Chasco”, un retinto muy bonito; “La Chispa”, que era bueno p’al reparo, retinto de pinta. Y tuve un cuarto de milla que se llamaba “Charrasqueao”, alazán tostao y lucero, de preciosa lámina. Al “Charrasqueao” le pegaron una cornada cuando era potrillo; una cornada que iba desde el corvejón hasta la punta de la nalga, y pa’ su suerte –y la nuestra– fue en sedal porque si no, nos hubiéramos privao de un gran cuaco. Con este caballo y con “La Alteña” me lucía mucho en los jaripeos de todo el rumbo. Lazaba muy bien con los dos, y también les salía a los toros muy toreaos sin que me alcanzaran. Los dos eran valientes y sabían torear. En la lista de caballos también tengo anotao un retinto que se llamaba “El Gorrión”. “El Pedrito” era un negro lucero; “El Pencazo”, un cuaco alazán, y “El Mentiras”, que tenía la pinta de flor de durazno, que es muy vistosa. El que más me cuadró de todos los que
tuve fue “El Bayo”, que era precisamente de ese color: bayo. Ya les contaré más adelantito lo que le pasó a este caballo. No se me olvidará nunca. Abriendo caminos El rancho tenía sus problemas pa’ entrar en tiempo de lluvias porque no había caminos, y durante doce años estuvimos sin luz. Nomás el puro relámpago veíamos en las noches de tormenta y con eso nos alumbrábamos cenando en la cocina, que estaba abajo en el patio, un patio muy grande, de finca vieja. Yo vivía arriba, en “el mirador”, como le nombrábamos a esa parte de la casa, y tenía que esperar a que relampagueara pa’ poder subir a mi cuarto y no caerme entre las piedras al caminar. Cuando don Antonio compró el bulldozer empezamos a trazar los caminos. Ramiro me ayudó mucho, porque era un señor que conocía mucho de eso. Me apoyé mucho en él y salimos al parejo en cuanto a acuerdos se tomaban con las comunidades agrarias que iban a poner la mano de obra y nosotros la maquinaria, ya fuera camión, palas, picos, el bulldozer, el tractor. Todo eso pusimos por parte de don Antonio Llaguno, y las comunidades trabajaban con brazos. Bajo esas circunstancias empezamos a hacer distintos caminos que terminaron favoreciendo a todas las gentes que vivían en el rumbo. Pero antes, pa’ poder llegar con dos toneladas de maíz desde la tenencia que se llama Cupándaro –que está en Villa Jiménez– hasta el rancho, era una auténtica odisea. Salíamos en la mañana hasta Zacapu a traer ese maíz pa’ echarle de comer a los toros de saca, y a veces tardábamos dos días en llegar
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al rancho porque nos atascábamos diez o doce veces en el camino, con todo y el bulldozer detrás de nosotros pa’ que no se atascara la camioneta. Con una velita nos alumbrábamos en aquellos tiempos. Ahí vivían lechuzas, murciélagos y todo eso que se acumula en una finca vieja, abandonada. Había una capilla muy bonita, pero tenía los techos sumidos; aquello estaba descuidao. Así viví doce años, hasta que gracias a los impulsos de don Antonio empezamos a hacer entender a la gente de los ranchos vecinos que abrir el camino era indispensable, tanto pa’ ellos como pa’ nosotros. Y hubo mucha cooperación para este cometido, excepto por parte de algún ranchero que se puso renuente y que me obligó a tener problemillas con los ejidatarios, con el encargao del orden, con el comisariado ejidal; pero al final todo se solucionó gracias a saberles llegar y traérmelos toreaditos… a punta de capote. Y eso lo conseguí porque ya tenía colmillo y sabía tratar a la gente; siempre me ligué bien con la gente del campo. No me fue difícil, porque los he entendido a la perfección. Claro, me aventé mis bronquitas y todo eso, y habladillas, como suele ocurrir, pero no pasó nunca a mayores. Así fue como terminamos trazando el caminito y ya pudimos circular en tiempo de aguas y tiempo de secas; ya fue otra nuestra vida; ya no nos atorábamos, y pues aunque brincando y eso porque el camino tenía sus defectillos, llegábamos al rancho con menos pérdida de tiempo. Aquello fue un verdadero alivio pa’ todos. En esos tiempos que estábamos en
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formación del rancho, cuando no había más que el camión de la ganadería y se ofrecía sacar algún enfermo o algún herido, batallábamos mucho, más todavía en tiempo de aguas. Yo tenía un carrito tirado por un caballo, que era con el que repartíamos pastura a los toros, y cuando estaba muy llovido aventaba un gotero por delante con el carrito, y les decía a los muchachos en el atascadero: “Si no pasamos con el camión, trasladamos al enfermo al carrito del macho y en ese salimos onde agarremos rodada”, que casi siempre era llegando a la tenencia Copándaro, de Villa Jiménez. Ahí ya conseguíamos camión porque en ese lugar teníamos conexiones con las gentes que eran propietarios de trocas o camionetas, porque en aquel tiempo eran pocos los vehículos que había por el rumbo. Cuando llegábamos con algún problema del rancho nos ayudaban y nos mandaban una camioneta pa’ sacar a la gente que estaba en apuros. Había veces que teníamos material acarreado hasta Copándaro y vaciábamos arena y tabique para hacer el tentadero o los corrales, y dejábamos el camión y agarrábamos un caballo pa’ irnos al rancho. Una vez que se nos ocurrió quedaros ahí, porque nos habían ofrecido un montón de maíz para rodarnos, no dormimos en toda la noche porque había mucho gorgojo donde nos habíamos acostao. Entonces prefería que, aunque fueran una o dos de la mañana, nos montáramos a caballo y camináramos una hora y media o dos hasta el rancho, aunque no se veía nada.
Si estaba relampagueando pues algo veíamos con “las lenguadas” de luz de los rayos, y nos ayudábamos de la orientación de los caballos, que tienen un tremendo sentido pa’ ello, y eso cualquier gente de campo lo sabe. Les soltábamos la rienda y ellos nos llevaban solitos hasta el rancho. Estas son experiencias muy bonitas que quizá mucha gente de la ciudá no las conoce. Los caballos tienen mejor sentido y vista que uno en la noche, por eso uno confía en ellos soltándoles la rienda pa’que te lleven a casa. Sobre todo de regreso, porque si vas a otro rumbo que no conocen es lógico que no sepan llegar, pero a la casa sí que llegan siguiendo su querencia. Vestiditos floreados, pa’ los Torres Antes de que se me pase, ya más entrado el tiempo, les voy a contar que, pa’ ampliar el rancho, se compraron otras 306 hectáreas a unos señores de apellido Torres, que eran nuestros vecinos y tenían sus tierras al norte de la propiedad que estábamos manejando. Primero se compraron 216 y luego nos vendieron 100 más, porque esos señores eran como diez hermanos y no sabían ni cuanto terreno tenían. Don Antonio mandó traer un ingeniero pa’que hiciera el deslinde de las tierras y el levantamiento del predio. Ya cuando el ingeniero marcó hasta dónde era la división de las 216 hectáreas que se iban a comprar, ya con todo el estacado puesto en su sitio, surgió un imprevisto en el lugar que se llama “Peña Amarilla”. Vino uno de los Torres y me dijo: “Fíjate que a uno de mis hermanos ya no le
está pareciendo el trato y yo creo que nos vamos a rajar”. Aquello no me gustó nadita; me “encabrité” muchísimo y le grité: “¡No ‘le hace’. Nada más rájense oritita mismo! Nomás nos pagan la chamba del ingeniero y de los peones que vinieron a trabajar tres semanas. Dígales, ingeniero, cuánto le deben estos señores Torres pa’que de una buena vez sepan y traigan la lana”. La cosa se puso tensa. Eran gentes muy alocadas y siempre andaban armaos. De hecho, luego me enteré que dos de ellos se mataron por una repartición de dinero. Pero en ese momento a mí no me importó, yo también andaba armao y estaba furioso. El ingeniero dijo una cifra y les pareció alta. Yo no aguantaba más aquella actitud rajona y los amenacé diciéndoles: “Pues mañana mismo nos vamos juntos a Puruándiro con don José Guisa pa’ comprarles unos vestiditos floreados ahí en su tienda de ropa… pa’ que se vistan como viejas, pos yo creo que las mujeres sostienen más su palabra y se rajan menos que ustedes, bola de cabrones”. Todo eso que les dije les caló muy hondo. El ingeniero estaba espantao porque veía como relucían las pistolas con los rayos del sol de mediodía. Yo no les tenía miedo y pensé: <<a ver de a cómo nos toca>>. Al final, se fueron a conferenciar debajo de un encino que estaba cerca y luego vinieron ya muy calmaditos y me dijeron que íbamos con todo p’adelante como estaba planeado, y que mañana firmábamos las escrituras. <<¿No que no?, culeros>>, pensé pa’ mis adentros. Cuando nos fuimos de ahí el ingeniero todavía estaba muy sudoroso y pálido, y me dijo: “Oiga, Santanero, usted se la juega ‘retefeo’. Esas gentes estuvieron
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Santanero en el tentadero de San Mateo, Rancho El Cuatro, con varios ganaderos, apoderados y visores de toros
Santanero, mostrando toro a novillero, toro toreado en el Rancho del Charro de Morelia, Santanero le puso dos pares de banderillas al no poderlo banderillear de forma ordinaria las cuadrillas
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a punto de darnos un susto”. Y yo le contesté: “No, ingeniero, no se crea eso. Yo veo en los ojos de la gente cuando tiene razón y también cuando no la tiene; aquí no cualquiera se le impone a uno así nomás. Esa es la fuerza de la razón, como le llamo yo. Y en este problemita la teníamos nosotros; eso nos daba poder pa’ echarles en cara a estos cuates que no fueran tan rajaos; no se vale que lo quieran mangonear a uno así; hay que ser hombrecitos… ¿o qué no, ingeniero?” Al final me cumplieron todo lo que se había pactado desde un principio, y fue así como el terreno de la ganadería de San Mateo se extendió a mil y pico de hectáreas. Después de la compra del terreno vinieron los trabajos para esa parte nueva del rancho: volvimos a meter maquinaria por allá, a bajar con los postes de concreto por ahí, y con lo que no completamos nos tuvimos que poner a cortar “postería” de palodulce que es el que más dura. Había palodulce y tepame, que son maderas muy propias de esa zona. El palodulce dura mucho en postes, hasta siete u ocho años. El encino parece una madera fuerte y resistente, pero no dura tanto; si acaso dos años y luego hay que cambiarlo. Eso significa más mano de obra y más gasto pa’l patrón, y no se vale. Entonces echamos toda esa “postería” y dividimos los potreros. Hicimos dos potreros en la parte nueva, que se dejaron de reserva, y mientras tanto se usaban más los otros donde abundaba el agua. Ya en tiempo de lluvias metíamos ganao a los potreros que estaban empastaos, y en tiempo de secas cambiábamos el ganao de vuelta pa’cá. Aquellas eran labores de campo muy bonitas porque –vuelvo a repetir– ahora la mayoría de las ganaderías ya nada
más son puros corrales de engorda, y allá en San Mateo no era así. Había a veces que echarle los conocimientos por medio del agua, por medio de la pastura, por medio de dejarles abierta la puerta a las vacas pa’ que empezaran a pasar y entonces gritábamos “¡ciérrenle que ya se alcanzaron a pasar!” o “¡ábranle, que faltan vacas!”. Echábamos “peines” buscando el ganao en los potreros más abrigaos. Toda esa labor a mí me encantaba, pues, aparte de que era mi trabajo, me gustaba mucho estar esperando el ganao, tanteándolo, porque el ganao también parece que lo anda espiando a uno. En el mes de mayo me acuerdo de las secas en el rancho de “El Cuatro”, que a veces eran tremendas porque juntábamos poca pastura, sobre todo en el tiempo en que me quedé solo con la ganadería porque no estaba don Antonio, y a veces me hacía falta refacción de billetes pa’ ir por alfalfa o para comprar pasturas. Pasaba un camión de alfalfa y yo quería desmontarlo, casi asaltarlo, pa’ poder echarle de comer a mis toros. Cuando el ganao estaba flaco y había tanta resequedá, empezábamos a cortar vacas que iban a parir, o vacas que estaban flacas pa’ llevarlas a un potrero y ahí les dábamos de comer. Eran angustias que yo vivía en esos tiempos. Ahora que estoy viendo las primeras lluvias de este año me acuerdo de cuando caían las primeras gotas de todos los tiempos, de todas las aguas que cayeron en “El Cuatro”. El regocijo y gusto que les “pega” a las vacas cuando les caen las primeras gotas en el lomo: retozan, brincan, se ponen muy contentas. Y ver eso a mí me emocionaba muchísimo.
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Santanero en su caballo el mentiras esperando entrar a lazar al corral en jaripeo en el rancho del cuatro
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Santanero herrando en el Cuatro, ganaderia de San Mateo,en compañia de Don Antonio Llaguno y vaqueros
CAPÍTULO III La responsabilidad de ser caporal
Ser caporal de San Mateo no era fácil.
Había que trabajar mucho, siguiendo las órdenes del patrón, como ya les he dicho. Don Antonio era muy celoso con su ganao. Cuando me mandaba a cuidar alguna corrida me decía: “A mí tú me respondes de que los toros salgan íntegros a la plaza”, y aunque tuve algunos problemillas con ciertos apoderados, se convencieron de que a los toros de San Mateo no había que tocarlos. Y no me los tocaron. Ese es otro orgullo que me queda, de haber trabajao en esa casa grande; pa’ mí grande por la calidá de sus toros, y por la seriedá de sus gentes, ya fuera el propio don Antonio o don Nacho García Aceves –más adelante–, y su hijo, el arquitecto Ignacio. No fue fácil en ninguna época. Pero como digo: me he de morir con ese orgullo y ese gusto. Llegó a haber un tiempo en que las presiones pa’ meterles mano a los toros eran muy fuertes y en esos meses, cuando ya estaban haciéndose viejos y no los querían torear, un apoderado de esos que se creen muy listos me dijo, así medio altanero:“Pos estos toros los van a tener que mandar pa’l rastro y se los van a tener que tragar”. Afortunadamente, en esos días hubo quien comprara corridas y se los llevaron y se lidiaron con éxito. Una de las corridas que teníamos engordando la lidió Joselito Huerta en Monterrey. Cierta vez hubo una reunión de varios ganaderos en México, quesque pa’ unirse
y no dejar que se despuntara ningún pitón. Pero al parecer eso no funcionó y nada más nosotros, acá en San Mateo, cumplimos con esa encomienda. Es muy importante respetar al toro, por eso yo creo que la Fiesta está un poco de cabeza hoy día, porque se ha perdido la autenticidad que brinda el toro con edad y sin que le toquen “una diana” antes de que salga a la plaza. Y ya esto de “la diana”, pus que cada quien agarre su boleto por donde me quiero dirigir, pa’ no echarle más malas al asunto. La confianza del patrón Un día nos faltaba un toro pa’ completar los empadres y don Antonio me habló pa’ decirme: “Echa el novillo número tal. Nomás lo observas bien. Si en algo no te llena el ojo me hablas por teléfono. Efectivamente, cortamos el toro, lo metimos a unos corrales, a una manga, lo meneamos para un lado y pa’ otro... pos ya pa’ esto yo tenía algo de “colmillo” pa’ y conocía el tipo y hechuras de los toros que daban bueno de San Mateo. Entonces el toro no me llenó el ojo y salí a llamar a don Antonio y le dije mi parecer. Él me contestó que al día siguiente estaría a las diez de la mañana conmigo pa’ que viéramos el toro juntos. Y como era muy puntual, ahí llegó al rancho a esa hora que me había indicado. Después de verlo y observarlo me dijo: “Saca ese toro, mándalo al rastro porque está muy corriente, está muy basto. Ese yo creo que fue un ‘cachirul’
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de algún semental, de algún toro que no corresponde”. Entonces, me lo dio por la madre; la madre por ahí la preñó otro toro que no correspondía. Y cambiamos el semental. Yo siempre estuve al pendiente de todas esas cosas, porque don Antonio era muy preciso en sus empadres, que son la clave de una ganadería. Es lo más difícil de hacer: los empadres, y determinar qué vaca va a ir con qué toro pa’ que ligue bien. Don Antonio sabía mucho de eso, traía la escuela de su padre y de su tío Julián, que eran ganaderos de los de antes. Cuando los señores García se asociaron con don Antonio, por allá del año 65, me echaba tres semanas en “El Cuatro” y una en “El Cuadrao”, en el rancho de los Altos de Jalisco donde está asentada en la actualidá la ganadería de San Mateo. Mi trabajo ahí consistía en enseñar a los vaqueros; decirles cómo se manejaba el ganao y que le sirvieran a don Nacho lo antes posible pa’ que yo me pudiera quedar el mes completo acá en “El Cuatro”, en Michoacán, que era donde yo pertenecía. Un día me dijo que me iba a poner un radio en el rancho pa’ que le hablara directo a su oficina cuando se me ofreciera algo. Pero a mí nunca me ha gustao que me controlen, así que le dije: “Mire, don Nacho, ni me va a servir ese radio porque yo cabalgo entre cuatro y cinco horas diarias, y así va a ser difícil que me vayan a poder localizar”. A mí no me gustaba estar conectado a la oficina, porque sentía como que querían tantearme y traerme checado. Eso no iba conmigo, y ni falta hacía que 36 Gustavo Castro
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me checaran porque yo sabía lo que tenía que hacer en mi trabajo y siempre fui muy cumplido con mis patrones. De todos modos me pusieron el radio y nunca nos sirvió pa’ nada porque el día que yo tenía libre no me iba a quedar pegado ahí al radio, esperando a ver si me llamaban; yo me salía a ver mis gallos de pelea. Al final se llevó la radio pa’l otro rancho, “El Cuadrao”, y al parecer ahí sí les funcionó porque estaba una gente al pendiente del radio, que no era el caporal, y pues así ya era “otro boleto”. La convivencia con los patrones, por ejemplo, con don Antonio Llaguno, que fue con el que trabajé más tiempo y, posteriormente, con el arquitecto García Villaseñor, siempre fue de mucho respeto. Don Antonio era una persona que no mandaba, sino que sugería las cosas. Nunca tuvimos que alargarnos en ninguna conversación sobre algún trabajo, porque vio que yo “desarrollaba” y hacía las cosas como él quería que se hicieran. Un empresario ejemplar Un día, en una tienta de machos, don Nacho se estaba durmiendo, quizá porque la tienta estaba saliendo “flojona”. El caso es que yo le pegué un grito, desde el caballo, donde estaba tentando: “¡Ay, patrón, no se duerma!”. Y me contestó con la modorra que traía: “Está tan buena tu tienta…” Entonces le retobé: “Mire, patrón, estos becerros así, como están saliendo ahorita, son los de las orejas y los rabos en la plaza. A lo que sale muy picoso aquí está muy difícil que se las corten”. Pero ni caso me hizo y siguió con su siestecita allá arriba en el palco.
Pasaron los años, y ya saben ustedes que los becerros se tientan de dos años y a los otros dos, cuando tienen cuatro, se van a las plazas. Pues que se viene una feria de Guadalajara y embarqué la corrida de San Mateo que estaba puesta pa’l “Nuevo Progreso” y me fui con los toros pa’ cuidarlos, como lo hacía siempre, y ya estando ahí en Guadalajara don Nacho me mandó a la ganadería de Carranco, cerca de San Luis Potosí, a embarcar una de las corridas que iban a lidiarse. En esa época tenía como veedor de la empresa a don Paco Madrazo, que no sé porqué no podía ir a embarcarla, así que me dijo: “Si tú ves que la corrida no da el peso no la vayas a embarcar, porque tú serás el responsable si llega aquí y la echan pa’trás”.
comentarle lo que había pasao. Don Paco me comentó que aguantara vara y que me fuera otra vez pa’l rancho al día siguiente a embarcar los toros. Así que… yo chitón. Le pedí el favor a Javier Bernaldo, que por entonces andaba de novillero y traía carrito, que se fuera a la ganadería a informarle al ganadero que al rato íbamos a llegar otra vez con el camión a embarcar la corrida.
Me fui pa’ la ganadería en cuestión, y cuando llegué me fijé que sí había báscula, pero no hice caso de eso y preferí ver a los toros primero, desde arriba. El ganadero le pidió a su gente que empezara a meter por delante a los más fuertecitos de la corrida, pero yo vi que no tenían mucho trapío y le dije: “Fíjese que traigo instrucciones de no embarcar la corrida si no sirve. Como usté comprenderá, yo no puedo presentarme en los corrales de la plaza de Guadalajara con toros que me los puedan ‘retachar’, porque no quiero petardear”, le dije sin titubear. En ese tiempo yo ya era “coyote viejo”, y no me importó hablare así de claro al ganadero, que se puso como loco, como pa’ torearlo de lo encastado que estaba conmigo después de todo lo que me dijo.
De pronto, y siendo yo un poco entrometido, porque veía al patrón desesperao, le dije: “Oiga, don Nacho, si usté tiene toros”. Se me quedó mirando muy sorprendido y me contestó medio enojao, porque pensaba que lo estaba bromeando: “¿Pos dónde están esos toros que dices? Dime, a ver, dime, ‘Santanero’? Y yo fui al grano: “Pos allá los tengo en ‘El Cuatro’; allá tengo la otra corrida, esa que usté me había dicho que no le diera de comer; pero sí le di ‘por si las moscas’, y los toros están puestos pa’ venir a Guadalajara”.
Decidí irme a dormir a Santa María del Río y ahí agarré un cuarto con el chofer hasta que pude localizar a don Paco pa’
Cuando llegamos con los toros a Guadalajara… ¡zas!, que los echan todititos pa’tras. Ninguno daba el peso. Don Nacho se jalaba los tres pelos que le quedaban en la cabeza y no sabía cómo iba a resolver aquel problemón que tenía encima, pues ya faltaban unos pocos días pa’l festejo.
