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El misterioso asunto de los puñales
X EL MISTERIOSO ASUNTO DE LOS PUÑALES
Por CMO
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Mar del Plata, camping Colinas Verdes 8 de febrero de 1985
Ese año se me antojó comprar una carpa y experimentar vida al aire libre. Bueno, en realidad, Inés me había llenado tanto la cabeza con el discurso de la vida silvestre y la ecología que me convenció de adquirir ese montón de caños y tela encerrados en un pequeño paquete a la espera de convertirse en una improvisada morada. La onda era apreciar la naturaleza y resolvimos pasar uno días en un camping camino a Balcarce. Al final, su mamá se engripó, ella tuvo que asistirla y yo lo llamé a Alfaro. No sé cómo hice para convencer al Flaco. Lo cierto es que se vino nomás a Mar del Plata a pasar unos días con el objetivo de acampar y respirar un poco de aire serrano. Aprovecharíamos para charlar, compartir unos mates amargos y hacer un asado. —Vos te encargás de hacer el fuego —fue lo primero que me dijo Manuel—. Yo no entiendo de
esas cosas.
Debo confesar que me gustó el encargo de mi amigo. Acomodar las maderitas en forma de casita india, disponer unos carboncitos convenientemente y encender la mecha es un placer especial, un arte si se me permite el término. Nada de papeles. Unas ramitas secas, un fuelle moderado y paciencia son los ingredientes necesarios para principiar una buena fogata.
En eso estaba, mientras Manuel leía el diario, cuando una presencia nos asaltó: —Profesor Alfaro, ¿cómo anda usted? —saludó un grandote vestido con bombachas de campo y botas lustrosas.
Manuel se vio sorprendido a sus espaldas por esta imponente presencia de hombros caídos y brazos fornidos.
—¡Anselmo! —exclamó el Flaco.
El hombre se acercó con aire campechano y nos estrechó la mano con firmeza. Alfaro hizo las debidas presentaciones y en un momento ya estábamos los tres compartiendo unos cimarrones.
Anselmo Baigorria resultó ser uno de los estancieros más importantes de Balcarce. —¿Qué anda haciendo por acá? —preguntó Alfaro con sorpresa.
—Vine a prepararle un asado a mi sobrina, la rubia que está allá charlando con ese muchacho gordito —principió Baigorria— . No pude convencerla de organizar una fiesta por su cumpleaños en el casco. Ella y sus compañeros del colegio prefirieron hacer el encuentro acá. Y bueno, aquí me tienen de cocinero.
Resultó muy simpático este Anselmo y prometió hacerse una escapada más tarde cuando la muchachada comenzara con la música y el baile. Partían mañana temprano porque los asuntos de la estancia requerían de su presencia. —¿Va bien ese fuego? —me preguntó de improviso inspeccionando cómo los primeros carboncitos humeaban.
Debo confesar que cuando enciendo un fuego no me gusta tener a ningún inspector al lado mío haciendo preguntas pelotudas. Y menos cuando las llamitas, tímidas al principio parecen extinguirse o se extinguen irremediablemente. Por lo general, siempre hay alguien, hombre o mujer, que mira y opina lo que hay que hacer para que las llamas enciendan. Esas intervenciones fuera de lugar me ponen los pelos de punta. —Mire, Adrián, si usted no lo toma a mal, le traigo un poco de brasas que tengo. Me parece que se me fue la mano con tantas para cocinar unas simples hamburguesas —aconsejó Baigorria. —No, gracias, Anselmo. Una de las cosas que adoro hacer es justamente el fuego, llenarme de humo si es preciso, ya que no tengo apuro. Lo disfruto realmente —aclaré con cortesía tratando de disimular mi fastidio porque las llamas no prendían en el primer intento.
No entiendo por qué hay gente que supone que encender una fogata debe darse en un primer acto, como si insistir con un segundo o tercer intento fuera una deshonra. De seguro, mi respuesta no agradó al paisano porque giró los talones y fue en busca de Manuel que estaba salando la carne. —Bueno, gente linda, me voy con los muchachos del cumple. Y ya saben, los espero por mis pagos el próximo finde para tomar unos vinos y comer un asado a lo grande.
Alfaro se había mostrado sorprendido con la visita en un comienzo. Luego me llenó la cabeza con las bondades de este fulano y un montón de salamerías más. Hay veces que la conducta de un amigo puede irritarte más que la de tu peor enemigo.
