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El misterioso asunto del Palacio Barolo
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Agosto de 1979 Ciudad de Buenos Aires
Con cincuenta y seis años de vida, el Palacio Barolo de Avenida de Mayo al 1300, se erguía imponente como si hubiera sido inaugurado es misma mañana. Sus 100 metros de altura y 22 pisos salpicados de oficinas y unos pocos departamentos particulares de alquiler temporario, se coronaban con un faro que raras veces se prendía. Sólo en contadas ocasiones la fulgurante lámpara de 5000 watts lanzaba su luz para que pudiera ser vista por su construcción gemela erigida en Montevideo, Uruguay, al otro lado del charco.
Su estilo ecléctico, saturado de molduras y pequeños balcones redondeados, todo fabricado con hormigón armado, combinaba el Art Decó y el Art Nouveau en una exquisita composición que llamaba a la atención a todos los transeúntes. Era imposible no echarle una miradita, aún pasando por su frente todos los días.
Rubén Morales no se cansaba de admirarlo. Hacía seis años que tenía su oficina en el piso 10 y consideraba un orgullo y logro personal poder ejercer su profesión de martillero público desde una de las construcciones más emblemáticas de la Capital Federal. Solía, al final de la jornada, tomar un cafecito en la vereda de enfrente, disfrutando de “su nidito”, como solía llamarlo. Pero ese día las cosas se habían complicado a último momento. Una llamada desde Liniers le arruinó la jornada, a las siete de tarde. El Mercado de Hacienda le había rechazado un cheque y Morales, haciéndole honor a su apellido, estaba desvastado. ―¡Burócratas de mierda! ¡Pero si tengo dinero en la cuenta corriente! Habló con su contador y, para cuando el malentendido se hubo solucionado, colgó el tubo negro del teléfono con toda su bronca.
Se relajó unos minutos. No pasaría por el bar. Ya eran casi las nueve y media de la noche. Tomaría el subte directo hasta su casa. Pero antes, un té no le vendría nada mal. El agua ya estaba caliente en el termo de la cocina. Beberlo en la oficina o en otro lugar era lo mismo. Nadie lo esperaba. Morales vivía sólo desde hacía un lustro, tras una complicada separación. Lavó la taza, se calzó el sobretodo y el sobrero de fieltro de ala ancha y salió al pasillo.
No había un alma. Todo el palaciego edificio estaba en completo silencio. Parecía una de esas tumbas egipcias del Valle de los Reyes. Enorme, frío, silente. Casi un gigantesco cadáver de material. Avanzó hacia uno de los nueve ascensores, acomodando las llaves de la oficina, cuando el nítido chillido de lo que parecía un ratón, lo alertó. Clavó su andar a metros de la puerta enrejada del elevador y miró a su alrededor. No detectó nada. Miró a un lado y otro del largo corredor. Seguía estando solo. No había duda.
Subió al ascensor y apretó el botón de Planta Baja. De seguro, Martín, el sereno, ya ocupaba su puesto de guardia a nivel de la calle. De pronto, el elevador se sacudió hacia los costados, como si algo lo zarandeara desde abajo. Morales profirió un insulto y se apoyó contra el espejo esmerilado que decorada el cubículo. Entonces advirtió que estaba subiendo, en camino hacia la cima y cada vez a mayor velocidad. Sus rodillas se aflojaron. Sólo adquirieron su estado normal cuando el ascensor se detuvo en el último de los pisos. Morales bajó ofuscado, dispuesto a discutir con quien fuere el que lo había llevado a tan indeseable y oscuro lugar, pero las luces del pasillo no funcionaban. Era casi la boca de un lobo. Las lamparillas del ascensor titilaron a punto de apagarse. Morales experimentó cierta intranquilidad, acompañada de miedo. ―¡La puta madre! ―profirió para darse coraje. ―Ascensor de mierda… Y en ese instante, justo cuando estaba a punto de montarse de nuevo en el artilugio que lo paseara verticalmente por todo el edificio, alcanzó a ver lo que creyó eran dos enormes ojos rojos, dibujados en la penumbra, a sólo unos ocho metros de distancia. ―¿Quién anda ahí? ―preguntó con un grito. ―¡Déjense de joder con las bromas! Instintivamente agarró las llaves y rodeó con ellas los nudillos de la mano derecha. Los ojos no se movieron. ¿Eran ojos? Sí. Parpadeaban. Pero, ¿quién podía tener ojos tan rojos? Morales no pudo responder jamás a sus dudas. En un santiamén, un bulto negro de casi dos metros de altura, se lo llevó puesto. Detrás de esos ojos había algo más. Algo fuera de este mundo. Horrendo.
