38 minute read

El misterioso asunto de la estancia alienígena

VII E EL L M MIIS ST TE ER RIIO OS SO O A AS SU UN NT TO O D DE E L LA A E ES ST TA AN NC CIIA A A AL LIIE EN NÍÍG GE EN NA A

Por FJSR

Advertisement

San Andrés de Giles Provincia de Buenos Aires Febrero de 1982 11:50 p.m.

Cuatro bombas de estruendo, gestionadas por la municipalidad, dieron origen al corso, exactamente a las nueve de la noche, por la avenida principal del pueblo. Vecinos y visitantes tenían por delante tres horas de diversión y medido desenfreno, de las cuales sólo quedaban diez minutos. Alcanzada la medianoche, los bomberos voluntarios harían sonar una estridente sirena indicando que la fiesta terminaba y empezaban otras en los clubes de barrio: los bailes de carnaval.

Decir corso era sinónimo de alegría. Los más chicos disfrutaban como locos tirándose entre ellos espuma, papel picado, serpentinas y agua perfumada. Los más grandes encontraban la ocasión para reunirse en los cafés del centro a charlar, libres de sus hijos y sus reclamos constantes. De paso, se daban el gusto de fichar libremente a las chicas de las comparsas, muy ligeras de ropa, sin que sus esposas se lo recriminaran. Esa noche estaba permitido.

A ambos lados de la avenida, la gente se aglomeraba. Casi todos con una sonrisa en la boca. Algunos se llevaban sus propios banquitos para disfrutar más cómodos de un espectáculo que sólo era posible una vez al año; y si bien los milicos en el poder habían decretado que los carnavales ya no eran más días feriados, todos se organizaron para desplegar la parafernalia de carnestolendas la noche del viernes, sábado y domingo.

El pueblo era una fiesta. Miles de banderines engalanaban todas las esquinas. Las farolas públicas, incluso, parecían iluminar más fuerte y a la música estridente de decenas de parlantes se sumaban las mascaritas, las carrozas temáticas y toda una parafernalia de personajes que, año a año, hacían las delicias de las mayorías. También era ése un tiempo para el travestismo. Los pocos, pero claramente individualizados

homosexuales del pueblo, podían darse el gusto de vestirse de mujer sin ser detenidos por la policía ni denostados por el machismo discriminador de aquellos tiempos. Las “locas” se desataban. Hasta podría llegar a decirse que eran felices al menos una vez al año.

Era una fiesta popular. Kitsch, estridente, masiva. Uno iba ahí a pasarla bien. A dejar fluir los impulsos. A gritar, reír, decir piropos y también agarrarse a las trompadas. No faltaban los consabidos borrachos de siempre; o las banditas enemigas que, formadas por jóvenes todos disfrazados de manera idéntica, agitaban la bronca que se tenían, terminado a los golpes, especialmente en la última noche de

corsos.

Desde hacía dos años, una comparsa era la preferida del público. Más de treinta bailarines emperifollados, músicos percusionistas y “fantasías” (es decir, aquellos que portaban banderas, sombrillas y muñecos enormes de papel maché) seguían de cerca a una carroza temática, tirada por la fuerza de la camioneta pick-up de su principal organizador, Fabiolo Zurppa.

En aquel carnaval del ’82 el tema elegido era el de los marcianos y sus estrambóticas naves. Habían invertido algo de dinero en todo el proceso de construcción. No era fácil encontrar un acoplado lo suficientemente grande como para colocar sobre él a un ovni accidentado y cuatro vecinos disfrazados de alienígenas tomándose la cabeza llenos de consternación; al ritmo de música tropical.

El plato volador era de chapa. Pintado de dorado, con ventanillas redondas cubiertas de plástico amarillo y una luz intermitente en lo más alto de su cúpula. Había sido incrustado en una pila de tierra, simulando un choque —una caída accidental— y todo a su alrededor se veían linternas de luz roja que iluminaba tiritas de papel en movimiento, simulando llamas. Los marcianos eran mucho más “rascas” que la nave. Máscaras de cartón corrugado, pintadas de verde (con antenas), chalecos dorados hechos de papel aluminio y botas brillantes, plateadas, decoradas a mano por los mismísimos “alienígenas”. Era lo que había. Pero la gente lo festejaba alborozada, en una mezcla de burla y piedad

A las doce en punto de la noche, la sirena del autobomba del cuartel de bomberos sacudió los tímpanos del pueblo, iniciándose un éxodo desordenado hacia las casas. Los más viejos eran los primeros en ser acareados con rapidez. Todos sabían que, terminado el corso, solían desplegarse en el centro del pueblo batallas campales en las que las bombitas y baldes con agua se convertían en armas de destrucción masiva. Nadie quería salir empapado de aquel festejo popular. Menos que menos los ancianos.

Cuando la sirena dejó de sonar, el corso había terminado oficialmente. Centenares de vecinos se movían de un lado para otro, buscando el trayecto más corto para salir de aquel pandemonio de luces, colores y olores. El acoplado con el ovni y toda su comparsa, tomaron por una calle transversal, no bien iluminada. Y entre tantos cuerpos transpirados, excitados, agitados, nadie se percató de aquel hombre alto, pelado, musculoso y con extrañas pupilas, acercándose por detrás a un muchacho bien parecido, disfrazado de negro candombero. Sin mediar palabra, cuando lo tuvo a tiro, el hombre le apoyó en la espalda lo que parecía ser una abrochadora de escritorio y el chico perdió el conocimiento en el acto. Los fuertes brazos de su agresor los sujetaron, impidiendo que se desplomara en el piso. Lo calzó de los sobacos y haciéndolo pasar por borracho, lo fue alejando lentamente del tumulto. Cien metros más adelante lo subió a un Ford Farlaine color azul, desapareciendo de la escena. Desde la esquina contraria, Eugenio Ross creyó que, viendo lo que veía, comprobaba todas sus suposiciones.