…riunidos estábamos entre tanto alboroto del hembraje que era una delicia. Lo mesmo daba un potaje que otro y los pasteles y el güen vino no faltaban. La negra Eulogia me miraba con ganas mientras comía la sabrosa carbonada… Negra e´carnes firmes y ojos llorosos… Sonaba el pericón en la pulpería e´Leguizamón y la juerga y el naipe… era tuito una maravilla… Yo ansí lastimao y desgraciao por pendencias menores que el destino me jugó esperaba… esperaba que apareciera…
Teníamos cuentas que saldar… Dicen que es malo el gaucho que pelea… ¡Barbaridá! Yo prefiero la pelea a vivir en el cepo… Usté, quiera o no quiera, con ligereza lo enderiezan a uno a vivir una vida que es una felpa de palos… Dicen que es malo el gaucho que pelea… Voy a pelear hasta que el tiento se corte…
Mar del Plata, en mi casa 15 febrero de 1985
El llamado del Flaco y su llegada a Mar del Plata se sucedieron precipitadamente. Estaba alegre y lleno de animosidad. Baigorria nos invitaba a pasar unos días en su estancia. Debíamos viajar sin falta esa tarde para llegar a tiempo a la cena de bienvenida. El aire de campo le había pegado fuerte a Alfaro, justamente a él, muy habituado al cemento porteño.
Me sugirió que lleváramos a Inés. Se lo comuniqué a mi nueva compañera con entusiasmo, pero un nuevo problema con la mamá requería su presencia. No entendí muy bien su negativa y resolví dejarla en casa. Sería una salida de hombres.
—Vayan ustedes tranquilos, no me copa demasiado el ambiente rural —me explicó Inés y no insistí más.
Armé un bolso con algunas pilchas y nos pusimos en camino. —Este Baigorria es así, cuando se le pone algo en la cabeza no hay quien lo contradiga —me indicaba Alfaro mientras conducía su Gordini por la ruta 226. —¿De dónde lo conocés? —pregunté con curiosidad. —Baigorria es un ricachón, pero muy simpático y comedido. Fue asistente a algunas charlas mías en La Rural cuando dicté un curso sobre Historia Argentina del siglo XIX hace cinco años atrás. Yo te comenté, pero no me diste mucha bola en su momento. —Pará, yo recuerdo ese curso, si hasta asistí a la primera charla, ¿o ya te olvidaste? —le reproché a mi amigo. —No, bola, no me olvidé… Bueno, Anselmo había demostrado un interés muy especial por la guerra entre los unitarios y federales —continuaba Alfaro recordando—. Me llamó por teléfono en varias oportunidades pidiendo bibliografía para leer y salimos un par de veces a cenar. Tipo macanudo el Anselmo.
A mí siempre me sorprendió la filantropía de Manuel. Para él, la mayoría de la población mundial era macanuda. Yo siempre fui más cauto y desconfiado.
Balcarce, estancia La Celeste y Blanca 16 de febrero de 1985
Habíamos sido recibidos con todos los honores por el anfitrión. Se mostró muy cortés y agradecido desde el primer momento. El casco era realmente una mansión con varias habitaciones y dependencias. Aprovechamos para recorrer con él las instalaciones industriales y en todo momento nos dio la impresión de estar realmente feliz con nuestra visita.
Enterado por Manuel de mi actividad deportiva como luchador de Krag-Maga, esa tarde Anselmo nos abrió las puertas de su preciado tesoro. —Es realmente magnífica la cantidad de armas que tenés, Anselmo —dijo Manuel mientras recorríamos un pasillo de los innumerables que tenía esa habitación descomunal. —¿Ustedes saben que el intendente me ha propuesto declarar esta parte de la casa como museo? Tengo entendido que ya están las gestiones hechas para que los visitantes puedan admirar la colección, pero me rehúso porque no quiero gente extraña entrando y saliendo de mi propiedad. No sé, digamos que soy egoísta en ese sentido. —Es entendible, la paz del hogar se vería alterada por incursiones de turistas todo el día —acoté. —De todas maneras, lo estoy pensando —dijo mientras seguíamos el recorrido.
Doblamos por un estrecho pasillo y pasamos a una segunda estancia. Era formidable la cantidad de piezas acumuladas durante varios años. —Fíjense en las Bowies, las armas reglamentarias de los Rangers norteamericanos. Acá exhibo dos, pero tengo más de diez en depósito. Me apasionan. —¿Puede ser que aquél sea un cuchillo balístico? —pregunté. —¡Muy bien, Adrián! Así es —repuso Anselmo—. Hasta el día de hoy es usado por los efectivos del Ejército Rojo. Me costó mucho traerlo, de contrabando, bueno, pero lo logré.
