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El misterioso asunto del Gran Danés
IV EL MISTERIOSO ASUNTO DEL GRAN DANÉS
Por CMO
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Buenos Aires, Recoleta 12 de noviembre de 1981
Había quedado con Manuel en encontrarnos en La Biela para tomar un café. Alfaro se demoraba y yo empezaba a impacientarme: detesto esperar. La humedad porteña hacía estragos y sentía mi camisa y pantalón pegados al cuerpo como una lepra maldita. Una joven de falda acampanada beige paseaba su perro por el parque y no sé por qué recordé, con desagrado, las cagadas de los perros que sus amos deberían recoger debidamente. Era ridículo ponerse a pensar en mierda canina con el calor agobiante que estaba sufriendo, pero la mente nos juega esas pasadas algunas veces. Si hay algo que aborrezco, es esa enfermiza pasión que la gente suele tener por las mascotas, especialmente los perros. Una devoción que raya en el absurdo, un cariño ridículo por un cuatro patas al que “aman” con desesperación, al punto de comer, dormir, hablar y hasta confesarse con esas bestias que ladran y taladran los sanos oídos humanos. Estaba en esa marea caótica de sensaciones pasadas en la que el olor asqueroso de los pichichos se obsesionaba con mi mente, cuando una palmada del Flaco en la espalda me sacó de semejante ensoñación. —¿Qué hacés, hermanito? ¿Meditando? —Hola, Negrito. Estaba embolado y me puse a pensar en la cantidad de mierda de perro que he pisado y la que todavía pisaré. Es un asco. Manuel esbozó una sonrisa y la acompañó con una mueca de desconcierto como si estuviera pensando “¡Hay que estar al pedo, Vallejos!”. —Te entiendo, a mí me pasa lo mismo con las palomas. ¡No las soporto! Habría que exterminarlas a todas— confesó con resignación. Mi amigo ya prendía un pucho y levantaba la mano para llamar al mozo. Campaneó el ambiente y me miró con picardía. Le divertía ponerme en apuros zonzos. Se reclinó sobre la silla y con complicidad me sugirió: —¿Viste la morocha que está sola allá cerca del ligustro? Revoleé el cabeza en todas direcciones como atontado y el Flaco me censuró: —Pará, disimulá. A las nueve… No, no. A las nueve te digo, pero mirá con disimulo.
Siempre me hace lo mismo, me provoca con las minas que están buenas y cuando pico con su comentario, aparece el decoroso profesor en Historia que no quiere quedar como baboso en público. El mozo ya había servido las bebidas. Yo revisaba algunas notas en mi libreta. Alfaro parecía preocupado, algo lo inquietaba. —Desembuchá que te conozco —intervine para traerlo de nuevo a la realidad. Apoyó el codo en la mesa y se cubrió el mentón con la mano. Por su mirada sabía que debía contarme algo importante. —¿Sabés quién me llamó anoche? —preguntó con ingenuidad. —Y… si no me lo decís —aporté para joderlo. Ahora la mina del perro felicitaba con efusivos aplausos la deposición de la bestia. —Karen.
Pronunciar ese nombre en labios de Alfaro es como evocar una oración religiosa. Es una especie de talismán que transforma su cara adulta en la de un adolescente confundido. Resolví aparentar indiferencia para tranquilizarlo. Yo sabía que revolver el pasado no es aconsejable para nadie. —¿Te llamó Karen? ¿Cuánto hace que no se ven? Siglos, ¿no? El Flaco se recostó sobre el espaldar y empezó a batir la cuchara en un pocillo que solo tenía restos de espuma. —Vos sabés muy bien mi affair con ella … —él arremetía, yo ponía mi mejor cara de boludo— . Lo sabés de memoria, si hasta fuiste testigo directo de mi sufrimiento…—me explicaba Manuel como si fuera necesario agregar más leña al fuego. El clima no era el adecuado, mi frente sudaba y los zapatos me apretaban. Imaginé que la pregunta de Alfaro desencadenaría una reconstrucción total de recuerdos, sensaciones, broncas y desilusiones que yo conocía de sobra. Lo tranquilicé cuando empezaba a desorientarse su mirada entre la mía y el servilletero de la mesa. —Hermano, conozco todos los detalles —repuse con firmeza y para sacarlo de ese malestar mental fui cruel—. ¿Qué carajo quiere esa mina? Alfaro me miró con sorpresa, pero sabía que el tono de mi pregunta era el adecuado. Tomó aliento y empezó con aire más calmado, como si el carajo le hubiera devuelto la serenidad. —Me llamó desde Córdoba. Está en La Falda, en su casa de veraneo… Parece ser que hace ya un tiempo viene sufriendo algunas complicaciones respiratorias y el médico le aconsejó el aire de las sierras.
Yo lo miré como un padre puede mirar a su hijo cuando este intenta justificarse de alguna macana. Si hasta había bajado los ojos y se miraba las rodillas al hablar. Entonces salí al rescate de mi amigo:
—Pará, pará un cachito… Hace más de veinte años que no se ven ni se comunican… ¿Y te llama para decirte semejante pelotudez?