San Andrés de Giles Una semana después

Tardé una hora y media en llegar al pueblo. Los 103 kilómetros que lo separan de Buenos Aires estaban bien asfaltados, pero mi antiguo Gordini ‘63 ya no tenía la fuerza ni la velocidad para cumplir con lo que indicaban los cálculos de los aficionados al automovilismo. A 85 kilómetros por hora como máximo, y evitando el alocado tráfico —muy común a la salida de la Capital— era inevitable que llegara con retraso a la reunión convocada por Adrián Vallejos. —Traete una muda de ropa porque seguro que vamos a tener que pasar un par de días por estos pagos —me dijo por teléfono—. Venite pronto. Después te explico.

Cuando detuve el auto a las puertas del Hotel Savonarola (), Vallejos me estaba esperando con una persona que no conocía. Bajé, nos dimos un abrazo y me lo presentó. Se llamaba Eugenio Ross. Había sido compañero de Vallejos en la facultad, aunque parecía un hombre algo mayor que nosotros. Hablaba en voz baja. Apenas gesticulaba. Era bajo, con una insipiente alopecia y pelo cano. Sus ojos, profundos como un aljibe, me llamaron la atención Dejé mis bártulos en la habitación y salimos a almorzar.

—Eugenio me llamó (y yo te llamé a vos) porque me ha contado que están pasando cosas muy raras en éste y otros pueblos de la zona —inició Vallejos. —¿Luces malas? —bromeé, arrancándole a ambos una tibia sonrisa de compromiso. —Ojalá fuera eso, Manuel —contestó Vallejos—. Pero dejemos que Eugenio te relate lo que me contó a mí. —Lo miró y sentenció: —Alfaro es de mi más absoluta confianza… Ross dejó los cubiertos sobre la mesa, tomó un sorbo de Fanta y se lanzó con a relatar lo ocurrido.

—Vivo en Giles desde hace más cuarenta años y conozco a todo el mundo. Este es un pueblo chico y las noticias corren rápido. No debe engañarse con lo vacías que suelen estar las calles: todos se enteran de todo. Es algo que todavía no pude desentrañar cómo ocurre —bromeó—. Por eso, y dado el nivel de chusmerío imperante, hace unos diez meses, más o menos, me llegó un rumor que me intrigó muchísimo. Andaban diciendo que un poblador de San Andrés tenía relaciones muy cercanas con extraterrestres.

No puede evitar mirar a Vallejos como diciéndole: “¿Me hiciste venir por esto?” y Ross lo advirtió.

A veces no soy bueno disimulando. —Escúcheme, profesor, y saque más tarde las conclusiones —me conminó con gentileza—. Sé que parece raro, pero présteme atención primero, por favor. Me sentí incómodo. Había metido la pata siendo tan descortés. Pedí disculpas y para romper el hielo le pedí que me tuteara. Ross asintió con la cabeza y continuó. —Como escuchaste, me dijeron que ese vecino era un contactado. Que se relacionaba con seres alienígenas, aunque con fines non sanctos. Varias personas habían sufrido por ello. Pero todo parecía ser un secreto muy bien guardado… —Tan bien guardado no debe haber estado —interrumpí—. Vos te enteraste… —Sí, por supuesto, pero el ambiente ufológico esas cosas circulan, sin que nadie termine por creérselas del todo.

—¿Vos sos de ese ambiente? —Soy el director de la APIO, Asociación Provincial de Investigación Ovni —dijo con orgullo. Vallejos me dio una patada por debajo de la mesa. Sabía que iba a decir algo inconveniente otra vez. Atendí en silencio su “llamado” y Ross prosiguió. —Como imaginarás, por tal motivo, mucha gente viene a relatarme sus experiencias con naves extraterrestres y la APIO tiene, por supuesto, la obligación de recibirlas. —¿Son muchos? —pregunté. —¿Quiénes? ¿Los denunciantes? —No, no, los miembros de la APIO.

—No, soy yo solo. ¿Por? Una nueva patada impactó en mis tobillos. Me dolió. —Por nada, continúa… De seguro era una falsa impresión mía, pero los ojitos de Ross empezaron a brillar de un modo diferente. Muy parecido al que suelen exhibir los delirantes con ínfulas de ser sabios incomprendidos. —Como te decía —siguió el ahora ufólogo—, los rumores me llegaron. Dos vecinos, que no voy a nombrar, me contaron del asunto y cuando los volví a interrogar sobre el tema negaron rotundamente la historia. Dijeron que ellos no sabían nada, que yo mentía, que inventaba y que ellos eran incapaces de injuriar a alguien de ese modo. Recién ahí advertí que algo serio se escondía detrás de esas contradicciones y me puse a investigar. Lo primero que hice fue seguir día y noche al tipo denunciado. —¿Quién es? ¿Cómo se llama? Ross miró a Vallejos buscando su consentimiento. Una caída de ojos de mi amigo habilitó la respuesta —Su nombre es Fabiolo Zurppa. Es ingeniero electricista y director del CEPIFE, Centro de Estudios Para la Investigación de Fenómenos Extraterrestres. Un tipo de guita y principal organizador de los carnavales del pueblo. Le encanta ser el centro del universo y me odia por no compartir sus ideas.

Detuve la patada de Vallejos con la planta del pié. Me la vi venir. Eran años de amistad. Lo conocía.

—¿Y qué averiguaste? —intervine como si nada pasara. Ross me acercó su cara, miró a ambos lados de la mesa y dijo por lo bajo: —Me parece que contrató a un tipo para secuestrar personas y entregárselas a los alienígenas. La otra noche fui testigo presencial de uno de esos secuestros. Venía sospechando y el domingo pasado, en el corso, lo confirmé. —¿Cómo lo confirmaste? ¿Qué viste? —Observé cómo agarraban a un muchacho muy joven y lo subían de prepo a un auto. No pude contenerme y los seguí. Se lo llevaron a una estancia que está a 25 kilómetros del pueblo. —¿Los seguiste hasta allá? —¡Por supuesto! Acá tengo las fotos como evidencia —y sacándolas del bolsillo de la campera las desplegó sobre la mesa. Las miré, pero no advertí nada raro. Sólo tres hombres caminando por un campo de trigo, en un paisaje pampeano inconfundible. Las tomas estaban movidas, fuera de foco. Ross era un pésimo fotógrafo. En mi opinión, las placas no decían ni revelaban nada extraño. Entonces, Vallejos, que hasta entonces se había limitado a darme golpes por debajo de la mesa, intervino.