Más allá se lucían los Corvos, cuchillos usados por los chilenos en la guerra contra la Confederación peruano-boliviana, cuchillos de trinchera, un arma blanca usada por los soldados durante la Primera Guerra Mundial, y otra infinidad de armas. —Mirá, Manuel, estos cuchillos tienen una manopla en la empuñadura, elemento que sirvió para la lucha cuerpo a cuerpo. —Veo que a usted no se le escapa detalle, Adrián. Me agrada encontrar gente que tenga sensibilidad por los detalles y sea conocedora obviamente.
Seguimos deambulando por la sala encontrándonos con dagas Fairbairn Sykes, cuchillos Ka-bar, Karambit, Kukri y más.
Luego nos introdujimos en un ambiente más reducido, pero igualmente saturado de metales filosos.
—Pero nada se compara, si hablamos de predilección personal, con mi colección de facones — sentenció Anselmo y un destello de felicidad se percibió en sus ojos.
Avanzamos con respeto y pudimos contemplar un centenar de las armas usadas por nuestros gauchos. —Me imagino que usted, Adrián, como competidor internacional, tendrá alguna formación, aunque elemental, en la esgrima criolla. —Bueno, en cierta forma —dije con modestia—. Los ejercicios preliminares de todo buen luchador a cuchillo tienen elementos de esa esgrima que son básicos en toda práctica competitiva. —Mi amigo se hace el modesto, Anselmo —dijo con picardía el Flaco. —Si ustedes quieren dar a entender que sé pelear como lo hacían nuestros gauchos, están equivocados —contesté con sinceridad—. Las técnicas modernas difieren bastante. —Aun así, estimado profesor Vallejos, usted podrá apreciar debidamente esta formidable colección de armas en su mayoría construida con… —Los resagos de sables —intervine. —Exacto. Lo pongo a prueba y usted sale airoso siempre. —El facón rara vez se usaba para dar muerte a un adversario. Muchas veces las cuestiones de honor se resolvían sin sangre —explicó Manuel. —Es verdad —aclaré—. Las peleas terminaban por lo general con un golpe fuerte denominado planazo que se hacía con el costado de la hoja.
Anselmo nos miraba con delectación. Parecía un maestro aprobando en clase a sus alumnos destacados.
—Y acá está la joya de mi colección —aclaró con entusiasmo inusitado el estanciero. Un brillo particular destelló en sus ojos. Los puñales de Santillán y Estrabón. —Creo haber leído algo sobre ellos, pero no recuerdo bien —manifestó Manuel. —Tenemos que remontarnos a la persecución de Lavalle en su huida a Bolivia, acosado por las tropas federales —ahora Anselmo monologaba. Nosotros escuchábamos con interés. —Claro, estos fueron un caso de rivalidad excepcional, ¿no es así? —preguntó Alfaro. —Se odiaban a muerte —continuó Baigorria—. Tuvieron enfrentamientos preliminares en varias ocasiones que la suerte quiso que fueran interrumpidos, pero cuando Santillán se enteró de la muerte de su hermano, la cuestión cobró el tinte de venganza mortal. —¿Cómo fue? —pregunté. —El unitario Estrabón logró capturar en una redada nocturna por la retaguardia federal al hermano menor de Santillán. Había hecho averiguaciones y logró dar con el muchacho. Después de someterlo a tormento, decidió que la mejor manera de provocar a su rival era asesinarlo —su voz tenía un carisma apagado que le aportaba al discurso un tinte macabro—. Lo obligó a cavar su tumba con las propias
manos mientras su cuerpo sangraba debido a los cortes infligidos en todo el cuerpo. Finalmente le dio un tiro de gracia. —No hubo planazo alguno en esa oportunidad —aclaró Alfaro. —Fue algo que Anastasio Santillán juró no perdonar —nos explicaba Baigorria que pareció no escuchar la intervención de mi amigo—. Eran tiempos violentos, las atrocidades eran frecuentes, de uno u otro bando. Se las ingeniaban para que los sacrificios fueran lo más hirientes posibles. Santillán integraba las montoneras de Oribe como sargento primero. Un hombre descarriado y feroz que juró vengarse de Lucrecio Estrabón, fiel soldado unitario que mostró un coraje inigualable en el escape a Bolivia.
