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El misterioso asunto del vampiro
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Por FJSR
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Otoño de 1983 Cementerio de La Chacarita Buenos Aires 03:45 a.m.
Pasada la medianoche el cementerio era tierra de nadie. Demasiado extenso para ser vigilado eficientemente. Muy poco presupuesto para conservar en buen estado su muro perimetral, convertido en un verdadero colador. Todos sus serenos lo sabían. Eran concientes que desde las garitas que daban a la calle Guzmán resultaba imposible evitar que ciertas personas ingresaran al camposanto. Por otra parte, nadie iba a arriesgarse a incursionar por las densísimas sombras del predio, muñidos apenas por linternas de mala calidad. Las noventa y cinco hectáreas de tumbas eran por demás oscuras y peligrosas una vez que el sol se ponía.
Los rumores circulaban, especialmente entre sus empleados. No faltaban las historias de fantasmas deambulando y llamando por sus nombres a los valientes que se animaban a recorrerlo; o las referencias a traficantes de drogas, prostitutas o saqueadores de placas de bronce, haciendo sus negocios en la necrópolis. La Chacarita mutaba con las sombras, convirtiéndose en un escenario turbio y desconocido para las mayorías. Un universo alternativo en el que se podían dar infinitas posibilidades. Aún las más truculentas.
Vitelius Pratt lo sabía. Había estudiado por meses todo ese movimiento clandestino. De ahí que se sintiera relativamente seguro recorriendo las calles de cementerio, sin temor a ser descubierto por nadie. El miedo paralizaba a los cuidadores, manteniéndolos en la zona de confort de sus rústicas oficinas; donde pasaban sus horas laborales tomando mate y hablando de fútbol. Pero Pratt tampoco estaba solo. Sus cinco compañeros lo seguían como si fueran perros falderos, fascinados por la seguridad que despertaba el líder; moviéndose como pez en el agua en plena oscuridad. Si algo tenían claro era que Vitelius los protegía y que a su lado nada malo podía ocurrirles.
Avanzaban en silencio. No tenían permitido hablar, a menos que Pratt lo indicara expresamente. Buscaban un mausoleo de la Sección 6. Una cripta de mármol negro, con dos ángeles de la muerte
tallados sobre el techo y un escudo de armas grabado en piedra, a un lado de un portón de hierro repujado. Debía tener una fecha exacta, 7 de julio de 1930. Ni un día más, ni un día menos. Y un nombre: Arnoldo Ibérico Barone.
Con todos esos datos no resultó complicado ubicarla en un pasillo angosto, junto a la desgastada y casi ilegible lápida de la tumba de un médico fallecido a fines del siglo XIX. Pratt verificó que las señas fueran las correspondientes y de inmediato le ordenó a uno de sus seguidores que arremetiera contra el portón usando la barreta de hierro que traían. Bastaron tres intentos para que las cadenas, que envolvían los pesados picaportes de la cripta, cedieran ante la presión. Entraron cuatro, Vitelius y tres más. Los otros dos permanecieron afuera, escoltados por la oscuridad, fungiendo de “campanas”. El recinto era pequeño. Unos dos metros por dos; con una altar en el centro y media docena de placas conmemorativas, colocadas a lo largo del tiempo por los deudos, en muestra de amor, respeto y agradecimiento. —¿Dónde están los cajones? —preguntó el profanador más joven del grupo. Vitelius Pratt le lanzó una mirada furibunda. Detestaba muchas cosas, pero la ignorancia era de todas, la peor. —Levanten la tapa de plomo —ordenó desatendiendo la pregunta y señalando el cerramiento que estaba en el suelo, ocupando algo más de la mitad de la superficie de la salita muortoria. Ese era un trabajo de dos. Metieron la punta de la barreta por uno de los costados, hicieron palanca y con un sonido seco la tapa cedió. La quitaron con cierta dificultad. Pesaba mucho. Una escalera en caracol hecha en ladrillos sucios y húmedos se desplegó hasta un subsuelo que tenía tres veces el tamaño del nivel superior. Recién entonces Pratt encendió una linterna de alto voltaje y bajó primero. El trío lo secundó unos segundos después.
En la pared del fondo del subsuelo estaba el ataúd que buscaban, acompañado por cuatro féretros más, ubicados a derecha e izquierda del primero. El del centro era de calidad superior. Con sus puntas redondeadas, de caoba y manijas de bronce. Estaba cubierto por una fina capa de polvo y telas de arañas en sus puntas. Pratt se detuvo ante el cajón y permaneció un larguísimo minuto observándolo con devoción y respeto. No dejó un solo centímetro por mirar. Sabía que aquel era un momento histórico y que, algún día, muchos hablarían al respecto. Terminado el momento de introspección, indicó que lo abrieran.
Le temblaban las manos y las rodillas. Finalmente, después de tantos años e investigaciones, lo tenía frente a frente.
Sus tres colaboradores alejaron el féretro de la pared, le sacudieron la mugre acumulada y una vez más, con la barreta multiuso que traían, hicieron fuerza y la tapa crujió. Insistieron aplicándole más fuerza hasta que cayó al piso, dejando el contenido del cajón a la vista de todos.
Esperaban encontrarse con un cuerpo reseco y duro. Un cartón deshidratado capaz de ser movido con una sola mano, pero la sorpresa fue total. Lo que en realidad tenían ante sus ojos era el cadáver de un hombre alto, morocho, decapitado y en perfecto estado de conservación. Su cabello parecía sedoso y tenía las uñas en extremo largas. El cuerpo, separado de la cabeza por apenas unos centímetros, vestía un traje oscuro muy antiguo, de solapas anchas y botones dorados. El más joven retrocedió cuando Pratt lo hizo a un lado de un empujón y se asomó en el féretro sonriendo de satisfacción.
—Pero… ¿cuándo murió este hombre? —preguntó el muchacho, empezando a ponerse nervioso. Vitelius se tomó su tiempo. Indagó el cadáver con cuidado. Quitó del cajón una serie de tallos que rodeaban el cuerpo y las tiró al piso. Recién entonces respondió: — Aunque parezca mentira, el caballero que tienen ante ustedes fue asesinado en 1828.
Universidad del Norte Buenos Aires Una semana después 04:14 p.m.
Me encaminaba hacia el curso donde debía impartir clases cuando me crucé con Adrián Vallejos saliendo de un aula.