—Le dije a Eugenio que lo ayudaríamos —dijo—. Que estamos algo duchos en estas cosas raras, y que, como las clases no empiezan hasta mediados de marzo, teníamos tiempo… No le dí el patadón que se merecía. Le clavé la mirada y respondí: —Ok…

Quedamos en salir para la estancia temprano por la mañana. Pasaríamos por Ross a eso de las siete. Nos despedimos y regresamos caminando con Vallejos al hotel. Cuando me percaté de que el ufólogo estaba fuera de nuestra vista me detuve y lo miré a Adrián seriamente. —¿Vos sos boludo o te estás entrenando para serlo? —Le dije desembozando toda la bronca acumulada— ¿Cómo me hacés venir hasta acá para ver al este loco? ¡Este tipo está chiflado de remate! ¿Extraterrestres que necesitan humanos para secuestrar humano? ¿Dónde se ha visto? —Esperá, Flaco, escuchame… —¡Esperá, la pelotas! ¿No sabés identificar gente que anda mal del bocho? ¡Ya sos grande, Adrián! Me dijiste que lo conocés desde hace años y todavía no te diste cuenta que este tipo es un enfermo… —Es un gran profesor en letras. —¡Pero loco! ¡Está loco! ¿Desde cuándo un título universitario es sinónimo de cordura? ¿No viste el nombre que le puso a esa asociación pedorra que inventó? ¡APIO! ¿Por qué no pone una verdulería y se deja de joder? Además está más que claro que compite con ese otro delirante llamado Fabiolo “no sé cuánto”. Vallejos trataba de contener la carcajada y me di cuenta. —Fabiolo Zurppa… Me callé. No quería mandarlo a la mierda. Entonces, agregó: —Si preferís le digo que tuviste que volver de urgencia a Buenos Aires y listo. Yo me encargo. La verdad es que pensé que iba a interesarte. Perdoname. No le contesté. Estaba muy caliente. Giré sobre mis zapatos y encaré solito los últimos metros que nos separaban de la puerta del hotel. Necesitaba darme un buen baño.

Como teníamos la tarde libre, tras una reparadora siesta provinciana, invité a Vallejos a dar una vuelta por el centro. Me sentía en la obligación de distender un poco la situación previa. El descanso y la ducha habían calmado mis ánimos.

No hicimos mención a nada de lo charlado con Ross. Divagamos un rato sobre literatura y comentamos lo difícil que resulta para una persona acostumbrada a vivir en una gran ciudad poder adaptarse al ritmo de un pueblo. Recorrimos las pocas manzanas “céntricas” y cuando estábamos por sentarnos a tomar café, vimos el cartel de un local que decía CEPIFE. Nos asomamos. Había gente. Dos hombres conversaban sentados frente a un escritorio. El que era calvo y con el cuerpo marcado por la gimnasia escuchaba al otro con atención. Decidí entrar. Vallejos se sorprendió y siguió mis pasos. El local era pequeño. Un solo ambiente, con todas las paredes decoradas con fotos de platos voladores y cartelería de antiguos congresos y simposios de Ovnilogía. Hacia el fondo, una serie de vitrina oficiaban de “museo”. Una rascada en la que exhibían muñequitos de plástico, platívolos de juguete y una media docena de fotos en blanco y negro, enmarcadas, en las que podía verse a un general de la USAF.

Uno de los hombres se puso de pie y caminó hasta nosotros. Nos tendió la mano, dándonos los buenos días y se presentó: —Fabiolo Zurppa, para servirles. Le correspondí el saludo. —Encantado. Mi amigo es Adrián Vallejos y yo soy Manuel Alfaro. Estamos de paso por San Andrés y nos llamó la atención este local que usted tiene. ¡Muy interesante! —mentí. Zurppa era un tipo de baja estatura, fornido y grueso. De profundos y fríos ojos azules que parecían calar a quien mirara. Su compañero calvo, desde el fondo, no se quedaba corto. Nos clavó sus ojos como si fueran dardos. —Le agradezco mucho—dijo—. ¿Ustedes son ufólogos de Capital? —No, no, en absoluto. Apenas unos viajantes de comercio aficionados al tema. —En ese caso, acá tenemos una buena cantidad de libros a la venta. Bibliografía que no va a encontrar en otro lado. Si desean le muestro el mío. Acabado de publicarlo. Asentimos y nos trajo un tomo. Era de edición bastante casera. Claramente una autopublicación. Se titulaba “El Misterio de los Ovnis y el Amenazante Desarrollo Tecnológico Humano”. Lo hojeé y se lo pasé a Adrián. —Y dígame, señor Zurppa, ¿se ven muchos ovnis por la zona? —pregunté. —Digamos que ésta no es todavía una zona reconocida como “caliente” —explicó inflando el pecho—. Pero estoy convencido que algún día lo será. Hay muchos paisanos que juran y perjuran ver naves periódicamente. El año pasado, sin ir más, aparecieron a pocas leguas de Giles unos misteriosos círculos de pasto quemado en un estancia. Nosotros, el CEPIFE, fuimos a estudiarlos. Hicimos trabajo

de campo. Mire —dijo señalado unas fotos colgadas en la pared—. Ahí tiene las imágenes. ¡Son increíbles!

Me acerqué para verlas. No se me movió un pelo. Lo que tenía ante mis ojos podía ser cualquier cosa. Desde un incendio intencional, hasta la marca dejada por un rayo o una centella, sin hablar, claro, de simples hongos. Por algún motivo sentí rabia. Medité por unos segundos sin quitar la mirada de las fotos y cuando decidí tirarme a la pileta, giré, enfrenté a Zurppa y pregunté: —¿Y qué hay de cierto de que están abduciendo gente por estos pagos? El ufólogo se quedó tieso. Pestañeó y se humedeció el labio superior con la lengua. Vallejos volteó hacía mí. Estaba más sorprendido que nuestro anfitrión. —¿De dónde sacó esas ideas? —preguntó Zurppa, incómodo pero sonriente. —Es lo que se anda diciendo, según creo. —La verdad es que no sé en dónde dicen esas cosas. No hay abducciones denunciadas por la

zona.