Al día siguiente embarqué la corrida de San Mateo en Zacapu y la traje a Guadalajara. Fue una corrida triunfal. A los toros les cortaron cuatro o cinco orejas, entre Mariano Ramos y David Silveti, y no recuerdo el nombre del otro torero. Esto demuestra que yo también era previsor y estaba atento a todo lo relacionado con la ganadería. Don Nacho, como ya les estaba contando “El Santanero”
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antes, no le interesaba mucho eso de las tientas o los empadres, sino más bien le interesaba lo suyo como empresario. Por eso siempre me preguntaba: “¿cuántos toros tienes en el rancho?” o aquella otra pregunta que me soltaba seguidito: “¿hay toros coloraos en el encierro?” A él le gustaban mucho los toros coloraos, tenía verdadera devoción por esa pinta. En San Mateo sí había toros coloraos y castaños, aunque la mayoría eran cárdenos y negros. Otro detalle que recuerdo de don Nacho es que al día siguiente de una corrida, si estaba yo en Guadalajara, me invitaba a su casa pa’ comentarla. Ahí nos reunía a varios taurinos, entre ellos a su amigo Manuel González “Pinocho”, que había sido banderillero y apoderado. Ese señor era un taurinazo de primera. Algún tiempo también fue veedor de la plaza de Guadalajara. Don Nacho era un empresario con mucha capacidá, de esos que tanta falta le hacen orita a varias plazas de México. Le gustaba oír nuestros términos, nuestra forma de platicar y cómo desmadejábamos la corrida, cada quien con sus conocimientos y puntos de vista. Y ya después de echar la plática, nos daba de almorzar ahí mismo y luego cada quien se iba pa’ su casa. Así era siempre después de cada corrida de feria en Guadalajara. Lástima que esa tradición de dar toros varios días seguidos en Guadalajara se ha ido perdiendo. Aquello era muy bonito y yo lo disfrutaba muchísimo. Pa’ mí, don Nacho García Aceves fue uno de los mejores empresarios que ha habido en el mundo de los toros, sin lugar a dudas. Me identificaba
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mucho con su forma de ver la Fiesta, de ver los toros; en la forma de pensar y de hacer las cosas. Compraba sus encierros con mucho tiempo, y antes de que se llegara la feria ya andaba viéndolos y reseñando cuál sí iba a ponerse bien y cuál no. Era un hombre con mucha experiencia, y bueno, a veces se la aplicaban algunos ganaderos que de repente le fallaban con los toros porque les quitaban el grano, y echaban excusas de que si ya hacía mucho frío en los ranchos o que si ya se “chupó” la corrida, o que si esto o que l’otro. Y es lógico que los toros se bajen un poco con el frío, pero es más lógico que se bajen cuando no se les da su alimento diario pa’ que se “pongan” como Dios manda. Por ponerles un ejemplo: si los toros se comen tres kilos de pienso y se los bajan a dos y medio, o a uno por día, pos no se “ponen”; no agarran trapío y S se les mira el morrillo “chupao”, y también los cuartos traseros “chupaos”. Así no pueden ir a plazas de importancia. Y si la alimentación de los toros no mantiene un mismo paso, luego resulta más complicado “ponerlos”. Este es un asunto muy delicao en el campo. Hay que saberle tantear muy bien cómo se les va a ir dando el alimento pa’ que les sirva mejor a su desarrollo final. Nosotros en “El Cuatro” echábamos de comer de seis a siete kilos diarios a cada toro. Recuerdo que cuando estábamos ensilando el silo que don Nacho nos mandaba de los ranchos que él tenía en Jalisco, la gente jalaba parejo conmigo porque a la hora que llegaran los camiones, a esa hora descargábamos
la pastura, así fueran las dos o tres de la mañana. Nomás escuchábamos que pitaba el chofer, ahí volteando el cerrito que se llama “La Chamacuera”, y a la hora que fuera se paraba la gente a trabajar. Esto se logró gracias a todo lo que ya he comentao: que hice muchos amigos en el campo que “me seguían la corriente” en todo. El toro que mató a mi cuaco Un día embarcando una corrida en “El Cuatro”, un toro no quiso entrar, y ya estábamos batallando mucho con él. Don Antonio empezaba a desesperarse porque en la cuarta o quinta arreada que le dimos con los bueyes, el toro se nos volvió a pelar ya cuando estaba casi en la puerta de las corraletas. El patrón no se aguantó y me pegó un grito: “¡Lázalo!” Yo traía buen caballo, siempre anduve bien montao, con buenos caballos, ligeritos y de buena rienda; unos que los hice yo, otros que ya me llegaban hechos, pero siempre buenas bestias. Entonces me fui detrás del toro, lo alcancé y lo lacé. Y cuando lo teníamos tirao en el piso, mi compadre, el fotógrafo Carlitos González, trató de retratar al toro pero el patrón le dijo que se esperara a que el toro estuviera otra vez en pie. A don Antonio no le gustaba ver a sus toros tiraos. De esto me acordé y quise contárselos; sólo es un detalle, una anécdota de don Antonio en esa tarde que embarcamos aquella corrida. Pa’ poder llegar con los toros al embarcadero que hizo don Alfredo Jiménez, era menester echarle mucho valor, porque, como ya les dije, el embarcadero estaba a contraquerencia. Los vaqueros le “sacaban al parche” y
no querían meterse conmigo a arrear en esa manga de unos diez metros de amplio, que tenía cinco hilos de alambre en cada lienzo y desembocaba en las corraletas de la plaza. Ahí estaba el tentadero, y también el embarcadero. Y es que los toros tenían que librar una subidita, y había mucha piedra en el camino, peñascos y árboles, por lo que a la mitad del recorrido se calentaban, daban media vuelta y no había quien los parara. Y claro, estábamos nosotros a la cuesta-abajo y teníamos que “pelarnos de volada” porque los toros siempre eran más rápidos que los caballos. Nos escapábamos dándole vuelta a un peñasco, dándole vuelta a un árbol, dentro de lo angosta que era la manga que era, y pasábamos fatigas y se nos amargaba la boca cuando los toros nos embestían con mucha fuerza pa’ bajarnos. Nos llegaron a matar varios caballos. Uno de los vaqueros que tenía más capacidá pa’ hacer esta labor se llamaba Trinidad, y era el que más valor le echaba al asunto. Yo tenía un caballo de dos riendas, medio bruto, y traté de darle la vuelta en un arbusto que había cuando un toro nos embistió y se topó conmigo. Era un toro número 22, cárdeno claro, bien puesto. Me le escapé de “puritito” milagro, y luego se le fue a “Trino” como rayo, y éste, en la desesperación de sentirse perseguido, le hizo como Tarzán y se aventó a la rama de un palodulce y se quedó colgao. El toro le pasó rozando por debajo, porque iba huyendo hacia su querencia, quitándose estorbos o lo que iba encontrando a su paso. Me bajé del caballo pa’ levantar a “Trino”, que estaba llorando y con mucho dolor en las costillas; tenía una mano quebrada. Con
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el machete saqué unas astillas de unas ramitas de cazahuate –palobobo, que le llaman– y corté dos para inmovilizarle el brazo y la muñeca con mi pañuelo; se lo enredé y luego lo llevé en ancas de mi caballo al camión donde estábamos embarcando la corrida y le dije que me esperara ahí. Les pedí a mis vaqueros que se fueran a traer mi cuaco, al que nombrábamos “El Bayo”, pa’ ir a embarcar al toro que era de esa corrida que debía irse en el camión. Y aunque siempre teníamos por ahí un par de toros de reserva, listos para ser embarcados por si se ofrecía, el toro que se escapó estaba reseñao en esa corrida y era preciso meterlo. Ya lo traíamos de nuevo y que se revuelve otra vez pa’tras en el mismo lugar donde agarró a “Trino” y se quedó ahí, a medio callejón, ya sin los bueyes, que lo habían dejado. Entonces, me bajé del caballo y de lejos le aventé pedradas pa’ ver si lo obligaba a seguir su camino hasta el embarcadero, pero el muy canijo se me arrancó de largo y le metió el pitón a mi caballo en la femoral. El caballo se murió relinchando, con lágrimas en los ojos. Yo le tenía mucho cariño a esa bestia porque nos había hecho ganar muchas carreras; ese caballo se lo había regalado don Javier Garfias a don Alfredo Jiménez; era un ejemplar de falsa rienda, muy bueno pa´ trabajar en el campo. También era muy bueno pa’ la pica y enorme pa’ andar en el carril embarcando; y servía pa’ lazar… una chulada de caballo. Volví a ensillar otro cuaco y me fui a echar uno de los toros de reserva, pos no me quedó más remedio. Con ese completamos la corrida. Nos llevamos
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a “Trino” a Zacapu y lo dejamos con el médico, y yo me seguí pa’ Guadalajara con la corrida. Cuando regresé de Guadalajara me dijeron los vaqueros que no quisieron llevarse el caballo y que habían preferido enterrarlo ahí en “El Cuatro”. No lo sepultaron hondo, y quedó por encimita de la tierra. Le echaron muchas pencas de nopal pa’ que los coyotes no lo fueran a sacar. Y ahí se hizo una nopalerita que todavía se puede ver. Ahí está el sepulcro de ese caballo bayo, un caballo con mucha historia y de grato recuerdo. El chiste es que, pa’ que no se me pase el detalle, ese toro número 22 que mató a mi “Bayo” se ofreció pa’ que fuera a una corrida de Guadalajara. Y don Antonio me dijo: “Tienes que traer al toro 22, ora sí a como dé lugar”. Lo que hice fue prepararme para toparme otra vez con el toro en el embarcadero, porque los toros aprenden, tienen un sentido de las distancias y de la orientación. Se vuelven a acordar de las cosas que les han pasao. Lacé al toro y lo cuetié, que fue como lo agarramos de las patas y de una mano, “aborregao”, como se dice, y así lo metí a un cajón bajo. Y luego subimos el cajón al camión con unas vigas que pusimos, mediante cuerdas y rodillos. Ese toro 22 le tocó a Curro Rivera en Guadalajara y salió “rebueno”; le tumbó dos orejas. Así que, sigo insistiendo: el toro lazao no agarra resabios; eso es puro cuento, como ya les había mencionao. Pa’ mí, todos los toros que lacé siempre fueron bravos en la plaza y no se les notaba que los hubiéramos maltratado ni nada. Y así lo repito, recio
y quedito: todo depende de quién lo lace y cómo se haga. Los toros son muy “vivos”, pero si uno sabe tratar bien a un toro lazao, jamás va a aprender algo. Aprenden cuando los vaqueros se les cruzan por delante y les tocan los laos. Hay toros que a veces no quieren entrar, que les agarra mucha querencia a sus potreros y es difícil hacer el embarque. Pero con calma, y sabiéndole asunto del arreo, poco a poco, los vaqueros nuevos que estaban aprendiendo conmigo, iban dando de sí, y ya era menos mi trabajo, porque ya ellos daban los pasos necesarios. Ya no se necesitaba andarles gritando ni andarles diciendo: “¡Cierra la puerta! ¡Abre la puerta!”. Cada quien se ponía en su posición y todo me funcionaba perfectamente. Una buena iniciativa A raíz de todas estas tragedias ya nadie quería ayudarme a embarcar, o irse conmigo con los bueyes y los toros por el callejón ése pa’ meterlos. Le dije a don Antonio que me dejara probar y hacer un embarcadero, aunque fuer de rama –porque había muchos arbustos, mucho encino– y que no costara tanto dinero. La idea es acarrear rama y postes con el camión y así fuimos haciendo la prueba pa’ levantar otro embarcaderito cerca de donde estaban los toros de saca, y cuando fueran a entrar a beber agua ahí mismo los íbamos a poder encerrar, y quizá iba a ser más fácil que entraran a ese embarcaderito que al otro.
aunque remataran, jamás se iban a lastimar porque remataban entre las ramas. El embudo pa’ subir al camión era de vigas y ahí funcionó todo muy bien y don Antonio ya no hizo el embarcadero de material porque vio que estaba sirviendo muy bien el que habíamos hecho y no era necesario hacer el gasto. En ese tiempo andábamos con la bolsa media seca, así que era importante ahorrar en lo que se pudiera. Porque pa’ quienes no lo sepan, los ranchos son pozos sin fondos; hay que estarles metiendo billete siempre y mantenerlos pa’ que todo funcione bien y se pueda trabajar sin contratiempos. El embarcadero se utilizó mucho, y todas las vacas de San Mateo que se embarcaron p’al rancho de Jalisco se subieron a los camiones por ese embarcadero. Lo mismo hicimos con todas las corridas. También nos sirvió pa’ cuando cortábamos becerras o machitos para tentar; los encerrábamos ahí, los subíamos a una camioneta de doble rodada y los vaciábamos en el tentadero de allá de arriba. Igual lo hacíamos de allá pa’acá; veníamos y “vaciábamos” el ganao. Nos quedó todo muy práctico. Así fue como solucionamos el problema del embarque del ganao en el rancho de “El Cuatro.
Don Antonio me autorizó esta labor. Hicimos el embarcadero que, por cierto, no tenía un solo clavo: estaba amarrao con puros alambres. Los toros,
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Tentando en la Paz, Coroneo,Gto.
Picando novillada en la Plaza de Moroleón
Brindando puyazo a Don Juan Silveti, aniversario Cortijo de la Maestranza
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Entrando a los potreros del Cuatro, ganaderia de San Mateo”roleón
Picando novillo en el Cortijo de la Salud, Morelia, en cual compartió ruedo con sus hijos, Manolo, Marco Antonio y Juan
Patio de cuadrillas Monumental Morelia
E Cortijo de la de la Salud, Morelia”.
“Santanero, chorreando la vara, Cortijo la Salud, festival a beneficio”.
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“Santanero, toro de Peñuelas. A su lado el picador nombrado “El Camotes”.
Santanero sobre los lomos de un toro de Peñuelas en los corrales de la Plaza Progreso de Guadalajara.
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CAPÍTULO IV Los vaqueros, mi gente
Como
ya les conté por ahí, los vaqueros que venían de Zacatecas se desesperaban mucho y preferían regresar a su tierra, así que empecé a forjar muchachos nuevecitos de ahí de “El Cuatro”, de los que varios me salieron muy buenos pa’ trabajar en el campo. Y aquello fue como una escuelita, porque cuanto muchacho agarraba que yo le veía cualidades, me le dedicaba pa’ que aprendiera bien todas las faenas de campo. Tan es así que varios de ellos, cuando se fue la ganadería de aquí de Michoacán, emigraron a trabajar a otras ganaderías de Jalisco y se fueron muy bien enseñaos. En la ganadería de Campo Alegre, me acuerdo de un vaquero llamado José Juárez que era enorme pa’l trabajo; no le daba miedo correr en su caballo cuesta abajo o cuesta arriba, entre las piedras o los riscos; pa’ hacer eso hay que ser charro de deveras. Los charros en el lienzo son enormes porque florean y manganean, pero acá en el campo se trata de agarrar al animal onde se pueda; pescarlo de onde sea, pero quedarte con él porque si no lo haces, vuelves a perder otros tres o cuatro días en buscarlo debido a la extensión de los ranchos. Había un vaquero muy ladino que vino de Zacatecas. Se llamaba Benito Ruiz. Ese muchacho llegaba a la casa ya con la montura en la mano. ¡Era muy listo pa’ andar a caballo, muy listo! Pero también a veces era medio “brutón”, quebraba y lastimaba mucho a los
animales porque usaba reatas de doce brazadas; entonces, tenía que cerrar las vueltas, se remachaba, y el animal se quebraba porque lo paraba en seco. Un día le dije: “Aquí vamos a usar reatas de lazar de 16 y 18 brazadas”, y me contestó que no le cabían en la mano. Y le dije que le iba a traer unas más delgaditas pa’ que pudiera parar a los animales con más temple, poco a poco, y que no los quebrara. Él estaba acostumbrao hacer eso por allá en Zacatecas, pero le hice saber que aquí íbamos a trabajar de manera diferente. No me hizo mucho caso y un día tuve que llamarle la atención, que pa’ eso yo era el caporal y tenía voz y voto en el rancho. Aprendí que a la gente del campo hay que saberla mandar, no hay de otra. Todos mis vaqueros fueron buenos pa’ seguir el rastro de los animales que se nos perdían en el cerro. Seguían la pista mirando una varita o una ramita doblaba; eso les servía pa’ encontrar el animal que andábamos persiguiendo. Toda esta gente tiene la cualidá de saber huellar y cuando uno cuenta con la ayuda tan valiosa de ellos –y además tienen afición al toro– dan mucho más de lo que una gente normal puede dar. Unos vaqueros tenían mucho talento y otros menos, pero todos me servían, y me gustaría nombrar a varios de los que trabajaron de sol a sol conmigo: Trinidad Ambriz, Mario Ayala, Federico Ambriz, Rafael Esquivel, que fue el último de los de Zacatecas que se murió en “El
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Cuatro”; y los Reyes: Ibardomiano Reyes, Leoguardo Reyes, Gilberto Reyes, que se hizo vaquero en San Mateo. Todos servían, nada más era preciso saberles explotar sus cualidades a cada uno pa’ que rindieran lo mejor posible. Lo que me daba escalofrío era verlos correr a caballo en los cerros a la cuesta abajo y a la cuesta arriba. A la cuesta arriba… como sea; ¡hasta yo corría! Porque a veces nos poníamos a competir: <<“Que no te rajes”>> y <<“¡Ora, a ver si es cierto, pícale!”>> Y si uno se apendeja y les enseña las “sentaderas”, más pronto se lo trincan. Ahí se trata de que uno demuestre que es chingón, pos eso ayuda pa’ saberlos mandar, porque si no estás jodido como caporal. Los vaqueros sabían que yo nunca me quedaba atrás y entonces se esmeraban por hacer las cosas bien. Yo desde chico conocía el campo y el manejo de ganao; sabía lazar y charrear, pero el manejo del toro bravo es muy especial. Y fui aprendiendo poquito a poco, y así mismo se los fui enseñando. Al final tuve un muchacho llamado Javier González que para mí fue el mejor de todos los vaqueros que trabajaron conmigo. Estaba a la altura del tal Benito Ruiz, de Zacatecas, que fue tremendo, muy vivo en el campo, pero éste muchacho González se los pasó a todos. Un día, echando un “peine” pa’ herrar todo lo que yo tenía de
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“El Cuatro”, les dije a cada uno de mis vaqueros que agarrara un becerro. Éramos siete u ocho a caballo, y cada quien salió al llanito y agarró lo que cayó. Entonces, yo comencé a preguntar a gritos por Javier porque no lo veía. Ya cuando íbamos adonde teníamos lista la “cocina de campo” pa’l herradero, de modo que no corriéramos tanto con el becerro agarrao, fue grande mi sorpresa que Javier no había agarrao el suyo. El hombre venía muy satisfecho, echando tipo, porque había agarrao a su becerro en un lugar donde el pasto estaba crecido, y ahí lo tenía aborregao. Los vaqueros que andan con el ganao bravo tienen que ser valientes. Aquí se necesita que “le vayan” al toro y no sea “lentones”, o cobardes, y que también sean muy serviciales, como Rafael Esquivel, que no era de los muy listos, pero tenía una cualidad muy especial: cuando alguna vaca se moría en el parto, o de flaca, y deshijaba a la cría, él siempre le echaba mucha habilidá pa’ cuidar a la cría. Se daba las mañanas pa’ que la vaca nodriza empezara a ahijar al becerro o becerra. Le echaba un puñito de sal en el lomo pa’ que la vaca lo lamiera, y en unos quince días la cría ya se había ahijao con la vaca lechera. Esa cualidá que tenía este vaquero fue de gran utilidá y se la exploté hasta el final, cuando nos venimos de “El Cuatro” al rancho de Jalisco. Tenía otros vaqueros que eran buenos en el movimiento del ganao y con la resortera obligaban a los bueyes a que “puntearan” y buscaran las puertas, ayudándose del clásico grito de “¡buey,
buey, buey!” También para el manejo del ganao de lidia se necesita de bueyes que no sean tan caminadores; es decir, que vayan a medio hato pa’ que los toros se sientan bien arropaos. Esta es una labor que siempre debe de hacerse con el buen sentido de las distancias pa’ apretar o aflojar de acuerdo a como vaya la arriada del ganao. Un día que andaba cortando unos toros con mi vaquero Martín Gutiérrez, un viejito muy mañoso en el campo, muy vivo. Le dije: “no te le acerques mucho a ese toro porque está pa’ “partirse” (o sea, pa’ arrancar de inmediato sobre el que se acercara). Uno sabe la distancia de esto, pero él no la supo y cuando acordó, ya traía al toro en la cola del caballo. Menos mal que iba montao en un buen caballito, pero de todos modos nos hizo pasar saliva. Ya cuando se le escapó al toro de dos o tres viajes que le hizo éste, otro de mis vaqueros le gritó: “¡Martín, como eres pendejo!” cómo se te ocurre pasarte por ahí si te está diciendo el ‘Santanero’ que no te pares ahí y vas y te le pones al toro ahí!”. Y Martín le contestó: “¡A mí me la pelan tú y el toro!”, al tiempo que sacaba de la copa del sobrero un puñito de pelo de la punta de la cola de un coyote, porque creía que eso lo protegía de los toros, pero la mera verdá es que eso no te quita la embestida de un toro encabronao a mitad de un potrero… nide-chiste. La novia de “El Pólvoro” Cuando yo organizaba jaripeos ahí en “El Cuatro” pa’ hacer las mejoras a la capillita que estaba cayéndose, nos tomábamos nuestros tequilas desde temprano porque había mañanitas. La
gente se juntaba allí y yo mandaba a los vaqueros a que trajeran los cabestros pa’ prestarlos pa’ los jaripeos, y había algunos animales criollos que embestían. Entonces nos divertíamos todo el día echando piales y lazando, y la gente se divertía y estaba cooperando pa’ las obras de la iglesia, y así fue como la capilla no se nos cayó y ahora, inclusive, está muy bien cuidada. La plaza que yo dejé que era un corral de pura piedra que ahora ya tiene su graderío, así que todo ha ido a mejor. Ahora organizan dos o tres jaripeos al año muy tradicionales y lo hacen con buenas bandas. Estas fiestas son el 15 de mayo, el 18 de octubre y el 22 de noviembre, que es el día de mi cumpleaños. Un día después de echarnos las mañanitas y de haber almorzao muy sabroso ––yo siempre les preparaba un chivito en barbacoa– uno de mis vaqueros, Martín Gutiérrez “El Pólvoro”, parecía que se estaba durmiendo. Ese anduvo en la Revolución, tenía noventa y tantos años y seguía montando el muy sabio. Y entonces, que le grito: “¡No te duermas, Martín!” Muy sereno, así como estaba, me contestó: “No estoy durmiendo; estoy pensando en una novia que tenía en ‘El Cuatro’ cuando era muchacho y me andaba amancornano con otro y yo me enojé mucho. Así que decidí sacarle un susto a la muy desgraciada: afilé mi tranchete –quedó como navaja de gallo– y mi intención era dejar a la muchacha como yegua jolina, porque ella tenía una trenza muy larga y se la iba a cortar, pero onde crees tú que la muy pendeja cuando me vio pegó una carrerita y cuando la agarré metió el pescuezo… pos nomás
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la degollé, amigo”. Nos lo contaba con una sinceridad y una calma que nos quedábamos fríos. En aquellos tiempos de la Revolución nadie hacía justicia; nadie se preocupaba por meter a la gente al “bote”. Andaba muy mostrenca esa gente, “de a tiro” muy bruta. Cuando yo llegué todo mundo traía la pistola colgada al cinto, como ya les conté; y la traía por fuera, porque dicen que “a la tierra que fueres…” Y después no pasaba nada, ni se peleaban ni nada, pero era costumbre traer la pistola en un lugar visible. Un veneno muy peligroso En esos años lazábamos mucho al ganao en el campo. No había instalaciones pa’ cortarlo, y había que lazar a los becerritos pa’ vacunarlos, porque se agusanaban mucho. En “El Cuatro” había mucho gusano barrenador. Becerro que nacía y que no curábamos, en “dos-tres” días ya era becerro muerto. Y eso aparte del mal que teníamos con los coyotes y los perros amañaos que se metían a comerse a las crías recién nacidas. Teníamos que estar muy “truchas” con ese asunto. Una vez me trajeron un montón de trampas pa’ ponérselas a los coyotes. Diario mataba de cuatro a cinco coyotes que amanecían en las trampas, más otros que cazaba con un rifle o que me los cargaba con la pistola. Navegué un tiempito con este problema, porque había muchos coyotes a los que no tenía ninguna compasión hasta que leí un libro de Valles, que se titulaba “La guía del ranchero”, que me sirvió mucho. Me lo regaló un veterinario de Zacapu. En uno de los capítulos decía que no era bueno fulminar a los
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animales que acababan con la carroña, porque también se necesita que existan en el campo. Esos animales carroñeros limpian el campo. Entonces, “le aflojé la mano” un poquito a los coyotes, aunque después se volvieron a dar otra crecidita y pa’ acabarlos me trajeron un veneno que se llama “mil ochenta”. Es un veneno tremendo. Había que ponerlo con máscara, guantes, jeringa, e inyectar a todo animal que matábamos, o había que dárselo a beber y soltar al animal, un burro o un caballo viejo, por ejemplo, y en seguidita caía muerto. Ya entonces llegaban los perros o los coyotes a comérselo y también palmaban de inmediato; los muy “méndigos” no daban ni 20 ó 30 pasos y se desplomaban patas arriba. Don Antonio me sugirió que hiciéramos un hoyo grande en una barranca pa’ quemar a los coyotes muertos y ahí los enterrábamos, pues si otro animal se comía esa carne también se moría de lo fuerte que era el mentao “mil ochenta”. Así fue como tomamos estas precauciones y acabamos con el peligro, pero estuvimos expuestos, inclusive nosotros mismos, porque el veneno, por absorción en la piel también hacía daño. Teníamos que exponerlo a favor del aire; es decir, que no te pegara el aire donde estaba el polvo del veneno de la botella, porque de ahí se sacaba con jeringa para inyectar a los animales que iban a servir como carnada de los coyotes y perros. El proceso comenzaba con un balazo: el que yo le metía en la frente al caballo o al burro, y ahí me lo agarraba con la inyección, fresquecito, antes de que dejara de circularle la sangre. Eso lo hacía pa’ que se llenara de veneno todo
el cuerpo del animal. Así lo hicimos durante un tiempo y les avisamos a todas las comunidades vecinas que se iba a tirar veneno, que amarraran a sus perros pa’ que no se fueran a morir. Pero unos no nos hicieron caso y aparecieron algunos perros muertos, pero como dicen que “sobre advertencia no hay engaño”, pos ya nadie me reclamó. Así fue como acabamos con la plaga de los coyotes y descansamos de esa molestia que causaba muchas bajas entre nuestro ganao.
con esos grandes vaqueros de Corlomé, con el tal señor Manuel, y luego acá en Michoacán con la gente de Campo Alegre.