—¿Terminaste? —le pregunté mientras hacía malabares con tres carpetas cargadas de apuntes. —Sí, señor. ¡Por suerte! —respondió aflojándose la corbata. —¿A qué hora regresás a Mar del Plata? ¿Tendremos tiempo para cenar juntos? —El micro sale a las once. Si vos te desocupás temprano, podemos… —¡Listo, entonces! Termino a las siete y media. Te busco y vamos a cenar. —Dale. Vos pagás…
Entré en un curso atiborrado de alumnos. Saludé y me senté junto al escritorio que presidía todo el salón. Me tomé un par de minutos para firmar el libro de actas y esperar a que el murmullo se fuera apaciguando. Cuando las voces se acallaron di por comenzaba la ponencia. —Como les comenté la última vez que nos vimos, hoy vamos a tratar un tema que, en lo personal, me resulta por demás entretenido e interesante: la epidemia vampírica que asoló a Europa Oriental a fines del siglo XVIII. Un fenómeno cultural pocas veces estudiado que decidí incorporar al programa este año. Los alumnos se acomodaron en sus bancos y se aprestaron a tomar apuntes. Era una buena señal y aprovechando el contexto me lancé de llenó con el tema de los chupasangre. —Presentes en el folclore, la literatura y la historia, los vampiros se levantan de sus tumbas denunciando muchas cosas al mismo tiempo. Lejos de permanecer callados (o vulnerables a las supersticiones de las que ellos mismos son parte), sus mortales y terroríficas irrupciones en el seno del imaginario de occidente son siempre señales de inestabilidad y crisis. De vacilación intelectual. De miedo a la muerte y a los muertos. Muchas veces también de resistencia al cambio. El “revenido”, el “no-muerto”, el “chupasangre”, es el Otro que regresa para pervertir el alma de sus víctimas. Para seducir con su presencia las creencias y cosmovisión dominantes. Y así como el siglo XIV puso en duda el poder de Dios sobre su creación (matando a millones con la peste), en el siglo XVIII, las historias que los tuvieron como protagonistas, vinieron a cuestionar el imperio de la racionalidad, que el movimiento ilustrado intentaba plantar en el centro de la sociedad contemporánea. Espejo de lo que el hombre no quiere ser y materialización de los tabúes más profundos, construidos a lo largo del tiempo, el vampiro, con sus múltiples e inquietantes denominaciones, pone sobre el tapete cuestiones no dichas en voz alta. Ésas que siempre están, pero se esconden. Que se disfrazan para asustar menos y que, aún así (tal vez por eso mismo), siguen presentes en el alma humana. Incrustadas. En lucha permanente contra la seguridad que erigimos para engañarnos y vivir la existencia como si nada perverso sucediera. Entonces, sin aviso, saliendo de una nube preternatural, el vampiro muestra sus colmillos sanguinolentos enfrentando los mitos en que nos apoyamos. Debilitando los Grandes Relatos que falsamente nos protegen de los tabúes, de la peste, de la enfermedad y de la muerte. El vampiro es el ser que expande aquello que está prohibido. El que nos seduce con el sexo, la homosexualidad y el incesto, la inmortalidad, la violencia, el sadismo extremo y la relatividad de las creencias. En suma, el vampiro es una terrible molestia que hay que erradicar con una estaca, a sabiendas de su inminente e inevitable regreso. Porque si de algo estamos seguros es de que siempre regresan. Desde fines del siglo XVII y principios del XVIII, reinos y principados de Europa oriental se vieron sofocados por una ola de terror que tuvo como principales protagonistas a variados vampiros. Muertos-vivos que salían de sus sepulturas esparciendo la muerte y el contagio entre sus familiares y amigos cercanos. Al menos eso fue lo que la gente creyó.
Repentinamente una mano se elevó desde el fondo del salón. Era un alumno. Se llamaba Rubén Begher. —Tengo una pregunta —dijo sin bajar el brazo. —Adelante… —¿Qué hay de Argentina? ¿Se dio en algún momento un fenómeno parecido? ¿Usted que cree? Era una excelente pregunta. —No que yo sepa—respondí—. Aunque en el período colonial, especialmente en el Alto Perú, corría el rumor de los “sacamantecas”, una especie de criaturas sedientas de grasa humana. Pero, según parece, eso era parte del folclore precolombino, no europeo; como tantos otros seres mitológicos que acostumbran, según los relatos, a beber sangre. De vampiros al estilo Conde Drácula —sonreí—. no hay registros. Al menos que yo conozca.
Promediando la tarde redondeé el tema, le di un broche final, saludé a todo el mundo, agarré mis apuntes y salí al pasillo. Dos pasos por delante de mí, Begher me hizo un gesto para que lo esperara y se me acercó.
—Profe, ¿me puede conceder unos minutos, por favor? Es importante —dijo con extrema educación.
—No hay problema —asentí mirando el reloj pulsera—. Pero metele porque en un rato tengo una reunión.
El muchacho titubeó. Parecía no saber cómo arrancar. Finalmente, tras percatarse de que nadie más que yo lo escuchaba, reseñó lo siguiente: —La pregunta que le hice hace un rato en clase tiene una razón de ser bien concreta. Puedo asegurarle que hay historias de vampiros en nuestro país. —¿Encontraste algo en algún archivo? ¿Algún documento que haga referencia al tema? —Algo mucho más tétrico, profesor. Sé en donde tienen escondido a un vampiro real, aquí, en Buenos Aires.