—¿En qué momento se vieron las caras? —El encuentro se produjo en La Posta de Romero. Lamadrid y Lavalle habían quedado en reunir las huestes unitarias para enfrentar a López y Oribe, los jefes federales. —En ese enfrentamiento, las tropas unitarias fueron aplastadas —añadió Manuel. —Exactamente. Los federales deciden disfrutar de la victoria en el campo de batalla. Los unitarios se desbandan, pero Pedernera logra reunirlos y continuar el avance hacia el norte… —¿Y el duelo entre Santillán y Estrabón? —Lo acordaron por fuera de la batalla. En alguna pulpería de la zona. Imagínese que son dos cosas distintas: la pelea por política y la venganza personal —explicaba Baigorria—. Un historiador boliviano, Enrique Peltre, sitúa la contienda de estos increíbles rivales en un caserío denominado Ceibalito, provincia de Salta … con concurrencia y todo… Pero puede ser que se trate más de una ficción novelesca que de la realidad. Lo cierto es que el resultado del encuentro resultó tal vez un empate; no sabemos si por cansancio o lo que fuere. Peltre asegura con testimonios de dudosa credibilidad que los dos se juraron matar si la suerte les deparaba una nueva oportunidad. —¿Y volvieron a encontrarse? —me animé muy entusiasmado por la relación.
Baigorria me miró con paternal consideración y luego esbozó una mueca de frustración: —Jamás lo hicieron. Sus destinos de leyenda se pierden en el anonimato de los tiempos. —¿Y cómo consiguió las armas? —insistí. —Mire, yo soy un apasionado de esta historia. En un viaje a Potosí, un coleccionista se puso en contacto y me ofertó estas dos piezas que ustedes están apreciando. Peltre no me pudo asegurar si les pertenecieron. Son magníficas, realmente, la autenticidad de su antigüedad está certificada científicamente. Yo quiero creer que son las que empuñaron esos gauchos.
Una joven alta y elegante entró de improviso y nos saludó con mucho respeto. Se acercó a Baigorria y le susurró algo al oído. —Gracias, querida, ya voy para allá —respondió Anselmo. Luego el estanciero encaminó sus pasos hasta nosotros y añadió:
—Me disculparán, pero debo atender algunos asuntos. Estoy esperando la visita de un amigo entrañable que viene de Buenos Aires. Ustedes aprovechen, péguense un chapuzón en la piscina. Voy a ordenar a la cocina que les preparen algo fresco para tomar. Vayan cambiándose, yo me sumo en un rato, muchachos —dijo y se escabulló rápidamente por el corredor.
Manuel se vio sorprendido por la aparición de la joven. —¿Me parece a mí o estoy equivocado? —me preguntó—. Me dio la impresión de que la chica que entró era la sobrina que nos señaló en Colinas Verdes. —Mirá, yo no la recuerdo —atiné a contestarle. —Porque si lo es, parece más una empleada que un familiar.
… a estos salvajes hay que darles garrote y cepo, es el único lenguaje que entienden semejantes bestias… Tiene usté razón, mi coronel… Vienen echando espuma por la boca, pero nosotros sabemos de cimbronazos y no reculo ante nadie… Estrabón, usted se va hasta el despacho de Lamadrid y le entrega esta documentación… Mire que es importante, no me haga quedar como zonzo, ¿entendió? ¡Pucha, dotor! La verdá, verdá es que yo cumplo siempre con lo que usté manda… Ansí
le digo, con respeto, afigúresé que mi suerte es una conmigo… ni pobre ni desnudo dejaré de entregar estos papeles…
Balcarce, estancia La Celeste y Blanca 18 de febrero de 1985 7:35 p.m.
Era ya el tercer día que estábamos en la estancia, y no queríamos colmar la paciencia y buena predisposición de nuestro anfitrión. Nos cambiamos y al atardecer decidimos animarnos a andar a caballo con la asistencia de un baqueano, Lisando Quirón, quien nos llevó a dar una vuelta por la zona. Cuando regresáramos, le informaríamos a Anselmo que debíamos partir a la mañana siguiente.
Llegamos para la cena y pudimos apreciar un par de lujosos autos estacionados en el playón de ingreso a la casa. Mucho movimiento en la cocina y el comedor prometía una velada excepcional. Nos miramos con cara de póker y pensamos que teníamos derecho a disfrutar de semejante reunión.
Estábamos por ingresar en dirección a nuestros dormitorios cuando el semblante de Manuel se llenó de terror.
—¿Qué pasa, Negrito? —le pregunté con desconcierto—. Parece que hubieras visto a un fantasma.
Un par de hombres caminaba por el jardín lindero. Eran Baigorria y otro de andar majestuoso y aristocrático. Conversaban muy animadamente, ensimismados como si de compartir confidencias se tratara.
—¿Qué hace ese tipo acá? —preguntó Manuel con un semblante demudado—. Hay que avisarle a Anselmo con urgencia. —¿Me podés decir qué pasa, hermano?
Manuel me miró con preocupación. Luego levantó con disimulo un brazo para indicarme las siluetas de los caminantes.