El arte de saber cortar el ganao
Esta forma de manejar al ganao se ha ido acabando en las ganaderías de ahora. Los potreros, como ya dije, suelen ser muy chicos, ya sea por exigencia de los ejidatarios o porque los ranchos se han acortao mucho.
Ya les contaba antes que en “El Cuatro” no había instalaciones pa’ cortar el ganao; ni cajón de curas, ni nada de eso. Así que tuvimos que ser muy duchos pa’ lazar a campo abierto, algo que sabe hacer bien todo buen vaquero.
En las dos ganaderías, que eran muy extensas, se venía uno andando a caballo cerca de los lienzos de piedra para poder arrear al ganao y así lo veníamos atajando, atajando, atajando, hasta poderlos meter, ya fuera para la tienta, al herradero o a cualquier otra cosa que se necesitara.
Ayudaos siempre por los cabestros, de los que teníamos unos 15 bueyes, nos valíamos pa’ juntar el ganao en el saladero y ahí cortábamos al animal que se necesitara. Es una faena de paciencia, y hacerla con tino precisamente pa’ no desesperarse.
Hoy día se manipula mucho al ganao, y ya les he dicho que no conviene que el toro sea tan “social”; que tiene que tener algo de bruto, que no se le dé mucho trato, porque parece que no, pero el toro se acostumbra a la gente. Es más acometedor –según yo– el toro que está criado a campo abierto que el que está confinao.
Pa’ poder hacer bien esta faena, es muy importante ir apuntando con la cabeza del caballo al animal que se quiere cortar, entre los bueyes y el resto del ganao, acompañado por los otros hombres de a caballo, hasta que se consigue. ¡Eso sí que da una gran satisfacción! Rodeado de puro campo, de puro ganao, es una cosa hermosa cuando se sabe hacer bien, y se disfruta mucho como cuando uno le pega tres naturales a un toro. Aquello de cortar al ganao es de antología, porque no todo mundo lo sabe hacer. Yo lo aprendí
Aunque parezca que el toro está “pajareando”, es un animal que, aun estando entre los mansos, siempre está pendiente de encontrar el lugar por el que se pueda escapar. El vaquero tiene que estar listo, irle tapando cualquier lugar que se le ocurra pa’ huir, pero de manera que no se enoje. El manejo del toro es mejor que uno lo haga “en frío”, porque cuando el toro se “calienta” ya es pa’ pelear. Entonces, ahí ya se convierte en un capricho querer manejarlo. A veces no queda de otra que lazarlo, aunque sea muy peligroso.
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Hay ganaderos que dicen que los toros lazaos agarran resabios y yo creo que eso no es cierto. El toro que es bravo siempre será bravo, y el manso, manso. Y no crean que yo estoy descubriendo el hilo negro, como se dice; pero hay ganaderos que se tapan las espaldas porque un toro se lazó, y se excusan diciendo que por eso punteaba en la muleta o algo parecido. He tenido varias polémicas con ganaderos por este asunto, y yo hasta tengo toros anotados que los lacé cuatro, cinco y hasta seis veces, y luego embistieron de lujo en la plaza y fueron indultados. Son 15 ó 20 lo que aparecen en mis apuntes y otros muchos que sin haber sido indultados, después de haberlos lazao, también embistieron de categoría. Entonces, prefiero que esas cosas ni me las comenten porque, es más, a veces, muchos ganaderos ni al campo van; se la pasan metidos en sus oficinas de las ciudades onde viven. Esto, pues ya es cuestión de que los ganaderos suelten prenda. A mí sólo me corresponde platicarles de lo que era el campo, el manejo del toro, el manejo de los caballos, de la gente que trabajaba con uno y de la relación con las comunidades que nos rodeaban. Cuando llegue al rancho de “El Cuatro” me dijeron que estábamos rodeados de puros abigeos, pero gracias a Dios no me dieron lata; tenía la defensa de que el toro bravo es más difícil de robar; difícil de que se le pueda agarrar, de que se le pueda tratar. Inclusive, le tenían miedo, y eso me ayudó mucho. Otras bronquitas cotidianas Como ya expliqué que en “El Cuatro” no
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había potreros, porque los pocos lienzos de piedra que existían estaban tiraos, al principio la gente se metía a sus anchas a meter su ganao pa’ que se comieran nuestros pastos. Y cuando empezamos a cuidar, “vieron al diablo por un agujero”, porque esos pastos los utilizaban todas las comunidades vecinas, sin que les costara un centavo. En cuanto vieron que empezamos a levantar las cercas vinieron a protestar. Me contaron que cuando llegó la ganadería de San Mateo a Zacapu, había de administrador un tal señor Aguirre que se enemistó con mucha gente de la región. Quién sabe de dónde habrán sacado a ese Aguirre, pero echó puras malas vibras. Hubo momentos en que sacó la pistola y no se atrevió a disparar, y si uno saca la pistola es p’usarla y no pa’ andar de payaso. Y dicen que hasta los postes de las cercas se los lazaban y los arrastraban con sus caballos; total, que al hombre lo humillaron varias veces. El tal Aguirre era un señor que no sabía ni la “o” de ganadería; creo que trabajaba en la venta de tractores, o quién sabe en qué. Duró muy poco tiempo como administrador. Lo sacaron prontito porque no sirvió pa’ nada. Y lo malo fue que cuando yo llegué me enfrenté con puras enemistades que habían crecido con Aguirre. De pronto había quemazones en los meses de abril, mayo y parte de junio. Las prendían adrede para luego meterse al rancho con el pretexto de que había mucha leña seca, encinos caídos y todo eso. Y pos de ahí se habilitaban ellos, así no gastaban su leña, sino que iban por la que nosotros teníamos en el rancho.
Después, cuando yo traté de apagar las lumbres, porque había veces que no entraban por “la pequeña propiedad”, que así le decíamos, sino que entraban “las lumbres” por las comunidades agrarias, don Alfredo Jiménez me decía: “Mira, es mejor ir a ayudarles a apagar antes de que el fuego se nos ponga aquí en el rancho”. Y aquella era muy buena medida. Íbamos y les ayudábamos a apagar la lumbre allá y se juntaba mucha gente, de 100 a 200 hombres. Pero luego a nosotros no nos querían ayudar a apagar la lumbre cuando llegaba al rancho porque todavía tenían el odio contra Aguirre, aunque ya no estuviera trabajando en “El Cuatro”. Es más, no querían venir ni pagándoles. Así la cosa. Pero como yo empecé a hacer bien “la clientela” y a ganármelos, hasta les formé un equipito de futbol y empezaron a quererme.
no enlodarse cuando iban a ordeñar su ganao en tiempo de aguas, porque allá en el cerro estaba su ejido, los pastos de ellos iban rumbo a la puerta de “la pequeña propiedad”.
En esa labor, porque también les metí la gimnasia, me di cuenta de que en esas rancherías había muchachos buenos p’al deporte, atletlas ignorados. El equipo jugaba bien y eso les gustó mucho a todos los del rumbo. Y también les arreglé la capilla, claro está, con la ayuda del rancho, porque ya empezaron a ver que yo era trabajador. Y así fue como me animé a pedirles ayuda cuando se necesitaba. A veces lo hacía a través de gente que trabajaba conmigo. Era más fácil mediar de esa manera, pa’ que no sintieran desconfianza.
Así empecé a echarme a la gente a la bolsa, y ya cuando acordé, todos estaban de mi lado y hasta me cuidaban las espaldas cuando salía a acompañar una corrida a alguna plaza de toros. Y si yo no estaba, nomás les decía “háganme la lista de la gente que haya ido a apagar la quemazón; ahí está el camión, pa’ que se lo lleven; junten a la gente y váyanse a trabajar”.
Así lo hicimos también cuando se trazó el camino. Aquello fue un buen acuerdo; un acuerdo silencioso en el que tuve que echarle mucha mano zurda. Y se hizo en beneficio de todos: a mí me convenía que hubiera camino pa’ la pequeña propiedá y a ellos les convenía
Hasta les prestamos el camión pa’ llevar piedra y con ayuda de la gente levantamos la placita pa’ los jaripeos. Ese fue otro punto a mi favor porque les ayudé con el camión de la hacienda a acarrear piedra; hicimos un corral que todavía hasta la fecha se están haciendo toros muy buenos..., toros de jaripeo. Ahí entrábamos al azar todos los vaqueros del rancho y nos divertíamos… y todo mundo contento. Unas balaceras tremendas que se hacían en los jaripeos. ¡De puro gusto, caray! Pero poco a poco se les ha ido quitando eso; actualmente no hay un solo balazo en las fiestas de por el rumbo.
En aquel tiempo les daba de 10 a 12 pesos a cada individuo, más una botella de tequila, porque en las quemazones, que a veces duraban varias horas o hasta de un día pa’ otro, apagando el fuego a puro ramalazo, con palas o lo que se pudiera, la gente llegaba muerta de cansancio. Y como mejor creo yo que reaccionaba era con un trago de tequila o de mezcal, o lo que sea de alcohol, pero un trago fuerte porque si
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les daba agua quedaban out. Como que con el agua se empanzonaban y ya les daba “hueva” seguirle. En cambio, con el tequila, hasta jarabes le bailan a la lumbre. Todas esas experiencias las viví de cerca y me puse a investigar quiénes le prendían fuego al rancho. Anduve, pues, averiguando por aquí y por allá, y con el tiempo di con dos o tres fulanos que eran los que le prendían fuego año con año a “la pequeña propiedad”. Eran gentes celosas, malas, gentes que… al cabo no me rajo si lo digo: gentes a las que hay que darles en la madre pa’ acabar con los problemas. Una huelga frustrada Un día me quisieron hacer una huelga los peones cuando andábamos iniciando las hechuras de los potreros. Como al señor Aguirre le hacían lo que querían, éstos me trataron de hacer lo mismo cuando nos hallamos unas barras –pa’ hacer agujeros– que andaban perdidas en el cerro. Era herramienta que le habían escondido al señor Aguirre pa’ joderlo. Yo estaba almorzando cuando ellos ya iban pa’l cerro, y se acercó el camión pa’ levantar a la gente –unos quince o veinte–, y el chofer que manejaba el camión, un tal Lorenzo Vitela, me dijo: “Oiga, fíjese que la gente no se quiere subir al camión porque Antonio Ambriz ‘El Seco’ les está promoviendo que hay que pedir tales horas de entrada y tales horas de salida y un aumento de sueldo”. Le dije que metiera el camión a la puerta de la finca de la casa y que bajara toda la herramienta. Terminé de almorzar, pa’ no salir en ayunas a hacer corajes, y me fui derechito a preguntarle a la bola de peones: “A ver, señores, ¿quién
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es el cabrón que no quiere ir a hacer las labores?”. Nomás se miraron unos con otros e hicieron mutis. Entonces, le dije al chofer que moviera el camión pa’ que se subieran, y dio la casualidá que los primeros que se subieron fueron los revoltosillos que andaban tratando de “moverme el tapete”. Desde ese día les ordené que me firmaran un vale por la barra o por el pico que utilizaran a cuenta de su sueldo, y esta medida hasta me dio la pauta pa’ apretarles más la mano y me cumplieron muy bien en el trabajo. En el campo hay que ser tolerantes y tratar bien a la gente que trabaja con uno; pero no hay que traerla tan apapachada, porque entonces “se crecen”, y cuando hay que mandar, ¡hay que mandar!, pero siempre que la razón le asista a uno y no nada más por “dejarse ver”, sino hay que hacer las cosas con justicia. Otra bronca que me eché grande fue cuando invadieron el rancho como tres veces diciendo que querían expropiar, que querían ampliación de ejido. Un día me dijo un licenciado que iban a venir esas gentes y me dijo que si andaba armao no saliera con pistola porque me iban a provocar. Yo siempre anduve armao pero nunca hice daño a nadie, nomás por lo que “el tiempo encogiera”, siempre la traía prevenida. Gracias a Dios nunca me tocó fracasar y que bueno porque en lugar de enemigos, puros amigos tengo. Ahora llego yo al rancho y ondequiera me dan de comer; ondequiera me duermo; en cualquier casa que llego me dan alimentos y un lugar pa’ acostarme. En estos pleitos tuve que andar en
juntas en la Reforma Agraria, en las presidencias municipales, con todas esas gentes que querían adjudicarse el rancho pa’ ampliar el ejido y ponerse a sembrar. Y con todos ellos convivía teniéndolos que aguantar y teniendo que hacerme fuerte para tolerar esos abusivos que querían quitarme la chamba; porque automáticamente al repartirse el rancho, si hubiera sucedido así, la ganadería hubiera tenido que cambiarse de Estado o de lugar. Yo anduve indagando quién era el que promovía todo este relajo. ¿Y creerán que era un barrendero de la Reforma Agraria que trabajaba en las oficinas de México el que daba ínfulas a esta gente de acá? Las presiones aumentaron hasta que por fin se empezó a hacer la venta de todos los potreros y Nacho García Villaseñor tuvo que irse pa’ Jalisco al rancho de “El Cuadrao”. Como ya dije, cada mes me echaba una semana allá y tres aquí, en “El Cuatro”; así que entre juntas, entre agraristas y aspirantes a nuevos agraristas, presidentes municipales y gentes de la Reforma Agraria, me la pasé en los últimos tiempos con cierta angustia por ver que un rancho tan bonito podía quedar en la nada. ¡A capar toros mansos! Porque como les digo, yo ya me había echao toda la gente al morral, pero siempre hay algunos celositos; algunos que están con el rescoldo ése, que no quieren a los pequeños propietarios, aun viendo todos los beneficios que una ganadería como la de San Mateo le trajo a ese rancho y al resto de la zona.
Ahí les dábamos trabajo, ayudas en cuanto a caminos, y también hasta un toro semental, de raza suiza, que les regaló don Antonio, pa’ que lo cruzaran con su ganao. Un día los convencí de que había que capar a todos sus toros mansos; era ganao muy corriente que además nos perjudicaba cuando algún toro se brincaba a nuestros potreros y cargaba a alguna vaca brava. Les dijimos que íbamos a capar cuanto toro se brincara, y hubo gente que “se me puso a las patadas” y hasta me dijeron que nuestros lienzos no servían pa’ nada. Eso me molestó mucho, y don Antonio me aconsejó que le diéramos una buena reforzada a los lienzos y volviéramos a decirles que si agarrábamos uno de sus toros en nuestros potreros iba a salir de ahí sin huevos. Así les avisamos a todas las comunidades vecinas. Además, don Antonio les ganó la partida regalándoles ese toro suizo que les cuento, y me dijo: “Llévaselos pa’ que lo crucen con sus vacas y así matan todos esos toros ‘charchinos’ que traen ahí comiendo y que no sirven pa’ nada”. Y el patrón tenía razón porque esos toros mansos que tenían eran puros cuernos, y tenían un cuerpecito muy chiquito. Todos con cuatro años y no pesaban ni cien kilos de carne. Entonces, se convencieron y me dijeron: “Ora que anda todo el ganao suelto a principios de las aguas, avísenos cuánta gente quiere pa’ que le ayuden a capar a los toros que haiga”. No, pos, la cosa se puso de lujo porque aquello parecía una charreada, y cuanto toro caía lazao, ahí mismo lo capábamos. Yo traía dos navajas afiladas, y junté un
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Santanero con Conchita Citrón en las corraletas de la Plaza Progreso de Guadalajara.
Santanero, Ignacio García Villaseñor, y Manuel de la Torre, a su izquierda, rancho el Cuadrado, en San Mateo.
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costal de criadillas de toros; las repartí pa’ que los muchachos las asaran, porque son un platillo exquisito. Así fue como acabamos con toda la torada mansa que había por ahí en “El Cuatro”, y cuando las comunidades vecinas se dieron cuenta que acá estábamos capando los toros, ya cuando yo por ahí les capaba alguno que otro, ya no se me enojaban porque ya sabían que se les había hablao, se les había dicho cómo era la cosa, y se habían beneficiao con el toro suizo que regaló don Antonio. Ahora que me acuerdo de toda esa capadera que hicimos, una vez capé un toro muy fino, de un rancho que se llamaba “Granjenal”, que no estaba tan cerquita pero como el toro no tenía lienzo, pastaba hasta acá, lejos de su casa. Era un toro desvergonazo y muy mañoso porque siempre se nos brincaba, hasta que un día lo lacé y lo arrastré a caballo pa’ sacarlo de nuestro potrero. A pesar de eso, se seguía brincando el muy canijo. Hasta que me agarró de malas y lo capé. No pasó mucho tiempo, y un día, saliendo de “la pequeña propiedá”, vi entrar a tres de a caballo. Uno de mis vaqueros me dijo: “Mire, caporal, ese que viene allí es el dueño del toro fino que usté capó”. En seguida me recorrí la pistola pa’delante –porque siempre la traía en “el cuadril” contrario–, y yo sabía muy bien que estas gentes lo ven a uno desarmao y “se quieren mandar en los quesos”, y ya viéndolo a uno armao, hasta se suavizan las voces. Conociendo toda esa clase de gente, toma uno sus precauciones. Entonces llegó el hombre y preguntó
a lo macho: ¿Quién de ustedes es ‘El Santanero?”. Yo me hice presente de inmediato y le dije contesté que aquí me tenía pa’ lo que se ofreciera. Me quiso cobrar el valor de su toro, argumentando que ese semental era uno de los mejores que tenía y ahora ya no le servía. Y hasta creo que me dijo el precio, pero de inmediato me lo callé diciéndole: “Uy, mano, pos me vas a salir debiendo, porque tu toro cargó a tres de mis vacas, y esas vacas tienen un valor de entre 60 y 70 mil pesos, así que mejor ya no ‘la hagas de tos’ y cuélale por onde viniste. Nomás, te voy a pedir que no hagas un portillo en el alambre y que se salgan por la puerta porque si me rompen la cerca voy a ir por ustedes pa’ traerlos a arreglar el alambre”. Ahí paró la bronca y se fueron sin rechistar.
Santanero en compañia del matador de toros Rafael Rodriguez, patio de cuadrillas de la Monumental de Morelia.
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“Santanero, sombras de charro,silueta tomada en alguna de muchas plazas por el pisadas”
Santanero dando vuelta triunfal al ruedo de la Plaza de Toros “El Progreso” de Guadalajara,Jal., en tarde exitosa de los toros de San Mateo, acompañando al ganadero Ignacio García Aceves, Manuel Capetillo, Paco Camino, Joaquin Bernardo
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CAPÍTULO V El manejo del ganao El agua, un recurso básico ¡Ah! Ahora me viene a la mente que a algunos rancheros me los apañé queriendo cortar las raíces de los encinos; escarbaban pa’ sacar leña de las raíces. O sea, que ya iban pelando todo el monte. Cuando me vine de “El Cuatro” pa’ Morelia, les dejé árboles de hasta 20 y 30 metros de altura; encinos, sobre todo, y alguno que otro fresno; mucho tepame, mucho cazahuate, que eso no sirve pa’ nada, pero no deja de ser hierba en la que los animales se refugiaban buscando la sombra. Los mogotes son hermosos. Ahí en esos llanos, los mogotes le dan un toque tan bonito y mágico al campo, que a veces en el saladero veía uno todo el ganao cuando se juntaba; o cuando bajaba al agua –a beber a las presas–, porque ya posteriormente también hicimos presas pa’ abastecer al rancho de agua.
la sequía, ayudado con el agua de las barrancas, donde había tinajas que no se secaban. Claro, ya cuando metíamos el ganao a beber sí se secaban, más en esa época de secas que se vino y ya cuando había unas 300 vacas de vientre en el hato. En las peores épocas de secas me tocó el acarreo de agua. Don Alfredo Jiménez hizo una manga onde estaba el ojito de agua y alrededor había varios potreros con los toros de saca. Se le puso un tubo, una base para que el ojito descargara ahí, y de ahí la pasábamos a una pila de diez metros de diámetro por un metro de altura y con atarjea alrededor. Los toros de tres o cuatro potreros entraban a beber diario y volvían a su querencia.