El cadáver del martillero público fue encontrado tres días más tarde. Estaba casi partido al medio, a la altura de la cintura, y atado contra el enorme foco de cinco mil watts del faro del último piso del edificio.
De haber tenido la costumbre de prenderlo todas las noches, hubieran encontrado el cuerpo con setenta y dos horas de antelación.
Barrio de La Chacarita Buenos Aires Un día después 11:45 p.m.
Mientras estaba catalogando una alta pila de libros viejos, recién adquiridos a un general retirado del ejército, Vallejos abrió la puerta del estudio y entró. ―Flaco, ¿qué hacés tan tarde? ¿Todavía no te fuiste a dormir? ―me preguntó mientras avanzaba sonriendo y un vaso de whisky en la mano. ―Es que tengo laburo para rato ―le dije. ―Quiero adelantar un poco la cosa. No soporto ver los libros desparramados por todos lados. ¿Y vos? ¿No te habías dormido? —Sí, pero me desperté con la garganta reseca —sonrió. Hacía tres días que Vallejos paraba en casa. El rector de la Universidad del Norte en la que trabajábamos lo había llamado para darle la buena nueva de que los pasajes en tren desde Mar del Plata corrían a partir de entonces por cuenta de la institución educativa y tenía que realizar una serie de trámites burocráticos para poder asegurase el beneficio. —Todo bien—agregué mirándolo con sorna en tanto acomodaba un tomo sobre las estrategias militares de Alejandro Magno—. Tomá lo que quieras, pero antes de regresar a Mardel reponerme todo lo que chupaste “de arriba”. Vallejos aseveró exageradamente, tomándome el pelo y, como si algo pendiente en el bocho surgiera de la nada, dijo: ―Che, Flaco, ¿no volvió a pasar ese amigo tuyo que vino hoy, cuando vos no estabas? —¿Qué amigo? —repregunté con la cabeza metida en la biblioteca —El gordo. ―¿Qué gordo? ¿Escudé? ―Sí. ―¿Y vos desde cuándo le tenés tanta confianza para decirle gordo, si apenas lo viste? ―¿Está acá, con vos? ―preguntó Vallejos sobreactuando y mirando para todos lados, como si buscara a alguien. ―No, boludo. ―Entonces, ¿por qué no decirle gordo, si es gordo? A mí me dice pelado y no me ofendo. Sonreí.
―Hace meses que no pasaba por acá. No sé qué buscaba. Y a vos, encima, no te dijo nada… Vallejos agarró un libro al azar y empezó a hojearlo.
—Sólo que quería charlar algo con vos sobre algo importante. Le dije que llegabas tarde. —Seguro que sigue con esa investigación del Palacio Barolo que tanto lo obsesiona y quiere algunos datos. ―¿Palacio Barolo, dijiste? —Sí, el que está en Avenida de Mayo. ¿Lo conocés, no? —Claro, pero… entonces, no estás enterado de nada… ―agregó Vallejos adoptando un tono misterioso y clavando sus oojos en las páginas amarillentas del tomo que sostenía entre sus manos. ―¿Enterado de qué? ―De lo que pasó en el Barolo. ¿No leíste nada? ―Hace tres días que estoy con esto y con exámenes de nivelación ―respondí señalando los dos centenares de libros que me rodeaban. ―La verdad, me desconecté del mundo. Vallejos tiró con displicencia el libro sobre una repisa y agregó: ―Deberías hojear el diario Crónica. ―¿De qué me hablás? Yo no leo ese diario. ―De esto ―señaló, colocándome ante los ojos un título impreso en letra de molde:
“ENCONTRARON CADÁVER A MEDIO DESCUARTIZAR EN EL FARO EL PALACIO BAROLO.”
Agarré el diario. ―Ni enterado… ―dije mientras devoraba la nota. ―Me extraña mucho que Escudé no te avisara de nada, siendo un fanático del tema. —Seguro que me quería comentar algo sobre el asunto. —Levanté la mirada del diario. Adrián tenía razón. Era extraño (tanto como que él comprara Crónica). Caminé hacia el teléfono y marqué el número de Escudé. ―Vos sí que sos un bacán… ―masculló Adrián. Fruncí el entrecejo como preguntándole qué decía. En tanto, Escudé no atendía el llamado. ―Y… tenés teléfono propio, querido ―explicó Vallejos señalando el aparto negro azabache que tenía apoyado en mi oreja derecha. ―¡Dejate de joder! ―le respondí, quitándole importancia al comentario.