—¿Ves a aquel tipo que camina despreocupado con Anselmo? —Sí, ¿quién es? —¿No lo reconocés? ¡Es el hijo de puta de Adalberto Suárez Haedo! No todos los habitantes de este mundo eran macanudos.
8:42 p.m.
Un Lisandro Quirón nada amigable nos condujo a punta de pistola por un corredor hasta un vestidor en el que no falta prenda gauchesca alguna. Debíamos ataviarnos para presentarnos a la mesa esa noche. De invitados pasamos a jugar el papel de actores de un drama que desconocíamos. —Ya tienen asignada la ropa cada uno de ustedes. No se demoren, que los señores aguardan —dijo y cerró la puerta detrás de nuestras espaldas. —No puedo creer que Anselmo esté en esto —se lamentó Manuel muy desilusionado. —Es evidente que la invitación a este lugar fue un plan orquestado por esa basura de Adalberto — puntualicé—. ¿Recordás, Manuel, que el tipo te dijo que en cinco años tendrías noticias suyas? Bueno, no hablaba al pedo el hombre.
Unos golpes de nudillo propinados con fuerza nos alertaron de que debíamos cambiarnos rápidamente. Entonces hicimos lo propio.
Alfaro me enseñó como doblar el poncho para convertirlo en chiripá y me ayudó a colocarlo. Mi calzoncillo cribado era de color pastel y contrastaba con el chaleco oscuro que me habían asignado. —¿Me ayudás con esta faja, Flaco? —le pedí a Manuel. —Tiene que estar bien tirante y firme —me explicó—. De lo contrario se te caerán los lienzos en pleno combate.
Perspicaz había resultado Alfaro. Ya intuía nuestro trágico destino. Yo había querido evitar esa idea que, como una fantasía, había rondado por mi cabeza durante la visita a la sala de las armas. Pero era obvio que un espectáculo de sangre se nos avecinaba. —Manuel, vos no te separás de mi lado. Con mi entrenamiento voy a intentar convertirme en tu escudo, ¿entendés?
Manuel seguía vistiéndose y ya anudaba a su cuello el pañuelo carmesí seleccionado para él. —Este sombrero se llama Panza e´ burro —me indicó y en dos palabras me ensenó cómo fabricar uno si salíamos con vida.
—¿Sabés cómo se llama el tuyo? —me preguntó mientras me lo calzaba en la cabeza —. A vos te dieron una talera.
—Estas botas de potro despuntadas no se ajustan a mi talla —me quejé. —Hay que acostumbrarse a pisar con esta mierda —dijo Manuel.
Ya estábamos prácticamente listos para salir a escena en nuestro nuevo papel de gauchos cuando un cielito se escuchó como música de fondo. Luego pasos de botas resonaron por el corredor. —No te olvidés de la técnica del poncho, Manuel —le expliqué—. La vamos a necesitar. Lo tomás desde una punta con mano invertida hacia abajo. Hacés un giro de muñeca…así… ¿ves? para enrollarlo en tu antebrazo. Tené en cuenta que yo voy tratar de esquivar cuanto golpe de cuchillo se nos venga encima… Bien, así… Con la otra mano podés bloquear mejor. —De seguro, han escogido dos asesinos entrenados con la técnica de la esgrima criolla —dijo Alfaro—. Tendremos que ser ágiles. —¿Qué hago con estas boleadoras? —intervine.
El Flaco me ayudaba a vestirlas cuando la puerta se abrió.
9:30 p.m.
…como pueden apreciar, estimados contrincantes, en estos almohadones tenemos las armas que esta noche ustedes tendrán el alto honor de empuñar…Cualquier cosa que te haya prometido este tipo, Anselmo, no vale la pena… Yo soy un modesto y anciano comensal esta noche… Con el querido Baigorria nos conocemos hace muchos años… Desde que era un purrete… ¿Contra cuántos nos tendremos que enfrentar…? Realmente me sorprende, profesor Vallejos, esa pregunta porque la cita, hoy, es sólo con ustedes dos… Es un duelo a matar o morir…
10:26 p.m.
Fuimos conducidos hacia un palenque confeccionado ex profeso para nuestra lucha. Un rectángulo de no más de seis o siete metros de lado circunvalado con alambre de púas. El cerco tendría metro y medio de alto. En cada una de sus esquinas, un cactus con espinas bien filosas ostentaba su presencia y en la arena varias piedras de diferentes tamaños habían sido depositadas para provocar nuestras accidentales caídas.