En un principio, don Antonio quiso perforar un pozo y hasta trajo un geólogo pa’ que estudiara el terreno, pero gentes del gobierno del estado le aconsejaron que no lo hiciera porque seguro que iba a encontrarla y, encontrando el agua, automáticamente, estas tierras se iban a hacer de cultivo, y los ejidatarios, que se la pasaban “pelando ojo”, iban a pedir la ampliación del ejido. Así que le aconsejaron que lo mejor era que hiciera unas presas.
También les dejábamos la puerta abierta pa’ que en la noche vinieran a beber las vacas de un potrero muy grande al que también se le acababa el agua. No convino mucho esto porque entraban los toros y se empezaban a ver unos con otros, se alborotaban y algunos se nos brincaban y se iban con el atajo de vacas. Cuando un toro está encarajao con el celo de alguna hembra, se brinca p’irla a buscar y no respetan los lienzos salvo cuando no están apretados de carnes, que no hay movimiento, que no los anda agarrando uno pa’ curar o arreando pa’ embarcar. En el otro caso, el toro nada más mete la cara en los hilos del alambre y se pasa.
En cada potrero se hizo una presita donde el terreno lo permitía. Eran presitas que nos aguantaban perfectamente
Tuvimos que tratar de bajar ese ganao al agua en el día, lo que cayera, y se nos flaqueaban un poco los animales,
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y entonces don Antonio se compró un bulldozer y empezó a hacer las represitas que el ingeniero aconsejó. Nos dieron muy buen resultado los bordos que se hicieron. Algunos no se les atinó porque se hicieron en barrancas y la tierra era medio arenosa y aparentemente paraban el agua en tiempo de aguas, pero empezaban los cambios de temperatura y se consumía demasiao pronto. Pero otros sí dieron buen resultado y de alguna manera se pudo hacer frente a la escasez de agua.
En tiempo de aguas, en “El Cuatro” soltábamos el ganao adonde menos nos duraba el agua, que era un punto clave para el manejo de ese rancho porque dejábamos poteros de reserva.
En esos años, la comunidad agraria hizo un pozo de agua potable y automáticamente se nos secó el ojito de agua tan encantador que teníamos nosotros. Al secarse ese pozo la solución fue traer un camión con un tanque de cinco mil litros de capacidá pa’ ir a acarrear agua a un rancho cercano que se llama “Ojo de Agua de Mansa”. Ahí nacía el agua a borbotones y les pedimos a los de la comunidad que si nos regalaban el agua y no hubo ninguna objeción porque ya les habíamos echado caminito pa’ que transitaran en aguas y secas, y nos soltaron el agua y siempre cargábamos ahí. Cuando la comunidad de “El Cuatro” regaba en marzo para sembrar el maíz punteado, que así se llama al maíz de marzo, de las mismas regaderas que iban conectadas a una plantita de luz, que daba una pulgada de agua; yo llenaba con ésa el tanque, y vaciábamos tres o cuatro viajes al día y llenábamos la pila. Esa cantidá de agua nos duraba uno o dos meses; así no la llevábamos en tiempo de secas hasta que se venían las aguas de vuelta y había agua en las barrancas y soltábamos el ganao a los potreros de reserva onde estaba el agua de las lluvias.
Don Antonio Llaguno nos decía que cuando lloviera muy fuerte y hubiera mucha tormenta eléctrica no nos arrimáramos a los árboles. Eso lo sabía yo desde niño, pero hice caso de todas maneras de estas advertencias porque en “El Cuatro” eran tremendas las tempestades, tanto eléctricas como de agua. Y nos salvamos de varias de éstas, porque por onde quiera caían los rayos y a nosotros nunca nos pasó nada. Un día vimos morir hasta doce bueyes de un rayo que cayó por ahí cerca, en terreno de los vecinos. Creo que fue suerte que nos nos cayera a nosotros, o quizá todavía no nos tocaba… y aquí sigo “vivito y coleando”.
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Teníamos los potreros arreglaos para cuando el ganao cayera acá; en algunos potreros se nos facilitaban hacer la maniobra de mover el ganao porque nada más les cambiábamos la sal de lugar. Entonces, la sed los hacía venir a buscar el agua y se movían de un potrero a otro sin dificultá.
La época de los empadres En San Mateo se echaban los sementales con las vacas en el tiempo exacto pa’ que, calculando la llegada de las primeras lluvias del año, comenzara la parición de las hembras. Así aprovechaban ellas los mejores pastos, lo que permitía que sus crías se desarrollaran con más fuerza y no tuviéramos que ayudar a las madres con algo de grano. Esto siempre representa un buen ahorro pa’l ganadero.
Ahí teníamos un potrero donde cortábamos todas las vacas que estaban próximas a parir, y así cuando empezaban a nacer las crías era más fácil controlarlas. Al nacer el becerro hacíamos su registro: se le ponía su arete con el número de la madre y yo anotaba en mi libreta de qué vaca y de qué toro era hijo, así como su fecha de nacimiento. También les curábamos el ombligo pa’ que no se fueran a agusanar. Cuando las vacas parían, nosotros madrugábamos pa’ poder ver ahijada a la cría con la madre, y poderla registrar cuando estaban amamantando, o muy temprano o muy tarde. A nosotros se nos facilitaba más madrugar que hacerlos en el atardecer, porque en cuanto anochece ya no se ve nada. Todo esto era en los primeros diez días de nacida la cría. Nos desmañanábamos pa’ poder ver a las crías con sus madres, que era un espectáculo muy bonito. A las crías no las volvíamos a tocar excepto cuando teníamos que echar pa’ afuera a las madres porque las crías estaban más repuestitas y regresaban a sus grupos, al origen de onde venía cada vaca con su cría, ya más macicita, y pa’ onde quiera se iban siguiendo a sus respectivas madres. O a menos que la vaca estuviera flaca, se la dejábamos un poco más de tiempo ahí; le dábamos un pienso de grano pa’ que tuviera más leche, pudiera amamantar bien al becerro y éste no estuviera tan descriadito. Una vez vacunadas y ahijadas las crías, volvían a sus potreros con sus madres, al lado de sus respectivos sementales. Al año agarrábamos otra vez a las crías pa’ herrarlas. Entonces el vaquero sacaba su libreta del ahijadero, y al herrar va uno registrando de nuevo
las pintas que se vuelven a confirmar. A veces hay pequeñas variantes en las tonalidades del pelo, pero generalmente el color registrao de nacimiento se “amaciza”, y como además las crías están “aretadas”, eso ayuda a identificar a los animales sin dificultá. En el herradero se marcan de acuerdo al número que nos daba el ganadero. Las marcas, además del número y el hierro, eran las letras pa’ conocer cada una de las camadas. En San Mateo siempre ha habido letras pa’ determinar el guarismo –como dicen en España– según impuso desde siempre el viejo don Antonio Llaguno allá en Zacatecas. Así también a los animales “puros”, que vienen del ganao español del marqués de Saltillo, se le ponía “el casco”, el cerito que inventó don Antonio viejo pa’ identificar con facilidá a las vacas o toros procedían de esa línea española. Dicen que se le nombra “casco” porque ese ganao tan fino que trajo de España a principios del siglo pasao, lo custodiaban en un potrero que estaba pegao al casco, allá en la finca antigua de San Mateo, en Zacatecas. Ese ganao, tanto don Antonio, como después su hijo Toño, lo cuidaba como a la niña de sus ojos y dicen que a nadie le vendió de eso puro que venía de Saltillo. Aquí no hacíamos la señal de sangre, como en España, que es la identificación del ganao por los distintos cortes que se les hacen en las orejas: que si punta de lanza, que si punta de… quién sabe qué más, etcétera. Y el número con el que herrábamos era progresivo: un año poníamos pares y otro año poníamos nones. En los machos nunca pusimos arriba del
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número cien, así que herrábamos con puros nones hasta que cubriéramos el cien y regresábamos a poner pares y ahí se anotaban bien las camadas y los herraderos porque las pariciones en “El Cuatro” no eran muy grandes. Fueron grandes las pariciones al principio, cuando había arriba de 300 vientres, pero después disminuyeron con la aclimatación del ganao. Hubo vacas que se vendieron y una que otra que se moría. Así que al cabo de los años la parición se vino normalizando. Quiero contar también, pa’ quienes no lo sepan, o no estén muy embebidos en estas cuestiones del campo, que del total de la parición de una camada suelen nacer mitá y mitá; es decir, mitá de hembras y mitá de machos, casi al parejo. Después de herrados los animales, se destetan. Y después de separarlos de las madres los volvíamos a juntar con ellas pa’ que les mamaran y así pudiéramos comprobar lo que ya teníamos anotado en la libreta: de qué madre era cada cría, y así lo volvíamos a anotar en el reporte que entregábamos al ganadero. Hay algunas crías que cuando están medio flaquitas no se les separa de su madre y se les deja con ella pa’ que se acaben de desarrollar. Pero las demás que están fuertecitas y sanas, sí se le quitan a la madre. A ese atajo de ganao compuesto por becerros y becerras destetadas se la llama “deshaije”. Algunos becerrillos son muy astutos y como ahí en “El Cuatro” los lienzos eran de alambre, la mayoría de las crías no los respetaban y se volvían a ahijar con sus madres. Era menester ponerlos
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en un potrero muy lejos pa’ que los bramidos no se identificaran entre madres e hijos, y que no intentaran volver a juntarse. Con el paso de los días se aquerenciaban en su potrero, excepto algunos que son necios porque tienen el carácter como la gente: unos más fuerte… y otros menos. A la edad de dos años se agrupa a los animales de la misma camada pa’ tentarlos, ya sean hembras o machos. Yo aprendí a tentar porque el patrón siempre me puso a que anotara de acuerdo con mi criterio, y conforme lo que yo más o menos había visto que se hacía en las ganaderías de Corlomé y Campo Alegre. Yo escuchaba los comentarios y me grababa en la mente todos los criterios distintos que se oían. Lo de San Mateo se tienta diferente porque siempre tenía la característica que iba de menos a más, y hay algunos becerros que si en la tienta no los sabe uno ver, o no los sabe calificar, hasta te decepcionas un poco. En esos tentaderos de machos era preciso tener la paciencia necesaria pa’ que el picador los agarre en los viajes que hagan al caballo. Nomás con verles la voluntá y ver que son “prontos” pa’l de a pie, ya alcanzan calificación. Aunque yo picaba en las tientas, el patrón me pedía que anotara lo que veía de cada animal, y ya en la noche nos íbamos a Zacapu y ahí comparábamos las anotaciones de ambos. Al principio variaba yo mucho con lo que apuntaba don Antonio, porque estaba acostumbrao a ver tentar lo de Campo Alegre, que era sangre de La Punta, ganao que tenía otras características, otras hechuras, otra forma de embestir. Los machos de
Campo Alegre salían matándose en el caballo pero iban a menos, y lo de San Mateo al revés, iba de menos a más, como ya les digo.
porque le ponía un caballo delante – pero jamás que se le cruzara– pa’ ver el celo con el que embestía el animal, fuera becerra o becerro.
Las tientas de machos había que saberlas calificar muy bien porque los animales de San Mateo se iban amacizando en su carácter; iban afirmándose en su forma de embestir. Eso fue lo que siempre noté ahí. Era algo que distinguía a la ganadería.
Y cuando le decía “¡bórrate!”, y le alargaba la rienda al caballo del vaquero o del mío, y veía el celo que tenía y cómo humillaba la cría, le ponía “bueno”, “malo” o “regular”, y casi siempre me confirmaron estas notas de campo durante la tienta. Así que al herrar al ganao, yo ya tenía una idea más clara de cómo iban a salir las camadas. Esta forma de proceder me dio buenos resultaos con el ganao de “El Cuatro” cuando lo manejé y saqué muy buenos animales.
Trataba de que mi ganadero no me tachara las anotaciones que yo hacía, y también me empeñaba en aprender su forma de calificar, tanto el juego de los machos como el de las hembras. Seguí tentando y al paso de los años ya no variaba yo nada con el patrón en mis apreciaciones, y salíamos parejitos en las anotaciones que hacía cada uno por su cuenta. Posteriormente, uno va viendo resultados cuando los toros van a la plaza y fui afirmándome en mis criterios de tienta. Eso es algo que me dejó una gran enseñanza y muchas satisfacciones. La importancia de las hechuras Cuando yo estaba manejando el rancho de “El Cuatro” tomé la decisión de herrar en el campo, pues a veces era una “soba” andar juntándolo pa’ herrarlo, y era mejor agarrarlo en el campo. Hacíamos la lumbre en una barranca y echábamos el reparo del ganao en una esquina pa’ cortar ahí a la cría. La registrábamos al cortarla, con la ayuda de los cabestros y los de a caballo. Luego abrazaba a la cría, la herrábamos, y al soltarla yo le ponía una nota de tienta de campo
También me fijaba mucho en las hechuras del ganao. Es muy importante que las hechuras de las vacas de pie de simiente, y la de los toros que van a la plaza, sean armónicas. Y para eso es preciso observarlos desde distintos ángulos, porque hay animales que se ven bonitos de frente, pero cuando los ves de costao algo se dispara en el cuello o los cuartos traseros; o son muy altos de manos o están demasiao chaparros. Tiene que estar muy proporcionado el animal. Igual sucede con los gallos de pelea: tienen que presentar hechuras muy finas pa’ que no se salgan de su tipo. En San Mateo observábamos mucho las hechuras porque a veces eso cuenta más que otra cosas. Porque un animal que está bien hecho, bonito y fino, no puede ser malo en la plaza. Aunque esto también suele ser un tanto contradictorio, porque llegué a tener toros medio “malhechones” y salían muy buenos, así que también es muy
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importante ver los antecedentes de los padres y de los abuelos, y conocer la ascendencia del ganao. A veces llegaban lotes de vacas enormes de bravas y las vacas viejas que habían venido de Zacatecas eran de mucha estima acá en Michoacán, ya que esa fue la base que aquí se manejó con el criterio de los patrones; primero el de don Antonio Llaguno y, posteriormente, con el de don Nacho y su hijo Nachito, que fue el que manejó todo porque su padre sólo quería tener corridas bien puestas... y punto. Don Nacho no sabía si la vaca paría o no paría; si comía o no comía; él quería corridas de toros pa’ lidiarlas en sus plazas, como ya les conté hace rato. El manejo del ganao en el campo, cuando se hace bien, es hermosísimo. Yo eso lo víví cuando andaba queriendo ser torero, y me encantaba arrimarme con los vaqueros allá en Corlomé pa’ ayudarles. En esa ganadería me consideraba como un vaquero más del rancho, y desde entonces me volví muy agudo en cuanto a aprender a salirle a la vaca, de volverla a meter, volverle a ganar. Por ejemplo, y pa’ que me entiendan: se salía la vaca de un corral de puros caballos, en medio del pie de vacas con los bueyes, con sus cabestros y ahí los traíamos, y había veces que llegábamos a un corral y ahí descansábamos en la noche porque las estancias eran largas. Llegué a dormir con la montura de cabecera y llevábamos nuestro itacate de tortillas pa’ almorzar y comer por allá, pues a veces tardábamos hasta un día completo para arrimar un pie de vacas y becerros que se iban a herrar o tentar.
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Otros recuerdos campiranos En Corlomé me hice yo todavía más ranchero de lo que era, y con don José C. Lomelí aprendí también a ser medio rudo, porque él era rudo. Decía que él sentía que era el ganadero más loco que había en la República; pero nada de loco, él sabía cómo hacía sus cosas y cómo manejaba su ganao. Quizá en esa época yo no entendía a qué nivel estaba su ganadería porque me faltaban conocimientos. Pero ahí había bravura y yo estaba muy a gusto en Corlomé. En esos años por ahí andaban Jorge Reyna “El Piti” y Antonio del Olivar, al que apoderó posteriormente el ganadero Lomelí. En Corlomé todo lo que había procedía de La Punta. Aquel ganao era alto de agujas y tenía un comportamiento un tanto “violentón”. Aprendí mucho de los vaqueros que andaban ahí, como aquel señor llamado Manuel, del que ya les platiqué, que jamás olvidaré porque era gente de a caballo y conocedor. Él sabía cómo ganarles a los toros y a las vacas en el campo; cómo manejarlos, cómo menearse y cómo menear a su gente. A él le gustaba mucho platicar conmigo. Platicábamos de muchas cosas: de mujeres, de caballos, de porquerías… porque él tenía muchos puercos de engorda ahí, y hasta había gente que le metía mano a la alfalfa y se la robaban y yo le dije que iba a descubrir al que andaba cometiendo esa falta. Así que un día me dormí en un pirúl y tempranito, antes de que rayara el sol, ya andaba un “peladote” grandote llamado Lorenzo, que usaba pantalón de pechera. Lo agarré y se lo llevé al
ganadero al escritorio y le dije que ése era el hombre que andaba buscando. El tal Lorenzo pidió disculpas porque era gente noble y tenía necesidá. Yo no sentía que fuera tanta “raterada” llevarse una carga de alfalfa diario, pero era el negocio y el capital del ganadero y tenía que cuidarlo. Poco a poco fue quitando los puercos y le fue echando más amor a la ganadería de bravo. Era muy amigo de los señores Madrazo; tenía vara alta con ellos y sacaba los sementales y las vacas; no sé si las que él quería o las que les daban ellos; eso sí nunca lo supe porque cuando fui con él a La Punta nunca entré a la casa grande, siempre me quedaba afuera. Dicen que estaba preciosa, pero sabrá Dios. Acá en Campo Alegre me enseñé a agarrar becerros a cuerpo limpio pa’ herrarlos. Nos soltaban cuatro o cinco becerros al mismo tiempo y era un grupo de muchachos que íbamos a tentar, pero yo me les atravesaba y les agarraba la oreja a los becerros y, por fuertes que estuvieran, yo derribaba más pronto que nadie. En ese entonces estaba fuerte porque siempre fui deportista, y a otros muchachos que estaban más “flacones” que yo, siempre les ganaba en el derribo de becerros. Me amañé en esta faena; le agarré el tranquillo en cuanto me salía el becerro y ya lo traía yo bien agarradito pa’ poderlo derribar y herrarlo. En San Mateo, en el rancho de “El Cuatro”, esta faena sólo se hizo así al principio. Después hacíamos los herraderos como mejor me acomodé a las circunstancias de los potreros, porque, sinceramente,
creo que agarrándolos se maltrata mucho el ganao; claro que también lazando se llega a maltratar, pero como nos hicimos también del tranquillo, pues ya estábamos muy hechos a errar a campo abierto. Un día en San Mateo tuvimos que agarrar un toro que debía curar el doctor Arturo Berni. Ya teníamos el toro tirao y bien sujeto, y cuando el doctor se acercó se tronó una reata que el toro tenía en la cabeza; Arturo pegó una gran carrera y llegó hasta la cerca brincándola como si hubiera tenido escalones. Cuando estaba del otro lao soltamos todos la carcajadota porque el toro ni se nos meneó. Él se espantó al ver que la reata se la había tronado de la cabeza, pero nosotros lo teníamos bien sujeto de las cuatro patas. Aquí se aplica el dicho ranchero que dice: “el que con leche se ha quemao, hasta al jocoque le sopla”. Otro día no podíamos agarrar un toro que estaba entre el breñal y nomás nos pegaba unas arrancadas de diez o doce metros pero entre las hierbas y el toro volvía a su querencia, así nos trajo tres o cuatro días. Entonces nos la inventamos con los vaqueros y les dije que le dejaron un lazo “muerto” ya que no podíamos remolinear la reata pa’poderlo lazar por ningún lao y le echábamos los bueyes y no los agarraba porque estaba bien aquerenciao en ese pedazo de terreno; era un toro muy caprichudo. Y tuvimos que echarle toda la habilidá del mundo. Ya cuando tanteamos la distancia a la que el toro se arrancaba, dejamos una lazada de nuestra misma soga, que era la mía, sobre la vereda por
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donde nos apretaba el toro. Me le puse a la distancia y cuando llegó a la lazada, nomás se la levante y lo agarramos de una mano porque el chiste era sacarlo de ahí pa’ llevarlo a la engorda, porque ya pesaba unos 450 kilos y se había bajao mucho. Esa forma de sacarlo fue un recurso muy bueno. Andando uno en el campo tiene que ideárselas, y cuando se apaga un camión en el cerro hasta en mecánicos nos convertimos. El chiste es que “no se atore la carreta” y uno sepa resolver los contratiempos que se presentan. Un día que andábamos campeando en el rancho de San Mateo, allá en “El Cuadrao”, municipio de Valle de Guadalupe, Jalisco, y tuvimos que agarrar un toro que andaba en un potrero que se llama “La barranca”; es un potrero muy difícil de manejarse por tanto arbusto que hay, tanta barranca, tanto peñasco. Había un pedacito de llano que era donde salían los animales al saladero, y al grito de los vaqueros acudía el ganao porque ya sabía que le llevábamos algún “bocadillo” de pastura y la sal. Ese toro no le correspondía estar ahí porque se había ido desde los potreros de saca buscando vacas, y la sorpresa que nos llevamos fue cuando me dijeron los vaqueros: “No hay semental en el potrero de La Longaniza”, que estaba como a dos kilómetros de retirado. Le echamos tres reatas al toro, uno que cabestreara y dos hacia los lados pa’ que el toro jalara. No fue necesario maltratarlo mucho porque desde que lo lazamos se le pegó al que lo cabestreaba. Desde luego que yo iba con un soga en la cabeza y no les hizo
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caso a los cabestros, y el toro camino y caminó pero embistiendo hacia adelante. Ese era un toro número 79 que en un principio fue un semental notabilísimo. Después lo sacaron de las vacas y lo pusieron a la engorda y se fue un día a Guadalajara en un encierro, porque siempre llevábamos por lo regular siete toros. Los apoderados lo echaron pa’tras porque según ellos tenía un pajazo en el ojo. En ese tiempo, como ya les había referido con anterioridá, don Paco Madrazo era el veedor de don Nacho García Aceves, y él se burló de aquellos apoderados diciendo que el toro no tenía nada en la vista… que lo que tenía era un par de pitones que daban miedo. Nunca supe donde se lidió. La continuidad de un trabajo El arquitecto Ignacio García Villaseñor es una finísima persona y nunca tuve ningún problema con él. Desde luego que estábamos muy hechos a como manejaba las cosas don Antonio, y el arquitecto no cambió nada, siguió igual porque él aprendió todo lo referente a la ganadería directamente de don Antonio. En una época, cuando su papá, don Nacho, lo puso al cargo de San Mateo, recibía las cartas que le enviaba don Antonio Llaguno cuando vivía en Sevilla y así fue como el arquitecto se fue haciendo del conocimiento de la ganadería. A mí también me enviaba cartas onde me ponía órdenes de campo que yo cumplía a cabalidá. Claro que ya las tientas se hicieron
con su criterio, que estaba también muy influido por las enseñanzas de don Antonio. Nacho tenía los libros con la historia de la ganadería, en los que se encuentran las reatas de todo el ganao, y ahí están las líneas muy bien definidas de lo que es San Mateo. Cuando Nacho se hizo cargo de la ganadería empezó a trasladar parte del ganao para el rancho de “El Cuadrao”, y cuando ya estaba totalmente cambiada la ganadería de San Mateo para aquel lugar, yo tenía vacas aquí de San Marcos con sementales de San Mateo. Y yo me echaba tres semanas de cada mes aquí y una allá donde está San Mateo, en el municipio de Valle de Guadalupe, como ya les conté con anterioridad. Y no extrañaba mi rancho porque allá también los potreros eran muy grandes, muy bonitos; había mucha uña de gato que nos obligada a andar enchaparreraos –con chaparreras de cuero de puerco–, porque si no las espinas nos “encueraban”. Y las monturas, en lugar de tener estribo, tienen que tener tapaderas, porque la uña de gato araña mucho y acaba con los botines. El vaquero siempre tiene que andar al pie del toro, viendo lo más que se pueda, arreglando lienzos, algunos que se caen, algunos que se revientan. Es muy importante tener acostumbrao el ganao para que el escuchar el grito del vaquero se junten en el saladero y ahí pueda uno pasar lista a cada grupo de vacas. Esa era mi misión: ir allá y que los vaqueros nuevos
se pusieran con el trabajo como lo hacíamos aquí. No fue difícil que se pusieran porque ya había vaqueros del rancho de Michoacán que estaban trabajando con Nacho, allá en Jalisco. Después dijo Nacho que iba a vender las vacas de acá y también los potreros, porque ya le habían ido a medir el rancho tres veces y, como ya relaté antes, cuando don Antonio Llaguno quería perforar pa’ sacar agua, le advirtieron que los ejidatarios le iban a pedir ampliación de ejido. Desconozco si los que al final compraron esos terrenos fue la gente que se había ido a trabajar a Estados Unidos; porque esos sí que tenían billete. Todas las escrituras de esas pequeñas propiedades que se vendieron pasaron por mis manos. Se vendieron por potreros, y como teníamos cada potrero el número de metros que había, los terrenos se vendieron por hectáreas. Y todavía hoy día sigue empotrerado, como lo dejamos nosotros levantamos cuando las cercas en el rancho de “El Cuatro”.