Vallejos entendió el juego que había decidido emprender y jugó su primera mano. Fue como tirar el ancho de espadas sobre la mesa. —La gente de una organización llamada APIO, tengo entendido, sostiene esa idea —dijo. —¿APIO? —Exclamó Zurppa moviendo la cabeza de izquierda a derecha; con seguridad sorprendido al ser nosotros forasteros—. ¡Ese tipo es un chanta! ¡No sabe nada! No le crean una sola palabra. Es muy poco confiable… Supuse que era hora de echar más leña al fuego. —¿Pero acaso no es uno de los grupos más reconocidos de la provincia? —cizañé. —¡Qué va a ser reconocido ese hijo de puta! —ladró—. Que se dedique mejor a analizar el Martín Fierro y se deje de joder. Algo era seguro: entre especialistas no se tenían el más mínimo aprecio. —Ese maestrito de cuarta —prosiguió— debería dedicarse a seguir deformando las mentes de sus alumnos en la escuela donde trabaja. De ufología no entiende un corno… ¡Abducciones en Giles! ¡Por Dios! —hizo un impasse y nos preguntó: —¿Ustedes lo conocen? —No sé de quién habla —interpuso Vallejos. —Ah, es por eso… No lo conocen. Se apellida Ross. No es de acá. Hace tiempo vive en Giles, sí, pero siempre miró a la gente del lugar por encima del hombro. ¡Se cree tan superior! Y es un salame. ¡Y ese APIO que tiene por grupo! ¡Por Dios! ¿A quién se le puede ocurrir ponerle APIO a una organización supuestamente de investigación? ¡Ja! ¡Es un lumpen!

Cuando dejamos el CEPIFE entendí que aquel era un ambiente complejo, problemático y competitivo. En pocas palabras: un puterío de viejas chismosas debatiendo sobre la nada misma. Algo aparentemente inofensivo y muy alejado de los problemas reales que tenía la gente normal. Pero me equivocaba. De haber instalado un micrófono en la sede ufológica me habría percatado de que Zurppa desconfiaba de nosotros.

Mucho.

Más de lo que imaginaba.

Serían las tres de la madrugada cuando me pareció oír que abrían la puerta de la habitación en la que dormía. Me reincorporé con los ojos invadidos por lagañas y cuando, con las palmas de las manos intenté quitármelas, alcancé a ver una sombra que se abalanzaba sobre mí y me colocaba un instrumento helado en el lado derecho del cuello.

Apenas pude tomarlo por la muñeca. Una décima de segundo después había perdido por completo el conocimiento.

Vallejos corrió mejor suerte. Alcanzó a tirar una trompada al aire y darle a su agresor en el

rostro.

Estaba a oscuras, por lo que le resultó imposible identificarlo. Así todo, se trenzaron en una fuerte pelea que despertó al resto de los pocos huéspedes que había en el hotel. Un empujón bien dado en el momento oportuno hizo que Adrián se tropezara con una silla tirada y cayera de espaldas contra el piso, en tanto “la sombra” salía corriendo por el pasillo. Mayúscula fue su sorpresa cuando advirtió que yo había desaparecido.

La casa de Ross resultó ser una sorpresa para Vallejos. Era mucho más grande de lo que la había imaginado. En realidad, era una mansión. No veía a su compañero de universidad desde hacía décadas. Concretamente desde que se había graduado y las horas que tenía en el pueblo las habían pasado de café en café sin que invitara a su residencia. Por un momento llegó a creer que Eugenio tenía vergüenza de invitarlo a su hogar dulce hogar.

En otras circunstancias le hubiera preguntado por el secreto de su fortuna, pero la desaparición de Alfaro lo tenía más que preocupado y la negativa de Ross de acudir a las autoridades (en parte lógica), intrigado. —No creo que sea conveniente llamar a nadie —había argumentado—. Menos que menos a la policía local. Están muy ligados a la “pesada” y a los grupos de operaciones del gobierno militar. Cuanto más lejos la tengamos mejor. Este problema, por ahora, lo tenemos que solucionar nosotros. Si hacemos la denuncia pueden creer que todo esto es un problema entre subversivos y vamos a terminar los dos en cana.

—¿Y qué proponés? —Ir hasta la estancia de la que te hablé. —¿Vos crees que a Alfaro lo tengan allí? —Por supuesto. ¿En dónde más, si no? Mirá, Adrián, vamos a esperar a que se haga de noche y les haremos una visita. ¿Llevás armas encima? —¿Armas? No, claro que no… —Te proveeré de una.

Como en las viejas películas de espías, me desperté acostado panza arriba en una camilla y atado a ella como un matambre. No podía mover mis piernas ni mis brazos. Incluso la cabeza la tenía sujeta por una vincha metálica, obligándome a mirar sólo hacia arriba, en donde podía apreciarse un techo muy largo y ancho de chapa acanalada. Me tenían, a no dudarlo, dentro de un galpón y era de noche. Moví las pupilas de un lado a otro y allí estaban, parados a mi lado, mirándome. Fabiolo Zurppa y su alopécico y musculoso secuaz oficiaban de anfitriones. —¡Por fin se despierta, Alfaro! –Sentenció el ufólogo—. Por un momento creímos que nos habíamos excedido con el tranquilizante para vacas, pero veo que se encuentra usted muy bien. —¿Tranquilizante para vacas? ¿Eso me dieron? —Es lo que teníamos a mano. Pero despreocúpese, comprobamos que no tiene efectos colaterales en los humanos.

—No entiendo nada… —dije aún turbado—. ¿Qué quieren? ¿Por qué estoy acá? ¿Dónde estamos?

—No tantas preguntas. De eso ahora nos encargamos nosotros, profesor… ¿Profesor? ¿No le habíamos dicho que éramos viajantes de comercio? ¿Cómo…? Mis dudas se despejaron cuando vi a Zurppa manipular mi carnet de la Obra Social.