Anselmo y Adalberto se habían instalado en las cabeceras de la lid sobre unas tarimas elevadas que ofrecían una posición de privilegio para contemplar el espectáculo. El resto del público lo constituían algunos matones de ambos jefes fuertemente armados.
Hicimos el ingreso por una pequeña portezuela y en cuestión de segundos nos encontramos frente a frente, a dos metros de distancia uno de otro. ¿Qué hacer? —No voy a levantar un dedo en contra de mi hermano, señores —me apuré a gritarles a esos hijos de puta.
Anselmo esbozó una sonrisa macabra iluminada por una luna con nubarrones. —Pero si no se trata de usted o de Manuel —aclaró con tono suave—. Pongámoslo así: ustedes no son contrincantes con voluntad propia, ustedes son los soportes vivos para que los muertos peleen y resuelvan definitivamente la deuda que tienen.
Tenía toda la razón. Escuchaba a Anselmo y pensaba en un cuento de Borges en el que dos puñales pelean por sí mismos, ávidos de sangre. —¿Acaso no leyó “El encuentro” de Borges? —me apuró Baigorria.
La comunicación mental con esa basura me irritó.
La sobrina de Anselmo ingresó con una bandeja que portaba las joyas de la colección. Envueltas en estuches de pana refulgieron en la noche campera los facones de Santillán y Estrabón. Empuñarlos significaba perder nuestra voluntad consciente. Ahora recordaba porqué se habían utilizado unas pinzas para manipularlos durante la presentación en la cena. El celo era excesivo y no se debía a una obsesión de coleccionista.
—Adelante, caballeros, elijan sus armas —Adalberto nos instaba con impaciencia.
Nos tomamos unos minutos para mirarnos las caras antes de dejar de ser nosotros mismos. —Hermano, de ésta no salimos —me confesó con un susurro Alfaro. —-Espero que las almas de estos dos condenados sean bien torpes en la lucha. Si algo de mi conciencia permanece activa, mi entrenamiento como luchador será para provocar movimientos defensivos y neutralizar tus golpes. —Bueno, bueno, déjense de joder con tantas prevenciones… —nos gritaba Anselmo—. Los cuchillos piden sangre y será la de ustedes.
Nos encañonaron desde los laterales y no nos quedó otra alternativa que tomar los puñales. Manuel escogió el de Santillán, una pieza de gruesa empuñadura con más de treinta centímetros de hoja. Representaría al bando federal y me acometería con toda la sed de la venganza personal.
Me demoré unos instantes para ver la reacción de mi amigo. —Estoy bien, Adrián, estoy bien. Creo que podremos representar una pantomima decorosa con tu ayuda.
Las palabras del Flaco me dieron ánimo y empuñé entonces el caronero de Estrabón. —Trabajar con el poncho para protegerte, voy a acometer por izquierda siempre —le dije por lo bajo a Alfaro—. Estate atento. No reculéis que las piedras te harán tropezar.
…jamás me sentí cómodo en el secundario, doctor. No lo padecí, pero siempre estuve a la defensiva con mis compañeros… Recuerdo que, en primer año, a los pocos días de empezar, durante un recreo, fui blanco de una cargada, una cargada que me valió el mote de Cura por el resto del ciclo… Claro, los apodos suelen ser hirientes… Nunca me gustó ese calificativo que la ocurrencia de un compañero me endilgó. ¿Y cómo fue? Yo era un muchacho muy tímido a mis catorce años, muy nene si vale la pena el término…acostumbrado a jugar en mi casa, con nada de calle, ¿me entiende? Alguien me preguntó cuántos agujeros tenía una mujer… Me puse colorado. Siempre me pongo colorado como un tomate cuando algo me avergüenza, no lo puedo evitar… la coloración me delata al instante… Yo atiné a contestar que dos: la boca y el culo… Y una risotada general, de esas que se dan en círculo, cuando te escuchan con atención varias muecas de sorna, amenazantes… Fui calificado de pelotudo y alguien sentenció “Es un cura éste…” Y durante cinco largos años sufrí la pregunta de las chicas “¿Por qué te dicen cura? Jamás me animé a responderla.
10:51 p.m.
La danza de muerte empezó con imposturas torpes de Alfaro y yo. Nuestras miradas se entendían y al menor movimiento de ataque, otro movimiento defensivo lo acompañaba. Durante unos minutos iniciales fuimos nosotros mismos, obligados por las circunstancias a representar una escena de lucha que no sentíamos en carne propia.