Santanero, en compañia del Arquitecto Ignacio García Villaseñor”
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Santanero, aniversario de la Maestranza, de izquierda a derecha de pie, “El Pali”, “El haba”, Bruno Velez, Pepé López, Omar Villaseñor, Felipe “Torito”, La Guayaba”, Manolo Armilla, Fermin Armilla y Jacobo Hernández”.
Cortijo la Maestranza de Morelia, Miguel Espinoza “Armillita”, Arturo “La Guayaba”, Rafael Gil “Rafaelillo” y “Santanero”, de izquierda a derecha
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Santanero, en el fondo, con Don Ignacio García Aceves, empresario del “Progreso de Guadalajara” y Joselito Huerta-
Santanero en la Ganaderia “Los Castro”, en compañia de Octavio Castro Cuna, Don Rogelio Castro C. (+), Oliverio Castro Cuna y su hijo Manolo Castro Sánchez, de izquierda a derecha.”
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Santanero embarcando los toros que realizaron el viaje a España. Embarcadero de la ganaderia el Cuadrado.
Santanero, en patio de cuadrillas de la Monumental de Morelia, a la diestra apoderado de Mariano
Santanero con del Dr. Marco Antonio Ramírez Villalón, empresario taurino al fondo el Domo del Palacio del arte
Santanero en el Centro Taurino de León, Gto.,posando a un lado del traje de luces usado por el “Tigre de Guanajuato.
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CAPÍTULO VI Mis primeras tientas
Años
más tarde la ganadería de San Mateo vino a menos, no por su bravura, desde luego, que la mantiene –¡y muy buena!–, sino porque el patrón empezó a vender pie de simiente –vacas y sementales– y la ganadería se acortó porque también “apretaba la mano” en las tientas y mandaba mucho ganado p’al rastro; bien dicen por ahí que “el mejor amigo del ganadero es el carnicero”. Ahí no había nada de cuento cuando se seleccionaba “lo mero” bueno. A las vacas se les exigía mucho en las tientas. Don Antonio era un gran ganadero, muy conocedor de lo que le enseñó su padre desde que era chamaco. A mí me llenaba de orgullo que me preguntara mi opinión, pos ya me había convertido en el tentador de la casa y picaba en todas las tientas que se hacían. Además, como conocía bien al ganao, prácticamente desde que se empadraba, tenía un conocimiento más profundo de todos los animales que había en San Mateo. Me hice tentador luego de que un día a un picador se le echó un caballo en plena tienta. Yo le dije que no lo inyectara tranquilizante porque que el caballo era manso y sabía picar bien sin inyección, pero no me hizo caso. Seguro pensó que le estaba dando coba. Y total, que el caballo se le echó a mitá de la tienta porque al muy tarugo se le pasó la mano con la dosis. El patrón se quedó helado frente a sus invitaos… y me gritó: “¡Oye, Gustavo, ¿no te atreves tú a picar?!” Y que le
contesto desde el otro lado de la plaza: “¡Cómo no, patrón, si yo soy gente de a caballo!” La tienta tuvo que suspenderse. Don Antonio estaba furioso porque tuvo que mandar a la gente a Zacapu a pasar la noche a un hotel y eso representaba más gastos. Ni modo de despacharlos sin ver la tienta. Así que se programó pa’l día siguiente. Y fue así como me propuse aprender a picar, que era algo que yo ya veía fácil. De hecho, por ahí tengo una reseña de un periódico donde dicen que salí extraordinario tentador. Conservo fotos que datan de ese tiempo y que así lo constatan. Siempre es muy importante que un vaquero de la casa sepa picar, así no anda dependiendo uno de los picadores profesionales, que algunos sí son muy buenos picando en el campo, pero toros, francamente, no saben hacerlo bien. Si un vaquero de la casa sabe picar bien, no se necesita nada más. El día que el patrón quería tentar nos avisaba y “tan-tan”. Además, se ahorra un gasto más en la ganadería, que es algo que hay que tomar en cuenta también cuando se administra un rancho. Y más que eso, la disponibilidad de hacer una tienta cualquier día, a cualquier hora que diga el patrón. También ya siendo mayorcito, en El Junco, piqué toros muy grandes acompañando al matador Paco Dóddoli. Piqué un semental viejo que estuvo a punto de derribarme y salí entre ovaciones. Para todas las faenas de
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campo se necesita estar “puesto”, como los gallos finos; es decir, que esté uno “cortador”, igual que un caballo de carreras. Picar a un toro grande es más fácil agarrarlo, nomás que no se espante uno tanto con el tamaño… y ya está. Alternando con figuras Los tentaderos eran muy hermosos en San Mateo. Tanto los machos como las hembras se echaban serias; siempre con su edad y en buenas carnes, porque teníamos buenos pastos. A las tientas venía mucha gente con don Antonio; pero mucha gente que sabe estar en una tienta, como Carlitos González, que era el fotógrafo de la casa, o el propio don Alfredo Jiménez, desde luego, que estaba siempre al tanto de este trabajo. De los matadores que venían a tentar al rancho de “El Cuatro” conocí a varias figuras muy importantes como Carlos Arruza, Juan Silveti, Joselito Huerta o Curro Rivera, entre muchos otros. Todos ellos eran toreros muy buenos que sabían torear en el campo, y facilitaban las cosas pa’ que el ganadero pudiera calificar bien a sus vacas. La primera tienta que se hizo del ganao cuando llegó a Michoacán, la hicimos en el tentadero de De Santiago, allá en San Luis Potosí, donde don Javier Garfias tenía su ganadería. Y fue así porque en “El Cuatro” todavía no había plaza de tientas; esa se construyó después. Embarcamos ocho o diez vacas y nos las llevamos para allá. En esa tienta me dieron turno y pude torear, lo que me dio mucho gusto porque nunca me había puesto delante de una becerra de San Mateo y eso me hacía una gran ilusión. Por ahí tengo la foto de ese día.
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Ahí en la hacienda de De Santiago me hice amigo de los vaqueros. Nos identificamos de inmediato. A mí siempre me ha gustao la gente del campo y me resulta muy fácil relacionarme con ella. Será porque yo también soy gente del campo. Me regalaban las riendas; me regalaban el bozalillo y otros arreos que se necesitan pa’ los caballos; hicimos muy buenas migas. Don Antonio invitaba a sus tientas a un matador y varios novilleros. Él decía, y con toda razón, que a un novillero lo podía mandar más fácil que a un matador de toros. Y pongo un ejemplo: si un matador se ponía a torear una vaca sólo por el pitón derecho todo el tiempo, y el ganadero quería ver cómo se comportaba el animal por el otro pitón, no era tan cómodo o fácil decirle que cambiara de mano. Pero a un novillero no le quedaba más remedio que obedecer lo que le pedía el ganadero, y también debería de ser así con los matadores porque la tienta, antes que otra cosa, es un trabajo que se hace pa’l ganadero, y que éste pueda hacer bien sus anotaciones sobre el comportamiento del ganao. Así que don Antonio casi siempre invitaba pocos matadores, a menos que tuviera algún compromiso con determinada figura, como Manolo Martínez o el propio Joselito Huerta. Y a todas esas gentes se les cumplía con seis o siete becerras pa’que disfrutaran toreando. Ahora recuerdo que cuando vino el matador español Manolo Vázquez a escoger los toros para llevárselos a España, se hizo un tentadero en San Mateo y me tocó picar las vacas que él tentó. Ese día, antes de que empezara la
tienta, le comenté al matador que yo lo vi torear en Morelia un 2 de noviembre, cuando agarró la muleta con la izquierda con una enorme tersura, con sumo cuidado, casi con devoción, y la plegó para citar en los medios, donde pegó una naturalazos que todavía tengo en la memoria. Cuando llegó el turno del matador Vázquez en la tienta, plegó la muleta y me dijo: “Santanero, va por usté” y le pegó seis o siete pases naturales a la becerra y aquello fue una cosa muy bonita por el calibre de esa figura. Y yo me sentí muy halagado y satisfecho. En San Mateo nunca tuvimos que lamentarnos de algún percance que haya ocurrido en el rancho, porque con esa calidá de toreros uno sabía que las cosas salían muy bien. A los novilleros sí llegaron a pegarles muchas volteretas, rayones o varetazos, porque las becerras estaban fuertes, como ya les dije; se echaban gordas y con la raza que tiene lo de San Mateo no era tan fáciles de torear pa’ los muchachos. Lo bravo nunca es fácil de torear, y así debe de ser siempre pa’ que aquello tenga emoción. Eso es importantísimo. Con el arquitecto García Villaseñor me gustaba que, por la noche, después de la tienta, a los muchachos que habían participado les preguntaba porque querían ser toreros; quién los enyerbó, y cada uno daba su opinión y decían como se habían sentido en la tienta. Al final yo daba también mi punto de vista de cómo habían estado los toreros y toda la tienta en general. Esas pláticas era muy agradables porque se sacaban en limpio algunas conclusiones interesantes.
Aunque yo era el picador oficial de San Mateo, a veces iba Pascual Meléndez a picar y actuábamos mano a mano. Otro picador que iba seguido era aquel al que le decían “Tin-Tán”, que era originario de Texcoco y llegó a ser guardaplaza en el “Nuevo Progreso” de Guadalajara. En los últimos años he alternado con Carlos Reyes, que fue novillero, jefe de callejón y asesor del juez de plaza. Con él he tentado muy a gusto porque nos acoplamos bien y cada uno se echaba la mitá de los machos. También he tentado en casi todas las ganaderías de Michoacán. En algunas con más éxito que otras, aunque casi siempre, y gracias a Dios, me ha acompañado la buena suerte. De ahí pa’acá me ha tocado tentar con un montón de toreros como los finados Mariano Ramos y David Silveti; o también con Jorge Gutiérrez, Paco Dóddoli, Antonio Urrutia, Manolo Mejía, Zotoluco, Mauricio Portillo, Alejandro Silveti, Rafael Ortega, Óscar San Román, Alfredo Lomelí, Federico Pizarro, Alfredo Gutiérrez, Israel Téllez… y muchos otros más que sería largo de nombrar. Con toda esa gente me ha tocado estar en el caballo picando y ellos toreando a pie. El día que me enajené Cuando don Antonio Llaguno andaba viviendo en Sevilla, que duró varios años por allá, cuatro o cinco, no me acuerdo bien de eso, don Javier Garfias se quedó como encargao de la ganadería de San Mateo. Él hacía los empadres y estaba en contacto con don Antonio. Ya después nos pasaban las órdenes y así las ejecutábamos.
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Tratábamos de ser muy cuidadosos de que las vacas anduvieran perfectamente “achinchorradas” con el toro semental que les correspondía, y si había algún error, o que algún toro se brincara de un potrero a otro, debíamos reportar cuántos días había andao fuera de su empadre. Si alguna cría nacía más tarde y la fecha coincidía con las que el toro había andao fuera de su potrero, se le miraba con más atención conforme iba creciendo para poder saber si era hija de ese toro o de otro. Eso sólo se puede ver con el paso de los meses, ya cuando las crías van creciendo y van definiendo su tipo. Los sementales suelen “marcar” mucho el tipo, sobre todo en sus hijas. Todos estos menesteres del campo son apasionantes. Se trata de una labor muy comprometida y de eso dependen los triunfos o los fracasos de los toros en la plaza. Y cuando uno se compenetra con el ganao sufre mucho cuando se lidia. Allí salta la emoción y hasta la lágrima llega. Siempre me emocionó mucho ver que mis toros embestían y los toreros los cuajaban. A veces salía de las plazas con un nudo en la garganta cuando los toros embestían con bravura y clase. Y otras veces salía con dolor de cabeza cuando no embestían, porque había de todo en la ganadería. Esto de criar ganao de lidia es reteharto complicao. Claro está que las satisfacciones, cuando llegan –esos indultos y toros de nota alta– te hacen sentir muy bonito dentro del alma. Uno goza, disfruta, se encariña más con la vacada cuando vienen los triunfos. Yo tengo anotados por ahí varios toros que para mí fueron mejores que algunos indultados.
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Y también me llegó a pasar algo así con la gente. Aunque parezca raro. Cuando llegue al rancho de “El Cuatro” andaba con la pistola por afuera de la camisa, porque así se usaba ahí. En aquel tiempo era un rancho de esos medio “salvajones”, hasta que se trazaron los caminos. Ora ya nadie usa pistola. La gente del rumbo me ayudó mucho porque vio el beneficio que les estábamos dando de distintas maneras. Cuando la gente necesitaba una carga de leña, yo mismo se la regalaba. Nada más les advertía que no se metieran al rancho sin mi permiso. En algunas ocasiones que andaba yo a caballo recorriendo los potreros, revisando el ganao con mis vaqueros, escuchaba que sonaba el machete o el hacha y me iba derechito a recogerles las herramientas… y luego se las devolvía con un papel que me firmaban con la jefatura del orden. Les hacía firmar pa’ que no se volvieran a meter sin autorización. Así anduve batallando un tiempo porque la gente se entercaba con la leña de allá. Ya después vino el gas y todo se simplificó; ya no tuvimos que andar quitando hachas y machetes. Me dieron mucha lata. Resulta que un día me querían matar; me querían hacer quién sabe qué tanto. Estábamos arreglando un lienzo con los vaqueros y empezamos a oír un hacha sonar arriba del cerro. Les dije que se quedaran ahí y yo fui tras el leñero que es escuchaba. El cerro estaba medio empinao y tuve que rodearlo pa’ subir con más facilidá. El monte estaba espeso y a mi paso encontré varios montoncitos de leña, pero no veía al leñero porque creí que me había sentido y pensé: <<“ya me hizo tarugo, mejor me voy>>”.
Regresé a acabar de ayudar a levantar el lienzo que estábamos arreglando, porque lo habían tirado unos sementales en una pelea y había que parchar varias partes; los toros tumbaron buenos tramos de los potreros del tres y del cuatro. De pronto, el leñero lanzó un gritito de burla porque él sí podía vernos. Les comenté a los vaqueros que me iba a ir tras él porque no podía ser de otro rancho que de “Tumbío” o “El Zapote”, que estaban al poniente de “El Cuatro”. Pos… dicho y hecho. Yo traía buena bestia y de “dos patadas” subí el cerro. Alcancé al fulano y le dije: “¡Vuélvete a burlar de nosotros jijo de tu rechinar de muelas…!” Y el muy tarugo quiso “hacerme el apache” y me agarró de la camisa que la traía por fuera. Entonces le eché encima el caballo y le disparé pero, de esas cosas que no están pa’ que pasen, yo iba bien caliente y la de buenas que sólo un tiro soltó la pistola y se me encabrilló. Él no se dio cuenta de eso, desde luego, y nada más hizo una mueca cuando le pasó zumbando el balazo, pero no estaba herido. Después se levantó de abajo del caballo. Llegaron los vaqueros y les dije que agarraran los dos burros que traía pa’ cargar la leña, porque lo íbamos a remitir al municipio de Villa Jiménez al que pertenecíamos. Y todos esos que se “pasaban de lanzas” le sacaban que los remitieran ahí porque sabían que don Antonio Llaguno tenía poder y amistades en el gobierno y les iba a ir mal. Eso me ayudaba mucho y me daba fuerza a mí y la razón, que da todavía más fuerza que nada, porque el leñero sabía que andaba haciendo un daño dentro de una pequeña propiedad, que es territorio privao.
Cuando veníamos llegando a “El Cuatro” me dijo: “No seas cabrón, mejor vamos siendo amigos”. Su tono de voz era otra y ya no estaba altanero; al contrario, estaba medio amarillo y es que siempre se pierde tantito el estado de ánimo cuando alguien te aprieta las vueltas. Le pregunté qué era lo que quería y me dijo: “Mira, Santanero, dispénsame, no me vuelvo meter aquí a tu pequeña”. Le contesté que no era “mi pequeña” pero que la cuidaba como si fuera mía, por eso estaba ahí como caporal. Total, lo vi que ya se había rajao y cuando alguien dobla las manitas no hay que “atascarse”, y como le rompí la camisa de un pezuñazo de mi caballo le dije: “en ese plan, mano, hasta te hubiera cargao la leña; pero pídemela, yo te digo de dónde saques y no me tumbes árboles verdes. Presta p’acá tu camisa y toma la mía”. Cambiamos de camisa y a partir de entonces nos hicimos grandes amigos y jamás volví a usar una pistola automática, y qué bueno porque como andaba caliente a la mejor me lo hubiera echao. No cabe duda que las cosas vienen de lo alto. Días después le conté lo que me había pasao a un comparde del ejército que era mayor, y me dijo: “En el campo, con la charabasquía que le cae a la pistola (o sea, la hoja seca y el polvo) una arma automática falla si no está bien aceitadita. Usa revólver porque hasta con lodo en el cañón ha de tronar”. Y de ahí pa’cá puro revólver usé en el campo y, efectivamente, nunca me volvió a fallar un pistola, pero también nunca tuve problemas así de tenerla que sacar como aquel día que me enajené. Y qué bueno que se me encabrilló, porque era calibre 45 y nada más ese tiro salió
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Santanero departiendo la comida con Don Antonio Llaguno, Ignacio García Aceves y vaqueros de San Mateo, después de una tienta
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y hasta escondí la mano después del disparo pa’ que el cuate ese no viera que la pistola se había quedado con las “quijadas” abiertas. Aunque sí recibió un escarmiento merecido. Pero ahora, que ya pasó el tiempo, me imagino que toda esa gente de por ahí ha de agradecer que les dejé los cerros cubiertos de árboles. Ese trabajo que yo hice les está sirviendo a ellos, a los que compraron los terrenos cuando la ganadería se fue a Jalisco. Y como además ahí compró pura gente que le tiene amor al campo, varios que están por allá en Estados Unidos, y que tienen sus animales sueltos viviendo muy a gusto en esos porteros que eran de “El
Cuatro”. Todo mundo está contento. A mí es al que me da tristeza ir por ahí y no escuchar el mugido o pitido –como dice don Álvaro Domecq– del toro de lidia. Porque es diferente el bramido del toro manso al del bravo, lo mismo que es distinto el cantar de un gallo fino al de un gallo corriente. Hay una diferencia, y como también me gustan los gallos, pus algo conozco de eso, y ahí fue onde yo me enteré tantito cómo manejar inclusive las consanguinidades de los animales. No quiero decir que sea un perito en la materia, pero sí conozco de ello porque viví en el campo rodeado siempre de toros bravos.
Santanero, fungiendo como Juez en una pelea de gallos, en el Cortijo de la Salud de Morelia.
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Santanero dialogando con un ganadero que vinierona al primer Congreso mundial de ganaderos, en San Mateo.
Santanero recibiendo brindis por parte del entonces niño torero Joselito Adame, Palacio del Arte de Morelia.
Santanero partiendo plaza, a la usanza charra, en compañia de su compañero, amigo y compadre Gregorio García “El Cachorro”, en la Monumental de Morelia. 76 Gustavo Castro
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CAPÍTULO VII Toros pa’l recuerdo
A continuación voy a nombrarles varios
toros de San Mateo que para mí fueron mejores que los indultados; toros que no olvido y que me traen recuerdos muy bonitos. Y empiezo contándoles del toro número 5, “Buena Suerte”, al que Curro Rivera le cortó el rabo en el viejo Progreso de Guadalajara. Hubo otro toro número 5, que se llamó “Veracruzano”, que se lidió en la misma plaza. Ese se picó sin cruceta, cuando todavía se usaba la libre, con una puyota que tenía el encordado muy grueso. Le pegaron dos puyazos y se quebró un pedazo de palo. Este toro le correspondió a Joselito Huerta, que con veinte pases le cortó el rabo porque era un toro muy emotivo y estaba muriéndose después del castigo en varas. Otro recuerdo que tengo muy presente, como si fuera ayer, es aquella que dieron en nombrar “La Corrida del Siglo”. Esa tarde del 21 e marzo de 1963 se lidió un gran encierro de San Mateo en El Progreso de Guadalajara. Paco Camino le tumbó el rabo a “Pajarito”, número 11, cárdeno claro; y también se lo cortó a un toro número 9. Otro toro que fue muy bueno estaba marcado con el número 16, “Granatillo”, al que Manuel Capetillo le cortó dos orejas; y al que se llamó “Vencedor”, número 2, Joselito Huerta le cortó una oreja. El matador Joaquín Bernadó, que entró en el cartel en lugar de Diego Puerta, le cortó dos orejas otro de los toros. Aquella corrida fue memorable. A mí me tocó dar una vuelta al ruedo con Manuel Capetillo a mitá de
la corrida, tras la muerte del toro 16, y la plaza era una locura. Tuvimos que salir a dar una segunda vuelta al ruedo ya con don Nacho, el señor Topete, que era socio de don Nacho en la empresa, y los cuatro matadores. ¡Ah!, también don Javier Garfias salió a dar la vuelta al ruedo, pues venía en representación de don Antonio Llaguno y vio la corrida en el palco de ganaderos. Yo, desde luego, como caporal, estuve en el burladero de toriles. Otro toro que recuerdo fue un número 9 que se llamó “Pajarito”, de la familia de los “pajaritos”, al que Manolo Martínez le cortó el rabo en San Luis Potosí. Y ese día, a un torero español que se llamaba Luis Segura, le salieron un par de toros que le quedaron muy grandes: uno llamado “Caramelo”, según recuerdo. El tal Segura andaba sin sitio y “se lo comieron” los toros de San Mateo. Fueron dos toros enormes de calidad, de esos que hay que torear en redondo toda la tarde. Me le escapé a “Borrachón” Manolo Martínez, de novillero, le cortó el rabo a un novillo de nombre “Toledano”, número 50, al que me había dicho don Javier Garfias que le pusiera nombre. Cuando me preguntó porqué lo había bautizado así, le dije: “porque va a salir con mucho temple, igualito que las espadas de Toledo”. No recuerdo si era la segunda o la primera novillada que Manolo toreaba en Guadalajara. Estuvo sensacional; desde entonces apuntaba el cante.