—¿Así que historiador? —me dijo sarcástico—. Mire, usted. Me lo hacía vendiendo gaseosas al por mayor por los boliches del pueblo y resulta que tenemos a toda una autoridad en el campo de Clío. —No soy autoridad en nada —musité. —Eso no debe ser lo que opina Ross. Por algo los llamó, ¿verdad? —¿Ross? ¡Ross no me convocó! Fue mi amigo Vallejos quien lo hizo. Jamás en mi vida había visto a ese tipo. Ellos fueron compañeros en la facultad. Yo no tengo nada qué ver él. —¿No? ¿Y por qué negó conocerlo cuando charlé con usted en el local? No sea tonto, Alfaro. No mienta. Lo teníamos vigilado. ¿O acaso no fueron a almorzar juntos, no bien llegó al pueblo? No se confunda, amigo. Los vecinos de por acá somos gilenses, no giles. —Le repito que no conozco a Ross. Le digo más: creo que es un delirante sin remedio. Pero, por lo que veo, creo que me equivoqué… —¿Delirante? No, no es un delirante. Como ya le dije, es un hijo de puta. Pero, ¿por qué dice que se equivocó? ¿En qué cree haberse equivocado? —Él fue quien nos dijo que usted era el hijo de puta. Ahora veo que tenía razón… Zurppa sonrió. —¿Qué yo soy el hijo de puta? ¡Ja! Me causa risa lo poco que saben juzgar a la gente, ustedes los citadinos.

A las afueras de la estancia 01:15 a.m.

Una lechuza de gran tamaño sobrevoló por encima de Vallejos y Ross, en tanto avanzaban por el cuadro sembrado de trigo. No tenían sus linternas prendidas. Por precaución, según Eugenio. Pero la luna, alta y bien crecidita, permitía tener una composición de lugar bastante buena, una vez adaptados a la oscuridad. Así todo, Vallejos tropezaba a cada rato. Habían dejado el auto de Ross en un camino provincial de tierra, siempre intransitado a esas horas, a unas quince manzanas de donde estaban. El objetivo: llegar hasta al gran galpón en el que Zurppa “guardaba” a sus víctimas. —No caminaba por un lugar así desde que era chico —comentó Vallejos, rememorando sus incursiones nocturnas por el campo de un tío suyo, hacía décadas—. No recordaba que fuera tan difícil y pesado… —Debe ser porque sos un tipo con memoria muy flaca —respondió Ross encabezando la marcha—. El secreto de todo esto es pisar despacito. Paso a paso. Buscar terreno firme y recién entonces avanzar. No es cuestión de apurar la cosa. Pero no te preocupes, falta poco.

Cincuenta minutos después de haber descendido del auto, desde el borde mismo de la plantación que los ocultaba, observaron la ansiada construcción de chapas. Ross desenfundó su pistola calibre 38 e invitó a Vallejos a que hiciera lo mismo con la suya. —¿Lo creés necesario? —le preguntó. —Sacala, haceme caso. Esto no es joda. Obedeció.

—Mirá, allá. El Ford Farline del que te hablé —alegó Ross, señalando un auto color azul, estacionado a un costado del galpón—. Están acá. ¡Vamos!

Corrieron en zigzag, encorvando instintivamente el cuerpo, hasta alcanzar una de las paredes el tinglado. Se deslizaron hasta una ventana. Había luz saliendo del interior. Ross se asomó subrepticiamente primero. Observó a través de un vidrio sucio, se volteó e invitó a su compañero que lo imitara.

Cuando Vallejos pispeó hacia adentro se le helaron los huesos. Allí se encontraba Alfaro. Atado a una camilla. Zurppa y su secuaz hablaban con él. —Te lo dije, ¿no? —le murmuró Ross al oído.

No les llevó mucho tiempo encontrar el portón de entrada al galpón. Estaba sin candado. Bastaría correrlo hacia la derecha y entrar de sopetón. Era un plan simple, elemental, pero siempre efectivo. Eugenio levantó su arma hasta que el cañón le tocó el mentón. Agarró la falleba, tomó aire, lo miró a Vallejos y movió la cabeza dando “la voz de aura”, en el mismísimo instante en el que corría la puerta y saltaban como gatos en el interior del cobertizo. —¡NADIE SE MUEVA! El alarido de Ross retumbó como un trueno.

Zurppa y el Pelado se dieron la vuelta en dirección del grito, espantados. Alfaro apenas puedo mover muy poco su cabeza aprisionada, sin ver nada. —¡Levanten las manos! —volvió a ordenar Eugenio—. ¡Vamos, levántelas! Zurppa y su adlátere obedecieron sin chistar. Vallejos pretendió adelantarse hasta la camilla donde permanecía su amigo maniatado. —Esperá, Adrián —intervino Ross, frenándolo con la mano que tenía libre—. Esperá un segundo. Primero hay que hacer algo —anunció y, sin miramiento alguno, le apuntó al Pelado y jaló del gatillo. La bala le dio en la frente y lo despidió hacia atrás, cayendo al piso con todo el peso de su

Zurppa empalideció. Alfaro se revolvió en la camilla sin entender nada y Vallejos, desconcertado por completo, se quedó unos segundos tieso como una estatua. Cuando su cerebro le permitió entender el panorama general que protagonizaba, levantó su propia pistola y encañonó a Ross. —¿Te volviste loco? ¿Qué hiciste? —Vociferó desesperado—. ¡Ese hombre estaba desarmado! ¡Tirá ya mismo tu arma! ¡AHORA! ¡O te vuelo la tapa de los sesos, loco de mierda! Ross no se hizo repetir la orden y echó al piso su calibre 38. Tenía una mirada desquiciada y los ojos le brillaban diferentes… —¡Usted, Zurppa, desate a mi amigo! ¡Ya mismo! —aulló Vallejos, en tanto le temblaba la voz. Aquella era una situación de enajenamiento absoluto. Parecía un sueño. Un mal sueño. Había un hombre muerto. Asesinado a sangre fría por alguien que Adrián conocía desde sus días mozos. No podía entender cómo o porqué eso había acaecido.