Escudé seguía sin atender. Era muy raro. Solía estar ya en su casa a esa hora de la noche. No era un tipo de salir mucho y, Menos que menos, en día de semana.
Tras quince minutos infructuosos, preocupado, me calcé la chaqueta, el sombrero de corderoy y mirando al Adrián le dije: ―Algo me huele mal. Voy hasta su casa. En taxi… ¿Me acompañás? —¿Ahora? ¿Es muy lejos? —A dos cuadras del Barloro. ¿Venís?
Cuando doblamos con el Gordini por avenida de Mayo, atisbé de lejos el palacio. Vallejos empezaba a intranquilizarse. Nadie había respondido en el departamento de Escudé, por lo que decidimos pasar por el Barolo y averiguar lo que fuera posible. Ya en la vereda, frente al inmenso portón cerrado que daba a la galería de entrada, apoyé la cara contra el vidrio y miré hacia adentro. Había un tipo con uniforme. El sereno. Golpeé el cristal y el empelado de seguridad me observó. Le hice señales para que se acercara. Lo hizo con cuidado. Trataba de verme con claridad y cuando lo consiguió, su rostro pareció cambiar por completo. Más relajado. Manipuló desde adentro una llaves y abrió. ―Buenas noches ―saludé, en tanto el sereno le clavaba los ojos al Adrián. ―Buenas… ―respondió. ―¿Qué es lo que busca? ―Mire, resulta que… ―Oiga… ―me interrumpió. ―¿Usted no es el amigo de Escudé? Asentí sonriendo.
―¡Ah, ya me parecía cara conocida! ―Volvió a mirarlo a Vallejos y dijo: ―Y el señor, si no me equivoco, trabaja en el kiosco. Vallejos movió la cabeza negativamente. —No —dijo—. Me confunde con otra persona ―Mire ―reencausé la charla―, me acabo de enterar del terrible crimen ocurrido arriba, en el faro. Sé que es tarde, pero estoy buscando a mi amigo. No lo encuentro por ningún lado y pensé que… —Escudé estuvo por la mañana ―dijo el sereno. ―¿Seguro? ―Es lo que me indicó el agente de policía que custodió la entrada hasta hace unas horas. Un gordito muy simpático dijo que era. Había médicos e investigadores trabajando allá arriba y él estaba muy interesado en el asunto. Pero cuando todos los científicos de la cana se fueron, el gordito no salió. ―¿Cómo que no salió? ―inquirí sorprendido.
―No. Se quedó adentro. ¿Vive en el edificio? Me quedé helado. ¡Por supuesto que no vivía ahí! ―Pero, escúcheme: ¿no lo buscaron? ―repregunté, denotando un claro nerviosismo. ―¿Buscarlo? ¿Para qué? ―¿Cómo que para qué? ¡Ese hombre no vive en este lugar! Es amigo mío y sé muy bien donde tiene su casa.
El sereno me miró algo ofuscado. Mi tono de voz no había sido el más adecuado. ―Yo no sé más de lo que le comenté. Si quiere mayor información véngase mañana y hable con el administrador del palacio. Inconcientemente lo tomé del antebrazo.
―Déjeme entrar. Tengo que ver si sigue adentro. A lo mejor le pasó algo malo. No sé… Lo he estado llamando a su casa y no responde el teléfono. Por favor. El sereno infló el pecho como su fuera un mariscal de campo, se quitó mi mano de encima y respondió secamente: ―Imposible. Pase mañana. No lo puedo dejar entrar. Iba a insistir con más vehemencia cuando sentí la mano de Vallejos tirándome de la campera. ―Dejá, Alfaro. El señor tiene razón. Venimos mañana. Giré con la intensión de increparlo, pero vi que me guiñaba un ojo. ―Tranquilo ―repitió. ―Mañana pasamos. Cruzamos Avenida de Mayo y subimos al Gordini. Una hora más tarde insistí por teléfono público de la esquina. Escudé seguía sin atender. ―Acá pasó algo muy extraño, Vallejos. Hay que hacer algo, antes de que sea tarde. Adrián se rascó la cabeza.
―Vamos a dejar que avance la noche. Descansamos un rato acá y a eso de las tres de la mañana, te ayudo a entrar al Barolo. ―¿Y vos sabés cómo? —¡Pufff...!
03:13 a.m. Palacio Barolo
Dicen que los grandotes son los que caen más fácilmente y en este caso resultó ser cierto. El Palacio Barolo es un edificio inmenso con entradas por dos calles. La principal por Avenida de Mayo.
La otra, tan imponente como la primera, por la calle Hipólito Yrigoyen. Fue la que Vallejos eligió por estar más lejos del puesto de guardia del vigilante nocturno. Me paré frente a sus gruesos vidrios, perfectamente limpios, que nos permitían ver hacia adentro y, allá, a medio camino entre una entrada y la otra estaba Martín, el sereno hojeando una revista. Incluso podíamos ver el escaso tráfico de Avenida de Mayo. ―Por acá no vamos a poder entrar sin que nos vea. ―Sentencié con la seguridad propia de un obispo. Adrián me miró y frunció el ceño con desagrado. ―Ahora entiendo cómo pudiste sobrevivir a todas tus aventuras: estuviste conmigo —dijo irónico—. No es por esta puerta. Es por aquella otra—. Y señaló una entrada de dimensiones normales, atravesada por una reja corrediza. Un acceso de servicio. ―No la conocía ―dije. ―Eso pasa porque no reparás en detalles cuando recorrés tu propia ciudad.
Vallejos manejó unas improvisadas ganzúas con la destreza de un mago. “El Gran Truquini fue mi amigo en una temporada de verano marplatense”, masculló por lo bajo. “Siempre es bueno aprender de un ilusionista sus trucos más sencillos”. La pesada puerta enrejada se abrió sin esfuerzo y entramos. Prendimos las linternas que tenía en la guantera del auto. ―Si nos agarran vamos en cana ―decretó el Adrián. ―Tranquilo, conozco a un jefe de policía ―respondí. ―Él nos va a sacar, llegado el caso. Avanzamos por un corredor angosto que desembocaba en un hall con columnas adosadas a la pared a modo de decoración. A nuestra derecha estaban los huecos de dos ascensores con las luces apagadas. ―Estamos en el Infierno ―le dije a mi compañero. ―Sí, lo sé. Y al Purgatorio sobre nuestras cabezas. No estábamos haciendo alusión a metáforas poéticas o bíblicas. Cuando el Luis Barolo, el poderoso y rico productor agropecuario decidió levantar el edifico más alto de la ciudad, pensó construirlo siguiendo los lineamientos de la Divina Comedia del Dante. Un inmenso homenaje a la aún más inmensa obra literaria de la lengua italiana. Todo el Barolo, con sus 22 pisos, los dos subsuelos y el faro en su punta, sería una alegoría perfecta de aquel escrito universal.
El Infierno, enmarcado en los niveles inferiores del subsuelo y el pasaje de entrada que une las dos calles. El Purgatorio, desde el primer piso al piso catorce; y desde allí, por una estrecha escalera a la cúpula que corona todo el complejo, representando el Paraíso y su fulgurante luz del faro.
“Irónico lugar, el Edén, para ser destrozado físicamente”, pensé en tanto nos adentrábamos en la construcción.
Un edificio tan grande, a oscuras, en plena noche, nunca parece estar por completo deshabitado. Basta con detener la marcha, hacer caso omiso al sonido de tus propios pasos, para poder escuchar, a lo lejos, puertas y ventanas que se abren o golpean contra sus marcos. Casi inaudibles, remotos, los ruidos están.
Con Vallejos nos comunicábamos susurrando. ―Este lugar es terrorífico de noche ―le dije en tanto caminábamos en dirección a una escalera de mármol que subía, justo a nuestra izquierda. ―No te persigas ―contestó Adrián. ―Estamos muy sugestionados. Tratá de poner la mente en blanco y no pensar bobadas. Tenía razón. Las sombras eran las catalizadoras de las fantasías más morbosas.
―Subamos unos dos o tres pisos por la escalera así evitamos que alguien nos oiga ―me dijo. ―Después, más arriba, tomamos el ascensor hasta el último piso y empezamos la inspección exhaustiva mientras bajamos a pie. Es más fácil. Una vez más, Vallejos estaba en lo cierto. Su mirada de turista atento volvía a ser imprescindible. La exploración sería menos cansadora. La gravedad estaría de nuestro lado. ¿Encontaríamos al gordo Escudé en el edificio? ¿Por qué no había abandonado el Barolo? ¿Habría pasado desapercibo al salir y se encontraba en ese instante con alguna mina pasando la noche?
Cuando alcanzamos el tercer piso ya me dolían las piernas. ―Voy a tener que hacer más ejercicio. El Adriàn me miró sin decir nada. A pesar de su edad, Vallejos saltaba de escalón en escalón como si estuviera jugando a la rayuela. La tercera planta estaba por completo silente. Ni un solo ruido. Nada. Era como si hubiéramos alcanzado el espacio exterior. Los haces de las linternas buscaban indicios por todos los rincones. Cada pasillo y hall resultaron revisados.
―Si el gordo está en alguna de las oficinas no lo vamos a ver ni escuchar ―especulé. Vallejos guardó silencio. Seguimos avanzando. Finalmente, decidimos dar “el gran salto” hacia arriba. Abrí con cuidado la puerta del ascensor más cercano y entonces… la vi. ―¡Mierda! ―espeté, agarrándolo a Vallejos del hombro. ― ¿Viste eso?
―No. ¿Qué fue? ―Un sombra. Oscurísima. Me pareció verla atravesar aquel pasillo de un lado a otro. ―Flaco, cortala. Acá no hay nadie… Entonces, como si del genio de la lámpara mágica se tratara, una silueta de dos metros y medio altura, tan negra como una cascarudo y con dos focos rojos incandescentes a la altura de la cabeza, se materializó detrás nuestro.
Un frió tentáculo de horror pareció abrazar todo mi cuerpo y se me secaron los labios y justo cuando estábamos a punto de meternos en el elevador, la Cosa extendió, desde su espalda, unas enormes alas de más de dos metros de envergadura y emitió el chillido de un ratón. No alcanzamos al verle el cuello. El tronco se prolongaba hasta lo que semejaba una tupida y despeinada cabellera, e inmediatamente debajo, los más espantosos ojos rojos que había visto en toda mi vida.
Vallejos me arrastró al interior del cubículo, cerró la puerta y apretó el botón 14. Nos elevamos. ―¿Qué mierda era esa cosa? Mi pregunta era retórica. De todos modos el Adriàn respondió. ―Parecía un insecto gigante… Una polilla. ―¿De más de dos metros? ―O un demonio. No sé… ―Si “eso” lo agarró al gordo, está frito ―argumenté por lo bajo. ―Es probable, pero pensá en positivo. Puede que haya podido escapar, como nosotros. No había terminado de decir eso cuando el ascensor se sacudió cual coctelera. Perdimos el
equilibrio y caímos al piso. Algo (sabíamos qué) tenía al elevador agarrado desde la base y lo agitaba con una fuerza sobrenatural. Así todo, no dejamos nunca de subir. ―¡Agarrate! ―exclamé apoyando mis pies contra los laterales. Vallejos rebotaba de un lado a otro como si fuera una aceituna. Pero a medida que ascendíamos el ataque mermó. Cuando alcanzamos el piso 14 se había detenido por completo. ―¿Trajiste armas? ―preguntó Vallejos mientras se sacudía su ropa, quitándose el polvo. ―No… De todos modos, no creo que nos sirva de nada un arma convencional ―agregué. ―¿Por? ―Este bicho no es de este mundo. Es algo diferente. Parecería que se comporta por instintos. No creo que sea algo inteligente, como nosotros… ―¿Como “nosotros”? ―Satirizó Vallejos. ―Mirá en donde estamos. ¿Te parece inteligente? Ni ganas de sonreír tenía. El cagazo que me embargaba era mayúsculo. Descendimos en el piso 14. ―Hay que ir a donde encontraron el cuerpo de la primera víctima. Ojalá el gordo no esté allí.
La escalera en caracol, hecha de mármol de Carrara, ascendía siete plantas. Mi flujo de adrenalina era tan intenso que no me cansé en lo más mínimo. Cuando llegamos a destino apenas estaba agitado. ―¿Y el faro? ―preguntó Vallejos. ―Está un poco más arriba. Por esa escalerita ―respondí, señalando una estructura de hierro repujado por la que se podía subir una persona por vez. ―Voy yo ―le dije. ―Quedate acá y si pasa algo, pegame un grito.
Subí con sumo cuidado, tratando de oír el más mínimo sonido. Lo que menos deseaba era toparme de nuevo con ese monstruo gigantesco, sin previo aviso. Empuñaba la linterna con la derecha como si fuera un crucifijo. Cuando llegué a la base misma de la gran lámpara de 5000 watts advertí que el lugar era bastante más pequeño de lo imaginado. No más de cinco personas hubieran podido estar ahí al mismo tiempo. La claridad proveniente del exterior hizo que apagara la linterna y mirara hacia afuera. El espectáculo era literalmente dantesco, nunca mejor dicho desde el sitio en que lo observaba.
Toda la ciudad de Buenos Aires se extendía hasta el horizonte. Millones de luces titilaban acá y allá, compitiendo con el cielo estrellado de una noche despejada. Nunca la había visto desde tan alto. Era en verdad algo bello con todas las letras. Por unos segundos me olvidé del motivo por el que estaba en ese lugar. Fue entonces cuando me pareció escuchar un gemido apagado, proveniente de mi izquierda. Volví a prender la linterna y enfoqué directamente en dirección del sonido. Ahí estaba. En un rincón en sombras. Semejaba un fardo funerario precolombino, pero no eran mantas decoradas lo que cubrían el cuerpo en cuclillas que allí descansaba. El material que lo envolvía por completo era de la consistencia de las telas de arañas, pero mucho más fuerte. No se deshacían al tocarlas. Todo lo contario: se contraían al tacto, como queriendo impedir que alguien sacara lo que se escondía por debajo.
Otra vez oí ese gemido. No cabía la menor duda: provenía del “fardo”. Lo tomé con fuerza y usando la linterna a modo de cuchillo, arranqué de a pedazos la misteriosa tela. Pocos segundos después un rostro desencajado y macilento, con los ojos abiertos de par en par, apareció ante mi atónita mirada.
―¡Gordo! ―exclamé al reconocer la cara de Escudé. ―¡Gordo, despertate! ―dije imperativamente, mientras lo abofeteaba con fuerza para que reaccionara. ―¡Por Dios, despertá! Escudé estaba catatónico. No expresaba emoción alguna, pero respiraba. Estaba vivo. ―¡Vallejos! ―grité. ―¡Vení! ¡Lo encontré! ¡Acá está! Pero lejos de escuchar una respuesta de Adrián, sentí un alarido desgarrador salir de su garganta y un fuerte golpe seco, como si su cuerpo hubiera sido arrojado con fuerza contra la pared o el piso. Me quedé inmóvil junto a Escudé, observado con creciente angustia el hueco de la escalerita de hierro que bajaba. Recién ahí me di cuenta de que algo estaba subiendo hacia mi posición. Me puse de pie, cubriendo el cuerpo de Escudé para protegerlo. Al menos por un tiempo. Entonces, apareció.
Subía con dificultad. Era demasiado grande para un espacio tan pequeño. Arrastraba las alas contra las paredes y su rostro, ahora un poco más nítido, exhibía una boca dentada humedecida por una asquerosa baba que le colgaba. Pero los ojos (¡Dios, esos ojos!) eran lo más aterrador y estaban clavados en los míos.
Por un segundo creí sentir un leve mareo. ¿Me estaría hipnotizando? Nunca llegué a comprobarlo. Un brazo lleno de bello muy finito me impactó en el rostro y salí despedido contra los vidrios que cercaban la gran lámpara del faro. Escuché claramente cuando se rompían y mi cuerpo se proyectaba hacia el vacío. Estiré instintivamente un brazo y me agarré de algo frío y duro. Cien metros más abajo, la Avenida de Mayo parecía un fideo iluminado.
Colgaba como un muñeco de trapo y el viento, de consideración por la altura, me hizo ver que no estaba en una pesadilla. Aquello era real. El monstruo se acomodó en el reducido espacio del faro y se me acercó con dificultad. Era demasiado voluminoso. Se paró frente al vidrio astillado y se asomó para mirarme. Un olor nauseabundo impregnó mis fosas nasales. Miré hacia arriba, mientras intentaba apoyar los pies en algunas de las molduras externas del edificio. Indudablemente, esa “cosa” se parecía a una polilla gigantesca. Cuando sentí que estaba por perder otra vez el conocimiento, quité la mirada de esos ojos incandescentes y la enfoqué en su cuerpo enorme como el de un oso. Negro, repleto de pelo muy fino. Vi cómo el viento se los sacudía con fuerza.
La criatura estiró uno de sus brazos con la intensión de agarrar mi cabeza. Sus manos eran de tres dedos con garras, no muy largas pero filosas. Con un movimiento brusco, y a costa de perder mi escaso
equilibrio, lo evité; pero sabía que ya no tendría una segunda oportunidad. Sólo me cabían dos opciones: caer al vacío, desde la altura de una cuadra de largo o ser destrozado por las extremidades de la “polilla”. Apreté los párpados y me encomendé al Destino. De algo había que morir.
Si alguien me hubiera dicho seis horas antes de que a las tres y pico de la madrugada iba a estar colgando del Palacio Barolo a punto de perder la vida, perseguido por una entidad semejante a un insecto de proporciones inmensas, lo habría tratado de loco. ¿Quién podría creer en semejante estupidez? Sólo otro demente. Así todo, ahí estaba. Balanceándome como un péndulo y la criatura dispuesta a partirme al medio con sus garras. Pero nada de eso ocurrió.
Impensadamente, escuché un alarido estridente. Un grito que denotaba terror y bronca al mismo tiempo. Volví a dirigir la mirada hacia arriba y observé cómo la “polilla” salía despedida por encima de mi cabeza, precipitándose hacia la calle. Emitió el chillido de ratón y la perdí de vista. Dos segundos después, los dedos de Vallejos sujetaron mis muñecas y haciendo fuerza consiguió elevarme. ―Gracias… ―alcancé a musitar. Adrián asintió. Estaba todo transpirado. Un cenicero de pie, hecho de bronce, torcido por el impacto contra la bestia, permanecía tirado a un costado. Me reincorporé con dificultad y fuimos hasta donde estaba Escudé. Pestañeaba y tenía la boca abierta como un pescado. ―Gordo, ¿te sentís mejor? ―le preguntó Vallejos. Escudé lo miró extrañado. Volvió sus ojos hacia mí y me preguntó, apenas con un hilito de voz: ―¿Y éste desde cuando me dice “gordo”?
EPÍLOGO
El caso del Palacio Barolo, como lo denominamos, jamás fue resuelto. Tras las tropelías ocurridas en el faro, el guardia de seguridad llamó a la policía y para las cinco de la madrugada todo el edifico semejaba un mercado persa: había gente por doquier. Oficiales, enfermeros y médicos, patrulleros, ambulancias y, por supuesto, “un conocido de la casa”: el comisario Juárez, mi conocido. ―No hay caso con usted, Alfaro ―dijo el oficial, mientras encendía un cigarrillo. ―Siempre metiéndose en líos raros… ¿Por qué no se dedica a dar clases y se deja de joder? No le respondí. Me limité a esbozar una media sonrisa. Como era de esperarse: no nos creyó una sola palabra. Dio vueltas por el lugar de los hechos, se cercioró de que Escudé fuera dado de alta por lo médicos y se retiró sin decir más.
El fin de semana nos reunimos los tres en un café. Escudé estaba recuperado, pero no recordaba nada. Sólo que había entrado al palacio con la intensión de ir a buscarme después. Estaba seguro de que el extraño crimen del piso superior iba a interesarme.
Con Vallejos convenimos que lo que nos había atacado era un bicho no catalogado por la ciencia. ¿Un ser de otra dimensión? Imposible saberlo. De lo único que estábamos seguros es que no estaba muerto. Nadie encontró ningún cuerpo. Además, tenía alas. Y, a menos que fuera pariente de los avestruces, esa cosa volaba.
Nunca más volvió a reportarse un evento de esas características en el palacio de Avenida de Mayo. Y si alguien lo hizo, todos se callaron la boca. No salió a publicidad. Esgrimimos algunas hipótesis un tanto más realistas que la primera.
Vallejos lo relacionó con algún posible rito masónico. Sabía que los constructores pertenecían a la Logia de Libres y Aceptados Masones de la Argentina. Pero más allá de esa elucubración (para mí sin sentido) no hubo una explicación que nos satisficiera. Escudé especuló con seres extraterrestres, pero sin evidencia de ningún tipo.
Desde aquella noche de agosto de 1979, Avenida de Mayo —aquella que une Casa Rosada con el Congreso Nacional— no volvió a ser la misma. Al menos para mí, para el gordo y Adrián Vallejos.