Barrio de Colegiales Dos noches más tarde
El joven Begher no descansaba bien desde hacía más de una semana. Había invertido sus horarios de descanso: dormía de día y se mantenía vigilante la mayor parte de la noche. Tenía miedo. Desde aquella incursión al cementerio que hiciera con Pratt, su cosmovisión había cambiado
radicalmente. Ya no distinguía entre fantasía y realidad. Temía estar al borde de la locura y, para colmo de males, nadie parecía creerle nada de lo que contaba. El reloj despertador de su habitación empezó a sonar, marcando las dos de la madrugada, sacándolo del estado de sopor en el involuntariamente había caído. Se levantó del sillón en el que descansaba, caminó hasta el cuarto, apagó la campanilla y volvió a fijar la alarma para que sonara en una hora exacta. A las tres. Ése era el método que había encontrado para conservase despierto, evitando caer en lo más profundo del sueño. Un ritual impiadoso, torturante y poco eficaz. No iban a sorprenderlo con la guardia baja, así como así. Daría batalla en tanto pudiera. Volvió al living. Se asomó por entre las hendijas de la cortina plegable y miró afuera. Era una noche fría. Desde le cuarto piso, sin abrir la ventana, era imposible ver la calle. De todos modos, el mutismo absoluto en el que estaba inmerso barrio indicaba que no andaba un alma. Se tiró de nuevo en el sillón, no sin antes acomodar prolijamente las dos trenzas de ajo sobre el respaldar y agarrar con fuerza un pequeño crucifico con la mano izquierda. Se acomodó, subió un poco el volumen de la radio portátil que tenía en la mesa ratona del costado y al cabo de quince minutos, a contramano de todo lo planeado, se quedó dormido. Morfeo había vencido.
Volvió a despertarse diez minutos antes de que el reloj volviera a sonar. Un sonido conocido lo fue desvelando lentamente. No alcanzaba a entender qué era. Tardó un minuto en darse cuenta de que aquello era idéntico al arrastrar de chancletas sobre el parquet del piso. Unas chancletas que Begher recordaba muy bien a pesar del tiempo transcurrido. Entonces escuchó una voz que lo llamaba por su nombre y que también conocía. —Rubén… Rubén… Soy yo, Rubén. Luchó por abrir los párpados, que le pesaban de un modo extraño. Pestañeaba intermitentemente. Se sintió mareado. Aún así, logró ponerse de pie y mirar en dirección de la voz. —Rubén… Rubén… Quitá esos ajos del sillón. Sácalos. Dan feo olor. Begher entornó sus ojos para poder ver mejor. Su mirada, nublada, consiguió vencer ese velo de lagañas que creía tener y en ese instante la reconoció. —¿Mamá?... —murmuró entrecortado, casi como si estuviera borracho, sin entender bien lo que veía—. ¿Qué hacés acá? —Vine a ayudarte, mi amor… Pero sacá esos ajos. Vos sabés que me hacen mal. Por favor, Rubén… Semisonámbulo, tomó las ristras y las tiró a varios metros de distancia del lugar en donde estaba. —Gracias, Rubén… Gracias, mi ángel…
¿Ángel? Su madre nunca lo había llamado “ángel”. ¿Por qué le decía así ahora? Además… —Rubén… Rubén… Tirá también lo que tenés en la mano… ¿Para qué lo querés? Vos no creés en esas cosas… Tiralo, dale… Begher apretó el puño en el que tenía el crucifijo. No quería soltarlo, pero la voz de su madre era más poderosa que su propia voluntad. “Tiralo”, repitió la cadenciosa voz. “Tiralo…” Y lo tiró, del igual modo que a la trenza de ajos.
Su cabeza le latía al ritmo del corazón. Sentía estar dentro de un sueño extraño. Obedecía a su
progenitora como si fuera un niño, pero… No terminó de organizar el argumento cuando recordó que su madre había muerto hacía más de cinco años.
Al volver la vista hacia la figura que se le acercaba reconoció los colmillos de la criatura; y para cuando su mente empezaba despejarse sintió cómo se le clavaban en el cuello. Entonces reconoció que había sido engañado.
Veinticuatro horas después Barrio de La Chacarita 10:00 a.m.
Tiré el diario sobre la mesa y corrí al teléfono. Aquel titular me había sacado de mi equilibrado eje de siempre. Me sentí angustiado, con culpa y desesperado por entender qué mierda era lo que le pasaba al mundo.
TELAM- Buenos Aires. “El cuerpo sin vida de un estudiante originario de la provincia de Entre Ríos fue encontrado ayer en el departamento que alquilaba en la calle Virrey Loreto al 1200. Rubén Begher, de 24 años, fue hallado en su bañera sin una sola gota de sangre y con claras muestras de haber sido atacado por el cuello. Los vecinos ya empezaron a especular con la fantasiosa posibilidad de que un “vampiro” deambula por el barrio de Colegiales”.
—Adrián, no lo vas a poder creer —dije cuando Vallejos atendió la llamada desde su casa de Mar del Plata—. ¿Te acordás de ese muchacho del que te hablé los otros días en la cena? —¿Cuál? ¿El que hizo referencia a un vampiro en Buenos Aires? —El mismo.
—Lo mataron. El diario dice que lo encontraron en su casa sin una gota de sangre en el cuerpo. —¿Te vas a poner a investigar? —Me veo en la obligación moral de saber bien qué pasó. Me siento en parte responsable por no haberle creído en su momento.
—Vos no tenés culpa de nada, Flaco. Y en cuanto a haberle creído o no, convengamos que lo que te dijo era, mínimanente, bizarro. Guardó silencio unos segundos y preguntó: —Yo tengo por allá clases la semana que viene, pero si querés viajo mañana. ¿Necesitás ayuda? —No, no, dejá. Cualquier cosa te aviso. Gracias. —¿Y qué vas a hacer? —Por lo pronto ir a su funeral.
La casa de velatorios se encontraba justo cruzando en diagonal del Cementerio de Chacarita. Casa Ruanno. Y había gente joven aún en la vereda. Varios me saludaron al verme llegar. Todos eran alumnos míos en la universidad.
Ingresé a la capilla ardiente y me detuve unos pocos minutos frente al féretro cerrado. Un anciano lloraba desconsoladamente. Su padre, con toda seguridad. Miré alrededor y detecté a una jovencita llorar tanto como su progenitor. Salí a la calle, prendí un cigarrillo y me quedé lamentándome con algunos de los muchachos, esperando ver salir a esa chica tan compungida. Cuando finalmente lo hizo le pregunté a mis interlocutores quién era. “María Luisa, su novia”, escuché que alguien respondía. Inmediatamente saludé al grupo y me acerqué a la mujer. Me presenté. Cuando escuchó mi nombre pareció ponerse peor. Le di un abrazo y me dijo: —Usted era uno de sus profesores preferidos. Se me formó un nudo en la garganta. Así todo alcancé a preguntarle qué creía que le había pasado. —No lo sé, Alfaro. Pero Rubén estaba muy raro desde hacía por lo menos quince días. —¿Raro? ¿En qué sentido? —Tenía miedo. Estaba en guardia a mayor parte del tiempo y se alejó mucho de mí. —Pero, ¿te comentó algo del por qué de ese cambio? —No, pero yo creo saber el motivo. —¿Cuál es? La chica se secó las lágrimas, buscó entre la gente a una persona en particular y cuando la ubicó me la señaló con la barbilla, disimuladamente. —Aquel tipo de allá. Se apellida Pratt. Tiene un grupo de estudios esotéricos o algo por el estilo. Rubén empezó a frecuentarlo hace unos tres meses y, desde entonces, sobrevinieron los cambios. Cada vez era peor. Hasta que prácticamente dejó de hablarme.