Unos nubarrones fueron cubriendo el cielo hasta ahogar en unos débiles destellos el poder luminoso de la luna y el palenque se iluminaba a intervalos para sumirse en una oscuridad profunda que desdibujaba nuestras siluetas danzarinas. —Esto no va a resultar —se quejó Suárez Haedo—. Anselmo, prometiste una esgrima criolla real y estos dos nos están tomando el pelo. —Tranquilo, Adalberto —le gritó Baigorria desde la otra cabecera—. Tranquilo, hombre.
Decidí amenazar a Alfaro con unos flecazos para que reculara y en ese intento una piedra inadvertida detrás de sus talones lo obligó a caer al piso. Inconscientemente le estiré el brazo para ayudarlo a levantarse y en ese acto reflejo el Flaco me tiró un corte al antebrazo con furia, pero sin ser demasiado profundo.
Manuel se reincorporó y arrojó todo su peso contra mí. —Adrián, estoy mareado —me susurró al oído con una débil voz que no parecía ser la suya. —¿Cuánto tiempo más tendremos que seguir con esta payasada? —me animé a preguntarle.
Fue entonces que una trompada fuerte en el maxilar me hizo sangrar por la nariz. Desde el piso vi cómo la figura imponente de un Alfaro transformado me contemplaba de pie, en espera de que me levantara.
—¡Levantate, maula! Te quiero achurar de pie —me endilgó mientras una sombra inundaba mi conciencia.
Santillán esquivaba los golpes estirando hacia atrás el torso con gran flexibilidad de la cintura. Diestro en agacharse, mantenía la zurda emponchada y atajaba los cortes de Estrabón con maestría. Luego desenrolló el poncho y amenazó con un nuevo flecazo.
El unitario avanzó dos pasos con firmeza con la intención de pisarle la prenda y provocar una zancadilla, pero su enemigo no caería en esa jugada bien conocida.
El ruido de los aceros que chasqueaban con cada estocada era el sonido que cortaba el del viento, cada vez más intenso. Baigorria y Suárez Haedo estaban exultantes y proferían comentarios como espectadores más que satisfechos con el espectáculo.
Estrabón se animó a contraatacar con un movimiento ágil por izquierda y tiró un golpe certero que le produjo un corte en la cintura a su oponente. Santillán acusó la estocada y retrocedió de costado unos centímetros hasta una piedra que casi lo obliga a caer por segunda vez.
Un nuevo movimiento flexible de sus rodillas le permitió tomar distancia suficiente e incorporarse con el facón en la diestra para producir un corte en forma de S debajo del mentón de Estrabón.
La ventisca se había desencadenado con furia y Lisando aconsejó que se suspendiera el duelo de hierros. La seguridad de los espectadores corría peligro.
Los duelistas continuaban sin advertir nada fuera del recinto alambrado.
Una arremetida de Santillán contra el pecho de Estrabón fue contundente. Éste retrocedió hasta sentir el pinchazo del alambre en el lateral del palenque. El unitario estaba contra las cuerdas atajando la lluvia de estocadas de un rosista seguro de achurarlo al menor descuido.
Con prepotencia, Estrabón intentó empujarlo a su rival al centro, pero sus fuerzas se agotaban. Un ágil movimiento de muñeca le permitió empuñar el caronero en punta y clavarlo en el hombro descuidado de Santillán. El gaucho acusó el dolor con una puteada: —¡Jué, pucha que lo parió! —se quejó.
Suárez Haedo se levantó de su sitial y arengó al unitario. —¡Dale, Vallejos! ¡La puta que te parió! ¡Arremeté!
Santillán retrocedió con el hombro dolorido y volvió a enrollar el poncho en el antebrazo izquierdo. Se fue hasta el centro y con paso de baile zigzagueante intentó un segundo corte certero en la cara. Deambuló a centímetros del unitario y un movimiento rápido de su diestra le propinó un tajo leve en el cachete derecho del adversario. La sangre comenzó a brotar lentamente. Estrabón pudo paladearla con asco en el momento en que retrocedía hasta una de las esquinas con intención de ganar algo de tiempo. Debía evitar las espinas del cactus y mantenerse alerta. Aun así, se animó a desafiar verbalmente a su enemigo: —Ansí lo querés vos… Habías risultáu facilón, como tu hermano —pronunció mientras un hilo de sangre bajaba por el mentón. —Ahura vas a sentir el jediondo olor de su cadáver —le respondió Santillán.
Una lluvia torrencial se desencadenó en ese instante y los contrincantes empezaron a chapotear dentro del palenque. —Tenés toda la cara tajeada, Vallejos —gritó Baigorria—. Vas a necesitar una caja entera de curitas.
11:45 p.m.
Una palabra fue lo que resonó en el interior de mi conciencia. Una palabra susurrada en mi mente, una palabra odiosa que le había devuelto cierto control a mi voluntad.
