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El misterioso asunto de la partera desaparecida

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Por FJSR

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Septiembre de 1984 Bosque de Peralta Ramos Mar del Plata 01:15 a.m.

Elvira Keel, hija de irlandeses afincados en la costa bonaerense desde principios de siglo, desempeñaba su oficio con sapiencia y amor. A sus setenta y dos años de edad y varias décadas de experiencia en el rubro de dar a luz, conocía todos los trucos, todos los inconvenientes y ventajas que una mujer podía vivenciar al momento de traer una nueva vida al mundo. En la zona de puerto, la colectividad gallega la llamaba “comadrona”, haciendo uso de un término que por los barrios del centro ya no se usaba, prefiriendo el de partera. De todos modos, usaran la denominación que usaran, el trabajo de Elvira estaba “en baja”. Era un oficio del pasado. “Cosas de viejas”, a las que cada vez se acudía menos. Incluso, para muchos, su función quedaba equiparada, casi, al de una curandera. Elvira sabía que ella era la última de una larga tradición familiar. Una especie en vías de extinción.

Aún así, todavía quedaban tradicionalistas que la llamaban de tanto en tanto. Como esa noche, en la que lentamente caminaba por el sendero de tierra que conducía a un chalet inserto entre los árboles del bosque de Peralta Ramos. Una noche despejada y estrellada, por cierto.

Una mujer que conocía la había llamado de urgencia. Un novel matrimonio se había dejado seducir por los precios de un alquiler barato, en una zona hermosa y alejada del mundanal ruido de la Peatonal San Martín, fuera de temporada. Una oportunidad imposible de rechazar, máxime teniendo en cuenta que los médicos de Buenos Aires habían programado la cesárea para dentro de un mes. Pero algo se había salido de libreto. A las once de la noche, sin un auto a mano, la mujer rompió bolsa, e inició con las contracciones. De no ser por la señora que vivía a media cuadra y tenía el teléfono de la partera, las cosas se hubieran complicado realmente.

El sendero mal iluminado y jalonado de pozos la retrazaban, pero se sentía segura. Iba a llegar a tiempo. Aún de no hacerlo, sabía qué hacer. “Nada hay nuevo bajo el sol”, pensó, cuidando de no

tropezar y volver a fracturarse la cadera, como hacía un año. Ya no era la piba de antes. Pero la experiencia suplía con creces la juventud perdida. Miró lo que le quedaba de camino. Estaba a menos de una cuadra. Inconcientemente apuró un poquito la marcha, entonces creyó sentir un leve mareo. Se detuvo. Tomó aire. Aún así el vahído continuaba, ahora acompañado por un cada vez más fuerte dolor de pecho. “¿Un infarto, la puta madre?”, volvió a pensar y buscó un sitio en donde sentarse. Lo encontró a dos metros: en el tronco cortado de un viejo y robusto pino, que ya no estaba. Acomodó su voluminoso cuerpo y trató de calmarse. Empezaba a asustarse. Lo extraño era que no le doliera el brazo izquierdo. Talvez había exagerado con su diagnóstico. Dejó pasar unos cinco minutos. Se sentía, sin dudas, mucho mejor. Algo muscular, murmuró para sí misma. Estaba fresco y ella algo desabrigada. Debía ser eso… Intentó reincorporarse y fue en ese momento cuando la escuchó. Parecía una canción de cuna. Muy suave y lejana, acompañada de voces femeninas que, a pesar de sentirse muy bajas, eran claramente identificables. Miró a su alredor. No había un alma. Sólo árboles y más árboles. Una verdadera muralla de troncos oscuros con altas copas. La música continuaba. No provenía del chalet, sino del interior del bosque; en el que, seguramente, había otras casas, pergeñó la partera, tratando de explicar el origen de la melodía. Pero no se veía la luz de ningún hall. “Bueno, ya queda poco para llegar. Estoy a pocos pasos del chalecito”, se dijo, recuperando el equilibrio. Entonces sí se asustó de verdad: a menos de cuatro pasos de donde estaba se levantó una extraña niebla luminiscente. Muy brillante. Como si la claridad se irradiara desde su interior y avanzaba hacia ella.

Elvira intentó correr, pero no pudo. Quedó paralizada. Finalmente, la niebla la alcanzó

El teléfono de Vallejos sonó estridentemente a las siete y media de la mañana. Era sábado, fin de semana largo. ¿Quién rompía las pelotas tan temprano? —¡Flaco! —gritó desde su cuarto—. ¿Podés atender vos que estás más cerca? Asentí con otro grito y, a las puteadas, me levanté del sofá donde había pasado la noche, caminé descalzo hasta la mesita del aparato y contesté. ¡Empezaban lindo los tres días en los que pensaba descansar!