Le volví a dar mi pésame y la chica se retiró acompañada por dos amigas. Miré en dirección del tal Pratt. Se mostraba serio, pero no triste; y tras estudiarlo por algunos minutos advertí que ese enano con rulos sólo socializaba con cuatro personas. Cuando abandonaron el velorio y se subieron todos a un Chevrolet modelo 1975, decidí seguirlo con el Gordini.
Sesenta y ocho kilómetros más tarde, y manteniendo una distancia prudencial del auto que perseguía, arribamos al pueblo de Luján, famoso por la inmensa, imponente y hermosa basílica neogótica de Nuestra Señora; fuente turística y centro de peregrinación de miles de católicos. Recorrimos la avenida 9 de Julio, bordeamos la pelada y embaldosada Plaza Belgrano y nos desviamos por la derecha de la puntiaguda construcción hasta que detuvieron el auto frente a un parque de diversiones de medio pelo, justo por detrás de la iglesia. La Biblia y el calefón. Pratt y los suyos descendieron. El parque estaba cerrado. Aún así se abrieron paso por un gran portón de madera del que tenían las llaves y los perdí de vista.
Por primera vez en mucho tiempo me sentí algo desvalido. En todas las aventuras corridas con anterioridad, Vallejos estaba siempre brindándome su apoyo permanente. Era raro encarar una investigación sin él. Solventé llamarlo desde casa esa misma noche, cuando regresara a Buenos Aires. Por el momento, tenía que comer algo y esperar a que bajara el sol. Ya tenía resuelto entrar al parque subrepticiamente. Ubiqué un barcito desde el cual era posible ver el portón de ingreso y entre cafés y sándwiches de jamón y queso las horas se pasaron relativamente rápido.
ARGENPARK, Luján 09:30 p.m.
Cuando Febo se escondió tras el horizonte, el pueblo quedó más desértico de lo que había estado todo el día. Los ladridos de perros lejanos se escuchaban a la perfección, seguramente quejándose del frío que empezaba a levantarse. Me evité la solapa del saco, ajusté mi sombrero de corderoy y me dirigí hacia el hueco que ya había detectado en el alambrado perimetral, unas horas antes. Iba a resultarme fácil entrar en el predio. Y así fue.
Los juegos eran antiguos. La mayoría estaban oxidados y me retrotraían a mi niñez, cuando solían llevarme a disfrutar de las atracciones de parques que ya no existían. Avancé con cuidado tratando de tener siempre alguna edificación grande que me sirviera de refugio hasta que vi a lo lejos una casa prefabricada con las luces prendidas. Con toda seguridad allí se reunían Pratt y los suyos. Me acerqué lentamente y, no sin correr un gran riesgo, me asomé (apenas) por una de las ventanas, agudizando el oído. No había nadie. La casilla estaba vacía. Me asusté. ¿En dónde estaban? No los había visto salir y el Chevrolet seguía en el lugar de siempre. Volví sobre mis pasos en dirección a la Samba, una atracción circular, con bancas adosados en sus lados y que gira a velocidad frenética, alimentando la adrenalina de los participantes. Por supuesto que permanecía silente. Semejaba un tanque de agua, como los que hay en el campo, todo pintarrajeado de vivos colores. Bordeé el juego y reconocí, a unos veinte metros de distancia, una de las fuentes de mis terrores infantiles más profundos: El Tren Fantasma. Recién en ese momento sentí que me apoyaban el cañón de un revólver en la nuca.
Vitelius Pratt me conocía. Sabía mi nombre y apellido, mi función en la universidad y el contacto que había tenido con Rubén Begher antes de ser asesinado. De todo eso me enteré maniatado a una columna, dentro de un galpón sembrado de columnas de hierro y paredes de color negro que disimulaban unos rieles en los que había tres carritos con espacio para dos personas. No había la más mínima duda: estaba prisionero en el corazón mismo del Tren Fantasma.
Pratt y su doble par de secuaces me rodeaban. Todos tenían sus pistolas calibre 38 ajustadas a los cinturones y vestían unos extraños atuendos color rojo que les llegaban casi al piso. Si querían informarme que pertenecían a una secta satanista, lo habían conseguido con creces. Durante más de una hora me interrogaron sobre cuestiones de las que —me di cuenta— ya conocían sus respuestas. Me estaban testeando y yo no sabía cuándo o no decir la verdad. Corrían con ventaja. Pero algo me quedaba muy claro: Pratt era uno de los principales responsables por la muerte de mi alumno.
Tuve que esperar un tiempo hasta que finalmente el panorama empezó a ser un poco más claro. Y todo fue gracias a la verborragia de Vitelius Pratt.
—Begher resultó ser un cagón. Demasiado joven e ignorante para ser parte de mi grupo — explicó—. Debí darme cuenta antes, pero reconozco que me equivoqué con él. Los cobardes no deben ser parte de la historia. Y ese chico lo era. Desde el momento mismo en que fue hablar con usted se cavó su propia tumba. ¡Maldito idiota! Había prometido solemnemente mantenerse callado, pero no pudo. Su temor fue más grande y acá estamos, con usted involucrado en un problema que nunca fue
suyo.
—Suelo estar en el lugar y en la hora equivocada muchas veces —agregué intentando de ser simpático y cogoteando atado al poste para seguir los pasos de mi captor. —Es una lástima, profesor Alfaro, pero así se dieron las cosas… —En cuanto al vampiro del que Begher me habló, ¿qué hay de cierto? ¿Cómo hicieron para desangrarlo del modo en que lo hicieron? Pratt me clavó los ojos, frunció el ceño sorprendido y exclamó: —¡Ah, usted cree que fuimos nosotros! ¡Ja, ja, ja! Creo que todavía tiene que expandir mucho su cabezota, Alfaro. ¡Mucho más!