Una voluntad que se recuperaba extrañada de las circunstancias.
La cara me ardía por los lacerantes cortes que había recibido de mi hermano. Empapado por la lluvia y sin fuerzas para mantenerme en pie, permanecía en un rincón del palenque que empezaba a inundarse.
Alfaro cargaba otra vez contra mí para liquidar la cuestión. Resolví caminar hasta la otra esquina del predio y mantenerme a la defensiva unos segundos más. El peso del cuchillo caronero volvió a molestarme.
Entonces resolví tirarlo al suelo y aplicar alguna técnica de reducción de Krav-Maga para neutralizar a ese Manuel todavía metamorfoseado en Santillán.
—Ahijuna, Estrabón, ¿te condenás ansí, hijoeputa? —Esto se termina acá —le grité desde el rincón deshaciéndome del poncho que estorbaría mi movimiento de enlace.
Noté la cara de preocupación de Suárez Haedo que tenía concentrada su atención en la arremetida de Alfaro.
Manuel volvió a flexionar sus rodillas para ir directo a mi corazón con el facón en ristre. Fue la acometida de una fiera que parecía volar. Profirió un grito demencial: —¡Vas a quedar más cortáu que trapo de afilador! Y se lanzó directo hacia mí.
Esquivé el puntazo con destreza y pude tomarle el cuello con mi antebrazo gracias a un truco con los pies que simula rendición y sumisión final antes de la ejecución.
Un Alfaro confundido quedó de espaldas a mí con el facón trabado en el alambrado de púas.
Fueron unos segundos vitales.
Lo desarmé con golpe seco en la muñeca. Y le mantuve atenazado el cuello hasta obligarlo a caer al piso. —Oiga, Vallejos, eso no vale —alcancé a escucharle la queja a Anselmo. —Ya está, Negrito —le susurré a ese bulto tenso y convulsivo que era el cuerpo de Manuel interpretando a Santillán.
El Flaco pareció deshacerse como un pañuelo que cae al suelo. Su vitalidad se desmoronaba cansado por el esfuerzo físico que había tenido que soportar.
Entonces, las armas tiradas en el suelo se irguieron como dos bailarinas de cajita musical.
Giraron sobre sus empuñaduras y chasquearon sus aceros en señal de complicidad.
Luego volaron vertiginosamente en sentido contrario hasta alcanzar los pescuezos de los espectadores ilustres.
Los matones no podían creer lo que estaban viendo.
Cercenados los cuellos de Baigorria y Suárez Haedo por los malditos puñales, solo atinaron a huir despavoridos.
Los relámpagos oficiaron de coro estruendoso y por unos instantes la lluvia cesó milagrosamente. Destellos luminosos de la luna se entrecortaron en un palenque que ya era una pileta enlodada.
EPÍLOGO
En el cuento El encuentro, Borges imagina un duelo de cuchillos que pertenecieron a dos compadritos. Ellos se habían buscado durante mucho tiempo, sin éxito, para pelear.
En su hierro dormía y acecha un rencor humano nos aclara el narrador respecto de las armas.
El destino quiso que fuéramos nosotros los instrumentos para que otro viejo rencor, en este caso, el de Santillán y Estrabón, se definiera finalmente.
No sabemos cuál fue el destino de las dagas después de cercenar las gargantas de Baigorria y Suárez Haedo. La negrura de la noche tempestuosa se las llevó en su seno y espero que permanezcan en él hasta el fin de los días.
La sobrina, asustada por las circunstancias, hizo bien en llamar a la policía que llegó con premura para encontrar a unos exhaustos combatientes dentro del palenque y dos cadáveres degollados en las cabeceras.
Una licencia extraordinaria nos permitió reponernos de las heridas. Por suerte, no resultaron muy graves ni llamativas.
Mi bronca e impotencia adolescentes nos habían salvado de morir uno a manos de otro.
Una tarde de otoño recibí el llamado telefónico de Alfaro muy temprano por la mañana. —Hola, curita, ¿cómo andas? —me preguntó con su característica risotada.
—Hola, hermano —le contesté con la voz ronca de quien recién se levanta.
Por extraño que parezca, la palabra en boca de Manuel me sonó a una caricia. Había roto el encantamiento. Pude superar la prueba.
El propio Borges concluye en su cuento que las cosas duran más que la gente. Yo agregaría también a los sentimientos. Pensé que nuestra amistad con el Flaco nos sobreviviría en cada persona que nos recordara con cariño u odio. Una amistad así es capaz de exorcizar cualquier cosa de este mundo. Aun cuando ya no pertenezcamos a él.