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Ya de matador, a Manolo le salió el toro número 13 en la Plaza México, aquel famoso “Borrachón” que puso en peligro su vida por la cornada tan grave que le pegó en la corrida del 3 de marzo de 1974. A este toro, en el embarque, me le escapé gracias a que andaba muy bien montao en mi caballo “El Charrasqueao”; me hizo dos veces el viaje en un terreno muy corto, y en una corraleta me le salí. Eso fue nomás gracias a que andaba bien montado. Hubo otro toro que no se me olvida: el número 47, que también se lidió en La México. Se llamó “El Rey” y acabó con Mario Sevilla hijo, pues un espontáneo se tiró al ruedo y le pegó mejores muletazos que el matador. Y cómo olvidar la última vuelta al ruedo de don Antonio Llaguno con un toro 90 y otro 95, arriba de los 500 kilos, que lidió Alfredo Leal –que tenía mucha calidá–, y sin cortar orejas tuvo que sacar a don Antonio a dar la vuelta al ruedo. Esas fueron las únicas que yo le vi en la Plaza México a mi patrón. Esta corrida la dio la Unión Mexicana de Picadores y Banderilleros cuando su representante era Javier Cerrillo. Por esos tiempos el empresario era el doctor Alfonso Gaona. Ya que toqué el tema de Alfredo Leal, con este torero di dos vueltas al ruedo en la plaza de Nuevo Laredo, y sólo porque don Antonio Llaguno estaba sentao en el tendido y me había dicho, desde la hora del sorteo, que si había vuelta al ruedo la iba a dar yo. Ese fue un detallazo que me halagó mucho. Y más todavía, ver inmenso a Leal en esa corrida. El mismo Alfredo bordó el toreo a un toro número 22 en la plaza de Guadalajara al
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que le cortó el rabo. Sensacional estuvo también esa tarde. Y otro toro muy bueno fue “Jarocho”, número 31, que le tocó a Manolo Martínez en La México. A este toro no hay que mencionarle mucho de bravura porque era medio “rajadón”: se apencó en tablas, pero tenía empuje y lo toreó en su terreno y le cortó las orejas. Conforme lo metió a la muleta, que eso lo sabía hacer perfecto, el toro se creció, con las características de San Mateo, que siempre han sido así: de menos a más. Y ahí en ese terreno le formó un lío. Otro fue “Goliat”, número 6, que pesó 612 kilos, el más pesao que me tocó ver lidiar de San Mateo. El venezolano Bernardo Valencia le banderilleó con cortas al cuarteo y le cortó dos orejas. Aquella corrida fue en el “Nuevo Progreso” de Guadalajara. El torero armó una pelotera tremenda desde el tercio de banderillas; era un torero que no tenía una figura estética, pero era muy honrao y salía a jugársela con singular alegría y eso se lo agradecía mucho el público. Aquí me encuentro un dato que tenía anotado, la de un toro número 60 que le tocó al “Niño de la Capea” en el viejo “Progreso” de Guadalajara. Este toro le puse el nombre de “Colmenero”, porque un día andaba cerca de un cajón de colmenas y le picaron muchas abejas; el toro se encabronó y le pegó de cornadas al cajón de las colmenas. No se puso malo ni nada, pero salió reparando de ahí. Fue un toro notabilísimo al que se premió con la vuelta al ruedo. También me viene a la mente un toro número 22 que lidió “Espartaco” en el “Nuevo Progreso” en 1981, cuando
don Nacho celebró sus 50 años como empresario. Un espontáneo se tiró de salida y le pegó una tanda de derechazos enorme, en el centro del ruedo. Por ahí vi la cabeza de ese toro que andaba “rodando” y nunca me di cuenta si la recogieron o quién se la quedó. ¡Salú por San Mateo! Durante un sorteo en la plaza vieja de “El Progreso”, que era una plaza que tenía mucho ambiente porque desde la mañana la gente iba al sorteo y luego se quedaba a misa, y por la tarde la llenaba hasta el reló, un día don Antonio Llaguno me dijo: “Ya no me dejes entrar a nadie”, y yo obedecí y cerré con candao la corraleta donde estaba todo listo para el sorteo. Al ratito llegó un señor con una cámara de filmar y preguntó que si le abrían la puerta porque quería entrar. Me dijo con muchos cojones: “¡Ábrame porque voy a entrar!”. Le dije que mi patrón me había ordenao que ya no dejara entrar a nadie, y el hombre se enojó mucho: “¡Aquí debería haber alguien que conozca, no un pajón ranchero como tú!”, me dijo. Y enseguidita me puso de pé a pá, y yo nomás lo estaba oyendo. Luego sacó un acordeón de credenciales y me las enseñó y dijo quesque iba a traer una pistola pa’ darle un balazo al candao y otra sarta de tarugadas, y me amenazó de que iba a pegarme un palo en su periódico. Yo le contesté: “Mire, escriba en su periódico lo que que usté quiera; a mí me da igual porque ni siquiera sé leer. Además, su periódico debe ser muy áspero hasta pa’ limpiarme el silabario; son más frescas las hojas de cazahuate del campo, así que me vale madre lo que usté ponga”.
Afortunadamente aquella tarde fue la famosa “Corrida del siglo” en la que se cortaron nueve orejas y dos rabos a los ocho toros de San Mateo. Por la noche nos fuimos a una placita de toros que se llama “La Calesa”, donde habíamos ido a ver la lidia de unas vaquitas que iban a echarles a unos muchachos. Nosotros fuimos ahí a divertirnos, a tomar una copa de vino, al baile y a sangolotearnos, porque yo todavía estaba en mi época de joven y ahí nos topamos con este periodista en la barra, y que voltea y me dice: “Salú por San Mateo… ¡pero usté chingue a su madre!”. Y yo le contestaba lo mismo: “Pos salú por San Mateo… ¡pero usté también vaya y chingue a la suya!” Y por poquito y se arma la tremolina, pero intervinieron de un bando y otro y al final no pasó nada. En ese tiempo yo sabía que no me iba a durar ni un solo ráun aquel hombre, porque yo estaba muy puesto pa’ los chingadazos; era futbolista y a cualquiera le subía “las patas” hasta las quijadas; jugaba mucho frontón y estaba bien templadito de todos los músculos. Pero más valió que no se formara la bronca grande. Pasaron los años, y un día nos juntamos en la ganadería de San Mateo tentando a caballo, y después de que había picado la mitá de los machos, porque la otra mitá la picaba otro picador, me subí al palco con el ganadero Nacho y los amigos, y que me dice mi patrón: “Atiende a Nadim, por favor”. ¡Y no va siendo el mismo periodista con el que me iba a madrear! Lo saludé perfectamente y él también a mí y me preguntó si yo lo iba a atender a lo que le respondí: “Sí, claro, pues está en
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nuestro rancho”, ahí me crecí y hasta me paré en la punta de los estribos cuando le solté esa frase. Me pidió un tequilita con hielos y tantita fresca. Cuando se lo llevé me preguntó un tanto desconfiao: “¿Oye, no le habrás puesto nada raro, verdá?”, creyendo que yo le iba a echar alguna hierbita a su trago o algo así. Le dije: “No señor, olvídese”. Le dio risa y ahí paró todo. Nos hemos vuelto a ver y nos saludamos como si nada. Lo de aquel día de “La Corrida del Siglo” fue una cosa de pasión, de esa que está llenita la Fiesta. Creo que en la fiesta de los toros siempre debe existir la pasión y ver las cosas con naturalidad y con grandeza. La Fiesta es de grandeza, no de medianía. A mí me tocó vivir lo más grande de la Fiesta en la ganadería de San Mateo y me entregué a ella porque la sentía como mía. La exposición ganadera También tuve la suerte de ir a México a la única exposición ganadera en la que hubo presencia del toro de lidia lo que no era fácil porque este animal no es como cualquier otro que puede estar en un corralito en exhibición. Pero bueno, para allá nos fuimos. En ese tiempo, el que estaba al frente de la Asociación de Criadores de Toros de Lidia era don Manuel Labastida, el propietario de Santo Domingo. A nosotros nos tocó ir con dos vacas y un toro número 6, que pertenecía a la familia de los “Cascabeles”. Otras ganaderías que asistieron fueron las de Valparaíso, Jesús Cabrera y Tequisquiapan, me parece. Había que improvisar pa’ echarle de comer al ganao en unos corralitos muy chicos, y yo llevaba un novillo de 380 kilos y las dos
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vacas, pero ahí también se encontraba un toro “Cantarito”, de Valparaíso, que me parece había indultado José Huerta. Todos los vaqueros que estábamos cuidando a nuestros animales nos hicimos amigos porque convivimos quince días en la exposición. Y cuando se llegó el día en que teníamos que embarcar cada uno sus toros pa’ venirnos al rancho, se presentó un problemita: el embudo era como pa’ subir caballos de esos que están acostumbrados a viajar, o pa’ subir ganao cebú, pero no toros de lidia. Me las ingenié porque nadie quiso entrarle por delante; nadie daba trazas de querer embarcar sus animales. Como que le sacaban un poquito, digo yo. Me hice una barra de puras pacas de alfalfa pa’ poder subir al toro número 6, y todo mundo se cachondeó de mí. Les pedí que nadie se moviera. Formé mi camión y comencé a arrearlos. Ahí estaba un señor Muciño que era transportista de toros bravos y me dijo que me iba a ayudar, y como era gente que sabía del tema yo confié en él. Y arreando parecía que yo tenía educados a los animales, y me salió “de pura baba” y cuando le abrieron a los cajones se acomodaron de inmediato. Se me dio de maravilla. Ahí andaba don Lucas González Rubio, que era un señor muy gritón, de carácter fuerte, que también sabía mucho de toros. El vaquero de Valparaíso, Nacho Delgadillo, se atarugó con los gritos de su patrón, el toro se calentó y las vacas también y comenzaron a rematar en los burladeros y se les arrancaban. Don Lucas me pidió que les ayudara y le dije que con mucho gusto pero que el ganadero de Valparaíso, don Valentín
Rivero, se tapara porque estaba arriba de donde el toro iba a entrar. Como el toro ya se había meneao mucho y no iba a entrar al carril, había que lazarlo. Entonces le dije al señor Muciño que me manejara una puerta porque si me dejaba afuera, el toro me iba a hacer leña. “Tenme confianza”, me dijo muy sereno; “en cuanto le caiga la soga en los pitones, tú ‘pélate’ por la puerta”. A la primera arrancada le puse la reata en los pitones y así fue como se lo embarqué, y le quité de encima la bronca a mi amigo Nacho Delgadillo, que ya andaba espantao”.
del toro al que se hace en el campo y como yo anduve mucho tiempo en las plazas, también aprendí a manejarlo en los dos lados. Recuerdo que don Alfredo Jiménez me dijo en una ocasión: “a la gente, como al ganao, se le conoce nomás con verle la mirada”. A través de la mirada conocía muchas cosas de las vacas y de los toros. A la vaca que la “tocaba” y volvía la cara con violencia, generalmente tenía genio; igual el toro. En cambio, el que miraba de forma más relajada y volteaba menos violento cuando lo “tocabas”, tenía más temple. Igualito que la gente, pa’ que mejor me entiendan.
En las corraletas es distinto el manejo
Santanero, ganaderia la Paz, Coroneo,Gto., preparado para la tienta
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Santanero dando vuelta al ruedo en la Plaza de Cuitzeo del Porvenir, homenaje en su honor y por su trayectoria taurina , acompañado de Carlos Revuelta y Gregorio García el “Cachorro” quien también recibió reconocimiento”
Revolera por parte de Santanero en un festival, en la campiña brava michoacana
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CAPÍTULO VIII Una aventura inolvidable
Cuando Nacho García Villaseñor me dio
la noticia de que me iba a España con los toros de San Marcos y San Mateo, la recibí con gran gusto porque desde niño soñaba con ir pa’allá. Desde luego, en este caso la alegría era doble porque iba con una labor que me encantaba: el manejo el toro bravo. El día que nos embarcamos rumbo a España, por lo menos pa’ salir hacia al puerto de Veracruz, fue un miércoles 13 de agosto de 1986. Los tres camiones de Rubén Ortega llegaron muy temprano al rancho de “El Cuadrao”. Eran tres porque íbamos a embarcar un total de 21 toros que fueron los que llevé a España: siete de San Marcos, y los otros 14 con el fierro de San Mateo. Hice un diario pa’ escribir un recuento de cada uno de los acontecimientos y ahí tengo todos los números de los toros y sus pintas, así como en qué cajón fue subiendo cada uno cuando los embarcamos. A todos los inyectamos con una vacuna triple contra la septicemia y la fiebre carbonosa que también se conoce como “la mancha” o “pata negra”. Vacunamos a los toros contra ántrax y también se les inyectó les inyectó una vitamina pa’ que no resintieran tanto el viaje, aunque a la larga si se bajaron mucho de peso. Yo iba al cargo de los toros con el médico de cabecera, que era el veterinario Arturo Berni. Salimos de San Mateo ya atardeciendo. Era una caravana compuesta por los tres camiones con los toros y uno más que iba cargao de pastura y pienso,
que era todo lo que viajaba a España. Cuando íbamos saliendo del rancho ocurrió un hecho que nos llamó mucho la atención: en uno de los potreros salió una tropa de vacas y nos dio la impresión de que habían salido a despedir a sus hermanos. Fue un caso curioso porque se quedaron viendo con admiración los camiones onde iban los toros. Como a las 5:20 de la tarde estábamos pisando la cinta asfáltica y dejábamos atrás la querencia de los toros… y de la mía, porque yo ya tenía tiempo de estar viviendo ahí con Nacho en este rancho de Jalisco, y pos uno le agarra cariño a las tierras y siempre siente algo de nostalgia cuando las deja, máxime que ahora íbamos a hacer un viaje muy largo a lugares que yo no conocía. Llegamos a Apizaco a la mañana siguiente y ahí almorzamos. Nos dieron la noticia de que el barco llegaría al puerto hasta el próximo domingo. El ganadero me había dicho que resolviera cualquier problema que se atravesara, así que tomé una decisión que a mi entender fue la mejor: primero, no irnos hasta Veracruz; no tenía caso estar con los toros en los cajones tanto tiempo, así que mejor los bajamos en el rancho de Rubén Ortega, una finquita que se llama “La Escondida” y que tiene instalaciones. Ahí desembarcamos las tres corridas, y mandamos un camión pa’ trás a que fuera a comprar más alfalfa. Rubén me dio “el norte” onde conseguir el alimento pa’ los toros y fuimos por más pacas de alfalfa que se iban a necesitar en esos días. “El Santanero”
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Ahí vivimos tres días en el rancho “La Escondida”, un lugar muy agradable porque tiene pura sombra de encinos y es muy fresco. Los toros estaban a gusto, y ahí comieron y bebieron bien. Una travesía de 16 días El día 16 de agosto en Apizaco, el señor Cerrillo, hijo de aquel banderillero que ya mencioné, nos dijo que el barco sí llegaría el día señalado, así que aquella noche dormí un poco más tranquilo porque sabía que en pocas horas íbamos a reembarcar los toros pa’ irnos rumbo al puerto de Veracruz. Mi pendiente era que durante el manejo de los toros alguno se fuera a despitorrar, cosa que podía ocurrir.
es muy poco. El día 19 de agosto empezó la maniobra de abordaje de los toros alrededor de las tres de la tarde. Comenzamos con la puntualidad de esta gente y el primer toro que subió al barco fue el número 31, con el fierro de San Mateo, que sería lidiado varios meses después en Madrid, dentro de lote de cuatro toros que se echaron en Las Ventas el día 24 de mayo de 1987. Esa tarde confirmó su alternativa David Silveti con ese toro mexicano, algo que nunca antes había sucedido y que se me antoja dificilísimo que vuelva a ocurrir. ¡Eso ya es historia, señores!
Como la gente del toro de Apizaco se enteró que viajábamos rumbo a España, nos trataron de maravilla, comenzando por la misma familia Ortega. A la 1:30 de la madrugada del día 18 de agosto llegamos al puerto de Veracruz, y según eso tendríamos que pasar a cabotaje a las siete de la mañana. Al entrevistarnos con el señor Cerrillo, nos llevó al barco a presentarnos con el primer oficial, que se llamaba Juan, y era el encargao de todo, pues al capitán casi ni lo conocimos hasta los últimos días de la travesía.
Así que cuando ya estábamos arriba del barco, con todos nuestros toros, nos avisaron que la comida se servía a las doce del día y la cena a las siete de la tarde. Ahí casi no se desayunaba ni se almuerza; sólo daban una tapita o media caña de vino… y era todo. Al comedor era menester entrar bañaos, porque como estábamos manejando los toros, limpiando los cajones donde iban, echándoles agua salada por debajo, pos nos ensuciábamos. Además, el barco era carguero y por ahí se regaba aceite y grasa. Pero ya bañaditos entrábamos a comer muy limpios.
Nos señaló nuestro camarote al médico y a mí, y también el comedor. Lo mismo que el lugar donde irían los cajones de los toros, que era en la zona de la popa. El barco se llamaba “Belén”, de nacionalidad española, y era muy grande; estaba anclado en el muelle número cuatro. Pa’ esas horas ya estaba ahí nuestro patrón, el ganadero García Villaseñor. Por la tarde les dimos agua a los toros y bebieron bien y comieron algo de alfalfa: dos pacas por toro, que
La primera vez que entré al comedor me dieron media caña de vino tinto y yo me serví otra. El mesero se me quedó viendo con “malos ojos” y no me dijo nada hasta después, cuando me explicó que el cocinero decía que nada más era media caña de vino tinto por cabeza. Le dije que estaba bien, que no pasaba nada, y que me iba a “acompletar” con “la vaquita” ésa que llevan ahí de agua helada, muy sabrosa, por cierto. Pero como les había caído bien a todos
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y ya me había metido al bolsillo al “atajo”, cierto día el cocinero me dijo: “Tómate el vino que tú quieras”, y no volví a probar el agua hasta que llegué a España. Y allá también: el ganadero don José Luis Pereda me dijo en su casa que me tomara el que quisiera; así que me la pasé bebiendo puro vino tinto, y cuantas veces pude probar distintos tipos de Brandy así lo hice, porque son sabrosísimos. Aquí tomamos pura bazofia y los de aquí no sirven, la mera verdá; por eso en México hay que tragar tequila. En el barco había un salón de estar donde a veces nos íbamos a descansar cuando terminábamos nuestros quehaceres. Ahí nos tomábamos un refresco, un vino, o jugábamos baraja o ajedrez. Al llegar el remolque pa’ empezar a despegarnos del puerto, vi que el doctor Berni le dieron ganas de lloriquear, y cuando le perdimos de vista el faro del puerto le pregunté por qué se había entristecido tanto; me comentó que extrañaba a su familia. Yo le dije: “Ojalá y se suba un tiburón al barco pa’ pegarle tres naturales”. Al médico le dio risa y cambió la decoración. No crean, pero medio se apachurra uno en estas circunstancias, porque íbamos a lo desconocido. Era la primera vez que me tocaba embarcarme y viajar fuera de México, pero iba con una amalgama de miedo, emoción y gusto de ir a España, donde tienen la Fiesta bien organizada. Y así empezamos a navegar. Cada vez que se enfermaba un toro yo iba por el doctor al camarote, pues se la pasó mucho tiempo ahí metido porque se mareaba mucho. Venía y me inyectaba los toros. Varios se enfermaron de las
vías respiratorias y yo estaba muy pendiente de ellos porque me levantaba temprano; les echaba agua por debajo y de comer tantito pienso y tantita alfalfa, pero sobre todo les daba de beber agua en la mañana y en la tarde. Nunca dejaron de tirarme cornadas y hocicazos, a la comida y al agua, pero hubo otros toros que en el transcurso del viaje se fueron aclimatando y esperaban bien “la botana”. Así me la pasé: viendo mis toros y viendo el mar, que es inmenso. El barco, que se me hacía tan grande en el puerto, en el mar parecía una cascarita. Pude ver varios tonos de colores azules que el barco dejaba a su paso, como si fuera barbechando, como si fuera un polvareda pero de agua, con tonos hermosísimos. Un día me la pasé 15 minutos viendo unos delfines que me señalaron los marineros, porque me hice muy amigo de toda “la tropa” que iba ahí. Unos eran sevillanos, otros de Jeréz de la Frontera y también había cuatro vascos. Nos avisaron que el 21 de agosto había que adelantar una hora el reló. Cada tercer día había que adelantar una hora pa’ que cuando llegáramos a España tuviéramos puesto el horario de allá. Los toros se bajaron mucho de peso porque sólo comían dos kilos y medio de pienso y una paca y media de alfalfa, entre todos. El médico Berni a veces me ayudaba cuando no se sentía tan mal, pero cuando se sentía mareado me tocaba darles el pienso a mí solo. Pero eso no me importaba porque yo gastaba el tiempo en esta faena. Estaba acostumbrao a cuidar a mis toros.