Libre de sus ataduras, Alfaro se reincorporó con dificultad, masajeándose las muñecas. —Ustedes dos, contra pared… —les ordenó Adrián a dos ufólogos. Zurppa cumplió al instante. Eugenio ni se movió. —Y si no lo hago, ¿qué vas a hacer? —articuló Ross, desafiante—. ¿Te vas a animar a dispararme? —Eugenio, ponete contra la pared… No te lo voy a repetir. Vos vas a pagar por lo que hiciste y Zurppa también. ¡Están los dos del tomate! Ross, contrariando la orden, Ross dio dos pasos en dirección de Vallejos, quien levantó su voz y repitió la orden. —¡Quedate donde estás! —Dale, disparame, si sos tan machito —lo desafió. —¡Te lo suplico, Euge, quedate donde estás! —¡DISPARAME, CAGÓN! ¡DISPARAME! Aquel alarido fue tan potente que Vallejos dio un respingo; pero uando vio que Ross se agachaba para recoger su pistola, le apuntó a sus piernas y sin pensarlo dos veces tiró del gatillo.

¡CLIC!... ¡CLIC!... ¡CLIC!...

Alfaro frunció las cejas, desconcertado. Adrián se quedó contemplando el arma buscando algún desperfecto en el percutor. —Sos un iluso —le dijo Ross en tono fanfarrón—. El mismo iluso y sorete de siempre. ¿Pensaste que iba a darte un arma cargada? ¡Ja! ¡Qué poco me conocés, Vallejos!

No había terminado de articular la frase cuando, por el portón del galpón, entraron media docena de hombres armados.

Todos estaban a las órdenes de Ross.

—¿En dónde tienen a mi muchacho? Eugenio sostenía a Zurppa agarrado por el cuello, exigiendo una pronta respuesta. —Lo dejamos incomunicado en una vivienda atrás del galpón —repuso Fabiolo con dificultad. —Por tu vida, espero que esté bien. —No soy un asesino como vos… —retrucó Fabiolo.

Vallejos seguía sin entender nada de lo que pasaba. Nos habían separado de Zurppa, obligándonos a tomar asiento a un costado del predio, vigilados por dos hombres con armas. Me acerqué lo que más pude a Vallejos. —Cuando entraste estaban a punto de soltarme… —le dije sin que nadie nos escuchara. —¿Eh…? —Lo que oíste… Zurppa es de los buenos. —¡Pero la puta madre! ¡Tanta mala leche podemos tener! —Te empaquetó con moño y todo. Te dije que era un loco… Vallejos resopló y relajó un poco sus músculos. Aunque no por mucho tiempo. Al rato, Ross se nos acercó.

—Preparen a estos dos para el traslado —les ordenó a los guardias que nos custodiaban— . Salimos en media hora. Y no se olviden que quemar este galpón de mierda con todo su contenido. Estaba a punto de volverse cuando Adrián lo llamó. —Eugenio… —¿Qué querés? —lo increpó cortante. —Sólo una pregunta… ¿POR QUÉ? Ross lo miró fijamente por unos segundos. Sus ojos exudaban un odio y un resentimiento que podía percibirse a la distancia. —¿”Por qué”, preguntás? —chistó—. Seguís siendo la misma mierda de siempre, Vallejos. La misma… Los años no te han cambiado nada. ¡Ni siquiera la recordás! ¿Verdad que no?... —¿De qué me hablás? —De Ana Laura, hijo de puta. De Ana Laura Gorcey… ¿Ahora sí te acordás de ella? La mujer que amaba y que vos me quitaste…

La cabeza de Vallejos era una coctelera. Le costó acomodar su estantería interior. —Vos estás demente. Yo nunca… —Claro que estoy demente —interrumpió—. Demente por esperar este momento. Pero ya ves, todo llega, amigo mío. ¡Al fin, todo llega!

Si algo nos claro con Vallejos fue que la APIO tenía más de un miembro y que todos ellos se comportaban como verdaderos adictos a una secta, cuyo único e indiscutido líder era Eugenio Ross.

Después de subirnos a sus autos y transitar varios kilómetros por caminos interprovinciales de ripio y tierra, desérticos la mayor parte del tiempo y sin un alma a la vista, llegamos promediando el alba a otra propiedad que Ross tenía a las afueras Giles: la Estancia Encuentros (cuyo nombre vimos grabado en la tranquera de entrada).

En el viaje también se no aclaró un episodio que tardamos un poco en comprender, pero que resultó ser de una sencillez supina cuando todas la piezas ocuparon sus correspondientes posiciones en el tablero. En verdad, me había enterado del asunto antes que Vallejos, por boca de Zurppa y su finado compañero, quienes me explicaron que habían secuestrado a ese joven que Ross llamaba “mi muchacho”, a sabiendas de lo mucho que sabía de la conspiración en la que ahora estábamos metidos hasta el cuello.

Al llegar a Encuentros, la caravana “rossista” encaró por un angosto sendero abierto en medio de una alta plantación de girasoles hasta alcanzar un claro en el centro del cuadro de campo, donde se detuvo. Nos hicieron bajar. El sol apenas despuntaba en el horizonte. Nos tenían encañonados. ¡Linda manera de empezar el día! Ross descendió del Farlain que él mismo había conducido y se nos acercó caminando a lo John Wayne. —No creo que antes hayan visto que van a ver ahora —dijo, mostrándonos de lejos algo que tenía en sus manos. Parecía ser una calculadora de bolsillo.

La verdad: no se equivocó en lo más mínimo. La tecnología que Ross tenía bajo su control nos dejó pasmados. Con leve movimiento de su dedo gordo, apretó un botón del artilugio que manipulaba y, ante nuestra azorada mirada, una porción del suelo se deslizó como las puertas mecánicas de un ascensor, dejando, a la vista de todos, el ingreso a una instalación subterránea.

Un bunker de proporciones gigantescas. Antes de bajar con los autos por la explanada, Ross decidió dar un discurso explicativo. Por un momento me sentí siendo parte de un tour turístico mortal. —Cuando hace diez años me contacté con Ellos por primera vez, me mostraron este refugio que tenían en la Tierra. Lo construyeron hace siglos con la esperanza de poder iniciar desde acá la colonización del planeta. A tal fin, antes de irse, dejaron a varios de sus congéneres en el lugar, pero algo pasó. Las cosas no fueron como imaginaron. En algún momento de ese largo período de espera, su mundo estalló en pedazos, según entendí como consecuencia de una guerra civil. —Es lo más parecido a la historia de Superman que escuché en mi vida —interrumpí con

sarcasmo.