—Hola, ¿Vallejos? —preguntó una voz femenina del otro lado del tubo. —No, aguarde un segundo que ya le aviso. ¿De parte de quién? —¿Usted, quién es? — volvió a inquirir con cierta prepotencia. Dormido como estaba, me dio por las bolas. —Un amigo —respondí secamente, conteniéndome para no mandarla a la mierda. —Dígale que le habla María Eugenia… —¿María Eugenia? ¿Sos vos? —pregunté sorprendido—. ¡Soy Manuel! —¿Flaco? —Sí… —¿Todavía sos amigo de ese hijo de puta? Lancé una carcajada y volví a gritar en dirección a la habitación del dueño de casa: —¡Vallejos! ¡Vení a atender! ¡Es tu ex mujer!

Confitería Topsy Mar del Plata 11:30 a.m.

María Eugenia Argenzola era pediatra de la Clínica 25 de Mayo y la única mujer que había conseguido que Vallejos pasara por el Registro Civil. Décadas atrás había sido una bella mujer, pero los años no pasaban en vano. Cuando la volví a ver en la confitería en la que citara a su ex marido (al que acompañé por expreso pedido suyo) me sorprendí. Era apenas una sombra de aquella que recordaba. Sólo conservaba de entonces sus hermosísimos ojos verdes y su pútrido carácter. Por algo mi querida Clara nunca había conseguido hacer buenas migas con ella. —Estás más gordito y canoso, Alfaro —me dijo al saludarme después de más de quince años— . ¿Todavía conservas todos los dientes? Superé la estocada (dolorosa, por cierto) con la amable hipocresía que creí se merecía. —Vos, en cambio—respondí—, no cambiaste nada. Seguís igualita. Vallejos disimuló una sonrisa tapándose elegantemente sus labios. —¿Y qué hacés con éste? —me preguntó María Eugenia, marcandolo a Adrián con su barbilla. —Lo de siempre: disfrutando de su amistad y generosidad. —¡Cómo se ve que no lo conocés como lo conozco yo! —Ni me interesa —reí—. Te lo puedo asegurar… Lanzamos los tres una corta carcajada. y Vallejos le dio un sorbo al cafecito sin decir nada. Eugenia lo miró fijo. —¿Sabés por qué te llamé?

—Como creo no deberte nada después del divorcio, no tengo la más mínima idea —respondió. —¿Te acordás de Laura? —¿Qué Laura? —Mi amiga, la de Buenos Aires. —¡Ah, esa Laura! ¡Uf… hace siglos de eso! ¿La gordita? —Esa misma… —¿Qué pasa con ella? —Me llamó en la madrugada, una hora antes de que me atendiera el Flaco. Su hija, María Luz, está con problemas. Vallejos levantó sus hombros un poco, asombrado. —¿Y…? ¿Yo qué tengo que ver? —Si mal no recuerdo vos sos su padrino de bautismo. —¿Yo, el padrino? —Sí, boludo. Y yo a madrina. No te acordás de nada… —De esos trámites protocolares ocurridos hace más de veinticinco años, te aseguro que no. Lo había olvidado por completo —dijo—. ¿Qué tiene? —Está en la clínica. Tuvo familia ayer a la noche, sola, en una casita del bosque de Peralta Ramos. La asistió su esposo. Está viva de milagro. —¿Y? —Dice que el bebé que tuvo no es su hijo… Vallejos sonrió. —Que eso lo diga el padre, vaya y pase, pero que lo mantenga ella, es medio rarito, ¿no creés? —Mirá, la chica necesita ayuda y… —…y yo no soy psicólogo. —Ya lo sé, pelotudo. No hace falta que me lo digas. Lo que ella necesita no es, por ahora, un “loquero”, sino a alguien como vos. Que le explique… —¿Que le explique qué? —Que lo que ella cree es una tontería. Vallejos me miró de soslayo. Estaba confundido. —¿Y en qué está creyendo esa chica? —Dice que a su bebé lo secuestraron… las hadas.

Andá a verla. Presentate. No creo que ella tampoco te recuerde. Le decís que te mandé yo y que sos un especialista en literatura fantástica. Que lo que ella sostiene no es real. Que a muchas mujeres les pasa… Está muy alterada y no quiere regresar a Buenos Aires hasta recuperar, dice, a su

“verdadero” hijo. Yo no puedo acompañarte. Estoy tapada de laburo hasta bien entrada la noche. Tengo guardia en el hospital.

Y dicho eso, María Eugenia se marchó, no sin dejar antes anotado en un papel el número de habitación en el la chica estaba internada.

Vallejos se quedó mirándola mientras desaparecía por la puerta. —Esta mina está cada día más loca —me dijo. —Te informo que yo siempre la conocí así —respondí y acto seguido agregué: —¿Y ahora? ¿Qué pensás hacer, don Corleone? —Vamos a tener ir.

—¿Vamos? —No me vas a dejar solo en ésta, turro. Vos venís conmigo. Además, yo no soy especialista en literatura fantástica, sino en literatura gótica. ¡Nunca entendió la diferencia! Pero si no voy, me va a romper las pelotas el resto de mis días. Chau playa, pensé para mis adentros. —Dale, vamos… Cuando salimos a la calle San Martín el movimiento de sábado era notable. Había turismo en la

ciudad. Se notaba por los tipos en malla y remera, a pesar de lo fresco que estaba el día. Caminamos hasta la esquina a tomar un taxi. Vallejos me tomó del hombro y, acercándose a mi oído para no ser escuchado, murmuró: —Y eso de “don Corleone”, te lo podés meter bien por el culo…

Clínica 25 de Mayo Mar del Plata 1:30 p.m.

La chica resultó estar más alterada de lo que ambos imaginábamos; y su marido, un flacucho con cara de boludo, no podía consolarla, por lo que resultó en extremo difícil hilvanar una conversación coherente. Si María Eugenia pretendía que Vallejos convenciera de algo a esa mujer, estaba equivocadísima. Por un instante pensé que le había hecho una joda pesada. —¡Bichi, por favor, tranquilizate! ¡Acá está tu padrinito para ayudarte! —le rogaba su esposo, tratando de mantenerla en la cama.

—¡Qué padrinito, ni padrinito, la puta que te parió! ¡Se llevaron a nuestro hijo! ¡Me lo cambiaron! ¡Quiero a mi hijo! ¡Quiero-a-mi-hijo!

A poco de estar en ese cuarto no dimos cuenta de que sería imposible hablar de literatura en esas circunstancias. No había forma de hacerla entrar en razón. No le hacía caso a nadie. Estaba desesperada. El flacucho llamó a una enfermera y salimos los tres al pasillo. Él también empezaba a desmoronarse.

—Pibe, vení con nosotros —le dije tomándolo del brazo—. Salgamos a fumar un pucho y así nos contás bien qué fue lo que pasó. ¿Dónde está tu hijo? —En neonatología—respondió casi en un sollozo—. Allí lo atienden. María Luz no quiere ni verlo. Dice que él no es él… Vallejos insistió que relatara lo sucedido. —Cuando mi mujer rompió bolsa sentí que me moría. De noche, aislados y sin auto. El maldito médico de Buenos Aires dijo que nacería por parto inducido en unas dos semanas. Por eso nos arriesgamos a alquilar el chalet el fin de semana largo. —¿No tenía teléfono? —inquirí. —Sí, claro, pero no funcionó cuando lo necesitamos. Había hablado con mis padres a la mañana… Pero a la noche no anduvo. Ni tono tenía… —Continuá —insistió Adrián.

—Como es lógico, empecé a los gritos pidiendo ayuda. Con cada contracción que le venía me creía morir de a poco. Fue cuando golpearon la puerta y una vecina del bosque se ofreció a llamar desde su casa a una partera que vivía cerca. Al principio me tranquilicé y traté de tranquilizar a mi mujer, pero la partera nunca llegó. ¡Yo tuve que ayudar a que María pariera! ¡Sin instrumental, sin la conveniente higienes, sin nada! —Pero tu hijo nació bien… —agregué. —Nació estable y en perfectas condiciones, gracias a Dios. Lo dejé sobre una cama lindera para atenderla a ella y cuando terminé y se lo entregué en los brazos, lo miró fijamente y se pudo a gritar como una enajenada. Decía que las hadas se lo habían cambiado, que el que ella tenía no era el verdadero… —¿Por qué creés que haya inventado semejante historia? —le pregunté. —¡Porque dijo que las vio! —¿Y vos? Estabas ahí… —No, yo no vi nada. —De seguro es un trauma postparto —agregó Vallejos—. Convengamos que el nacimiento se dio en circunstancias traumáticas.

—Es lo que dicen los médicos de la clínica —explicó el muchacho. —¿El bebé sigue bien? —pregunté.

—Sí, que yo sepa. Cuando lo volví a ver en neonatología hace un par de horas estaba bien,

aunque… —¿Qué pasó? —No sé, lo noté más flacucho, más arrugadito y débil… —Creo que es normal en los recién nacidos —intervino Vallejos. Ninguno de los dos acotó algo. Le di al joven una palmada en los hombros y cuando estaba a punto de regresar a la clínica, le pregunté. —¿Todavía tenés las llaves del chalet? —Sí —respondió algo quedado—. Hasta el lunes. Es el día en que tengo que devolverlas a la inmobiliaria.

—¿Me las prestarías? —volví a preguntar—. Me gustaría ver algo por mí mismo. El muchacho asintió. Me las entregó, dio las gracias y volvió a la clínica. Vallejos estaba sorprendido. —¿Qué pasa? ¿Para qué querés las llaves? —¿Qué recordás sobre las leyendas que hablan de hadas? —Poco y nada… Nunca fue un tema que me haya interesado demasiado. En la facultad vi algo, pero nada más. ¿Por? —Este boludón hizo que me vinieran a la cabeza algunas lecturas relacionadas con la gente menuda.

Vallejos se cruzó de brazos y repuso: —Ilústreme, profesor. —¿Vos sabés qué es un changeling? —¿Alguna práctica sexual en grupo? —No —sonreí—. En el terreno de los estudios sobre seres feéricos, la palabra changeling designa al niño no humano, por lo general el hijo de un hada, que secretamente se deja a cambio de un niño humano robado.

—¿Y qué motivos pueden tener las hadas para actuar de ese modo? —Obvio que no se sabe. Estamos en el terreno de la mitología. De todos modos hay algunos folcloristas que arriesgaron respuestas a tu pregunta. Por ejemplo, uno decía que las hadas son una raza en clara decadencia genética y que por eso se las ve tan pocas veces hoy en día. Claro que eso despertó en ellas una fascinación y una envidia enorme por la vitalidad de los humanos; y por ello secuestran niños. Para revitalizarse con sangre fresca. —¡Joder! ¡Cómo nos engañó el turro de Walt Disney! ¿En dónde ubicamos a la Campanita de Peter Pan en todo este relato?

—En ninguna parte. Ese es un cuento para chicos y los relatos de hadas eran cuentos para grandes… —Seguí. —Mirá, de acuerdo con las tradiciones folclóricas de muchas y diferentes partes del mundo, las fronteras entre el mundo de las hadas y el nuestro pueden ser traspasadas en ciertas circunstancias. Es decir, no se descartan las interacciones entre ellas y nosotros. —Si están buenas… —No, salame. No están buenas. La tradición informa que son horribles, casi monstruosas. En nada se parecen a esos seres angelicales que suelen aparecer en los relatos infantiles. —Debí suponerlo… —¿Por? —Estuve casado con una de ellas… Lancé una corta carcajada y proseguí. —Cuando este muchacho nos contó lo que contó, no pude dejar de recordar algo que había leído hace años: que las hadas efectúan secuestros de comadronas para que las ayuden con sus dificilísimos partos o para que amamanten a sus recién nacidos, a menudo débiles y enclenques… —No deja de ser una excelente excusa para justificar la ausencia de alguien en un día feriado. —Pero cuando las comadronas no pueden ser trasladadas a ese “otro mundo” —dije sin prestarle atención—, son las hadas mismas las que llevan a sus bebes al mundo de los hombres para que sean amamantados allí, e incluso pueden cambiarlos por niños humanos, en un truque que casi nunca es definitivo, sino temporal, y del que la madre no se entera. —Ésta sí se enteró… —Así es… —¡Menos mal que no comentaste nada de toda esta pavada en la clínica! ¡Se hubieran puesto más locos de lo que estaban! —Peor hubiera sido que relatara la otra explicación folclórica. —¿Qué dice? —Que cada siete años ciertas entidades malignas, demonios, exigen a las hadas un tributo de sangre. Y que este tributo se paga raptando bebés humanos. Vallejos guardó silencio. Sacó un cigarrillo, lo prendió y dijo: —¿Desde cuándo vos sabés tanto sobre haditas? —A Pablo les gustaba ese tipo de cuentos cuando era chico… —¡Ja, ja, ja! ¡Así te salió ese pobre hijo tuyo! —Sonreí. Sabía del afecto enorme que Vallejos le tenía por él. Inmediatamente inquirió: —¿Y qué vas a ir a buscar al chalet? —No lo sé… Cuando lo vea te digo. ¿Venís conmigo, no?

Adrián tiró el pucho al piso, lo aplastó y miró hacia la calle. —¡Taxi! —Gracias, hermano… —¡Ay, Alfaro, Alfaro y la puta que te parió!

Bosque de Peralta Ramos Mar del Plata 03:15 p.m.

Dado que carecíamos de movilidad propia (mi querido Renault Gordini estaba en Buenos Aires) y la afluencia de taxis dentro del bosque era prácticamente inexistente, combinamos, con el chofer que nos llevara hasta allá, que nos recogiera transcurridas unas tres horas. no queríamos correr el riesgo de comprobar que el teléfono del chalet seguía sin funcionar. —¡Tres horas! ¿Para qué tanto tiempo? ¿Qué vamos a hacer durante tres horas, Flaco? —protestó Vallejos, viendo como el taxi se retiraba por el camino de grava. —Mirar bien por todos lados. Observar y tratar de detectar algo inusual. No sé… Ya te dije que esta es una pesquisa al azar—. Respondí introduciendo la llave en la cerradura y entrando en la casa. Vallejos se dirigió directamente al teléfono y levantó el auricular. —No funciona.

—¿Viste? Tenía razón en reservar el “tacho”.

El chalet no era muy grande. Sólo tres ambientes. Suficiente para una pareja. Estaba bastante desordenado. Habían tirado un colchón en el piso del living, justo frente al hogar (apagado, por cierto). Con seguridad el sitio donde se había producido el nacimiento. Había restos de sangre y demás fluidos manchando el parquet. Recorrimos cada uno de los ambientes. Las valijas del matrimonio seguían sobre unas sillas y en la cocina había restos de un pollo al horno con papas. Nada extraño que nos llamara la atención. Salimos al parque que rodeaba la propiedad. No había césped prolijo alguno, un yuyal descuidado bordeaba la casa. No cabía duda de que el alquiler temporario había sido decidido a las apuradas, sin tiempo para acondicionar el edificio convenientemente. Tal vez por eso el precio había sido tan bajo y atractivo. Vallejos se quejó por el estado deplorable en que estaba. —Yo por un lugar como éste no pongo un mango. —Con seguridad —dije— para la temporada veraniega lo acondicionan mejor.

No había terminado de lanzar mi suposición cuando vi, en los límites mismos del patio, casi en el lugar en donde empezaba el bosque, un círculo casi perfecto de pasto aplastado. Me acerqué. Lo calculé de unos dos metros de diámetro. Todos los yuyos (crecido, como dije antes) se acostaban y apretaban al suelo siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Vallejos me vio interesado y se acercó. —¿Qué es eso? No estaba del todo seguro, pero si contextuaba ese hallazgo con las historias que veníamos escuchando desde hacía algunas horas, lo que teníamos antes nuestros ojos bien podía ser… —…un anillo de hadas —dije por lo bajo. —¿Un qué? —Lo que escuchaste: un anillo de hadas. Son sitios en los que se cree las hadas y otros seres elementales del bosque danzan festejando algo. Bailan por horas, dicen. Claro que las horas en el mundo de las hadas pueden representar apenas unos pocos minutos en el nuestro. —Alfaro, dejate de boludeces. ¿Qué pueden haber festejado esos bichos? —Tal vez el nacimiento de alguien… No lo sé. Sólo me atengo a lo que recuerdo de las viejas tradiciones.

Repentinamente, sentimos pasos detrás de nosotros. Sobresaltados giramos sobre nuestros talones y allí estaba mirando y escuchándonos una mujer entrada en años. —Buenas tardes —dijo sin esbozar gesto alguno—. ¿Podría preguntarles quiénes son ustedes? Esta es una propiedad privada y está terminantemente prohibido en ingreso a ella. Nos presentamos, le mostré la llave y explicamos que estábamos con la autorización del matrimonio que la tenía alquilada. La mujer pareció relajarse. Nos tendió la mano y se presentó. Se llamaba Ludmila y era la vecina más cercana a chalet.

—¿Usted fue quien llamó a la partera? —intervine. —Sí, fui yo. De gusto, porque nunca llegó. —Estamos al tanto —agregó Adrián, estudiándola con atención. —¿Y qué sabe de ella? —inquirí—. ¿Qué fue lo que le ocurrió? ¿Pudo comunicarse con esa mujer, más tarde? Ludmila titubeó.

—No, no… para nada. No sé nada de ella. Es apenas una señora que conozco… —¿Y por qué usted no regresó para asistir en el parto? Esos chicos estaban solos… —sentenció Vallejos. La vieja lo miró con cierto desdén.

—Yo cumplí con lo que creí era mi obligación —dijo—. No estoy capacitada para esas cosas. Me impresionan mucho… ¿Qué? ¿Me va a juzgar por eso? ¿Por no volver? —Yo no soy juez de nadie, señora —replicó Vallejos—. Sólo me extraña que, dadas las circunstancias… —Usted desconfía de mí —contestó la mujer, reaccionando con una actitud defensiva casi instantánea. —Y usted, también —agregó, señalándome a la cara—. ¿Y saben qué? ¡No puedo tolerarlo!

Pensamos que voltearía y se marcharía del parque. Pero no ocurrió nada de eso. En realidad no sé qué fue lo que pasó porque, en menos que canta un gallo, Vallejo y yo perdimos el conocimiento. Unas décimas de segundo antes de sumirme en la oscuridad de la inconciencia, creí percibir que un manto de niebla muy brillante empezaba rodearnos.

Despertamos en un claro del bosque. Ya era de noche. Sin luna. Nos costó adaptarnos a las sombras, pero cuando las pupilas se dilataron lo suficiente reconocimos que ya no era una, sino dos las mujeres que estaban, en completo silencio, paradas a nuestro lado. Quise hablar pero no pude. Algo me atenazaba la garganta. Recién cuando llevé mis manos a ella advertí que estaba encadenado a un collar que me impedía no sólo articular palabra sino también moverme libremente.

Vallejos se encontraba en idéntica situación a mi lado. Ludmila parecía ser la única que se movía sin problema. La otra mujer, entrada en kilos y con la mirada perdida, permanecía enhiesta como una estatua. La vieja vecina se acercó a nosotros. Todo aquello semejaba un sueño. Había mucho de onírico en la situación. Casi como si estuviéramos drogados.

Altos y robustos árboles formaban un círculo enorme a nuestro alrededor y una indefinida línea transparente de luz mortecina marcaba lo que creí era una especie de límite o frontera entre el sitio en el que estábamos y…otra cosa. —Humanos metidos y curiosos —dijo la vieja—. No sé por qué no dejan de interferir con nosotros. ¡Son ustedes tantos! ¡Y se preocupan por apenas un recién nacido! ¡Idiotas sentimentales! Eso es lo que son. ¡Nunca nos han dejado del todo en paz! ¡Siempre hay alguno de ustedes metiendo las narices donde no los llaman!

Confundido, le clavé la mirada a la otra mujer. Algo dentro de mí me decía que era la partera y que, como nosotros, estaba ahí en contra de su voluntad. Ludmila retomó la palabra, como si me hubiera leído la mente. —Sí, querido. Es ella. Teníamos que detenerla. No podíamos permitir que asistiera al parto de la Reina. Necesitábamos que el heredero naciera, enclenque y flaco, en su propio mundo, así ELLAS se verían obligadas a cambiarlo por el bebé humano. La Reina no produce leche suficiente para sus hijitos. Necesita que las hembras del otro lado los alimenten durante un tiempo. Pero, claro, ELLAS no cumplen con nuestros requerimientos como debieran. Por pactos milenarios están obligadas, las muy sabandijas. Y si no cumplen, recuperando al hijo y devolviendo al humano a su verdadera madre, tras un tiempo prudencial, nosotros nos quedamos sin el flujo de sangre que necesitamos para vivir; y que ellas están obligadas a darnos. No entendía nada. Y Vallejos, por lo que pude notar, tampoco. Esa vieja, si era real, estaba demente. Hablaba como si estuviéramos al tanto de todo un entramado que, en pocas palabras, resultaba por demás complicado. Cerré los ojos. Traté de despertarme. Resultó imposible. Nos habían drogado, no me cabía la menor duda de eso.

Sólo la voz ronca de la vieja nos enfocaba en algo concreto que, aún sin serlo del todo, era lo más concreto que podíamos percibir: los árboles que nos rodeaban y su rostro gesticulante, que se dirigía a nosotros con violencia verbal creciente.

Por décimas de segundos la cara de Ludmila parecía cambiar, siendo suplantada por una máscara horripilante, monstruosa, de ojos negros como el azabache y lengua muy larga color verde musgo. Pero esa sucesión de rostros eran tan rápida que no llegaba a racionalizar qué era lo que sucedía. Sólo de algo estaba seguro: no estábamos en el bosque de Peralta Ramos.

De pronto: silencio absoluto. Oscuridad y la sensación de que alguien se sentaba a mi lado. —Soy Elvira —dijo una voz muy cerca de mi oreja—. La comadrona. ¿Acaso entienden en qué problema están metidos? —¡No! —respondí instantáneamente. —¿Y su compañero? —Tampoco…

—¡Pobres ingenuos! —exclamó y, acto seguido, agregó: —Yo estoy habituada a estas cosas, pero ustedes… —¡Explíquese, por favor! ¡Tenemos que hacer algo para salir de acá! —¿Salir? No se puede sin consentimiento. Nos vigilan. Además… es la primera vez que ELLOS son los que me secuestran.

¿Ellos y Ellas? ¿De qué corno hablaba esa mujer? ¿Quiénes son ELLOS? ¿Quiénes son ELLAS? Le rogué que fuera más explícita. Vallejos y yo estábamos en ascuas absolutas. —Por favor… —solicitó Adrián con voz entrecortada, desde la sombra La partera se reacomodó en el suelo y procedió. Por algún motivo habíamos tocado una fibra íntima de su conciencia.

—ELLAS son las dueñas del bosque o hadas como las llaman algunos. Su Reina, a la que he atendido a lo largo de toda mi vida, suele llamarme en cada uno de sus partos para que la asista y alimente por un tiempo a sus hijos. Como les dijo esa criatura maldita que nos retiene, la Soberana no tiene leche suficiente para alimentarlos. Por eso suele raptarnos. ELLOS, por el contrario, son seres malignos, demonios que se alimentan de sangre y carne de bebés humanos que las hadas les deben proveer cada determinado tiempo. —Conozco la leyenda—dije. —No es leyenda, señor. Es una realidad alternativa que por momentos interfiere con la nuestra y se vuelve más real que la que nosotros consideramos real. ¡Mire dónde estamos! —¿Dónde? —En un sector del bosque que sólo ELLOS controlan. Me tienen de rehén, y a ustedes de alguna forma también.

—¿Por qué? —A ver si soy clara. La Reina tuvo un nuevo hijo. Nació enclenque y macilento, débil. Sólo podría sobrevivir siendo enviado al mundo de los humanos para ser alimentado convenientemente. Por desgracia yo no pude cumplir con esa tarea. Me tomaron prisionera antes de llegar. Ahora el hijo de Reina está siendo atendido en la clínica y el nacido del vientre de su amiga en poder de ELLAS. Pues bien, ELLOS le reclaman el bebé humano como o parte de pago por promesas incumplidas, y si eso ocurre, lo únicos perdedores serán ese matrimonio del chalet. —¿Por qué? —Porque ELLAS sí, tarde o temprano, recuperaran a su vástago, dejando en su lugar un pedazo de madera. Y cuando eso ocurra, del bebé humano no quedará nada. —¿Y qué se puede hacer? ¿Qué puede hacer usted?

—Por el momento, nada. Sólo sé que la Reina se niega a entregarles el bebé. Sólo lo hará cuando el suyo esté en perfectas condiciones para regresar a su propio mundo. —Por ende —dije—, eso significa que cuánto mejor atiendan al bebé de la clínica y más rápido se recupere del parto repentino, menos posibilidades de vida le quedan al bebé real… —Has entendido —repuso la comadrona—. Recién entonces nos soltarán.

Si el tan mentado mundo de las hadas era aquel en el que nos retenían, más debería ser llamado purgatorio o el infierno mismo. Un limbo indefinido, de límites confusos, ajeno a todo lo conocido, casi atemporal y hasta diría, mortal. Es lógico que después de tantos años sumergidos en los estudios humanísticos, Vallejos y yo hubiéramos leído sobre geografías de ultratumba semejantes. Lo que jamás imaginamos era que, de algún modo, íbamos a estar atrapados en una de ellas. Seguíamos boleados. Encapsulados en el seno de una ilusión que parecía bien real. Yo no dejaba de pensar en el modo de librarnos de esa pesadilla. La clave estaba en responder a una pregunta: ¿cómo vencer a los seres feéricos que nos retenían? Sabía que alguna manera existía. Todos, según el folclore, por más poderosos que fueran, tenían su talón de Aquiles. Sólo tenía que recordar cuál era. Pero dadas las circunstancias, mi memoria no funcionaba como debía. Vallejos permanecía callado y la comadrona tampoco emitía palabra. Silencio absoluto… … silencio.

¿Por qué esa palabra me generaba un hálito de esperanza? ¿Qué misteriosa respuesta se escondía en esas tres sílabas?

Silencio… Algo me decía que… … silencio.

Si-len-cio… —¿Flaco, seguís ahí? La voz de Vallejos me sacó de eje y, no supe bien por qué, me alteré. —¡Callate! —le grité claramente ofuscado. —¿Qué te pasa, boludo? —¡CALLATE! —volví a vociferar —¿Estás loco? ¿Qué tenés? —Adrián entendía tanto como yo. —¡Silencio! ¡SILENCIO! —Pero, ¿qué mier…?

No terminé de oír el insulto de mi amigo. Como si fuera un fogonazo la respuesta se delineó en mi cabeza. Inconfundible. Diáfana. El velo del olvido se corrió por completo. —¡El silencio! —proferí como un psicótico—. ¡Ése es el secreto, Vallejos! ¡Ahora sí! ¡Era el silencio!

—¿Qué decís? —Que es el silencio lo que nos sacará de acá… ¡No hay responderles! ¡No hay que hablarles! ¿Tenemos que ignorar todo! Ahora lo recuerdo. Cuanto más hablemos, cuanta más atención le demos, más fuertes se hacen. ¿Entendés? Si dejamos de pasarles bola y no respondemos a nada podremos salir. ¡Hay que poner la mente en blanco! Ese es el primer paso. Adrián. —¿Y cómo se hace eso? —intervino Elvira. —Piense en cualquier cosa insignificante. No sé, en un lugar, un juguete de la infancia, una canción… ¡Pero hay que sacarse de la cabeza el miedo y la angustia que provocan estos seres feéricos! —¿Estás seguro? —La voz de Vallejos me llegó muy clara. —No… —respondí con sinceridad—. Pero es lo único que tenemos.

De pronto me vi a mí mismo a los cuatro años sobre un triciclo en la vereda de mi casa de la calle Burela, en Buenos Aires. Pantaloncitos cortos, medias tres cuartos, remera a rayas. Una calle enorme, llena de tilos y al fondo el zaguán de las vecinitas con las que solía jugar. Un cuarto, una cama dos plazas y un ventanal que daba a un patio cerrado. Musica y risas. Juguetes. Un perro pelado y el Oso Yogui de plástico blanco, con sus brazos pegados al tronco como una estatua egipcia. Inmediatamente, calor. Un fósforo. Y Yogui empezando a ser consumido por las llamas ante mi sorpresa, aún sabiéndome responsable de ese acto de pirotecnia. Seguidamente, un flash. Ahora me encontraba en el baño con el periódico en la mano. “Murió Walt Disney”, decía un titular y Donald, Mickey y Tribilín lloraban desconsoladamente, dibujados en blanco y negro. Otros flash… Otro recuerdo: estar debajo de una mesa mirando hacia la puerta abierta del patio y un placard. El de mi cuarto. Y una estufa y… …y de pronto ya no estaba en ese limbo que me retenía como un pulpo. Abrí los ojos. Vallejos y Elvira estaban a mi lado. Cuando giré trescientos sesenta grados para ver en dónde estábamos, me di cuenta que nuestros pies pisaban esa línea luminiscente que sugería ser el límite entre un mundo y otro. Sin meditarlo dí un paso y la pasé por encima. Invité a mis dos compañeros a que hicieran lo mismo.

El entorno cambió por completo. El bosque era ahora diferente. Podían distinguirse colores y aromas. Entonces vimos como se nos acercaba una mujer alta, delgada, casi escuálida, de cabello muy rubio y ojos tan azules que parecían pintados con un resaltador de ese color. —Timu… — dijo Elvira y la fémina le tomó ambas manos—. Acá estoy. Sin mediar más palabras la mujer desenrolló algo que tenía en sus brazos y se lo entregó a la matrona.

—Es el bebé —dijo, enseñándonoslo. Era el hijo de María Luz. Sin conocerlo, supimos que era él sin duda de ningún tipo—. Es el momento, Mi Señora. Ahora, sí —sentenció finalmente la comadrona y la delgada presencia asintió.

EPÍLOGO

El bofetón fue tan fuerte que sentí se me aflojaban las muelas. ¡Auch! ¡Eso sí dolió! El golpe no pasó desapercibido y abrí los ojos. —Despierte, señor. ¿Se encuentra usted bien? Enfrente de mí a escasos centímetros de la cara, un hombre de bigote tupido y lentes, me observaba consternado.

Me preguntaba insistentemente si estaba bien. A sus espaldas, Vallejos también me miraba afligido. —¿Quién es usted? —alcancé a preguntar. —Tranquilo, es el chofer del taxi, Flaquito —respondió Adrián, al tiempo que se le dibujaba una sonrisa en la boca—. Hace como quince minutos que tratábamos de despertarte. ¿Cómo te sentís? Dije que bien y lentamente me fui reincorporando. Estábamos en el parque lindero al chalet. Junto a lo que yo había llamado “anillo de hadas”. Le clavé la mirada a Vallejos y pregunté: —¿Volvimos? —Sí. Estamos acá… Elevé los ojos al cielo. Era de día. —¿Qué hora es? —quise saber.

—Las seis y cuarto de la tarde, señor —respondió el taxista—. Llegué a la hora convenida y cuando vi la puerta de la casa abierta entré. Ninguno de los dos respondía al llamado. Cuando me metí en el patio trasero los vi a ambos inconcientes y, bueno, acá estamos… —¿Y la partera? —pregunté—. Elvira, ¿dónde está? —¿De qué partera me habla? —retrucó el chofer—. Acá no había ninguna partera. Cuando terminé de recuperarme le dijimos que nos llevara a la clínica lo más rápido que pudiera.

A las ocho menos cuarto de la noche nos atendió el médico de guardia. No pudimos entrar a ver María Luz y su marido no salió porque estaba atendiéndola. —El bebé está en perfectas condiciones —nos explicó el facultativo—, y la mujer se tranquilizó por completo. Tiene a su hijo abrazo sin dejar que nadie lo toque. Lloró como loca, pobre mujer. Debió sufrir un shock muy fuerte al momento del parto, en aquel bosque. Pero, por suerte, está todo superado ahora. Pueden venir a verla mañana si lo desean.

Salimos de la clínica sin decir palabra. En los dos días sucesivos, antes de regresar a Buenos Aires, volví con Vallejos al bosque. De la comadrona no supimos nada. Sólo su nombre —Elvira”, nos quedó rondando en la cabeza. No había dirección, ni apellido, ni referencias de ningún tipo sobre esa mujer. Nada. Finalmente buscamos la casa vecina. Ésa si la encontramos pero —¡oh sorpresa!— estaba deshabitada y abandonada desde hacía más cinco años. Era casi una tapera. De regreso a casa de Vallejos, volvimos a guardar silencio. No teníamos nada qué decir. No queríamos decir nada. Y así el silencio volvió a salvarnos de la locura.

FIN

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