Buenos Aires Doce horas después 11:15 a.m.
Ya era una costumbre instalada que Adrián Vallejos tuviera un juego de llaves de la casa del Flaco, como le gustaba llamarlo; y dado que no siempre coincidían en sus horarios, Alfaro —que le confiaba su vida— se sentía más seguro y en plena libertad de movimiento sabiendo que su amigo podía entrar y salir cuando se le antojara. Al ingresar y recorrer la propiedad, Vallejos no encontró nada fuera de lugar. El orden habitual imperaba en todos los ambientes. Hasta la máquina de escribir, en el estudio, estaba cubierta por la franela de siempre. Lo único extraño era que Alfaro no aparecía por ninguna parte. Las reiteradas llamadas telefónicas habían puesto a Vallejos sobre aviso. El Flaco siempre atendía el teléfono y por eso intuía que algo malo pasaba. Sin pensarlo demasiado se había tomado el primer avión a Buenos Aires. Tenía que encontrar una pista que lo condujera a resolver el enigma y la encontró sobre la mesa de la cocina: una pila de recortes de diarios de los últimos diez días, cronológicamente ordenados. El último de ellos era el que hacía referencia a la muerte de Begher. El resto eran intervenciones periodísticas menores de diferentes medios que informaban brevemente sobre la muerte de una docena de mujeres y hombres; en las que todos compartían un elemento común (señalizado con una lapicera): profundas heridas en sus gargantas.
A Vallejos ya no le cabían dudas. Dos más dos siempre es igual a cuatro: Alfaro se había lanzado tras la búsqueda de una legendaria criatura nocturna y de seguro su amigo estaba en peligro. Se dirigió, entonces, hasta la mesita del teléfono y buscó en la libretita con números y nombres, que siempre descansaba a su lado. Recordaba que el Flaco tenía un conocido que solía asesorarlo en cuestiones extrañas. Sólo viendo su apellido escrito lo recordaría. Y allí estaba: Pepe Gostinelli. Inconfundible.
—No, Vallejos. A mí no me llamó —respondió Gostinelli del otro lado de la línea—. Hace meses que no lo veo o hablamos. ¿En qué nuevo quilombo se metió ahora ese loco? —Algo que está relacionado con la muerte de ese muchacho de Colegiales. Era su alumno. —¡Ah, sí! Algo leí en la prensa. Al que lo encontraron sin sangre, ¿verdad? —Ese mismo… —Pues, mire Vallejos, si Alfaro me hubiese llamado lo habría derivado a un especialista en esas cuestiones paranormales tan truculentas. Es un viejo librero. Tiene su local, desde hace años, en Avenida de Mayo, a metros del Palacio Barolo. Ya está bastante anciano, pero la cabeza le funciona a mil.
—¿Y cómo se llama ese librero? —Su nombre es Beluchi, Toni Beluchi.
Aquel local antiguo, de paredes altas y techos de lujosa y decorada mampostería, era un verdadero cementerio de libros viejos. No había un solo rincón que no los contuviera en cantidades industriales. Desde el piso al techo, millones de páginas escritas aguardaban ser adquiridas, protegidas por tapas de todos los colores imaginables. Predominaba el ocre, el rojo apagado y desgastado por el tiempo, así como el gris y el verde oscuro. Un porcentaje incalculable era de tomos muy antiguos, incunables; tal vez anacrónicos y desactualizados en más de un enfoque, pero vistosos cuando, en grupo, invadían como un germen los espacios del negocio. Vallejos traspasó la puerta y se quedó impresionado. Su propia y nutrida biblioteca no era nada ante semejante acumulación de tomos. Avanzó por el local en dirección a un escritorio de caoba sitiado por libros de todo tipo y, viendo que no había nadie a la vista, dio tres palmadas para llamar la atención.
Una puerta que daba a un sótano se abrió lentamente y un anciano de unos ochenta años, por completo canoso, de saco, camisa blanca y pantalones con tiradores, hizo su aparición arrastrando los pies y sostenido por un hermoso bastón, cuya empuñadura tenía tallada la cabeza de un lobo. Vallejos lo vio venir y cuando lo tuvo a tiro le extendió la mano. —¿El señor Beluchi, supongo?6 —Sí —respondió el anciano apretando su diestra.
Pepe Gostinelli le había informado que Beluchi había sido uno de esos personajes que rara vez se topa uno dos veces en la vida. Un librero de viejo que había sabido enfrentarse a decenas peligros sobrenaturales, en los que nadie —o muy pocos— creía. Alto, delgado y de mejillas hundidas por el paso de los años, Toni Beluchi seguía exudando entusiasmo con su mirada. El espíritu de aventura podía respirarse en el ambiente. Vallejos se presentó. Le señaló que venía de parte de Pepe Gostinelli y tras una apretada síntesis de la situación que lo había llevado a verlo, preguntó: —Dígame, Beluchi, ¿usted qué cree? ¿Puede que haya algo de cierto en ese tema del “vampiro”? El viejo se quedó mirándolo extasiado, como si su mente estuviera volando por otra época. Finalmente sonrió y, denotando la seguridad que sólo los años pueden darle a un hombre, repuso: —Por supuesto que sí, caballero. Los vampiros existen y muchos de ellos conviven entre nosotros. Lo que sucede es que nos negamos a creer en ellos. De ahí su fortaleza. Yo mismo me enfrenté a un nido de chupasangres en 1950. Están aquí desde tiempos inmemoriales. El upir que conocí había venido de su Valaquia natal. Se hacía llamar Ozlack. Pero hay otros. Eso lo supe mucho tiempo después… —¿Existe alguna forma para combatirlos en la vida real? —¿Leyó Drácula, de Bram Stoker? —Por supuesto, soy profesor en Letras. —En ese caso, profesor, tiene usted ahí los lineamientos generales. Ajo, estacas, crucifijos y el elemento sorpresa. No hay mucho más. Eso sí, hay que saber ubicarlos… —¿Y en dónde se esconden? —Algunos no necesitan hacerlo. Sólo les basta tener una buena casa donde pasar las horas del día y salir únicamente por la noche. Otros, a los que denomino “conservadores”, es decir, aquellos que han sido revividos en rituales hace muy poco tiempo, requieren de tierra consagrada por la Iglesia o traída de su lugar de nacimiento.
6 Nota del autor: Toni Beluchi es un entrañable personaje creado por el escritor argentino Martín Durand. Algunas de sus aventuras son posibles de leer en su libro Los Extraños Casos de Toni Beluchi, Librero de Viejo en la colección Los Encajonados, Editorial Cigarro Volador, Buenos Aires,2020.
—¿Me está diciendo que hay que buscarlos en templos y parroquias católicas? —intervino Vallejos sorprendido. —En algunos casos, sí. Siempre y cuando, claro, estén abandonadas. Pero no se confunda, señor. La tierra consagrada que buscan es para incrementar sus poderes, blasfemándola y practicando en ellas actos sacrílegos—. Hizo un impasse y continuó: —El “Mal” está extendido en el mundo y es muy poco lo que podemos hacer. Aún así, tenemos la obligación moral de seguir luchando. He perdido a muchos amigos en el camino, Vallejos. Pero todavía, con más de ochenta años sobre mis hombros, seguiré peleando según la medida de mis posibilidades. Vallejos empezaba a admirar al anciano. —Señor Beluchi, ¿cree factible que aquello que dijo el muchacho sea cierto? —¿Qué teníamos un vampiro real en Buenos Aires? ¡Por supuesto que sí! Pero permítame que le diga algo más. Es sólo una hipótesis, por supuesto. Mire, si a esa sanguijuela, los que la resucitaron de algún modo, la ocultaron en alguna parte de la ciudad, póngale la firma que, tras el escándalo mediático desatado en Colegiales, ya deben haberla mudado a otro sitio más seguro. —No se me ocurre cuál… —A mí tampoco —sentenció Beluchi—. Pero se dará cuenta de ello oportunamente. —No tengo mucho tiempo. Creo que mi amigo está en peligro. —Ese es otro tema, señor. Sobre el cual ni usted ni yo puede decir ni hacer nada. La solución surgirá sola. Cuando menos lo sospeche. Sólo espero que sea a tiempo…
Vallejos salió de la librería y avanzó pensativo por Avenida de Mayo en dirección al cancelado Congreso de la Nación. Las palabras del viejo seguían dándole vueltas en la cabeza. En eso advirtió que estaba justo enfrente del Palacio Barolo. Se detuvo, miró la sima del edificio y no pudo dejar de sentir una profunda y angustiante inquietud. Viejos recuerdos.
Orillas del Río Lujan Diez horas más tarde
El puentecito colgante estaba apenas iluminado por un débil foco a mitad de camino, entre una orilla y la otra. Era angosto, movedizo y muy poco seguro. Pero para Victoria Berti, tras todo un día de trabajo, era el camino más corto a casa. Se había atrasado un poco. La contabilidad del quiosco, aunque sencilla, se le había complicado a último momento. Quería llegar rápido, cenar y ponerse a ver tele.
Jamás imaginó que esa noche, en ese puente, iba a ser atacada y consumida en vida por una criatura de tez pálida, alta y con enormes colmillos brotando de su boca. Unas pocas horas después, un vecino encontró su cadáver completamente desangrado.
Buenos Aires Al día siguiente 07:30 a.m.
Había apenas dormitado un par de horas. Estaba cansado, tenso, sin la posibilidad de relajarse. La noche resultó larga, por momentos tediosa; buscando nexos que lo orientaran, indagando en los recortes que Alfaro había dejado sobre la mesada de la cocina y masticando de atrás para adelante lo que Beluchi le había contado.
“Los vampiros existen y conviven entre nosotros”. Vallejos tenía sobradas experiencias para creer a pie juntillas en esa frase. De ahí la angustia que lo embargaba, la sensación de impotencia de no poder hacer nada por el Flaco. Pero ya lo tenía decidido: a media mañana haría la denuncia en la policía, por más que se rieran en la cara.
Pero no hizo falta. El universo conspiró en su favor. Tal como el librero de viejo sentenciara, “la solución surgirá sola”. Y surgió cuando el quiosquero del barrio pasó por debajo de la puerta el periódico de aquel día.
“OTRO CADÁVER DESANGRADO A ORILLAS DEL RÍO LUJÁN”
¿Luján? Vallejos ató cabos. ¡Tenía la pista que buscaba! La lucha entre el Bien y el Mal parecía empezar a equilibrase. Una vez más los conceptos de Beluchi resultaron incuestionablemente valiosos.
ARGENPARK, Luján 02:45 p.m.
Lo había visto y, aún así, no lo podía creer. Mis más terroríficas pesadillas de la infancia se habían vuelto realidad. ¡Los vampiros humanos, los no-muertos de la literatura romántica, deambulaban por Argentina! ¡Rubén Begher no me había mentido! Claro que el monstruo que Vitelius Pratt me había mostrado de lejos no se parecía en nada al elegante conde transilvano. Su aspecto de campesino desalineado, barbón y fríos ojos negros, estaba muy lejos del Bela Lugosi que tanto me atemorizara en la niñez. La bestia revivida por la secta de Pratt era otra cosa. Un animal sediento de hemoglobina, sin los modos cortesanos de la literatura y con una inteligencia limitada, orientada únicamente a hacer crecer “su nido” para imponer su corte demencial en todo el mundo. Un ser mucho más instintivo que racional. Aún para mí, todo aquello resultaba por demás descabellado. Pero era real.
El cuerpo ya no me respondía. Tras tantas horas atado a ese poste, en el interior del Tren Fantasma, las piernas estaban flojas y empezaba sentir los efectos de la deshidratación. Pero el cerebro todavía me funcionaba relativamente bien. Era conciente del peligro que corría y que, en breve, la suerte se iba a terminar. Pensar en la sola posibilidad de pasar a formar parte de ese ejército de sangujuelas humanas, me atormentaba el alma. Haría lo imposible para evitarlo. Todo. Incluso el suicidio si fuera necesario.
De acuerdo con el relato que me hiciera Pratt durante las horas muertas de mi cautiverio, el vampiro que habían vuelto a la vida en una capillita privada del barrio de Palermo, se llamaba Arnoldo Fernán Verna. Había sido un hidalgo español perteneciente a la baja nobleza del siglo XIX que luchara contra los intentos independentistas de los criollos rioplatenses, aunque sin suerte. Maldecido por un sacerdote liberal, al momento de ser éste asesinado por sus propias manos, Verna devino en un no-muerto muy activo durante varios años. Recién a mediados de 1828, una secreta partida de cazavampiros federales le había puesto fin a sus sangrientas correrías. Decapitado y enterrado con nombre falso en la Recoleta, su cuerpo resultó exhumado en varias ocasiones con el sólo fin de desorientar a los satanistas que lo buscaban para volverlo a la vida. En 1878, ya en la por entonces joven necrópolis de Chacarita, sus restos cambiaron de lugar una y otra vez; encontrando recién en 1930 su última morada dentro un mausoleo de color negro, con nombre, apellido y fecha falsa de defunción.
Sólo los más persistentes adoradores de Satanás pudieron ubicarlo, tras décadas de investigación en archivos estatales y parroquiales. En ese sentido, Vitelius Pratt quedaría en la historia del mal como el gran pesquisidor. Ahora Don Verna, como lo llamaban con temeroso respeto, acumulaba poder y energía en un parque de diversiones de medio pelo de la provincia de Buenos Aires.
—Imagínese, Alfaro —me había dicho Pratt—, la influencia que tendremos cuando el plan finalmente se concrete. No seremos, como ahora, simples peones descartables, sino alfiles de la oscuridad. ¡La mano derecha del Maestro Verna! Sus fieles y poderosos acólitos. Así, por fin, generando el caos y el pánico controlado que pretendemos, los actuales intentos por restaurar la democracia serán sólo una ilusión infundada y fútil. ¡La dictadura continuará! Pero esta vez dirigida, no por idiotas con uniformes, sino por un aristócrata sabio, equilibrado y eterno.
A mí no me cabía la más mínima duda de que ese tipo estaba loco de remate, pero, como los niños, los locos siempre dicen la verdad. Y eso era lo que más miedo me generaba. —Escúcheme, Pratt —dije en algún momento—, ¿qué piensan hacer conmigo? —¡Tiempo al tiempo, profesor! Don Verna vendrá hoy a conocerlo más… profundamente. ¡Alégrese, Alfaro! ¡Usted puede llegar a convertirse en un gran lugarteniente!
Una corriente helada e indescriptible me recorrió todo el espinazo. Volteé la cabeza en dirección del único ventiluz que había en ese sector del tren fantasma y advertí, con horror, que el sol empezaba a
ponerse.
Ahora, ya es de noche.
Deberían faltar unos pocos minutos para las cero horas cuando Pratt, tras una prolongada ausencia, entró al predio en el que me tenían prisionero. Sus cuatro secuaces lo secundaban como siempre, pero se los notaba distintos. Más temerosos. No tan soberbios como en los encuentros anteriores. Era claro que algo o alguien los tenía nerviosos. No tardé mucho en reconocer el origen de ese solapado malestar: Don Arnoldo Fernán Verna caminaba lentamente detrás de ellos, acercándose al poste en el que yo estaba maniatado. —Soy un hombre de palabra, Alfaro —rió Pratt—. Le prometí que vendría y aquí lo tiene—. Se volvió hacia Verna y le dijo: —Es él.
Verna me miró fijamente. Llevaba puesto un traje viejo, de solapas anchas, el mismo con el que lo había encontrado en el ataúd. Tenía la barba sucia producto de sus cenas anteriores. Lo que parecía tierra era en realidad sangre seca. Sus ojos estaban inyectados de color rojo, como si hubiera estado bajo el agua por horas y con los párpados abiertos. Se detuvo a dos metros de donde yo estaba. Eran más alto de lo que había imaginado. Algo encorvado, pero imponente en más de un sentido. No me dirigió la palabra. Sólo me observaba como un gato observa a una paloma segundos antes de saltar sobre ella. —Bien, señores —intervino subrepticiamente Pratt—, los dejo solos. Disfruten de la compañía mutua—. Y antes de irse me susurró con sarcasmo al oído: —Nunca me gustó ver cómo come la
gente…
El vampiro no me quitaba su mirada. Parecía extasiado o disfrutando por anticipado la bacanal de sangre con la que pensaba alimentarse; aunque debo confesar que en ningún momento me pareció un ser “sabio y equilibrado”, como había dicho Pratt. Sus ojos transmitían un vacío profundo. No había allí sentimiento alguno. Sólo hambre. Su boca se fue abriendo con cada paso que daba hacia mí, dejando ver una lengua violácea enmarcada por un par de colmillos curvos, largos y puntiagudos como dagas. Intenté mantenerlo a raya pateándolo, pero de nada sirvió. Estaba a su merced. Cerré los ojos y resignado me preparé para lo peor. La respiración entrecortada del depredador llegó nítida a mis oídos. Lo tenía a centímetros de la yugular. Entonces escuché una serie de pasos rápidos. Zapatos que se movían con premura. Que avanzaron y se frenaron de golpe en algún lugar del predio. Verna no atacó.
Abrí mis párpados en el instante mismo en el que Vallejos, esgrimiendo un crucifijo de hierro, se interponía entre Verna y yo, al grito de: —¡Retrocede, criatura inmunda! ¡Vade retro, Satanás! Verna reculó y se detuvo en seco a pocos pasos. Gruñía como un animal y mientras que con un brazo se tapaba los ojos, con el otro trataba de alcanzarnos. Sus uñas eran asquerosamente largas y sucias.
Sin dejar de apuntar con la cruz hacia el vampiro, Vallejos rodeo el poste y con la mano libre usó un cuchillo y cortó las sogas que me retenía. —¡Apurate! —reclamó agitado—. ¡Rajemos de este lugar! Me reincorporé con dificultad y en tanto Adrián me sujetaba por los sobacos, mantenía el monstruo a distancia sin bajar el crucifico. —¡Atrás! —gritaba—. ¡Atrás!
Verna obedecía, muy en contra de sus deseos. Retrocedía a medida que nosotros nos adelantábamos en busca de la salida del Tren Fantasma. Se sacudía como un borracho en
rehabilitación. Abstinente. Quería sangre. Mí sangre.
Llegamos hasta el enorme telón negro que nos separaba de la zona de rieles y lo atravesamos. A pocos metros sobre nuestra derecha había cuatro carritos encajados en las vías. Tenían como proa la horrenda cara de un payaso con la boca abierta y, a un lado y otro del corredor por el que avanzábamos, unos pintarrajeados muñecos plásticos de brujas, esqueletos y zombis.
Desde mi perspectiva podía observar el brazo extendido de Adrián agarrando con todas sus fuerzas el crucifijo que, a modo de trinchera mágica, nos mantenía lejos de Verna. No voy a negarlo: recordé aquellas viejas y ridículas películas de mi niñez. Pero cuando creíamos que íbamos a salir airosos de ese laberinto de corredores, escuchamos los disparos. Provenían de detrás de nosotros.
Sin mediar palabra nos tiramos detrás de los carritos. Verna, a unos cuatro metros nuestro, permaneció de pie sin poder avanzar porque, a pesar de la situación en la que estábamos, Vallejos nunca dejó la cruz de lado. Por el contrario, la mantuvo altiva, sin que ello le impidiera sacar con la otra mano una pistola calibre 32 de la cintura, y rechazar la balacera organizada por Pratt y su gente.
Parecía un cowboy de Hollywood con ambos brazos extendidos en direcciones contrarias. Uno con la cruz, frenando a la bestia. El otro con la pistola, frenando a sus esclavos. Por mi parte, echado en el piso, era poco lo que podía hacer. Me costaba enormemente moverme. Tenía todavía todo el cuerpo entumecido. Quería colaborar, pero no podía. Traté de sacar fuerzas de donde fuera y justo cuando empezaba a recuperarme un poco, el aullido de dolor de Vallejos me indicó que le habían dado en uno de sus hombros. Instintivamente soltó el arma y la cruz, que cayeron a mi lado. Verna reaccionó y empezó a levitar delante nuestro, acercándose con intensiones que imaginábamos muy bien. Ya nada se interponía entre sus colmillos y nuestros cuellos. Estiré el brazo, levanté el revolver, apunté y le disparé al pecho. Una, dos, tres, cuatro veces. El vampiro parecía volverse más y más fuerte con cada jalada de gatillo. Abrió más su boca, mostró sus dientes y, desde la altura que había alcanzado, se abalanzó sobre nosotros.
Pero el impacto de su cuerpo nunca llegó.
Una décima de segundo antes de que lo hiciera escuchamos un pronunciado siseo en el aire, seguido de un golpe seco, contundente: ¡TOK! Y al elevar la mirada observamos cómo una delgada estaca de madera había penetrado por el pecho de la criatura, al tiempo que un alarido desgarrador se filtraba por su garganta. Como si fuera una verdadera sanguijuela aplastada, la sangre brotó de su cuerpo a borbotones y se desplomó inerte, sobre el piso.
Pratt y su gente entraron en pánico. El Maestro, el Amo, la Bestia que dominaría el mundo yacía muerto a nuestros pies. Y no lo pensaron dos veces: salieron corriendo como locos de aquel corredor fantasmagórico. Recién entonces pude ve en sombras, hacia el final del pasillo, la silueta de un hombre anciano portando una ballesta entre sus manos. Minutos después supe el nombre de nuestro salvador: Toni Beluchi.
Buenos Aires Hospital Fernández Dos días después
EPÍLOGO
La intervención quirúrgica a la que Vallejos fue sometido había salido airosa. La bala extraída del hombro resultó inocua a cualquier tendón o músculo importante. Con algo de rehabilitación, Adrián se recuperaría en pocas semanas. Ese mismo día le iban a dar el alta y lo llevaría yo mismo en mi auto a Mar del Plata. Le ofrecí quedarme unos días, pero ya tenía una hermosa señorita dispuesta a cuidarlo en su convalecencia. Por mi parte, bastaron unos analgésicos y una correcta hidratación para sentirme
como nuevo.
Recién entonces, rehechos ambos, frente a frente en su habitación de terapia intermedia, pude cerrar algunos de los enigmas que me acuciaban desde hacía 48 horas.
Respecto de Verna es poco lo puedo decir: tras la balacera, encontramos su cuerpo por completo desintegrado, convertido en un montón de cenizas oscuras, que me tomé el trabajo de patear y desparramar por todo el lugar. Ese maldito monstruo ya no volvería a interferir en la vida de nadie. De Vitelius Pratt y los suyos no tuvimos noticias. Huyeron de parque de diversiones, de Luján, incluso de la ciudad de Buenos Aires, en donde fue buscado por la policía sin éxito. A partir de entonces pende sobre ellos la acusación de privación ilegitima de la libertad e intento de homicidio. Como es lógico, del vampiro no dijimos nada. Finalmente, Vallejos me explicó cómo había dado conmigo en Argenpark. —Fue gracias a tu bendito e inconfundible Gordini —dijo—. Ese autito, podrías decirse, te salvo la vida. De no ser por él no creo que hubiera podido ubicarte a tiempo. Por tu auto, estacionado cerca del parque, y por la noticia que publicaron en el diario que sindicaba a Lujan (tierra consagrada por la basílica) como escenario del crimen de la noche anterior. Todo se dio de un modo rápido y espontáneo. —¿Y el viejo? —inquirí. —¿Beluchi? ¡Un fenómeno! Insistió en acompañarme. Él es el principal responsable de nuestro éxito. Sin su colaboración no sé en qué hubiera derivado la cosa… —Estoy en deuda con los dos —agregué. —Ya encontraré el restaurante caro que permitirá que saldes lo que me debés… —sonrió Vallejos. En eso, una enfermera entró en la habitación. —Adrián —dijo—, el doctor acaba de informarme que en un par de horas te vas a tu casa—. Le guiñó el ojo, sonrió abiertamente y se fue. —¿Adrián? —intervine risueño—. ¿Desde cuándo tanta confianza? — . Vallejos se reincorporó y levantó la ceja izquierda. —Uno tiene sus recursos, amigo mío…
Nos cruzamos con Toni Beluchi un par de veces más, dos meses más tarde. Compartimos con el anciano la cena prometida y algunas charlas interesantes en su librería de viejo de Avenida de Mayo. Después, las circunstancias de la vida cotidiana hicieron que las prometidas futuras reuniones se fueran posponiendo y dejamos de tener noticias de él.
Así todo, no hay noche de tormenta en la que no recuerde aquellas palabras que nos repitiera sentado frente a su escritorio rodeado de libros: “Los vampiros existen y están entre nosotros”.