—¡Ja! ¡Qué ingenioso, Alfaro! —exclamó—. Puede que haya cierta semejanza, pero si me deja terminar verá que la misma se termina ahí. —Tragó saliva y prosiguió—. Sucede que los alienígenas que permanecieron en este complejo bajo tierra, con el paso del tiempo, degeneraron. ¡Pobres! Evolucionaron hacia formas de vida impensables. Tantos siglos sin sol, sin aire, sin poder asomarse a la superficie, terminaron convirtiéndolos en verdaderos monstruos albinos, casi ciegos, que han requerido de mi ayuda. Pero hace diez años yo no tenía el dinero suficiente para comprar estas tierras que, obviamente no me pertenecían. Como Ellos, tuve que esperar y recién cuando el negocio del tráfico de armas me dio la fortuna de la hoy dispongo, pude adquirir el campo, pagando más de lo que realmente valía.

—¿Y por qué no fueron Ellos lo que se hicieron cargo de todo directamente? —inquirió Vallejos. —No podían. —Pero, ¿no es que tuviste un contacto con esos seres? —Telepático, Vallejos. Un contacto telepático. Sé que te resulta difícil de creer, pero pronto comprobarás en carne propia lo que te digo. Pero, terminemos con esta perorata. Es hora. Levantó el brazo derecho, giró la muñeca con el dedo índice extendido hacia arriba y señaló la boca de ingreso. Nos subieron a los autos y entramos. Cuando el último Farlaine terminó de pasar, la camuflada puerta corrediza se cerró y el campo volvió a ser lo que antes era.

—Che, ¡qué buen muchacho resultó ser tu amigo de universidad, eh! —le dije a Vallejos mientras nuestro automóvil recorría un larguísimo túnel iluminado por lo que parecían tubos fluorescentes.

—¡Cállense! —gritó uno de los matones que nos encañonaban.

Aquella guarida subterránea parecía sacada de una película de ciencia ficción. Ross tenía razón, nunca habíamos visto algo semejante. Era inmensa. Supusimos más grande que el pueblo de San Andrés de Giles, con espacios como hangares del tamaño de un estadio de fútbol y decenas de calles que salían y se metían en todas direcciones. Las paredes estaban, sólo en partes, revestidas por un metal opaco y gris. El resto mostraba piedra y tierra, como si no hubiesen podido terminarla. Sólo cuando paramos ante una empalizada metálica que llegaba hasta el techo, advertimos que a partir de allí lo que predominaban eran las sombras, apenas iluminadas por antorchas anacrónicamente primitivas. Descendimos. Ross volvió a acercarse, esta vez encañonando a Fabiolo Zurppa. Teníamos tres acólitos apuntándonos al cuerpo. —Muy bien, chicos, creo que a partir de ahora ustedes siguen solos —nos dijo Eugenio, mientras uno de sus “socios” abría una puerta, casi desapercibida, en la valla—. Les sugiero que, una vez ahí adentro, se internen por las callejuelas. No se queden pegaditos al alambrado porque nosotros abriremos fuego y, ¿saben qué? A nuestros amiguitos no les gusta comer cuerpos muertos. Prefieren cazarlos vivos.

La carcajada que lanzó reverberó en las paredes de esa gran cámara. Era la escena más nítida y completa de un psicótico absolutamente fuera de control. —Caballeros —dijo formalmente—, ¡“adieu”!

Nos separamos de la empalizada metálica internándolos en una zona laberíntica repleta de pasillos muy anchos, débilmente iluminados. Zurppa llorisqueaba detrás de nosotros. Era un hombre psicológicamente abatido. El asesinato a sangre fría del “Pelado” lo había afectado muchísimo y la situación por la que pasábamos en ese momento lo quitó de su eje por completo. En lo personal me sentía como un Teseo moderno entrando en el laberinto del minotauro. Pero esta vez sin el hilo de Ariadna.

—Agarrá una de las antorchas —me dijo Vallejos—. Apagala para usarla como arma disuasoria. Es mejor que nada. Le hice caso. Agarramos dos. Zurppa estaba imposibilitado de hacer nada. —Fabiolo, escúcheme, por favor —le dije tratando de que enfocara sus ojos en los míos—. No se separé de nosotros. Manténgase detrás nuestro y si ve algo extraño pegue un grito.

No sé si alcanzó a comprender lo que le pedía.

Caminamos durante una media hora. No teníamos un destino prefijado. En realidad, no sabíamos hacia dónde ir.

—Manuel —me murmuró Vallejos sin que Zurppa oyera—, estoy a punto de entrar en pánico. ¿Cómo vamos a hacer para salir de acá? —No lo sé —respondí—. Pero, por lo pronto, tenemos que mantenernos con vida, sea como sea. Esa es nuestra prioridad. La salida, si es que existe, la buscaremos después. Tranquilizate. —¿Vos te acordás de haber estado en una situación tan jodida, antes? —inquirió. —No…

En determinado momento del recorrido alcanzamos un espacio abierto muy amplio. Semejaba una plaza. Sin árboles, sin plantas, sin nada. Parecía una cancha de pelota paleta, aunque mucho más ancha y sus líneas demarcatorias. Nos detuvimos en el centro y observamos que desde ese espacio se abrían en rayo varios senderos penumbrosos. Una media docena al menos. —¿Cuál de ellos tomamos? —pregunté. No hubo respuesta. Al menos ninguna de mis dos compañeros. Lo que sí resultó claro fue el desgarrador alarido que llegó a nosotros desde las sombras. Una especie de rugido gutural, grave, rasposo y aterrador. Y cuando giramos en dirección de él, los vimos. Eran tres.

Muy altos, de casi dos metros. Delgados y pálidos. La piel era casi blanca, traslúcida. Podían verse lo que parecían venas recorrer todos sus cuerpos. Los ojos, inyectados en sangre, sobresalían de sus órbitas; y sus bocas entreabiertas exhibían dos hileras de colmillos puntiagudos como espadas. Finalmente ahí estaban. Nuestros minotauros de otros mundos.

Blandimos nuestras antorchas, sin fuego, a diestra y siniestra, intentando impedir que se acercaran. En cierto momento pude darle a uno en la cara. La bestia gritó. Se tomó el rostro magullado y retrocedió. —¡Flaco! ¡Al pasillo que tenemos por detrás! ¡Vamos! Vallejos tenía razón. Si sólo eran tres, ese pasaje angosto operaría como el Paso de las Termópilas. Un sitio ideal para resistir el avance del enemigo. La única diferencia consistía en que ninguno de nosotros era un guerrero espartano.