La Falda, Córdoba 15 de noviembre de 1981
Arturo Seymon y Karen Olsen se casaron en julio de 1955 y fue un matrimonio de conveniencia. Él aprovechó el patrimonio de su suegro para generar contactos profesionales y crecer rápidamente con su incipiente bufete. Ella lo utilizó para escapar de su casa, una cárcel de cristal. No tuvieron hijos. Una veintena de años después de una millonaria y aburrida vida, el destino los ponía frente a frente: ella se entregaba a la crianza de mascotas y él a seducir secretarias que la ocasión propiciara. Cuando llegamos a La Falda, la propiedad de los Seymon, desmejorada por el tiempo, acuciaba reparaciones en varias partes, pero aún conservaba la presencia señorial de otrora. Elevada sobre una pequeña colina y rodeada de un espeso bosque de pinos, la construcción se erguía imponente sobre el paisaje serrano. Una mucama tucumana nos recibió con fría cordialidad. Debimos aguardar unos minutos en el desván a la espera de ser recibidos por la señora. La idea era pasar dos o tres días para interiorizarnos del problema y consolar a una viuda de la vida que permanecía en férrea voluntad de ostracismo. —Vos déjame hablar a mí. Vinimos en calidad de visita profesional —me aclaró Manuel y obedecí sin chistar.
Jamás sospechamos el desenlace de esta escapada cordobesa. Algunos ladridos y palabras entrecortadas entre la dueña de casa y su empleada doméstica se escucharon en el ambiente contiguo. —¡Sultán, acá… acá! ¡Quieto! —ordenó Karen desde el otro lado de la puerta que oficiaba de entrada al salón principal. Percibimos unos pasos erráticos que iban y venían. De pronto dos pesadas hojas se abrieron de y pudimos contemplar la escena: Karen, sentada en un sillón, como si una faraona egipcia aguardara la embajada de lejanos emisarios, estaba rodeada de varios perros de diferentes tamaño y color que movían la cola y jugueteaban sobre una alfombra color terracota. No se levantó y apenas estiró su brazo para que Manuel se adelantara y besara su mano. —Hola, Karen —atinó a pronunciar Alfaro que se adelantó con elegancia hasta alcanzar la diestra de la mujer. Yo, unos pasos más atrás, contemplaba el entorno saturado de adornos y chucherías caninas que decoraban el espacioso living. El olor fuerte de los perros estaba atenuado por unos inciensos que se mostraban humeantes en mesitas ratonas en las esquinas del ambiente.
Tardé unos instantes en reconocerla. Estaba muy cambiada. Más gorda y vieja, su talle había perdido la elegancia que supo ostentar. Ella giró a un costado la cabeza y preguntó con aire curioso: —¿El señor que te acompaña es… Adrián? Se hacía la pelotuda con su estilo impostado de dama parisina del siglo XIX. No esperé confirmación de parte de mi amigo y aclaré: —Exacto. Hace mucho tiempo, Karen. Una eternidad. Ella y yo nunca nos tragamos. Siempre advertí un dejo de esnobismo y un acentuado carisma megalómano en esa mujer que, siendo joven y atractiva, supo encandilar a más de uno. Mi rechazo instintivo me mantuvo preservado de semejante encanto. Ahora, muchos años después, la hilacha de hechicera macabra se le notaba perfectamente. Los perros se calmaron a una orden suya y la mucama procedió a retirar a la mayoría de ellos, acompañada de una mirada dulce y misteriosa de parte de la dueña. El almuerzo aflojó las tensiones y pude percibir, honestamente, a una mujer que se sentía y estaba completamente sola en el mundo. Un lado más humano y gentil se evidenció durante la comida. El tono de confidencia nos permitió ir directamente al grano. La cuestión era simple, pero misteriosa. Desde hacía unas pocas semanas, Karen no podía descansar por las noches ya que una presencia canina de color azulado merodeaba los contornos de la propiedad aullando lastimeramente. Aparecía y desaparecía en la penumbra de la noche, rasgaba el vidrio de las puertas del jardín como pidiendo permiso para entrar, rompía unas cuantas macetas y canteros o ladraba violentamente alguna noche de luna llena. El llanto de ese misterioso animal la angustiaba, justamente en momentos en los que debía intentar estar más tranquila por recomendación médica. Muy afecta al esoterismo, espiritismo y demás ciencias ocultas, Karen sacaba conclusiones para nada complacientes. Estaba convencida de que se trataba del espíritu de su perro preferido, Júpiter, un gran danés de soberbio porte que había sido atropellado dos años atrás al intentar cruzar avenida del Libertador sin el permiso de su ama. El cadáver del animal había sido trasladado hasta la finca cordobesa y descansaba en su tumba más allá de la cancha de tenis y la piscina. Júpiter era la razón de su existir desde que el amor por su esposo se fue marchitando. El gran danés había acaparado todas sus energías y ahora, con el animal muerto, su voluntad no tenía más consuelo que permanecer encerrada, con otras bestias como compañía. Es realmente penoso ver cómo mucha gente que envejece se aferra a la compañía de cualquier bicho que pueda llenar el agujero existencial que van dejando los días. Era triste y patético al mismo tiempo.
Manuel prometió ayudarla. Patrullaríamos la zona. Realizaríamos algunas averiguaciones y trataríamos de explicar la extraña presencia. No quisimos alentar la tesis sobrenatural de entrada; debíamos ser cautos.
No fue inmediatamente, sino poco después cuando vino a mi mente el primer caso de Sherlock Holmes, el famoso asunto del sabueso de las Baskerville, pero no lo tomé en cuenta de entrada, ya que es común que perros vagabundos asolen las viviendas en zonas rurales. Karen estaba desconsolada. Humillada y rechazada por un marido como Arturo, empezaba a sentir los efectos crueles de sentirse vieja. Manuel y yo la tranquilizamos y nos pusimos a su disposición. Permaneceríamos en el pueblo unos días y acordamos empezar cuanto antes con las debidas diligencias. Era lógico suponer que ese perro no había llegado solo hasta allí. Era plausible también pensar en que su comportamiento no era natural, podía resultar inducido. Sea como fuere: ¿Qué intenciones tenía ese animal con su aparición? ¿Era realmente vagabundo o una mano oculta lo dirigía? Su insistencia determinaba que era evidente que el perro intentaba comunicar algo. No se sospechó de ser una amenaza porque la casa era segura, pero el punto débil de la dueña estaba justamente en los recuerdos. Esa bestia nocturna que circundaba el predio tenía un parecido con Júpiter que escandalizaba, o ¿era lógico suponer que el fantasma de su amado danés volvía de la muerte para no separarse ya nunca más? Lo aparentemente sobrenatural podía tener una explicación racional y era nuestra tarea resolverlo.
… Y yo no sabía… Porque lo cierto es que no me daba cuenta, mi amor. ¿Cómo fue que sucedió esa maravilla? ¿Cómo? ¿En qué momento mi carne te pidió a gritos? ¿Cuándo fue que entendiste mi llamado de mujer desconsolada y sola? Si él supiera, Vida… Si él supiera… ¡Tiene que saberlo y lo sabrá! Abro mis piernas y mi vagina húmeda y caliente espera tu ofrenda, Señor Mío. Te acercas lentamente y me rodeas, indeciso y tímido al comienzo, bravo y temerario luego… Cuando me montas, siento con placer tu pelo sobre mi abdomen y tus dientes mordiendo mi frente… y tu lengua que revolotea por mi rostro cuando te esfuerzas por complacerme, amado mío…
Buenos Aires, Congreso 19 de noviembre de 1981
Después de tres días de respirar el aire benéfico de las sierras, realizar algunas caminatas agotadoras durante el día y la noche y entablar algunos contactos locales, resolvimos volver a nuestros hogares. Nuestra tarea docente nos reclamaba: debíamos tomar exámenes para cerrar definitivamente el ciclo lectivo en curso.
Dos días después de mi llegada a Mar del Plata, Alfaro me llamó por teléfono. Se lo notaba doblemente intrigado. Nada menos que el mismísimo doctor Arturo Seymon se había comunicado con él y pedía con carácter de urgencia una reunión en su bufete de la avenida Callao. El misterioso asunto del perro involucraba ahora a un marido infiel. Al otro día, viajaba a Buenos Aires para enterarme del estado de la imprevista comsulta. La reunión entre Manuel y Arturo había revelado algunos pormenores muy curiosos. Un hombre como él suplicando por ayuda para su mujer, y nada menos que a un eterno rival como Alfaro, era una cuestión que no pasaba desapercibida justamente por ninguno de nosotros. Las lujosas oficinas de la avenida Callao fueron el escenario para una entrevista con final incierto. La actitud gentil y servicial del abogado había desconcertado a Manuel desde un principio. Había sonado triste la voz del marido por teléfono. Tristeza que se confirmó cuando Manuel estrechó su mano fría y constató unos ojos vidriosos que evidenciaban preocupación. Parecía que atrás había quedado ese Arturo campeón de natación de la escuela secundaria, líder nato del grupo y seductor profesional de alumnas y hasta de profesoras jóvenes. El tiempo lo había convertido en un caballero de triste figura, enjuto y seco que peinaba las canas de una abultada cabellera. Su mentón se había alargado y estaba poblado de una rala barba cuidadosamente arreglada. Don Quijote pedía auxilio, pues su Dulcinea agonizaba en la lejanía; y él, con su gallarda soberbia en franca decadencia, no podía acudir en su ayuda. —¿Cuánto hace que no conversábamos vos y yo? —preguntó con despreocupación Arturo. —La última vez fue en duros términos —repuso Manuel con aire irreverente. —Es cierto. Las circunstancias no eran las mejores —aportó Seymon—. Ambos sabemos de qué estoy hablando. Había sido en Jaén, en el invierno del ´61, durante una escapada de Manuel a España para dar unas charlas sobre Culturas Precolombinas. Alfaro había sido invitado por la universidad local y la coincidencia lo había hecho alojar en el mismo hotel donde paraba, de vacaciones, el matrimonio Seymon. No voy a entrar en pormenores, pero Manuel había tenido una aventura pasajera y apasionada con la mujer que ambos disputaran de adolescentes. Habían pasado más de veinte años desde ese
encuentro, amoroso para uno y lleno de rencor e impotencia para el otro. Desde ese momento, Karen y Manuel jamás habían vuelto a contactarse, aunque noticias de ambos circulaban por conocidos y amigos.
Ahora, en ese mediodía porteño, con un sol que inundaba a pleno el despacho del abogado, cualquiera podría haber asegurado que eran dos desconocidos, transidos por años de absoluta y tenaz indiferencia.
—Voy a ir al grano. No quiero andar con vueltas, y mucho menos con vos —principió Arturo— . Mirá, mi relación con Karen hace agua por todos lados. Soy consciente de que mucha responsabilidad me cabe en el tema…, algunos deslices poco felices con secretarias y colegas le dan la razón a ella de querer distanciarse de mí. —Nunca la respetaste, Arturo —el tono de Manuel había rejuvenecido más de veinte años. —No voy a entrar a discutir con vos ese tema…No quiero pelear, Manuel. Mi propósito hoy es ponerte al tanto de algunas cuestiones que me intrigan. —¿Por ejemplo? —Por ejemplo… su estado anímico y su maniático comportamiento de enclaustrarse en la casa de La Falda. No sé si sabrás que se encuentra bajo tratamiento psiquiátrico desde hace más de dos años, dos años y medio para ser más precisos…Desde la muerte de Júpiter. —Estoy al tanto, gracias. —Sí, Júpiter, su mascota predilecta, ese perro de mierda… Pagó una fortuna para traerlo directamente de Copenhague y justo se le muere frente a sus narices sin poder hacer absolutamente nada.
Arturo miraba al Flaco con insistencia mientras volvía a su sillón detrás del escritorio.
—No me hubiera imaginado que Karen tuviera una devoción particular por perros —comentó Alfaro—. Si mal no recuerdo, cuando éramos adolescentes, les tenía cierto rechazo. —Bueno, como sea. La cuestión es que yo estoy perdiendo a mi mujer por unos animales asquerosos que la escoltan como si se tratara de una guardia pretoriana. Yo necesito que resuelvas rápidamente el misterioso asunto del perro azulado para que vuelva a Buenos Aires y se deje de joder. La firma de unos papeles reclama su presencia aquí ya. Era una jugada osada la de este tipo. Ponernos al corriente de sus intenciones y dejarnos la puerta abierta para que sospecháramos justamente de él como pieza clave en el asunto. En efecto, Arturo mostraba la hilacha interesada bajo un manto de piedad y comprensión que, de seguro, era pura impostura. Se recostó sobre el espaldar de su butaca y con efusión comentó: —Te advierto, Manuel, que el grado de delirio que tiene con los perros es preocupante. Vos fuiste y ya lo habrás corroborado… Ah, esperá… ¿No te mostró el mausoleo? —preguntó con aire
inocente—. Ya vas a ver a qué me refiero… —sonreía diabólicamente mientras pronunciaba la advertencia—. Te vas a sorprender con lo que hay detrás de la cancha de tenis…Sí, te prevengo. La cara de desconcierto del Flaco debe de haber sido muy evidente porque Arturo se puso serio rápidamente y una señal de agotamiento o fastidio se dibujó en su rostro. Luego extrajo una carpeta de una cajonera y se la entregó a Manuel con cierta timidez. —Este material me ha llegado en forma de anónima periódicamente en los últimos meses —dijo con honesta sinceridad— . Esto me avergüenza, me humilla, pero no podés viajar a Córdoba sin ver… las fotos. Manuel procedía a abrir el documento cuando Arturo lo detuvo con movimiento rápido y contundente de su brazo izquierdo. —No, aquí no —sentenció—. Llevalas, revisalas y quemalas. La mirada siniestra de Seymon dejaron perplejo a Alfaro.
Córdoba, La Falda, 18 de noviembre de 1981
BESTIAL ATAQUE DE UN PERRO A UNA NIÑA
La comunidad de La Falda conmocionada por el brutal ataque canino a una nena de ocho años.
El hecho ocurrió en la noche del martes en la localidad cordobesa de Huerta Grande, en momentos en que la niña caminaba junto a su madre por un sendero marginal. Primero, el animal se mostró al salir de unos arbustos al costado del camino. Se abalanzó sobre la pequeña y comenzó a olfatearla mientras su mandíbula chorreaba saliva. La madre, desesperada, comenzó a gritarle y rápidamente fue en busca de alguna rama o piedra contundente para amenazarlo. El perro atrapó a la chiquita por su pierna izquierda y la retuvo durante bastante más de un interminable minuto, hasta que vecinos que pasaban por el lugar, con mucho esfuerzo, lograron que el animal la liberara. La nena fue internada con una fractura expuesta en su pierna. “La mamá está shockeada de ver así a su hija sufriendo. Necesitamos ayuda psicológica para ella y para la nena”, expresaron los familiares de la víctima en diálogo con nuestros corresponsales. Las autoridades policiales han comenzado un rastrillaje en la zona en busca del animal fugitivo. La niña, según informe médico, perdió masa muscular, y fue sometida a dos operaciones. La misma fuente agregó que los médicos debieron colocarle dos clavijas en la pierna, para estabilizarla, ya que el perro le rompió huesos y tendones. "También tiene un desgarro en la pelvis", agregó la fuente. Se desconoce la raza del can ya que la mujer no pudo precisarla. “Estaba muy oscuro y era un bulto enorme de un azul oscuro con patas largas y fibrosas”, declaró la madre aturdida por lo sucedido… (Extracto de una nota publicada en Diario del Centro)
La técnica de adiestramiento tiene que seguir un procedimiento cuidadoso si se quieren conseguir los resultados deseados. El proceso de entrenamiento más utilizado y que mejor funciona es el que premia al perro por hacer lo que se le pide, siempre es mejor esto que utilizar castigos ya que esto puede tener el efecto negativo de crear un animal más violento y difícil de controlar. A mí me
urge la necesidad de convertir a esta bestia en una máquina de matar. ¿Me entiende? ¿O acaso no le
pago lo suficiente? Cuando des la orden de atacar y tu perro no haga…. ¡La puta madre! No me
venga con el tema de los premios… ¡Déjese de joder y trabaje duro para sacar el mejor rendimiento criminal de este bicho!
La Falda, Córdoba, 23 de noviembre de 1981
La plaza estaba animada esa tarde, familias enteras daban la vuelta del perro saludándose mutuamente. Alfaro y yo presenciábamos el ritual pueblerino desde un barcito próximo a la terminal de micros.
Nuestra llegada fue por la mañana temprano. No habíamos regresado con las manos vacías. Una semana antes nos habíamos propuesto una estrategia en caso de tener que enfrentar cualquier imprevisto. Conocía los detalles de la reunión entre Manuel y Arturo. Manuel me había hablado ya de la famosa carpeta, pero no quiso explicarme ni mostrarme su contenido. Era raro, pero yo respeté su decisión.
Después de discutir más de diez horas los cabos sueltos del asunto, la teoría Conan Doyle se imponía. Era muy razonable suponer que el pichicho que merodeaba la finca fuera una puesta en escena de un marido encabronado.
Manuel se distrajo unos segundos, se había escapado con su mente a algún lugar remoto y su cara parecía un busto de cera. Yo insistía: —A mí no me convenció el teatro de este señor desde un comienzo. Esa dramatización fingiendo preocupación por su mujer, mostrándose lastimado por la ausencia de ella… Tanto camelo ¿para qué? —argumentaba con prepotencia al finalizar una milanesa con papas fritas.
—Este tipo es capaz de cualquier cosa, Adrián. No tiene escrúpulos —sentenció Manuel con la vista clavada en los subibajas de la plazoleta—. Por alguna razón, nos quiere dentro de su juego. Las cartas están echadas y es evidente que su aversión hacia mí no ha disminuido ni un ápice. Manuel apuraba una copa de vermú y agregó: —Vamos a seguirle la corriente. Nos quiere de testigos presenciales de una macabra función. Nos está gozando este sorete. Alfaro estaba enojado, diríamos furioso. El contenido de las fotos lo había desconcertado totalmente, la vieja herida de la desilusión se había vuelto a abrir, pero ya no éramos los jóvenes apasionados de los ´60. Los ideales se habían marchitado. Días antes de volver a las sierras, habíamos hecho los deberes con bastante prolijidad. Arturo tenía deudas que pagar por unos cuantos miles de pesos, y su situación apremiante podía justificar sin problemas un intento de hacer enloquecer (o incluso asesinar) a su mujer con un perro fantasma que deambulara alrededor de la casa. Con Diana fuera de combate, este crápula podía disponer de ciertas cláusulas testamentarias que lo hacían albacea de los bienes de su mujer. Manuel había ido en busca de información de las despechadas de Arturo y yo había consultado un par de fuentes en Tribunales. El cuadro cerraba bastante bien, al estilo de Conan Doyle en El sabueso de los Baskerville. Debíamos permanecer alertas cerca de la casa y realizar un trabajo de observación y vigilancia de la finca a la espera de la próxima incursión del animal. Si efectivamente la idea del perro fantasma era obra de Arturo y resultaba exitosa, la pobre Karen podía sufrir un ataque al corazón y pasar a mejor vida. Ese ingrato de Seymon nos estaba provocando, nos desafiaba a ser personajes secundarios de un drama que debía terminar en locura o muerte.
Una temporada de incendios forestales en las sierras cordobesas mantenía ocupada la atención del comisario Sebastián Andrade, así que nuestro anfitrión policial fue el cabo Patricio Flores que resultó ser un gran conocedor de leyendas y tradiciones caninas. —¿Usted me dice que el prestigioso abogado, el doctor Arturo Seymon, tiene entrenado un perro para atemorizar y matar a su jermu? El cabo miraba con sorna a Manuel que intentaba ser lo más coherente posible en una narración llena de suposiciones, pero carente de pruebas contundentes. —Mire, profesor Alfaro. Yo conozco algo de sus incursiones en el mundillo de los paranormal y hasta podría decirle que lo estimo porque me encantan esos disparates. Para mí son pelotudeces las que
usted investiga con su pollo Vallejos. Pero los locales son muy afectos a creer en brujas y encantamientos.
—Sólo le pido que ponga vigilancia en la casa de Karen Olsen —Manuel hacía un esfuerzo desesperado por captar el interés del policía. —Lo que no queremos en La Falda es sembrar el pánico. Ya tenemos bastante con los focos de fuego que se prenden y apagan en distintos puntos de la zona. El Flaco entendía las razones del cabo, pero estaba obligado a preguntar: —¿Y qué me dice de los animales muertos en un par de estancias? ¿O el arriero que fue testigo de una persecución nocturna que casi le cuesta la vida? ¿Y ya se olvidaron de la pobre piba que tiene desgarrada la pierna? —No, Alfaro, no nos olvidamos de nada —terció Flores—. El asunto está bajo investigación policial, pero no vamos a alarmar a la gente con un supuesto perro entrenado para asesinar porque la prensa nos jugaría una mala pasada, justo a las puertas de la temporada de verano. ¿Entiende? Alfaro se convencía más y más de la pérdida de tiempo que significaba recurrir a la autoridad
policial. —A ver, Alfaro, voy a ser más didáctico para usted, estimado profesor —Flores impostaba una voz más escolar mientras mateaba detrás de su escritorio—. Acá circulan un montón de versiones sobre
sucesos extraordinarios, como en toda localidad que se precie de tener su acervo folclórico. Yo mismo conozco varios personajes caninos dignos de equipararse con el pichicho Júpiter que usted me menciona. El perro negro belga Kludde, que puede manifestarse como gato, rana o murciélago, Mauthe, que habita el castillo de Peel, la bestia de Guévaudan… —¿A mí me vas a dar cátedra de estos personajes? —interrumpió Alfaro levantando el tono de
voz.
El cabo frunció el ceño y el ánimo de la conversación giró ciento ochenta grados. —Disculpe, cabo. No quiero ser insolente con usted —repuso Manuel que se había dejado llevar por el calor de la discusión—. Lo que intento decirle es que Karen corre peligro real, con un danés real entrenado ex profeso. —Despreocúpese, profesor. Vamos a estar al tanto de la situación. No hay de qué alarmarse — aconsejó Flores mientras cebaba un cimarrón bien caliente.
La Falda, Córdoba, inmediaciones de la finca Seymor 24 de noviembre de 1981 1:35 AM
Creímos conveniente armar un emplazamiento en la pequeña elevación atiborrada de arbustos resecos a unos ciento cincuenta metros de la fina. El puesto de observación tenía una vista panorámica
inmejorable y un sendero escalonado sobre la roca nos permitía desplazarnos hasta la base con notable facilidad.
Nos sabíamos vigilados, pero actuaríamos con normalidad hasta que nuestros eventuales captores nos pusieran en medio del juego. Ya había realizado mi primera inspección con una duración de casi una hora y me aprestaba a encender un pucho cuando la aproximación de un vehículo por el camino lateral al murallón de la finca se divisó con nitidez. Manuel estaba unos cuantos metros más atrás entre los arbustos pesquisando ruidos extraños y buscando rastros de huellas con una linterna potente. Lo llamé con un chistido y apuró los pasos en mi dirección. Nos pusimos en cuclillas y nos arrastramos en movimiento descendente por una pedregosa superficie llena de espinillos. Queríamos acercarnos y reconocer a los individuos que se bajaban del vehículo. Vestían de civil, pero el andar lento y cansino de uno de ellos nos advirtió de la presencia del cabo Flores.
El otro extrajo un bolso de la baulera y ambos se introdujeron en la finca por una portezuela destartalada disimulada por una enredadera. Teníamos que seguirlos y observar de cerca sus movimientos. Eso hicimos. Nos introdujimos en la finca y al dar dos o tres sigilosos pasos con nuestros cuerpos encorvados, sentí el frío metal de un arma rozando mi sien. La mucama tucumana me apuntaba directamente a la cabeza con una escopeta de grueso calibre. No emitió una sola palabra. Estaba totalmente clara su actitud.
… Su cabeza estaba a la altura de mis hombros. Y su cola me hacía cosquillas en el antebrazo. Puse mi mano sobre su lomo y acaricié su pelaje, volvió su cabeza y un hilo de baba manchó la colcha. Mi otra mano la puse sobre mis muslos. Luego la moví hacia mi entrepierna, subí suavemente mi falda y me di a acariciarme descorriendo la bombacha para que mis yemas masajearan el clítoris. Estaba totalmente húmeda. Descorrí un poco más la costura y mis dedos empezaron a incursionar entre los labios de mi vagina, mientras él rasguñaba con torpeza mis pechos con sus patitas adorables. Busqué su miembro que se engrasaba y endurecía bajo el hirsuto pelaje de su estómago y me acomodé convenientemente dispuesta a chupar…
Un camino asfaltado flanqueado por olmos nos llevó directamente al mausoleo consagrado a Júpiter. Después de atravesar un arco decorado con moldes de arcilla en forma de colmillos caninos sobre un promontorio natural del terreno, divisamos la construcción. Una inmensa cucha de piedra y ladrillos de casi seis metros de largo por cuatro de ancho yacía imponente recortada en el horizonte. La entrada estaba esmaltada en mayólicas con motivos caninos como huellas y huesos. Entramos y una inmensa piedra caliza sostenía como base un féretro de caoba con herrajes dorados. Un vitró detrás del emplazamiento mostraba una figura imponente de Júpiter, en plano contrapicado, en cuatro patas y con el hocico en alto como señor del lugar. Vasijas con motivos clásicos de bestias de circo y canastas de mimbres con pedrería multicolor descansaban sobre anaqueles adosados a las paredes. Candelabros con velas rojas encendidas delineaban la orientación hacia el féretro. Unas lámparas de aceite pendían del techo cincelado con galletas para perros de diferentes tamaños.
La tucumana nos tenía bien encañonados con su escopeta recortada. Así pues, obedecimos sin chistar y nos acomodamos sobre unas arpilleras que oficiaban de poltronas. Seymon apareció detrás de la piedra acompañado del perro azulado que había aterrorizado a la población los últimos días. Le secundaban el cabo Flores y un milico más a modo de guardaespaldas. El animal se adelantó unos pasos y exhibió la brillantez de la pintura que cubría su lomo como un maquillaje teatral. Nos miró con indiferencia, pues su atención estaba centrada en la entrada del mausoleo. Desde allí, un ala del tejado de la finca se recortaba con nitidez a la luz de la luna. —Me imagino que sabrán lo que es esto —aportó Arturo con sorna— . —Un silbato para perros —aclaró Manuel con fastidio. —Así es, una flautilla mágica, el instrumento de mi venganza —sentenció Seymon. Esgrimió un silbato para perros y lo hizo bailar entre sus dedos. Luego explicó: —Dado que los perros tienen un agudo sentido de la audición, estos silbatos son una gran manera de adiestrarlos y someterles la voluntad. Sir Francis Galton creó en 1876 con un poco de cobre y zinc el primer silbato de ultrasonidos. No estábamos para semejante clase. Una mujer iba a ser asesinada en cuestión de minutos. Una señal de Alfaro que conocía muy bien me había alertado. De tener alguna oportunidad, se presentaría una sola vez esa noche. —Estos silbatos —continuaba Arturo— evitan el estrés del animal, así se construye un vínculo recíproco basado en la respuesta y el respeto mutuo, tal como me indicó el entrenador. Claro que no voy a entrar en los detalles más sanguinarios del adiestramiento… —¡Hijo de puta! —exclamó Manuel—. ¿Por qué no les explicás esto a la gente que sufrió los ataques de esta pobre bestia?
—Bueno, a veces hay… daños colaterales —se burlaba el abogado. Luego requirió de la atención de la mucama. —¿Dejaste convenientemente despejado el camino? La mujer asintió con la cabeza. Estaba todo listo para allanarle el camino a la bestia. Manuel y yo, testigos mudos del plan, estábamos sentados en el suelo. Rápidamente intentamos incorporarnos, pero el cañón de la recortada nos disuadió de hacerlo. —Tranquilos, señores. No es mi intención hacerles daño alguno…de momento —dijo Arturo y estalló en una risa apagada. Flores y el subalterno salieron de la cucha con dirección desconocida. El mastín parecía una estatua con las orejas paradas y alerta a cualquier movimiento que se propiciara. —Estás enfermo, Arturo. Estás totalmente enfermo —acotó Manuel lleno de bronca contenida. Seymon apenas lo escuchó y comenzó a ejecutar unas órdenes acústicamente inaudibles para el oído humano. El oscuro danés advirtió las indicaciones y comenzó a desplazarse con sigilo hacia el exterior.
—Acompáñenme, caballeros. No los voy a dejar aquí privados del espectáculo. Nos levantamos en un santiamén y escoltados por la tucumana a nuestras espaldas pusimos rumbo a la casa.
El aroma a lavanda lo inundaba todo. Entramos silenciosamente por la cocina, el corredor que comunicaba con el salón estaba muy oscuro. Destellos de luz se filtraban por las celosías de las puertas que daban al jardín y las cortinas dibujaban espectrales bultos, movidas por la brisa suave de la noche. La mucama se adelantó unos metros por el corredor para inspeccionar el salón antes de hacer nuestro ingreso. Fue entonces cuando unos pasos siseantes de uñas firmes se escucharon sobre el embaldosado. La siniestra figura de un bulto de gran porte se desplazó desde una esquina de la habitación en dirección a una puerta entreabierta desde la que se percibía una luminosidad vibrante y
ocre.
Seymon nos alentó a que avanzáramos a tientas y casi tropiezo con una mesita de nácar que sostenía algunos retratos enmarcados en plata. No sabíamos qué hacer, pero gritar no era una buena idea.
El perro entró en la habitación inundada de velas aromáticas y antes de avanzar un paso más, ubicado en el descanso, agudizó la vista y el olfato para detenerse como una estaca clavada en el suelo. Seymon había soplado alguna orden con el silbato. Nosotros no salíamos del asombro, pero observamos que la atención de la tucumana se relajaba.
Karen estaba vestida con una bata de encaje negra y lucía unas medias bucaneras que le ajustaban las piernas. El elástico de las ligas comprimía sus carnes y algo de grasa desbordaba por los laterales de sus muslos.
Parecía dormida. De improviso, el danés hizo un sonido gutural y sordo que resonó en el dormitorio y la mujer en posición de cúbito dorsal se dio media vuelta para quedar con el abdomen al descubierto.
Fue entonces que pude apreciar las órdenes que sopló Seymon con fruición. El danés permanecía en posición de estatua, clavando la mirada en los pechos de Karen. Ella se llevó los dedos a los ojos, como si recién se despertara y sin señal de temor, incorporándose sobre unas almohadas que oficiaban de respaldo lo instó a que se acercara hasta ella moviendo el dedo índice suavemente.
Algunos psicólogos sostienen que si nunca has compartido tu vida con una mascota, pensarás que la gente que habla con su perro está loca, que su salud mental está desordenada. Pero están totalmente equivocados. Los que mantienen auténticas conversaciones con sus amigos peludos son en realidad seres más empáticos e inteligentes que los que no lo hacen. Debo confesar que en casa jamás habrá una mascota ni una humilda planta, a no ser la lechuga que compro para la ensalada. No sé qué milagro se obró esa noche, pero lo cierto es que un buen par de pezones y un abultado vientre blanco pudieron más que semanas de adiestramiento asesino en la mente del gran danés.
Habló el instinto, y Seymon debió meterse el silbato en el orto. Fue cuestión de segundos. El danés saltó sobre el colchón y ante nuestra sorpresa, se acercó mansamente hasta alcanzar las piernas de Diana. Y entonces, con un movimiento muy natural, casi de seducción, su pelaje azulado comenzó ondularse sobre su lomo con cada movimiento de penetración que realizaba acompañado de unos gritos orgásmicos de la mujer como jamás hubiera imaginado escuchar.
Karen era la mismísima personificación de Circe esa noche, allí, iluminada por las velas que le aportaban a la estancia un clima apoteótico. Una escena de voluptuosidad tan bizarra como esa me tenía encandilado. Karen alcanzó a percibir nuestra inoportuna presencia y con ojos vidriosos y lascivos esbozó una mueca de absoluta despreocupación, mueca ahogada por gemidos acompasados por las arremetidas del perro.
Bastó un descuido de la mucama cuando ladeó su cara en señal de asco para que tomara con presteza el caño de la escopeta y empezara a forcejear con ella. Manuel estaba rígido y con semblante atónito, pero, perspicaz, aprovechó el desliz de Seymon que insistía con soplar el tubito para enrostrarle una soberbia trompada en el maxilar. La pareja seguía enfiestada mientras nosotros luchábamos por escapar de semejante asedio. El perro arremetía y los muslos de Diana se abrían más y más. Un disparo de escopeta agujereó el techo. Fue un relámpago que estalló en la habitación. El danés ladró con furia ante semejante distracción. Me hice del arma y le apunté mientras la mucama salía de la habitación gateando. Las patas traseras del animal, fibrosas y musculosas, se desplazaron unos centímetros para atrás. El perro se acomodó para acometerme como si fuera una presa fácil. Manuel luchaba con Seymon en el piso. Karen, con el rostro desencajado, más parecida a un demonio que a un ser humano. Apartó completamente al perro de su cuerpo y gritó: —¡No! ¡No, al perro no! ¡Cuidado, Júpiter mío! El danés movía sus mofletes con irritado carácter y mostraba unos colmillos filosos y babeantes en señal de devorarme el cuello al menor movimiento.
—¡Cuidado, Adrián! —me gritó Manuel que avanzaba hacia la ventana para auxiliarme. Por el corredor que comunicaba con la cocina unos pasos presurosos y torpes se escucharon en el silencio de la noche. Flores y compañía ingresaban a marcha forzada. Los gritos de los policías resonaron por toda la casa. —¡Maten a esta hija de puta! —gritaba lastimeramente Seymon en el piso—. ¡Mátenla, por el amor de Dios!
El danés no se amilanaba frente al arma y los ladridos estallaban como cristales rotos en el dormitorio al lado de una mujer que lloraba y reía con frenesí. Fue entonces cuando lo vimos.
Entre los gritos histéricos de hembra en celo de Karen y los lamentos llorosos de impotencia y desconsuelo de Seymon apareció en medio del living como si de un genio se tratara. Era sencilla y terroríficamente imponente. Sabido es que los perros gran danés son grandes, pero la estatura del Júpiter que estaba sobre unos sillones contradecía cualquier razonable cálculo. Su porte aristocrático natural había aumentado gracias a su condición de muerto resurrecto. Era infernalmente majestuoso. Era hermoso.
Miraba la escena como un dios bacanal presto a dirigir los pasos a seguir de una pantomima
Ladró y con su estertor las paredes de la finca se sacudieron. El otro perro se escondió como gatito asustado entre las sábanas y los almohadones. Flores y el otro cayeron al suelo de inmediato. Seymon permanecía en el suelo con un rostro bañado en lágrimas. Manuel y yo atinamos a retroceder hasta la cama, no sabría decir si para proteger a la mujer o pedirle clemencia. El animal adelantó unos pasos en dirección al dormitorio exhibiendo una poderosa nariz encarnada que olfateaba a diestra y siniestra. Su hocico profundo y rectangular se movía con frenesí. Cuando encontró el cuerpo tembloroso de Flores, abrió su enorme boca y le arrancó un pedazo de la cara. El otro hombre corrió la misma suerte.
Alfaro ayudó a incorporar de la cama a una Karen poseída, embriagada de éxtasis que desvariaba. Nos tomó de la mano e intentamos salir del dormitorio mientras escuchábamos lo sonidos
guturales de una bestia que se alimentaba. Intentamos cruzar los tres por encima del cuerpo de Seymon que parecía desmayado cuando, al menor movimiento de nuestra parte, la cabeza alargada del giró en nuestra dirección en estado de alerta.
Fue entonces cuando la desquiciada Karen se soltó del brazo de Manuel y se acercó con natural ternura al pecho colosal de la bestia resurrecta. Una lengua viscosa y violácea detectó los rasgos de la mujer con babosa insistencia. Karen mostró un placer sensual al entrar en contacto con una saliva que le impregnaba toda su cabellera. —Señor Mío, llévame a tus moradas… ¡Soy tuya! El perro infernal bajó su mentón y con ojos centelleantes intentó esbozar un gesto cariñoso mientras insuflaba su pecho y gemía sonidos guturales afónicos. Era el encuentro de la mascota con su ama. Mientras ella acariciaba el peludo vientre del perro colosal giró su cabeza en nuestra dirección y nos instó a que nos marcháramos. Luego el animal la mordió en un hombro sin demasiada presión y la arrastró rumbo al mausoleo.
La última imagen que tengo grabada en la memoria fue el lento y cadencioso movimiento marcial de los flancos retraídos del animal. Y la cola, larga que como estela se movía a la par de las extremidades de una Diana más muerta que viva.
Mar del Plata Enero de 1982
EPÍLOGO
La noche del 11 celebramos con Claudia nuestro primer mes juntos. Fuimos a comer a un lugar paquete y apuramos una botella de champagna en casa. Era una noche templada que nos daba una tregua en ese verano infernal. Cuando apareció con un conjuntito nuevo de lencería animal print para sorprenderme, la tuve que mandar la mierda desde lo más hondo de mi alma. Sé que fui grosero y me costó más de una semana la reconciliación. Pero el lector sabrá entender mi mal humor.
Alfaro y yo habíamos formulado nuestro descargo en los tribunales cordobeses y el caso se cerró taxativamente como el ataque de un animal furioso, animal que, por supuesto, resultó imposible de rastrear. El forense dictaminó muerte súbita por síncope para Seymon y lesiones lacerantes profundas para Karen que apareció a los pies del féretro consagrado a Júpiter. No regresamos indemnes. Estábamos lastimados, en nuestra sensibilidad, sobre todo. A Manuel, el dolor y la desilusión lo mantuvieron algo huraño por un tiempo, pero poco a poco la madurez se impuso y recuperó la serenidad que lo caracteriza. Las heridas quedan, como manchas de un tigre veterano. La carpeta con las fotos que Karen le mandaba a su marido periódicamente fue incinerada. Yo alcancé a ver algunas fotos en las que nuestra Circe explotaba sus encantos con diferentes razas caninas. Debo confesar que la imagen con el foxterrier era realmente desagradable. Una mañana, a la salida del colegio, un pequeño cuzco me ladró con intención de morderme la botamanga del pantalón. Iba a propinarle una magistral patada que lo elevaría por los cielos, pero los ojitos desconcertados de una niña que sostenía la cuerda tirante obraron el hechizo y el pichicho se salvó. Al fin de cuentas, una mascota es parte de la familia para millones de seres humanos. ¿Quién soy yo para romper semejante ilusión?