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El meritito 24 de agosto anclamos en Puerto de Plata, que está en República Dominicana. Fue nuestra primera parada. Estuvimos dos días ahí, y nos extendieron un pase pa’ poder bajar a tierra. Los toros seguían comiendo medio bien, medio mal, dentro de lo que cabe, y al cabo de los días ya consumían tres y media paca de alfalfa entre todos. Entonces fueron subiendo de peso a medida que se les fue pasando el coraje, porque seguían rematando en las puertas de los cajones. En Puerto de Plata nos aprovisionamos de agua y pude bañar a mis toros con agua dulce, porque tenían comezón y se rascaban mucho. Algunos se inflamaron de los corvejones y las rodillas, y el doctor les fue inyectando antiinflamatorios. Total, que llegaron un tanto “madreados” luego de tantos días de estar encerraos en sus cajones. El 26 de agosto por la mañana vi en un pizarrón un letrero que decía: “Hoy salimos rumbo a La Habana”, y a mí me habían dicho que iríamos directito a Cádiz. “Me saqué de onda”, la verdá. Les pregunté a los marineros por aquel letrero y me comentaron que si el pizarrón decía que nuestro destino era España, se iban a tratar de colar en el barco uno que otro polizonte, pues Dominicana es un país donde hay mucha hambre y la gente se la juega a irse a otro país. Y si leían que el barco iba pa’ La Habana, no hay nadie que se atreva a subirse pa’ esconderse por ahí, porque ya saben que en Cuba los reciben con “caricias”. Me quedé más tranquilo con la respuesta de los marineros. El 26 de agosto nos avisaron que había que adelantar una hora más el reló. El día 27 fue normal, excepto que el mar 86 Gustavo Castro
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estaba un poco picado y el barco se movió mucho porque ya estábamos en alta mar. El 28 de agosto nos volvieron a dar el aviso que había que adelantar una hora más el reló, y así lo hicimos. El día 31 el capitán pasó a avisar que habría maniobras de desalojo del barco a las 16:30 horas. Hicieron sus maniobras y todo mundo salió corriendo porque esos marineros se mueven como si se hubiera presentao alguna tragedia en el barco. Todos tuvimos que ponernos nuestro chaleco salvavidas para desalojar el barco. Fue una cosa impresionante este simulacro, pero también una experiencia bonita. El día 3 de septiembre nos avisaron que la televisión iba a estar en Cádiz en el momento de bajar los toros del barco. Para estas fechas se hacían más pesados los días y ya ansiábamos pisar tierra firme porque de mar y cielo se alcanza a llenar uno, ya que fueron dieciséis días los que duró el viajecito. El 5 de septiembre de 1986 atracamos a las dos de la mañana en el puerto de Cádiz; pero antes, el día 2, ya se escuchaba Radio Cádiz y don José Luis Pereda, ganadero de la finca donde se iban a aclimatar los toros, estaba cuestionando si los toros iban “completos”, porque otras corridas habían tenido bajas. A mí se me ocurrió preguntarle a los marineros que si el ganadero no había preguntao por el caporal y el doctor que viajaban con los toros. Todos soltaron la carcajada. La maniobra de desembarque duró varias horas y terminamos como a las tres de la mañana del 6 de septiembre, día en que amanecimos ya instalados en la ganadería del señor Pereda, a la que llaman La Dehesilla, que está pegadita
a un pueblo al que nombran Rosal de la Frontera, que está en la línea divisoria de España y Portugal. Y acabamos muy tarde porque tuvimos que inyectar a todos los toros contra la fiebre aftosa, que todavía existía en España en esa época. Afortunadamente, ninguno se enfermó. Cuando faltaban tres días para llegar a Cádiz, fue cuando conocimos al capitán del barco. Se bajó a tomarse la foto con nosotros porque iba a haber prensa a la hora del arribo de los toros al puerto de Cádiz. Y de paso, en la aduana, el señor Pereda tuvo muchos problemas pa’ que le dejaran bajar el pienso que llevábamos. No se le permitían por ningún motivo; las autoridades querían que se quemara la pastura y la alfalfa que llevábamos. Pero al final, después de mucha discusión, lo pudo arreglar. Y eso era muy importante pa’ que los toros no cambiaran de alimento de una manera tan brusca. De pasadita conocimos Huelva y su plaza de toros que es muy antigua y tiene capacidad para siete mil gentes. Como llegamos algo “cansadones” del viaje, nos dieron nuestra recámara en el cortijo de don José Luis y los toros que quedaron en “los cerraos”, como allá llaman en España a nuestros potreros.
brega. Me prestaron un caballo que era de la señora del patrón, un caballo de muy buena rienda y buena espuela, y en seguida me adapté a esa bestia. El día 7 nos llevaron a Huelva a ver una novillada sin picadores. Vimos a seis muchachitos que tendrían entre diez y doce años de edad, con novillos que pesaban de 300 y 340 kilos… y sin picar. Por eso los muchachos allá “se ponen” con el toro muy rápido. Otro día nos avisaron que el toro número 30 faltaba. Por ahí nos dieron la queja de que tenía a unos ordeñadores encaramaos encima de un encino; les había embestido y tuvieron que subirse al árbol pa’ escapar del toro. El toro tenía una cornada en un corvejón y siempre estaba enojao y como había mucha mosca por ahí, pos no se componía. Así que el 8 de septiembre fuimos acompañados del ganadero porque dudaba que anduviéramos haciendo el quehacer como se debe.
Motivo de entrevistas y reportajes
El toro se metió entre unas matas de zarzales y unas de durazno. Le echamos vacas, bueyes… y de todo, pero no quería ir pa’l cortijo. Nos dijeron que si no lo podíamos devolver, iba a haber necesidá de ametrallarlo, porque estábamos cerquita de Rosal de la Frontera y era peligroso pa’ la gente que vivía ahí.
El mayoral del señor Pereda me fue a despertar porque los toros se habían salido y se fueron a otro cortijo cercano donde estaban varios montones de alfalfa y ahí los encontré acostados, rendidos por el viaje. Le dije que me prestara un caballo pa’ reunirlos. Yo llevaba mis monturas y mi soga; mis chaparreras y mi traje de charro pa’ la
Ya estaban los guardias civiles prevenidos de esta situación y le dije al señor Pereda que yo lo iba a sacar lazao, y me dijo que si me atrevía se lo dijera. Le respondí que él tenía que dar la orden, porque en el intento podía matarme el caballo de su señora, y eso sí iba a estar “pelón”. Les pedí, entonces, que si lo lazaba me arroparan “El Santanero”
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con los bueyes y otros cuatro o cinco de a caballo, y el ganadero dijo: “¡Venga, de que maten al toro a que lo lace usté, pues mejor lo intentamos!” En una pasada como de rejón le puse la soga y no fui tan tarugo porque le abrí la lazada de modo que metiera una mano y así pude comprobar qué tan violento estaba el toro, a ver si todavía tenía velocidá para calcular mi terreno; así era como podía manejar bien las distancias y reducir el peligro. Vi que el caballo sí podía con él y desde ese momento don José Luis Pereda vio que yo sabía manejar bien la soga. Con el movimiento, el toro hizo la lazada más grande y sacó la mano y lo dejé lazao de la pura cabeza. Y les dije a los muchachos: “¡Ora sí, arrópenlo con los bueyes! Vamos a arrearlo y yo voy a tratar de llevármelo cabestreao”. Así lo hice hasta meterlo de vuelta onde debía de estar. Lo enredé en un encino y le eché el pial pa’ tirarlo y poder curarlo. Para mí fue un triunfazo porque allá creo que nadie había lazao un toro y vinieron a entrevistarme los periodistas de Huelva y Sevilla. Y a mí me dio mucho gusto porque don José Luis le había hecho mucho ruido al lazo que le había echao a ese toro. Como el ganadero se dio cuenta de que yo podía hacer varias cosillas en el campo, me dijo que fuéramos a recoger otro novillo que se encontraba en otro cerrao, a unos cinco kilómetros de distancia del cortijo. Me comentó que íbamos a llevar el tractor, un jeep, la camioneta… y una vez ahí, le dispararíamos un dardo pa’ agarrarlo. El novillo pesaría unos 300 kilos y cuando le hicieron el disparo, y vi que empezó a “hacer el borrachito”, me 88 Gustavo Castro
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puse cerca en unos encinos; me hizo el viaje y me quite pa’ echarle la lazada y ahí lo agarré. Se bajaron los otros vaqueros a ayudarme pa’ aborregarlo y lo subimos a la camioneta. Después de que le pasó el efecto del tranquilizante, el torito se paró y empezó a rematar en los burladeros, pero ya estaba onde lo habíamos soltao. Para mí fue una cosa común y corriente en España echarles el lazo a los toros a caballo o a pie, y ahí les gustaba mucho ver cómo lo hacía porque no estaban impuestos a ver eso. Aquello tenía mucho sabor mexicano, y a mí me llenaba de orgullo poder demostrarles cómo manejamos el ganao acá en nuestra tierra. “¡Ólé los cojones de Santanero!” El día 11 de septiembre separamos los toros que se iban a lidiar en Huelva. Escogimos los que tenían mayor presencia y se habían recuperao mejor del viaje tan largo. Don José Luis Pereda me insistía en que hiciera caminar a los toros pa’ ejercitarlos, pero yo nunca los eché a andar porque lo que ellos querían era descansar. En el cercao donde estaban había unas paredes de un silo viejo y ahí los encontraba a todos echados a lo largo, y los dejaba descansar. Cuando veía que empezaban a enderezarse era cuando les daba de comer. Desde luego que a estos toros se les preparó un pienso especial con fórmula que hicieron los veterinarios de don José Luis. La intención era que los toros recuperaran grasa porque según los médicos, habían perdido mucha durante el viaje. Y así se hizo y se “les apretó”
la comida a estos que se separaron para ser lidiados en Huelva, y aunque no se recuperaron del todo sí les ayudó el nuevo alimento que estuvieron comiendo. El 13 de septiembre volví a darle una agarrada al toro 30 pa’ que el médico lo inyectara y lo curara porque todavía no se recuperaba. El 24 de septiembre llegaron a la finca de don José Luis Pereda el señor Canorea, empresario de Sevilla, así como el apoderado de David Silveti. Hubo entrevistas, gran comida y toda la cosa; compartí la mesa con ellos gracias a la atención que tuvo don José Luis de invitarme a sentarme. Al día siguiente volví a curar al toro número 30, el que se había escapao y que todavía no se curaba de la cornada en el corvejón, porque se estaba agusanando a cada rato; y es que por ahí había muchas moscas. Me ayudaron unos vaqueros a pie y otros a caballo. Don José Luis estaba montao en su caballo y cuando tiramos al toro, tronó una reata que traía en la cabeza y trató de levantarse, pero yo lo tenía agarrao de las patas con mi soga. Pero en una de esas, y con los jalones empezó a dar el toro, casi fui a dar a los pitones. El toro se retorcía, se hacía como chivo, pero lo bueno fue que no aflojé la soga de las patas y por eso no me pudo hacer nada, aunque me buscaba y yo estaba agarrao de la cola y de las patas. Y don José Luis Pereda me pegó un grito que no se me olvida: “¡Olé los cojones de Santanero!”. De todas estas labores camperas allá en España, guardo con mucho cariño varios ejemplares de la revista “Aplausos”
donde salgo en unas fotos. También me publicaron una nota en el Diario 16; sale una foto en la que estoy en el campo arreando los toros, y como tuve que tirar tantas veces al toro 30 pa’ curarlo, los señores de la prensa aprovecharon pa’ hacer esos reportajes. El 26 de septiembre vi la primera corrida de toros en Sevilla, de tres que me tocaron seguidas, en la Feria de San Miguel. Vi carteles buenos, con corridas serias, y además vi cómo se aprueba o se desaprueba una corrida en las corraletas de La Maestranza, gracias a la atención que el señor Canorea tuvo conmigo cuando me pasó pa’ estar presente en un reconocimiento, como le llaman. El 28 de septiembre me hicieron una entrevista en Radio Madrid. Me dijeron que teníamos tres minutos pa’ hacerla. Me llamaron por teléfono a Sevilla y cuando empezamos a hablar de toros se alargó la plática porque estábamos enlazados con México con el arquitecto García Villaseñor, y al final la charlita duró como unos doce minutos. Cuando me ofrecieron trabajo El 2 de octubre, el señor Pereda me llevó a conocer un pueblo cercano a la frontera que se llama Serpa, que ya está en territorio de Portugal, en donde comimos y bebimos el mejor vino tinto que hay por ahí; es un vino que tiene más cuerpo que el español, según mi conocimiento raquítico que tengo de esto, porque yo nada más de tequila sabía antes de treparme al barco. De botana comimos un queso de borrega que estaba sensacional; me dijeron que lo hacían por ahí en esa región.
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A Portugal fui dos o tres veces más en compañía del ganadero. Me tocó ver una corrida de rejones y convivir con geste del rumbo. También llegué a compartir la mesa con varios guardias civiles con los que después de cenar cantábamos canciones mexicanas. Un día que andábamos por ahí, don José Luis me comentó que estaba tratando de comprar una ganadería del otro lado de la frontera, en Portugal, y me dijo que si me animaba a venirme, él me traía a mí a y mi familia. O sea que me ofrecía “los bueyes y la carreta”, pero yo le contesté: “Si me hubiera dicho esto mismo hace 20 años, no lo hubiera pensado dos veces”. Y le dije eso tan seguro porque a mí me encantó la seriedá con la que se llevaba la ganadería en España; allá todo mundo es muy profesional en lo suyo. También me tocó la suerte de picar en España, en una ganadería a la que me invitó el mayoral de don José Luis Pereda. Le dieron un caballo como pa’ rejones, y desde que lo empetaron “se rasgó” a los reparos. Ahí estábamos presentes con el doctor Arturo Berni como invitados, pero el mayoral me dijo: “Ya que dices tú que también tientas allá en México, así que te voy a dejar la última becerra pa’ que la piques”. ¡Qué becerras, ni que nada! Eran vacas que traían unos 300 kilos, estaban muy fuertes. Y le dije que estaba bien. Yo vi que este hombre no le pudo al caballo porque tenía mucho “metal”, mucho brío, y como que no le supo manejar bien la rienda. Cuando me bajé al ruedo el ganadero comentó a los matadores presentes y a los demás invitaos: “Aquí hay un mexicano”. Me bajé y le dije: “¿Me permite darle unos pasitos al caballo antes de que me suelten la becerra?”. Contestó: “Lo 90 Gustavo Castro
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que usté quiera”. Cuando vio que no me había puesto hierro en “la pata” me regañó: Si no se pone el hierro no va a picar”, me dijo. Le contesté que no estaba acostumbrao a usar el hierro y me dijo que, cuando menos, me pusiera la monilla. Me la puse de mala gana porque yo nunca he usao “fierros” pa’ picar. Ya estaba listo y le hablé al caballo pa’ que supiera quién andaba arriba; lo dejé que se estrellara de reversa tres o cuatro veces contra las tablas porque el caballo hacía eso cuando sentía a la becerra. Lo estuve viendo durante las seis becerras, así que cuando me monté ya tenía “el tiro hecho” p’al caballo. Allá usan puya triangular y en el primer puyazo les dejé a la vaca bañada en sangre. Había varios de la prensa de Huelva y me pegaron una ovación. Las tientas ahí las hacen nocturnas porque hay muchos moscos y cuando encienden los reflectores se van pa’ arriba a los focos, porque había “parvadas” de moscos en esa finca. La corrida que se lidió en Huelva Una semana después empezamos temprano a tratar de embarcar la corrida pa’ Huelva que se lidiaba el día 12 de octubre. Durante el embarque pasaron detalles agradables porque el ganadero Pereda y yo éramos los únicos que íbamos a arrear el encierro; el decía que yo conocía bien a los toros y sabía a qué distancia pararme. Yo vi que los toros me obedecían muy bien a la pedrada, y por eso llené de piedras las cantinas de mi montura y me hice una honda de pita pa’ tirarles piedras cerca de las patas y así poder arrearlos a un cerro que estaba cerca del embarcadero.
Cuando ya estábamos ahí le dije al ganadero que era necesario correr a la par de mi caballo: “Si ve usted que ‘aprieto’, usted también ‘apriete’ a su caballo”. Él iba con su garrocha y yo con mi soga. Hacíamos una pareja mexicana y española, “retehermosa”. Corrimos arreando a los toros, pero don José Luis se me adelantó tantito y los toros se salieron pa’fuera, se llevaron el alambre y se escaparon. Entonces le comenté que mandara a sus vaqueros a buscar los toros y que me pusiera un peón pa’ arreglar el lienzo de alambre que se había roto. Le comenté que buscaran a los toros detrás de nosotros y me dijo que no, que se habían ido pa’ otro rumbo. Pero yo ya sabía muy bien onde iban a estar porque había visto le lugar onde tenían marcada la querencia. Le insistí que fuera a buscarlos al lugar que yo pensaba que iban a estar y le comenté que ahí se quedaran con los otros vaqueros y los bueyes mientras nosotros arreglábamos el alambre. Cuando llegué donde estaban los toros, don José Luis se descubrió y me dijo: “Usted tenía razón y aquí encontramos a los toros. Yo simplemente me concreté a decirle que me daba gusto que no le hubiera fallao. El detalle que tuvo conmigo fue grande porque reconoció que yo sabía lo mío. Cuando finalmente se lidió la corrida en Huelva, el día 12 de octubre, llegó el matador José Ortega Cano al patio de cuadrillas y empezó a preguntar por el “mayoral” de San Mateo, como les dicen por allá en España a los caporales. Yo me hice presente y me dijo: “Quiero tomarme una foto con usté, porque si
los toros embisten tan bien como usté habló de toros ayer en la radio, voy a guardarla en un lugar consentido de mi casa”. Nos hicimos varias fotos con los tres matadores del cartel, y también con el ganadero García Villaseñor. La corrida la componían los toros: 27, 73, 47, 101, 100 y el 1. El número 1 era de San Marcos y el resto puros sanmateos. El 27 fue el más malo y le tocó a Ortega Cano. El toro estaba enfermo y así se lidió. El 47 fue bueno, y si David Silveti le hubiera metido la espada, le corta las orejas. Al 100 le cortó dos orejas Tomás Campuzano y al número 73 también le cortó otra. Y al toro número 1 David Silveti le cortó una oreja más. Ahí conservó el acta que se levantó al término de la corrida con toda la seriedad del mundo. Firman las autoridades, dan fe de los toros que se lidiaron y firma el ganadero. Como ya no estaba Nacho en la plaza, me tocó firmar a mí en representación del ganadero. Conservo este documento como un gran recuerdo de esa tarde. Todavía estuvimos algunos días más por allá, y antes de regresar a México fuimos a turistear por Madrid. Yo tenía muchas de conocer la plaza de Las Ventas, aunque fuera sólo pa’ verla por fuera. Cuando llegamos el doctor Berni y yo, no nos querían abrir. Pero nomás se enteraron de quién se trataba y hasta el museo taurino nos enseñaron. Luego ya nos entregaron nuestro boletito de avión y partimos de regreso a México casi a finales del mes de octubre.
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Santanero recibiendo reconocimiento a su labor taurina en la Monumental de Morelia
Santanero sacando el nervio y mostrando su gusto y agradecimiento a los presentes en su aniversario de 25 años de casado”. A su lado el picador “Piedritas-
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Foto de Santanero en la publicidad realizada en la Plaza de Toros de Zinapécuaro, Michoacán.
CAPÍTULO IX ¡Hasta que me hartaron! Las artimañas de los taurinos Ya pasados muchos años, cuando dejé de trabajar en San Mateo, me tocó la suerte de ser jefe de callejón en la Monumental de Morelia, e hice buen papel porque terminé como Juez de Plaza. Tuve mis experiencias, buenas y malas, allá arriba en el biombo y tuve que afrontar muchas situaciones “complicadonas”. Con el paso de los años me di cuenta de que no se puede ser tan tajante en la aplicación del reglamento, porque truena la reata y se revienta. Yo trataba de chorrearle a la soga, dicho a la charra, pa’ que me entiendan, y en las primeras corridas les aflojé tantito, aunque también les estaba dando a entender que había un reglamento que era preciso que se cumpliera pa’ que no trajeran becerrotes engordados en lugar de novillos o novillos en lugar de toros. Tuve muchas broncas pero la gente fue entendiendo mi postura, y creo que al final se presentaron buenos carteles y buenas corridas de toros, con cierta seriedad, porque estaba la cosa como hasta la fecha... la cosa sigue mal. Da la impresión de que todos los medios taurinos parece que no quieren entender que mientras no salga el toro a la plaza, con la seriedad que debe de tener, y los toreros se justifiquen, esto no va a caminar. La Fiesta actual está en la lona, de espaldas, como los luchadores cuando pierden la caída.
Aquí como juez de plaza un día me llegó una corrida de la ganadería de Mariano Ramírez gorda y con edad, pero mocha. Me imagino que era pa’ rejones y no se lidió en alguna otra plaza, y después la quisieron meter aquí como corrida para matadores de toros. Primero me sostuve y les dije que no se podía lidiar, aunque al final tuve que acceder. Yo estaba en medio de la espada y la pared porque la corrida la daba el DIF, o sea el Gobierno del Estado. Yo iba a rechazar la corrida y ya por ahí se me juntaron mucho pa’ rogarme que no la rechazara y entendí la situación y les dije: “Muy bien, pues vamos a sacarle punta a los pitones de los toros” pero no querían los apoderados de los toreros. Entonces les comenté que si no se hacía lo que decía yo, me largaba de la plaza en ese instante y no iba a presidir el festejo. Nos metimos a la labor de agarrar toro por toro, que no fue fácil porque en ese tiempo no había shut en la plaza y tuvimos que bajar dos cajones y enchorizarlos. Después lazamos toro por toro; los inyectamos para tranquilizarlos, y que no se maltrataran tanto pa’ que pudiéramos sacarles punta a los pitones. Así lo hicimos y nadie protestó. Además, como fue a beneficio del DIF, pues los capotazos estaban pa’ la querencia. Creo que fue una experiencia rarísima porque pensé: <<nomás falta que alguien venga del periódico y me saque una foto arreglando los toros>>. Un día también tuve un problema con
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mi amigo Claudio Esquivel porque me trajo una corrida muy joven, de Felipe González. Había cuatro toros y dos novillos engordaos, pero pasaos de los 500 kilos y los rechacé. Cuando llegaban las corridas a la plaza tenía la costumbre de levantar un acta y le daba parte al Ayuntamiento. Se me echaron encima y me dijeron que no conocía de este asunto: ¡cómo era posible que rechazara toros con 500 kilos.! Y les dije que leyeran bien mi acta porque no estaba rechazando a los toros por el peso, sino porque no tenían la edad. Me dijeron que cómo lo iba a comprobar y les dije que estaba “refacilito”: “Miren, yo les compruebo que los toros tienen tres años o quizá menos. Si quieren ahorita mismo los duermo con un dardo y les enseño la dentadura. Lo que quieren ustedes es verme a mí la cara de mamón; ¿que no ven la cara de becerro que tienen los animales? Yo tengo muchos años en esto, y como dice el refrán ‘hijos al chile no se le puedan hacer’. Así es que van pa’tras los dos novillos y vayan a traer otros pa’ sustituirlos”. Pusieron el grito en el cielo y toda la semana peleamos. Total, me repusieron solamente uno, y el otro novillo me lo tuve que tragar. Les sugerí que me cambiaran el que era menos y me tragué el otro, pero la gente del toro no deja de sacar sus artimañas, ya sea porque no quieren dar de comer a las corridas o los toreros no quieren salirle a un toro serio. A veces son las dos cosas las que se juntan, caray. Esa vez eché pa’delante con la corrida.
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Creo que ese día también toreaba el rejoneador Jorge Herández Andrés. Mi hermano Octavio estaba en el callejón y yo no tenía ni corneta pa’ ordenar que salieran al ruedo las cuadrillas; me quitaron la música, que estaba a mi lado, y se la llevaron a otra parte de la plaza; trataron de echarme la gente encima y, al final, Jorge Herández Andrés salió a partir plaza. Luego uno de los toreros trató de echarme la gente encima en una faena con un toro bueno al que estaba toreando sabroso y quiso “voltearme la torta” pa’ indultarlo. Pero cuál sería su sorpresa que la gente le empezó a gritar a él: “¡Al toro, al toro!” y tuvo que dejar de hacer sus fantochadas y se olvidó de presionarme. Es curioso, pero en esta etapa como juez de plaza tuve más problemas con los de abajo que con los de arriba, o sea, el público, porque hasta los toreros sin importancia querían mandarme “a volar”. Pero nunca pudieron. No tienen “llenadera” Otra vez, el rejoneador Ramón Serrano rejoneó un 30 de septiembre y había estado sensacional. A mí me encantó que manejara el caballo a una mano, a la charra, porque todos los rejoneadores veo que cuando no jalan una rienda de un lado la jalan del toro y el caballo obedece y le hace gestos al freno. Los caballos de rejoneo son más geniudos que los cuartos de milla. Ese día el señor Ramón Serrano traía un caballo colorao, patas blancas, muy bonito. Salió vestido de charro y había estado muy bien manejando a la bestia y clavando rejones. Cuando terminó la faena, el público no había reaccionado pa’ pedir las orejas pero yo me paré y
le di una oreja, fue cuando la gente se volcó con el torero y entendió. Días después, el matador Serrano me regaló un traje de charro en agradecimiento a este detalle, pero no antes de la corrida. Porque en cierta ocasión, hubo un torero que me mandó unas barreras quesque pa’ que mi familia fuera los toros, y se las devolví y le mandé decir: “Dígale al matador que yo soy su amigo y que no necesito las barreras; ¡que mejor se arrime y le corté las orejas a los toros por derecho!”. Un día en una novillada de cuatro toreros el de mayor antigüedad no quería salir por delante. Yo no sé porque a muchos toreros no les gusta actuar como primer espada. Aquella vez le dije: “Mira, hay dos muchachos novatos en el cartel y quizá alguno se vaya pa’ adentro si le pisan un callo, así que en lugar de matar sólo un novillo más a matar dos, no seas tarugo”. Afortunadamente, todos estuvieron bien y no pasó nada, pero fue en ejemplo que demuestra que muchas veces a los toreros les falta seguridá y tino pa’ ver el futuro. Como Juez de Plaza tuve mis piedritas en el zapato pero siempre se resolvieron a la buena y al derecho. Cuando renuncié fue con carácter de irrevocable porque ya les había dicho en la presidencia que había cumplido mi ciclo, que ya estaba enfadado y que no iba a seguir porque vi que no querían entender mi postura, que era la de hacer las cosas bien por respeto al público y a la Fiesta. Y como a las empresas ya les había “leído la cartilla” y seguían metiéndome “cachirules” y pensé que no tenía ningún objeto estarme peleando con la gente.
La última corrida que estuve en el biombo de la autoridad fue en una nocturna del 2 de noviembre. Yo ya había presentado mi renuncia pero la presidencia municipal me pidió que presidiera el festejo porque se iba a televisar. Les dije que sí con la condición de que aceptaran la renuncia y así lo hicimos. La mera verdá, ya me habían hartado. Esa noche, por cierto, a un toro le cortaron el rabo. Yo ya había guardado los pañuelos cuando el puntillero volteó pa’ ver que había concedido; entonces, le dije con una seña que eran dos orejas y el rabo, pero me señalé las “sentaderas” como si estuvieran dándome “cran”. Fue una situación chusca porque hice aquel gesto sin pensar, y no me acordé que las cámaras me estaban enfocando. Ahora voy a los toros cuando puedo y cuando quiero; cuando me gusta la procedencia de los toros y el cartel. Voy con más gusto a las novilladas que a una corrida de toros. Pa’ que les digo otra cosa, si así es.
Santanero y su esposa María de los Angeles, yendo de la iglesia al tendadero, conducidos en una calesa
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Santanero con Mario Moreno “Cantinflas” en la Plaza Monumental de Morelia.
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CAPÍTULO X Ya están viejos los pastores Mi labor en otros ranchos Ahora me voy a remontar a una época más cercana en el tiempo, porque se me vino un recuerdo de mi amigo don Claudio Esquivel y Escalera, que era el dueño de los dos restaurantes “Los Comensales” y “Las viandas de San José”, los dos de Morelia, y dio varias corridas en la Monumental. Don Claudio formó una ganadería pequeña, con pie de simiente que procedía de lo de Mariano Ramírez, como todavía se llamaba entonces a lo que hoy nombran Puerta Grande. Había un semental que no me gustaba y le dije que lo matara porque no le iba a dar bueno. Yo lo acompañaba mucho a su rancho, que lo tenía por Santa Inés, cerca de Cotija, donde hacen unos quesos de “rechupete”. Ahí echaba de comer a los toros rabo de caña de azúcar que hay mucho por ese rumbo, y don Claudio aprovechaba que le regalaban la caña y la mezclaba con un pienso, un polvito de maíz Milo, y así mantenía a sus animales. No tenía mucho ganao, pero él le ponía un gran entusiasmo y llegó a criar algunos toros con buenas hechuras. Ahí me pasó un detalle con un toro grande que se me enfermó; un toro que pesaría unos 470 kilos, pero que ya contaba sus seis años. Tenía allí seis toros y no los quería vender porque su disfrute era ir a verlos. Además tenían muy bonita lámina porque venían de un semental de la ganadería de Lascuráin
que le dio muy bueno con sus vacas. Y don Claudio estaba muy encariñao con sus toros y los dejaba crecer hasta cinco o seis años y que se desarrollaran plenamente. Cuando vas al campo y ves esa presencia de toros, los disfrutas nada más de verlos. Un día se me enfermó uno, al que le habían puesto el nombre de “Mi Rival”. Don Claudio consiguió una pistola pa’ ponerle un dardo, ya que ahí no había manera de lazarlo a caballo. Me puse lo más cerca que pude y le disparé. El dardo quedó en el lomo, entre las paletas, pero como que nunca fue lo suficientemente efectivo o quizá le hizo falta aire a la pistola, o alguna otra cosa pasó, qué se yo. El chiste es que esperamos unos minutos a ver si el tranquilizante le hacía efecto al toro, que al poco rato trastabilló; pero yo creo que se tropezó, y sin embargo nosotros pensamos que ya estaba arreglao. Agarré una reata larga y me fui a tratar de lazarlo. Me subí a una yácata, que es una cerca doble o triple de piedras amontonadas, y agarré la lazada con más vueltas de la misma reata y se la aventé por arriba de las hierbas a ver qué pepenaba; le lacé sólo un cuerno, pero como el toro ya lo habíamos correteao y estaba caliente, se arrancó y se subió onde yo estaba. Si no lo hubiera traído lazao de un pitón, ahí mismo me trinca. Por fortuna, se atoró adentro de unas hierbas. Me alcanzó a llenar las “sentaderas” de babas y menos mal que lo traía de un pitón porque me libré de que me pegara una cornada. Y aquellos,
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mi gente, estaban “relejísimos”, y con los que yo andaba estoy seguro de que no se hubieran atrevido a irle al toro pa’ quitármelo en caso de que sí me hubiera echao mano. En este tipo de situaciones a veces uno se la rifa a lo puro tonto, pero como tiene uno la seguridad de saberse escapar de un toro, parece que es valiente porque está acostumbrao a andar entre el ganao bravo. Todavía no me tocaba Con don Claudio íbamos una vez al mes a Santa Catarina, onde le organicé algunas tientas. Tenía un corral muy grande ahí, casi una plaza de toros. Todo estaba desorganizao, hecho a la “troche y moche”, con unos burladeritos como si fuéramos a manejar borregas, con tablitas como las de las cajas de jabón antiguas, y el cuate que tenía al frente de ese rancho no sabía el peligro que tenían los toros y en cambio sí lazaba; yo no sé, francamente, como le hacía. El día que fuimos a tentar, una vaca me sacó del burladero después de que me había bajao para desempetar el caballo, y yo no sé cómo se metió de vuelta al ruedo así que me puso una zapateao tremendo. Lo bueno es que un amigo que estaba ahí me jaló de los hombros y me metió al burladero y ni quien me la quitara. Por eso los ruedos de las plazas no pueden ser tan grandes, porque de aquí a que salen de un burladero a quitarte de encima un animal, pos ya te dio la “arreglada” del siglo. Yo siempre le estuve insistiendo que se cambiara a otro rancho, porque nos jugábamos la vida en la carretera; eran tres horas de aquí pa’llá y tres de allá pa’cá, y como allá comíamos
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y nos echábamos dos o tres tequilas, entonces ya veníamos “flameadones” y como aquél hombre ya no veía muy bien, pos no las rifábamos. Nunca nos pasó nada hasta que él, ya solito acá, le tocó un accidente en un ranchito que rentó en el municipio de Huaniqueo de Morales, cerquita de “El Cuatro”. Cuando don Claudio se hizo de este otro ranchito, que además está muy bonito, y al pie de la supercarretera, le comenté que iba a vivir más tranquilo porque desde Morelia hacía nomás veinte minutos en coche. Le dije que lo podía acompañar cuando quisiera y máxime que ya no estaba trabajando en el campo; ya andaba manejando mi taxi a mi aire por las calles de Morelia. Me ofrecí a ayudarle a ir a herrar y a vacunar pa’ enseñarle. El muchacho que estuvo también en La Paz, llamado Toño Muñiz, ya más o menos con cierta idea, hizo unos corrales más decentitos. Le enseñé varias cosas, entre ellas que con la comida y el agua puedes encerrar cualquier toro. No hay mejor caporal que la comida y el agua; más agua que comida, pero es muy bueno acostumbrarlos a que entren a beber y el día que los vas a embarcar ya no batallas pa’ agarrarlos. Un día don Claudio tenía problemas pa’ embarcar dos toros que se negaban a entrar. Entonces, me fui al rancho de “El Cuatro” a pedir un caballo prestao pa’ lazarlos. El caballo que me dieron era nieto de mi “Charrasqueao”. No sé porqué pero empezó a llegar mucha gente al embarcadero y me molesté porque estas faenas deben hacerse en privado, nada más con la gente que tiene que estar: los choferes del camión, los
ganaderos y tus vaqueros… ¡y punto! Yo soy enemigo de que los toros sean sociables. Creo que acomete más el toro que vive por ahí entre las hierbas que el toro que siempre está rodeado de gente. Claro que la bravura ya la traen en la sangre, pero no es recomendable menarlos mucho. Se trata de un animal salvaje y hay que respetarle su espacio, su tranquilidá, y “menearlos” lo menos que se pueda a lo largo de su vida. Y es una idea que siempre he tenido y creo que me ha dado resultados porque en “El Cuatro” casi nadie veía los toros excepto los que iban a reseñar las corridas pa’ comprarlas. Entonces se quedaron dos toros afuera, como ya les contaba, y me tuve que meter a lazarlos. Ahí estaba el matador Mariano Ramos, por cierto. Me pusieron un par de ayudantes que eran muy buenos pa’ los jaripeos, pero el manejo del toro bravo es “otro boleto”; necesita uno saber pararse a la distancia correcta, saber sacar su caballo y, en términos generales, saber andarle al toro y no asustarse tanto. Claro que el miedo lo tenemos todos, pero cuando estás acostumbrao a manejar esas situaciones, el miedo se reduce. Y la verdá no me ayudaron mucho estos vaqueros, nada más arrearon dos o tres vacas que andaban por ahí, porque así achinchorradas, juntitas, pa’ que me entiendan, tienes más facilidad pa’ escaparte. Mariano estaba mirando la faena y me dijo: “Santanero, ahí donde usté se metió yo no me hubiera metido nunca a lazar un toro”. O sea que me la rifé, pero sabía que el caballito que traía me contestaba muy bien en la rienda y en las espuelas, y a eso me atenía.
Así fue como le embarqué los toros y terminamos con bien esa labor. Los sábados Claudio se iba a pagar su rayita y aprovechaba pa’ quedarse a ver a sus animales. Un sábado vi que estaban cargando las cosas pa’ irse en una Suburban y pensé que debía irme con ellos una vez que dejara el pasaje que traía en el taxi. Tenía muchas ganas de ir al campo; yo no puedo vivir sin estar en el campo. De hecho, cuando ando un poco “aburridón” en el volante del taxi y me invitan al campo, se me alegra el día; me figuro que soy como las vacas cuando llegan las primeras lluvias después del estiaje y les caen las primeras gotas en el lomo y empiezan a retozar. Igual me pasa a mí con el campo. Regresé a buscarlos y ya se habían ido, así que seguí trabajando en el taxi, no me quedó de otra. Pero al final fue para bien, porque al día siguiente me dieron la triste noticia que Claudio estaba muy grave, que se había accidentado viniendo del rancho. O sea que fue una cosa que no me tocaba a mí. Quizá si yo hubiera ido con él le quito el volante, porque a veces lo hacía, y no hubiera pasao ese accidente. No es que yo estuviera todavía muy joven, pero sí me sentía con más experiencia manejando en carretera. A don Claudio le habían prohibido que manejara porque una vez se le subió la presión y se mareó, y el hombre no era bueno pa’ manejar. Nunca supe cuál fue la razón del accidente, si esto que cuento o la pinchadura de una llanta. El caso es que murió en junio del año 2000 y a mí me dolió mucho porque lo estimaba deveras. Su esposa, doña Catita, ha seguido
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con la ganadería en recuerdo de aquel hombre, que en esos años se había traído 30 vacas de San Lucas, de origen San Mateo. En tipo y hechuras eran muy bonitas estas vacas que le vendió el arquitecto Nacho. Algunas ya venían cargadas. Yo he seguido colaborando con ella en los herraderos y las vacunas, y cuando me pide que vaya lo hago con mucho gusto. Con los señores Velásquez de La Paz he ido mucho a tentar. Me dio mucho gusto ver la bravura que conservan esas gentes. De cuatro becerras, tres me encantaron. Estaban ahí el ganadero don Fernando de la Mora, que es mi cuate porque siempre me ha tratado con mucha estimación, y el señor Eduardo Martínez Urquidi, ganadero de Los Encinos, al que conocí desde que era un niño, y también se encontraba presente el ganadero michoacano Gustavo Farias. La tienta fue muy bonita porque las vacas estaban gordas, muy en tipo y resultaron bravas. Cuando terminamos de tentar, don Fernando me dijo: “No cabe duda que sigues portándote a la altura”. Y después estuve platicando con estos señores y sacamos la conclusión de que muchos picadores, a veces no torean en las tientas a caballo como se debe. Este elogio de don Fernando me dio mucho gusto y me da fuerza pa’ seguir en esa labor. Y con eso le respondo la pregunta a un amigo que me dice que cuándo me voy a bajar del caballo, y yo le contesto “que hasta que no me pueda subir”. En la casa, todavía hace algunos años, mi mujer me decía que ya “me quitara” de picar porque ya le andaba buscando “mucho ruido al chicharrón”. Pero el
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caballo, el campo y el toro, son mi vida. ¡Y está canijo pa’ que yo me quite de eso! Mientras que yo les pueda poner el palo a los animales en el morillo, y haya alguien que se acuerde de mí y me invite a tentar, voy a seguir en la brega. Otra vez que fui a tentar con los señores Velásquez a su ganadería de La Paz, me pasó una cosa muy agradable. Un día me dijo el ganadero José Antonio que lo acompañara a ver unos potreros de vacas pa’ que le dijera cuáles eran las que más me gustaban por tipo y por hechuras, y a ver sí así podía decirle cuáles eran sus vacas consentidas. Le dije: “apúntale, ganadero, ahí te voy”, y después de señalarle diez vacas pasamos a otro potrero y le señalé las que me gustaban. Me fijé cómo miraban; cómo volteaban cuando les hablaba... en fin, allá son muchos conocimientos que se adquieren en el campo a través de la convivencia con el ganao y estar “a la penca de del rabo de los animales”. Cuando le señalé otras diez o doce vacas me dijo: “Ya vámonos porque se está haciendo tarde y lo demás ya no lo vamos a ver; vámonos para ir a la tienta. Además, ya le atinaste a todas las que son mis consentidas en estos dos potreros”. Sentí una gran satisfacción que el ganadero viera que sí sabía. Eso quería decir que los años que estuve en San Mateo no fueron “de valde”. Distinciones y reconocimientos A lo largo de mi vida me han hecho varios reconocimientos, que yo agradezco de todo corazón. Uno de los que más recuerdo fue el que me hizo la gente del Centro Taurino de León. En la entrega de este reconocimiento les llevé un vestido
de charro que usaba cuando era caporal y también me lo puse cuando cumplí mis bodas de plata, que se celebraron en la ganadería de San Mateo, como quedó asentao. El traje ese ya estaba toreadón, pero ese fue el que les gustó porque dijeron que no tenía caso que llevara uno nuevo, y lo pusieron en un lugar de honor el día que yo estuve ahí en un evento con ellos en el Hotel León. La reunión aquella comenzó como a las nueve de la noche, hicieron una semblanza mía y después de que yo hablé, sobre lo que dije me hicieron preguntas y ya con una copa de tequila me nació la inspiración. Ahí estuvo el matador español Juanito Gálvez y varios ganaderos, como don Manuel Ortega y los hijos del maestro Armilla, además de los miembros de la mesa directiva del Centro Taurino de León, que son muy buenos aficionaos y “retebuenas” personas. Conservo otro reconocimiento que me entregaron todos los amigos toreros de Morelia; y otro que me hicieron en Cuitzeo, la tierra de don Genovevo Figueroa Zamudio, que fue gobernador del Estado de Michoacán, además de embajador; es un señor que se ha dedicado a la política en grande. Y pa’ que no se me pase ninguno, tengo frente a mí algunos recortes y papeles de otros reconocimientos que me ha hecho, como el que me entregó mi familia cuando cumplí 25 años en la ganadería de San Mateo, o el de la Peña Taurina “Mal de Montera” de Guadalajara. Otro detalle grande que me hizo de distinción el ganadero Nacho fue que cuando se hizo el primero congreso
mundial de ganaderos en México en el año de 1993, me tocó picar en San Mateo. Los tentadores a pie fueron el matador José Huerta, Gabino Aguilar y Curro Rivera. Tanto Joselito como Curro iban vestidos de charro y Gabino, de corto. Fue un tentadero muy bonito aunque las vacas en ese día no hayan respondido a su linaje. Había ganaderos de todo el mundo y con varios de ellos pude platicar al término de la tienta. Todos fueron muy amables conmigo. En una ocasión hubo una tienta en la ganadería de San Mateo a la que asistió el matador español Vicente Barrera y yo piqué, como era costumbre. Y me dio un autógrafo que dice: “Para mi amigo el picador Gustavo Castro, con todo el afecto. Vicente Barrera”. Fue el día 15 de noviembre de 1996. Esa noche también me dedicó unas frases mi ganadero, el arquitecto García Villaseñor. Y a la letra dice: “Para mi caporal de toda la vida en San Mateo, que la quiere más que yo y que nadie. Ojalá hubiera más gentes taurinas como tú. Con mi admiración y gran afecto. Ignacio García Villaseñor”. Ya más recientemente, en noviembre de 2013, el programa de televisión “México Bravo” me dio un trofeo en Aguascalientes en una ceremonia preciosa, porque fue en un teatro, ese donde hace 100 años se hizo la Convención de 1914 con los revolucionarios. En este evento alterné con los gobernadores de Aguascalientes, Zacatecas y Guanajuato. Para mí fue un gran honor. En fin, que han sido varios los reconocimientos y los agradezco de todo corazón. Y de ahí, de “Aguas”, me tuve que venir
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volando pa’ Morelia porque en la corrida nocturna del 2 de noviembre me hicieron ese mismo día otro reconocimiento que resultó precioso. Toreaba el del parche, Padilla, con Sotelo y Pepe López, y los tres toreros me hicieron salir a saludar a los medios una ovación muy fuerte; la gente se me entregó. Acto seguido, me cargaron a hombros y así di la vuelta acompañao por los matadores de esa corrida. Ya más recientemente, apenas en enero de este año, el arquitecto Nacho me hizo otro reconocimiento en “San Mateo”. Había muchos ganaderos y me jalearon muy fuerte cuando piqué a los machos. Ahí se me entregó una placa muy bonita con una leyenda que dice: Agradecimiento y reconocimiento a Gustavo Castro ‘Santanero’, por sus varios lustros de dedicación y amor a la ganadería de San Mateo, como caporal, picador y amigo”.
que será pa’ que mis nietos le echen una leída y conozcan todo el trabajo que hizo su abuelo en el campo. Ahora cuando llegan las primeras aguas del año me entra una añoranza de aquellos recuerdos de la hierba fresca y la humedad de la tierra; recuerdos que me hacen soñar como si quisiera volverme al rancho. Pero ya es tarde y no podré volver… ya están viejos los pastores. Hoy nomás tendré recuerdos alegres y tristes de aquel rancho tan bonito en el que viví muchos años y onde fui caporal de San Mateo.
El último gran reconocimiento no lo puedo pagar con nada, y viviré el resto de mis días agradecido a Juan Pablo Corona, que recién se estrenó con la ganadería de San Constantino, que está allá en Jalisco por el rumbo de Tecolotlán. Lo más curioso de todo es que este señor, sin conocerme de nada, se aventó la puntada de poner una escultura de tamaño natural afuerita de su plaza de tientas en la que aparezco montao a caballo y citando de largo a una vaca. Este para mí es un gran homenaje, por decirlo de esa manera, y no tengo palabras para agradecerlo. Ahora sí que como dicen por ahí: “¡Que Dios se lo pague!”, y lo mismo también por haberse aventurao a publicar este libro
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Santanero, en hombros, dando vuelta al ruedo, corrida de reconocimiento a su labor taurina, Plaza Monumenal de Morelia, 2 de noviembre de 2013
Reconocimiento a Santanero, Plaza Monumental de Morelia, corrida tradicional de día de muertos. Marco García Vivanco, Pepe López, “Santanero”, Juan José Padilla, Arquitecto Ignacio García Villaseñor”.
Santanero recibiendo reconocimiento y enhorabuena del matador Pepe López, corrida de reconocimiento a su labor taurina, Plaza Monumenal de Morelia.
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Autor: Juan Antonio de Labra
Editor: Oskar Ruizesparza
Coeditor: Juan Pablo Corona Rivera
Fotografías: del albúm familiar de Gustavo Castro “El Santandero”, de la Fundación de Manolo Barbosa y Oskar Ruizesparza
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