Zurppa estaba fuera de sí. Tenía sus ojos como dos huevos fritos. El ufólogo, el especialista en culturas alienígenas, no podía creer lo que veía. ¡El mundo al revés! —¡Resistí, Manuel! ¡Resistí todo lo más puedas! —gritaba Vallejos mientras pegábamos palazos de un lado para otro. Acertando unas veces, errando otras. Pero los teníamos a raya. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía.

El “combate de la Termópilas” se hizo eterno. Retrocedíamos y peleábamos. Volvíamos a retroceder y seguíamos frenando, a duras penas, los empellones de esas “cosas”. Ya teníamos los brazos sin fuerza. Con cada golpe nos costaba más volver a recuperarnos y levantar la antorcha para repelerlos de nuevo. —¡No doy más. Adrián! —exclamé agitado. —¡Resistí, Flaco! ¡Yo también estoy muerto! ¡Pero, resistí! No había terminado de oír la orden de Vallejos cuando, imprevistamente, la antorcha que blandía se me cayó de las manos. Me agaché para recogerla pero un brazo gelatinoso y pálido la tomó y tiró muy lejos de mi posición. —¡Qué hijo de puta! —exclamé casi con desesperación. Entonces, asombrosamente, escuchamos la voz de Zurppa detrás de nosotros. Sonaba fuerte y clara, casi diáfana, pero en un idioma que no conocíamos. — .ةيعيبط ريغ ةقيرطب مهمعطيو مهنيمسي يذلا وه .حطسلا ىلع نونئاخ مهنكل ، انءادعأ اوسيل مهنإ !اوفقوت ، ةوخلإا اهيأ ةنيكسملا سوفنلا هذه حارس اوقلطأ! Parecía poseído por una fuerza desconocida. Su semblante había cambiado por completo. No pestañaba. Aquella escena era lo más parecido a una sesión de espiritismo que yo hubiera visto. Y Zurppa era el que oficiaba como médium.

Inmediatamente después de la extraña alocución, los seres detuvieron sus ataques. Permanecieron enhiestos como maniquíes. Por un momento los creí muertos de pie. Finalmente, uno de ellos, sin aparente intensión de atacarnos, caminó hacia nosotros. Se detuve a escasos metros mío y apoyó una de sus blancas manos contra la pared del pasillo. Empujó con fuerza y de la nada apareció un disimulado y pequeño panel luminoso con dos botones titilantes. La criatura nos miró y apretó uno de ellos. Un fogonazo tremendo nos encegueció t cuando pudimos abrir nuestros ojos de nuevo pudimos ver, justo sobre nuestras cabezas, una apertura que daba al exterior. El cielo celeste de la mañana nos pareció un verdadero milagro. Y aún más, la escalinata tallada en la pared que nos conducía a la libertad.

—¡SALGAMOS, YA! —gritó Adrián, tomándolo a Zurppa, aún en trance, por el brazo y elevándolo como si fuera un niño.

Una vez en la superficie vimos que estábamos en medio del campo. Una llanura extensísima se desplegaba ante nuestra mirada y fue el grito de un tero el nos alertó, obligándonos a corrernos del sitio por donde habíamos salido, justo en el instante que la abertura se cerraba, camuflada de pasto y bosta de vaca.

Mar del Plata Provincia de Buenos Aires Una semana después

EPÍLOGO

Había aceptado la invitación de Vallejos a pasar unos días en su casa de la costa con el único y exclusivo fin de relajarme. La experiencia en San Andrés de Giles había resultado por demás traumática. Muchos cabos quedaban sueltos en todo ese asunto, por lo que decidimos tratar de articular aquellos que podían ser unidos, aún forzando un poco los argumentos. Era lo único que nos quedaba.

Convenimos que no podíamos contar con Fabiolo Zurppa. Después de aquella posesión, tan extraña y conveniente para nuestra suerte, había perdido por completo la memoria. No recordaba absolutamente nada. Una niebla, espesa e infranqueable, desdibujaba sus recuerdos del último mes entero. Quedamos con uno de sus familiares que, en caso de que su memoria volviera, nos llamaría. Nunca lo hizo.

Con respecto a Ross y sus seguidores, insólitamente no volvimos a saber nada más de ellos. Pero no sólo nosotros nos quedamos con la duda. El pueblo entero quedó shockeado ante la desaparición de siete de sus vecinos, tras una tremebunda tormenta eléctrica desatada el mismo día en el que habíamos conseguido huir del bunker. La nueva generación de aficionados a los ovnis de Giles especuló con un secuestro masivo, y así lo publicaron en una revista especializada llamada La Dimensión Desconocida.

De la inmensa construcción subterránea y sus blanquecinos habitantes nadie habló. Sólo un tiempo más tarde, unos delirantes de la New Age empezaron a hacer referencia a una ciudad

intraterrena en Capilla del Monte, Córdoba. La llamaron Erks (Encuentro de Remanentes Cósmicos Siderales). Pero esa es otra historia.

En cuanto a lo que Zurppa pronunció en aquel oscuro Paso de la Termópilas —que como es lógico no recordamos— nos quedamos con todas las dudas. Tampoco quisimos ahondar. Con tantas personas desvanecidas en el aire en un contexto político complicado y peligroso, era mejor que las cosas pasaran a segundo plano sin que nosotros nos viéramos involucrados. En el futuro habría tiempo para encontrar algunas respuestas. Incluso al probable affaire que Vallejos había tenido con aquella lejana y misteriosa mujer.

FIN

Nota del editor: En 2013 se supo que un contactado brasileño había conseguido desviar el ataque de unos monstruos (que catalogó como extraterrestres) pronunciando una frase en árabe que traducida decía lo siguiente: “¡Hermanos, deténgase! ¡No son ellos nuestros enemigos, sino el traidor de la superficie! ¡Él es quien los cebó y alimenta de forma antinatural. Dejen libres a estas pobres almas!” Alfaro y Vallejos nunca tuvieron conocimiento de ello.

This article is from: